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Era obispo de Sirmio en el Ilírico y por los años 345 renovó la herejía de Sabelio y Paulo Samosateno, enseñando que Cristo era hombre puramente y no Dios.

 

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San Simpliciano fue enviado por San Dámaso a Milán, para que ayudase a San Ambrosio, recién electo obispo de aquella iglesia. Era muy sabio, había hecho muchos viajes para instruirse en varias materias y no cesaba de leer y de estudiar. San Ambrosio le dedicó varias obras suyas; y le sucedió a San Ambrosio en el obispado, al cual fue promovido en el año 397. Era grande la fama de su virtud y sabiduría, como insinúa aquí San Agustín, y se conoce tan bien porque los concilios de África y de Toledo no determinaban cosa alguna de importancia sin haberla tratado y consultado antes con San Simpliciano. Murió lleno de años y méritos por el mes de mayo del año 400. Toda la religión agustiniana reza de él en el día 13 de agosto.

 

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Sobre las noticias y elogios de Victorino, que refiere aquí San Agustín de boca de San Simpliciano, puede añadirse lo que refiere San Jerónimo, que en el libro de los Escritores eclesiásticos, dice que se llamaba C. Mario Victorino, que era africano de nación y que enseñó en Roma la retórica en tiempo del emperador Constantino, y hacia los últimos plazos de su vida se hizo cristiano, admirándose Roma, y alegrándose la Iglesia, como dice San Agustín. Escribió varios libros contra los arrianos, y también unos comentarios sobre las epístolas de San Pablo.

 

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En el texto latino, dice el Santo: Omnigenumque deum monstra, et Anubim latratorem, que es puntualmente el verso de Virgilio: Omnigenumque deum monstra, et latrator Anubis. Y le llama latrator, porque Anubis en lengua egipciaca es lo mismo que perro en lengua castellana; y debajo de la figura de perro adoraban a Mercurio, como dice Servio sobre el citado verso de Virgilio (Aen., 8). Otros explican de otro modo esta fábula, diciendo que Anubis era un famoso capitán hijo de Osiris, que siguiendo a su padre en las expediciones que hizo (como de Hércules se dice que iba cubierto de la piel de un león), «él se cubrió con la de un perro, y le tenía por su divisa»; y que de aquí provino que los egipcios diesen la preferencia al perro entre los demás animales de que ellos formaban su apoteosis; pero que perdieron esta preferencia cuando, habiendo Cambises hecho matar y arrojar al dios Apis, fue el perro el único que se lo comió. No obstante, perseveró el culto del perro en Cinópolis, que era la ciudad capital (y quiere decir ciudad de perros), que estaba consagrada a aquel animal, y sus habitantes conservaban un fondo considerable, de donde se sacaba para el sagrado alimento de los perros, como dice Diodoro Sículo, libro IV.

 

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Los romanos, y generalmente todos los gentiles, creían que cada reino, cada estado, cada provincia, cada ciudad y, en una palabra, cada lugar, estaba bajo la protección de algunas deidades particulares, que velaban para su conservación. No obstante, los romanos peleaban contra todos aquellos reinos, ciudades y pueblos, los sujetaban y triunfaban de ellos, y por consiguiente triunfaban de aquellos dioses que eran protectores de aquellos lugares, y se tenían por vencedores de ellos. Sobre cuyo supuesto se funda la sátira que les hace a los romanos San Agustín ya en este capítulo, diciendo que Roma suplicaba y ofrecía sacrificios a aquellos mismos dioses contra quienes había peleado en otro tiempo y a quienes había vencido, y ya también en el libro I de La Ciudad de Dios, cap. III, donde los satiriza del mismo modo, haciéndoles ver la inconsecuencia con que procedían en sus idolatrías, pues les atribuían poder para defenderlos a ellos, cuando no lo habían tenido para defenderse a sí mismos de ellos ni para defender aquellos pueblos de quienes se suponían protectores, y habían sido vencidos y avasallados por los romanos. Con lo cual se entenderá bien todo este pasaje de San Agustín, que se les haría oscuro a los que no tienen alguna tintura de mitología.

 

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Como en aquel tiempo no se daba el Bautismo, por lo común, sino en los sábados de la vigilia de Pascua y de Pentecostés, aquellos que habían de recibirlo eran obligados a dar antes su nombre, para que se les pusiese en la matrícula de los que habían de ser bautizados, y el obispo y clero hiciesen con ellos aquellas diligencias preparatorias, exámenes, escrutinios y ceremonias que se usaban, como se ha insinuado en el cap. IX del lib. I, y se dirá más abajo.

 

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La ciencia de Victorino y sus escritos, sus discípulos y la estatua que se había erigido para su memoria en la plaza de Trajano le hacían sumamente célebre y famoso. Él profesó la retórica en Roma, no solamente bajo el imperio de Constantino, como se ha dicho antes, sino también en el imperio de Constancio y de Juliano Apóstata. El tratamiento que se le daba era el de clarísimo, título que no se daba sino a los senadores y a las personas de la primera distinción y clase.

 

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De este mismo sentir es San Jerónimo, diciendo que el Apóstol tomó entonces el nombre de Pablo para memoria del triunfo grande que había conseguido, mediante la gracia y favor de Jesucristo Señor Nuestro, convirtiendo a la fe al dicho Paulo Sergio, procónsul de la isla de Chipre, lo cual sucedió en el año 45 de Jesucristo. Otros dan otras razones para que tomase el nombre de Pablo, que se pueden ver en Baronio, al año 36 de Cristo.

 

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Diciendo San Agustín que Ponticiano proeclare in palatio militabat, da a entender que tenía uno de los empleos más honoríficos de palacio. Porque primeramente se ha de suponer que entre los romanos todo oficio y servicio público se llamaba entonces militia, y el ejercerlo militare; y que solamente había tres géneros de servir o militar de este modo: el primero y más honroso era el militar o servir en palacio, y se llamaba militia palatina; el segundo era el militar y servir en todo lo concerniente a la guerra, y se llamaba militia castrensis sive armata; y el tercer género venía a ser el seguir la carrera de las letras, como leyes, artes, etc., y se llamaba militia cohortis sive togata, a cuya clase pertenecían los jueces, prefectos, presidentes, abogados, curiales y otros semejantes, como dicen Gotofredo y Valesio, citados por Selvagio, en las Antigüedades cristianas, lib. I, pág. 2, cap. IV, § III, n. 10. De donde infiero que Ponticiano, que seguía la milicia o servidumbre palatina, era uno de los sujetos más visibles y considerados de palacio.

 

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En este monasterio fue donde Joviniano y otros compañeros de su impiedad estuvieron algún tiempo, disimulando con el nombre católico su maldad y cubriendo con el hábito de frailes sus perversas intenciones. Pero a poco tiempo, como dice Baronio, los arrojó de sí aquella santa casa, como el mar arroja los cadáveres a la orilla. Baron A. C. 382. También allí profesaron la vida monástica Sarmaciano y Barbación, que dieron mucho que sentir al gran padre San Ambrosio y al prelado de dicho monasterio, por la vida desarreglada que tenían y la mala doctrina que enseñaban.