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ArribaAbajoCapítulo XI

Concesión del servicio


De todas las facultades de las Cortes ninguna puede compararse en importancia con el otorgamiento de pechos al Rey para conllevar las cargas del Estado. Ninguna es más antigua ni opuso más viva resistencia a los excesos de la monarquía absoluta durante la dominación de la casa de Austria.

El origen de la concesión del servicio por las Cortes, se pierde en las tinieblas de la edad media. Fue sin duda una de las libertades que siguió de más cerca al llamamiento de los procuradores. Consta de un privilegio dado por D. Alfonso X en 1273 que las Cortes de Burgos de 1269 le otorgaron seis servicios «que eran tanto como seis monedas, para cumplir fecho de la frontera147».

Pasó la costumbre a ser derecho escrito en las Cortes de Valladolid de 1307, en las cuales prometió D. Fernando IV «no echar servicios nin pechos desaforados en la tierra», añadiendo; «pero si acaesciere que pechos oviere mester algunos, pedir gelos he, et en otra manera no echaré pechos ningunos en la tierra148».

Confirmó D. Alfonso XI este ordenamiento en las de Madrid de 1329, obligándose a «non echar ni mandar pagar pecho desaforado ninguno especial nin general en toda la tierra» sin llamar primeramente a Cortes149.

Resulta de los textos citados que los Reyes de Castilla no podían imponer tributos a su voluntad, que debían pedirlos a sus vasallos, y que exigirlos sin su consentimiento era contra fuero.

Cuando las Cortes de Madrid de 1391 ordenaron el regimiento del reino durante la minoridad de D. Enrique III, cuidaron de dictar condiciones que limitasen la autoridad de los tutores, a quienes hicieron prometer y jurar entre otras cosas, «que no echarían pecho ninguno más de lo que fuere otorgado por Cortes e por ayuntamiento del regno; pero si fuere caso muy necesario de guerra, que lo pudiesen facer con el consejo e otorgamiento de los procuradores de las cibdades e villas que estovieren en el consejo; o esto que sea en monedas, e non pedidos, nin empréstidos en general nin especial150».

En las siguientes de Madrid de 1393, las primeras que celebró Don Enrique III entrado en su mayor edad, le concedieron los procuradores un cuantioso servicio, «con tal que nos prometades e jurades luego (le dijeron) que non echáredes ni demandáredes mas mr. nin otra cosa alguna de alcabalas, nin de monedas, nin de servicio, nin de empréstido por menesteres que digades que vos recrecen, a menos de ser primeramente llamados o ayuntados los tres estados que deben venir a vuestras Cortes e ayuntamiento, segunt se debe facer e es de buena costumbre antigua151».

Los dos textos citadosno son, sin embargo, tan decisivos como los anteriores. El primero no tiene más fuerza que una simple cautela contra los abusos de autoridad que podrían cometer los once señores, ricos hombres y caballeros, y los trece procuradores elegidos para gobernar el reino; y el segundo carece de la sanción del Rey, o por lo menos no consta que D. Enrique III hubiese prometido y jurado la condición del otorgamiento; pero si no son leyes que confirmen las hechas en Cortes por D. Fernando IV y D. Alfonso XI, son actos públicos y solemnes de los cuales se desprende que estaba viva y arraigada la tradición.

Don Juan II interrumpid la buena costumbre antigua mandando coger en 1419 ocho monedas sin ser otorgadas por los procuradores de las ciudades y villas del reino; y aunque se disculpó con que había peligro en la tardanza, pues se trataba de hacer a toda prisa una gruesa armada para socorrer al Rey de Francia contra el de Inglaterra, todavía dijeron al Rey en las de Valladolid de 1420, «que sentían muy gran agravio al presente, e muy grant escándalo e temor en sus corazones de lo que adelante se podría seguir por les ser quebrantada la costumbre e franqueza tan amenguada e tan común por todos los sennores del mundo, así de católicos como de otra condición, la cual toda su actoridad e estado sería amenguado e abajado, non quedando otro previllejo nin libertad de que los súbditos puedan gozar quebrantado el sobredicho.»

Tan notorio era el agravio y tan justa y razonable la petición, que D. Juan II hubo de responder a los procuradores que, por caso alguno que acaeciere, «non mandaría coger los tales pechos sin ser primero otorgados», y además prometió que cuando algunos menesteres viniesen, cuidaria do hacérselos saber antes de echar ni derramar los pechos necesarios, guardando todo lo que los Reyes, sus antecesores, acostumbraron guardar en los tiempos pasados152.

No fue muy escrupuloso D. Enrique IV en la observancia de esta ley del reino, pues si bien es verdad que no llegaron hasta nosotros las quejas de los procuradores, tenemos noticia de que entre los capítulos contenidos en la sentencia o compromiso de Medina del Campo de 1485, hay uno en el cual deciden los árbitros que el Rey no eche, ni reparta, ni demande pedidos ni monedas sin otorgamiento de las Cortes, y que sus oficiales no sean osados de repartir más dineros de los que fueren otorgados por los procuradores, so pena de perder los oficios153.

Isabel la Católica encargó en su testamento que se hiciese una información acerca del origen de las alcabalas, y se averiguase «si la imposición fue temporal o perpetua, o si ovo libre consentimiento de los pueblos para se poder poner y llevar y perpetuar como tributo justo e ordinario», añadiendo que si hallaren que no se podían llevar ni perpetuar justamente, hiciesen luego juntar Cortes para sustituirlas con otro tributo con beneplácito de los súbditos de los reinos154.

Carlos V, a petición de los procuradores a las de Valladolid de 1518, prometió y juró no poner ni consentir que persona alguna pusiese nuevas imposiciones155. No obstante esta solemne promesa confirmada con el juramento, las comunidades de Castilla suplicaron en 1520 al Emperador que les otorgase, entre otros capítulos, que no se pudiese echar servicio alguno en ningún tiempo, ni poner imposiciones ni tributos extraordinarios sin consentimiento de las Cortes156. En las de Valladolid de 1523 ratificó Carlos V lo prometido y jurado en las de 1518, respondiendo a los procuradores «que no entendía pedir servicio, salvo con justa causa y en Cortes, o guardando las leyes del reino157».

En las de Madrid de 1566 recordaron los procuradores a Felipe II las leyes antiguas, según las cuales no era lícito crear ni cobrar nuevas rentas, pechos, derechos, monedas ni otros tributos, particular ni generalmente sin junta del reino en Cortes, y le suplicaron tuviese por bien aliviar a los pueblos de las nuevas rentas y derechos y del crecimiento de los demás, guardando lo establecido por los Reyes sus predecesores. Felipe II se disculpó con las necesidades de la guerra, y declaró que en adelante se holgaría de tomar el consejo y parecer del reino, cuando se ofreciese la ocasión de servirse y ayudarse de él para proveer a las cosas precisas y forzosas que conciernen al sostenimiento del Estado Real158.

Los procuradores a las Cortes de Madrid de 1576 renovaron la petición con más viveza en vista de que la anterior fue sin fruto, y suplicaron que todas las nuevas rentas y arbitrios que se habían creado o impuesto y se cobraban sin llamar a Cortes y sin el otorgamiento de los procuradores, cesasen, se quitasen y redujesen al estado que tenían antes de esto; a cuya petición dio Felipe II una vaga respuesta159. Insistieron los procuradores a las Cortes de Madrid de 1579, 1583, 1586 y 1588; pero las nuevas imposiciones no se quitaron, los crecimientos subsistieron y los arbitrios continuaron, alegando siempre las mismas excusas160.

Todavía en los reinados de Felipe III y de Felipe IV se respetó la costumbre de pedir el consentimiento de las Cortes para prorrogar el servicio de millones; pero Doña Mariana de Austria, Reina gobernadora durante la minoridad de su hijo Carlos II, no se cuidó de llamarlas una sola vez, prefiriendo obtener la prorrogación de las mismas ciudades, cuyo voto solicitaba por medio de cartas so pretexto de ahorrarles el gasto de enviar procuradores; y como estaban los concejos debajo de la autoridad de los corregidores, el Gobierno les comunicaba instrucciones secretas a fin de reducir los cabildos a la obediencia y obligarlos a conceder el servicio que el Rey esperaba de sus fieles y leales vasallos. Así fue prorrogado el de millones por la primera vez en 1667 y después en 1680, 1684 y 1686.

Duró esta facultad de las Cortes cuatro siglos desde que pasó la costumbre a ser derecho escrito en las de Valladolid de 1307; pero reconocida la existencia del principio, falta saber como se cumplió el precepto legal.

No siempre gozaron los procuradores de completa libertad para conceder o no conceder el servicio que el Rey les demandaba. Las necesidades de la guerra, el mantenimiento del estado y Casa Real, el pago de las lanzas, las mercedes a grandes y caballeros y otros gastos semejantes daban motivo a grandes debates entre los procuradores.

Ordinariamente proponían los Reyes la suma que deseaban les fuese otorgada por las Cortes, reduciendo los cuentos de mrs. a cierto número de servicios y monedas o un pedido y varias monedas. Enrique III, en las de Toledo de 1406, cometió a los procuradores que «pusieran nombre a los hombres de armas, e ginetes, e peones que él debía llevar a la guerra (de Granada), porque según el número que ellos pusieren, él les demandara lo que le pareciera ser para ello necesario161». Don Juan II, en las de Medina del Campo de 1418, mandó a los procuradores que se juntasen con los de su Consejo, y viesen lo que para socorro al Rey de Francia, su hermano y aliado, era menester162. Otras veces se mostraban los Reyes más confiados, y se limitaban a pedir algo sin determinar cantidad, o bien «declaraban sus menesteres por menudo», y recomendaban a los procuradores que «catasen la manera donde se compliesen lo más sin dapno de los reinos163».

Rara vez dejaban de hallar la suma exorbitante atendida la pobreza de los pueblos, o considerando los muchos tributos que pagaban, los recios temporales o los estragos de la guerra. Entonces, protestando que tenían la mejor voluntad de servir al Rey como buenos y leales vasallos, discutían lo que montaba el gasto, y proponían diferentes arbitrios para hacer la carga mas llevadera. Unos suplicaban al Rey que mandase pagar los mrs. que le debían sus recaudadores y tesoreros: otros que castigase con todo rigor a los que se atrevían a embargar sus rentas: ya que pusiese la mayor diligencia en cobrar las albaquías o rezagos de cuentas y tributos, y ya en fin que se formase nueva relación de los fuegos o humos y se redujese el número de los excusados de pechar a fin de fatigar menos a los pueblos con injustas exenciones agravadas con la desigualdad de los repartimientos.

Usaron de esta libertad los procuradores exigiendo que se les diese razón de lo que rendían todos los pechos, derechos y pedidos otorgados por las Cortes. A D. Juan I dijeron en las de Palencia de 1388 que no sabiendo como tan crecidas sumas se gastaban, «era muy grand vergüenza prometer más», y le rogaron, que quisiese ver esto e poner regla en ello»; y el Rey, agradeciendo el consejo, mandó que cierto número de prelados, señores, caballeros y procuradores examinasen sus libros y le propusiesen la reformación de los gastos según entendiesen que cumplía a su servicio y al bien de sus reinos164. El mismo D. Juan I, accediendo a lo que distintas veces le suplicaron, encomendó a una junta de grandes, caballeros y procuradores que viesen las nóminas de los vasallos que debían servirle en la guerra con alguna o algunas lanzas, por cada una de las cuales pagaba 2.500 mrs. de sueldo165.

Los procuradores a las Cortes de Madrid de 1393 suplicaron a Enrique III que ordenase los gastos y restableciese la hacienda disipada por sus tutores, de suerte que «todo se tornase a debido estado o buena regla», para que no se destruyesen y despoblasen con el exceso de los tributos los lugares de sus reinos166.

Pocas veces hubo tan porfiados debates entre los procuradores sobre la cuantía del servicio, como en las Cortes de Toledo de 1406. La suma que pedía Enrique III para salir a campaña contra el Rey de Granada, ascendía a 100 cuentos y 200.000 mrs. que los procuradores redujeron a 45 cuentos, con los cuales hubo el Rey de contentarse167.

El mal gobierno de D. Juan II, sus inmoderadas mercedes, las discordias civiles y el sistema de corrupción empleado por D. Álvaro de Luna durante su larga privanza, todo conspiró a empobrecer al Rey y a hundir a los pecheros en tan extrema necesidad, que no era posible servirse de sus haciendas.

Las Cortes de Valladolid de 1447 pintan al desnudo el desorden que el Rey toleraba en la administración y cobranza de sus rentas y la miseria de los pueblos fatigados con la continua exacción de pedidos y monedas. En su afán de igualar «la data con la recepta», los procuradores suplicaron a D. Juan II que pusiese coto a su prodigalidad y mirase por su hacienda, acortando tan grandes gastos, y principalmente excusase «las ayudas de costa, e vestuarios, e mantenimientos, e ayudas de bodas, e salarios de pesquisidores e otras muchas cosas extraordinarias» que cada día se libraban168.

Toda la grandeza de Carlos V no impuso silencio a los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1523 que censuraron, aunque blandamente, el gasto excesivo de la Casa Real en oficios, raciones y plato, además de las «inmensas pensiones» que daba. Comparaban el fausto y ostentación de la corte del Emperador con la vida modesta y sencilla de los Reyes Católicos, y se dolían de que tan pronto se hubiesen olvidado las buenas costumbres de la Casa de Castilla169.

Solían los procuradores imponer condiciones al otorgar el servicio, lo cual era un modo de limitar la facultad que tenía el Rey de aplicar el rendimiento de los pedidos y monedas. Esta intervención de las Cortes iba acompañada de cautelas tales, que los Reyes pudieron con razón ofenderse de la poca confianza con que eran acogidas sus promesas más solemnes.

Don Juan I empeñó su palabra y fe real en las Cortes de Palencia de 1388 de no tornar cantidad alguna del servicio que le otorgaron para pagar su deuda al Duque de Alencastre, pues toda, según la voluntad de los procuradores, se debía invertir en aquel menester170. En las de Valladolid de 1411 juraron la Reina Doña Catalina y el Infante D. Fernando, tutores de D. Juan II, que los 48 cuentos que les habían concedido «no se despendiesen salvo en la guerra de los Moros171».

Los procuradores a las Cortes de Medina del Campo de 1418 acordaron servir a D. Juan II con doce monedas, obligándose el Rey y los de su Consejo con juramento «a que este dinero no se gastase en ál, salvo en la armada para ayudar al Rey de Francia»172; y en las de Palenzuela de 1425 pusieron por condición que se depositasen en dos personas los 38 cuentos de mrs. otorgados, que de ellos no se tomase cosa alguna sino para la guerra de los Moros u otra grande necesidad, y que el Rey y los de su Consejo así lo prometiesen y jurasen, como lo hicieron173.

Si cerrásemos aquí este capítulo, diría el lector que seguramente los siglos XIV y XV son la edad de oro de las libertades de Castilla, pues siendo la concesión del servicio la primera y principal entre todas, se hallaba bien amparada y defendida con la eficaz intervención de las Cortes. Sin embargo, las apariencias distan mucho de la realidad; y si la historia ha de ser el espejo de los tiempos pasados, debe referir lo bueno y no ocultar lo malo de la vida humana, imitando a la pintura que traslada al lienzo la luz y las sombras.

Si hay ejemplos de la varonil entereza de los procuradores llamados para otorgar los servicios, también los hay de indiscreción o debilidad que no siempre admiten disculpa. Los Reyes solían excederse al mandar a los procuradores que les concediesen el servicio, y los procuradores cedían, «pues al fin era forzado de se hacer lo quel Rey mandase»174. Otras veces consintieron la exacción de tributos sin llamar a Cortes por evitar a las ciudades y villas la costa de enviar procuradores175.

Rayó su mansedumbre en humildad, cuando a la demanda de un nuevo servicio, respondieron muy graciosamente a D. Juan II en Salamanca el año 1430, «que todo se haría como su merced mandase, ofreciendo a las cibdades e villas que los habían enviado, o quanto en el mundo tenían», sin prorrumpir en una queja contra la mala gobernación del Rey y el desorden de su hacienda176. Estaba el reino asolado a causa de la guerra con los Reyes de Aragón y Navarra y de la discordia civil que atizaban los Infantes D. Enrique y D. Pedro: gemían los pueblos oprimidos con la carga de los tributos y empréstitos forzosos: menudeaban las exacciones violentas, las injusticias y los cohechos, y con todo eso otorgaron aquellos procuradores 45 cuentos de mrs. sin que un grito de dolor o una palabra de censura hubiesen salido de sus labios.

Yo hacemos memoria de Rey alguno que haya puesto en duda el principio de la concesión del servicio por las Cortes; pero en cambio discurrieron diferentes medios más o menos ingeniosos de eludir el precepto legal.

Estrechado Enrique II por la necesidad de pagar una suma muy crecida a Beltrán Claquin que le ayudó a conquistar el trono, y no bastándole las rentas ordinarias de la corona ni los cuantiosos servicios otorgados por las Cortes, resolvió pedir al reino un empréstito general. Los procuradores a las de Burgos de 1373 le hicieron presente que con esto había quebrantado los privilegios de los hijosdalgo, caballeros, escuderos, dueñas y doncellas que no tenían obligación de pechar; a lo cual respondió el Rey «que el emprestado non es pecho, ca todo ome es tenudo de emprestar, e demás que gelo han de pagar, e por esto más se quebrantan sus privillegios»177.

También D. Juan I hubo de acudir a un empréstito para pagar la deuda contraída con el Duque de Alencastre; pero las Cortes de Palencia de 1388, considerando que era pecho, le impusieron la condición de guardar su franqueza a los caballeros, escuderos, dueñas, doncellas e hijosdalgo de solar conocido, «et que es notorio que son fijosdalgo»178.

Las Cortes de Madrid de 1391 y 1393 igualaron el empréstito con el pecho para el efecto de requerir el consentimiento de los procuradores179. Sin embargo, D. Juan II mandó tomar alguna plata de las iglesias y monasterios por via de préstamo «con intención de ge la tornar»; pero ni la volvió a los templos despojados de las cosas dadas a Dios e deputadas para su servicio», ni se ablandó su corazón a «las muy grandes quejas e sentimientos por las premias» que hizo a los prelados remisos en acudir al socorro de sus necesidades.

Con más rigor todavía trató el Rey a las ciudades y villas a las que demandó empréstitos; facultad no disputada por los procuradores a las Cortes de Burgos de 1430, pues se limitaron a pedirle que enviase tales personas que tratasen benignamente a los pueblos y evitasen las prisiones y los escándalos180. Tampoco reclamaron contra el abuso de exigir dinero a título de préstamo a los particulares, lo cual, en materia de tributos, es lo sumo de lo arbitrario181.

Si mal parada quedó la prerrogativa de las Cortes de otorgar los servicios con haber prevalecido la opinión que el empréstito forzoso no es pecho, peor librada salió de la tolerancia del mismo D. Juan II con sus contadores y oficiales, a quienes acusaron los procuradores en las Cortes de Valladolid de 1447 de haber repartido mayores cuantías que las otorgadas, lo cual (dijeron al Rey) «ellos non podían nin debían facer, nin es vuestro servicio182». El agravio era notorio, y cabe sospechar que D. Juan II lo autorizaba o consentía, pues consta del cuaderno de las Cortes siguientes de Valladolid de 1451 que mandaba añadir leyes y condiciones a lo consentido y acordado por los procuradores en perjuicio de los pueblos183.

Las alcabalas otorgadas al Rey Alfonso XI por las de Burgos y León de 1342, por tiempo cierto durante la guerra de los Moros «¿no se perpetuaron sin la aprobación de las Cortes? ¿No dejó ordenado Isabel la Católica en su codicilo que sus sucesores juntasen luego Cortes para ver y determinar si la imposición fue temporal o perpetua, si hubo libre consentimiento de los pueblos, y si se pudieron perpetuar como tributo justo y ordinario? Pues nada de esto se hizo, y los Reyes de España continuaron cobrando la renta de la alcabala sin el menor escrúpulo acerca de la legitimidad del título en virtud del cual la llevaban184.

Carlos V prometió en las Cortes de Toledo de 1525 no demandar servicio alguno salvo con justa causa y en Cortes, o por mejor decir, confirmó lo prometido en las de Valladolid de 1523185. En efecto, no tomó ningún servicio que no le fuese otorgado por los procuradores; pero aumentó con sus guerras por la gloria del Imperio las necesidades, empeñó las rentas de la corona, enajenó otras, impuso nuevos tributos, inventó los estancos, y, en fin, cedió a D. Juan II de Portugal por la suma de 350.000 ducados las islas de la Especería o las Molucas contra la ley hecha por D. Juan II en las Cortes de Valladolid de 1442, cuya fiel observancia había jurado el Emperador en las de Valladolid de 1518, burlando las esperanzas y deseos de los procuradores a las de Madrid de 1528186.

Felipe II siguió las pisadas del Emperador. Ni una sola vez durante su largo reinado dejó de cumplir la formalidad de obtener el consentimiento de las Cortes para cobrar los servicios ordinario y extraordinario; mas tampoco dejó de crear arbitrios a su voluntad. Los procuradores le recordaron en varias ocasiones que, según las leyes del reino, no se podían establecer nuevas rentas, pechos, monedas ni otros tributos, ni aumentar los antiguos particular ni generalmente sin la asistencia de las Cortes, y siempre se excusó con la necesidad.

Felipe II, disimulado y artificioso, prefirió usar de medios indirectos, que sangran la vena de la riqueza pública con menos dolor del contribuyente. Además de repartir por razón del servicio mayor suma de la otorgada por los procuradores, estancó varios mantenimientos y mercaderías, cargó nuevos derechos de almojarifazgo, aumentó los ya cargados en la sal, las lanas, los naipes y labor de la moneda, estableció aduanas en los puertos en donde no las había, vendió cartas de hidalguía a quien quiso comprarlas, creó oficios perpetuos con voto en los cabildos y ayuntamientos para sacar dinero, agravó las rentas antiguas, y en fin, oprimió a los pueblos con toda suerte de arbitrios y de imposiciones no acostumbradas187.

Tal fue la política de los demás Reyes de la Casa de Austria, mientras no se desvaneció la sombra de las Cortes en el reinado de Carlos II. Las últimas convocadas para conceder el servicio en la forma ordinaria se celebraron en Madrid el año 1660. Los tributos y gabelas que se inventaron o aumentaron en el siglo XVII fuera de Cortes, no tienen número; y er. esto vino a parar la libertad, escudo de todas las libertades de Castilla, que consistía en no deber a los Reyes pechos desaforados, es decir, no consentidos por el reino.

Aunque se dijo y repitió que no se podían exigir pechos ni servicios que no fuesen otorgados por las Cortes, o sea por los tres estados del reino, es lo cierto que solamente a los procuradores de las ciudades, villas y lugares en donde habitaban los pecheros, pertenecía hacer la concesión. Esto explica porque algunas veces se celebraron Cortes sólo con procuradores188.

La nobleza no los otorgaba, porque no pechar era un privilegio de la hidalguía. Por una excepción a que obligaba la necesidad, concedieron las Cortes generales de Bribiesca de 1387 a D. Juan I un servicio extraordinario del cual nadie fue excusado; y a pesar de haberlo consentido los ricos hombres, caballeros y escuderos allí presentes, fueron tantas las quejas de los hijosdalgo, que «ovo el Rey de catar otra manera de cobrar la quantía que avía a pagar al Duque de Alencastre»189.

Tampoco el clero intervenía en el otorgamiento de los servicios, salvo cuando el pecho era general, pues la Iglesia gozaba de inmunidad en razón de sus bienes en virtud de antiguos ordenamientos hechos en Cortes, de las leyes de las Partidas y de la que dio D. Juan I en Guadalajara el año 1390, que empieza: «Esentos deben ser los sacerdotes e ministros de la Iglesia entre toda la otra gente, de todo tributo segund derecho»190.

Los prelados que concurrieron a las Cortes de Toledo de 1406, dijeron que no estaban obligados a contribuir para la guerra contra los Moros; a lo cual replicaron los procuradores que, pues la guerra se hacía a los infieles, no solamente debían contribuir, mas poner las manos en ello, «e así se hallará, si leer querrán las historias antiguas, que los buenos perlados, no solamente sirvieron a los reyes en las guerras que contra los moros hacían, mas pusieron ende las manos, e hicieron la guerra como esforzados y leales caballeros»191. No declara la Crónica si los prelados se dejaron convencer de su error; pero sí consta que otorgaron al Rey 45 cuentos los procuradores.

El examen de los cuadernos de las Cortes celebradas en toda la edad media no arroja ninguna luz acerca de la cantidad y duración del servicio como práctica generalmente recibida y observada por el tiempo necesario para adquirir la fuerza de una costumbre digna de respeto. Los procuradores a las de Palencia de 1388 concedieron a D. Juan I la alcabala de un dinero por mr. con destino a la guerra de Portugal durante dos años; y en las de Madrid de 1391 otorgaron a D. Enrique III la alcabala de tres meajas de cada mr., y además cinco monedas por aquel año192. En resolución las Cortes socorrían al Rey cuando no bastaban las rentas ordinarias para los gastos extraordinarios que sobrevenían, como bulas de dispensación, pago de deudas crecidas, dote de las infantas, aprestos de guerra y otros semejantes, y la suma era proporcionada a las necesidades y obligaciones del monarca y a la posibilidad del estado general.

Las Cortes de Burgos de 1512 otorgaron al Rey Católico 150 cuentos de mrs., lo mismo que las siguientes de 1515. Igual servicio concedieron a Carlos V las de Valladolid de 1518 con la condición de repartirlo en tres años. Las de Santiago y la Coruña de 1520 lo prorrogaron por otros tres, y esta es la razón porque el Emperador, y después de sus días Felipe II, cuidaron de convocar las Cortes cada trienio.

Dice Cabrera de Córdoba que «los procuradores de Cortes (1599) han concedido a S. M. el servicio ordinario, que son 150 cuentos y otros 150 cuentos para los chapines de la Reina»; y en otra parte: «Dentro de dos días después (1602) le concedieron el servicio ordinario, que son 150 cuentos que se pagan de tres en tres años dejando para después el concederle el extraordinario, que es la mitad»193.

Todo induce a suponer que el autor de las Relaciones escribió como testigo de vista bien informado, y todo persuade que la suma de 150 cuentos de mrs., fijada por las Cortes de Burgos en 1512 no tuvo aumento ni disminución, por lo menos hasta el año 1602, convertida en servicio ordinario.

Y sin embargo es forzoso rendirse a la evidencia. Las de Madrid de 1563 otorgaron a Felipe II un servicio ordinario de 304 cuentos y 150 de servicio extraordinario, y todas las siguientes basta las de 1586 a 1588 inclusive, concedieron el uno y el otro en la forma acostumbrada194.

Descontados cuatro cuentos de que el Rey hacía merced al reino para gastos de Cortes y salarios de los procuradores, resulta que la suma del servicio ordinario se elevó al doble en el siglo XVI, y se añadió el extraordinario, que importaba justamente la mitad; por manera que en vez de pagar los pueblos 50 cuentos, pagaban 150 cada año.

Muy reñida contienda se promovió en las Cortes de Santiago y la Coruña, de 1520 sobre si debía otorgarse el servicio antes o después que el Emperador respondiese a los capítulos generales y particulares de las ciudades.

Decían los procuradores que otorgado el servicio se alzarían las Cortes, y quedarían, como otras veces, muchas cosas importantes y aun necesarias al Gobierno y la justicia por proveer y despachar, y se defendían con las instrucciones que limitaban sus poderes. Carlos V alegaba lo que siempre se había hecho con los Reyes sus antepasados, la preeminencia Real, la seguridad de que daría cumplida respuesta a los capítulos y memoriales de las ciudades, y en fin, se oponía resueltamente a toda novedad contraria a la costumbre de Cortes.

Prevaleció la voluntad del Emperador; y aunque se renovó la cuestión en las de Valladolid de 1523 y Toledo de 1525, pasó primero el servicio, y quedó para después responder a las peticiones de los procuradores195. El resultado fue que los procuradores, cansados de esperar, «se iban con respuestas generales sin llevar conclusión de lo necesario»196. Lo mismo hizo Felipe II. En vano acordaban las Cortes los capítulos generales y particulares; en vano instaban los procuradores para que el Rey se dignase verlos y tomar alguna resolución en negocios de tanto interés para el bien universal de sus reinos. Otorgado el servicio, no importaba la tardanza, y acontecía juntarse nuevas Cortes sin haber el Rey respondido a los presentados en las anteriores.

Sin duda fue costumbre antigua conceder el servicio antes de responder a las peticiones de los procuradores. Nada turbó esta confianza de las Cortes en el Rey y del Rey en las Cortes hasta las de Valladolid de 1447, en las cuales dijeron los procuradores a D. Juan II «que lo pluguiese non demandar ningunas cuantías de mrs. con que le sirviesen fasta tanto que primeramente a vuestra alteza por nosotros fuesen esplicadas e relatadas, e por ella vistas o puestas en ejecución algunas cosas que por solo acatamiento de su servicio o bien e pro común de sus reinos le entendemos pedir e suplicar».

Este único precedente no bastaba para dirimir en favor de los procuradores su viva controversia con Carlos V. Toda la razón estaba de parte del Emperador, cuando sostenía que el otorgamiento del servicio debía preceder al despacho de los capítulos generales y particulares de las ciudades, fundado en el ejemplo de los Reyes sus predecesores, y en la costumbre establecida, según el modo de proceder en las Cortes pasadas. El temor de los procuradores era justo, como luego lo acreditó una triste experiencia; pero había sonado la hora de las grandes monarquías y del poderío real absoluto de los monarcas.

Las Cortes, concedido el servicio ordinario y extraordinario, suplicaban humildemente al Rey que les hiciese la merced de responder a sus peticiones. Don Carlos y Doña Juana, en las Cortes de Toledo de 1525, otorgaron a suplicación de los procuradores que, antes de acabarse las pendientes, mandasen responder a todos los capítulos generales y particulares que por el reino les fueren dados197. Este ordenamiento dio origen a la ley, en la cual dijeron «somos tenudos de oír benignamente a los procuradores y recebir sus peticiones, así generales como especiales, y les responderá ellas y las cumplir de justicia antes que las Cortes se acaben»198.

Más tarde insistir los procuradores en que el Rey respondiese a los capítulos y memoriales de las ciudades, pareció importunidad. En las de Madrid de 1579, suplicaron que, pues daban sus capítulos habiendo precedido trato y comunicación particular sobre cada uno de ellos y gastado mucho tiempo y trabajo en su conferencia y ordenación, y en limarlos y reducirlos solamente a lo necesario, fuese Su Majestad servido de mandar que a los presentados y a los que en adelante se presentaren, se respondiese antes que las Cortes se disolviesen, porque de ordinario se dejaban de proveer casi todos, y venía a no ser de efecto la ocupación y trabajo que el reino tomaba, y a quedar sin remedio muchas cosas que lo habían menester. A tan justa petición dio Felipe II la vaga respuesta que procuraría satisfacer los deseos del reino en todo lo que hubiere lugar199.

Cobraron los procuradores el servicio, primero por costumbre autorizada por el Rey Católico en las Cortes de Burgos de 1512 y 1515, confirmada por Carlos V en las de Valladolid de 1518, Toledo de 1525 y Segovia de 1532, y al fin incorporada como ley del reino en la Recopilación200. Cada procurador tomaba a su cargo la receptoría de las ciudades, villas y lugares comprendidos en las provincias o partidos en cuyo nombre había otorgado el servicio. La ley recopilada disponía que las receptorías del servicio se diesen a los procuradores de Cortes «en que el servicio se ficiera y no a otra persona alguna»201.

No se cumplió la ley con fidelidad escrupulosa, pues en las de Madrid de 1566 se registra una petición para que se den enteramente a los procuradores las receptorías del servicio por quien hablan, a lo cual respondió Felipe II que «cerca de algunas receptorías que tienen otras personas o están en otra forma proveídas», mandaría que se viese luego para determinar lo que fuere justo202. Estéril promesa, porque Felipe II, que enajenaba todos los oficios públicos que podía para allegar dinero, había ya vendido a la sazón veintiuna receptorías que, en rigor, eran propiedad del reino203. Renovada la petición para que se cumpliese la ley ya recopilada en las Cortes de Valladolid de 1602, ni fueron restituidas al reino las de Toledo, Salamanca, Zamora y otras ciudades que habían sido desmembradas, ni se dio satisfacción a la queja de los procuradores204.

Dar las receptorías a los procuradores en cambio de la ventaja de evitar los agravios que hacían a los pueblos otras personas cualesquiera encargadas de cobrar el servicio, según dijeron en las Cortes de Toledo de 1525, ofrecía varios inconvenientes que no deben pasar inadvertidos.

Los procuradores no decían toda la verdad. Callaban que, al obtener las deseadas receptorías, recibían una merced codiciada de otros, pues se compraban. Con esto dependían de los contadores mayores, es decir, del Rey, en los negocios relativos a la cobranza del servicio tales como esperas de pago, cuentas y finiquitos. Despacharlos pronto o despacio, bien o mal, apremiarlos o despedirlos eran medios de coartar su libertad en la concesión del servicio. Harto pesaba sobre su conciencia la autoridad de monarcas tan poderosos como Carlos V y Felipe II, sin que las receptorías los obligasen a mostrarse cada vez más sumisos y complacientes.




ArribaAbajoCapítulo XII

Privilegios de la procuración y mercedes a los procuradores


No ha sido justa la posteridad con D. Fernando IV a quien todavía el vulgo apellida el Emplazado. Este Rey, digno de mejor fama, fue amigo verdadero de las Cortes. Los concejos lo sostuvieron en el trono, y sea virtud, o sea política, les pagó el servicio favoreciendo la causa del estado llano.

A D. Fernando IV pertenece la gloria de haber dado el primer ordenamiento para que no se impusiesen pechos desaforados, es decir, no consentidos por los hombres buenos; y él fue también autor de otro ordenamiento hecho en las Cortes de Medina del Campo de 1302, en el cual otorgó que los «omes buenos vengan seguros a las Cortes, e que les den posadas en las villas»205; y todavía dispensó un grado más alto de protección a los personeros de los concejos en las de Medina del Campo de 1305, al mandar que, cuando fuesen a él, gozasen de completa seguridad en sus personas y en lo que llevaren, así en la venida como en la morada y en la ida desde que saliesen de sus casas hasta su vuelta a ellas; e «tenemos por bien (añadió) que qualquier o qualesquier que contra esto pasaren matando, o firiendo o en otra manera cualquier, que muera por ello»206.

Este privilegio de los procuradores que hoy parecerá extraño, porque la seguridad de las personas y de los bienes es la ley común, debió estimarse en mucho en aquel tiempo de rudas costumbres y de discordia civil, cuando los viajantes corrían grandes peligros en los caminos y despoblados infestados de malhechores a quienes no alcanzaba el rigor de la justicia. La prueba más clara de su valor es que la hermandad de Carrión lo incluyó en su cuaderno aprobado en las Cortes celebradas en dicha villa el año 1317207.

Todavía fue más generoso el Rey D. Pedro, que en las de Valladolid de 1351, no solamente confirmó, pero también amplió las garantías otorgadas a los procuradores, prohibiendo que «sean demandados nin presos fasta que sean tornados a sus tierras, salvo por los mis derechos (dijo) o por maleficios o contractos, si algunos aquí fecieren en la mi corte»; y en otra parte: «salvo por las mis rentas e pechos e derechos, o por maleficios o contractos, si aquí en la mi corte algunos ficieron desque aquí vinieron, o si fue dada sentencia contra alguno en pleito criminal»208.

Nada más justo que ofrecer completa seguridad a los procuradores para que pudiesen ejercer libremente su mandato. La ley los defendía de sus enemigos y aun de sus legítimos acreedores hasta que, cumplido su deber, volvían a sus casas. La inmunidad de los procuradores, tal como era, denota que en el siglo XIV florecían las libertades públicas, sin que a los Reyes se les hubiese aún ocurrido el mal pensamiento de levantar la monarquía a mayor altura con menosprecio de las antiguas instituciones.

Renovada en las Cortes de Tordesillas de 1401 la petición para que los procuradores fuesen y tornasen salvos y seguros, y nadie se atreviese a prenderlos ni embargar sus bienes por deudas de los concejos cuyos poderes tenían, respondió D. Enrique III que «non sean prendados por debda del concejo; mas si la debda fuese suya propia, que lo pague, o envíen procurador que no deba debda alguna»209.

Parece que el ordenamiento hecho en las Cortes de Valladolid de 1351 había caído en desuso, pues se renueva la petición. Don Enrique III, naturalmente inclinado a la severidad, pudo abrigar la intención de cercenar el privilegio de los procuradores, posponiendo su inmunidad al amor de la justicia igual para todos, según las palabras «si la debda fuese suya propia»; pero sea como quiera, la ley de Valladolid halló cabida en la Recopilación210.

Pasaron dos siglos sin que se volviese a tratar en las Cortes de la inmunidad de los procuradores, hasta que en las de Valladolid de 1602 y Madrid de 1607 se reprodujo con alguna variedad la ya olvidada petición.

En aquellas suplicaron los procuradores a Felipe III que la ley que prohibía fuesen reconvenidos en juicio durante las Cortes y mientras el Rey no las disolviese, se extendiese a cualquier lugar en donde se hallasen, en tanto que no cesasen en el ejercicio de la procuración; y en éstas dijeron que no pudiesen ser convenidos en vía ordinaria, ni en sus tierras ni en otra parte, salvo el caso de perderse la acción por tiempo, en el cual se permitiese contestar a la demanda, mas no proseguir el pleito211.

Daban por razón que estando en la corte no podían acudir fuera de ella a seguir los que les moviesen durante la procuración; pero el Rey no la estimó bastante poderosa para hacer novedad.

La ley de Valladolid tenía por objeto ofrecer a los procuradores garantías de independencia en el uso de su mandato, dándoles la seguridad de no ser molestados en su persona y hacienda por causa de contrato o delito mientras no volviesen a sus hogares, y perdido su carácter público no entrasen de nuevo en la vida privada. Había en la ley algo parecido a la inviolabilidad de nuestros diputados a Cortes, por lo menos en cuanto al principio en que se fundaba. Las peticiones dadas a Felipe III significaban una excepción del derecho común en favor de los procuradores limitada a lo civil, quedando expedita la acción de la justicia en cuanto a lo criminal; y esto basta para probar que ningún pensamiento de restauración política turbó la serenidad de aquellas Cortes.

Mandó D. Juan I «dar posadas convenibles e barrio apartado» a todos los procuradores que fueren llamados a celebrar Cortes. Este ordenamiento hecho en las de Burgos de 1379 extendió a los procuradores la merced del hospedaje de que participaban los del Consejo y otras personas del séquito o comitiva del Rey, cuando la corte mudaba de asiento. En el Libro de las Partidas se consigna la obligación que los pueblos tenían de dar posadas al Rey y a los de su compaña212.

Al ordenamiento de Burgos aluden los árbitros para componer las diferencias entre D. Enrique IV y los alterados, en el compromiso de Medina del Campo de 1465; bien que hayan cometido el error de atribuir al Rey D. Enrique el Viejo una ley dada después de su muerte213. Como quiera, reclamaron su observancia, lo cual prueba que no se cumplía.

Debió continuar el desuso, a juzgar por la petición hecha a Carlos V en las Cortes de Toledo de 1525 para que fuesen bien aposentadas las personas de los procuradores, sus criados y cabalgaduras, a lo cual respondió el Emperador que «serán bien tratados y aposentados», cuya benigna respuesta se halla entre las leyes recopiladas y publicadas por la primera vez en 1567 de orden de Felipe II214.

También esta nueva ley fue letra muerta o poco menos, pues los procuradores a las Cortes generales celebradas en Valladolid el año de 1602, se quejaron a Felipe III de la mucha costa que se les seguía de no tener casa en que vivir. Por la carestía de los tiempos había subido con exceso el precio de las casas de la corte; y aunque solían dar a los procuradores 150 ó 200 ducados para aposento, montaba el alquiler más de otro tanto. El Rey se disculpó con el tiempo y las ocasiones, y ofreció «tener cuenta de hacer con los procuradores lo que fuere razón»215. Como nada se hizo, la ley de Toledo dio escaso fruto, y los procuradores se vieron obligados a pagar, sino el todo, la mayor parte del alquiler de sus casas, si querían estar alojados conforme a su calidad y familia.

Además de los privilegios inherentes a la procuración, recibían los procuradores cuantiosas mercedes generales y especiales de la mano de los Reyes, agradecidos a la buena voluntad con que les otorgaban el servicio.

En las Cortes de Valladolid de 1506 suplicaron a D. Felipe y Doña Juana que los oficios públicos de las ciudades y las villas, vacantes por muerte de los procuradores que los tenían, se diesen a alguno de sus hijos o nietos, y no los habiendo, al heredero; petición despachada favorablemente por aquella sola vez, y no por vía de regla general216.

Alentados con esta merced, se atrevieron a rogar a Carlos V en las de Valladolid de 1518 que les concediese licencia y facultad para renunciar los que tenían de por vida en quien quisiesen y por bien tuviesen, con dispensa de la ley de Toledo que declaraba nula toda renuncia de oficio concejil en el artículo de la muerte, o dentro de los veinte días anteriores a la defunción217.

La petición traspasaba los límites de la modestia, y sin embargo halló gracia ante Carlos V, porque era costumbre hacer mercedes extraordinarias a los procuradores cuando se juntaban las Cortes para recibir el juramento del nuevo Rey, o prestarlo al inmediato sucesor218.

No hubo semejante motivo en las de Santiago y la Coruña de 1520, en las cuales se repitió la merced; y aunque el Emperador dio por pretexto de su generosidad el trabajo de los procuradores en andar tan largo camino, bien se trasluce la intención de premiar el celo de los que le otorgaron el disputado y aborrecido servicio a riesgo de sus vidas219.

Lograron asimismo los procuradores que las mercedes que los Reyes les hiciesen fuesen irrevocables; y todavía suplicaron a Carlos V que no se pudiesen revocar las hechas en Cortes por los Reyes Católicos y el Rey D. Felipe. En efecto, Carlos V prometió respetar las gracias y facultades concedidas por los Reyes Católicos a los procuradores de Cortes, para que pudiesen renunciar sus oficios cuando fueron jurados por Príncipes D. Felipe y Doña Juana, y las que éstos dispensaron cuando fueron recibidos por Reyes. También prometió guardar inviolablemente las que hiciere a los procuradores que le juraron por Rey en las Cortes de Valladolid de 1518, sin obligarse a más220.

Era otra merced general librar a los procuradores de las ciudades, villas y lugares presentes en las Cortes el cuaderno de las peticiones y respuestas quitos de Chancillería, es decir, libres de los derechos de sello que al canciller y otros oficiales se pagaban. Empezaron a gozar de esta franqueza en las de Madrid de 1339, y desde entonces, si no siempre, casi siempre les fue reconocida.

En las de Burgos de 1512 solicitaron la exención de los derechos que los contadores mayores les llevaban cuando daban las cuentas de sus receptorías; pero el Rey Católico mandó guardar la costumbre «que se ha tenido quando ovo semejante servicio»221. Mejor acogida la petición por Carlos V en las Cortes de Valladolid de 1518, fueron dispensados de pagar derechos en razón de los finiquitos222.

En pos de las mercedes generales limitadas por la severidad de los Reyes Católicos, vinieron las especiales, al principio pocas, y luego tantas, que hubieron de parecer escandalosas. Todavía resistió Carlos V a la importunidad de los procuradores, que le suplicaron en las mismas Cortes de Valladolid de 1518 hiciese merced a algunos de ellos de recibirlos en su Real Casa en el estado de gentiles hombres223; pero depuso todo escrúpulo en las de Santiago y la Coruña de 1520 al instar a los procuradores por que le otorgasen aquel servicio con liberalidad y presteza, ofreciendo «tener memoria de ello perpetuamente, para lo reconoscer siempre en general y particular»; y la tuvo, pues antes de su partida distribuyó entre los grandes y los procuradores cédulas de merced por valor de muchos ducados. Esta intempestiva liberalidad pareció corrupción a los comuneros, que pidieron al Emperador les otorgase con otros capítulos de reforma «que los procuradores no puedan haber receptoría por sí ni por interpósita persona, por ninguna causa ni color que sea, ni recibir merced de los Reyes de cualquier calidad que sea, para sí ni para sus mujeres, hijos ni parientes, so pena de muerte y perdimiento de bienes porque estando libres de codicia y sin esperanza de recibir merced alguna, entenderán mejor lo que fuere servicio de Dios y de su Rey y bien público, y en lo que por sus ciudades y villas les fuere cometido»224.

No eran infundados los temores de los comuneros, sino justos recelos de que el abuso de las mercedes a los procuradores anulase el poder de las Cortes, y reducidas a la obediencia de los Reyes pereciesen las libertades de Castilla. Así fue, y la prueba más clara del peligro que corrían es que las mercedes crecieron en proporción que las Cortes avanzaron en el camino de la decadencia.

Fenecidas en 1575 las Cortes que empezaron en Madrid el año 1573, Felipe II repartió entre veinte y seis procuradores 1.080000 mrs. en mercedes de por vida, y además dos hábitos de Santiago en premio de su lealtad y servicios. A unos cupieron 70.000 mrs. de renta, librados cada año en las del Reino; a otros 50, 40 ó 30, y el que menos sacó de la procuración 20.000225.

Seamos indulgentes con nuestros antepasados, si queremos que el juicio de la posteridad no sea demasiado severo con nosotros. Había procuradores tan escasos de bienes de fortuna, que solicitaban empleos en la Casa Real, y cuando no, licencia para vivir con señores, pues les estaba prohibido. Las Cortes duraban dos, tres o más años, los salarios de la procuración eran pequeños e inciertos, y todo modesto patrimonio, al cabo de tan largo tiempo se gastaba y consumía.

Por otra parte, conceder al Rey lo que pedía, era servirle como fiel vasallo, y el Rey, concluidas las Cortes, hallaba justo premiar al procurador solícito por su servicio.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Declinación de las cortes


Muchas y muy diferentes causas contribuyeron a la decadencia y completa ruina de las antiguas Cortes de León y Castilla. Entre estas causas hay unas que pertenecen a la historia general de España, y otras a la particular de nuestro derecho público. Las primeras se adivinan por su relación con las segundas.

A tiempo que subieron al trono los Reyes Católicos, todo conspiraba a levantar una grande monarquía. La nobleza castellana, tan altiva y orgullosa durante la edad media, rudamente castigada por Alfonso XI y el Rey D. Pedro, herida de muerte por Enrique II y Juan II, atentos a fortalecer la justicia, reprimida con mano dura por Enrique III, insolente y revoltosa en los reinados de Juan II y Enrique IV, estaba quebrantada como poder del Estado, desde, que el régimen feudal le negó las fuerzas necesarias para defender su predominio.

Poco a poco la fue reemplazando en las altas esferas del gobierno la milicia togada, compuesta de letrados que penetraron en el Consejo de los Reyes, en las Audiencias y Chancillerías; hombres modestos y sencillos, versados en el Derecho Romano y en el Canónico, intérpretes de la ley, e inclinados por la índole de sus estudios a robustecer el principio de autoridad, porque las Pandectas y las Decretales eran los libros que más habían contribuido a formar su espíritu y apasionarle por la unidad en la monarquía, a semejanza de la unidad en el Imperio y el Pontificado.

Los concejos, florecientes en el siglo XIII, de tal suerte abusaron de su libertad, que degeneró en licencia intolerable. Los vecinos y moradores de las ciudades y las villas principales del reino se dividieron en bandos que se disputaban con las armas el gobierno municipal. Cada elección era un tumulto, y cada cabildo un rebato. Nadie obedecía la ley, ni guardaba respeto a los magistrados populares. Alfonso XI, Rey justiciero, castigó algunas ciudades reemplazando los alcaldes, regidores y jurados electivos con otros a su voluntad; y para extirpar de raíz los abusos, instituyó los corregidores, ministros de la justicia, y autoridades superiores a los concejos en todo lo perteneciente al gobierno de los pueblos.

En esta política de someter los concejos a severa disciplina perseveraron los sucesores de Alfonso XI, y singularmente Enrique III, Juan II y los Reyes Católicos, que en 1480 acordaron enviar corregidores a las ciudades y villas en donde no los había, cumpliendo una ley política que el buen sentido dicta a los monarcas, a saber, la ubicuidad de su presencia por medio de la delegación.

Así como la decadencia del régimen feudal fue minando poco a poco el poder de la nobleza, así también la debilidad de los concejos se comunicó a las Cortes, cuya vida era la vida de las libertades municipales.

Dejaron los concejos de ser libres de elegir sus procuradores, de otorgarles sus poderes y darles sus instrucciones. Ni aun les fue permitido corresponderse con las ciudades y las villas sin licencia del Rey. En resolución, los procuradores servían al Rey como buenos vasallos en las Cortes, y no a las ciudades y villas que los enviaban.

La unión de las coronas de Castilla y Aragón, la conquista de Granada, el descubrimiento del Nuevo Mundo, la incorporación de Navarra, del Rosellón y la Cerdaña, de Nápoles y Sicilia, todo formaba de España bajo el cetro de los Reyes Católicos una de las monarquías más poderosas de la tierra. Carlos V dilató sus dominios con la agregación de los estados de Flandes y el Bravante, la conquista de Méjico y el Perú, y con haberse ceñido la corona del Imperio de Alemania que le abrió las puertas de la Lombardía. Reinó Felipe II en España y Portugal, en los Países-Bajos, en una gran parte de Italia, en una multitud de islas esparcidas por el Océano y el Mediterráneo y en la inmensidad de las Indias.

La grandeza de la monarquía española en el siglo XVI, compuesta de tanta diversidad de estados y provincias sin coherencia, clamaba por un poder central enérgico y activo que velase por la defensa de un territorio tan extenso y mal trabado, y emplease la política o la fuerza, según los casos, para conservarlo unido.

La diplomacia requería un gobierno dueño de sus movimientos, y la guerra pedía una potestad ilimitada, a fin de levantar ejércitos, salir a campaña con presteza y medir las armas con habilidad y fortuna.

Fue natural consecuencia de esta libertad de acción, que los monarcas más poderosos de Europa en los siglos XVI y XVII se esforzaron a sacudir el yugo de las Cortes o Parlamentos en materia de tributos, cuyas facultades recogió el cuerpo de la magistratura representada en España por los Consejos.

«Hacían de república el gobierno de monarquía real los ministros absolutos, y más los profesores de letras legales, en quienes estaba la universal distribución de la justicia, policía, mercedes, honras, cargas, en el colmo de poder y autoridad, entonces grandes dificultadores de lo político, en lo que se pretendía hacer sin escrúpulo, demasiadamente (aun en casos de necesidad) ceñidos con la letra de las leyes, y por costumbre y posesión tenían por yerro todo lo que no hacían o mandaban ellos»226.

Además de estas causas generales, otras particulares a España concurrieron a transformar la antigua monarquía de Castilla, templada durante la edad media con la participación en el poder de los tres estados del reino.

La prematura muerte del príncipe D. Juan, primogénito de los Reyes Católicos, ocurrida el año 1497, cortó la sucesión de los Reyes nacidos y criados en Castilla, en quienes por naturaleza o por hábito se reflejaba el carácter nacional. Poca huella dejó el breve reinado de Felipe I, marido de Doña Juana; pero su hijo Carlos V la imprimió muy honda. Vino a España en 1517, rodeado de ministros y consejeros flamencos, tan ignorante de las leyes, usos y costumbres de Castilla, que los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1518, hubieron de suplicarle les hiciese la merced de hablar castellano227.

En estas mismas Cortes (las primeras que celebró Carlos V) estalló la discordia entre los naturales y los extranjeros. El doctor Zumel, procurador de Burgos, celoso defensor de las libertades de Castilla, fue amenazado con la pena de muerte y perdimiento de bienes por el desacato de resistirse, e inducir a otros procuradores a que se resistiesen a prestar el juramento de fidelidad al Rey, si antes el Rey no juraba guardar las leyes, privilegios, buenos usos y costumbres del reino. «También se platicó (dice Sandoval) de enviar a mandar a Burgos que enviase otro procurador a Cortes, y revocase el poder que tenía el Doctor.» Mediaron algunos del Consejo que lo tuvieron por inconveniente «pareciéndoles que sonaría mal en el reino, cuando se supiera la causa por que procuraban quitarle el poder»228.

No hay ejemplo en la historia de nuestras Cortes de que los Reyes hubiese maltratado, ni aun de palabra, a ningún procurador, salvo Mosén Diego de Valera que escribió una carta muy atrevida a Juan II, por lo cual «estuvo en gran peligro, e fue mandado que le non fuese librado ninguna cosa que del rey había, ni menos lo que se le debía de la procuración»229. Todavía existe una muy notable diferencia entre ambos casos, pues Diego de Valera incurrió en el enojo de Juan II por un acto extraño a las Cortes, y el Doctor Zumel recibió agravios de los ministros de Carlos V, que no respetaron en la persona ofendida la libertad del procurador.

Mayor fue el atentado que el Emperador cometió en las Cortes de Santiago y la Coruña de 1520, cuando dictó la fórmula de los poderes que debían otorgar a las ciudades, y mandó a los corregidores que no consintiesen otros. La fórmula excluía las instruciones que solían dar los concejos a sus procuradores, las limitaciones, las consultas en los casos imprevistos y dudosos, y, en fin, trasformaba el mandato imperativo en libre y absoluto.

A los procuradores de Salamanca que no quisieron prestar el juramento ordinario sin que primero respondiese el Emperador a los capítulos que de parte de su ciudad le habían suplicado, negaron la entrada en las Cortes. Por la misma causa salieron desterrados de Santino los de Toledo. Con esto quedaron reducidas a diez y seis las ciudades presentes, de las cuales solamente ocho y un procurador de Jaén concedieron el servicio. Si los de Toledo y Salamanca hubiesen sido admitidos, no habría alcanzado el Emperador tan mezquina victoria, ni tenido el Obispo de Badajoz ocasión de celebrarla diciendo que S. M. aceptaba de muy buena voluntad el que la mayor parte de las ciudades le habían fecho.

De estas Cortes partió la chispa que encendió la guerra de las Comunidades de Castilla. Los comuneros odiaban a los Flamencos, pretendían apartarlos del lado del Emperador a quien extraviaban con sus consejos, y se pusieron en armas por defender las libertades del reino. Casi todos los capítulos acordados por la Junta de Ávila en Tordesillas se fundan en antiguos ordenamientos de Cortes.

Juzgan mal a Juan de Padilla y sus compañeros de infortunio los escritores políticos que celebran su memoria como precursores y mártires de la libertad moderna. No; los comuneros fueron los conservadores de su tiempo. Las novedades venían de Chévres, Croy, Gatinara y otros ministros y privados del Emperador extranjeros.

En Villalar fueron vencidos los concejos. El alboroto de los pueblos durante el hervor de las Comunidades hizo comprender a Carlos V la necesidad de poner corregidores perpetuos en las ciudades y las villas, aunque no los pidiesen o los repugnasen. Habían los comuneros invocado las leyes del reino que encomendaban la administración de la justicia y el gobierno de las ciudades y las villas a sus alcaldes ordinarios. Los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1523 las recordaron; pero Carlos V perseveró en su política de enviar corregidores que representasen su persona y fuesen los instrumentos de su autoridad.

Pasaron algunos años tranquilos. De ordinario las Cortes se reunían de tres en tres para prorrogar el servicio. El lenguaje de los procuradores fue cada vez más respetuoso y casi humilde. Había gran descuido en ver determinar los capítulos generales y particulares de las ciudades. Los que se proveían no se guardaban, y los que se dejaban en suspenso hasta platicar con el Consejo, no merecían respuesta ni en las Cortes siguientes, ni en las otras, ni más tarde. En las de Segovia de 1532 suplicaron los procuradores al Emperador mandase que los capítulos contenidos en las Cortes de Valladolid de 1523, Toledo de 1525 y Madrid de 1528, se determinasen y cumpliesen por ser todos muy provechosos para estos reinos y buena gobernación de ellos230.

Las generales de Toledo de 1538 forman época en la historia. Concurrieron muchos prelados, grandes, señores y caballeros, además de los procuradores de las ciudades y villas acostumbradas. Reunidos los tres estados, hízose la proposición a nombre del Emperador, para que el reino concediese medios extraordinarios a fin de cumplir las obligaciones que imponían las necesidades de la guerra, apurados ya los recursos ordinarios.

Deseaba el Emperador que las Cortes le otorgasen un tributo nuevo, llamado la sisa, que debía alcanzar a todos. El estado eclesiástico se allanó con la condición que la sisa fuese temporal, moderada y en cosas limitadas, y precediese licencia y mandato de Su Santidad.

Los grandes y señores hallaron que la sisa era muy dañosa y perjudicial, y alegaron contra la generalidad del tributo sus antiguos privilegios, «porque la diferencia que de hidalgos hay a villanos en Castilla (decían) es pagar los pechos y servicios los labradores y no los hidalgos, que nunca sirvieron a los reyes con dalles ninguna cosa, sino con aventurar sus personas y haciendas en la guerra.»

En resolución, la nobleza negó la sisa al Emperador, y el Emperador negó a la nobleza el permiso de comunicarse con los procuradores. Aparentó Carlos V serenidad; pero bien dejó conocer su enojo, cuando al saber la resolución de los caballeros, dijo que aquellas no eran Cortes, ni había brazos, y que pedía ayuda de presente y no consejo; y todavía se cuenta que mediaron palabras muy pesadas entre el Emperador y el Condestable D. Pedro Fernández de Velasco, a quien amenazó con su venganza, pues no pudo con su justicia231. «Con esto (añade el cronista) se disolvieron las Cortes, quedando el Emperador con poco gusto, y con propósito, que hasta hoy día se ha guardado, de no hacer semejante llamamiento o juntas de gente tan poderosa232

El Emperador escribió a las ciudades y envió mensajeros que tratasen de reducir a los concejos a socorrer sus necesidades con algún servicio; y si con la fuerza de estos apremios no consiguió todo lo que deseaba, logró por lo menos una parte de lo que pedía.

Desde las Cortes de Toledo de 1538 no volvieron a reunirse los tres estados del reino, o no hubo brazos, como dijo Carlos V. Los Reyes de Castilla y León se entendieron solamente con los procuradores a quienes pertenecía otorgar los servicios, subsistiendo la costumbre de dar peticiones a las cuales no siempre seguían de cerca, ni aun de lejos, las respuestas.

No obsta que hayan sido generales las Cortes de Madrid de 1573 y 1583, en las cuales fueron jurados sucesores en la corona los Príncipes D. Fernando y D. Felipe, porque cumplido este acto de fidelidad y obediencia por los tres estados, continuaban las Cortes ordinarias.

La exclusión o expulsión de la nobleza, en castigo de su resistencia a la voluntad del Emperador, arrastró al clero, que corrió la misma suerte. Carlos V alteró la forma de la monarquía, apartando para siempre de su lado a los grandes y los obispos, que desde el tiempo de los Godos fueron los compañeros del Rey en el gobierno.

Es verdad que se relajó este principio introducida la costumbre de convocar solamente algunos grandes y caballeros y algunos prelados; pero además de frecuentes interrupciones, como se observa en las Cortes de Toledo de 1480 y otras, no ocurrió ningún acto que derogase la antigua prerrogativa del clero y la nobleza, hasta que el Emperador dijo «no hay brazos», sentencia de expulsión que tuvieron por cosa juzgada todos sus sucesores.

Quedaron los procuradores solos enfrente del trono, más para conceder los servicios con la humildad propia de leales vasallos, que para moderar la potestad real con reverentes peticiones. El pueblo se quejaba de que se dejaban corromper con dádivas y promesas; y cuando así no fuese, eran los Reyes dueños de los concejos que los enviaban a las Cortes por medio de los corregidores233.

Perdieron los procuradores el arrimo de los grandes y caballeros que con razón llamó Sandoval gente poderosa, y ya no volvieron las aguas a correr por su antiguo cauce.

Vencidos los comuneros y despedida la nobleza, fueron llanas como nunca las Cortes; y si por acaso alguna vez formaron escrúpulo los procuradores de conceder servicios extraordinarios o se disculparon con la limitación de sus poderes, apelaron los Reyes a las ciudades y villas, todavía más rendidas a la voluntad del Monarca que los mandatarios de su elección.

La aspereza con que el Emperador trató al Condestable, justicia mayor de los grandes y caballeros y obligado defensor de los privilegios de la hidalguía, anunciaba a los concejos lo poco que debían fiar en la inmunidad de los procuradores, y la determinación de pedir el servicio a las ciudades mostraba la senda tortuosa, por la cual se podía llegar a la supresión de las Cortes; y en efecto, el ensayo dio origen a un sistema.

La política interior y exterior de Felipe II fue continuación de la seguida por Carlos V, que impuso su voluntad a todos los Reyes de la Casa de Austria. Felipe II, como Carlos V, convocaba las Cortes cada tres años para que le prorrogasen el servicio, las alargaba hasta cansar y aburrir a los procuradores, recibía sus peticiones y dilataba las respuestas.

Los corregidores dominaban los concejos, y a veces recibían instrucciones para pedir a los regidores sus votos por escrito y enviarlos al Rey a fin de allanar los ayuntamientos, y reprimir con el temor del castigo todo conato de libertad234.

Sucedió en las Cortes de Madrid de 1563 que, estando sentados en su banco los procuradores de Burgos el día de la proposición, llegaron los de Toledo a quererlos levantar por fuerza, sin guardar respeto al Rey ni al Príncipe que se hallaban presentes.

Esta querella era muy antigua; pero siempre lograron los Reyes aplacar los ánimos sin usar de rigor. En esta ocasión no pasaron las cosas de igual modo, pues se dio a los caballeros procuradores de Toledo la corte por cárcel, si bien el Rey les alzó luego la carcelería a petición del reino235.

Francisco Fustel, procurador de Murcia en las de Madrid de 1573, estuvo encarcelado en su casa de orden de los alcaldes; y como Fustel fuese un caballero principal, regidor y alférez mayor de aquella ciudad, y como por otra parte hubiese el reino solicitado y conseguido su inmediata soltura, hay fundados motivos para creer que el Rey atendió más a la calidad de la persona y al ruego de los procuradores que a los fueros de la procuración236.

Yerta la mano poderosa que regía la nave del Estado al través de tantos escollos, aun siendo combatida de las más recias tempestades, empezó el período de la decadencia de la monarquía española con el siglo XVII. Fueron los Reyes débiles, se dejaron gobernar por sus privados, y esta debilidad se comunicó a todo el reino, como al cabo sucede siempre que los hombres ocupan el lugar de las instituciones.

Recogió Felipe III la herencia de Felipe II, gravada con deudas enormes. Para cumplir de algún modo las necesidades y obligaciones que le abrumaban, no había otro camino que el de imponer nuevos y mayores tributos. Apremiados los procuradores a las Cortes de Madrid de 1617, concedieron un servicio de 18 millones que el Rey pedía con urgencia, protestando que tomaban aquella resolución por voto consultivo, es decir, que no había de tener efecto sin preceder la aprobación de las ciudades y villas de voto en Cortes.

Así se hizo; pero la dilación pareció dañosa a la seguridad del estado, sobre todo en tiempo de guerra; por lo cual mandó Felipe IV en las de Madrid de 1632, que los procuradores votasen definitivamente, como era su obligación, pues tenían poderes independientes y absolutos, y les prohibió dar cuenta de negocio alguno a sus ciudades237.

Al renunciar los procuradores el voto decisivo dieron una muestra de flaqueza. Carecían de valor para conceder el servicio y para negarlo, y en esta perpleja tribulación remitieron la causa a las ciudades y villas que los habían nombrado. Por el contrario, Felipe IV halló más fácil, breve y expedito entenderse y negociar con los procuradores, que tratar por escrito con las ciudades, empleando muchos meses en demandas y respuestas; y no le faltó razón al obligar a los procuradores a que votasen resolutivamente conforme a sus poderes, y no de otra manera.

Después de esto, poco significan dos de las condiciones de la escritura de millones con que el reino sirvió a Felipe IV en las Cortes de Madrid de 1632 a 1636 y 1638 a 1643, a saber; que solamente el reino estando junto en Cortes, pudiese conceder algún servicio nuevo, y que nadie sino el mismo reino, junto en Cortes, pudiese dispensar, alterar, revocar o interpretar en todo o en parte las condiciones del otorgado, no obstante cualquiera causa grave o gravísima que se ofreciere238.

Las Cortes tocaban a su término. Los hechos grandes y arduos que obligaban a los Reyes a reunirlas y tomar consejo de los tres estados del reino, quedaron reducidos a la jura del inmediato sucesor, el pleito y homenaje al nuevo Rey, y la concesión del servicio de Millones. Los dos primeros llegaron a convertirse en actos de obediencia ciega y pasiva, y el último, que no carecía de importancia a pesar de la humildad de los procuradores, como un resto de las antiguas y venerandas libertades de Castilla, desapareció entre las ruinas de las Cortes después de las empezadas en Madrid el año 1660 y fenecidas en 1664.

La muerte de Felipe IV impidió la celebración de las que había convocado para jurar al Príncipe D. Carlos, y debieron reunirse en Madrid el año 1665. Doña Mariana de Austria, gobernadora del reino durante la minoridad de su hijo Carlos II, escribió a las ciudades que no enviasen procuradores, pues habiendo cesado la causa de la convocatoria, no es necesaria esta función (dijo) sino solo la de alzarse los pendones en la forma que se acostumbra y lo tengo mandado.»

Tampoco fueron llamadas las Cortes para prorrogar el servicio de Millones en 1668 y 1674. La Reina gobernadora prefirió entenderse con las ciudades a ejemplo de Carlos V después de las celebradas en Toledo el año 1538, y tal vez recordando la pronta voluntad con que se desprendieron del voto decisivo las de Madrid de 1617.

Los corregidores recibieron instrucciones poco honrosas para manejarse con los cabildos, y reducir a la razón a los regidores disidentes. Debían emplear su buena disposición y maña, a fin de vencer las dificultades que se les ofrecieren; hacer votar el servicio cuando lo tuviesen seguro; alzar el cabildo sin dar lugar a que se acabase de votar sino en favor, y en suma, poner todos los medios y esfuerzos posibles hasta rendir a la voluntad del gobierno la mayor parte de los regidores239.

Además de conceder los servicios, intervenían las Cortes en su administración y cobranza por medio de la Diputación del Reino, que debió su origen a Carlos V en las de Toledo de 1525240. En las de Valladolid de 1543 otorgó el Emperador a los dos diputados en corte, amplias facultades para conocer de todo lo relativo al encabezamiento general con absoluta independencia de los contadores241.

La Diputación del Reino continuó ejerciendo estas facultades hasta el año 1632 en que fueron creados los servicios de Millones, cuya administración, cobranza y empleo se encomendaron a una comisión formada de cuatro ministros nombrados por el Rey, y cuatro comisarios designados por el Reino, según las ordenanzas dadas por Felipe IV en 1656.

Los comisarios se sacaban por suertes echadas entre todos los procuradores, estando el Reino junto en Cortes.

La Comisión de Millones fue agregada al Consejo de Hacienda, con el nombre de Sala de Millones, previo el consentimiento de las Cortes de Madrid de 1655 a 1658242.

La Diputación del Reino, aunque compuesta de dos solos procuradores, era más libre y de mayor autoridad que la Comisión de Millones. Los procuradores en corte recibían sus poderes y las instrucciones convenientes de las Cortes que los elegían, y entendían en la administración y cobranza de los servicios, sin que ministro alguno interviniese sus actos, ni respondiesen de su gestión sino a las Cortes mismas, de las cuales procedía su nombramiento.

En la Comisión de Millones entraban cuatro caballeros procuradores, sacados por suerte, cuya libertad coartaba la presencia de otros tantos ministros puestos por el Rey, y probablemente escogidos por mejores entre los más devotos al servicio del Monarca.

Incorporada la Comisión de Millones en el Consejo de Hacienda, perdió su carácter de una delegación permanente de las Cortes, no obstante que, de un modo o de otro, continuase el sistema de la renovación por medio del sorteo.

La política de los Reyes de Castilla en el siglo XVII, tendió constantemente a excusar todo lo posible la celebración de Cortes, pedir la prorrogación de los servicios a las ciudades, y anular la representación del reino en la Comisión de Millones.

Ni una sola vez, durante los treinta y cinco años que reinó Carlos II, fueron llamadas las Cortes. Al advenimiento de Felipe V al trono de España, los grandes del reino, llevando su voz el Marqués de Villena, juzgaron que era llegada la ocasión oportuna de convocar las Cortes para estrechar los vínculos del nuevo Rey con su pueblo.

Decían que importaba corregir muchos abusos, establecer leyes según las necesidades del tiempo, promulgarlas de acuerdo con el reino a fin de que fuesen mejor guardadas y cumplidas, con lo cual podría el Rey esperar mayores tributos y más orden en la cobranza; y por último, que era justo observase el Rey los fueros de la nación, lo cual empezarían a creer los pueblos, cuando con juramento lo prometiese, y esto confirmaría los ánimos en el amor, fidelidad y obediencia a Felipe V.

Consultados los Consejos de Estado y de Castilla, se opusieron a la convocatoria, ponderando el peligro de encender las pasiones, la importancia de conservar ilesa la autoridad del Monarca, el temor de abrir una feria a la ambición, sedienta de mercedes casi todas desproporcionadas al mérito de los pretensores, el recelo de que el vulgo pasase de la mansedumbre a la insolencia con menoscabo de la dignidad real, la turbación consiguiente a las quejas y disputas sobre cualquiera decreto tachado de contrario a las leyes establecidas, la dificultad de obtener por este medio mayores tributos, pues las Cortes antes procurarían el alivio que aumentarían la carga de los pueblos, y en suma, que con tales beneficios, en vez de obliolados, se crearían descontentos.

Todas las razones expuestas por ambos Consejos, en los cuales pesaba mucho el voto de los ministros togados, son una verdadera alegación en favor del poder absoluto, a cuya forma de gobierno se inclinaron siempre los letrados desde que los Reyes Católicos adoptaron la política de servirse de ellos con preferencia a la nobleza. La magistratura, organizada en Consejos y Tribunales, fue enemiga de las Cortes, ya por el culto que rendía al principio de autoridad, y ya porque aborrecían toda institución capaz de hacerle sombra.

Felipe V, educado en la escuela de Luis XIV, siguió el parecer de los Consejos contra el más discreto de los grandes; pero a pesar de su resuelta determinación de gobernar sin Cortes, hubo de convocar las de Madrid de 1712 y 1713 para ratificar la renuncia de sus derechos eventuales a la corona de Francia, cumpliendo la condición impuesta por las potencias signatarias del tratado de Utrech, y asimismo para dar mayor firmeza a la pragmática sanción que varió el orden de suceder en la de España. En efecto, con el consentimiento de todas las ciudades en Cortes, del cuerpo de la nobleza y del estado eclesiástico, sin cuyo requisito la nueva ley fundamental de la Monarquía no sería válida, fueron excluidas las hembras de la sucesión243.

La necesidad del consentimiento del Reino junto en Cortes para la validez de la pragmática sanción del 10 de Mayo de 1713, es opinión de un historiador contemporáneo de autoridad reconocida, corroborada con el parecer de los grandes y el decreto del Rey expedido en 1701 en vista de lo consultado por los Consejos, declarando que por entonces no serían convocadas, lo cual parece que fue más bien diferirlas que negarlas, e indudablemente después de la aprobación y confirmación por las Cortes de la renuncia que hizo Felipe V de sus derechos a la corona de Francia por sí y en nombre de toda su descendencia244.

Tres veces más hubo Cortes en el reinado de Felipe V, a saber, en Madrid, los años 1701, 1709 y 1724; las primeras para prestarle juramento de obediencia y fidelidad; las segundas para jurar por inmediato sucesor al Príncipe D. Luis y para jurar al Príncipe D. Fernando las terceras.

Las de 1701 son las más importantes, pues si bien el juramento de obediencia y fidelidad al Rey distaba mucho de tener la misma significación que el pleito y homenaje en la edad media, al fin se obligó Felipe V a guardar los fueros y privilegios de Castilla.

Como sus derechos a la corona de España eran dudosos, y el testamento de Carlos II un título no reconocido en las leyes que regulan el modo de suceder en las monarquías hereditarias, el voto de las Cortes resolvió la cuestión de la legitimidad.

En el doble juramento del Rey y del reino fundó el Consejo Real su opinión que fue nula la renuncia que Felipe V hizo en 1724 de todos sus estados y señoríos en el Príncipe D. Luis, para decidir al padre a ocupar de nuevo el trono, vacante por la muerte del hijo en edad temprana. Aquellos graves magistrados dijeron, en respuesta a una consulta de Felipe V, cuando su ánimo se hallaba mis perplejo entre volver o no volver a tomar las riendas del gobierno, «que faltaría el Rey al recíproco contrato que por el mismo hecho de haber jurado los reinos celebró con ellos, sin cuyo asenso y voluntad comunicada en las Cortes, no podía hacer acto que destruyese semejante sociedad»245.

Hablaron no como políticos, sino como jurisconsultos; pero de cualquiera modo asentaron la doctrina que entre el Rey y el reino existía un vinculo de derecho que solamente las Cortes podían desatar; confesión preciosa, arrancada a los más ardientes defensores de la monarquía absoluta en un momento de tribulación y de peligro para la patria.

Entretanto que las Cortes solamente entendían en algunos hechos, pocos en número, y cada vez más ceñidos a la política aconsejada por el interés de la familia reinante, nadie se acordaba de la Comisión de Millones, y del modo de proceder en la concesión de este servicio. Las ciudades de Castilla lo otorgaban por seis años, y nombraban sus comisarios o diputados en corte por medio de cartas circulares de los Virreyes en unión con las Audiencias, sin dar lugar a que se juntasen procuradores. En Galicia se guardó más tiempo la costumbre de reunirse los de las siete ciudades de aquel reino para otorgar el servicio y nombrar los diputados, hasta que Fernando VI acabó con la excepción en 1752.

En la corte se hacía el sorteo entre los nombrados, a fin de renovar la Comisión de Millones246.

Carlos III celebró Cortes en Madrid para jurar al Príncipe de Asturias, después Carlos IV, y éste convocó las de 1789, en las cuales fue jurado heredero del reino su hijo primogénito D. Fernando VII. Allí quedó acordado derogar la pragmática sanción de 1713, y restablecer las leyes de Partida que admiten las hembras a falta de varón en la sucesión de la corona247.

Las últimas celebradas en la forma antigua fueron las de Madrid de 1833, para reconocer y jurar por Princesa heredera de estos reinos a la Infanta Doña María Isabel Luisa, que ocupó el trono de España con el nombre de Isabel II248.

Las Cortes se muestran en toda su grandeza y esplendor en los siglos XII, XIII y XIV. Don Enrique III pesó con mano dura sobre ellas: Don Juan II las estimó en poco, y D. Enrique IV en menos. Los Reyes Católicos las levantaron muy altas al principio de su reinado; pero luego cesaron de reunirlas con frecuencia. Carlos V les dio batalla y las venció, y vencidas las toleró para que le otorgasen los servicios, cuya política fue también la de Felipe II. En el siglo XVII son heridas de muerte, trasladando a las ciudades el derecho de prorrogar los servicios, con lo cual se excusaba el llamamiento de procuradores; y en el XVIII se reunieron rara vez para ofrecer humildemente su voto al Rey en todas las ocasiones en que tomaba algún acuerdo grave que si importaba a la nación, más aún importaba a la dinastía.

Cuéntase que el Cid ganó batallas después de muerto; tal era el terror de su nombre. También la fama de las Cortes sobrevivió a la transformación de la monarquía tradicional de Castilla, templada con la participación en el poder de los tres estados del reino, en monarquía absoluta o débilmente limitada por la autoridad de los Consejos en las materias de justicia y de gobierno.

Aquella fórmula tan sabida, empleada por los Reyes más celosos de su soberanía, «y quiero y mando que esta ley tenga fuerza y vigor de tal, como si fuese hecha y promulgada en Cortes», es una confesión paladina de que debían ser llamadas para legitimar con su concurso toda resolución de gravedad y consecuencia.

En vano desapareció de la Novísima Recopilación la ley de la Nueva, mandando «que sobre los fechos grandes y arduos se hayan de ayuntar Cortes, y se fagan con consejo de los tres estados del reino, porque ni esta ley fue nunca derogada, ni dejó de tener la sanción de los siglos, ni se borró jamás de la memoria de los Castellanos249.