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Controversia o tratado sobre la traducción de la "Ética" de Aristóteles de Leonardo Bruni [Selección]

Alonso de Cartagena

II

Sigue el libro de Alfonso, obispo de Burgos

Al haberme llevado recientemente una embajada real hasta la región más occidental, insigne varón Fernando, y verme obligado por la magnitud de las ocupaciones, si recuerdas, a prolongar mi estancia allí, como el tiempo suele hacer, la dilación ya me había reportado una cierta notoriedad y algunos hombres instruidos de esa provincia se relacionaban conmigo cordialmente. Y puesto que ellos habían estudiado en Bolonia y yo en Salamanca, traían a la memoria a sus maestros, que habían sobresalido en jurisprudencia, a algunos de los cuales yo no conocía en persona, sino a raíz de los títulos de sus libros, mientras yo, para no irme de vacío sin participar de la reunión común, me dedicaba a alabar a algunos de nuestros mayores que cultivaron con gran ahínco la disciplina del derecho, no porque queramos comparar a los nuestros con los italianos en cuanto a escritos, cuando no hay, sin duda, una proporción de igual a igual, sino porque en las actividades académicas y en los procesos de las causas frecuentemente se han encontrado entre nosotros hombres decididos, los cuales, si se hubieran consagrado con denuedo a una labor ininterrumpida, tal vez habrían escrito algo bueno como los demás. Pero aquí la costumbre se impuso ya desde la antigüedad misma, de forma que, del mismo modo que los italianos se ponen a escribir cuando empiezan a saber, así los nuestros se lanzan a la corte real; de ahí que aquellos dirigen el mundo con la multiplicidad de sus libros, mientras estos se conforman con la lectura de los libros ajenos y se figuran que han hecho bastante con discutir las ocurrencias de los demás con exquisito ingenio.

Mientras charlábamos asiduamente sobre estos asuntos y consagrábamos largas horas a discursos de semejante naturaleza, uno de los que se entregaban a la tarea de la elocuencia ensalzó en este arte a un tal Leonardo Aretino, asegurando que estaba profundamente instruido tanto en la lengua griega como en la latina. Esto me resultó tanto más agradable cuanto más raramente fluyen en nuestra época los ríos de los griegos. En efecto, desde la iglesia primitiva y desde la época de los concilios antiguos estamos privados de casi todo contacto con los griegos, y las fuentes áticas están enteramente agostadas. Con razón, por lo tanto, cualquier cosa que se extrae de nuevo del antiguo depósito de la sabiduría parece que reporta, por su extremada antigüedad, una novedad nada despreciable, por decirlo así. Y al advertir que yo escuchaba estas cosas con sumo gusto, afirmó que él traía consigo algunos opúsculos traducidos por aquel del griego al latín y, retirándose en seguida de la conversación común, trajo al punto de su casa aquellos famosísimos discursos que había escrito en Atenas Esquines contra Ctesifonte y Demóstenes contra Esquines, en defensa de Ctesifonte, en tiempos de Filipo de Macedonia, discursos que no solo alaba nuestro Jerónimo, sino también el propio Cicerón, el cual, al disertar sobre la mejor forma de hablar, se jacta no discretamente de que los ha traducido, dando a conocer en un pequeño prefacio suyo el contenido de los mismos con una apropiada exposición; no sé si Leonardo conoció esta traducción, pero entre nosotros no se conserva; en efecto, leo que él asegura que los ha traducido al latín, pero no he leído la traducción misma.

Aporta también un pequeño libro de Basilio, que el mismo Leonardo había traducido del griego al latín para Coluccio, un amigo suyo. Al leerlo, he advertido con cierta admiración la elocuencia de aquel siglo, en el que rivalizaban oradores muy refinados, y la elegancia de la traducción moderna me había vuelto querido a un desconocido como Leonardo, pues con riqueza y finura lo expresó todo en latín con tanto primor de las palabras que, para no extender más el discurso en alabanza suya, diría que es un Cicerón redivivo.

Pero transcurridos casi cuatro años después, al llegar la víspera con nuestro príncipe a aquella misma ciudad que en España es la madre de la universidad, cuando había sosiego, hablábamos a veces con los profesores; me entretenía vivamente con ellos, habida cuenta de que en semejante práctica consumí en la misma ciudad la infancia junto con la mayor parte de la adolescencia, y no resulta poco agradable acordarse de los estudios de la adolescencia. Tú, en cambio, aunque te encuentras enfrascado en una cantidad innumerable de ocupaciones más allá de la capacidad humana, hasta el punto de que no puede creerse fácilmente que los huesos de un solo hombre sean capaces de aguantar tan gran esfuerzo, sin embargo, apartándote de noche alguna vez del trasiego mismo de ocupaciones -puesto que durante el día no hubiera sido posible a causa de la exagerada multitud de los que te acosan sin límites-, y arribando, por así decir, al puerto de la tranquilidad, participabas a menudo en estas conversaciones. Y en las noches más largas de este invierno nos adentrábamos a veces en una conversación hasta altas horas, de tal manera que a mitad de la noche nos veíamos obligados frecuentemente a separarnos uno de otro.

Y al hablar sobre diversas obras de ciencias, como tú acostumbras a hacer, ellos evocaban muchos trabajos recientemente editados de uno y otro campo del derecho, como en las demás artes y ciencias, a fin no solo de admirar los antiguos ingenios, sino también la sagacidad moderna, que ¡ojalá añadiera tanta utilidad como sugerente ambigüedad en la resolución de las causas! Pero entre otras cosas, cuando en una de las noches la discusión giró sobre cuestiones morales, un espabilado joven, tu sobrino, sacó a la luz una nueva traducción de la Ética, que decía que había escrito recientemente Leonardo. Habida cuenta de que yo había leído el prefacio de este y había ojeado algunos pasajes del volumen así, por encima y superficialmente, mientras este captó la energía de su estilo y alabó la elocuencia de ese hombre, yo, en cambio, rechacé el efecto que a su entender perseguía, y he soportado con desagrado que arremetiera así, a toda brida, contra tan magno trabajo, proyectado bajo diversas afirmaciones ya en casi todas las ciencias; pues no es conveniente forjar nuevas cosas de tal manera que destruyamos las antiguas hasta la raíz. En efecto, hay que alegrarse enormemente si aportamos algo a los logros antiguos; pero parece ajeno a la razón querer aportar algo de forma que se prescinda por completo de las cosas bien escritas. Así pues, si Leonardo nos hubiera querido transmitir esta compilación como una apostilla o glosa, yo pensaría que se debería aceptar no con pequeño agradecimiento; o bien si la hubiera incorporado como una nueva traducción a la antigua y la hubiera dejado para que se pudiera adoptar lo que agradase de una y otra, yo diría que hasta este extremo se debería tolerar pacientemente. Pero en vista de que se lanzó contra la antigua traducción hasta el punto no ya de denunciar su imperfección, sino incluso su total inexistencia, al afirmar que los libros de la Ética todavía no estaban traducidos al latín, como si la traducción no es que fuera defectuosa sino que, en el fondo, ni siquiera existiera, he pensado que había que oponerse con razón a fin de que los sabuesos de nuestra versión cejen en semejante intemperancia moderna.

Y del mismo modo que, cuando los que pretenden saquear, irrumpen súbitamente en una casa, todos los inquilinos y vecinos de la casa, armados y desarmados, se precipitan en tropel al tumulto mismo al objeto de que el propio vecindario defienda la casa con piedras, si no hay a mano otro género de armas, yo, por mi parte, honrosamente despojado de las armas de la elocuencia y la sabiduría, solo con la piedra de la razón, que es común a todo animal racional, me arrojo a la contienda no para intentar atacar a Leonardo, sino para defender al traductor antiguo. Y no es de mi interés dispersarme por la totalidad del libro de la Ética, sino demostrar a partir de unos cuantos ejemplos la exactitud de la traducción, con vistas a que, mediante la comprobación de estos casos, se reconozcan los restantes. No sé qué pasajes debemos seleccionar antes que aquellos que él ha indicado en el prólogo, examinando los principales errores y condenándolos como los más palmarios en comparación con los demás. Si atendemos precisamente a estos, sin duda demostraremos que se han prodigado esfuerzos y las doctrinas han sido escritas con sabiduría, y conseguiremos cumplidamente nuestro propósito, según creo.

Esto sucederá con claridad si, entrando por el sendero de la razón, confiamos en los testimonios más próximos a la verdad. Siguiendo, por tanto, el orden que le surge a la pluma antes que a los escritos, veamos por qué y con qué argumento los ha reprobado.

Capítulo primero

Ante todo, para que [Leonardo] no se escabulla de ningún modo hacia las defensas, deben destruirse, por así decir, sus mismas trincheras, en la medida en que conciernen a la presente exposición. Por ese motivo pienso que hay que advertir que no planteamos ninguna controversia con la lengua griega: sería lo más rayano a la insensatez que quien no ha aprendido las letras griegas se ponga a debatir sobre los escritos griegos. Por consiguiente, no nos cuestionemos si se ha escrito de un determinado modo en griego, sino si pudo escribirse tal como nuestro traductor lo ha proclamado en esos pasajes, donde ha sido severamente reprendido. La razón es, en efecto, común a todo pueblo, aunque se exprese con distintos idiomas. Trataremos de examinar, por tanto, si la lengua latina lo admite, si se ha escrito adecuadamente y si se ajusta a la realidad misma de las cosas, no si está en armonía con el griego: pues no disputaríamos justamente en igualdad de condiciones, cuando un conocedor de la lengua griega puede sin pudor aseguramos a nosotros, ignorantes, que el códice griego contiene así todo lo que él quiera. Hay, efectivamente, un antiguo proverbio, que dice que el anciano puede imaginar libremente lo que quiera en su patria, y el joven en la patria ajena. El motivo de este impedimento es uno solo, que el paso del tiempo para uno y el alejamiento de su tierra para el otro elimina los testigos para la demostración. No de otra forma nos expondrá lo que cada uno quiera que admiremos a partir de una lengua ajena e ignorada -ojalá que no sea ajeno a la verdad-, cosa que no debe creerse en el caso de Leonardo, sino que sin duda podría hacerlo si quisiera. Por tanto, cuando el mismo Aristóteles no siguió a la razón por la autoridad, sino a la autoridad por la razón, debe entenderse que Aristóteles ha dicho lo que concuerda con la razón, y hemos de considerar que había escrito en griego lo que nuestra traducción extrae sabiamente en palabras latinas. Así pues, abordemos el asunto mismo.

Capítulo segundo

En primer [Leonardo] lugar ataca al traductor antiguo, del cual afirma que había sido de la Orden de los Predicadores, porque ha hecho una traducción confusa y distorsionada, según afirma, y casi bárbara, cuando Aristóteles ha sobresalido no poco como estudioso de la elocuencia. Pero semejante circunstancia, el hecho de que fuera predicador, no debe ser objeto de controversia cuando en estos asuntos que se rigen por la razón no se tiene que atender a quién sino a qué se dice. No obstante, puede dudarse a todas luces sobre ello justamente, en vista de que semejante Orden se fundó en los tiempos de Inocencio III y en tomo a aquella época se escribieron nuestras Partidas, en las que leemos algunos pasajes intercalados de la Ética, y no es muy verosímil que en el mismo nacimiento de la Orden se haya escrito tan de improviso la traducción y se haya llevado con tanta premura a estas partes de España como para que se difundiera así una versión vulgar en la lengua de España. Pero si esto es así, no me opongo, puesto que se descubren algunas verdades que no resultan verosímiles. No obstante, hubo algunos que aseguraron que fue Boecio, cosa que hemos oído de nuestros mayores y que el estilo mismo nos invita a sospecharlo. Mas quienquiera que fuera, no se le puede criticar por su obscuridad, cuando autores de escritos en casi todas las ciencias se han empeñado por igual en la concisión. En efecto, así como a un príncipe conviene un discurso y a un orador otro, y es adecuado hablar de una manera a un juez y de otra a un abogado, del mismo modo no debe ser igual el estilo de los textos y el de las glosas: pues el texto nos enseña con concisión, mientras que las glosas suelen explicar qué quiere decir el texto; cosa que tanto en las artes liberales como en las ciencias naturales y en las doctrinas jurídicas se encuentra con frecuencia de manera que a menudo están de sobra satisfechos solo con estas palabras con las que apenas puede abarcarse el significado del concepto, hasta el punto de que muchos, por el afán de concisión, han considerado como hallazgos las manifestaciones primigenias de las artes. Por tanto, no debe atacarse una traducción que ha abarcado atinadamente todas las cosas con expresiones concisas.

Sin duda, pues, en los primeros escarceos parece que esta traducción en cierto modo se defiende y conjura con vigor la iracundia del que lee; mas cuando, gracias a la penetración del estudioso o a la ayuda de las glosas, se ve obligada a descubrir qué ha querido decir, brilla tanto su agradable expresión que nos vemos obligados a admirar su grandeza y entendemos que no falta ni una palabra ni una sílaba que parecía omitida, reconociendo que ha sido elaborada así deliberadamente.

Capítulo tercero

Pero ya el hecho de que haya dejado sin traducir vocablos griegos es una acusación que debe parecer sorprendente a los hombres instruidos, puesto que nos servimos de no pocas palabras griegas no solo en casi todas las ciencias y artes, sino en el uso coloquial de la lengua y en el uso forense, algunas de las cuales han descendido a un empleo tan reiterado que no solo no se consideran griegas sino ni siquiera latinas, antes bien se cree que, desgastadas ya en la lengua de los sabios y de los legos, están incorporadas al habla vulgar: lee a Cicerón en las Questiones Académicas o en Sobre el supremo bien o en las Paradojas o en otros lugares, no escasos, donde expuso muchas cosas al respecto; lee a Isidoro en las Etimologías, hojea el volumen que llamamos «Catholicon», escucha a otros hombres, no pocos, de ingenio no despreciable, los cuales las utilizaron con distintos fines, y encontrarás que no diré todos, pero que en gran parte los vocablos latinos se han derivado de una raíz griega, mientras algunos han quedado enteramente en griego, a no ser porque los hemos asimilado a las declinaciones latinas. Aunque no creo que sea necesaria la demostración de este asunto, hay sin embargo un argumento muy contundente: que las derivaciones de palabras latinas se restringen cuando hacemos remontar las palabras a la fuente griega de la que proceden. ¿Es que son de origen latino «grammatica», «logica», «rhetorica», «philosophia» y «theologia», que ya están en boca de todos los hombres sencillos? ¿Acaso no fueron profundamente griegas y lo son, pero adaptadas ya a nuestra práctica? Pero si no quieres pasar por alto en este punto la legislación civil, a cuya autoridad se someten la vida y las conductas humanas, con seguridad detectarás en ella muchas palabras griegas, de tal manera que las encontrarás en los tres libros del Código indagando sin esfuerzo entre los comentarios y el texto de la ley. A casi todas las materias de las ciencias y de las artes les convino conservar algunos helenismos, con los cuales se gestaron, por así decir, como si fuera una cierta compensación y rememoración de su origen entre los hombres latinos, a la manera de las doncellas nobles, que cuando se casan en tierra lejana llevan consigo a algunas criadas: ¿la filosofía moral será la única que se verá obligada a desterrar de sus límites todas estas palabras por obra de Leonardo? No censuramos, ciertamente, la pobreza de la lengua latina, habida cuenta de que poco a poco atrae de continuo hacia sí las expresiones griegas incluso a través de pueblos extranjeros, en virtud de una especie de aluvión; es más, esta es su principal excelencia, esta su grandeza ilimitada: que, como si estuviera a merced de los enemigos, asimila a su propio dominio expresiones y nombres foráneos por una especie de derecho de gentes; sería realmente pobre y muy mezquina si se cerrara con límites estrictos. Por el contrario, su capacidad es enorme y casi infinita y puede tomar de los griegos, de los bárbaros y de todas las naciones del mundo lo que le agrade. ¿Es que crees que, porque utilizamos la expresión «latina», la lengua ha adoptado solo las palabras de los latinos de los que tomó el nombre, los cuales reinaban en Italia en tiempos pasados? Aun cuando vemos claramente lo contrario al reconocer entre los vocablos latinos muchos de nuestro idioma y del de los galos, de los germanos y de otros pueblos, que no considero necesario ni útil explicar, puesto que es evidente para cualquiera que lo vislumbre con lucidez. He comprobado que algunos vocablos que tenía por obscuros cuando los leía siendo un joven jurista, los he encontrado después entre las palabras comunes de los galos. ¿Qué inconveniente hay, pues, si nuestro traductor deja algunas palabras con su sonido griego, especialmente en aquellos lugares donde el sentido de las palabras no puede recogerse con una concisión similar? ¿No es mejor dejarlas como estaban, aunque las mantuviéramos entre las palabras latinas declinadas según nuestras reglas, una vez captado plenamente su significado mediante descripciones y delimitaciones contextuales, antes que trastornar todo el discurrir de la escritura mediante perífrasis?

Así pues, no encontrarás, ciertamente, prestamos griegos, salvo aquellos que no podían mantener las mismas posibilidades de significación con el mismo número de sílabas, cosa que resultará evidente para cualquiera que lo indague con empeño. Pero incidamos solo en los que Leonardo planteó como más evidentes, de manera que interpretemos los restantes que pasamos por alto a través del razonamiento de aquellos.

Capítulo cuarto

En la indagación del justo medio, que gira en tomo a las bromas, llama [al traductor antiguo] «ferreum hominem» [«hombre ignorante»], en la idea de que dijo en lugar de «ioco» [«broma»], «ludum» [«juego»], y llamó a la virtud «eutrapeliam» [«jovialidad»], mientras que dejó la chocarrería como «homolochiam», y al mismo tiempo a la rudeza la designó mediante «agrichiam», según se encontraban en el griego original, y lo ataca cruelmente, puesto que aunque abunden las palabras latinas, consideró que habían sido excluidas por ignorancia. Pues, en lugar de la virtud, según dice, habría debido decir «urbanitatem» [«amabilidad»], «festiuitatem» [«festividad»], «comitatem» [«afabilidad»] o «iocunditatem» [«alegría»], y en lugar de «bomolochia» [«chocarrería»], debería haber dicho «scurrilitatem» [«bufonada»]. A esta crítica tan áspera se ha de responder serenamente, según creo, dado que nuestra intención no fue atacar sino defender. Baste por tanto con decir esto: si demostramos que nuestra traducción ha evitado estas palabras deliberadamente con inteligencia, para que no hubiese error en los contenidos, no diríamos «ferreum hominem» [«hombre ignorante»], sino «aureum uirum» [«hombre áureo»]. Pues en filosofía no se pueden dejar libres y sin sujeción las palabras, porque un error debido a la falta de propiedad de estas se acrecienta poco a poco hasta alcanzar a las cosas mismas. Para que lo veas más claramente daré un ejemplo al respecto a partir de la lengua española, cuando convenga. «Scurra» [«bufón»] es propiamente el que siguiendo a la corte recorre las mesas ajenas y provoca la risa y el divertimento a los demás y se granjea beneficio para sí; estos, sin embargo, son a los que llamamos «alvardanos». De ahí que Michol, cuando increpa a David que se arroja frente al Arca del Señor: «se desnudó -dijo- como si se desnudara uno de los bufones». «Bomolochus» [«chocarrero»], es el improvisador de la diversión y el que se aparta del justo medio de la virtud: se dedica ávidamente a las chanzas, es, en efecto, un impertinente grosero y no deja de decir chistes, incluso si se desvía hacia las obscenidades, mientras surgen, sin embargo, bromas sin parar. A partir de ello adviertes, según creo, lo que sigue, que no se llama chocarrero al bufón, ni bufón al chocarrero: los fines distintos suscitan comportamientos distintos. Yo conozco a algunos hombres de mediana fortuna y a otros de mayor fortuna que disfrutan a mandíbula batiente más allá del justo medio de la virtud; a estos, por tanto, si crees a Leonardo, los llamarás «scurras«» [«bufones»], lo cual es totalmente absurdo, pues no se mantienen gracias a semejante bajeza. Incluso Cicerón, cuando reflexiona en Sobre el orador, enseña que también el orador dice alguna vez ocurrencias graciosas para atraer a los oyentes a su opinión; por tanto, ¿acaso el orador, si dice gracias en exceso, es chocarrero, o si observa el justo medio, es afable? Sin duda no, porque bromea no con el fin de hacer reír sino de persuadir y atraer a los oyentes a su opinión: la diversidad de fines otorga, efectivamente, una categoría diversa a los actos. De hecho los actos, según dijeron la mayoría de nuestros mayores, asumen su categoría en virtud del fin. Veréis, pues, de qué forma se encierran dos errores en una sola palabra, puesto que ni el chocarrero es un bufón, ni el bufón un chocarrero. En efecto, es menester que caigamos en un doble error si traducimos «bomolochus» [«chocarrero»] en lugar de «scurram» [«bufón»]: uno, porque al bufón, que es el alvardano, y se entrega a las chanzas no por placer, sino por lucro, lo llamaremos «bomolochus» [«chocarrero»], aunque diste mucho de aquel; el segundo, porque es gracioso en exceso y entregado a las bromas divertidas más allá de lo conveniente, el cual se llama «bomolochus» [«chocarrero»], lo llamaremos «scurram» [«bufón»] y, por lo tanto, «alvardano», aunque algunas veces caen en este exceso la mayor parte de los nobles y de los hombres de fortuna menguada, los cuales, sin embargo, no guardan relación alguna con los alvardanos. Y no creo que sea contrario a estas consideraciones el hecho de que rechacemos a menudo las obscenidades y los chistes deshonestos bajo el nombre de «scurrilitatis» [«bufonada»], habida cuenta de que suele decirse metafóricamente y para reprobar el exceso: igual que, cuando para reprender al hombre impetuoso por su imprudencia, lo llamamos «burro», pero está lejos de ser un burro, así, para increpar a los que bromean indecentemente y en demasía, generalmente los llamamos «scurras» [«bufones»], con vistas a que se sonrojen más vivamente y renuncien a las palabras de los bufones, pero se encuentran muy lejos de la bajeza de estos.

Las palabras mismas revelan que «eutrapeli» [«joviales»] se traduce con total desacierto por «urbanos» [«amables»], «festiuos» [«festivos»] y «iocundos» [«alegres»], puesto que «iocunditas» [«alegría»] revela un cierto regocijo, mientras que «festiuitas» [«festividad»] comporta una exhibición de la apariencia y de los atavíos que suelen mostrarse -como da a entender la palabra- en los días festivos y muy señalados, que se alejan bastante de la gracia divertida; en cambio «urbanitas» [«la amabilidad»] suele querer decir la elegancia que se muestra en la salvaguarda de la dignidad tanto en las palabras como en el cuerpo: llamamos «urbanos» [«amables»], en efecto, a los que acostumbraron a doblar la rodilla y a bajar la cabeza y rechazando el ir delante, rehúsan los primeros asientos incluso entre los de su misma condición. A estos nosotros los llamamos «curiales» [«curiales»], o bien, si prefieres prescindir de esta palabra, en vista de que se toma en otro sentido en el derecho civil, y deseas hablar más llanamente, los llamamos «corthesios» [«corteses»] y a la «urbanitas» [«amabilidad»] «curialitatem» [«atención»] o bien usando una palabra castellana, la llamaremos «corthesiam» [«cortesía»]; tú mismo aprecias cuánto se aleja esta palabra de la «broma». El «comis» [«afable»], a su vez, es un bromista gracioso, pero solo verbalmente; mas dado que a menudo las chanzas se hacen no solo con las palabras sino con el gesto, con el movimiento y con el cuerpo y, bien por una cosa o por otra la risa se suscita muchísimo y abarca todas las gracias que tocan a la broma, entonces no pudo traducirse exactamente por «comitaten» [«afabilidad»]. Por consiguiente, Leonardo habría obrado mucho mejor si hubiera dicho «facetum» [«salado»] o, como dice Tomás, «gratiosum» [«chistoso»], dado que esto abarca al objeto y a la palabra; tú, por tu parte, si quieres recurrir a tu lengua materna, dirás «donosum» [«donoso»]. Nuestro traductor ha eludido con lucidez, a mi entender, semejantes conflictos, abandonando «eutrapelium» [«jovial»], impulsado por otro motivo de peso más allá de estas discrepancias: que «eutrapelia» [«jovialidad»] se refiere a una costumbre escogida y el «divertido» bromea prudentemente según una costumbre y una elección, mientras que éstos a los que aludimos con la denominación de las palabras latinas muestran una cierta propensión pero no una costumbre. Quien, por contra, quiere hablar irreprochablemente sobre las virtudes, debe tener en cuenta todas estas observaciones.

Pero aunque el nombre de «loci» [«broma»] sea el más usual para referirse a las ocurrencias graciosas, sin embargo la denominación de «ludi» [«juego»] no está tan extremadamente alejada que deba percibirse en el oído como una especie de destierro, puesto que el «juego» es el género, y la «broma» la especie, y, aunque hacemos bromas con las palabras, jugamos con las manos y con el gesto y se provoca la risa con una y otra acción, como hemos dicho. Por ello las empleamos indistintamente, recurriendo a «broma» en lugar de «juego» y a «juego» en lugar de «broma». Séneca hizo uso de esta alternativa, cuando dijo: «Mezclarás a veces las bromas con las cosas serias» y poco después añadió: «y cuando otros bromeen, tu tratarás algo respetable y honesto». Y el propio Cicerón habla así de la broma en Sobre los deberes: «es fácil distinguir entre una broma elegante y una broma chabacana: la primera, si se dice oportunamente, por ejemplo en un momento de relajación del alma, es digna del hombre; la otra no es propia siquiera del hombre licencioso, si a la indecencia del argumento se añade la obscenidad de las palabras. También en cuanto a las diversiones se ha de observar una cierta medida para no pasarnos demasiado en todo e incurrir, embriagados de placer, en alguna indecencia». Por ello resulta evidente que se ha tratado de la broma y del juego de una manera común, como de unos hermanos que tienen «pro indiuiso» una herencia. Por lo tanto no pienses que esta traducción se ha servido neciamente de «ludi» como de un vocablo común a todos, sino que aunque tal vez hubiera podido decir correctamente «iocum» [«broma»], prefirió servirse de la palabra «juego», ya que el «juego» incluye a la «broma» o al menos se adopta a menudo «broma» por «juego» y «juego» por «broma».

Capítulo quinto

¿Por qué insisto en estos puntos? Abordemos aspectos que parecen más importantes. Afirma que él se ha apartado de las palabras autorizadas de Cicerón y de otros varones consagrados y que ha traducido, a lo largo de todo el discurrir del libro, «bonum» [«bueno»] en lugar de «honestum» [«honesto»], «delectationem» [«diversión»] en lugar de «uoluptate» [«placer»], «tristitiam» [«aflicción»] en lugar de «dolore» [«dolor»], «malitiam» [«maldad»] en lugar de «uitio» [«vicio»], y le acusa no solo de tosquedad e inmadurez, sino incluso de un delito, por apartarse, debido a su ignorancia, según cree, de los vocablos comunes utilizados por tan insignes antepasados en discursos habituales. Sin embargo, a esto ciertamente se le ha de responder, a no ser que cercenemos la raíz y dejemos de lado si en las disquisiciones de las doctrinas morales hay que seguir con tanta fidelidad a Cicerón, a Séneca o a otros de los estoicos, cuyos pensamientos hemos visto por escrito. Pues no se tiene que ponderar qué han concebido ellos mismos, sino a qué han remitido sus escritos, puesto que no examinamos las artes y prácticas de los antiguos, a los cuales no conocemos, a partir de las reacciones interiores de sus almas, sino a partir de sus actuaciones externas y de sus escritos. Sin duda, según todos han reconocido, al igual que Demóstenes entre los griegos, así Cicerón ocupó entre los latinos un lugar preeminente en la elocuencia, de manera que actualmente no puede encontrarse, en opinión de los oradores, a nadie que parezca no ya superarlo, sino ni siquiera igualarlo, y puede darse por más que contento el que sea capaz de imitar mínimamente la elocuencia de aquel en su discurso, hasta el punto de que se ha extendido el dicho antiguo de que Cicerón sobrepujó a Demóstenes para que no se le considerara el único, y Demóstenes a Cicerón para que no se le tuviera como el primer orador. En la definición científica de las virtudes y en la aguda indagación de los ejemplos morales, no hemos leído que se haya otorgado esta primacía a aquel, aunque vemos que él ha trasmitido estas cuestiones en muchos pasajes con elegancia, lo confieso, pero no completamente. Prescindamos, en efecto, de las discusiones de las Tusculanas, del libro Del supremo bien y del supremo mal y de sus restantes obras, en las cuales se propuso abordar pormenorizadamente algunas discusiones con un estilo muy refinado, las cuales no deben tacharse de imperfección por no haber desarrollado la exposición íntegra: pero en los mismos libros de Sobre los deberes, en los cuales pensó que él iba a exponer su filosofía moral con más integridad que en otros lugares y no lo silenció -pues los llama libros de filosofía y se comprometió a completar lo que Panecio desatendió-, para el lector concienzudo será evidente sin la cita de los testimonios cuántas carencias o cuántas doctrinas que se apartan de la verdad se encuentran en ellos. Y aunque yo omita lo demás, al querer abordar él las virtudes intelectuales, las sometió todas a la investigación de la verdad, si bien no sabemos, a través de sus doctrinas, distinguir ni separar la sabiduría de la ciencia o de la comprensión, ni la prudencia del arte, ni cada una de aquellas de las demás. Cosa que, si Aristóteles la ha transmitido con más integridad, lo hemos comprobado en el libro VI de la Ética. ¿A qué responde, encima, el hecho de mezclar casi toda su doctrina moral, cuando a lo largo de todo el conjunto de sus libros nunca ha separado la continencia de la virtud y la incontinencia de la maldad? Sin duda uno de los aspectos primordiales que configura las costumbres de los hombres y distingue la disposición de los ánimos, es esta misma sutil diferencia entre la continencia y la perseverancia, la incontinencia y la voluptuosidad y entre la virtud y la perversidad.

El que la conozca bien y la intente proyectar desde la apreciación distinta de la teoría a la práctica, sabedor de sus entrañas y árbitro ecuánime, la eludirá. Aunque todo esto lo haya abordado el séptimo libro de la Ética, los libros De los deberes no lo trasmitieron. ¿Qué significa, en fin, el hecho de alabar la muerte de Catón como un cierto acto de fortaleza, cuando el hecho de suicidarse nace de pura y simple debilidad? Se encuentran otras muchas cosas similares que no es voluntad ni propósito nuestro reiterar. Por ello sucede que a menudo me veo obligado a preguntarme con extrañeza: un hombre de talento tan extremadamente agudo, si llegó a ver a Aristóteles, ¿cómo se desvió hasta tal punto de sus doctrinas más genuinas? Si no lo vio, ¿cómo es que lo menciona a cada momento tanto en la Retórica como en muchos otros lugares? Ante la sorpresa por este hecho he llegado, finalmente, a la siguiente conclusión: o bien Cicerón no llegó a ver la Ética, aunque hubiera visto otros libros de Aristóteles, o bien, al considerar los deberes como conductas ajenas a la virtud, los apartó de la indagación minuciosa de esta, aunque resulten a ojos de los que los ven como conductas similares, que sin embargo emanan de una fuente distinta, de la maldad o de la virtud. No podríamos, en efecto, dirimir fácilmente si todos los que se abandonan a la pasión son incontinentes o intemperantes, pues apenas vislumbramos los entresijos del corazón ajeno a partir de múltiples circunstancias y de una conversación prolongada. Tal vez, por tanto, Cicerón deseó abordar los deberes con un discurso esmerado, dejando a propósito para un estudio posterior las oportunísimas distinciones entre los vicios y la virtud. En cualquier caso, es cosa bien sabida que a lo largo de la discusión sobre este asunto en ningún momento puede compararse con Aristóteles.

En cambio no hay nadie que desconozca con qué delicados consejos y con qué sutilísimas recomendaciones nos induce Séneca a la virtud. En efecto, cuando leemos sus Epístolas, que remitió muy a menudo a Lucilio y a otros personajes de la época, los sentimientos se conmueven y las entrañas tiemblan, provocando un respeto reverencial hacia él como hacia un maestro. Y parece que, al leer estas provechosas recomendaciones, se me agita el ánimo de la misma forma que si escuchara advertencias muy beneficiosas. Así, efectivamente, se esfuerza en remarcar y remachar las amonestaciones con algunas puntadas, en lo que concierne a las costumbres, mientras que en lo relativo al desprecio del mundo, en orden a mitigar la perdición y rechazar las jactancias, aventaja a todos los escritores paganos, como si le fuera cercana la fe católica; aunque esta no la exprese según las Escrituras, no obstante algunos, impresionados, entienden que asumió las cartas que Pablo le había enviado. Podemos creer piadosamente que él [Séneca] fue un santo; pues si sus obras se han aproximado a las Escrituras, las costumbres, unidas con la fe católica, habrían engendrado justamente el camino hacia la auténtica felicidad. Mas se aprecia con suma facilidad cuán superficialmente se presenta y con qué desacierto se debate en esta investigación de las virtudes y en la disputa científica sobre las mismas: pues aunque no me refiera a las Epístolas ni a sus restantes obras, que desprenden el encanto más elocuente, incluso al ocuparse de las cuatro virtudes, a las que nosotros ahora denominamos «cardinales», donde piensan que se expresó con más maestría, resulta a todas luces evidente con cuánta confusión las mezcló, en qué incontestable imperfección las dejó. En efecto, bajo el aspecto de una extraña prudencia añadió no poco, y no solo subsumió la continencia en el ámbito de la virtud, sino que incluso la liberalidad y otras nociones ajenas las subordinó a esta, asociando la fortaleza a la grandeza como algo accesorio, de manera que el complemento de aquel libro requiere un volumen sin duda más extenso que el que comprende el tratado entero de las virtudes.

No creas que he dicho semejantes cosas con el propósito de cuestionar a estos dos insignes oradores, cualquiera de los cuales reconozco que deben ser objeto de alabanza, sino al objeto de que eliminemos casi en el mismo origen el error, que dudo de poder erradicar de algún modo, de quienes creen que el juicio moral debe subordinarse a la elocuencia, cuando sin duda aquel es más elevado, lo cual no niega siquiera la fuente misma de la elocuencia, Cicerón, el cual, al reclamar para sí -en cierto modo con razón- la oratoria como arte, declara que él ha dejado la filosofía para otros. Créeme, pues: el que quiere someter las conclusiones extremadamente rigurosas de las ciencias a las reglas de la elocuencia, no es juicioso, puesto que requiere añadir o suprimir palabras en aras del encanto de la persuasión, cosa que el rigor de la ciencia aborrece. Por consiguiente, es menester que quede expuesto a muchos errores el que se esfuerza en poner a la ciencia en manos de la elocuencia; entiendo, por contra, que para el hombre de ciencia lo lógico es debatir con palabras rigurosas y muy atinadas, que son las propiamente científicas y después, en todo caso, proclamar las demostraciones contrastadas y las doctrinas depuradas para persuadir con palabras elocuentes. Así pues, no debe desmerecer nuestra traducción por esto, porque difiera de las palabras habituales de los grandes oradores, sino que se debe analizar si se adecúa a la pureza de los objetos y al sentido estricto de las palabras. Pues frecuentemente la elegancia de los discursos, si no se orienta con un criterio muy riguroso, distorsiona la pureza de los objetos, cosa que trastorna seriamente la comprensión cabal de la ciencia.

Y no reitero ahora los nombres de otros a los que Leonardo invocó como testigos, cuando estoy de acuerdo con el orador que considera que debe dar preferencia a las palabras asentadas de Cicerón y Séneca. Pero no dejaré de decir una sola cosa: si quiere presentar a Boecio, se encontrará en contradicción con él, como demostrará lo que viene después; en cambio Jerónimo, si se ha llegado a enterar de nuestro argumento, sin duda dará testimonio en favor nuestro; pero si tal vez ha querido referirse a un tal Jerónimo, al cual Cicerón menciona en Del supremo bien, este con seguridad ni nos es conocido, ni sabemos en qué lugar del cielo encontró abrigo, mas sus escritos nunca tuvieron eco entre nosotros; qué confianza, sin embargo, se puede depositar en testigos desconocidos, te lo enseñarán tus consejeros jurídicos. Una vez, pues, aisladas estas cuestiones, que resultan, en su lugar, de no pequeño valor para la persuasión, abordemos lo que concierne a la ciencia muy concisamente en estos capítulos que siguen, con términos rigurosos bajo la luz de la razón.

Capítulo sexto

Que el bien es aquello que todos los seres desean es algo que hace tiempo que todos reconocen por igual, hasta el punto de que la voluntad humana en su conjunto tiende a él; y todo ser, aunque se diga que es bueno y verdadero, sin embargo, en tanto que es bueno, es objeto de la voluntad, pero en tanto que verdadero, concierne a la capacidad de comprensión. El motivo de ello es, si recuerdo, el que sigue: es cierto que el apetito es una inclinación del que apetece hacia algo; pero nada puede inclinarse hacia algo a no ser que resulte parecido a sí y apropiado; por tanto, puesto que toda cosa, en cuanto ser y substancia es algo bueno, sucede necesariamente que toda inclinación se vuelve hacia el bien. De ahí procede la diferencia entre los seres que poseen sensibilidad, por poca que sea, y los que carecen de ella; pues aunque toda inclinación persigue alguna forma, el apetito natural persigue una forma que se da en la naturaleza: y no propende a sí misma, sino que se inclina hacia aquello que le conviene por naturaleza; en cambio el apetito sensitivo o bien intelectivo o racional, al cual nosotros denominamos «voluntad», parece que tiende a una forma aprehendida. De ello se sigue que, así como el apetito natural tiende hacia el bien que está fuera, en el objeto, del mismo modo el apetito sensitivo o voluntario tiende al bien aprehendido a partir del objeto mismo; de esta aprehensión a veces se derivan no pocos errores, habida cuenta de que frecuentemente se considera como bien lo que no se encuentra en la realidad del objeto; pues no es preciso que de hecho el bien sea aquello hacia lo que tiende la voluntad humana, sino aquello que es lícito que se aprehenda desde la consideración razonada del bien: pues el fin de las acciones humanas es el bien, o el bien que se manifiesta. En efecto, si la voluntad humana no se equivocara nunca en el discernimiento del bien, todos sin excepción nos afanaríamos en las virtudes, y no se establecería tan gran diferencia entre los hombres injustos y los honestos. Pero, ¡ay! la cosa no es así, sino que la mayoría de nosotros persigue a menudo como si fuera el bien cosas que están muy lejos de este, cuando, arrastrados por el placer o encandilados por un provecho engañoso, deseamos lo que bajo ningún concepto conviene a hombres buenos. Con vistas a evitar esta equivocación se han concebido las conductas deliberadas a las que nosotros denominamos «virtudes morales», las cuales encauzan el deseo y la voluntad y, sacando al alma de la ficción de un bien engañoso, la orientan hacia el bien verdadero. Por lo tanto, nuestro traductor no escribe a partir del objeto: «se ha de actuar en aras del bien», como si quisiera impedir una manifestación falaz del bien. Así pues, la actuación que tiende al bien verdadero y no a la ficción de un bien engañoso la denominaremos acertadamente «actuación virtuosa». Del logro del bien verdadero deriva una suerte de honestidad: pues al deberse el honor a la virtud y no ser la honestidad otra cosa que una cierta condición del honor, con razón es lícito que a toda actuación virtuosa, en vista de que es digna de honor, la llamemos justamente «honesta». Sucede, por tanto, que el virtuoso actúa en aras del bien, pero que de la actuación misma se sigue necesariamente lo honesto, del mismo modo que en un intervalo de tiempo esta se experimenta, pero la razón misma la discierne en un único conjunto; cosa que también el propio Cicerón prueba en un caso similar, al haber afirmado con rotundidad que lo honesto es hermoso y que -según dice- la hermosura no puede separarse de la honestidad; pero en la jerarquía de la comprensión se tiene en cuenta en primer lugar la honestidad y, a partir de ella, al punto se deriva una suerte de hermosura. Y no quiero, tras atacar las doctrinas de Séneca, precipitarme enojado contra esto; pues no en vano no he creído que por haber relegado a estos varones extremadamente elocuentes no deban ser oídos frente a Aristóteles, toda vez que semejantes cosas constituyen los fundamentos de la doctrina moral; pues la memoria no es débil hasta el punto de no parar mientes en que Séneca, en diversas Epístolas, sobre todo en un determinado pasaje, al escribir a Lucilio, ha querido abordar este punto y ha envuelto en una maraña de palabras la distinción entre lo honesto y lo bueno, sin embargo en realidad, si no me traiciona mi desconocimiento, ha querido decir que se considera en primer lugar lo honesto y después el bien, como si el bien se originase a partir de lo honesto y no al revés. Si esto lo hubiera dicho cualquier otro, me habría parecido completamente disparatado, pero, convencido por vuestra autoridad, le condono el disparate, pero no apruebo su conclusión, pues resulta más que evidente que la honestidad nace del bien. En efecto, no queremos lo bueno porque es honesto, sino que buscamos lo honesto porque es bueno. Incluso parece que estamos de acuerdo en esto, porque en otras ciencias y en la manera coloquial de hablar ya hemos acuñado una expresión común, esto es, el hecho de que elogiamos el comedimiento exterior mediante la palabra «honestidad»: en efecto, las leyes canónicas pretendieron configurar la vida y la honestidad de los clérigos, como si una cosa fuera la rectitud de vida y otra la honestidad; ciertamente acostumbramos a elogiar como honesto al que, empleando un modo de andar y una indumentaria conveniente, renuncia a la vileza de palabra y de hecho, y lo realiza todo con un cierto comedimiento exterior. Cuando queremos ensalzar por entero a un hombre, no lo llamamos solamente «honesto», sino «bueno», como si la honestidad fuera una pequeña parte de la bondad -no porque crea que debe llamarse «honesto» a aquel cuya vida está desacreditada, aunque sus actuaciones exteriores parezcan ser acordes con la virtud: pues no es honesto, sino que lo parece-, porque, no obstante, he querido destacar esto de entre todas las cosas al objeto de que adviertas claramente, a través tanto del razonamiento como de la forma usual de hablar, que lo honesto se sigue del bien, y no el bien de lo honesto. Por tal motivo entonces atacan a nuestro traductor, el cual, presintiendo sutilmente todo esto, afirmó que el actuar en aras del bien era algo común a las virtudes y fijó la verdadera amistad en aras del bien. Tú trata de extraer la honestidad a partir de esta consideración, pues no... nos alzamos contra lo honesto, es más, lo ensalzamos con grandes elogios en la medida que podemos, hasta que tú reconozcas que lo honesto verdadero se ha originado a partir del bien verdadero. Y no concierne a este asunto el hecho de que, según dice Leonardo, los epicúreos deseen el bien, porque no han sido censurados por esto, sino porque creían que el placer es el sumo bien.

Sin embargo, cuando lo honesto se distingue frente al bien, puede calificarse de útil y agradable, pero no de «bueno», aunque presente alguna vez aspecto de bueno; esto mismo lo aborda ampliamente en Sobre los deberes Cicerón, el cual piensa que lo que llaman «útil», cuando se aparta del bien honesto, no solo no se mantiene como bueno, sino ni siquiera como útil, y en las Paradojas se lamenta con finura de nuestros mayores, porque llamaron con el nombre de «bienes» a las riquezas y a los recursos, puesto que se considera que están muy alejados del bien. Por lo tanto, que Cicerón y todos los estoicos empleen abiertamente, si quieren, el vocablo «honesto», habida cuenta de que no son las virtudes las que son honestas, sino la práctica de las virtudes, y por ello que lo llamen «honesto»; en cambio, que los especialistas en escritos morales, que abordan estas cuestiones con mayor hondura, permitan que se emplee la palabra «bien». De esta fuente, en efecto, brotan todos los arroyos de la honestidad.

Capítulo séptimo

Nadie ignora que el vocablo «delectationis» [«deleite»] es más digno y contrastado que el de «uoluptatis» [«placer»], cuando tanto las doctrinas sagradas como los consejos humanos en general han entendido el llamado «placer» simplemente como el deleite camal, cosa que ni siquiera negará Boecio si actúa como testigo en contra nuestra, al comprobar que el término de los placeres es amargo a causa del recuerdo de las pasiones humanas, y más aún al afirmar con alcance general que «todo placer tiene esto, que incita con su aguijón a los que lo disfrutan e hiere gravemente los corazones con un feroz mordisco», del mismo modo, en lo que sin duda ha afirmado sobre el gozo del cuerpo: pues los gozos espirituales que se comprenden bajo el nombre de «delectatione» [«deleite»] no conllevan la zozobra y el sufrimiento, sino que son genuinos, sólidos y duraderos, deleitando al alma incansablemente. Pues la dulzura de la contemplación y el conocimiento de lo verdadero o -para hablar con más distinción- de la esencia divina, su apreciación modesta y ferviente, en la medida en que a sí misma se lo permite, no deja en el fondo ningún sufrimiento propio, sino que acaricia el alma con un enorme gozo. A su vez los comportamientos virtuosos, para referimos a la vida práctica, no solamente se realizan gozosamente por parte de los hombres virtuosos, sino que siempre que se recuerdan provocan que la mente disfrute en no pequeña medida, pues el recuerdo de las acciones buenas es enormemente gozoso. Por lo tanto, o el placer, tomado en sentido estricto, remite solo a las satisfacciones corporales, o bien habría escrito algo erróneo Boecio o incluso Catón, a quien las manos de los niños despedazan de tanto usarlo. ¿Es que no acredita que algunas cosas se deben al placer? Pero si la palabra «uoluptatis» [«placer»] es tan extremadamente amplia que abarca por completo a cualquier deleite, entonces sin duda observamos que al placer se le asignan, por parte de hombres serios, de hecho no pocas, sino demasiadas cosas, cuando resulta que unos por el encanto de la sabiduría, y otros por distintas reflexiones, con las que disfrutan mucho, han despreciado noblemente todas las satisfacciones terrenales junto con sus propios placeres.

Mas, ¿por qué malgasto la pluma con semejantes cuestiones? Los fundadores del derecho establecieron que se debe recurrir a los maestros de las artes cuando se vacila en torno a alguna de ellas. Por tanto, cuando debatimos sobre el sentido de las palabras, ¿quién podrá resolver mejor la discusión que el que las ha analizado en una indagación minuciosa? Lee, pues, el Catholicon, que hemos citado arriba, y en él se contestará que el placer debe entenderse propiamente como satisfacción carnal. Entonces ¿por qué todavía estamos necesitados de testigos? Podría señalar muchos y casi innumerables, a no ser que la autoridad judicial recusara a una muchedumbre de testigos en estas cuestiones que son patentes. Pero recurramos al testimonio de los dos insignes varones que son invocados en contra nuestra. Uno de ellos, Séneca, afirma: «no te dirijas al placer sino al sustento»; sin duda, si la llamada del placer no llevara aparejada consigo una cierta bajeza, este hombre virtuoso claramente no la habría recusado. Por su parte Cicerón, bajo cuya enseña Leonardo se atrevió a criticar todo esto, en el pasaje en el que tradujo un vocablo griego por «uoluptatem» [«placer»], tras continuar con otros, dice así: «¿Qué necesidad hay, pues, de añadir la prostituta al grupo de matronas y, del mismo modo, de añadir el placer al conjunto de las virtudes? su nombre es detestable, ignominioso, aborrecido»; y poco después, al comentar el placer con más benevolencia, señala: «Según la costumbre de todos los que hablan en latín, el placer estriba en esta circunstancia, cuando se siente una satisfacción que excita algún sentido»; lo cual se refiere indudablemente a un movimiento del cuerpo. Por tanto, en la medida en que quieras captarlo sutilmente, no separarás nunca el placer de la satisfacción corporal.

Y no tiene que ver con la cuestión el hecho de que a menudo los escritores hagan uso de la palabra «uoluptatis» [«placer»] en algunos pasajes en lugar del deleite del alma o de la alegría espiritual, porque se hace de manera inadecuada y merced a una metáfora, movidos -a mi juicio- por el argumento de que, aunque algunos conocen el encanto del deleite espiritual mientras muchos, casi todos, conocen los impulsos de los placeres, estimulados por el propio nombre de «placer» [uoluptatis], lo traspasan al gozo de las virtudes, que resulta muy superior al placer. De aquí se deriva, en efecto, el hecho de que todos, tanto los peripatéticos como los estoicos y los seguidores de una y otra Academia, desaprueben la creencia de los epicúreos, los cuales situaban el supremo bien en el placer. Y Jerónimo llama a Joviniano «Epicuro», porque en sus principios se mostraba propicio al placer, como si no pudiera deshonrarlo con un nombre más sucio, de manera que, así como fue reprobado por todos los filósofos este [Epicuro], el cual, como pregonero del placer, se había apartado de las posturas filosóficas moderadas, igualmente fue condenado por todos los católicos aquel [Joviniano], el cual prefería el placer del matrimonio a la pureza virginal, a pesar de que la doctrina de los evangelios ya resplandecía y ahuyentaba las tentaciones de los corazones de los fieles. Todo esto demuestra fehacientemente que el nombre de «uoluptatis» [«placer»], tomado en sentido estricto, solo abarca la especie de deleite que se experimenta a través de los órganos corporales, pero no la que se funda en la parte intelectual. Pues ciertamente, en caso de que Epicuro hubiera colocado la felicidad en el deleite, no lo habrían criticado todos de esta forma con unánime ardor. En efecto, a pesar de que el deleite no es la felicidad misma, sin embargo no puede separarse de esta. Pues el deleite supremo está vinculado a la dicha verdadera, que esperamos, tras estos tiempos, en la eternidad que ha de venir, y por ello el deleite está siempre unido a la felicidad que anhelan los filósofos. En efecto, así como la hermosura no es la juventud, sino que suele ir unida a ella, del mismo modo la felicidad no es el deleite, sino que el deleite está vinculado siempre a la felicidad. Por tanto, si Epicuro hubiera entendido el placer como cualquier deleite, no habría sido tildado de indigno e indecente; tal vez se le habría acusado de una equivocación, pero no de una indignidad, al haber podido tomarse el deleite por su parte honesta. Mas, como el nombre de «placer» solo abarca, desde el punto de vista de la propiedad del discurso, aquellas satisfacciones que son más habituales y que compartimos con las bestias, a las cuales las riendas de la moderación deben refrenar, fue reprobado justamente por todos, tanto griegos y latinos como católicos y gentiles.

Y si bien esto parece bastar, no obstante, si quieres que nos adentremos algo más profundamente en su raíz, hay que volver a parar mientes en que se achaca al deleite cuando se alcanzan cosas deseadas. El desear acontece de dos maneras, bien naturalmente, bien de acuerdo con la razón; de ahí también se originan dos géneros de deleites, a los cuales algunos han diferenciado de distinta manera, pero nosotros, siguiendo a Gregorio Nacianceno, llamamos a unos «corporales» y a los otros «sociales»: de los primeros participan los animales salvajes, pero los segundos corresponden solo a los hombres. Pero, aunque todos ellos son comprendidos bajo el nombre de «delectationis» [«deleite»], sin embargo cada especie ha recibido un nombre específico y el deleite que se produce con la mediación de la razón se denomina con propiedad «gaudium» [«alborozo»], mientras que el deleite que responde a la naturaleza sensible es el placer mismo.

En efecto, no decimos que los animales salvajes «se alegran», cuando aspiramos a ceñirnos al sentido estricto de las palabras: el león, tras oír el mugido del buey, no se alegra propiamente, sino que se solaza. En cambio se han fijado otros nombres en virtud de sus propios fines. Decimos, de hecho, «laetitiam» [«alegría»], como si fuera «latitatio» [«expansión»], haciendo la derivación a partir de la «latitudo» [«efusión»] del corazón, pues los corazones suelen afluir y en cierto modo agrandarse por el deleite; «exultatio» [«disfrute»], «iubilum» [«satisfacción»] y «iocunditas» [«regocijo»] y si hay algunas palabras de este ámbito de la jovialidad, adoptan su nombre en virtud de las acciones que suelen realizar los que se alegran, cuando muestran, con sus palabras y sus actos, indicios de su ánimo alegre. Por ello el niño aún no nacido saltó de gozo en el útero y nosotros disfrutamos dando gracias a Dios, nuestro auxilio, y nos sentimos colmados de satisfacción gracias a Dios y a Jacob; pero el sentido propio de «delectatio» [«deleite»] está incluido en todas estas palabras que hemos mencionado. Mas si alguna vez nos servimos de la palabra «uoluptatis» [«placer»] en relación a aspectos espirituales o bien de la palabra «gaudio» [«alborozo»] en cuestiones meramente corporales, lo hacemos en discursos prestados de un campo en otro; pues no nos ceñimos a la significación estricta de las palabras hasta el punto de que sea una profanación decir alguna vez una palabra en lugar de otra. No obstante, al indagar con extremada atención el contenido mismo, entonces debemos atenernos a la propiedad estricta de las palabras. Por lo tanto, nuestra traducción se ha servido atinadamente de la palabra «delectationis» [«deleite»] como la más genérica, abarcando igualmente los ámbitos corporales y los espirituales, de tal manera que a partir de ahí cada cual le asigna la significación que pueda ajustarse más oportunamente al contenido: pues la palabra «uoluptatis» [«placer»] podría incitar a un equívoco no ligero si se propaga en relación a un contenido moral. Y no es contrario a esta constatación el hecho de que el deleite, según [Leonardo] dice, parece provenir de fuera, pues lo sería si se formara a partir de un verbo activo; no sería así si se derivara de un verbo intrínsecamente deponente. En efecto, «deleitamos» [«delectamus»] a los demás, pero nosotros mismos «nos deleitamos» [«delectamur»]. Si bien, si hablamos con más propiedad, la voz, tanto si es deponente, como impersonal o del verbo activo mismo, siempre remite a una suerte de acción que transcurre internamente; en todo caso, esta discusión, a mi entender, debe reservarse a los gramáticos.

Capítulo octavo

Los médicos, quienes abordaron minuciosamente la cuestión que sigue, saben que «dolorem» [«el dolor»] se entiende como el sufrimiento que padecemos al quebrarse la consistencia de la carne. En efecto, decimos que la cabeza o las piernas nos duelen cuando a causa de un golpe exterior o interior se resiente la consistencia del cuerpo en esa zona. Esto lo muestra sobradamente nuestro Agustín, el cual, en su exposición de La ciudad de Dios, manifiesta que existe dolor en el cuerpo y amargura en el alma. Mas fue tan grande el uso, incluso el abuso por parte de los hombres elocuentes que se han servido de la palabra «doloris» [«dolor»] en sus tratados y en su obras, que se vieron constreñidos a servirse de «dolore» [«dolor»] como vocablo genérico, arrastrando tras de sí a los hombres sabios, por así decir, contra su voluntad. Pero, habida cuenta de que hemos de tratar, como anunciamos, sobre la norma no de la elocuencia, sino de la ciencia en este punto, para no confundimos sobre las cosas mismas engañados por la falta de precisión de las palabras, no se ha de manifestar tan precipitadamente, sino que debemos extraer a partir de la propiedad misma de ellas cuál es la verdad de su contenido; algunos sabios consideraron el dolor como algo opuesto al deleite. Por consiguiente, así como se denomina «gaudium» [«alborozo»] al deleite que surge a partir de la razón, mientras el que se produce en los miembros físicos se advierte que perdura bajo la palabra «delectationis» [«deleite»] o bien adopta, como hemos dicho, el nombre de «uoluptas» [«placer»], del mismo modo llamamos «tristitiam» [«aflicción»] al malestar contrario a la alegría, el cual no nos afecta por el sentido del tacto, aunque se perciba por los demás sentidos, mientras que denominamos «dolorem» [«dolor»] al que nos angustia tocándonos en cierto modo. De acuerdo con estos presupuestos, al ser especies diferentes el dolor y la aflicción, esta contrapuesta al alborozo espiritual y aquel al deleite corporal, nuestro traductor prefirió servirse de la más relevante, esto es, de «tristitia» [«aflicción»], en la medida en que es provocada a partir de una aprehensión interior, dado que en el examen de las virtudes nos fijamos más en los aspectos interiores que en los exteriores. Pues sin duda el que se priva de los placeres por continencia parece que no experimenta ningún dolor, sino un malestar, ni el ayuno de comida provoca dolor al hombre débil, sino malestar. No tiene que ver con la cuestión el que alguna vez nos sirvamos inadecuadamente de la palabra «dolor»: en efecto, de la muerte de un amigo afirmamos que «nos causa dolor», como de la desgracia, del oprobio; se dice, ciertamente, para acrecentar la aflicción. De hecho, en vista de que el dolor es una manera más amarga de afligirse, hasta el punto de sentir que nos entristecemos profundamente, nos apropiamos del vocablo «dolor». Por consiguiente, nuestra traducción se sirve atinadamente de la palabra «tristitiae» [«aflicción»]: a menudo la virtud moral debe rechazarla completamente, algunas veces debe atemperarla y situarla dentro de los márgenes de la razón, o bien que brote a raíz de un dolor verdadero o, permaneciendo dentro de sus límites, que suscite malestar o un cierto embotamiento. Pero si te empeñas en que la palabra «dolor» ha de ser más genérica, de manera que sea respecto a la aflicción como el género respecto a la especie, según algunos han pretendido, cosa que creo que sucede más por el ardor de los que hablan que por el valor del vocablo, con todo el traductor antedicho se sirvió adecuadamente de la palabra «tristitiae» [«aflicción»], para captar aquella especie de dolor que la virtud debe moderar principalmente. No ha de ser, pues, difamado el que ha observado todo esto con más penetración, no con pereza de ingenio, como creyó Leonardo, o con cierto desinterés, sino con atento esfuerzo.

Capítulo noveno

Cualquiera que intente fijarse advertirá fácilmente cuán equívoco y arriesgado es el vocablo «uitii» [«vicio»] cuando se discute una materia moral. Pues dado que todo lo que es desagradable y reprochable se achaca al vicio -de ahí, en efecto, toma el nombre, según dice Leonardo, porque es «uituperabile» [«reprobable»], o bien otros quisieron derivarlo de «uinciendo» [«sujetar»], porque sujeta y encadena al hombre- y entre las cosas desagradables y reprochables, que encadenan frecuentemente al hombre, hay una enorme diversidad... en el mismo género, como el del delito. Hay otro vicio cuando se da por incapacidad, debilidad o desconocimiento, otro si se peca con conocimiento de causa o, si quieres, para servirnos de las palabras con las que hablamos, prescindiendo de los términos de los teólogos morales, pecar por elección propia es muy distinto a errar a causa de la pasión; lo uno se atribuye a la perversión y lo otro a la incontinencia. Por tanto, en vista de que, como afirma Jerónimo al atacar a Joviniano y el propio Leonardo reconoce, nada es contrario al bien salvo el mal, se deduce necesariamente que la virtud moral es una conducta deliberada que se funda en el justo medio, el cual se denomina atinadamente «bueno», mientras que el contrario a este, es decir, el comportamiento deliberada que tiende a los extremos, se designa justamente como «malo»; y así como aquel comportamiento es el que corresponde a la bondad, a este se le llama «maldad». Por consiguiente, el vicio de la incontinencia, aunque se aparte de la virtud, sin embargo no es en absoluto contrario a la virtud, habida cuenta de que el incontinente toma parte de la recta razón en la medida en que concierne a lo universal, cosa que es común a la virtud, aunque en una circunstancia concreta se aparte de la razón a causa de la pasión. Pero el que peca por decisión propia se opone específicamente a la virtud, dado que desprecia la razón tanto en lo particular como en lo universal. En qué gran desconcierto, piensas, se desenvolvería la doctrina moral si las conductas contrarias a las virtudes se denominasen así «vicios» en conjunto, cuando resulta que esta palabra se ajusta incluso a la incontinencia, y tal vez a partir de tan desconcertante doctrina se cree que los incontinentes pecan por propia elección, cosa que es ajena a la incontinencia. Así pues, con no poca prudencia se esforzó en eludir esto nuestro traductor, el cual denominó «malitias» [«maldades»] a los comportamientos contrarios a las virtudes, no porque no sean vicios, sino con vistas a que los lectores, en caso de que leyeran «uitium» [«vicio»], seducidos acaso por el vocablo general, no crean que los incontinentes o los débiles pecan por propia elección, cuando lo hacen a causa de la pasión. Por consiguiente, si se toman las palabras en sentido estricto, la perversión es contraria a la virtud, la incontinencia a la continencia y la desidia al tesón. Mas si hubieras dicho que estas tres actitudes se contemplan bajo el nombre de «uitii» [«vicio»], lo reconoceré sencillamente, pero me esforzaré con ahínco en que se debe hacer uso de él en la transmisión rigurosa de los ejemplos morales, con el objeto de que no se ciegue la comprensión de las cosas por el desconcierto o por la vaguedad de las palabras. Y no creas que yo he afirmado esto tan irreflexivamente como si no hubiera leído a Agustín, el cual manifiesta que el vicio es una especie de cualidad, merced a la cual el espíritu es perverso; mas como la virtud es una cualidad que hace bueno al que la tiene, de ello parece seguirse necesariamente que el vicio es contrario a la virtud. Pero los que lo investigan con más finura, han afirmado que se debe entender la frase de Agustín, habida cuenta de que a la esencia de la virtud... se ha de examinar directamente los vicios. Concierne, pues, a una disposición... que se mantiene adecuadamente según el modo de su naturaleza. La virtud es, pues, la disposición de lo perfecto hacia lo mejor; cuando investigamos lo que de ello se sigue, es rotundamente seguro el hecho de que la virtud es una especie de bondad, mientras la perversión se opone a la bondad. Cuando los investigadores de los asuntos morales se centran preferentemente en la bondad de la virtud, han escrito atinadamente que la perversión se opone a la virtud moral. Por este motivo, si Leonardo, al hablar del resto de las virtudes de los objetos o del cuerpo, las cuales no afectan a las costumbres humanas, hubiera afirmado que los vicios se oponen a estas, lo admitiría en todo caso con moderación; pero al escudriñar las mentes de los hombres, debe permitir que se denomine «malitiam» [«maldad»] al comportamiento contrario a la virtud moral, para no mezclar brutalmente a los incontinentes con los auténticos malvados bajo la denominación genérica de «vicio».

Sigue el capítulo décimo

Así he bosquejado para ti estas cuestiones con rapidez y concisión, no porque no haya muchos o incluso muchísimos otros puntos en los que podrías apreciar la superioridad de nuestra traducción; podrías examinar unos cuantos grupos de equivocaciones con los ojos del alma. Pero el propósito no era indagar a partir del volumen entero qué íbamos a demostrar, sino vislumbrar qué yace dentro a partir de algunas observaciones del prólogo, del mismo modo que los médicos, gracias a la apreciación del pulso, detectan la mala salud de las partes interiores del cuerpo. Habría podido escribir con mucha mayor abundancia y amplitud también sobre los aspectos que había tocado Leonardo: me incitaba, en efecto, la materia misma, que es muy abundante y fecunda para escribir y cuanto más se desarrolla, tanto más engendra a partir de sí la riqueza más exuberante de lo que debe decirse y deja fluir como una fuente, por así decir, saliendo a borbotones, preciosos chorros de doctrinas agradables; pero he ordenado a la pluma que no rebase los límites epistolares. Tú, por tu parte, de esta breve disquisición recoge la siguiente conclusión: que te ciñas a la antigua traducción al indagar cuestiones morales, y que tengas la tradición moderna, objeto de este discurso, como una mera aclaración en algunos pasajes en los que te dará la impresión de que explica algo más lúcidamente, pero que no la adoptes para el texto.