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Conquista y colonización de Méjico: estudio histórico

Joaquín García Icazbalceta



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«Es oprobio á cualquiera que pretende tener
alguna ilustración, ignorar la historia de su país.»


(QUINTANA.)                







1

Cautiva en alto grado al entendimiento humano la investigación de la verdad. No hay cosa escondida que, por sólo serlo, no ejerza en nosotros misterioso atractivo, y hasta la persona más inculta y más ajena á todo estudio, fija su atención en cualquier vulgar enigma y se empeña en descifrarle. Natural, pues, y noble además por la naturaleza del asunto, es el afán con que el arqueólogo interroga á las generaciones hundidas en el polvo de los siglos, para alcanzar á leer en sus derruídos monumentos, descifrar en sus extraños caracteres y descubrir en su lenguaje los misterios que guardan en profunda calma aquellas edades remotas, ansioso de llegar, si pudiera, hasta encontrar el origen de los pueblos, conocer sus afinidades, trazar la ruta de sus peregrinaciones, ordenar la serie de sus caudillos, narrar sus guerras   —6→   y alianzas, penetrar en su religión y costumbres, valorar su civilización, y determinar el papel que desempeñaron en la gran historia de la humanidad. Querría, en una palabra, poseer el espíritu del Profeta cautivo en Babilonia para infundir vida en los innumerables huesos, secos en extremo, que cubren el inmenso campo de la muerta antigüedad. El paciente investigador, llámese historiador, etnógrafo ó lingüista, elige, sin duda, como hombre, el campo más noble para sus estudios, que es el hombre mismo.

Las indagaciones arqueológicas americanas alcanzan hoy gran boga, no sólo en América, sino en todos los países civilizados. La densa sombra que envuelve los orígenes de este Nuevo Mundo; la suma importancia de los problemas que ellos presentan; la novedad perpetua del asunto, si así puede decirse, son más que suficientes para justificar este ardoroso empeño. Profundas y perseverantes investigaciones se han llevado á cabo; nada se omite que ayude á descubrir la verdad; se ha implorado el auxilio de todas las ciencias; se han multiplicado las exploraciones; se han recogido los datos al parecer más insignificantes; se ha visto mucho, se ha comparado mucho; clarísimos ingenios, á fuerza de analizar y de agrupar los hechos, han llegado á descubrimientos importantes: alguna luz se ha derramado sobre la superficie de aquellas remotísimas épocas; pero el negro abismo permanece mudo, y el ansia de llegar presto al deseado fin ha dado origen á sistemas prematuros, que sólo han servido para aumentar la confusión. Al orgullo humano repugna confesarse vencido, y para completar sistemas concebidos á priori quiere convertir en hechos incontrovertibles las ilusiones de la fantasía. Enemigo de toda sujeción, por útil que le sea, ha llegado en veces á cerrar los ojos á la luz de la Revelación, desechando el único guía que pudiera ahorrarle descarríos lamentables. Mucho es de temerse que á pesar de tantos esfuerzos, el gran problema de la población del Nuevo Mundo permanezca siempre como enigma indescifrable, y que la historia primitiva jamás se despoje de sus impenetrables sombras.

En nuestro propio suelo no han faltado ni faltan, sabios beneméritos que ensanchen día á día los dominios de las investigaciones   —7→   arqueológicas, aplicándoles con agudo ingenio los adelantos de las ciencias. Mas no á todos es dado seguirlos en su vuelo, y no porque otras indagaciones sean más humildes, ha de renunciarse á ellas. Bien pueden emprenderlas los que se sientan con menores fuerzas; y si hemos de descubrir por entero nuestra propia y desautorizada opinión, habremos de decir que en terrenos menos elevados podemos recoger cosechas de utilidad más inmediata y práctica. Porque, en efecto, las altas investigaciones arqueológicas han de aplicarse necesariamente á épocas lejanas y á pueblos desaparecidos de la haz de la tierra, que pocas huellas han dejado y en nada han influído en nuestro modo de ser actual. Verdad es que la predilección particular á un asunto, la cual se revela de golpe por el simple hecho de elegirle, suele ofuscarnos y hacernos creer, tal vez sin fundamento, que ofrece mayor interés que otros; pero concretándonos á nuestra propia tierra, no es posible dejar de conocer que la historia de los pueblos antiguos, aparte de su lejanía y obscuridad, padece una interrupción completa, merced al cambio radical ocurrido á principios del siglo XVI. Los pueblos que entonces existían, de los que habían venido á este suelo, se encontraron subyugados, y en lo principal substituídos, por otra raza poderosa que cayó sobre ellos y trastornó por completo su organización política y social. Religión, leyes, gobierno, todo desapareció; á su vez los nuevamente llegados no pudieron menos de resentir, hasta cierto punto, la influencia de las razas sujetadas, pero no destruídas; y de ese grande acontecimiento histórico surgió el pueblo mixto, que con las modificaciones consiguientes al transcurso de tres siglos y medio, existe todavía. El conocimiento exacto de los elementos que entraron en la formación de la nueva sociedad, y de cómo se fueron combinando, es el punto práctico para nosotros. Por haber desconocido ó despreciado las enseñanzas de la historia, han brotado y echado profundas raíces, errores gravísimos cuyas consecuencias aún resentimos. De aquí la importancia capital de una verdadera historia de la dominación española, y en particular de una Historia de Méjico durante el siglo XVI. Asunto es éste á que siempre me he sentido fuertemente inclinado; pero que nunca he osado tomar entre manos, por no encontrarme   —8→   capaz de tratarle como merece. Séame permitido, sin embargo, dirigir por última vez una mirada á aquella época para siempre memorable en la vida de nuestro pueblo.




2

La historia del siglo XVI abarca, por feliz casualidad, todo el período de transformación. Abrese con el Imperio azteca y demás señoríos naturales, solos, sin mezcla de influencia extraña, y llegados algunos, según se afirma, á un alto grado de civilización en los gloriosos reinados de Axayácatl y Nezahualcóyotl. Habría, pues, ocasión propia de exponer esa civilización y analizarla en su más brillante período, para ver si realmente iba en progreso, atajado por la venida de gente extraña; ó bien si la cultura azteca ó tezcocana no era tanta como á algunos parece, y si esos pueblos, embrutecidos por el despotismo y encruelecidos por la guerra perpetua y por el inaudito exceso de sacrificios humanos, lejos de adelantar, no iban acaso en tal descenso, que á no haber sobrevenido la conquista, habrían ido perdiendo poco á poco lo recibido de gentes más cultas, hasta hundirse por completo en la barbarie: suerte inevitable de los pueblos aislados, víctimas del despotismo, de la idolatría y de sus propias pasiones. Veríamos asimismo si pueden llamarse tan civilizados unos pueblos que aun cuando en ciertos ramos del saber humano conservan restos de una antigua cultura, carecen de instrucción pública, no conocen las bellas artes, ni el alfabeto, ni los animales domésticos, ni el hierro, ni los pesos y medidas, ni la moneda; pero conocen la esclavitud, la poligamia, los sacrificios humanos, y se mantienen en perpetua guerra, no ya para ensanchar sus dominios, sino que la emprenden periódicamente, sin odio ni ambición, con el único fin de proveerse de víctimas para saciar, sin conseguirlo nunca, la sed de sangre de sus mentidos dioses. Aparte de la grande importancia intrínseca de ese estudio, que no nos obligaría á engolfarnos en las tinieblas de la antigüedad, nos serviría para discernir lo que de aquello permaneció, y vino á ser uno de los elementos constitutivos de la nueva sociedad: nos daría luz para conocer la razón de mucho de lo que después se   —9→   hizo, y veríamos bien el fondo antiguo en que luego irían apareciendo las tintas del nuevo cuadro.

Sobreviene la conquista, y al punto nos interesarían su movimiento y desenlace dramáticos. Aunque tanto se ha escrito de ella, queda todavía algo que recoger y que rectificar. Es opinión común, por ejemplo, que las victorias de los españoles debieron principalmente á las armas de fuego y á los caballos. Se pondera el estrago que causarían aquellos hombres montados en animales fuertes, ágiles y desconocidos, cubiertos ellos de hierro y armados del rayo, en una muchedumbre de indios desnudos y casi inermes, pues sus toscas armas ofensivas y defensivas no admitían comparación con las españolas. ¡Cuántos son los que aún creen que hasta el último compañero de Cortés vestía armadura y portaba arcabuz! Nada más ajeno de la verdad. Entre los 500 á 600 hombres de que se componía la primera expedición, no había más que 32 ballesteros y 13 escopeteros; es decir, que las armas de fuego se reducían á trece, tan pesadas y lentas para disparar como eran las usadas entonces.

Los caballos se reducían á diez y seis por todo. La naturaleza de aquellas guerras hacía muy impropio para transporte y empleo el mezquino tren de artillería: las partidas sueltas que con frecuencia se destacaban para traer de paz ó sujetar los pueblos, y que solían sostener recios combates, no podían llevar consigo ese estorbo. Fuera de los capitanes, pocos eran los que alcanzaban el «vestido de acero»: los demás tenían que contentarse con el escaupil ó chaqueta de algodón acolchado y con espada y rodela por todas armas; los de á caballo solían llevar, además, lanza. Aunque los indios en general peleaban desnudos, muchos solían usar como armas defensivas las chaquetas acolchadas, los cascos recios de madera en forma de cabezas de animales y ciertos resguardos para las piernas: todos, sin excepción, se protegían con el chimalli ó escudo, fuerte y tan amplio, que podía cubrirles todo el cuerpo. Para ofender tenían la terrible honda, el arco y flecha, no inferior á la ballesta española; otro artificio (atlatl) para arrojar dardos; la larga pica con gran moharra de cobre ó de pedernal, que más adelante substituían con las espadas de los españoles presos y sacrificados; la macana ó espada con agudas   —10→   navajas de pedernal en ambos cantos, y la pesada maza, clava ó porra. Basta con ver los ejemplares de esas armas que se guardan en los museos ó se representan en las pinturas, para comprender que aun sin contar con la superioridad del número y el conocimiento del terreno, la lucha no era tan desventajosa para el indio como se cree. Ciertamente que á los principios debió de causarles gran terror el estruendo y consiguiente estrago de los tiros, así como la vista de animales extraños, tan superiores en tamaño y fuerza á cuantos ellos conocían; mas poco á poco fueron perdiendo el miedo, y luego que de la primera rociada de flecha, vara tostada y piedra herían y mataban á algunos españoles, arremetían con ellos, peleando cuerpo á cuerpo, sin huir ni aun de los caballos, que solían tender muertos de un solo macanazo.

Se da asimismo grande importancia al auxilio de los aliados. Fué valioso; pero aún no contaban con él los españoles cuando sostuvieron los reñidos combates de Tabasco y Tlaxcala. Esas tropas indígenas, atraídas más que todo por el deseo de venganza y por el cebo del botín, tanto se ocupaban en pelear como en robar, y más de una vez tuvieron los españoles que contener sus incendios y saqueos. Cuando en el sitio de Méjico creyeron perdida la causa de los extranjeros, los abandonaron, y vueltos después á los reales, estorbaban de tal modo en la estrechura de las calzadas, que los españoles tenían que echarlos á retaguardia para pelear desembarazadamente. En la Noche Triste se perdieron todas las armas de fuego, y la batalla de Otumba se ganó sin aliados, á pura pica y espada.

Las victorias de los españoles se debieron, en gran parte, al modo de pelear de los indios. Como su mayor afán no era matar sino tomar prisioneros para los sacrificios, la batalla, después de la primera arremetida, se convertía en un conjunto de combates personales, sin orden ni concierto. Su cruenta religión los perdía. A ese afán debieron mil veces la vida los españoles, y aun Cortés mismo. Sin eso, fácil habría sido acabar con aquel puñado de hombres, por bravos que fuesen. En Otumba encontraran todos su sepulcro; mas los indios, privados del estandarte real por la sagacidad y arrojo de Cortés, desfallecieron, y aquella inmensa muchedumbre desapareció como niebla. Los españoles, por el   —11→   contrario, combatían siempre unidos, atentos á la voz de su jefe. Era la lucha entre la inteligencia y la fuerza bruta. Valor sobraba por ambas partes; pero los indios cedían á la tentación de una huída fácil; mientras que los españoles peleaban con el valor de la desesperación. No esperaban ni pedían cuartel: bien sabían que la suerte inevitable del prisionero era ir á la horrible piedra de los sacrificios, y que una retirada se convertiría en tremenda derrota, de la cual fué prueba la Noche Triste. No les quedaba otra alternativa que vencer ó morir. Ellos cumplían inconscientemente un designio providencial: los indios sucumbían á la ley de la Historia. Nada podía detener la marcha incesante del poder y de la civilización hacia Occidente.

Las hazañas militares de Cortés han arrebatado toda la atención, y aún no se ha dado el debido lugar á los capitanes que combatían á su lado, ni se ha pintado al vivo el carácter de sus compañeros. Nadie les ha negado el valor, y pocos les perdonan la crueldad; pero falta un estudio serio del carácter de esos asombrosos aventureros, mezcla singular de valor indómito, de dureza, de incomparable energía, de codicia, de libertinaje, de lealtad y de espíritu religioso. No era móvil absolutamente general y exclusivo de sus acciones la sed de oro, como hasta el fastidio se repite: hacíanle compañía el deseo de la gloria, el de ensanchar los dominios del soberano, y el de ganar almas para Dios. Algunos hubo que después de esgrimir valerosamente la espada y de recibir el premio de sus servicios, depusieron mansamente las armas, se despojaron de lo ganado á tanta costa, juzgándolo mal adquirido, y fueron á refugiarse en el claustro, de donde salieron transformados en pobres misioneros, tanto más celosos y útiles, cuanto que ponían en aquellas santas empresas el mismo valor, la misma resistencia á las fatigas que antes habían mostrado en los trabajos y en los descubrimientos.

Con la caída de la gran ciudad de Méjico terminó la primera faz de la conquista para entrar en otra que, mudado el teatro, se prolongó por largo tiempo. Constituyéronla aquellas repetidas expediciones en que al par caminaban el descubrimiento y la conquista, seguida las más veces de la colonización.

Este período ofrece abundante materia para dar interés á la   —12→   narración, y se llenaría bien un libro con la más notable de aquellas jornadas: la del feroz letrado Nuño de Guzmán, hombre extraordinario, de inquebrantable firmeza de ánimo, que deslucía sus grandes cualidades con su despotismo, su avaricia y su crueldad. Salido de Méjico, donde ya veía sobre sí una negra tempestad provocada por sus desafueros, tropieza desde luego con el pacífico Caltzontzin, le prende, le atormenta, le roba y le mata. Prosigue su camino dejando un rastro de sangre y de cenizas; lucha contra los hombres y contra los elementos; sofoca con mano de hierro el descontento de su tropa mixta; la lleva más y más lejos hasta Sinaloa; retrocede y funda la ciudad de Guadalajara que perpetuará su nombre. Encuéntrase al fin en remotas soledades, rodeado de tribus hostiles y de descontentos en su propio campo; enemistado con Cortés, desconocido por la Audiencia y por el Virrey, substituido por otro Gobernador, y no desmaya, hasta que, agotadas las fuerzas humanas, viene á Méjico, donde le prenden, le encarcelan como un criminal cualquiera, y caído de golpe al abismo, es llevado á España para acabar sus días enfermo y pobre en un destierro. Tras breve intervalo le sucede el gran Cristóbal de Oñate, personaje admirable y digno de ser mucho más conocido, porque al valor, común en aquellos guerreros, juntaba en rara harmonía la prudencia y la humanidad. Ya una vez derrotada su tropa en un encuentro, enciérrale en Guadalajara la tremenda insurrección de los indios, y allí, con un puñado de aventureros, cercado de feroces enemigos y remoto de todo socorro, se mantiene firme é incontrastable. Su grande ánimo se infunde á todos, y hasta las mujeres dan mano á la pelea. Calmada un tanto la borrasca, toma la ofensiva, y cuando el bullente Alvarado llega en su auxilio y casi le afrenta, él le amonesta sereno y le predice el trágico fin á que no tardó en llegar. Agravada la situación con aquella derrota, el Virrey mismo cree que es allí necesaria su presencia: acude, pelea, y al cabo los indómitos cascanes bajan de sus inexpugnables peñoles, no por la fuerza de las armas sino á la voz de un manso religioso á quien tenían por padre. Los historiadores de la conquista gustan de cerrar su narración con un desenlace dramático, la toma de la gran Tenochtitlán, y desdeñan los tiempos posteriores,   —13→   como si Cortés hubiera conquistado todo, y después de él no se hallaran nombres y hechos dignos de amplia fama.

Los españoles, ya por carácter, ya por necesidad de dar ocupación á aventureros peligrosos en la paz, emprendían continuamente nuevas entradas: todo lo exploraban, todo lo sometían: no había día sin sangre. La conquista propiamente dicha, llegaba ya de Guatemala al Nuevo Méjico, y estaba casi terminada al expirar el siglo XVI.




3

Mas estas expediciones lejanas, consecuencia forzosa de la primera, no afectaban ya mucho el problema que se presentó el día que fué prisionero Cuauhtémoc. Los pueblos sujetados por Cortés jamás volvieron á alzarse: no apareció aquí un Sayri Tupac, ni en tiempos adelante un Tupac Amaru. El Gobierno tampoco tuvo que sofocar rebeliones de los suyos: los españoles nunca desmintieron la proverbial lealtad castellana. La monarquía española recibía de manos de Cortés un grande imperio, y parecía no faltar otra cosa que tomar posesión de la nueva provincia añadida á la Corona. Pero allí estaba la mayor dificultad. Para la conquista había bastado con un caudillo tan guerrero como político: para la organización era menester todo un gobierno.

Apenas salida España de una tremenda lucha de ocho siglos, se encontró dueña, de su propio territorio y de un nuevo mundo. Los Reyes Católicos habían arrojado al mar el estandarte de la Media Luna y abatido el poder feudal: su gloria, aumentada por la reunión de su Corona á la del Sacro Romano Imperio, le dió el derecho y le impuso la obligación de desempeñar el primer papel en el concierto de las naciones europeas y de mezclarse en todas las contiendas civiles y religiosas. Su ambición guerrera no conoció límites; creíase capaz de todo; en todas partes peleaba y tenía armas para enviarlas á las cuatro partes del globo. Sus terribles aventureros se derramaron como un torrente sobre el Nuevo Mundo, subyugándolo todo y ensanchando el poderío del César hasta realizar aquel arrogante dicho de que el sol no se ponía en sus dominios. Pero tantos triunfos deslumbradores no   —14→   se alcanzaban sin mengua de la vitalidad interna de la nación. El tumulto de la guerra no había dejado mucho lugar á las pacíficas tareas de la paz: sobraban caudillos y soldados salidos de aquella ruda escuela, y faltaban brazos para el arado. Cuando España tenía mayor necesidad de recuperar sus fuerzas, aumentar su población, fomentar su agricultura, levantar su industria, perfeccionar su régimen interior, desarrollar, en suma, sus elementos de vida á la sombra bienhechora de la unidad y de la paz, entonces fué puntualmente cuando, al aceptar la oferta de un nuevo mundo, realizada en seguida por el navegante genovés, tomó á su cargo una empresa colosal, que acometió y llevó adelante con estupendo brío. Aquel esfuerzo sobrehumano acabó de postrar á España, por más que dos largos y gloriosos reinados la sostuvieran con externo brillo. No era España de aquellas naciones que rebosan de gente y se empeñan en aventuras para dar salida á sus productos y echar fuera el sobrante de una población miserable. Bien escasa era la suya, y la emigración á las Indias la agotaba. El trabajo honrado era visto con desdén; las pocas fábricas se convertían en ruinas, los campos quedaban incultos, la riqueza pública se consumía en guerras. Los tesoros de América no reparaban tantos males, porque no hacían más que pasar por España para pagar tropas fuera, ó para enriquecer el comercio y la industria de naciones extranjeras de que ella había venido á ser tributaria. La expulsión de los moriscos vino á dar el último golpe á la agricultura de las más ricas provincias, privándola de brazos tan numerosos como entendidos. España compraba á costa de enormes sacrificios el inestimable bien de la unidad de raza y de religión. No habrían sido estériles, si los innumerables errores económicos y administrativos, comunes entonces, no hubieran consumado su ruina. La asombrosa vitalidad de España se sostuvo todo el siglo XVI; durante él se echaron los cimientos del gran edificio de la colonización ultramarina, y se adelantó notablemente la obra. Por desgracia, faltaba todavía mucho para acabarla, cuando, pasado el cetro de las vigorosas manos que le habían empuñado á las de monarcas débiles, perezosos y entregados á favoritos, se hizo patente la rápida decadencia, que llegó á su último punto bajo el poder del infeliz Carlos II. El impulso   —15→   que faltaba ya en la madre patria no había de permanecer en las lejanas colonias; el corazón, gastado y desfallecido, no podía enviar la vida á las extremidades remotas; quedáronse estacionarias, resintiendo los males comunes á la monarquía, y supliéndolo todo con el respeto á la autoridad, que siquiera las mantenía en paz. La obra colosal de la colonización americana no podía, ni pudo llegar, jamás a perfección.




4

Pienso que en dos errores capitales se incurre generalmente al juzgar la dominación española. Es el uno considerar como un solo punto de tiempo el dilatado espacio de tres siglos, confundiendo épocas y circunstancias. Por más aislado que se suponga un pueblo civilizado, es imposible admitir que se impida por completo el cambio de ideas con los demás. Y aun cuando así fuera, el tiempo no pasa en vano. Toda sociedad que no avanza, retrocede, porque nada hay estable en este mundo: proeterit enim figura hujus mundi. Varían las relaciones entre las diversas clases de la sociedad, así como la influencia de cada una; las razas, antes separadas, se compenetran y forman otras; la propiedad se modifica; el comercio se abre nuevos caminos y abandona los que seguía; las condiciones de la vida no permanecen inmutables. Las leyes mismas, cuando ha pasado su época, si no caen en desuso ó ceden á consejo prudente, son destrozadas por tremendas revoluciones que fatalmente pasan al extremo contrario, desconociendo asimismo las necesidades presentes, y tomando la ilusión por realidad. De aquí que los juicios acerca de la dominación española carezcan casi siempre de exactitud: se estudia únicamente un momento dado, ó se confunden lastimosamente los tiempos. El juicio general debiera fundarse en el conocimiento íntimo de todo aquel período, y deducirse, no de hechos aislados, sino del carácter general del conjunto. Sin extenderse á más, no es posible, dentro del siglo XVI, pintar con iguales colores la época de Mendoza y la de Enríquez. ¡Cuán diferente era el estado de las cosas, aunque sólo se atienda á la condición de los indios y al estado é influencia de las Ordenes religiosas!

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Segundo error es abarcar en un solo juicio al gobierno de la metrópoli y á los españoles de acá de los mares, cuando se debiera separarlos cuidadosamente. Por más que se haya levantado inmenso clamoreo contra el sistema colonial de España, no debemos escucharlo, porque no es la voz de la razón; y tanto hemos de cerrar los oídos á los encarnizados enemigos, como á los apologistas apasionados. La Historia está demasiado alta para escuchar gritos de tumulto y atender á declamaciones huecas. Con severa imparcialidad se traslada al lugar de la escena; instruye el proceso; llama á los testigos, cuyos antecedentes escudriña antes de recibir sus testimonios, y como recto juez pesquisidor examina las piezas, oye los descargos, distingue los tiempos y considera el espíritu de cada uno, la posición de los actores, los móviles de su conducta ó las razones que pudieron obligarlos á seguirla. Nada la apasiona, nada extravía su criterio. El único fin de la Historia es hallar la Verdad; el que no la busque sin asomo de pasión, no se atreva á escribir.

Nunca hubo por parte de España plan preconcebido para oprimir y explotar duramente las colonias. Los que lo contrario piensan toman el punto de vista actual, y desde él notan la falta de instituciones modernísimas. No es allí donde se coloca el observador imparcial, y por tanto no exige que la madre diera á las hijas lo que ella misma no tenía ni aun conocía, como tampoco lo conocían las demás naciones. Las modernas libertades políticas no existían en parte alguna. La vieja Carta Magna no libró á Inglaterra de un Enrique VIII ni de un Cromwell: los Parlamentos de Francia, cuerpos más bien judiciales que representativos, en nada se parecían á los Congresos actuales: lo propio puede decirse de las antiguas Cortes de Castilla, que después de la consolidación del poder real quedaron reducidas á una sombra de lo que fueron. ¿De qué libertades gozaban en realidad las turbulentas Repúblicas italianas, víctimas casi siempre de tiranos? ¿Cuáles disfruta hoy mismo el poderoso Imperio moscovita? La cuestión puede plantearse en términos bien sencillos: ¿Dió España á sus colonias lo que podía darles, ó las oprimía duramente, reservando para sí todos los bienes? No ciertamente lo segundo. Verdad es que en Méjico no había representación   —17→   nacional. ¿La tenía acaso España? ¿La tiene hoy la India inglesa? No había libertad de imprenta: ¿dónde la había? A lo menos en España corrían sin obstáculo los tremendos escritos de Las Casas, que hasta ponían en duda la legitimidad de la posesión de las Indias. A Méjico trajo bien pronto la primera prensa del Nuevo Mundo, no el interés de un particular, sino la paternal solicitud de un Obispo y de un Virrey. La instrucción pública, buena ó mala, según el sentir de cada uno, era igual á la de España, y ésta no rehusaba desprenderse de distinguidos profesores para enviarlos á las Américas, donde fundaba Universidades semejantes á las suyas. Los impuestos eran menores, y si había en las rentas un excedente, no provenía de exacciones insoportables, sino de la sencillez y economía de la administración. Los errores que hoy es fácil notar, las medidas desacertadas y los males que causaron, eran comunes á todos los dominios españoles, y no á ellos solamente. Si acá solían agravarse, se debía á la imposibilidad de que un hombre solo atendiera á las innumerables piezas de la complicada máquina, y más que todo, á la enorme distancia del centro del gobierno. Los documentos antiguos están llenos de sentidas quejas de los males que padecían las Indias, por «la maldita distancia que les impedía gozar de la presencia de su Rey». La verdad, aunque buscada con empeño, le llegaba, si acaso, tarde y con suma dificultad: así las resoluciones eran casi siempre tardías. Las intenciones de los Reyes de España no podían ser mejores, y rayaban á veces en utópicas; mas como era humanamente imposible que en tan gran número de empleados fueran todos cuales debieran ser, y el monarca tenía que ver por los ojos y obrar por las manos de ellos, no faltaba quien extraviara las buenas intenciones ó estorbara su realización, sin que se pudiera evitarlo y á veces ni saberlo. La abundancia de la tierra excitaba la codicia, y la lejanía amenguaba el temor. No era siempre eficaz el juicio de residencia, totalmente desconocido hoy; pero su establecimiento demuestra el buen deseo de moralizar la administración, y era á lo menos un freno saludable que en ocasiones se hacía sentir duramente. Tengo, en suma, por vulgaridad creer que el Gobierno español era tan necio que se ensañaba contra sus colonias. Procuraba   —18→   sacar partido de ellas, como de las suyas todas las naciones que las tienen, porque el desinterés y la caridad no son virtudes de gobiernos; pero no las agotaba. Si alguna vez les imponía restricciones especiales, era obligado por las circunstancias y por el natural deseo de mantenerlas sujetas.

Fué error de España haber abarcado una inmensa extensión de tierra sin tener gente suya para poblarla, ni poder abrirla á la extranjera: olvidó que la riqueza del suelo de nada sirve si la mano del hombre no le da valor. Pero tal error tiene fácil explicación. Las Indias, cuando ni aun se sospechaba lo que eran, habían sido dadas á la Corona de Castilla con la carga de convertir á los indígenas. Para cumplir con esa condición y legitimar su dominio, tenía que extenderle hasta donde la tierra le faltara; y así vemos que no se ocupaba lugar donde luego no apareciesen los misioneros, quienes iban con todas las expediciones, y muchas veces se anticipaban á los soldados, verificando ellos mismos los descubrimientos. La Iglesia urgía siempre para que se llevase la luz de la fe á las regiones incógnitas. España era el primer campeón del catolicismo, y así como en el Viejo Mundo sostenía terrible lucha contra las nacientes herejías, del mismo modo en el Nuevo agotaba sus fuerzas para extirpar la idolatría. Pero el hecho era que la interminable extensión de las colonias, sus dilatadísimas costas en ambos mares, lo escaso de la población, lo mortífero ó insoportable de ciertos climas, los desiertos, los bosques impenetrables, las gigantescas cordilleras, los caudalosos ríos, dificultaban sobremanera las comunicaciones y la defensa contra agresiones extrañas. La envidia y la codicia de otras naciones, despechadas además por haber despreciado la oferta del descubridor, mantenían en continuo peligro estas posesiones ultramarinas. Los extranjeros podían elegir el punto débil para el ataque: España tenía que defender todo. Casi de continuo veía interrumpidas sus ya difíciles comunicaciones: los extranjeros, sin distinción de tiempos de paz ó de guerra, llegaron á convertir en institución permanente la piratería, y saqueaban las costas ó se apoderaban de los caudales en los navíos. Ese estado permanente de agresión ó de amago entorpeció el desarrollo de las colonias y les causó infinitos males, que luego   —19→   encarecían como una acusación contra España, los extranjeros mismos que los causaban. Abrir una puerta á gente tal, aunque fuera con pretexto de comercio, era entregarle todo. Establecida en cualquier punto, no tardaría en derramarse por todas partes, ó para impedirlo era preciso vivir en guerra perpetua y asoladora. Pruébalo la concesión del navío de permiso que obtuvieron los ingleses en la paz de Utrecht, y que bastó para inundar de géneros de contrabando gran parte de la América Meridional. Existía, pues, una fatal necesidad de aislar las colonias para no perderlas, sin que eso fuera maltratarlas ni mantenerlas sistemáticamente en las tinieblas. Cuando escuchamos tantas declamaciones, se nos ocurre instintivamente preguntar: ¿Fué tan torpe y ciega una política que sin el auxilio de gran fuerza armada mantuvo sujetos y pacíficos por tres siglos territorios inmensos, lejanos y objetos de la envidia universal? ¿Cómo fué que postradas las fuerzas de España sostuvo todavía por largo tiempo su imperio en las Américas? He aquí lo que debe exponer á toda luz el futuro historiador de la dominación española.




5

Las crueldades de los españoles en América han dado materia inagotable á escritores y á artistas. Negarlas del todo es mal camino para defender á España; pero justo sería reducirlas á sus verdaderos límites. Los excesos cometidos durante la conquista, aunque nos conmuevan, no deben asombrarnos, porque desgraciadamente la guerra siempre es guerra, y ninguna se ha hecho ni se hace sin estragos ni crímenes. Lo que sí me admira es el escándalo que causa el hecho mismo de la conquista, como si fuese caso único en la Historia. En concepto de muchos, los españoles que se arrojaron sobre el Nuevo Mundo, desafiando peligros inauditos, no eran guerreros ni conquistadores, sino cuadrillas de bandoleros detestables, sin Dios ni ley, cuyo único fin era oprimir, robar y matar á los infelices indígenas: la conquista fué una expoliación inicua sobre todas. Cierto que la gente conquistadora no era, en general, modelo de suavidad y de   —20→   virtud, que no suelen serlo los soldados, y la dureza del instrumento había de ser proporcionada á la magnitud de la obra; pero causa pena oir calificar de ese modo uno de los más grandes acontecimientos de la Historia: la conquista, evangelización y colonización de un mundo. Los que cegados por la pasión así piensan y hablan, no advierten que la Providencia se vale de unos pueblos para castigar á otros: ordena las invasiones para la unificación ó modificación que conviene á sus altos designios, y en el orden moral, lo mismo que en el físico, desencadena tremendos cataclismos que purificando y combinando los elementos les da nuevo orden y nueva vida. Asoma ya en el horizonte uno, y terrible, para castigo de los pueblos más cultos de Europa que han extraviado su camino. Desconocer la acción de la Providencia en la marcha de la humanidad, es atribuir á los hombres lo que es de Dios: es no extender la vista más allá del instrumento que ejecuta, sin buscar la mano omnipotente que le mueve: es empequeñecer la Historia, y adulterarla, ó convertirla en seca narración que nada enseña. Los instrumentos mismos sienten á veces el impulso superior: Atila se llamaba á sí propio el azote de Dios; Colón, el verdadero conquistador del Nuevo Mundo, pues le abrió á la conquista, se creía mensajero divino. Admiramos las obras de la Providencia cuando las vemos realizadas; nos extasiamos ante las maravillas de la civilización moderna, olvidando que es hija de la irrupción de los bárbaros, y nos atrevemos á censurar impíamente los medios de que esa Providencia se ha valido. Los hombres elegidos para la ejecución pueden parecernos, y aun ser en realidad detestables; pero ellos, cumplida su misión, son á su vez castigados por sus malas acciones propias. En las admirables determinaciones de la inteligencia suprema, cada pueblo y cada individuo recibe lo que merece.

Dado el descubrimiento de América y la condición de sus habitadores, era infalible que los europeos habían de derramarse sobre ella y sojuzgarla. Tocó á España hacerlo, porque ella había realizado el descubrimiento. El derecho de conquista viene al fin á ser reconocido y acatado por todos: no se han creado de otro modo las nacionalidades que existen ó han existido, inclusas las antiguas americanas. Moctezuma y Atahualpa no formaron sus   —21→   imperios con predicaciones, y el segundo, para extender su dominación, no retrocedió ante un fratricidio. Solamente á España, y tratándose de la América inocente se niega ese derecho. Los americanos, en mucha parte salvajes irreductibles á vida civil, algo antropófagos, no muy mansos ni virtuosos, son los únicos que gozan del privilegio de una tiernísima compasión. ¿Quién se dolió ó se duele de los pobres negros que trajo á las Indias esa misma compasión? ¿Quién se acuerda hoy de los desgraciados que sufrieron el duro yugo de los romanos, ni de los que después recibieron el diluvio de los bárbaros, ni de los infelices subyugados en Inglaterra por los normandos, ni de los indios orientales, ni aun siquiera de los argelinos? Cerrados los ojos á la luz de la Historia, persistimos en considerarnos como descendientes y representantes de aquellos indios, aunque no tengamos en nuestra sangre una gota de la suya, y queremos ver en la independencia una reivindicación de los derechos hollados por la conquista. Olvidamos que las guerras de independencia no son reivindicaciones, sino consecuencia natural del desarrollo de las colonias, llegado al punto de despertar el deseo de gobernarse á sí propias. Una invasión nunca consentida y al fin rechazada, por larga que sea, como la de los árabes en España, no llega á ser conquista; y cuando consumada echa raíces, pasa largo tiempo para que sobrevenga la insurrección, que de ordinario provocan, no los aborígenes puros, sino los descendientes de los conquistadores, ó la mezcla de ambas razas. ¿Qué indígenas proclamaron la independencia de las colonias norte-americanas? ¿Cuáles -si no hay ninguno- quieren reivindicar hoy en Cuba los derechos de sus antepasados? Las insurrecciones, lo mismo que las revoluciones, estallan cuando es necesario destruir algo cuya destrucción no puede obtenerse legalmente: vienen provocadas por la ceguedad de empeñarse en sostener lo que ya no es sostenible. Son explosiones tremendas de la fuerza acumulada acaso durante siglos, que siembran de ruinas el suelo y obligan después á una restauración trabajosa y únicamente parcial. Dichosos los pueblos que son bastante cuerdos para apresurar esa restauración, y aciertan á conciliar los buenos elementos que parecían inconciliables, eliminando aquellos que por su exageración   —22→   ó ranciedad no pueden quedar en un organismo permanente. Mas ¡qué pocos ejemplos nos da de ello la Historia!

No aciertan los que pretenden alcanzar la justificación de España con echar en cara á otras naciones las crueldades que ellas han cometido, porque el delito ajeno jamás ha justificado el propio. Tampoco es exacta la comparación, tantas veces hecha, entre la suerte de los indios de la parte española y la de los que ocupaban la inglesa. No es que pretendamos, ni mucho menos, santificar las atrocidades de los colonos ingleses; pero es un hecho que ellos no encontraron más que tribus aisladas y semi-salvajes: no existían sociedades organizadas, ni era fácil reducir gentes tales á vida civil. Los españoles las hallaron también de esa clase: las llamadas impropiamente en conjuntos chichimecas, y no pudieron reducirlas sino en parte pequeña: bien que redundan en honra de España los constantes esfuerzos que se hicieron para ello, sin otro resultado que la pérdida de grandes caudales y el sacrificio estéril de muchos celosos misioneros. En ambas partes fué preciso empujar esos bárbaros al desierto; y ahí están todavía, causando mil estragos, los restos de sus descendientes, que en tantos años no han tomado de la civilización sino el uso de las nuevas armas, y que al fin será preciso exterminar por completo. Lo que España pudo conservar y conservó con solícito cuidado fueron los indios constituídos en sociedades, relativamente civilizados y cultivadores del suelo, susceptibles, por lo mismo, de enseñanza y de mejora. No había para qué destruir esas naciones, que podían ser, como fueron, un elemento favorable para la conservación de las nuevas sociedades, á las cuales prestaban el valioso auxilio de su trabajo y aun el de su inteligencia.

Mas con otro fin no son inútiles aquellas comparaciones. La grita ha sido tal, que España ha venido á quedar representada como un monstruo de crueldad inaudita: como una nota discordante en un concierto de naciones humanísimas. Conviene hacer ver que si los españoles cometían no pocas crueldades en las Indias, nadie tiene derecho á tirarles la primera piedra. En la América misma, los piratas, aquellos bucaneros y filibusteros, desecho de varios pueblos, perpetraban en los españoles pacíficos, para arrancarles sus bienes, iguales ó mayores atrocidades que   —23→   las imputadas á aquellos contra los indios. Sin traer ejemplos muy antiguos, ni de naciones semi-civilizadas, creemos que Inglaterra no puede presentar muy limpia la historia de su dominación en la India ó en Australia, ni los Estados-Unidos la suya en nuestro continente; y aún vivimos los que hemos presenciado, puede decirse, lo hecho por los franceses en la Argelia y en otras partes. ¿Cómo tratan hoy mismo los holandeses á Java? Gravísimo escándalo causa la ejecución de Cuauhtémoc; no trataremos ciertamente de justificarla; pero preguntaremos, ¿por qué no se ha levantado en el mundo igual clamor contra la ejecución, bien reciente, de dos príncipes de la India, culpables tan sólo de no haber querido sufrir el yugo inglés?

La Inquisición española es particularmente objeto de horror, y se exageran hasta lo ridículo sus atrocidades y el número de sus víctimas: ¡ha llegado á decirse que si los españoles abolieron los sacrificios humanos, los compensaron ventajosamente con las hogueras de la Inquisición! ¿Qué historia habrá leído quien tal ha dicho? ¿Sólo en España ha habido persecuciones religiosas, y sólo á los católicos puede acusarse de ellas? ¿Cuántas víctimas inmolaron los aztecas? ¿Cuántas la Inquisición de Méjico? Aquellas se cuentan por millares en una festividad; éstas en más de dos siglos no llegan a medio centenar. La Inquisición existía en España, y era natural que se estableciese en las nuevas posesiones. La de Méjico, que por cierto tardó medio siglo en llegar, nunca igualó en severidad á aquella; y como los indios no le estaban sujetos, su saña caería, en todo caso, sobre los españoles. Bastantes cargos fundados pueden hacerse al terrible tribunal, sin que sea necesario abultarlos con mentiras y vulgaridades. Por extraño que á algunos parezca, es cierto que la Inquisición nunca ejecutó á nadie, ni encendió ó atizó hoguera alguna. Esos dibujos fantásticos de fogatas alimentadas por furibundos frailes encaperuzados, provocan á risa ó á enojo. Cuando encontraba ó creía haber encontrado delito que según la ley merecía pena capital, ponía al reo en manos de la justicia ordinaria, la cual dictaba la sentencia y procedía á ejecutarla: en realidad hacía, ni más ni menos, lo que el Jurado de hoy. No tenía tampoco necesidad alguna de obrar en las tinieblas, porque era una institución   —24→   aceptada y aun aplaudida por la mayoría de los españoles. Lejos de eso, cuidaba de dar la mayor y más solemne publicidad á sus castigos, sin haber menester de ejecuciones secretas, emparedamientos y demás fábulas que creen los bobos. Verdad es que usaba la tortura; pero ese errado medio de descubrir la verdad no era privativo suyo, como imaginan muchos que se indignarían de ser contados entre el vulgo, sino común á todos los tribunales, y dudo que haya desaparecido del todo, aunque ya no le empleen los jueces ni se ostente á la luz del día. A lo menos, ni el Gobierno español ni la Inquisición misma se mancharon jamás con las vivisecciones y demás horrores de los reformistas ingleses, ni con esas espantosas ejecuciones capitales como las de Ravaillac y de Damiens, en que se empleaba la tortura, no ya como medio de obtener confesiones, sino para causar deliberadamente la muerte entre tormentos atroces, cuyo sólo relato hace estremecer.

Pero, después de todo, yo no alcanzo á comprender qué objeto laudable puede tener hoy ese empeño de recordar en escritos, pinturas, estatuas y bajos relieves, los peores hechos de los españoles, y ese entusiasmo facticio por todo lo azteca, de que lucen alarde los que menos saben de Historia. No parece sino que se pretende ensalzar el paganismo y deprimir á los que nos trajeron la civilización cristiana. Nadie teme una reconquista, para que sea necesario mantener vivo con ingratos recuerdos, el odio contra la antigua dominadora, hoy amiga sincera. Mejor sería echar en olvido los crímenes de que todas las naciones son culpables, pues al cabo constituyen una deshonra para la humanidad, á que todos pertenecemos. Mejor fuera que en vez de gastar las fuerzas en acusaciones estériles, procurásemos todos no volver á merecerlas.

Lo que honrará siempre á España es que ni el Gobierno ni la nación fueron nunca cómplices de las crueldades de América, como otros gobiernos y naciones lo han sido de las no pequeñas de sus naturales. Nadie estorbaba ni aun reprobaba las atrocidades de los filibusteros; antes se relatan con fría indiferencia, cuando no con cierta fruición laudatoria. Las armadas del gran Luís XIV no tuvieron empacho en tomar por auxiliares á esos detestables   —25→   foragidos para ir al saco de Cartagena. Drake y los demás bandoleros que venían de saquear, acaso á traición, las tierras y mares americanos, eran recibidos con júbilo por los reyes, quienes se sentaban á sus mesas y los colmaban de honores. España premiaba, es cierto, á los conquistadores, lo mismo que hoy se hace con los generales que acaban de dejar cubiertas de cadáveres y cenizas provincias enteras; pero aquellas conquistas eran consecuencia natural del estado de cosas, y se ejecutaban con autoridad real, á la luz pública, tal como hoy se requiere para no confundirlas con invasiones piráticas. Mas no por eso dejaba de tomar estrecha cuenta á cuantos se excedían después de sometidos los pueblos, y ponía cuantos medios estaban á su alcance para que éstos fuesen bien tratados, aunque no siempre lo conseguía. Si se ponderan tanto los excesos de algunos españoles, es porque otros muchos españoles clamaban sin cesar contra ellos. Los que extreman sus acusaciones contra España las apoyan en escritos españoles, particularmente en los del fogoso Padre Las Casas, cuyas vehementes y apasionadas declamaciones dejaba correr sin estorbo aquel gobierno absoluto. No eran menos vehementes é irrespetuosos los misioneros, quienes á menudo pretendían cosas imposibles, y se mostraban más enemigos de sus compatriotas que cualquier extranjero. Los letrados del gobierno tomaban también parte en el coro. El feroz Felipe II sufría con inalterable paciencia aquel diluvio, aquella rotunda condenación de su gobierno, y toleraba cargos que en caso semejante habrían costado bien caros á los súbditos de la altanera Isabel. Un honroso sentimiento de compasión hacia el pueblo vencido inspiraba en general aquellos escritos, en que por su índole y por su objeto no tenían cabida las buenas acciones, sino que se reunían y condensaban los hechos más negros, hasta formar un espantoso cuadro de horrores, donde no aparece una luz, como si fuera posible que entre tantos conquistadores y pobladores no hubiera un cristiano ni un solo hombre de bien. España se deshonraba á sí propia por un profundo sentimiento de justicia que será siempre una de sus glorias. Grande y fecundo campo tiene el historiador de la dominación española para mostrar su imparcialidad y su buen criterio, con sólo que huyendo igualmente de la cruel indiferencia   —26→   y de la afectada sensiblería, resuelva de una manera definitiva esa interminable y extraviada cuestión de las crueldades de los españoles en las Indias, y haga justicia á aquel gran pueblo que abolió los sacrificios humanos y abrió á la fe y la civilización el Nuevo Mundo.




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Dueño Cortés de Méjico, continuó gobernando en virtud de la famosa elección de Veracruz y por la fuerza misma de las circunstancias. Turbados fueron aquellos tiempos. Cristobal de Tapia, enviado á fines del mismo año de 21 con el alto carácter de gobernador y juez pesquisidor, fué tratado con el mayor desprecio, y es notable que aquel desacato no tuviera consecuencias. Pero el emperador sin destituir á Cortés, comenzó á enviar empleados, mal escogidos por cierto: el conquistador, aunque en lo exterior cumplía, no los recibió bien, porque los consideraba como usurpadores de una parte de la autoridad que á él debía pertenecer por entero, y acaso también porque preveía que habían de perturbar la tierra. Procediendo con una torpeza que sólo puede explicarse por haberle faltado el tino cuando hubo terminado su papel, se ausentó de la capital para emprender la terrible é inutil jornada de las Hibueras, entregando el gobierno á sus enemigos, sin cuidar siquiera de dejarle fijamente establecido, sino mostrando en los nombramientos una vacilación ajena de su carácter, y que tanto contribuyó á los desórdenes posteriores. Los oficiales reales mostraron por su parte que ninguno era digno de tal confianza, y con sus mezquinas ambiciones y rencillas pusieron en gran peligro lo ganado. En la elección de la primera Audiencia anduvo el emperador aún más desacertado que en la de los oficiales, y empeoró la situación. Lo que mejor pinta el desaliento que se había apoderado de los indios y su ningún deseo de volver al antiguo régimen, es que no aprovecharon ocasión tan propicia para intentar un alzamiento, como bien se lo temieron los españoles. Podrían haberse envalentonado con la protección decidida que encontraban en los frailes y en el obispo, la cual, aunque nunca habría llegado á fomentar una insurrección,   —27→   bien pudo haberla provocado involuntariamente. Pero se limitaron á buscar en sus protectores una defensa, poco eficaz por entonces contra sus males, agravados por el desorden y arbitrariedades de los gobernadores. Ese período de transición, no largo, pero muy turbulento, es digno de un serio estudio. Allí veríamos la facilidad de errar en los nombramientos y la dificultad de enmendar los yerros á causa de la lejanía: cómo podían nulificarse las buenas intenciones del rey, sin desobedecerle abiertamente, y el principio de la lucha entre las autoridades civiles y las órdenes religiosas, por causa de la interminable cuestión de los indios.

Bien podemos contar por primeros gobernantes de Méjico al obispo Fuenleal y á sus compañeros los letrados de la segunda Audiencia, porque Cortés conservó poco tiempo el mando después de su malhadada expedición, y de los oficiales reales, lo mismo que de los primeros oidores, no puede decirse que gobernaron, sino que destruyeron. Los segundos, que con celo y rectas intenciones comenzaron la obra de reconstrucción, tropezaron con un obstáculo que dificultaba mucho su tarea. La legislación antigua, destruída por la conquista, no había sido substituída por otra; la española era enteramente inadecuada á los dominios, y así vemos que desde los días inmediatos al descubrimiento empezaron los Reyes Católicos á expedir una multitud de cédulas aplicables acaso á una sola provincia ó á un solo negocio particular, y con frecuencia derogatorias ó contradictorias, porque los soberanos iban resolviendo, casi á tientas y conforme se presentaban, cuestiones nuevas de que aún no habían formado juicio exacto. Fueron tan numerosas aquellas disposiciones, que llegaron á formar un verdadero laberinto, y á pesar de eso dejaban grandes vacíos que no se podían llenar sino por medio de consultas especiales, para las cuales casi nunca alcanzaba el tiempo, ó de resoluciones aventuradas con peligro de una desaprobación á que rara vez querían exponerse los que acá gobernaban. Como por otra parte el gobierno de España vacilaba mucho, aun en puntos capitales, como eran los relativos á la condición de los indios, y ya seguía un camino, ya otro, no quedaba ni el recurso del Derecho consuetudinario, que no se había formado por lo nuevo   —28→   de la situación, ni podía formarse poco á poco, por impedirlo las vacilaciones del legislador. Para comprender los funestos efectos de tal estado de cosas no hay más que figurarse un pueblo regido por la voluntad mudable de un soberano ó de un cuerpo establecido á dos mil leguas y que necesita de años para saber y resolver. Cuando se habla de la famosa Recopilación de Indias, muchos se imaginan que se trata de un código formado muy temprano, acaso dentro del siglo XVI, é ignoran que no fué publicado ni tuvo fuerza de ley sino hasta los fines del XVII, es decir, que cubre escasamente la mitad de la dominación española. Sin duda que ese código da honra á España, pero lo amengua lo tardío de la ejecución. No debía, en verdad, como hoy suele hacerse, establecer á la ligera una legislación tal vez inadecuada á los pueblos que iban á sujetarse á ella; pero no necesitaba de casi dos siglos para conocer las necesidades de sus colonias; y bien pudo sacar de perezosos á sus grandes jurisconsultos para acudir antes á exigencia tan urgente y de tal magnitud.

En los principios y por necesidad tuvo aquí grande extensión el poder municipal. El Ayuntamiento de Veracruz confirmaba ó más bien daba de propia autoridad los poderes de Cortés, y escribía directamente al emperador. El de Méjico no limitaba su jurisdicción á los términos de la ciudad, sino que concedía licencia para levantar ventas ó mesones en el camino de la Villa Rica y en otros lugares. Tomaba parte principalísima en los negocios generales, fueran civiles ó eclesiásticos; ante él presentaban sus poderes los religiosos, lo mismo que los gobernadores nombrados por Cortés, y se admitían ó rechazaban. Cuando lo juzgaba necesario, pedía procuradores á las villas, y reunidos con los que él mismo nombraba, iban á pedir en la corte lo que parecía conveniente al bien común. Hasta se atrevía á suspender el cumplimiento de las disposiciones reales. La primera Audiencia, y en particular su terrible presidente Guzmán, restringieron con su autoridad superior muchas de esas facultades, y aun sojuzgaron al Ayuntamiento. La segunda, sin proceder con modo tan arbitrario, mantuvo la supremacía del poder real, afirmado luego del todo con la llegada del primer Virrey.



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En el ejercicio de su autoridad tuvieron que tomar en cuenta la Audiencia y el Virrey un nuevo elemento que aparecía aquí con carácter diverso del que tenía en España: hablo de las órdenes religiosas que allí existían con objetos especiales, ajenas á la cura de almas, y como coadjutoras de la clerecía, mientras que acá eran todo. Dicho queda que por la carga con que los reyes habían recibido de Alejandro VI la llamada donación de las Indias, no menos que por el propio espíritu católico de los soberanos, la predicación tenía que seguir inmediatamente á la conquista. Me parece hecho digno de nota, que así como la extraordinaria extensión del Imperio Romano y la difusión de su lengua por casi todo el orbe entonces conocido precedió á la aparición del cristianismo, como para prepararle el camino y facilitar la predicación del Evangelio, así en los dos continentes americanos se formaron, al aproximarse el descubrimiento, dos grandes imperios que también impusieron á pueblos diversos su lengua y sus instituciones. En el antiguo mundo, el latín fué la lengua de la Iglesia, y en el nuevo el quichua sirvió en el continente austral para doctrinar muchos pueblos sujetos al cetro de los Incas, de la misma manera que la mejicana, extendida por las emigraciones ó por las guerras desde Sinaloa hasta las costas orientales y Nicaragua, ofreció desde luego á los misioneros un medio general de comunicación. Los religiosos franciscanos de Guadalajara principiaron por enseñar la mejicana, antes que la española, á los indios de hablas diversas que doctrinaban.

Los conquistadores trajeron consigo algunos sacerdotes, quienes por razones fundadas y prudentes, más bien contenían que impulsaban la destrucción violenta de las idolatrías, considerándola inútil mientras no se mudase el ánimo de los indios y entendiesen las cosas de nuestra religión. Cortés fué en realidad el primer misionero, porque no perdía ocasión de exhortarlos á que dejasen sus abominaciones. Mas aquello no podía producir por entonces efecto alguno, y los indios declaraban resueltamente que se hallaban bien con sus dioses, y no querían cambiarlos   —30→   por otros. Lo más que se conseguía era que en algunos lugares cesasen en público los sacrificios humanos. Durante el tumulto de la guerra no hubo tiempo ni oportunidad para más; pero ganada Méjico y pacificada la tierra, quedaba abierto el campo á la predicación.

La insigne orden franciscana fué la primera que se presentó. A la misión formal de los doce, llegada en 1524, se habían adelantado tres religiosos flamencos, entre ellos el famoso lego Fr. Pedro de Gante; y recogidos en Tezcoco, se dedicaban á aprender la lengua mejicana. Incorporados luego á la misión, el superior de ella, Fr. Martín de Valencia, repartió sus religiosos por diversas partes no lejanas de Méjico, é inmediatamente comenzaron á predicar y enseñar del mejor modo que podían, dada la deficiencia de los predicadores en la lengua de los oyentes. Sea por esto, por la novedad de la doctrina, ó por la gravedad intrínseca de todo cambio de religión, pasaron cinco años sin que los indios dieran muestra de moverse á abrazar la nueva fe, ni aun á dejar del todo los sacrificios humanos. Viendo la poca disposición de los adultos, se dirigieron los misioneros á los niños, que, como más dóciles y menos imbuídos en las idolatrías, se prestaban mejor al catequismo. Los religiosos se iban instruyendo poco á poco en la lengua, con cuyo auxilio y el de las pinturas, explicaban ya mejor los fundamentos de la doctrina cristiana, que los niños difundían luego en sus familias. Al cabo comenzaron los adultos á pedir el bautismo; y una vez iniciado el movimiento, acudieron en tropel, y tanto, que los religiosos no se daban mano á bautizar. Aquella conversión súbita ofrecía un espectáculo nuevo en la Iglesia, como dice un antiguo escritor de la Orden, y en realidad lo era, porque lo ordinario en las misiones á infieles es que se abran paso muy poco á poco, venciendo mil obstáculos y sufriendo toda clase de persecuciones. Aquí venía el pueblo de golpe, y la única dificultad consistía en el corto número de los misioneros y el crecidísimo de los neófitos, porque á los religiosos faltaba materialmente tiempo para instruir y bautizar á tantos.

La novedad misma del caso pide que se estudie detenidamente, investigando por una parte la causa determinante de aquel repentino   —31→   movimiento, y por otra, si la conversión fué sincera. Entre las circunstancias que favorecían á los religiosos, era muy importante la de que, estando previamente conquistado y sometido el país, lejos de haber quien se les opusiese, contaban con todo el favor del gobierno, lo cual daba asimismo plena seguridad á los conversos. Mas esa seguridad no pasaba á coacción, porque los indios no eran compelidos á bautizarse, ni había pena para los que permanecían en su antigua religión, salvo si idolatraban públicamente y se manchaban con sacrificios humanos: atrocidad que los gobiernos más tolerantes ó descreídos no dejarían hoy sin castigo. No creo que los indios vinieran al bautismo porque en él viesen la égida que había de ponerlos á cubierto de crueldades y persecuciones, ni que tuvieran la conversión por el primer homenaje que debían prestar á los vencedores. De ser así, habrían cedido á las primeras exhortaciones de estos, y es sabido que las rechazaban. A lo menos, consumada la conquista, se hubieran apresurado á prestar aquel homenaje y á cubrirse con aquella égida, en vez de dejar transcurrir los primeros años, en que por la falta de asiento en el gobierno, estaban más expuestos á vejaciones y atropellos.

La horrible religión de los aztecas que hacía pesar los sacrificios humanos sobre el pobre pueblo, debía inclinarle á abrazar otra que le libertaba de tan fiero yugo. Aquellos desdichados no podían consolarse ni con la esperanza de que sus padecimientos acabarían con la vida, y después alcanzarían felicidad eterna. El dogma de aquella religión, que reconociendo la inmortalidad de las almas, les asignaba el lugar de su futuro destino, no conforme á sus propios méritos, sino á la condición de los individuos en el mundo, á su profesión, y aun á la circunstancia fortuita del género de muerte, formaba negro contraste con el dogma cristiano, que no cerraba á nadie las puertas del paraíso, sino que igualaba á todos, altos y bajos, nobles y plebeyos, ricos y pobres ante el Juez Supremo, y dejaba al arbitrio de cada uno la elección de su suerte por toda la eternidad. El más desdichado en este mundo podía alentar la bienaventurada esperanza de ser feliz en el otro. No es de echarse en olvido la extraña circunstancia de existir en ambos continentes americanos la tradición de la venida, en tiempos   —32→   remotos, de hombres blancos y barbados que deberían volver para tomar posesión de estos reinos y enseñar doctrinas semejantes á las cristianas. Si esa tradición amilanó al fiero Moctezuma, con más razón influiría igualmente en el resto de la nación. El cumplimiento de la profecía autorizaba la palabra de los mensajeros de la nueva fe.

Se ha puesto en duda que el ejemplo de la santa vida de los religiosos contribuyera á la conversión, porque las virtudes que en ellos resplandecían no eran conocidas de los indios, ni podían por lo mismo ser estimadas. Poco favor se los hace en suponerlos falsamente tan rudos que no distinguiesen el bien y el mal; pero aun cuando así fuera, bastaba el contraste entre el porte de los misioneros y el del resto de los españoles, para que comprendiesen que aquellos eran hombres de diversa condición. En los unos veían á menudo dureza, codicia y libertinaje; en los otros caridad, pobreza y continencia; de los unos recibían ordinariamente fiero trato; de los otros amor y buenas obras. Comparándolos con sus antiguos señores, duros, opresores, altaneros é inaccesibles á los pobres, hallaban que los Padres no eran como aquellos, sino que siempre acogían á todos, los buscaban, los acariciaban, los defendían, los enseñaban, y nada les pedían. Peores que animales fueran si no se aficionaran á unas creencias que infundían tales sentimientos, más admirables por lo mismo que les eran desconocidos. Algo de superior había en esos hombres, pues que el altivo conquistador, tan admirado de los indios, los recibía con señalada honra y se postraba á sus piés.

Si los naturales no se determinaron á abrazar antes la fe cristiana, hubo probablemente de ser porque aún no entendían bien á sus maestros y por el gran temor que les infundían sus caciques y sacerdotes, que como interesados en conservar la influencia y poderío de que tanto tiempo habían gozado, amenazaban con terribles castigos á los que abandonaran el culto de los ídolos, y les profetizaban en nombre de estos, que la dominación española sería pasajera, y que cuando hubiera desaparecido tendrían que sufrir la pena de su apostasía. Mas como el tiempo pasaba y el pueblo veía que aquella dominación, lejos de dar muestra de flaqueza se iba robusteciendo cada día, los más atrevidos pusieron   —33→   por obra su deseo de acercarse al bautismo, y su ejemplo arrastró á los demás. Si no se quiere admitir una nueva vocación de gentiles, no hallamos otra causa inmediata de aquel movimiento.

Los buenos religiosos, que ansiaban por iluminar tantas almas ciegas y atraerlas al verdadero camino de salvación, era muy natural que acogiesen con los brazos abiertos á aquella muchedumbre que venía á ellos, y se apresurasen á administrarle el primero de los Sacramentos que con tanta ansia pedía. Uno de sus propios hermanos de hábito, y de los más beneméritos por cierto, los acusa de que «les faltó la prudencia serpentina», y no acertaron á conocer que los engañaban abrazando en apariencia la fe y perseverando de oculto en sus idolatrías. Duele escuchar esta acusación que en cierta manera ofende la veneranda memoria de aquellos varones verdaderamente apostólicos, y se hace duro de creer que una gran multitud se pusiera súbitamente de acuerdo para engañarlos. El Padre Sahagún, sin duda por exceso de celo y por el profundo conocimiento que de ellas adquirió, llegó á ver idolatrías en todas partes. Bien pudo ser que los primeros se deslumbrasen un tanto y se contentasen con catequismo insuficiente; mas hemos de considerar que todos nos inclinamos á creer realizado lo que con ansia pretendemos, y que el gravísimo negocio en que entendían no daba lugar á largas esperas. Los ejemplos de virtud que dieron varios caciques ó señores, y aun muchos pobres plebeyos: la entereza con que aceptaron y llevaron á cabo la severa condición de dejar la poligamia, nos aseguran de que no todo fué fingimiento. Sería en verdad imposible sostener, que todos los indios sin excepción abrazaron con pleno conocimiento y sinceramente la religión cristiana: hubo sin duda excepciones más ó menos numerosas, según los tiempos y lugares; mas por lo mismo que llamaban la atención, prueban que no era la regla general. De serlo, no veríamos que indios solían ser los que denunciaban las idolatrías, y aun perdían la vida por ello. Hay también que distinguir los tiempos. Pienso que no hay fundamentos bastantes para sostener que los primeros predicadores fueron groseramente engañados: ellos fundaron, no hay duda, una nueva grey cristiana; mas desgraciadamente, la abyección de la clase inferior, su envejecida ignorancia, su   —34→   pusilanimidad, acaso la bajeza de su entendimiento, su ciega sumisión á caciques y sacerdotes, y las alteraciones que el tiempo fué introduciendo en la administración civil y religiosa, produjeron á poco un decaimiento deplorable. La conversión pasó por diversas fases, y siempre, lo mismo que en todo lo demás, la extensión perjudicó á la profundidad. El terreno era inmenso; la población numerosa; los religiosos llevados por su celo é impulsados por el gobierno, se extendían más y más en busca de nuevos infieles que convertir. Fundada ó no la creencia de que los indios eran inhábiles para el sacerdocio, el hecho era que no se les admitía á él, sino que todo debía venir de España con gran dificultad y escasez, la cual era tanta, que los franciscanos se vieron en la necesidad de abandonar conventos ya fundados. La enseñanza subsecuente de los conversos tuvo que ser muy superficial. Apenas instruídos en lo más preciso para recibir el bautismo, les faltó apoyo suficiente para mantenerse en la fe, así por la escasez de maestros, como porque la necesidad de trabajar no les dejaba ánimo, ni fuerzas, ni tiempo para completar el conocimiento de la religión, y creían hacer lo bastante con practicar el culto externo, á que se mostraban en extremo aficionados, por ser de suyo muy ceremoniosos en todas ocasiones, por estar de antemano muy acostumbrados á continuas fiestas religiosas, y porque también los misioneros daban grande importancia á lo externo, persuadidos de que aquello era lo más propio para impresionarlos y atraerlos. Muchos seglares, más los clérigos, y aun algunos frailes, sostenían no ser conveniente dar mayor instrucción á los indios en materias religiosas, porque abusarían de ella. Habría en eso peligro, si se quiere; pero le había también y muy grande, en sujetar á prácticas externas y no iluminar, hasta donde se pudiera, el entendimiento, poco ó mucho, de hombres acabados de salir de la idolatría, y que sin el conocimiento necesario para distinguir las diversas especies de culto, podían recaer fácilmente en el idolátrico, mudado ó no el objeto. La masa común de los naturales debía de comprender poco ó nada de la embrollada teogonía azteca: su culto era puramente material, por decirlo así, no razonado. Le habían aprendido y le practicaban por temor, pero con repugnancia: tan horrible era. Tal vez no   —35→   serían tampoco muchos los que llegaran á darse cuenta exacta de los nuevos dogmas; pero casi todos preferirían la nueva religión, por la visible ventaja que llevaba á la otra en doctrina y culto. Su instrucción no llegaría á saber fijar con exactitud el límite entre lo debido y lo reprobado. Esto no debe causarnos admiración ó escándalo, ni nos autoriza para decir que la conversión de los indios fué fingida. A pesar del transcurso de tanto tiempo y de la continua predicación, no podemos lisonjearnos hoy de que cuantos profesan y practican en el mundo una religión conocen á fondo sus dogmas, y no la afean con supersticiones que suelen acercarse á idolatrías. No pidamos, pues, á los indios de entonces, lo que ningún pueblo tiene ahora. Tomemos además en cuenta, que dadas las circunstancias internas y externas de aquellas razas, era como imposible ilustrarlas competentemente. Conforme iban perdiendo los misioneros su influencia sobre los indios, porque no contaban como antes con la ilimitada cooperación del poder civil, y porque se distraían en tristes reyertas con el clero secular, la disciplina se relajaba y costaba gran trabajo que los indios acudieran á las iglesias. Si esto pasaba en la mesa central y comarcas vecinas, cuál sería el daño en lugares remotos donde los misioneros apenas habían penetrado, y los naturales vivían desparramados entre cerros y breñales; siéndoles por lo mismo muy fácil continuar, sin ser notados, sus idolatrías, de que aún quedan restos. Pero á lo que se advierte, mucho de lo que se califica con este nombre no llega á tanto, sino que se reduce á creencias y prácticas supersticiosas, hijas de la ignorancia, y de que no se ve libre nación alguna.

Aunque en el centro del imperio azteca y en algo vecino, como Michoacán, podían ejercer los religiosos su ministerio sin temor de persecuciones ni martirios, pasaban, con todo, vida penosísima. Luchaban por un lado con la rudeza, dejadez é inconstancia de los indios, por otra con el duro carácter de los españoles, y tiempos adelante, hasta con el clero secular y con las autoridades que al principio les fueron tan propicias. Soportaban fatigas tan rudas, que se hace imposible que cuerpos humanos pudieran resistirlas. Aquellos hombres eran de la misma constitución de hierro que los conquistadores. A la suma austeridad de su regla,   —36→   observada entonces con extremo rigor, se añadían privaciones de todo género, originadas de la gran extensión del país, de la diversidad de climas, de lo áspero ó malsano de muchas comarcas, de la pobreza del traje, del sol, del frío, de la lluvia y de la escasez de alimento. Todo lo arrostraban y todo lo vencían con su inmensa caridad, sin deseo, ni esperanza de recompensa en este mundo. ¿Y á varones tales hemos de censurar porque en algo errasen como hombres que eran? No tardaron mucho en hacer ver también que la ausencia de peligro era poco ó ningún estímulo á su sed de la salvación de las almas, cuando impulsados por ella se derramaron en regiones desconocidas, precedieron ó acompañaron las expediciones lejanas, prestándoles eficacísimo auxilio, y se metieron entre bárbaros, donde después de caminar á pie distancias increíbles, solos, sin el consuelo siquiera de la compañía de sus propios hermanos, se perdieron de vista y al cabo sucumbieron ignorados del mundo, mártires de la obediencia ó de su celo. Muchos perdieron la vida á manos de infieles ó de falsos convertidos, otros en naufragios, y no pocos, á los rigores del clima, del hambre ó de la fatiga. Mas donde un misionero sucumbía, otro se presentaba. Si los conquistadores ganaron tierras, ellos también las ganaron, y aun hicieron más, porque á la conquista externa de los cuerpos añadieron la de las almas. Los soldados sujetaban á los pueblos con armas y estragos: los misioneros los atraían de paz con la cruz, los civilizaban y los salvaban.

Muy discutida fué entonces y después entre políticos, jurisconsultos y teólogos la grave cuestión de si la espada había de preceder ó no á la cruz, es decir, si los indios habían de ser primero conquistados y luego evangelizados, ó si bastarían los misioneros solos para reducirlos y traerlos á vida civil. Cada uno de estos sistemas tenía sostenedores que aducían razones y ejemplos á su favor. Decían los unos que enviar religiosos á indios no reducidos era sacrificar inútilmente vidas preciosas, porque los indios los matarían, y como estos no habían de quedar impunes, sería preciso enviar contra ellos soldados para castigarlos y para que los misioneros pudieran entrar luego con seguridad, lo cual daba por último resultado la aplicación del sistema que ellos defendían,   —37→   después de haberse sufrido una lastimosa pérdida de buenos ministros. Sostenían los otros que los indios recibían bien á los misioneros, y que si luego se volvían contra ellos era porque entrando españoles á lo reducido, exasperaban con sus excesos á los indios, quienes descargaban su enojo sobre los misioneros indefensos. Estos, sin tomar en cuenta el peligro de sus personas, se adherían á esta opinión, para evitar daños á los indios. A las naciones organizadas que encontraron aquí los españoles se había aplicado de hecho el primer sistema, pues ya estaban subyugadas por las armas al llegar de Europa los primeros predicadores. La cuestión vino á presentarse cuando comenzaron las expediciones al terreno ocupado por las tribus independientes del imperio mejicano. Al principio, como los españoles se apresuraron á emprender esas expediciones, continuó la precedencia de las armas; mas después, muy resfriado el ardor bélico y disminuido el número de aventureros á quienes era conveniente ocupar de esa manera, los religiosos emprendían entradas por su propia cuenta en las tierras incógnitas de Norte y Occidente, y allí comenzó el ensayo de la segunda opinión. Ya no encontraron indios sedentarios y agricultores, sino tribus nómadas, feroces é indisciplinadas; indios totalmente bárbaros, perezosos y crueles, que unas veces daban muerte inmediata al misionero, y otras se agrupaban en torno de él, atraídos más bien por la novedad, y formaban pequeñas reducciones ó misiones, en derredor de una pobre capilla, donde permanecían tranquilos mientras el misionero les daba de comer sin ellos trabajarlo, y no se oponía de frente á sus vicios. Mas luego que se trataba formalmente de que los dejasen, y de que labrasen la tierra para substentarse á sí propios, urdían en secreto conspiraciones que habitualmente terminaban en dar muerte al misionero, mientras celebraba el sacrificio de la misa, lo mismo que al lego que la ayudaba, quemar la iglesia y huirse á los montes ó desiertos. Cuando el daño era ya irreparable, venía una fuerza armada que los perseguía, y en viéndose ellos apretados acudían por perdón, que siempre obtenían por intercesión del nuevo misionero que acompañaba á la pequeña tropa, reduciéndose el castigo á la ejecución de los principales promovedores del atentado. Volvía   —38→   á formarse la misión, y al cabo de algún tiempo se repetía la escena allí mismo ó en otra parte. Jamás pudieron prosperar las misiones, sostenidas trabajosamente de limosnas, ó subsidios del gobierno: ninguna llegó á tener vida propia, ni á ser población de mediana importancia. Al fin, aleccionados todos por la experiencia, se adoptó un sistema mixto. Los misioneros iban acompañados de soldados; mas como era imposible mantener suficiente resguardo en tierra tan vasta, continuó el sacrificio de misioneros aislados, y aun estallaban rebeliones formidables, como la del Nuevo Méjico en 1680, que costó la vida á 21 franciscanos, y casi acabó con aquella cristiandad.

Esa esclarecida orden sufrió el mayor peso de aquellas atrocidades, aunque no estaba sola. En pos de los primeros apóstoles llegaron los dominicos y los agustinos. Hallaron ocupado lo mejor de la tierra, y como no se consideraba conveniente que entrase una orden donde otra se hallaba establecida, tuvieron que ir á fundar y evangelizar en provincias algo distantes del centro, donde trabajaron asimismo con laudable celo. A pesar de eso, nunca lograron captarse en igual grado el afecto de los indios, quienes habían tomado entrañable amor á sus primeros maestros y se resistieron con inquebrantable constancia á admitir otros cuando los franciscanos abandonaron algunos de sus conventos. Solían los de las otras órdenes ir en algunas expediciones, pero en esto no se distinguieron tanto como los franciscanos, quienes conservaron largo tiempo, y casi hasta el fin, la supremacía, en lo tocante á misiones de infieles.

Al finalizar el siglo XVI fué cuando los franciscanos vinieron á encontrar quienes compitiesen con ellos como misioneros. La Compañía de Jesús, dedicada aquí exclusivamente en sus principios á la enseñanza, por lo cual era censurada, se preparaba en silencio, y no tardó en emprender la obra de las misiones, eligiendo para teatro de sus trabajos las regiones más lejanas del Norte y Occidente, donde desplegó, entrado el siglo XVII, todo el vigor de su poderosa organización, presentó insignes sujetos, y llegó á opacar las glorias franciscanas. Mas esta benemérita orden, trabajada de tiempo atrás por desavenencias y relajaciones, no había muerto, y despertaba con nuevo vigor al llamado del soberano   —39→   que le encomendaba las misiones desamparadas en la California por la expulsión de los jesuitas, y aun tuvo para enviar á ellas un Fr. Junípero Serra y un Fr. Francisco Palou. Hoy las órdenes religiosas, único instrumento de evangelización, han dejado de existir legalmente en nuestro suelo, y la mayor parte de las misiones que fundaron y regaron con su sangre pertenecen á otra raza, que aunque no profesa oficialmente la fe de aquellos apóstoles, les alza estatuas y pronuncia con veneración sus nombres.





Méjico, 10 de Mayo de 1894.



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