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Críticas del cine español (III)

José Luis Sánchez Noriega






ArribaAbajoA golpes

(Juan Vicente Córdoba, 2005)


Afortunadamente hay otro «cine de barrio» que no es la comedia casposa del tardofranquismo que la televisión pública insiste en programar, supongo que convencida de que a esa hora solo hay jubilados ante el receptor. Los barrios de las ciudades españolas aparecen en 7 vírgenes (Alberto Rodríguez), 15 días contigo (Jesús Ponce), León y Olvido (Xavier Bermúdez) y hasta Tapas (Corbacho y Cruz), por citar títulos de este mismo año, pero también en obras muy recordables del pasado inmediato, como Barrio (León de Aranoa), El Bola (Achero Mañas) y las películas de Salvador García Ruiz Mensaka, El otro barrio. A la estirpe de un cine muy enraizado en la descripción de las desigualdades sociales y de las bolsas de marginación en el triunfante capitalismo pertenece esta película, obra de un director que ya en sus anteriores obras, sobre todo en los cortometrajes, mostraba ese compromiso.

De entrada hay que decir que, por más que se trate de una obra honesta y voluntariosa, A golpes es una película fallida en cuanto obra cinematográfica, porque en el manejo de demasiados temas y personajes no logra la unidad global y el ritmo como para que las diversas tramas, tipos e historias se engarcen debidamente. Alrededor de cinco chicas del barrio madrileño de Vallecas (una boxeadora que sobrevive como taxista, una colombiana madre soltera, dos trapicheadoras con coca, una emigrante en Londres de regreso, una marroquí maltratada) se articula un mundo donde también tienen cabida los aspirantes a boxeadores metidos en atracos por el expeditivo método del alunizaje, el entrenador -antiguo campeón europeo enganchado a la droga- cuyo futuro le reclama mayor estabilidad y el padre maltratador que trabaja como feriante y ha de ganarse a su hija. María (Natalia Verbeke) es sobre quien se focaliza la narración al contar su infancia de familia desestructurada, la infidelidad de su novio y el posterior enfrentamiento con su amiga, la dificultad del trabajo, la temporada de delincuente y, finalmente, el triunfo en el boxeo.

Los golpes del título se refieren, obviamente, tanto al llamado deporte como a los hachazos, empujones, zancadillas o codazos que da la vida y con los que -dicen- hemos de madurar. Y traza un panorama sombrío de un grupo de gente joven de distintas edades, desde el adolescente hermano de Fran al entrenador, que tienen en común su agresividad. Al director le interesa reflejar en particular las diversas caras de las migraciones (la emigrante española en Londres que regresa al paro, la colombiana y los problemas religioso-culturales de la marroquí) y el machismo dominante, para lo cual no solo centra su historia en cinco personajes femeninos sino que incluye la subtrama del padre de María e incluye alguna secuencia significativa.

Aunque se le nota su esfuerzo por componer una vallecana fetén -lo que resta verosimilitud al personaje- Verbeke está muy bien como boxeadora y chica obligada a sobrevivir. También Daniel Guzmán se adecúa a su personaje de matón. No siempre es natural la prosodia y el acento del barrio madrileño que, no sé por qué, se nombra con tanta insistencia. Pero los actores están por encima de la media de una película con deficiencias de guión y hasta de rodaje (la persecución de los coches en el hiper deja mucho que desear).

La citada buena voluntad no se ve recompensada cuando el espectador repara en algunos tópicos y explicitaciones poco elegantes, como el plano de la presa «sintiendo» la libertad con la cabeza melena al viento fuera del coche o el empleo de la fuerza de las boxeadoras para liberarse de la agresión masculina en los servicios de la discoteca. En estos y otros casos (ese final donde los buenos triunfan o reciben su recompensa y los malos son castigados, con la devolución de la niña a su madre revalida todos los tópicos del mundo) el espectador siente que Córdoba intenta, al igual que Dibildos a finales de los sesenta, una tercera vía para un cine español popular y con gancho en taquilla al mismo tiempo que serio en sus mensajes o con cierto valor sociológico. Esta sensación queda reforzada cuando uno percibe la total gratuidad de algunas secuencias de sexo, sobre todo entre personajes secundarios (el entrenador y Lola) o con otras imposibles de tan esquemáticas y funcionales (despido de María del trabajo). Da la impresión de que a Córdoba se le ha ido de las manos un guión que acumula excesivo material (algunas subtramas nos dejan indiferentes o resultan demasiado previsibles, como los negocios criminales de Fran) y no saca partido del que tiene; es decir, que hacía falta podar algunas ramas para que engordaran y fueran más resistentes las demás.




ArribaAbajo A la deriva

(Ventura Pons, 2009)


Retomemos lo escrito en Cine para leer 2005 a propósito de Amor idiota: «Ventura Pons pone en pie desde hace una década una personal filmografía con el apoyo de obras literarias de contemporáneos catalanes, no muy conocidas pero valiosas a la hora de recoger el espíritu de nuestra época: los relatos de Quim Monzó en El por qué de las cosas, las obras teatrales de Sergi Belbel en Caricias y Morir (o no) y de Benet i Jornet en Actrices, la novela de David Leavitt en Food of Love, y las de Lluís-Antón Baulenas en Anita no pierde el tren y en esta que comentamos, Amor idiota». Ahora lleva a la pantalla un tercer relato de Baulenas; y la referencia al soporte literario no es puramente informativa, por el contrario, resulta fundamental para comprender el cine de Ventura Pons, antiguo director teatral, que se basa en personajes y diálogos más que narraciones y representaciones en una continuada filmografía que, en lo que llevamos de siglo, tiene el ritmo de, prácticamente, una película al año.

La historia de A la deriva muestra el itinerario de Anna, una enfermera regresada a Cataluña tras una estancia en África como cooperante de la que vuelve profundamente decepcionada por el funcionamiento de las ONG; busca un empleo como guardia de seguridad en una residencia sanitaria elitista, deja a su marido y vive en una caravana. Pasa mucho tiempo en el trabajo junto a un enfermero homosexual y tiene una relación íntima con un paciente extraño. Aparca su caravana en un camping pero cuando el encargado la acosa tiene que marchar a un área de servicio de una autopista, donde encuentra el apoyo del dependiente de la tienda y de la pareja que regenta el restaurante.

Ideales marchitos, desarraigo, enfermedad, amistades sostenidas o traicionadas, desorientación vital, miedo y atracción por el otro, secretas solidaridades... y, sobre todo ello, la soledad y la desesperación que engendra. Estas cuestiones de tanto calado se entrelazan en un retrato sentido sobre seres humanos de aquí y ahora, muy reconocibles. Pero no todo espectador participará de las vidas de esos personajes y de sus estados emocionales, pues A la deriva es una película que, para el abajo firmante, presenta serios problemas de credibilidad en todo el conjunto. Admitiendo que llegue a sectores muy significativos y hasta mayoritarios del público, entiendo que hay otros para quienes solo a ratos se aprecia el hilo virtual que nos conecta con las historias y las vidas representadas; por el contrario, la mayor parte del tiempo tenemos la impresión de que todo se dice, se pronuncia, pero no se ve ni se siente. Por ejemplo, el tema de África subrayado con numerosos flashbacks debería servir para mostrar la desazón existencial de Anna, lo que no sucede; o el espacio del área de servicio con sus pobladores nómadas, enseres industriales y objetos kitsch, que debería adquirir protagonismo sin que los personajes lo indicaran. Da la impresión de que el autor se contenta con los esquematismos del teatro, intentando superar (o ignorando) que el cine exige un naturalismo mucho mayor. Quedan muchos cabos sueltos (por qué Anna deja el marido, qué es la residencia donde trabaja, qué le ha pasado a Giró) que pudieran parecer opciones estilísticas, pero que uno más bien aprecia como impericia narrativa. La protagonista viene encarnada por María Molins, que da la talla justa; menos justificable resulta la presencia de Boris Izaguirre, que hace de sí mismo y que resulta un mal actor incluso admitiendo que haga de sí mismo. Al final, A la deriva es un filme que podrá enganchar a un sector del público al tiempo que resulta hueca para otro.




ArribaAbajoAmador

(Fernando León de Aranoa, 2010)


Con una de las pocas carreras cinematográficas que ciertamente pueden ser calificadas de coherentes, Fernando León de Aranoa (Madrid, 1968) ofrece su quinto largometraje de ficción que lleva por título Amador, al igual que el personaje de Los lunes al sol (2002) también interpretado por Celso Bugallo. León de Aranoa puede ser muy bien considerado heredero directo de esa línea de realismo que lideró la generación del Nuevo Cine Español desde finales de los cincuenta, aunque tenía notables antecedentes incluso en el falangismo social de Nieves Conde (Surcos, El inquilino), cuyo testigo ha sido recogido por pocos pero muy estimables cineastas como Montxo Armendáriz o, en su misma generación, Icíar Bollaín, y que actualmente tiene como referencia mundial la figura de Ken Loach. Este realismo entronca con la tradición literaria y plástica de la cultura española en su voluntad de mostrar de forma crítica la realidad, poniendo de relieve sus conflictos, subrayando sus deficiencias o fustigando sus corruptelas. La citada Los lunes al sol, pero también su segunda película, Barrio (1998), revelan el compromiso del cineasta con la sociedad que le ha tocado en suerte. El tema de la inmigración, también presente en aquella película y, sobre todo, en Princesas (2005), su última producción, vuelve con fuerza en Amador.

Este es un anciano postrado en cama para cuyo cuidado es contratada Marcela, una inmigrante latinoamericana decidida a dejar a su marido Nelson -que se dedica a revender flores de desecho- cuando se entera de que está embarazada. El trabajo le viene de perlas en lo económico, pues Nelson quiere comprar el imprescindible frigorífico donde mantener las flores frescas. Y la relación con el viejo escéptico empeñado en armar rompecabezas imposibles le resulta muy provechosa, pues, poco a poco, cambia su perspectiva vital. Amador siente la muerte cerca y le promete a Marcela que dejará su sitio al niño que ella espera; pero fallece antes y la mujer se ve con más apuros económicos, por lo que decide ocultar el deceso.

Aunque se titule Amador, bien podía haberse llamado Marcela, pues su protagonista absoluta es esa mujer callada y recia, sufridora y superviviente, que se sobrepone a todas las desgracias. El cineasta se toma su distancia con este personaje que siempre mantiene su dosis de misterio y al que el espectador nunca llega a conocer del todo: esa distancia respetuosa es, también, la perspectiva vital de quien aborda como observador externo los problemas de un sector de nuestra sociedad, el de los inmigrantes, aunque León declara que «No quería tanto hablar del fenómeno, que es un tema interesantísimo, como de la realidad española. Si ahora se rodara El ladrón de bicicletas, Antonio [su protagonista] sería ecuatoriano, peruano o marroquí». La supervivencia con oficios mal pagados o al borde de la ilegalidad, la desconfianza de los nacionales o el sentimiento de ruptura de las comunidades de origen aparecen como algunos de esos problemas. Pero el radical es la supervivencia, la disciplina y la exigencia de los personajes de vivir desde la ilusión de un proyecto de futuro. Este motor del porvenir puede ser tan elemental como el puzzle que compone Amador o de mayor enjundia, como la relación con una persona con quien se cartea. Pero es lo que decide a Marcela a dejar a su marido, porque no se ve con él envejeciendo juntos...; y el futuro del bebé que crece en su vientre es lo que le lleva a un comportamiento tan drástico como mantener en la casa el cadáver de Amador.

Como todo cineasta poseedor de una visión del mundo y de una actitud de compromiso con aquello que refleja, en los relatos de Fernando León hay diálogos, símbolos o imágenes que alcanzan una densidad significativa y se convierten en motor del relato y metáfora con la que mostrar esa visión del mundo. Es lo que sucede con las flores, el rompecabezas o las nubes. Las flores robadas que sirven para la supervivencia de Nelson y Marcela también serán compañía en el tránsito de Amador y, como dice Nelson, se usan en las tres cosas más importantes de la vida: el nacimiento, las bodas y la muerte. Las nubes son inventadas por Dios para ocultarse avergonzado, no se sabe si por lo que él ha hecho -como dice Amador- o por lo que hacemos nosotros, como cree Marcela. Y el rompecabezas es la tarea aparentemente inútil que da sentido a una existencia, pues vivir no es otra cosa que juntar piezas y colocarlas en el lugar oportuno, según acaba aprendiendo de Amador la inmigrante latinoamericana procedente de un país que no tiene mar. Ese aprendizaje resulta muy valioso para la decisión de emprender su futuro sin Nelson, a quien deja la carta rota en pedacitos para que la recomponga como un puzzle tras comprobar su infidelidad a través del testimonio de una fotografía, también rota, que ella ha tenido que componer.

Este cine de insobornable compromiso con la realidad no renuncia a la autoconciencia propia del cine moderno; además de que un personaje dice «ser más de películas que de libros» o de que se subraye la crisis del cine español con un maquillador que emplea lo aprendido en un tanatorio (¡), Fernando León vuelve los ojos sobre su propia filmografía para retomar (rescatar y rehabilitar) al viejo derrotado de Los lunes al sol que ahora es otro personaje con el mismo nombre y cuerpo de actor; y, sobre todo, a su único cortometraje, Sirenas (1994), donde ya aparecía la nostalgia por el mar y las figuras de mujeres en sillas de ruedas con las piernas tapadas con una manta.

Aunque en algún momento parece que el ritmo decae y hasta el conjunto de la película se presenta con una progresión dramática sin apenas sorpresas, no cabe duda de que Amador es un filme valioso, convencido y convincente, muy bien escrito y magníficamente interpretado, sobre todo por Magaly Soler, cuyo personaje misterioso está en continuidad con el de La teta asustada que la dio a conocer. A la materia netamente dramática se le contraponen algunos momentos de humor, como la figura de la prostituta madura con alma de madre o hermana mayor, todo un personaje lleno de encanto; o la conversación en la iglesia entre Marcela y el párroco, un diálogo imposible en dos niveles que nunca se encuentran. Como en el cine británico de Ken Loach, Stephen Frears y otros críticos sociales, este humor resulta muy agradecido y pertinente, porque los discursos más críticos no pueden obviar la dimensión tragicómica de la realidad, además de tener en cuenta la tradición burlesca de la escena y la pantalla con su capacidad de análisis de costumbres y conflictos.




ArribaAbajoAmor idiota

(Ventura Pons, 2004)


Habiendo superado el fracasado modelo de comedia catalana que practicó en los años ochenta tras su prometedor inicio con Ocaña, retrato intermitente (1979), Ventura Pons pone en pie desde hace una década una personal filmografía con el apoyo de obras literarias de contemporáneos catalanes, no muy conocidas pero valiosas a la hora de recoger el espíritu de nuestra época: los relatos de Quim Monzó en El por qué de las cosas, las obras teatrales de Sergi Belbel en Caricias y Morir (o no) y de Benet i Jornet en Actrices, la novela de David Leavitt en Food of Love, y las de Lluís-Antón Baulenas en Anita no pierde el tren y en esta que comentamos, Amor idiota.

Con menos ruido mediático que otros reverenciados como autores y con el esfuerzo que supone compaginar la labor de director con la de productor, Pons camina sobre seguro con películas que, ciertamente, no serán masivas, pero reciben la atención de festivales de cine y de un sector importante del público, además de liderar lo que puede ser el cine catalán o en catalán. Atento a la evolución estilística del cine, tiene su forma de rodar y montar no pocos ecos de la mejor superación del clasicismo que hay por ahí. Sucede con Amor idiota algo que bien puede decirse de las últimas películas del director catalán: no son obras redondas y carecen de un planteamiento novedoso o sorprendente, pero destilan autenticidad y reflejan bien la incomunicación y necesidad de afectos de nuestros contemporáneos. A ratos le falta un mayor sentido del humor o el recurso a modelos de comedia costumbrista que, por ejemplo, hacen que Anita no pierde el tren sea una película estimable.

Este Amor idiota es un relato en rigurosa primera persona desde el punto de vista de su protagonista, el treintañero Pere-Lluc que se tiene a sí mismo por idiota. Inestable tras sucesivas relaciones de pareja, estúpido en conductas de riesgo para llamar la atención y dolido por la muerte de un amigo argentino, todo parece indicar que se deslizará hacia un abismo incierto cuando le salva un encuentro fortuito. Una noche de alcohol se tropieza con una atractiva chica (Sandra) que trabaja colocando publicidad en las farolas de la ciudad. A partir de ese momento su vida no tiene otro objetivo que conseguirla: como es idiota se le ocurre espiarla y acosarla, con el riesgo de despertar la ira del marido o de la propia mujer y, desde luego, sin pensar que puede ser peor el remedio que la enfermedad. Después de un tiempo de purgatorio, esa pasión/obsesión recibe el reconocimiento de Sandra, aunque ella solo parece interesada en el sexo lúdico provisto de aventura y cierto riesgo. Pero ya se sabe que el juego sexual tiene fecha de caducidad y, por muchas que sean, las posturas del Kamasutra llegan a agotarse.

En esta película se expone una curiosa teoría del amor idiota que es el resultado de una felicidad casual, azarosa, a la que se llega tras un deambular sin rumbo y a base de no pocos tropezones y arrepentimientos por la vida. No todos llegan a ese amor idiota, hay quien solo se queda en el sexo furtivo de incómodas posturas (o en un apartamento prestado, como el casado y Jordina) o quien ni siquiera tiene la suerte de golpearse la frente con la escalera de una rubia que te deja sin habla. El idiota de Pere-Lluc tiene una enorme suerte y la autoconciencia sobre su idiotez no es sino la convicción -tan extendida, tan actual- de las insatisfacciones laborales, sentimentales y de las relaciones de amistad que viven muchos jóvenes, para quienes las ocasiones de arrepentimiento superan cualquier estadística. Este joven es idiota -como cualquiera de nosotros- al menos por su incapacidad para el equilibrio afectivo, por no adivinar que tenía que haber visitado a su amigo bonaerense mucho antes y por la torpeza para suscitar en Sandra el amor.

Cámara en mano muy próxima y solidaria con los personajes, varias secuencias de montaje que otorgan ritmo al relato, buena música que acompaña y arropa la acción, adecuada progresión de la comedia al drama y foto ajustada y sentido de la mesura en lo que se dice y en lo que se calla, hacen de Amor idiota una obra pequeña pero estimable, muy digna, que se sustenta por todos esos elementos y la interpretación de la pareja de protagonistas, con el televisivo Santi Millán que da juego para componer un tipo tan difícil. Solo el mal doblaje de los propios actores al castellano y el final poco arriesgado desmerecen del conjunto.




ArribaAbajoAstronautas

(Santi Amodeo, 2003)


Se ha dicho que la nueva generación de directores españoles se caracteriza, entre otros aspectos, por una formación audiovisual variada, la hibridación de los géneros y su confianza en el atractivo de la imagen. Estos rasgos, además de la capacidad para una narración muy libre, con personajes alejados de los patrones al uso, están presentes en Astronautas, un filme sugerente y contradictorio, que pide un espectador muy dispuesto.

Sobre el personaje de Daniel -que interpreta Nancho Novo con la convicción que le permite el guión- pivota toda la historia de un heroinómano rehabilitado por las bravas en una cabaña que trata de llevar a cabo el decálogo propuesto por un psiquiatra. Los mandamientos dados por el médico (cuidar el aseo personal, comer bien, hacer una vida normal, socialización, ganar dinero, vida sexual, ver la televisión, etc.) están dirigidos a la reinserción social, una tarea nada fácil para quien se siente como un astronauta que acabara de alunizar. La reconstrucción de la vida de Daniel es paralela a la de la casa en que vive y donde se ve obligado a aceptar como refugiada a una quinceañera, Laura, hermana de un vecino ausente, que dice haber perdido a sus padres. Del rechazo inicial, Daniel pasa al amor como resultado de la conjunción de dos soledades.

La película tiene en su haber un tratamiento desenfadado -que podría calificarse de comedia agridulce- del tema de la reinserción de una persona marginal mediante un relato entrecortado literalmente con fragmentos de animaciones que hacen referencia a los puntos del citado decálogo. Hay imágenes de diversa naturaleza (super 8, animación de fotos y dibujos), saltos de eje, sentido de la elipsis y unas canciones interesantes; se evita la causalidad estricta entre las secuencias y el filme avanza con episodios desiguales que vienen a mostrar un mundo más que a narrar una historia. Ello otorga a la película una frescura y una capacidad de sorpresa poco frecuentes. En el debe hay que anotar el diseño desigual del personaje protagonista, un tipo del que se adivina un pasado (los libros con historietas alternativas que descubre Laura) mucho más interesante que el presente con las historias de los discos o sus diálogos de tipo cargado de sus razones que la sociedad no acepta. Ello impide al espectador sintonizar plenamente con quien fundamenta toda la película, particularmente en la primera media hora, quizá porque también es un astronauta para el público.

Por el contrario, la relación de Daniel y Laura -que, huyendo del filme de encuentro clásico entre un hombre y una mujer condenados a entenderse, aparece como algo circunstancial- tiene fuerza tanto en lo dicho como en lo callado, aunque uno esperaba mayor desarrollo del tramo final. Queda como trasfondo la insolidaridad de la sociedad establecida (personaje del amigo Lorenzo), la tentación de la recaída (yonqui italiano) y una difusa crítica al conformismo más tópico como medio de reinserción social, según muestra el decálogo. No resultando plenamente satisfactoria y, sobre todo, siendo un filme que ha de buscar su público, Astronautas se ve a gusto y se agradece su voluntad de transitar por un territorio personal, fuera de los géneros y tratamientos habituales.




ArribaAbajoBucarest, la memoria perdida

(Albert Solé, 2008)


Con estreno precario de una sola copia y proyección en devedé -nos conformaremos con ello, pues la alternativa sería, supongo, no estrenar en las salas e ir directamente al horario marginal de cualquier canal de televisión-, pasará desapercibido un documental donde se dan la mano la reflexión sobre el pasado histórico y el deseo de conocerlo con el homenaje emocionado a un ser querido y, por extensión, a toda una generación de luchadores antifranquistas. El guionista y director Albert Solé filma este documental a raíz del diagnóstico de Alzheimer de su padre, Jordi Solé Tura, ponente por el PCE en la comisión constitucional y posterior ministro socialista de Cultura. El riesgo de sobredosis de emotividad era evidente en un trabajo donde el hijo cineasta se propone el viaje virtual a la biografía de su padre, paciente de una enfermedad tan cruel como la citada, que consiste -como explica muy bien el médico- en una progresiva pérdida de la memoria y, con ella, de la identidad personal. Mucho más si se opta por el documental en primera persona, con el director conduciendo el relato con su propia voz en off, tipo Michael Moore. Afortunadamente, el ya experimentado periodista Albert Solé (Bucarest, 1962) sale bien parado y consigue dominar la emoción y combinarla debidamente con la reflexión.

Quien admire al político catalán -un hombre hecho a sí mismo, coherente y luchador- y haya leído sus memorias (Una historia optimista, Aguilar, 1999) no encontrará nada nuevo o sorprendente en Bucarest, la memoria perdida. Sin embargo, los mismos datos proporcionados por los testimonios de políticos profesionales (Carrillo, Fraga, Jordi Pujol... faltan muchos otros) y, sobre todo, de compañeros de militancia, adquieren una fuerza y hasta una dimensión mucho más cercana. La asistencia al VI Congreso del PCE en Praga, el matrimonio con una hija de exiliados, la estancia en la capital rumana, donde nace su hijo, como locutor de Radio Pirenaica, las discrepancias con la estrategia del partido a raíz de la disidencia de Jorge Semprún (Federico Sánchez) y Fernando Claudín, el regreso a la universidad barcelonesa, la cárcel... todo un itinerario evocado por colegas, amigos y familiares, pero donde falta la voz del propio Solé Tura, incapaz de recordar el nombre de su hijo o de su esposa. El biografiado aparece poco y en su deterioro físico queda patente el testimonio no ya político, sino de la afectividad, del cariño con que sus familiares tratan a esa persona que se ha dejado la vida en el camino. Por ello, cuando la memoria está ciertamente perdida y la identidad difuminada solo le queda a este «padre de la Constitución» deambular por el laberinto en busca de su nieta, en un juego que el ya anciano es incapaz de percibir como metáfora de su existencia actual.




ArribaAbajoCachorro

(Miguel Albaladejo, 2003)


A pesar de poseer algunas de las virtudes del cine de Albaladejo -facilidad para el apunte costumbrista, los personajes cotidianos y la combinación de comedia y drama de sentimientos- y a pesar de la oportunidad del debate que propone -el derecho de los homosexuales a la integración social e, indirectamente, a adoptar niños- esta película resulta menos interesante que los trabajos inmediatamente anteriores de su autor: El cielo abierto (2000) y Rencor (2002). Quizá por la prisa con que el director ha emprendido su carrera, a razón de un largometraje anual en los seis últimos años, pues el principal problema de Cachorro es que se trata de un filme que, dejándose ver, resulta demasiado elemental.

Cuenta la historia de un dentista homosexual (Pedro) que ha de hacerse cargo de su sobrino de nueve años (Bernardo) cuando la madre de este emprende un viaje a la India. Adulto y niño establecen una fuerte y cómplice relación afectiva que entra en crisis en el momento en que la abuela paterna trata de llevarse consigo a Bernardo. Y hasta logra separarlos valiéndose de un sucio chantaje. El niño termina en un internado con visitas periódicas del tío y la abuela, dado que su madre ha sido encarcelada por tráfico de drogas...

La película viene a ser una reivindicación del colectivo homosexual o un apoyo a su legitimación social por la vía no ya de mostrar el derecho a las relaciones sexuales, sino de subrayar su condición de personas, es decir, de seres provistos de sentimientos y capaces de unas relaciones personales y sociales que puedan ser aceptadas por el conjunto de la sociedad. Y ello se plantea también al huir del estereotipo mediático de gay con pluma, afeminado, para poner en escena una gama de los llamados «osos» (homosexuales belludos y entrados en carnes). Quiero decir que la historia narrativa está supeditada a esta reivindicación, como manifiesta la poco frecuente secuencia inicial de sexo explícito; y esa subordinación hace que los avatares de la relación entre Pedro y Bernardo resulten deficitarios, lo mismo que el propio personaje de Pedro -sobre cuya experiencia de padre circunstancial debería pivotar todo el filme- o la intriga del chantaje.

Mayor interés tienen otros personajes que proporcionan toques de comedia costumbrista -como los de la portera (Gloria) y su hija- en unos diálogos y apuntes en los que Albaladejo ha mostrado frescura y habilidad. Por el contrario, a su amiga escritora Elvira Lindo le da un papel para lucirse, aunque bastante gratuito para lo que la historia posterior requería. En definitiva, Cachorro es una película discreta y necesitada de un guión más sólido, aunque será valorada en la medida en que se considere importante que el cine se comprometa en el debate social sobre la «normalización» de la condición homosexual a todos los efectos.




ArribaAbajoCaótica Ana

(Julio Medem, 2007)


No cabe la menor duda de que Julio Medem es uno de los directores de más acusada personalidad en el cine español actual: hasta sus detractores estarán de acuerdo en la singularidad del «mundo Medem». Desde sus inicios hace ya tres lustros, este donostiarra, médico de profesión no ejercida, se ha situado bastante al margen de las modas y el tiempo le ha dado la razón al apostar por un cine que sobrepone al fondo realista de sus historias o espacios humanos toda clase de simbolismos y elucubraciones poéticas, como quien quisiera filmar por primera vez y nombrar la realidad como Adán. Medem ha contribuido, antes que nadie, al reencantamiento de las imágenes cinematográficas -ese cultivo de la fascinación visual que hoy es común en los directores noveles- y a la reconciliación de los espectadores más jóvenes con nuestro cine; cierto que se le ha reprochado la tentación de pedantería presente en sus películas y una propensión hacia su idioma particular que impide a su cine llegar a públicos más amplios. De hecho, en Caótica Ana Medem profundiza en el uso y abuso de su idiolecto hasta llegar al borde mismo de la incomunicación, pues, finalizada la proyección, el espectador no está seguro no ya de qué ha querido contar, sino de qué ha querido decir.

Nacida como homenaje a su hermana fallecida bien joven y a su hija nacida en los días amargos de la polémica sobre su documental nacionalista La pelota vasca, esta película es un paso adelante en la profundización del director por explorar los mundos interiores de sus personajes y por sacar de sí su propia apreciación sobre el mundo. En este caso cuenta una historia alegórica sobre una joven Ana que descubre en un viaje hipnótico las muchas mujeres que ha sido a lo largo del tiempo; habitante de una cueva en un acantilado es, con su padre, una superviviente de la cultura hippie de Ibiza, con sus artesanías y sus porros. Una mecenas le ofrece desarrollar su vocación como pintora y la lleva a Madrid a una suerte de comuna artística donde se enamora de un árabe que pronto desaparece misteriosamente y donde cultiva la amistad de una joven antimachista radical. Ana se deja hipnotizar y en su conciencia se hacen presentes las otras mujeres que fue en otros países o culturas a lo largo de miles de años.

El relato viene marcado por diez capítulos sin título, numerados en orden inverso del 9 al cero, que marcan ese viaje de Ana en su descubrimiento de una realidad siempre amarga, sobre todo en relación con su vida ibicenca y con su bien cultivado Edipo. Ana es la mujer inocente, espontánea, hermosa, fascinante Eva en su paradisíaca isla mediterránea surgida de la Madre Tierra -el simbolismo de la cueva- como criatura en que culmina la Naturaleza: un arquetipo que la Historia va pervirtiendo por la crueldad masculina a lo largo de los siglos hasta convertirla en la camarera de hotel que idea la venganza del traficante de armas enriquecido por la guerra de Irak. A lo largo de una progresión narrativa completamente imprevisible, a ratos fascinante y a ratos arbitraria y caótica, Medem da rienda suelta a sus preocupaciones con una Ana que llena la pantalla -un acierto la elección de la debutante actriz- aunque nunca se deja atrapar por el espectador y, por ello, no facilita una identificación que vendría muy bien para seguir al personaje. Los episodios carecen de un engarce sólido, de manera que el viaje de Ana -convertida excesivamente en pelele en manos de todos cuantos la rodean- es tan caótico como su personalidad, según define acertadamente el título, por más que el director admire la figura idealizada y arrebatadora de la Mujer desnuda que se sumerge en las aguas fecundas del Mediterráneo.

Medem ya ha demostrado su capacidad para la fascinación visual y crear mundos poseídos por algún atractivo misterio y ello se comprueba en Caótica Ana. Pero en esta ocasión, el torrente creativo del cineasta hubiera necesitado mayor contención, un poco más de orden para eliminar flecos que ocultan el hilo principal del discurso, y para poner en claro al espectador la personalidad consistente de Ana, apenas entrevista debido al caos que termina por adueñarse del relato. El halcón preparado para matar, la cetrería de los señores de la guerra, la creatividad de la pintura, el sueño de los ancestros, el don de lenguas que te transporta a culturas lejanas, la pasión amorosa, la vocación artística... Medem va de una cuestión a otra con la libertad de un poeta para vincular nombres a adjetivos inusuales, pero esa libertad del creador no tiene como resultado un poema coherente, por más que se intente «cerrarlo» con el vuelo libre de la paloma. El trasfondo mitológico feminista, el «eterno femenino», incluida la venganza escatológico-surrealista del final, y la idea de las muchas vidas que alberga el futuro de una persona joven -aquí expuestas en pasado- son interesantes por sí mismas, pero no alcanzan la profundidad anunciada ni son plenamente compartidas por el espectador debido a la excesiva creatividad de su exposición.

En todo caso, una película para descubrir y ver con la misma libertad empleada por el cineasta; un filme con algunos momentos realmente conseguidos -la nada efectista fotografía consigue sorprendentes efectos, como que Ana parezca otra persona en algunos planos- y sugerentes relaciones y rimas internas que pasan desapercibidas en un primer visionado: por ejemplo, la imagen inicial del halcón humillado por el excremento de la paloma preludia el encuentro de Ana y el traficante de armas. Un título que hace avanzar la carrera de Julio Medem, a pesar de que el resultado no alcance la legítima ambición de la propuesta.




ArribaAbajoCineastas contra magnates

(Carles Benpar, 2004)


Coinciden en esta película y en sus circunstancias varias paradojas que es preciso subrayar antes de cualquier comentario crítico. A saber, es un documental que habla con notable retraso sobre hechos de hace más de tres lustros y, sin embargo, resulta muy actual; se exhibe en una única sala en Madrid (y, supongo, en muy pocas ciudades del país) cuando debería emitirse en las televisiones públicas en horario de prime time; quiere ser didáctico en su explicación de las manipulaciones, pero posee notables lagunas en la información que transmite... Y, con todo, es una película necesaria y hay que aplaudir el trabajo de Carlos Benpar, tanto por la misma existencia de este documental como por las denuncias contra la supresión del scope en los pases televisivos, la movilización de cineastas contra la manipulación de su obra, la exposición en el Museu del Cinema de Girona y la anunciada continuación con otra película titulada Cineastas en acción. Todas estas y otras actividades muestran que Cineastas contra magnates es más que una película: es una denuncia, un compromiso y una llamada de atención que cualquiera que aprecie el cine no debería ignorar.

Al poco de ser aprobada la ley de la Propiedad Intelectual que consagra los derechos morales de los artistas, Benpar presentó en el juzgado una denuncia contra TVE por emitir en formato 4:3 la película de Anthony Mann El hombre del Oeste (1958). La denuncia tuvo cierto impacto mediático y sirvió para sensibilizar sobre el tema; la propia TVE volvió a emitirla, pero en su formato panorámico original. Los «derechos morales» de un creador significan que el propietario no está facultado para manipular la obra o para destruirla: es decir, establece una norma jurídica que es inexistente en otros bienes (recuerdo que un hotel que desmontó una escultura fue obligado a restituirla por sentencia judicial). En el caso del cine, esos derechos implican que la propiedad (los «magnates» a que se refiere el título y que son industriales y hombres de negocios -de ordinario, sociedades anónimas y «anánimas», sin alma- no artistas, profesionales del cine o creadores) está obligada a conservar el negativo tal como fue rodado y a preservar la película de cualquier corte o manipulación de imagen o de sonido; y que los exhibidores, emisoras de televisión o editores de DVD han de trasladar al espectador las películas tal como fueron concebidas por sus creadores, sin censuras, cambios de formato o aceleraciones de la proyección.

El debate surgió con la citada denuncia y con la práctica -afortunadamente pronto abandonada gracias a sentencias judiciales- de coloreado electrónico de películas en blanco y negro, práctica que hizo célebre al Ted Turner, propietario del fondo MGM con el que crea la cadena de pago TCM. Fue la manipulación más grosera (e inútil: ¿es que se van a vender mejor los clásicos por tener colorines?) contra la que se alzaron cualificadas voces, que este documental recoge, como la de John Huston. Pero ya insiste la película que en Europa se van consolidando esos derechos morales mientras en Estados Unidos el poder de la propiedad sigue siendo omnímodo; y hay formas sutiles de manipulación, como el paso de proyector que aumenta ligeramente los 24 fotogramas por segundo y consigue robar unos minutos para meter un pase diario más... y costumbres como las interrupciones publicitarias o la inclusión de rótulos de autopromoción que continúan atentando contra la recepción íntegra de la obra cinematográfica.

El documental quiere ser una apología del valor cultural y artístico del cine y una denuncia de sus manipulaciones; y busca sensibilizar a la opinión pública al respecto. Acierta en algunos ejemplos notables (las muestras de la diferencia entre el formato scope y el televisivo en El hombre del Oeste son magníficas) y pone blanco sobre negro las prácticas de manipulación. Menos acertado resulta en las referencias legales y judiciales y en la pequeña historia de estos años, para lo que habría que haber incluido más información. Una primera parte resulta más gratificante por la variedad de recursos (testimonios, ejemplos, fragmentos de películas, etc.) que una segunda donde se acumulan hasta la reiteración los testimonios de cineastas, alargando innecesariamente en unos diez minutos el documental. Incluso da la impresión de que Benpar ha quedado deslumbrado por contar con la presencia de «monstruos» como Stanley Donen y Woody Allen, sin reparar en la aportación real que hacían a su trabajo. Tampoco funciona bien el único fragmento dramatizado con Felipe II en El Escorial dando órdenes para que se recorte un cuadro de la «Ultima cena» encargado a Tiziano; y no funciona porque no se engarza bien con el resto y resulta excesivamente didáctico. Aunque quizá obedezca a mi sensibilidad particular, creo que la conductora del documental no es una figura idónea para una película de esta naturaleza (y, por cierto, en varios momentos se nota que se ha doblado a sí misma).

Son muchos los defectos de Cineastas contra magnates, que carece del «ángel» que debe poseer un documental para las salas, y supongo que habrá tenido muchas negativas para reproducir material audiovisual; pero, con todo, es una película para aplaudir y ¡ojalá! exhibir de forma masiva. Y es actual porque vivimos una época donde no es que seamos más reivindicativos, sino de que tenemos la convicción de que la razón moral puede llegar a prevalecer frente a la económica. Así, impedir la emisión troceada del cine en televisión solo depende de un decreto (La Moncloa, Bruselas o donde diablos resida el firmante en cuestión) y el «escándalo» de los publicitarios o de las cadenas duraría un par de meses, al cabo de los cuales reestructurarían los precios de los anuncios o cobrarían por patrocinar las emisiones; e impedir el ruido palomitero en las salas es cuestión de un buen gusto del que carecen los exhibidores... Porque el lector también tiene que pensar que la razón económica que nos impide disfrutar el cine en buenas condiciones es un argumento que, en tiempos de piratería de banda ancha, se vuelve contra las empresas.




ArribaAbajoDéjate caer

(Jesús Ponce, 2007 )


En la misma línea de realismo social presente en 15 días contigo, el cineasta andaluz Jesús Ponce (Sevilla, 1971) aborda un tercer largo más maduro y consistente, un filme solvente, honrado, necesario. No se engañe el lector con este juicio favorable, pues se trata de una película pequeña, filmada en super 16, con la mayoría del metraje en una localización única, con un guión de historias entrelazadas sin tiempo para profundizar en los personajes. Pero, a pesar de las insuficiencias o de las insatisfacciones que se aprecien en una obra que, desde luego, no satisfará a todos los públicos, no cabe duda que hay cine dentro, buen cine.

Un banco de una plazuela entre bloques de viviendas obreras es el lugar donde echan el día, con la ayuda de una palmera de chocolate y una litrona, tres amigos. Jóvenes próximos a la treintena, sin trabajo ni subsidio de paro, ni novia, ni perro que les ladre, Grabi, Nandi y Rober dejan que pase el tiempo soportando la grieta generacional que les separa de sus padres sin horizonte en que poner los ojos. Pero la vida va dando vueltas y el ligue ocasional de Rober con una madura panadera no da mucho de sí; por el contrario, la hermana de Grabi le consigue una improbable novia con quien pronto se apaña y ayuda a emanciparse de su posesiva madre, una mujer que sigue poniendo en la mesa un plato al marido fallecido... A Nandi le llama la atención la soledad de Albertito, un niño que tiene que salirse a la escalera del bloque para que su madre pueda tener intimidad con su amante. Por su parte, Grabi se siente responsable de su hermana, más pequeña pero más madura a la hora de saber qué es lo que quiere en la vida; esa responsabilidad, mal entendida, le lleva a liarse a tortas con un noviete de aquella y salir muy mal parado.

La película convence por la modestia de su propuesta, la fuerza de los personajes y la convicción en lo que cuenta. Frente a tantos productos -nacionales o importados- elaborados según previsibles reglas de mercadotecnia, Déjate caer se presenta como una obra honrada, confiando en un público capaz de sintonizar con lo que, a fin de cuentas, constituye cierta crónica de un sector de la sociedad actual. Porque, bajo las historias particulares que cuenta y el revestimiento de comedia, estamos ante un drama social sobre el paro de una generación que no hay trabajado porque la falta de necesidades reales y la protección paternalista se lo ha impedido; una generación que se ha salvado del naufragio total -la adicción no va más allá de unas cervezas- pero apenas consigue salir a flote. En el origen de la historia está, según el director, «en todas las plazas de barrio siempre hay un grupo de gente a la que se le ha pasado el arroz (...) siguen ahí a su edad, dejando que la vida pase por delante (...) Son una generación indefinida, no son parados, no son trabajadores, no son estudiantes, no son delincuentes, no son gente honrada... simplemente no son. Son parte del mobiliario urbano y aunque parezca que no, tienen mucho que contar, concretamente toda la vida que les ha pasado por delante». El retrato ponderado de estos jóvenes y de sus padres es muy certero, pues Ponce señala con acierto sus deficiencias y también la responsabilidad de los padres, sea por ese odioso paternalismo que castra el desarrollo normal de los hijos (Rober), sea por la falta de sintonía entre las generaciones (Grabi) o por ambas cosas a la vez (Nandi).

La película resulta muy convincente en los diálogos y en el sentido del humor presente a lo largo de todo el metraje, principalmente en el segmento central. También resultan muy verosímiles la ambientación y las pequeñas historias. En algún momento se la ha ido la mano al director y peca de esquematismo, como en la elección del actor para padre de Nandi o en la dirección de la actriz que interpreta a la madre. La fotografía es pobretona, escasamente expresiva a la hora de contribuir a los matices de la ambientación o de las actuaciones. Pero estas deficiencias no empañan el conjunto de una obra que merece una atención mayor de la que el sistema de estrenos acumulados le está concediendo.




ArribaAbajoEl 7.º día

(Carlos Saura, 2004)


Inspirada en los nueve asesinatos de Puerto Hurraco (Badajoz) de una noche de agosto de 1990, esta película ha creado polémica ya desde el rodaje. Las autoridades extremeñas rechazaron un proyecto que ahondaría en la visión de atraso, ignorancia y crueldad de la llamada España profunda ejemplificada en el citado pueblo pacense y, desde luego, nadie quiere que su pueblo sea famoso por ese tipo de motivo. Ciertamente, el múltiple crimen, explicado por una rivalidad de décadas entre los Amadeos y los Patas Pelás, resultaba tan alarmante como exótico en los años de preparación de la Expo sevillana y los Juegos Olímpicos barceloneses que consagraban la apertura al mundo de la España democrática. Incluso se llegó a hablar de Puerto Hurraco como metáfora de la incultura o la agresividad de los españoles. Detrás de los disparos de los hermanos Izquierdo había una larga historia de despechos amorosos y disputas por fincas, algo muy común en el medio rural. En cualquier caso, el célebre crimen resultaba un material atractivo para cualquier productor cinematográfico, por lo que no es de extrañar que Andrés Vicente Gómez encargara un guión -sorprendentemente al novelista Ray Loriga, que cumple con oficio- y se lo ofreciera a Carlos Saura.

El guión y Saura, que debe ser el más prolífico de nuestros directores -esta es su película número 36- y, desde luego, el de carrera más extensa y variada, optan con buen criterio por trascender los hechos concretos y darle universalidad mediante una explicación muy plausible. Por de pronto, evitan ahondar en la citada polémica, para lo cual cambian algunos datos imprescindibles (los apellidos de las familias), omiten el nombre del pueblo, las matrículas de los coches son segovianas, el paisaje de la España interior puede corresponder a varias regiones y la música de guitarra más bien remite a la tradición andaluza. El título -que se explica en un diálogo como el día que Dios descansó y, en consecuencia, no estaba al tanto de los seres creados- no hace referencia a los sucesos de agosto de 1990. También quieren superar el relato periodístico mediante una explicación sumaria -y un tanto atropellada- de los antecedentes de las disputas entre las familias. Y adoptan para el grueso de la narración el punto de vista subjetivo de la adolescente Isabel, miembro de la familia de los Amadeos, lo que aleja el relato de la crónica de reconstrucción de hechos para llevarlo al esquema del deseo de conocer el pasado y las raíces familiares por la gente joven.

Esa perspectiva permite, sobre todo en algunos momentos, dejar la trama criminal como trasfondo para abundar en la vida cerrada de cualquier pueblo. Esto es lo que les interesa a los autores de El 7.º día: mostrar cómo la existencia en un lugar donde todos se conocen y se controlan mutuamente y, sobre todo, del que no se puede huir, llega a resultar asfixiante y hasta peligrosa. Particularmente si las disputas se enquistan y las culpas o la sed de venganza se heredan de padres a hijos. Y esto no es la España negra, trágica y sedienta de sangre, sino que, como nos ha demostrado sobradamente la historia, está presente en cualquier sociedad. Si se me apura -y en lugar de las tierras o los amoríos extendemos el objeto de desavenencia a la raza, lengua o la religión- lleva a una lectura del filme en clave antiétnica o antinacionalista. Así se subraya en dos personajes que terminan víctimas de ese encierro rural: el padre de Isabel, que no logra vender su negocio de carne y acaba abandonado de su familia, y Gloria, la esposa del tabernero, que renuncia a marchar con su amante. Por el contrario, paradójicamente se salva por su huida de la ley El Chino, un joven que trapichea con marihuana y de quien se ha enamorado la adolescente Isabel.

Realizada con oficio, bien elegidas las localizaciones, amueblada con una banda sonora interesante (en la que sobresale por su simbolismo el tema «Una rosa es una rosa»), la película funciona muy bien en las situaciones y los personajes/actores que rodean a Isabel, mientras resulta más tópica cuando explica o muestra la locura de los Patas Pelás, a pesar del excelente trabajo de José Luis Gómez, Ramón Fontseré -un joglar que puede ser cualquier personaje de ficción o histórico que se proponga-, Victoria Abril y, más previsible en su interpretación, Juan Diego. Todos ellos -sin olvidar a Ana Wagener, que tiene la virtud poco común de interpretar mientras hablan los otros- son presencias que se imponen en la pantalla, pero que llevan la película a un territorio muy distinto al deseado por el guión. Porque esos personajes parecen cinematográficos frente al resto, que nos resultan mucho más reales. Incluso hay momentos (el plano del psiquiátrico donde acaban las dos mujeres, la maldad del personaje de Juan Diego dibujada en su rostro) que resultan previsibles y poco inspirados. Esta constatación nos hace pensar que, si se hubiera renunciado todavía más a la narración de los sucesos de Puerto Hurraco, la película habría ganado enteros.

Situada en la filmografía de Carlos Saura y en el cine español de los últimos años El 7.º día ocupa un lugar discreto y, desde luego, no supone una aportación relevante. A pesar del buen oficio del guión, el director y los intérpretes no es un filme que emocione con los personajes, proporcione un conocimiento nuevo sobre el tema o sorprenda al espectador por algún otro motivo. Se deja ver, tiene algunos destellos, posee fuerza en los momentos inspirados, pero no consigue que un drama de tanta intensidad nos haga vibrar en las butacas.




ArribaAbajoEl año del diluvio

(Jaime Chávarri, 2004)


No parece que la opción de que sea el propio novelista quien escriba el guión sea la mejor, sobre todo si es novato en la tarea. Una ya de por sí no muy estimable novela, publicada hace ya tiempo, en 1992, aunque con materiales susceptibles de desarrollo cinematográfico (una historia de amor desgarrado y prohibido entre una monja y un cacique en el contexto de la España de los cincuenta con el maquis de fondo), da lugar a una película que resulta difícil de creer, apenas logra destellos de emoción, con un devenir narrativo que avanza con dificultades y hasta cierto descuido en la puesta en escena en algunos momentos.

Jaime Chávarri no emplea a fondo su oficio para un guión dubitativo que debería ceñirse más al encuentro pasional del amor prohibido con el fin de enganchar al espectador. O, por el contrario, centrarse en el personaje de sor Consuelo y desarrollar su peripecia vital. Como se queda a medio camino entre ambas opciones, ni la larga primera parte que solo va en la primera dirección, ni el episodio de la monja con los maquis o el gratuito epílogo varias décadas después -que se enmarcarían en la segunda-funcionan como debieran. El espectador no entra en la película y percibe que hay personajes indefinidos (el Bartolo que se esfuerza en dar cuerpo Eloy Azorín), símbolos poco logrados (la alberca), explicaciones contradictorias (el maquis se presenta a sí mismo como ladrón y no como combatiente) o incoherencias de puesta en escena (mirar a través de unos prismáticos en un bosque tupido). Ni la fotografía ni la ambientación contribuyen a diseñar la época, como tampoco las localizaciones ofrecen interés. En el capítulo de las interpretaciones sobresale el siempre solvente Darío Grandinetti mientras Fanny Ardant -a pesar de esforzarse en hablar castellano y estar doblada por Mercedes Sampietro- no parece la elección más adecuada para encarnar a una monja de la época.

De no figurar los nombres conocidos que encabezan el reparto y los de Mendoza y Chávarri, esta película quedaría relegada a un estreno fantasma. De hecho, los productores -es uno de esos proyectos que solo logra financiarse gracias a múltiples empresas y organismos- solo han conseguido que sea distribuida por la norteamericana UIP, que no se ha gastado un duro en publicidad.




ArribaAbajoEl brau blau

(Daniel Villamediana, 2008)


Este documental de apenas una hora de duración tiene la voluntad radical de dinamitar el relato por la vía de renunciar a la narración en aras de la mostración. Está producido por Luis Miñarro (Eddie Saeta), que también está detrás de las obras de Guerín (En la ciudad de Sylvia), Marc Recha (Las manos vacías), Albert Serra (Honor de cavalleria y El cant dels ocells) y Julio Wallovits (La silla), con las cuales este trabajo tiene un evidente parentesco en primer grado, pues todas poseen el mismo aire de familia en el manejo del tiempo y la búsqueda de un cine de experimentación, que induce al espectador a plantearse una nueva forma de aproximación al relato.

En este caso asistimos al retiro que un joven torero (o aprendiz de taurino) vive en una casa semiabandonada en el campo, en absoluta soledad mientras se recupera de una lesión en la pierna derecha, probablemente debida a una cornada. En el prólogo se muestra el ambiente previo a una corrida en la plaza barcelonesa y justo cuando va a comenzar el festejo la cámara que ha seguido al joven abandona el lugar para ir a la casa en el campo. En ella, a lo largo de casi una hora y sin diálogo alguno, vemos la actividad cotidiana del torero: preparar la comida, pasear... y, sobre todo, prepararse físicamente, hacer toreo de salón, palpar el cuerpo con unos cuernos de plástico para imaginar la trayectoria de una embestida y entrenar en un simulacro de ruedo laboriosamente construido junto a la casa con piedras traídas en una carretilla y con el terreno limpio de hierbas. En tres o cuatro ocasiones, unos breves textos de carácter poético y sentencioso son mostrados en pantalla y leídos por una voz en off sirven para orientar al espectador. Parecen sacados de la sabiduría del Tao. Es lo que viene a contar este documental: el esfuerzo, la soledad y el carácter insobornable de la vocación. Podía ser torero o aspirante a registrador de la propiedad. Se adivina el sufrimiento de la cornada (antes) y la incertidumbre del futuro (después). Pero todo parece fruto de unos presupuestos más que discutibles, tanto en la enjundia de lo que se quiere contar -al fin y al cabo, un tema más que sabido- como en el desmedido y premioso tiempo para contarlo. Como en los títulos citados más arriba, El brau blau tiene mucho de experiencia del tiempo y exige al espectador sumergirse hasta en el aburrimiento de momentos en que no pasa nada en la vida cotidiana porque se quiere trasladar precisamente esa experiencia.




ArribaAbajoEl Calentito

(Chus Gutiérrez, 2004)


La protagonista, Sara, es una voluntariosa chica de clase media que desea respirar aires de libertad y acaba formando parte de un trío musical que responde al nombre de Las Siux; este remite a Las Xoxonees, un grupo real del que formó parte la directora Chus Gutiérrez y no es el único aspecto autobiográfico en una película que responde al deseo de recuperación de la memoria histórica de la transición y la tan idealizada «movida» madrileña. La cineasta granadina -una de las mujeres que encabezan la feminización de la profesión de director de cine a principios de la década pasada- ha demostrado talento en los cinco largometrajes rodados en casi tres lustros, particularmente en ese divertido ejercicio de estilo que es Sexo oral (1994) y en la más madura pero más convencional Poniente (2002). Peor suerte ha tenido con Insomnio (1997), que merecía mayor atención por parte del público.

Sara deja su familia burguesa con madre intolerante, padre callado y hermano facha para hacer su transición personal hacia la libertad, que parece restringirse a la liberación sexual cuando descubre otros aspectos. El grupo musical actúa en un garito con el mismo nombre que la película donde las tribus urbanas se liberan con su retórica irónica post-pop y su agresivo aire punk. Sara acude con un noviete a quien solo interesa el sexo rápido y directo; y descubre otros estilos de vida y, sobre todo, de identidades sexuales (su amiga que es lesbiana, lo mismo que la líder del trío, la travestí dueña del local, el adolescente Jorge que se cree homosexual, etc.). El contexto es el preciso del invierno de 1981 y en la fatídica noche del 23-F Las Siux tienen previsto un concierto al que acudirá el representante de una discográfica.

Hay momentos que el espectador ha de suspender la credibilidad (el propio hecho de celebrar el concierto la noche de los tejeros), pero afortunadamente se compensan con otros donde el drama humano adquiere mayor espesor, como con el personaje de Leo -celosa de que el rojeras Ferdy la engañe- o con el de Jorge, el hijo desorientado de Antonia. Lo mismo que los segmentos de voluntarista dramatización (el golpe de Estado particular que da el vecino guardia civil en el local) se nivelan con las muy bien rodadas secuencias de actuaciones musicales. Quiero decir, en fin, que El Calentito es una película desigual, con enormes altibajos que nos llevan desde lo muy previsible o poco inspirado (el retrato de la familia de Sara, la traición del interlocutor ante la discográfica) y lo reiterado (secuencias sobre la libre identidad sexual) a ciertos momentos mágicos, que coinciden con el retrato muy próximo de la generación de la movida.

Por la libertad de que goza cualquier guionista se hacen coincidir de forma artificial varios aspectos. No es que la película aspire a crónica de la transición, sino que subraya el contexto sociopolítico de los años de la citada movida, lo que a mi juicio tiene su interés en cuanto da cuenta de la marginalidad en que se ubicaban los personajes y de la fragilidad de las libertades en ese momento histórico. Es decir, que lo que hoy ya está asumido sobradamente, entonces aún permanecía semiocultado y el tejerazo podía acabar con ello. Porque los guionistas hacen una memoria selectiva e interesada de la época y, como suele ser habitual en el cine histórico, la película habla más del presente en que se rueda que del pasado cuyo retrato se quiere ofrecer.

En este sentido resulta muy acertado incluir una actuación musical del hoy celebrado Pedro Almodóvar, maquillado como una reinona y vestido con chaquetón de cuero de motorista, pantys y pendientes de aro, en compañía del más travestido Fabio McNámara. También es un acierto desmitificar el «valor» artístico o cultural de las creaciones de la movida al mostrar a una chica sin especiales cualidades ni vocación como para ser cantante, pero que la casualidad lleva a un escenario. Al fin y al cabo, la movida fue, sobre todo, un movimiento lúdico, las letras de aquellas canciones («Terror en el hipermercado / horror en el ultramarino / mi chica ha desaparecido / nadie sabe cómo ha sido») no pasarán a la historia de la lírica y, como sucede con Almodóvar y con la propia Chus Gutiérrez, sus éxitos se deben a modos y estilos muy alejados de aquel «guarripunk».

El reparto funciona muy bien y los productores han tenido en cuenta el impacto de los rostros conocidos de televisión (Isabel Ordaz, Mariví Bilbao y la propia protagonista, la «serrana» Verónica Sánchez); pero llama la atención por su frescura y convicción la, para mí, desconocida Macarena Gómez en el papel de Leo. La banda sonora está muy trabajada, sin cargar las tintas ni cansar a quien no sea fan de la música de la época; el relato es ágil, se ve a gusto, posee un talante de comedia -aunque es difícil ubicarla en ese género- y, salvados algunos momentos, resulta aceptable en su conjunto, aunque, desde luego, no sea una película para tirar cohetes ni guardemos de ella memoria precisa.




ArribaAbajoEl juego del ahorcado

(Manuel Gómez Pereira, 2008)


Con una decena de largometrajes en casi dos décadas, Manuel Gómez Pereira tiene a su favor el hecho de haber contribuido al mayor aprecio del cine español por parte del público natural del mismo. Las cinco comedias rodadas en cuatro años con que inicia su carrera a principios de los noventa (Salsa rosa, ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?, Todos los hombres sois iguales, Boca a boca y El amor perjudica seriamente la salud) promueven un cambio de ciclo del cine español de la época, que en ese momento busca decididamente al espectador que le había vuelto la espalda. Posteriormente ha rodado con más calma y no demasiado acierto otras comedias de registros diferentes (Desafinado, Cosas que hacen que la vida valga la pena y Reinas). Su única incursión fuera de este género de humor es Entre las piernas, que tuvimos la ocasión de comentar para este anuario hace ya un decenio.

Vuelve al drama en El juego del ahorcado con la adaptación de la novela homónima de Imma Turbau. Narra la historia de dos adolescentes, Sandra y David, amigos íntimos desde la infancia, que se ven involucrados en un suceso criminal al tiempo que descubren la pasión que les atrae y quizá el amor que no saben o no logran cultivar debidamente. Sandra es violada y cree haber matado a su agresor; pretende ir a la policía, pero David le disuade de hacerlo y le promete resolver el asunto. La relación entre ellos pasa de la amistad a la atracción sexual irresistible, pero será imposible que crezca con el peso de la culpa y del engaño que suele rodear la mentira.

En El juego del ahorcado hay temas de gran calado y un trasfondo de tragedia auténtica -la fatalidad del destino que condena a los mortales a ser infelices- que la situaría por encima de la media. El amor adolescente, el autoritarismo paterno, los conflictos de convivencia familiar, la complicidad de los amigos, el descubrimiento del sexo, la tolerancia hacia los homosexuales, el acceso a la edad adulta, el proyecto existencial... en una ciudad de provincias (Gerona) bien plasmada, a finales de los ochenta, daba de sí para un drama de mayor envergadura a poco que el resultado sea convincente. Porque el problema irresoluble que tiene esta película es que todo viene enunciado o representado, como si el espectador tomara nota de los temas y las situaciones, pero sin que se vea identificado con los personajes ni implicado en los conflictos. Tampoco contribuye una narración un tanto confusa, deshilachada, a la que se quiere dar un toque moderno de cierta ambigüedad. Sin identificación y sin implicación resulta extremadamente difícil creerse lo que sucede en pantalla o emocionarse ante el devenir de sucesos que convierte a los personajes en marionetas del destino. Es decir, estamos ante una historia de pasiones fuertes (amor, sexo, odio, venganza) narrada con voluntad de mostrarlas, pero incapacidad para conseguirlo. Lo mismo sucedía con la historia de ninfómanos -donde también se unen sexo y crimen- de Entre las piernas, pero este título alcanza mayor calidad, probablemente gracias al trío protagonista (Victoria Abril, Javier Bardem y Carmelo Gómez).

En este caso, Clara Lago -la niña llena de encanto y fuerza de El viaje de Carol (Imanol Uribe, 2002) que ya tiene cierto rodaje en series de televisión- y el más novel Álvaro Cervantes carecen de la trayectoria interpretativa y de la presencia actoral necesarios para los papeles que les han asignado; incluso teniendo en cuenta que se trata de dos adolescentes, hubiera hecho falta actores con mayor nivel en la dicción del español, donde claramente son deficitarios (como, por otra parte, está sucediendo con toda una generación de intérpretes de nuestro país en los últimos años). El coguionista Salvador García Ruiz también pincha en su recreación de conflictos sentimentales en una ciudad provinciana, como sucedió en Las voces de la noche, un filme dirigido por él con quien El juego del ahorcado comparte el mismo aire de familia. Un director habitualmente elegante en la composición de la imagen, como Gómez Pereira, no parece inspirado -por ejemplo, en las secuencias pretendidamente eróticas- en esta ocasión y hay planos próximos en interiores o secuencias nocturnas con una foto deficiente, con demasiado grano. Tampoco la música, subrayona y repetida, ayuda a darle empaque a un filme que, en conjunto, podemos considerar fallido.




ArribaAbajoEl pollo, el pez y el cangrejo real

(J. L. López Linares, 2007)


El título se refiere a los tres platos obligatorios del concurso internacional de cocina Bocuse d'Or celebrado en Lyon en 2007 donde participó -y llegó a la final, siendo el primer español en hacerlo, quedando en noveno lugar- el cocinero Jesús Almagro (www.bocusedor.com). No llega a tanto como «thriller gastronómico», según se anuncia, pero no cabe duda de que se trata de un estimable documental que vence con facilidad la dificultad inicial de un producto de esta naturaleza: que interese y convenza a los espectadores -como es el caso del abajo firmante - no especialmente interesados en fogones, platos y sabores. Producido para TVE y rodado en eficaz vídeo digital de alta definición, su autor es José Luis López-Linares, experimentado director de fotografía con una treinta de títulos a sus espaldas y director, con Javier Rioyo, de documentales de compromiso social como Asaltar los cielos (1996) sobre el asesinato de Trotsky, A propósito de Buñuel (2000) y Extranjeros de sí mismos (2001). También ha filmado otros trabajos para televisión y Un instante en la vida ajena (2003) y Hécuba, un sueño de pasión (2006).

Con un par de excepciones, la cámara no sale de las cocinas donde trabajan Jesús Almagro y su ayudante Félix y del restaurante donde una docena de cocineros van probando los platos y dando su opinión para mejorar el resultado. Con aire de reportaje periodístico y cierta improvisación, se consigue mantener el ritmo en todo momento y la cámara acaba por querer a unos personajes que se revelan auténticos: el espectador es consciente de las tensiones, decepciones, ilusiones... del cocinero Almagro, muy expresivo incluso en sus silencios. En tres momentos se abandona ese espacio único para viajar a los lugares donde se producen el pollo, el pez y el cangrejo real del título. En los fiordos noruegos se cultiva en granjas marinas el pez Balder -una suerte de rodaballo llegado en 1994 desde la península de Kamchatka, en el extremo oriental de Siberia- que muestra su felicidad con manchas blancas y la misma Noruega se capturan los hermosos ejemplares del cangrejo real rojo; en la región francesa de Bresse, en el este del país, se crían cuidadosamente unos pollos que son las únicas aves con denominación de origen.

Si el espectador no avezado en cuestiones gastronómicas permanece atento a la pantalla, ello se debe a que el tiempo dedicado a la preparación de los platos es, también y sobre todo, un tiempo dedicado a una cuestión tan universal como la preparación para una competición, el afán de superación, la experiencia de una tensión fuerte, el juicio crítico de los demás que nos mejora, el apoyo de los amigos para vencer los retos...; es decir, que la preparación y desarrollo del concurso de Lyon no es muy diferente del camino de un atleta olímpico, del competidor de Fórmula 1, de un violinista que aspira a entrar en la Filarmónica de Berlín o de un experto en genoma humano que quiere ser el primero en patentar un segmento. Con razón dice el director que este trabajo «nos habla de lo que somos hoy en día: una sociedad capaz de fascinarse con concursos varios, obsesionada por el triunfo; una sociedad donde estos concursos determinan las vidas de profesionales (nos pasa, de alguna manera, lo mismo en el cine, con los festivales), donde se generan relaciones de una enorme complejidad alrededor de fenómenos de élite. Pero nos habla sobre todo de un hombre generoso que ha trabajado contra viento y marea para intentar ser mejor persona». Algunas gotas de humor, la humildad del planteamiento y el logrado ritmo audiovisual hacen de El pollo, el pez y el cangrejo real -presente en el ciclo Kulinarische Kino de la Berlinale junto a un par de producciones sobre Ferrán Adriá- un documental estimable, aunque no nos descubra nada nuevo ni levante pasiones (eso sí: despierta el apetito por más se encuentre uno en plena digestión).




ArribaAbajoEl principio de Arquímedes

(Gerardo Herrero, 2004)


La antigua ley de la mecánica de fluidos que explica por qué flota un barco o un globo se eleva en el cielo es reformulada por la guionista para explicar la extendida convicción de que, en las relaciones de poder en nuestra sociedad y en el mundo laboral en particular, todo el que sube, logra un cargo o un puesto importante, lo hace a costa de alguien que resulta desplazado. Este sugestivo título enuncia de forma directa esa idea germinal de la historia contada en el valioso y maduro trabajo de Gerardo Herrero escrito por Belén Gopegui, un filme que hay que ver en continuidad con Las razones de mis amigos (2000), adaptación de una novela de Gopegui, porque en ambos casos se plantea cómo el dinero y el trabajo afectan a la esfera de la vida privada de las personas.

El esquema narrativo se basa en la circularidad del cuadrado formado por dos parejas de treinta y tantos con sendos hijos de unos ocho años que viven en el mismo bloque. La primera está formada por una ejecutiva de una cadena de tiendas de ropa (Sonia) y su marido, un arquitecto triunfador. Rocío, que atiende su casa, hace traducciones y desea un trabajo por el reconocimiento social que ello supone, está casada con Mariano, un profesor de instituto amante de su familia y comprometido con los movimientos sociales. Sonia tiene la mala conciencia de no dedicar suficiente tiempo a su hijo -pendiente de la canguro o de su amiga Rocío- y, progresivamente, se va desentendiendo de un trabajo que, además, le resulta insatisfactorio por las desmedidas exigencias de productividad que su jefe impone. Paralelamente, consigue que Rocío entre a trabajar en la empresa y, poseída esta por la ambición, termina ocupando su puesto. Desplazada en la empresa, se compromete cada vez más con los derechos laborales y participa en las reuniones del sindicato CGT donde se debate qué hacer ante los despidos que se anuncian tras la entrada de accionistas italianos. En la vida sentimental, ambas mujeres se encuentran distanciadas de sus maridos: Sonia porque su vida profesional le ha absorbido todo el tiempo y Rocío porque ahora vive esa misma experiencia. Obedece a una lógica fatal que se produzca un intercambio de parejas cuando las aspiraciones en la vida han cambiado.

El principio de Arquímedes es un filme que, al plantear la situación del trabajo en nuestra sociedad, merece, de entrada, nuestra atención y reconocimiento. No es una película al uso sobre cuestiones laborales tradicionales (la explotación obrera, las estrategias de lucha, la huelga, los despidos masivos, los accidentes laborales o el paro), sino que pone sobre la mesa un tema actual: en qué medida los sectores de la llamada nueva economía ofrecen apetecibles puestos de directivos que no solo exigen renunciar a principios éticos elementales, sino que, con la dedicación a tiempo completo a la empresa, instauran un tipo de alienación y, sobre todo, terminan con la vida familiar. O dicho de otro modo, hay una nueva forma de explotación obrera que es la deseada por los altos ejecutivos para quienes el trabajo se plantea como una escalada de poder. Pero, además, el guión tiene la habilidad de situar como protagonistas a dos mujeres, con lo que se plantea la reflexión posfeminista de que no necesariamente un empleo bien remunerado contribuye a la liberación de la mujer.

Asimismo subraya la película un aspecto que suele olvidarse en las historias sobre crisis de parejas como es la influencia del medio de vida (la profesión, los horarios de trabajo y, también, los valores y la cultura de empresa) en las relaciones personales y familiares. Es decir, cómo más allá de las historias tan vistas de infidelidades provocadas por encuentros fortuitos, la realidad más cercana explica las rupturas matrimoniales por la evolución de las personas que terminan situándose ante el mundo con valores muy distintos a los de su pareja.

Los personajes están muy bien diseñados con pocos rasgos y son reconocibles a distancia, a lo que contribuye un reparto muy adecuado, con la atractiva Marta Belaustegui, el fotogénico Roberto Enríquez, el rostro apenas conocido de Blanca Oteyza, que es lo más parecido a la dualidad de Sigourney Weaver en nuestro cine, y el resto de eficaces secundarios. Dado el tema, en varias ocasiones los diálogos tienden a la sentencia o a la enunciación de tesis, pero se logra su adecuación con los personajes. Fotografía, música, ambientación y montaje se adecúan sin estridencias a un filme que confía plena y satisfactoriamente en una historia sencilla, con secuencias fluidas sin necesidad de momentos fuertes ni giros sorpresivos. A primera vista es una película con un tono menor, pero se ve muy a gusto, se agradece la voluntad de hablar de la realidad inmediata y, si se reflexiona un poco, permite una identificación mayor. Aunque peque de subjetividad, me hubiera gustado algo más de humor y creo que ello beneficiaría la estructura del guión de intercambio de parejas, que es el único aspecto no realista del filme; pero, en cualquier caso, es una película que merece la pena.




ArribaAbajoEl productor

(Fernando Méndez-Leite, 2006)


Ya es una (buena) noticia el hecho de que se estrene en cine un documental, mucho más si trata sobre cine, y merece un aplauso entregado cuando lo produce una cadena temática (TCM). Y eso que recientemente han sido estrenados unos cuantos documentales sobre cine, a saber, los dedicados al Nuevo Cine Español (De Salamanca a ninguna parte, Chema de la Peña, 2002), al director y actor Fernando Fernán-Gómez (La silla de Fernando, Luis Alegre y David Trueba, 2006), al cine familiar (Un instante en la vida ajena, J. L. López Linares, 2004), al director clásico E. García Maroto (Memorias de un peliculero, Javier Caballero y Luis Mamerto López Tapia, 2005), al cine porno como género (La piel vendida, Vicente Pérez Herrero, 2005), a la defensa del cine como el muy necesario díptico de Carlos Benpar Cineastas contra magnates (2004) y Cineastas en acción (2005) o a los actores (Hécuba, un sueño de pasión, Arantxa Aguirre y J. L. López Linares, 2006). A esta fecunda lista -me temo que en apenas un lustro abarca más títulos que las cuatro décadas anteriores- se suma ahora el trabajo de Fernando Méndez-Leite, de tan rotundo título como El productor, dedicado al vasco Elías Querejeta (Hernani, Guipúzcoa, 1934).

En un momento determinado se dice en este documental que Querejeta es el productor más influyente del cine español: aunque la frase suene excesiva no me cabe la menor duda de que, si no el más influyente, sí es el más importante. O dicho desde otra perspectiva: muy probablemente no hay ni ha habido un productor en nuestro país con un catálogo de la calidad del de Querejeta. Los ha habido más populares en el pasado (Cesáreo González, Ignacio F. Iquino, Benito Perojo) y los hay muy dignos en el presente (Andrés Vicente Gómez, Gerardo Herrero), por citar nombres de productores-cineastas y no meros financieros, pero ninguno alcanza una filmografía de tal envergadura estética (con documentales y películas muy diferentes: véase www.eliasquerejeta.com) ni ha posibilitado la inserción en la industria de tantos nuevos directores. Por tanto, la pertinencia de un documental sobre este cineasta está fuera de toda duda; mucho más cuando se refiere a una profesión en la que apenas existen personas vocacionadas y, por el contrario, abundan los empresarios que solo miran la cuenta de resultados y los oportunistas cazadores de subvenciones.

La película es muy digna, a pesar del aire de biografía autorizada que destila una obra para cuya feliz realización el interesado tenía que prestar material audiovisual. Como es sabido, Querejeta posee una personalidad que se impone, muy exigente con su trabajo, intransigente con el tipo de cine buscado y controvertido en todas las relaciones profesionales que ha tenido. De hecho, con la excepción de Saura, ningún director de los muchos que ha trabajado con él ha aguantado más de dos o tres títulos. Las malas (o informadas) lenguas dicen que es un productor que también quiere dirigir las películas, de ahí su exigencia en controlar hasta el más mínimo detalle de cada obra que produce.

El documental cuenta con testimonios de los principales directores que se iniciaron con Querejeta: Borau, Martínez Lázaro, Gutiérrez Aragón, Jaime Chavarri, Víctor Erice, León de Aranoa... y, sobre todo, de Carlos Saura, con quien más ha trabajado (una docena de títulos). También aparecen otros testimonios complementarios, como los de los productores José Sámano, Agustín Almodóvar y Fernando Bovaira, del actor José Luis Gómez, de las actrices Icíar Bollaín, Ana Torrent y Mercedes Sampietro, del operador Javier Aguirresarobe, del estudioso John Hopewell y de su hija, la directora Gracia Querejeta. Ignoro por qué no se ha contado con Montxo Armendáriz -que ha rodado para Elías cuatro títulos importantes- o de cineastas de los últimos años, como Eterio Ortega o Javier Corcuera.

Se le dedica bastante atención a la época de Saura, pues efectivamente, La caza, La prima Angélica, Pippermint Frappé, Cría cuervos, El jardín de las delicias, etc. no solo salieron a la luz tras las correspondientes batallas con la censura, sino que constituían en el momento de su estreno el único cine español homologable a lo que se hacía en Europa. Se subraya el compromiso de este cine, ya en la transición, con películas de conflictos sociales, delincuencia juvenil, toxicomanías, paro, etc. desde Deprisa, deprisa a Los lunes al sol. Otro segmento extenso es el que ilustra los dos rodajes de Víctor Erice: El espíritu de la colmena y El sur. El célebre conflicto entre el productor y el director de esta última, provocado por la abrupta interrupción del rodaje, es uno de los pocos aspectos críticos del documental, al igual que la desavenencia con el citado Aguirresarobe. Por el contrario, para nada se habla de la pelea con Javier Marías, que terminó en los tribunales, a propósito de la adaptación de su novela en El último viaje de Robert Rylands: parece que se ha pactado ese silencio.

A pesar de las evidentes limitaciones, El productor es un muy necesario documental que resuelve satisfactoriamente el cometido de dar a conocer el cine de Elías Querejeta, un tipo tan singular como necesario en el panorama de la producción española, aunque solo fuera por haber logrado que Erice llegara a la pantalla grande. Más que una página, un capítulo en la historia del cine español.




ArribaAbajoEl silencio antes de Bach

(Pere Portabella, 2007)


Harán bien los nuevos espectadores y los veteranos desmemoriados en fijarse en el primer rótulo de los créditos iniciales de esta película, pues están encabezados por el nombre de la productora Films 59, y hace referencia al año en que se inicia la carrera del cineasta Pere Portabella, hace ya casi medio siglo. Una carrera intermitente y voluntariamente marginal, pues me temo que Portabella ha sido durante todos estos años muchas cosas -gran conversador y político, entre otras- antes que director de cine: cinco largometrajes y una decena de cortos en más de cuatro décadas, algunos de los cuales no ha conocido ni siquiera el estreno y la mayoría con exhibiciones muy reducidas.

También hay que recordar que como productor impulsó Los golfos, el film de Carlos Saura que inaugura el Nuevo Cine Español, y la carrera de uno de los valores más sugestivos de las últimas hornadas, José Luis Guerín, de quien produce el estimulante falso documental Tren de sombras (1996).

Pero llega este año de 2007 y el casi octogenario Portabella vuelve a la escena con una película que participa en el festival de Venecia y el MOMA neoyorkino le dedica una retrospectiva, la primera a un director español tras Buñuel (anteriormente su obra ha merecido la atención de prestigiosas instituciones museísticas como la Documenta de Kassel, el Centre Pompidou y el MACBA barcelonés, amén de retrospectivas de festivales). En tiempos de incertidumbre sobre los canales de exhibición del cine, no está mal que algunos directores (Erice y Kiarostami, Godard) hayan entrado en los antaño sacrosantos espacios de los museos, ahora decantados hacia todo mestizaje, mientras otros (Greenaway, Lynch) reivindican abiertamente la ubicación de su cine en ese ámbito de la creación artística.

El silencio antes de Bach es un ensayo sobre la música en general a través de la figura del compositor alemán. No es una biografía ni tampoco la crónica de una época ni, por supuesto, algún tipo de formato de cine musical, comoquiera que se comprenda esta expresión. Y la perspectiva es muy abierta, hecha desde fuera, pues no se trata de la película de un melómano compulsivo que se conozca cada variación y cada estilema del músico de Turingia.

Más bien estamos ante una aproximación cultural, fenomenológica, de alguien que se asombra de que un artefacto de madera hueca con unas cuerdas sea capaz de generar melodías sublimes. Por ello, no hay aspecto de la música -en el sentido más amplio que esta palabra puede tomar- que no esté presente en la película: los instrumentos en su materialidad, las partituras como transcripciones más o menos fieles, las leyendas de los músicos del pasado, la convivencia con otros ruidos contemporáneos, la preparación espiritual del intérprete, el afinado y otros problemas de los instrumentos, la música vocal y coral, la yuxtaposición de músicas... hasta los crueles villancicos escuchados en un campo de concentración nazi.

En ese terreno difuso, donde el documental y la recreación argumental se dan la mano, El silencio antes de Bach es más una película de secuencias, momentos y poderosas imágenes aisladas que un conjunto coherente en su globalidad, unívoco en su propuesta. Su ensayo le lleva desde el silencio antes de la música de Bach -como indica el título- a las variadas partituras del músico y al caos sonoro más allá de él.

El poderoso travelling inicial del film, con la cámara descubriendo un espacio vacío con paredes blancas, muestra una de las ideas que, según creo, han podido animar al cineasta: la consideración de la música como una dimensión que se suma a las tres del espacio y a la del tiempo, con su potencial de constituir un mundo completo y con su propia capacidad para sumirnos en experiencias singulares.

El autor mezcla algunas secuencias que recrean la época de Bach con esos mismos espacios vistos en la actualidad por turistas que mitifican el pasado, hace un retrato de un sugestivo camionero fagotista, indaga en paradojas como el afinador de pianos ciego, la partitura interpretada por un autómata o los violonchelos en el metro... en un discurso sugestivo, polisémico y dispar.




ArribaAbajoEscuela de seducción

(Javier Balaguer, 2004)


Tras comenzar su carrera como director de largometrajes con Solo mía -un correcto pero previsible drama cuya máxima virtud ha sido llevar a las pantallas el tema de la violencia machista que Icíar Bollaín ha desarrollado con mayor inspiración en Te doy mis ojos- Javier Balaguer opta por una comedia de enredo y moderneces sobre un tema tan poco original -y, por tanto, tan difícil- como la guerra de sexos. No ha estado muy acertado y el resultado es un filme mediocre, que provoca carcajadas en momentos concretos, ofrece digresiones estériles y solo entretiene a ratos.

Cuenta la historia de Óscar, un atildado empleado de unos grandes almacenes donde ha aprendido los gustos y preocupaciones de las mujeres. Queda en paro y se le ocurre poner en marcha la Escuela de Seducción Mon Amour, donde acuden tipos tan dispares como un atlético joven solo deseado por su cuerpo, un curioso estomatólogo que fracasa en el amor o la abandonada esposa de un taxista. Su método es una especie de role playing y no sabemos mucho sobre los resultados... Paralelamente, se siente atraído por Sandra, conductora de un programa nocturno de radio sobre confidencias y autora de un libro provocador, El macho castrado. El reto es evidente: quiere seducir a Sandra cuando escucha de ella una diatriba sobre el amor y contra los hombres. Para ello se hace pasar por un argentino al borde del suicidio y despechado por un amor que llama a la radio, lo que, inesperadamente, lo convierte en un fenómeno mediático.

El guión, muy deslavazado e inflado con materiales heterogéneos, necesitaba a todas luces de un trabajo de depuración para eliminar digresiones y darle mayor consistencia dramática. Así, las secuencias que transcurren en la Escuela de Seducción resultan prescindibles en su mayoría, y hay otros incisos que tampoco funcionan, por más que algunos nos hagan reír, como la conversación en la cafetería con el personaje de Aída de Siete vidas. También sucede que los personajes dejan mucho que desear en su construcción: los dos protagonistas se salvan por el oficio de los actores -Victoria Abril sigue siendo una de las grandes del cine español, lo más parecido a una estrella cinematográfica que hay en nuestras pantallas, y el showman televisivo Javier Veiga funciona bien a pesar de la débil definición de su tipo- y el resto ofrece el esquematismo previsible y poco inspirado del género (el director de la radio, la criada italiana, el dentista) o, simplemente, pululan por la pantalla sin saber a cuento de qué (el amigo del teatro, la chica que interpreta Neus Asensi).

El sentido del humor acumula recursos al absurdo, diferentes formas de travestismo y la esperable relación de amor/odio de toda guerra de sexos. Algunos gags son claramente reciclajes baratos (las caídas en el aparto del gimnasio y del coche a la piscina). Que los materiales se empastan con dificultad da prueba la historia en clave dramática del matrimonio mayor, que no casa con el resto. Tampoco la lógica narrativa resulta coherente (¿qué diablos tiene que ver el rol playing con el aprendizaje de la seducción?) ni proporciona motivaciones a los personajes (¿por qué Sandra se siente atraída por Óscar?).

Conscientes de estas debilidades, los autores del guión emplean un recurso que ya empieza a oler a podrido: distraer al espectador mediante el inserto de cameos, es decir, pequeños papeles para famosos (hay una veintena de ellos) cuya presencia es un guiño para que el público encuentre gratificación en su reconocimiento. La debilidad de esta propuesta es tan evidente que la interpretación de Alejandro Sanz en el clímax constituye un lastre, de ahí que la segunda canción (No es lo mismo) se haya relegado a los créditos finales.




ArribaAbajoEse oscuro objeto de deseo

(Luis Buñuel, 1977)


Mathieu/Mateo es un hombre ya maduro de porte aristocrático, un tanto antiguo, y de clase social acomodada que se encuentra en Sevilla y acude con prisas a una agencia de viajes para buscar un billete de tren para París. Justamente en el momento de coger el tren llega una mujer a la que Mathieu arroja un cubo de agua en la cabeza. Acomodado en el compartimento con una señora con su hija, un juez y un enano profesor de Psicología, se ve obligado a justificar su comportamiento y les cuenta la relación que ha tenido con Conchita. Conoció tiempo atrás en París a «la peor mujer, la peor del mundo. Mi único consuelo es pensar que cuando ella muera, Dios no la perdonará». Empezó a trabajar en su casa como empleada de hogar y Mathieu se sintió progresivamente atraído por ella, quien al tiempo que decía corresponderle, se negaba a una relación más estrecha. La visitó en su casa, donde conoció a su madre, también española, muy religiosa y viuda de un militar. A los pocos días desapareció de improviso.

Meses después, Mathieu es atracado en un parque de Lausana, donde le roban exactamente 800 francos que, al cabo de un rato, le devuelve Conchita, amiga de los jóvenes ladrones. De vuelta a París trata de intimar con ella y le hace regalos; se siente muy fascinado cuando la ve bailar flamenco y tiene celos de Morenito, el joven guitarrista que la acompaña. A la madre trata de sobornarla para conseguir que Conchita vuelva a trabajar en su casa, lo que hace que vuelva a desaparecer la joven.

Tiempo después se la encuentra trabajando en el guardarropa de un restaurante. Reanudan las relaciones y la invita a una casa de campo, pero Conchita lleva una braga blindada y se niega a cualquier relación sexual. Argumenta que si accede a sus deseos la dejará de querer. Mathieu maniobra y consigue que Conchita sea expulsada de territorio francés junto a su madre; regresan a Sevilla y Mathieu aprovecha unas vacaciones para pasarlas en la capital andaluza. Nuevamente se encuentra con ella, trata de seducirla y siente celos al verla bailar desnuda para los turistas. Le compra una casa, pero ella juega a no dejarle entrar y hacerle ver que tiene una relación con Morenito. Definitivamente Mathieu vuelve a París, pero Conchita toma el mismo tren y viajan juntos. Llegados a la capital, admiran el zurcido en una prenda de lencería que una mujer hace un escaparate.

En sus memorias Mi último suspiro escribe el director aragonés «La imaginación es nuestro primer privilegio. Inexplicable como el azar que la provoca. Durante toda mi vida me he esforzado por aceptar, sin intentar comprenderlas, las imágenes compulsivas que se me presentaban. Por ejemplo, en Sevilla, durante el rodaje de Ese oscuro objeto del deseo, al final de una escena y movido por una súbita inspiración, pedí bruscamente a Fernando Rey que cogiera un voluminoso saco de tramoyista que estaba sobre un banco». Aunque no posee la dimensión surrealista de sus dos últimos filmes El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, Francia, 1972) (–») y El fantasma de la libertad (Le fantôme de la liberté, Francia, 1974) (–»), que junto a Belle de jour (1967), entroncan con el Buñuel de los años treinta encuadrado en el grupo surrealista y del que Un perro andaluz (Un chien andalou, Francia, 1928) y La edad de oro (L'âge d'or, Francia, 1930) constituyen su manifiesto cinematográfico, no hay que menospreciar los componentes surrealistas de Ese obscuro objeto de deseo. Además de detalles como ese saco, el ratón cazado, la mosca que cae en la copa, el bebé cerdito, el zurcido de ropa interior o el atraco de dinero limitado, hay dos aspectos centrales que entroncan con esa estética.

En primer lugar la crítica a la burguesía como clase anclada en el pasado (chófer con gorra de plato, mayordomo) y habituada a obtener cualquier capricho mediante el dinero, a hacer prevalecer su poder económico por encima de todo. Y también el tema del deseo sexual y la imposibilidad para su satisfacción que, en este filme, viene a mostrarse como impotencia de la burguesía. Como en otros muchos relatos, ya es un lugar común el hombre mayor (de orden, sensato, respetable) que pierde la cabeza al caer en las redes de seducción de una mujer más joven que juega con él.

Pero Buñuel añade variantes y contextos que enriquecen y otorgan otras dimensiones a este esquema. La duplicación de las actrices para el mismo personaje de Conchita viene a subrayar la diversidad de tipos que encarnan a esa mujer mediante su representación con una pareja antitética: la sensual, espontánea y racial Ángela Molina frente a la delicada y elegante Carole Buquet. El mundo en que tiene lugar la historia está viviendo cambios profundos, donde personajes como Mathieu ya resultan obsoletos y donde hay fenómenos como los atentados terroristas que no se comprenden, fuera de expresar una práctica política netamente nihilista. El relato en sucesivos flashbacks, en primera persona, desde el punto de vista de Mathieu no hace sino subrayar los aspectos más absurdos de la historia y los elementos menos comprensibles, como es el personaje de Conchita a quien el espectador no logra comprender en sus motivaciones porque el narrador tampoco la comprende.

El relato de Pierre Lous, La mujer y el pelele (La femme et le pantin) ha sido llevado al cine en numerosas ocasiones: además de Buñuel lo han filmado Reginald Barker (1920), Jacques de Baroncelli (1928), Josef von Sternberg (1935), Wali Eddine Sameh (1946), Julien Duvivier (1959), Mario Camus (1990) y Alain Schwartzstein (2007). Tras el funesto episodio de Viridiana (1961), con la prohibición absoluta y el rechazo a la nacionalidad española para el filme,era la segunda vez que Buñuel rodaba en España, pues unos años antes había filmado la adaptación de Galdós Tristana (1970) (–»), también una coproducción franco-española con un reparto encabezado por Fernando Rey. Ello da a la novela de Lous unos matices muy particulares, pues el personaje de Conchita, en su sensualidad e independencia, en su pobreza aristocrática, parece emparentado con el mito de Carmen, desarrollado en la literatura, la ópera, el ballet y el cine. Menor importancia para el relato tienen otras dimensiones de la españolidad de la historia, como el baile y cante flamenco o los maleducados guardias civiles que no ceden el paso a un viajero que sube al tren.




ArribaAbajoFamilystrip

(Luis Miñarro, 2010)


El cineasta catalán Lluís Miñarro, hasta ahora productor de cine de culto de carácter minimalista como el de Albert Serra, Marc Recha o Lisandro Alonso, se coloca tras la cámara para un documental de interés humano a medias entre el cine familiar y el diario cinematográfico. Miñarro y sus padres (María Luz Albero y Francesc Miñarro) son los personajes/personas protagonistas que hacen de sí mismos en este documento; en un segundo plano aparece un pintor que elabora un retrato de estos tres y, eventualmente, también se incorporan al encuadre visual y sonoro la sonidista y el camarógrafo. El espacio único es la pequeña sala de estar de un piso de protección oficial donde los octogenarios progenitores del cineasta posan con él para esa pintura; mientras lo hacen desgranan sus recuerdos: la emigración de Andalucía a Cataluña a principios de los años treinta, aún vigente la monarquía de Alfonso XIII, el noviazgo con sus prohibiciones, la boda por lo civil, la movilización del padre con la guerra, su reclusión al final de la contienda, los primeros hijos, la lucha por la vida, etc. Más de seis décadas de convivencia que resumen algunos aspectos de buena parte del siglo XX español.

Solo un par de conocidas canciones sementeras (Georges Moustaki y Jimmy Fontana) se añaden al comienzo y como breve descanso de este filme de 70 minutos; el resto es puro testimonio que tiene la virtud de la honestidad de la propuesta y la gracia de los abuelos, sobre todo de la madre del cineasta, una mujer muy representativa de la generación luchadora y superviviente, llena de sentido común y con la autenticidad que los años proporcionan a quienes no tienen nada que perder. Sin ella prácticamente no hay película, o esta no trasciende el ámbito estrictamente familiar. Porque, en efecto, el interés de la propuesta radica en conseguir que lo que, de entrada, sería una película puramente doméstica, destinada a grabar los recuerdos o servir de memoria familiar -y, por tanto, sin exhibición pública-, se convierta en cine-cine; de hecho, el director indica que la película «nació como un regalo para mis padres en su aniversario de bodas, no con la intención de ser mostrada». Ello sucede también porque este documental es, al mismo tiempo, el diario de un cineasta que, a lo largo de varios días de febrero y marzo de 2009, lleva la cámara para testimoniar el proceso de creación de un retrato con sus padres. Obviamente, esto no es más que un catalizador para lo que se quiere contar, un mecanismo para tirar de la lengua a los padres mientras posan, aunque también hay que subrayar el hecho de que la captación de los rostros y la plasmación de sus imágenes en una pintura no realista tiene bastante que ver con el propio proceso de este desnudo familiar que es el documental de Miñarro. Quiero decir que, al menos en cuanto la elaboración del retrato constituye una metáfora de la construcción de la identidad, se establece un paralelismo con la verbalización de los recuerdos y, en definitiva, de quién es/ha sido uno. Una película distinta y excelente, aunque todo parezca muy sencillo y elemental.




ArribaAbajoHéctor

(Gracia Querejeta, 2004)


Con su cuarta película Gracia Querejeta avanza en una carrera que, afortunadamente, madura por la vía de despojarse de tentaciones de grandilocuencia y pretensiones de profundidad -presentes en los dos primeros títulos y, en menor medida, en Cuando vuelvas a mi lado (1999)- para decantarse por un cine mucho más asequible e inmediato, tanto en la construcción formal como en el público al que se dirige. Ello no ha significado renunciar a un cine con mayúsculas y capaz de permanecer en el tiempo; por el contrario, creo que Héctor es un buen ejemplo de cómo la profundización en los grandes temas no necesita un discurso rebuscado, sobre todo si, como sucede en este caso, hay un guión debidamente trabajado.

A partir de la muerte inesperada de su madre, el adolescente Héctor tiene que irse a vivir a casa de sus tíos Tere y Juan, cuya hija Fany tiene por novio al dueño de la empresa de mudanzas donde trabaja Juan. Héctor vive un momento difícil, se mantiene desconfiado ante cuanto le rodea y se siente culpable de la muerte de su madre. No le resulta fácil adaptarse a la nueva familia -con quien ha tenido poco contacto- y a ello no le ayuda precisamente la aparición de su padre, Martín, un mexicano cuya existencia conoció hace tan solo tres años. La presencia de Héctor supone una transformación en la familia: Tere se vuelca con él desde la mala conciencia de la ruptura con su hermana, Juan tiene una oportunidad en su empleo y Fany se siente agobiada cuando su novio -mayor que ella- le propone vivir juntos.

Querejeta toma estos personajes de clase trabajadora, gente honesta y laboriosa de un barrio cercano a los cruces ferroviarios del sur madrileño, para retratar las dificultades de vivir, convivir y sobrevivir, al tiempo que contar cómo lo inesperado -incluso lo trágico- puede ayudar a remontar la rutina (Tere y Juan), madurar para tomar decisiones (Fany) o abordar un futuro mejor (Gorilo). Y, en resumen (Héctor), cómo la muerte de una madre no tiene porqué suponer la orfandad existencial. Hay mimo en la descripción de los personajes que, como en los mejores filmes, poseen entidad porque tienen un pasado (la infancia de abandono de Héctor, el deambular sentimental de Martín, la historia de infidelidad de Tere y Juan apenas esbozada, los esfuerzos de Ángel...) o porque quedan escritos con pocos pero eficaces rasgos (el cura Tomás, el Gorilo). Ello se aprecia también en el personaje ausente de la madre de Héctor.

La directora usa un estilo directo en el que la cámara siempre está próxima de los personajes, acierta en la escritura de los diálogos, dirige con convicción a los actores (revalidando a Adriana Ozores, descubriendo nuevos rostros como el del protagonista y redescubriendo a secundarios magníficos como Joaquín Climent o Pepo Oliva), ambienta con eficacia, sin exhibicionismos, y utiliza con sabiduría y prudencia los recursos de montaje, como algunos fundidos en blanco y la secuencia de montaje con la canción «Miedo» que hay en medio de la película.

Lamento no poder comentar algunos aspectos para no desvelar al espectador más de lo imprescindible de esta película que es una de las mejores obras que el cine español ha rodado esta temporada, en la misma senda de Te doy mis ojos; me limito a señalar que bajo la historia narrada late un mundo de necesidades afectivas, de acercamiento interpersonal sin prejuicios, de la necesidad de optar con valentía y riesgo, de la asunción del pasado sin culpabilidades ni reproches, de la familia como espacio ambivalente, de las oportunidades que llegan por donde menos se espera... en fin de la vida que va y viene, nos sorprende y, si estamos atentos, nos ayuda a crecer aunque sea a golpes y sin la resignación de hacer de la necesidad virtud.

Cine de realismo social sin discursos que renuncia -y hay que aplaudir también por este motivo- a descripciones sombrías y desesperanzadas para ofrecer un mundo cercano y sombrío, pero en modo alguno triste. Probablemente lo mejor de esta película radique en el calor puesto a la hora de contar la historia, en la empatía hacia los personajes y en la voluntad de componer tipos creíbles. Un cine con mayúsculas que emociona y proporciona conocimiento al espectador por la vía de plasmar experiencias humanas de envergadura. Un título que el lector no se puede perder.




ArribaAbajoHeroína

(Gerardo Herrero, 2005)


La misma costa gallega y la misma ciudad de Vigo con idéntico paisaje de barriadas, grúas de astilleros y, sobre todo, gente trabajadora que lucha honradamente por sobrevivir ya aparecía en Los lunes al sol, la acertada película de Fernando León. A la vuelta de la esquina del bar donde Santa (el parado de frente amplia que encarnaba Javier Bardem) gastaba su tiempo con los colegas hay otro bar donde los jóvenes vigueses se proveen de heroína y programan su suicidio; en el viaje de vuelta de la lancha que cruza la ría donde Santa conoce a la azafata de la degustación -esta vez el día está nublado y no sé muy bien si es lunes- regresan Pilar y su marido de ocultar las pruebas que incriminan a su hijo drogadicto en un atraco.

La historia de Carmen Avendaño, una madre Coraje que ha liderado el movimiento ciudadano contra el narcotráfico en las rías gallegas y ha presidido la asociación Érguete, es conocida. Como también la historia de Sito Miñanco (aquí Pazos), los Charlines, las redadas de Garzón, la expropiación del pazo de Bayón, las dificultades de los aduaneros para perseguir las planeadoras, los casos de policías corruptos, los rumores sobre connivencia con el narcotráfico en la administración de justicia, las facilidades de las sucursales bancarias para blanquear el dinero del crimen, la vista gorda de líderes políticos... en fin, muchos recortes de periódico que se acumulan caóticamente en nuestra memoria y que vienen desde los años ochenta, que es la época en se ubica la historia de Avendaño. Entonces ignorábamos mucho más sobre las drogas, empezando por la condición de enfermos de los adictos-pacientes, y hasta había cierto apoyo social a los caciques de las rías que paliaron las economías de los parados con dinero rápido. Llevó un tiempo llegar a la convicción de que la toxicomanía «es una enfermedad que no se cura pasando vergüenza», como dice acertadamente la protagonista Pilar, alter ego de Avendaño.

Con didactismo y empeño en contar de forma muy ordenada y asequible a todos los públicos, Heroína -título oportuno porque reúne al personaje protagonista y al tema- muestra de forma ejemplar la evolución de Avendaño: la sorpresa por su hijo toxicómano, la terapia del psicólogo, la denuncia del narcotráfico, la sordera de la policía y la justicia, las alianzas con periodistas, las tensiones familiares por su entrega, la incomprensión de muchos ciudadanos... en fin, un viaje sin vuelta de progresivo compromiso que el espectador no puede sino aplaudir. Aunque ese espectador es un espectador indignado, no en vano hay que recordar que algunos protagonistas siguieron delinquiendo durante años: el citado Sito Miñanco fue detenido en 2001, casi dos décadas después de los hechos narrados, y condenado a 16 años por intentar introducir cinco toneladas de cocaína en España. La misma Avendaño fracasó en lo personal al no poder salvar a su hijo.

Cumple con oficio Gerardo Herrero -cuyas obras más personales, como Las razones de mis amigos (2000) o El principio de Arquímedes (2004), son lo mejor de su cine- y acierta en el «casting», la fotografía y la música con temas corales de tradición gallega y las tres canciones de Antonio Vega, Los Secretos y Siniestro Total. Por el contrario, hay detalles de la puesta en escena -el plano insistente del narcotraficante en el bar leyendo el periódico con las declaraciones acusadoras de Pilar- que resultan muy elementales, al igual que el diseño de los antagonistas. El citado didactismo perjudica un relato del que uno esperaría mayor dosis de elipsis, de sugerencias y hasta de poesía, y que encuentra su mayor emoción no en la crónica de hechos, sino en los momentos de intimidad, como las conversaciones de Pilar con su hijo y su marido, respectivamente. Siendo una película pequeña, de dos productoras menores, Heroína cumple sobradamente el objetivo de crónica y de denuncia que se plantea. Pero el material de partida daba de sí como para una obra de mayor envergadura, con un guión más amplio y mayor duración, que profundizara en el narcotráfico y las tramas judiciales y policiales.




ArribaAbajoHonor de cavalleria

(Albert Serra, 2006)


La tarde en que vi esta película en una sala madrileña fue la antevíspera de san Isidro, en el 110.º aniversario de la primera proyección de cine en la capital. No es mala conmemoración para una cinta que, como toda obra experimental, intenta fundar de nuevo el invento de los Lumière. De hecho, en la voluntariosa docena de espectadores que me acompañaba hubo tres deserciones indignadas con lo que la pantalla reflejaba. Aunque sin desechar la posibilidad de un estreno que renuncia de antemano a ubicarse en el IV Centenario del Quijote, creo que hubiera tenido más interés que esta película dialogara con las interpretaciones fílmicas de Pabst, Kozintsev, Gil, Orson Welles y Gutiérrez Aragón; y ocasión ha habido para ello el año pasado en exposiciones, cursos, ciclos de filmoteca, congresos y libros. Una lástima, porque Albert Serra hubiera conseguido infinitamente más eco que el estreno actual, tan marginal.

En una aproximación elemental Honor de cavalleria es una película que pone a prueba la paciencia del espectador al emplear casi dos horas en un no-relato de tiempos muertos y sucesos atisbados y no contados. El público puede llegar a la desesperación con las imágenes de dos tipos que apenas hablan, se mueven o hacen algo en los campos que se quieren manchegos. Incluso habrá espectadores que se enfaden ante lo que consideran una tomadura de pelo, pues, efectivamente, en poco más de diez minutos se podría condensar lo que desfila ante casi dos interminables horas.

Una segunda reflexión nos lleva a considerar esta película como una experimentación sobre el tiempo y sobre la negación de la economía narrativa. Al igual que el Andy Warhol de Sleep (1963) y Empire (1964) -y, más recientemente, el Gus van Sant de Gerry (2004)- Albert Serra pone en escena una indagación sobre el tiempo fílmico que provoca al espectador la pregunta esencial sobre el discurrir del tiempo y lo que sucede en el tiempo. En buena medida, la película es provocativa porque se basa precisamente en lo que el resto del cine o de cualquier narración considera «tiempos muertos» que han de suprimirse del relato. ¿Por qué no narrar lo que otros omiten? ¿por qué no contar lo que sucede cuando no sucede nada? El director no engaña sobre su propuesta y los veinte minutos iniciales establecen claramente las reglas de juego: ninguna acción, personajes estáticos en medio del campo, diálogos breves e «insignificantes», banda sonora limitada al ruido ambiental y ausencia total de intriga o de interés sobre el futuro de la pareja protagonista.

Hay más silencios que palabras y estas tienen muchas repeticiones; hay más expectativas -los personajes esperando algo que no sabemos qué puede ser- que sucedidos. En rigor, en esta película nunca pasa nada, fuera de pequeñas anécdotas explicadas (el baño en el río) o por explicar (hierba cortada con la espada no se sabe para qué); y cuando algo parece que tiene más sustancia (Quijote enjaulado; el encuentro de Sancho con otro hombre) deliberadamente se renuncia a contar algo. La película muestra a Quijote y Sancho vagando sin rumbo por el campo; miran al cielo o al horizonte, se sientan, se levantan, descansan, andan cansinamente, se bañan en un río y mantienen diálogos muy breves y circunstanciales. Todo ello mostrado en pantalla con la mayor de la premiosidad, haciendo más hincapié en los tiempos muertos que en los sucedidos, con los cuatro seres vivos (los dos humanos, el caballo y el asno) constantemente en pantalla. La cámara se sitúa lejos y emplea el zoom para aproximarse a las figuras, abundan los planos generales y da la sensación de tratarse de una cámara oculta que invade la intimidad de los personajes.

Una tercera cuestión es qué tiene que ver esta película con los personajes de Cervantes. No hay adaptación ni traslación ni inspiración. Serra se limita a utilizar los estereotipos (las figuras y la vestimenta) pero no hay diálogo alguno que remita al libro y solo levísimas alusiones al Quijote en la cita de la «edad de oro», en don Quijote enjaulado y en un plano donde el espectador parece identificar la cuerda de los galeotes. Probablemente algún especialista vea más referencias, pero no el común de los lectores y espectadores. Este don Quijote parece más un idealista o un predicador que un loco; es muy paternal con Sancho -que parece deprimido en muchos momentos- le deja a este la iniciativa del camino que han de seguir y habla mucho de Dios, la providencia o la búsqueda de algún paraíso. También ocurre que el Sancho ciertamente grueso es un hombre muy callado, cuyo silencio o las respuestas monosilábicas parecen ser síntoma de algún trauma.

Se puede aceptar el valor de la segunda dimensión señalada -la película como reflexión sobre el tiempo- pero, a mi juicio, el director no acierta ni en la composición de los personajes ni en la relación de estos con el mundo cervantino. Porque, al final, el principal problema de Honor de cavalleria afecta a lo que dice ser y es: un objeto estético, un producto artístico, algo que tiene como nota constitutiva de forma sustancial la exigencia de ser mostrado y admirado. No es un urinario de un bar, sino el de Marcel Duchamp exhibido en un museo. Y el visitante de museo que es el espectador de esta película siente que lo que Serra pone en escena tiene poco interés porque, entregada al idiolecto particular del creador, apenas es capaz de comunicar.




ArribaAbajoHoras de luz

(Manolo Matji, 2004)


Ya se sabe los problemas y limitaciones que conlleva cualquier película que cuelgue el rótulo inicial de «basada en hechos reales». A saber: el guión lastrado por el compromiso de fidelidad a lo real, la voluntad de denuncia o de mensaje que se sobrepone a la construcción dramática, el didactismo de docudrama televisivo de nula ambición estética, la dificultad para la verosimilitud de un contexto social muy conocido por el espectador y, por encima de todo, la exigencia de convertir en historia cinematográfica sólida lo que probablemente no dé de sí más que para un mediometraje. Quiero decir que la mayoría de los reportajes de periódico que llaman la atención de cualquier guionista se pueden contar en 30 o 40 minutos de película; e imaginar la hora restante a base de rellenos y ampliaciones previsibles es el riesgo habitual de este tipo de cine. Porque una historia tan poco común y de innegables valores dramáticos como la de Ramón Sampedro (Mar adentro) o la de Juan José Garfia (Horas de luz) es un regalo envenenado que solo el buen oficio de un guionista logra convertir en una película medianamente consistente.

La guionización de un reportaje periodístico tiene como tres opciones: el documental con testimonios que se atenga con rigor a los hechos, la pura ficción que se inspire en los mismos y, lo que suele ser más común, el trasvase fiel a la realidad en lo básico aunque libre en los detalles. Confieso que esta tercera opción es la que suele dejarme más insatisfecho, probablemente por las dificultades señaladas más arriba. Pero es por la que se deciden Manolo Matji y sus guionistas, a quienes la sabiduría en el oficio les permite salir bien parados de una empresa nada fácil. Porque, no nos engañemos, leer en el periódico la historia de Marimar y pensar en una película es todo uno, pero conseguir un mínimo de originalidad en una historia de amor o en un filme de ambiente carcerlario no está al alcance de cualquiera.

Horas de luz cuenta la atractiva historia real de enamoramiento que experimenta Marimar Villar, una enfermera que trabaja en la cárcel de El Dueso, y el preso Juan José Garfia, confinado en el módulo de los muy peligrosos. Garfia había asesinado a tres personas, se había fugado de un furgón y había encabezado un sonoro motín; es decir, uno de esos tipos antisociales a quienes los funcionarios tratan con la prevención lógica de quien puede resultar la próxima víctima. Marimar es una tenaz mujer que se compromete con cualquier causa perdida; lucha porque los presos clasificados como FIES no sean tratados como animales y, sin darse cuenta, con los sucesivos encuentros, acaba enamorada de la mirada entre resignada y misteriosa de Garfia. Una historia real, sucedida en nuestro país en los últimos quince años, cuyos protagonistas, con los mismos nombres y apellidos, están ahora en la situación en que los describe la película cuando acaba: él cumpliendo la condena de cincuenta años por los tres asesinatos y ella convertida en paciente esposa que lo visita una vez al mes.

Muy en primer lugar hay que subrayar que Matji ha hecho una película honrada en todos los sentidos. Respecto a los protagonistas para no convertirlos ni en héroes ni en villanos; con la propia historia, para no añadir fabulaciones ni poner carne poética en el asador tan prosaico; con las instituciones para no hacer una historia maniquea de «pobre víctima de un sistema penitenciario pseudodemocrático que no hace nada por la rehabilitación de los delincuentes»; y honrada con el propio oficio de guionista para no escribir un remedo de esas tan atractivas como irreales historias cinematográficas norteamericanas de presos (La leyenda del indomable, Brubaker o El día de los tramposos). Esta honradez lleva a descripciones desapasionadas, informaciones mínimas, desnudez en la puesta en escena y, en general, una distancia que no opera a favor de la película cuyo riesgo evidente radica en no encontrar a un espectador que aprecie las renuncias del director-guionista y su opción de tono menor. Solo en los últimos veinte minutos (desde el vis à vis en la cárcel de Picassent), aunque contenidas, hay emoción y tensión dramática.

Esa frialdad resulta tan honrada como extraña para lo que no es sino una historia de amor y una historia de transformación personal (redención, conversión). Aunque sea poco cinematográfico según los usos dominantes, mantener la cabeza fría ante la irracionalidad de una enfermera que se enamora de un criminal o la de un asesino «animal» a quien la dedicación amorosa de una mujer van convirtiendo en un tipo delicado, es un noble ejercicio que evita las emotividades a destiempo y cree en la condición misteriosa última de la realidad (tan misteriosa es la existencia del Mal como del Amor que lo redime).

Hubiera sido más productivo y cautivador para el público la adopción del estricto punto de vista de uno de los dos protagonistas, preferentemente el de Marimar. Pero el director ha hecho su opción, lo que explica la ausencia de explicaciones sobre el pasado de los personajes (con excepción de los crímenes, narrados muy rápidamente), sus pensamientos o sus motivaciones; que se trate de una historia de amor sin emoción ni erotismo o que la transformación del preso apenas quede explicada. En definitiva, la coherencia ha llevado paradójicamente a renunciar a lo más cinematográfico de una historia; con todo, es una película magníficamente rodada, fotografiada e interpretada por Alberto San Juan en su primer papel absoluto, una Emma Suárez en auténtico estado de gracia como actriz y otros actores como José Ángel Egido descubierto por Los lunes al sol como una presencia cinematográfica de primer orden.




ArribaAbajoInconscientes

(Joaquín Oristrell, 2004)


El guionista-director Joaquín Oristrell, poseedor de innegable oficio, ha participado en comedias de interés del cine español, no siempre conseguidas, en los últimos ocho o diez años. Rueda ahora una obra mucho más madura y ambiciosa que sobresale en el panorama de nuestro cine por dirigirse a un espectador inteligente y por estar ambientada a principios del siglo XX.

Puede parecer una cuestión menor, pero creo importante un cine que, sin ser histórico, ubique a sus personajes en otras épocas: ello da variedad y posibilidades a historias que, como es el caso, responden a una mentalidad actual. Dicho de otro modo, lo contado en Inconscientes no podía situarse en la actualidad y el contexto de 1913 -además de la vistosidad de vestuario, localizaciones y decorados- permite una muy pertinente distancia irónica y otorga a los personajes y las acciones una gracia que de otro modo no existiría. Es imprescindible que una cinematografía hable del presente, pero es muy enriquecedor que lo haga del pasado, incluso cuando sea inventado y emplee un punto de vista legítimamente anacrónico1.

Pero también hay que valorar que, frente a la tan abundante comedia de grano grueso -cuando no claramente casposa: los Ozores redivivos con vitola de modernidad que también hay entre los jóvenes directores españoles- dirigida a adolescentes, haya comedias inteligentes (o que presuponen tal tipo de espectador o, al menos, adulto) en línea con las mejores secuencias rodadas por Fernando Trueba, Martínez Lázaro o Colomo. Muchas referencias cinéfilas y literarias, diálogos alusivos, chistes privados y citas que enriquecen la mirada irónica con que se cuenta el deambular de la pareja protagonista2.

Ello lo logra Oristrell con una película sobre psiquiatras deslumbrados por el psicoanálisis en un filme que responde a esquemas de comedia clásica y, por tanto, difícilmente analizable según los procedimientos de la teoría psicoanalítica aplicada al cine. Quiero decir que el psicoanálisis en cuanto teoría explicativa de la sexualidad humana -según explicita el epílogo- no es tomado en serio, solo aparece como referente para indagar en las pasiones, locuras, roles sociales, deseos ocultos e hipocresías de una época no tan distinta ni distante de la actual; por tanto un material muy propio de la mejor comedia.

Todo comienza cuando Alma, una esposa joven y embarazada, se ve abandonada por su marido el psiquiatra León Pardo y acude a su cuñado Salvador. Alma es una mujer resuelta y liberada, que contrasta con el tímido e insatisfecho marido de su hermana. Ambos emprenden una búsqueda a partir de las personas estudiadas en un ensayo de León sobre la histeria y la sexualidad femenina. Cada episodio viene precedido por un rótulo y un marco como si de un viejo álbum de fotografías se tratara y, de alguna manera, condensa algunos aspectos de la visión que el psicoanálisis tiene sobre el sexo. Con elegancia y humor -aunque, a veces, con excesiva condensación- se pasa revista a la hipnosis como método para revelar el subconsciente, la frigidez, la pulsión homosexual, el complejo de ausencia de pene o el travestismo en un deambular aventurero de los personajes que, como subraya la publicidad del filme, tiene algo de indagación a lo Sherlock Holmes.

Sin menoscabo de la estimable labor de los otros actores, el peso recae sobre Leonor Watling, cuya dicción no siempre acompaña a la hermosura y presencia que la caracterizan, y sobre Luis Tosar, que participa por primera vez en una comedia con un resultado aceptable. Ambos cumplen bien, pero uno piensa en la cota que alcanzaría la película si ahora (o aquí) tuviéramos actores del glamour de Cary Grant y Katharine Hepburn...

Inconscientes es una película que saca partido de los esquemas de la comedia clásica y de la cultura cinéfila; muy bien rodada, con una espléndida ambientación histórica y una fotografía deslumbrante en tonos sepia que remite a la época, sabiamente articulada en episodios, bien dosificada en sus dosis de humor, aventura, romance y costumbrismo, hace disfrutar un rato agradable al espectador quien, posiblemente, en un segundo visionado encuentre algún chiste más. Un filme muy agradecido de ver.




ArribaAbajoIo, Don Giovanni

(Carlos Saura, 2009)


Con una notable filmografía musical a sus espaldas, tan rica en formatos cinematográficos como en estilos musicales (danza española, flamenco, tango, sevillanas, etc.), la figura de Carlos Saura parecía bastante apropiada para un proyecto como Io, Don Giovanni. El estreno madrileño, además, ha servido para inaugurar la sala Berlanga (antiguo cine California y antigua sede de Filmoteca Española, en el barrio de Argüelles) que el Instituto Buñuel (SGAE), presidido por Manolo Gutiérrez Aragón, ha abierto para proyectar el cine europeo y latinoamericano que tiene dificultades para estrenarse: no está mal que le haya cabido el honor de esta inauguración a Saura, el más veterano e importante de los directores en activo de nuestro cine.

Se trata de una producción italiana que ha querido jugar con el atractivo de las figuras polémicas (nada menos que Giacomo Casanova, Lorenzo da Ponte, Antonio Salieri y Wolfgang A. Mozart en una misma historia) y las controversias de un ambiente donde se palpa la tensión entre la herencia autoritaria y la modernización del pensamiento en la Europa de la segunda mitad del XVIII, con las pugnas de grupos religiosos o librepensadores (judíos, católicos, masones). Más hete aquí que este proyecto se ha culminado con no pocos problemas, pues al parecer el rodaje estuvo interrumpido un año por insuficiencia de financiación y los juzgados la embargaron por deudas con los constructores de decorados. En primer lugar, las diversas manos por las que ha pasado el guión no han logrado ensamblar debidamente el material: Io, Don Giovanni es una película muy dispersa, prolija, con demasiados cabos sueltos como para que cautive mínimamente; en segundo lugar, ni la fotografía del celebrado Vittorio Storaro ni la ambientación logran el empaque visual que la historia requería. De hecho, la película resulta extremadamente ambigua en cuanto se ven forillos con fachadas de piedra pintadas que se mueven al paso de los personajes o fondos de canales venecianos ostensiblemente pintados. Nada habría que objetar si la opción fuera un decorado no realista (se ha hablado de influencia de Fellini en la recreación falsaria del pasado histórico, aunque me temo que el mundo de Saura se encuentra muy alejado del maestro italiano); pero da la impresión que, impotentes para disimular los fallos, se han visto obligados a asumirlos sin decantarse por nada. Ya lo decía el Almodóvar de sus inicios con Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón: cuando tienes tantos fallos e insuficiencias haces de ellos un estilo.

Sobrada de metraje, necesitada de mayor rigor narrativo en su primera parte, Io, Don Giovanni crece mucho cuando se centra en lo que realmente quiere contar: el proceso de elaboración de la ópera con libreto de Da Ponte y música de Mozart. No es solo que la propia música y los ensayos de una de las grandes óperas de toda la historia posean ya un valor estético de envergadura y que, probablemente sea lo que más ha atraído a Carlos Saura, es que, en ese proceso se hace reflexión sobre la creatividad y hay un juego de espejos entre la realidad y la ficción escénica que le viene muy bien a la película. De hecho, en línea con Goya en Burdeos y la fallida Buñuel en la mesa del rey Salomón,este Saura apuesta por un cine barroco en la puesta en escena y, sobre todo, en los estratos de realidad que maneja, ensamblando presente y pasado, sucesos y recuerdos, hechos y deseos... Pero no siempre sintoniza el espectador con esa pretensión, a lo que tampoco ayuda el reparto, muy desigual en valores e interpretaciones. Por todo ello, el metraje se hace excesivo, premioso y la película se queda a medio camino de muchas cosas, un tanto huérfana, aunque merecía mejor suerte que el estreno casi fantasma y tardío en una sala alejada del circuito establecido.




ArribaAbajoLa buena nueva

(Helena Taberna, 2008)


La directora navarra Helena Taberna tiene en su haber, además de trabajos en vídeo y tres cortometrajes, la estimable reconstrucción del asesinato de la etarra arrepentida Yoyes (1999) y el documental Extranjeras (2003), sobre mujeres inmigrantes en nuestro país. El compromiso social y la perspectiva feminista son evidentes en su filmografía, como también se aprecia en La buena nueva, una oportuna propuesta de cine histórico sobre un aspecto del papel de la Iglesia en la Guerra Civil española.

A través de la figura del sacerdote Marino Ayerra (1903-1988), tío de la directora, se hace homenaje a esa significativa minoría de católicos que se resisten a bautizar el golpe de Franco como cruzada y denuncian la impunidad criminal de la represión fascista. Destinado en el nudo ferroviario de Alsasua (Alzania, en la ficción) durante la contienda, un pueblo de mayoría socialista y ramalazos anticlericales cuyo anterior párroco acabó enemistado con todos, Ayerra intenta en todo momento la conciliación y ponerse de parte de los pobres, sin forzar confesionalidades ni exigir prácticas religiosas. Obviamente es un adelantado a los postulados de libertad de conciencia y libertad religiosa que aceptará la Iglesia en el Vaticano II. El enfrentamiento con carlistas y falangistas va en aumento y se vuelve insostenible cuando denuncia la represión -36 personas fueron asesinadas y arrojadas a fosas comunes-, trata de proteger a republicanos escondidos y llega a favorecer la huida de un joven que va a ser asesinado. Se exilia en Uruguay y, tras secularizarse, se instala en Argentina donde trabaja como traductor y escribe en 1958 No me avergoncé del Evangelio (disponible en edición de Mintzoa de 2002 con el título ¡Malditos seáis! No me avergoncé del Evangelio). La directora tiene en su haber sobre esta misma figura histórica el cortometraje Alsasua 1936 (1994) de media hora de duración, protagonizado por Fernando Guillén Cuervo, y el documental de entrevistas en vídeo Recuerdos del 36 en el mismo año.

La honradez de la propuesta de Taberna está fuera de toda duda. No sabemos si es completamente fiel a los hechos precisos, particularmente en la esfera más personal (la relación del sacerdote con Margari). Incluso se aprecia la inevitable perspectiva de que todo filme histórico habla tanto del presente como del tiempo pasado al que se refiere, como sucede con los apuntes del párroco sobre la localización de las fosas de los fusilados, que entrega al monaguillo para que quede constancia en el futuro... y que parece responder a la muy vigente exigencia de recuperación de la memoria histórica. La historia de Marino Ayerra filmada por Taberna es oportuna porque, dentro del cine sobre la guerra civil, aborda una perspectiva importante -la función política e ideológica desempeñada por el catolicismo- y lo hace no desde el unilateralismo que repite cosas ya sabidas, sino desde quien quiere completar la verdad con hechos minoritarios pero muy significativos.

El resultado es una película consistente, bien rodada e interpretada en la que destacan las localizaciones y la música de Ángel Illarramendi, realmente soberbia; probablemente a la ambientación le falta un punto de realismo en las ropas y los coches o la locomotora del tren, excesivamente limpios, así como en la fotografía, que pedía una textura de envejecimiento, en lugar de la nitidez y el colorido tan poderosos. Pero esto son detalles en un filme bien escrito, que consigue como pocos el equilibrio entre la documentación histórica y una estructura dramática con fuerza, con subtramas, personajes secundarios de interés y temas novedosos como el protagonismo de las mujeres republicanas que confeccionan trajes militares.

Llega a las pantallas en este otoño en que familiares de víctimas, asociaciones cívicas y el juez Garzón han iniciado una causa general para recuperar los cadáveres de personas inocentes asesinadas sin juicio, con total impunidad. Taberna evita todo asomo de ajuste de cuentas y, desde luego, no somete a juicio al nacionalcatolicismo; más bien hay una caritativa mirada hacia la Iglesia que, además de contribuir a la armada ideológica del bando franquista, tuvo miembros comprometidos con el Evangelio -como nos subraya el título- que supieron recitar las bienaventuranzas en medio de la mayor podredumbre moral. Una minoría, pero muy estimable de la España tolerante y dialogante que, décadas después, ha logrado que impere la razón.




ArribaAbajoLa mitad de Óscar

(Martín Martín Cuenca, 2010)


Tras su prometedor debut con La flaqueza del bolchevique, cuya historia podía dar lugar a exhibicionismos o tratamientos morbosos, pero que revela una mano delicada y una sensibilidad poco común, Manuel Martín Cuenca filma la más fría Malas temporadas y ahora La mitad de Óscar con la que profundiza en su opción por un cine de desnudamiento, simplificación y construcción de un espectador activo y urgido a participar de los silencios y la desdramatización de los relatos. Profundización y radicalización en esa línea que practican cineastas como Albert Serra, José Luis Guerín, Jaime Rosales, Roger Gual, Daniel Villamediana, Marc Recha o incluso Felipe Vega, con quien ha colaborado en alguna ocasión. Un audiovisual al borde del postcine en cuanto renuncia a la narración de hechos y a la construcción de personajes y pone por delante elementos como la reflexión sobre el tiempo, la creación de atmósferas o el protagonismo de los espacios y convierte a la elipsis y la omisión de información en el principal recurso estético.

Óscar es un guardia jurado que pasa el tiempo aburrido en una salina semiabandonada; el escaso contacto con otros seres humanos se limita a la escueta charla con un antiguo compañero que le lleva la comida y con su abuelo, enfermo de Alzheimer, a quien visita en la residencia. Cuando este inicia la previsible agonía, es avisada María, la hermana de Óscar, lo que sorprende a este. La chica se presenta con Jean, un novio que se ha echado en Francia, donde vive desde que hace dos años desapareció de la casa que compartía con Óscar, ambos huérfanos y solos tras un accidente aéreo que costó la vida a los padres. Óscar tiene esporádicas relaciones sexuales con una chica, pero no se quita de la cabeza a su hermana, con quien ha mantenido una relación incestuosa.

Según criterios tradicionales, lo que se cuenta en 82 minutos bien podría durar la mitad, pero tanto o más importante que la sustancia narrativa es la reflexión a que invita un relato poético, lleno de luz visible que penetra por doquier y de sombras morales y psicológicas, que renuncia a la música y se encuentra preñado de ruidos y silencios elocuentes. Un cine contemplativo que está fuertemente anclado en la realidad, aunque su realismo sea de nuevo cuño (con la excepción de la conversación del taxista, por otra parte aún más anclada en la realidad con la fuerza que revela su elocuencia), y pida al espectador la colaboración constante en hacer(se) preguntas y en intentar comprender la tormenta interior que agita a los personajes, pero que apenas se atisba.

La novedad -y, al mismo tiempo, la dificultad- de La mitad de Óscar radica en el diálogo que establece con el espectador; desechadas las claves dramáticas y hasta melodramáticas que el tema pedía, desechada la opción habitual de contar una historia o reflexionar sobre un tema ¿qué queda? Por de pronto, resulta poco menos que imposible identificarse con unos personajes enigmáticos, lo que proporciona distancia y frialdad al relato; tampoco es fácil interesarse por la relación entre los hermanos que apenas queda apuntada en escasos minutos al final del filme, en esa secuencia de amanecer en tiempo real con el sol levantándose en la líneas del horizonte marino. El minimalismo disminuye el interés objetivamente hablando, pues hasta el espectador más inclinado hacia este tipo de obra puede quedar insatisfecho con una especie de cuento o relato breve ampliado... salvo que -adoptando la perspectiva a mi juicio más fecunda- el espectador opte por dejarse fascinar por el paisaje semidesértico, la vulgaridad rutinaria del oficio de guardia de seguridad, la soledad del protagonista que se encierra en casa tras el trabajo, el anacronismo (anatopismo) de leer las noticias de Navarra en Almería, el crecimiento del día y la verdad de la relación prohibida de los hermanos, y escuche los ruidos cotidianos y ponga oído atento a los silencios; en fin, se sitúe en otra onda y sintonice con el director cuando afirma «Creo que el silencio es la mejor forma de transmitir el alma. Lo que no se dice y lo que se habla para no decir, esconden lo que verdaderamente importa. Apuesto por un cine que trata de expresar desde el silencio y en donde, a través de él, se habla de los personajes y sus secretos. Me gusta explorar las huellas del alma en el cuerpo, en la mirada y en el espacio. Me gusta creer en las emociones y en sus huellas y no en las palabras y en las ideas. Y, también, y esto es algo que he aprendido del documental, me gusta trabajar en la incertidumbre. La voluntad consciente de contar una historia esconde algo inconsciente que se nos escapa de las manos».




ArribaAbajoLa noche de los girasoles

(Jorge Sánchez-Cabezudo, 2005)


Resulta gratificante un estreno español de un director novel cuando el resultado es una película que, sin deslumbrar por su originalidad ni emocionar por su tema o fascinar por sus personajes, da la sensación de una obra conseguida, sólida, que pone en pie un discurso propio, sin parecidos evidentes con otras películas contemporáneas. Esta es la impresión del abajo firmante ante La noche de los girasoles, un drama con elementos de cine criminal ambientado en un pueblo de la España rural al borde del despoblamiento.

Como sucede con otros cineastas jóvenes, el guionista y director Sánchez-Cabezudo ha escrito una historia de intriga con dos crímenes (una violación y un asesinato por error) y le ha dado la vuelta, alterando también la arquitectura temporal del relato, hasta vertebrarla en seis capítulos que, en parte, son como las historias de distintos personajes, de manera que el aspecto inicial del filme es el de una película de historias entrelazadas. El trabajo de escritura es decisivo en una propuesta como esta, donde se ha de medir cuidadosamente la información proporcionada al espectador a fin de que la reconstrucción que haga de la historia esté debidamente equilibrada con la percepción de los personajes, pues una y otros están a la misma altura. Es decir, que La noche de los girasoles es un relato que cuenta algo, pero tan importante como eso es cada uno de los personajes y el mundo que viven o el pasado que les sostiene como personas. Los seis fragmentos est á n recorridos por una trama de suspense que se resuelve en la ú ltima historia cerrando a su vez cada una de ellas. Como dice acertadamente el director en un texto de presentación de la película «Cada parte adopta el punto de vista de uno o varios personajes principales que pasan a ser secundarios en las demás historias. Esto permite seguir sus recorridos personales hasta que tropiezan con la trama principal permitiéndonos entender mejor de dónde vienen y por qué hacen lo que hacen. No podría hablarse entonces de película de un protagonista y varios secundarios, ni siquiera de película coral, es más bien una historia en la que se suceden los protagonistas que se van pasando el relevo de una historia a otra. Sus decisiones y reacciones harán que la película vaya tomando rumbos tan inesperados como inevitables».

El devenir narrativo comienza con la llegada a un pueblo de dos espeleólogos y la mujer de uno de ellos, Gabi. Esta es violada por un vendedor de aspiradoras industriales que la halla casualmente en medio del campo. Cuando los espeleólogos salen de la cueva se encuentran a Gabi con un shock horrible y, habiendo identificado erróneamente a su agresor, se inicia una lucha que tiene como resultado la muerte de Cecilio, un vecino de una aldea con solo otro habitante. Pero un guardia civil joven les propone ocultar el hecho a cambio de dinero.

Esta información no se da de forma lineal ni se cuenta según el tiempo cronológico, sino en fragmentos focalizados sobre el personaje protagonista de cada suceso concreto. Así, el comienzo es la historia del vendedor que, habiendo cometido un crimen en un campo sembrado de girasoles, sigue su camino hasta que, en un bar, alguien le sugiere marchar a una aldea. Parece broma, pues no hay perspectiva de negocio, pero se encuentra con Gabi que espera la salida de la cueva de los dos exploradores. A continuación es la historia de Gabi, luego del solitario vecino, del guardia civil... hasta los seis capítulos titulados «El hombre del motel» , «Los espeleólogos » , «El hombre del camino», «La autoridad competente» , «Amós el loco» y «El Caimán» .

Tienen mucha fuerza los personajes, sobre todo los encarnados por Manuel Morón (excelente interpretación de un tipo con aspecto de sereno padre de familia y oscuro criminal similar al de El Bola) como viajante de comercio que, en su soledad por los pueblos, se ve dominado por fantasías sexuales, y el de Celso Bugallo como cabo de la guardia civil al borde de la jubilación que añora el cine de John Ford porque ya no se hacen películas así y sabe más de lo que su vida quiere saber en ese momento. O el joven guardia que compone con mucha convicción Vicente Romero. Menos fuerza tiene el de Carmelo Gómez o el de Cesáreo Estébanez (otro secundario de lujo para esta película); incluso me temo que es un error haber incluido a Walter Vidarte (haciendo de Walter Vidarte) en este reparto. Pero lo interesante es que detrás de cada uno hay mucho mundo y las ansias particulares, los sueños o las frustraciones: la vida cotidiana de los guardias civiles, el adulterio difícil de rematar, la rivalidad de vecinos que dura años, la esposa que se siente sola (Gabi), la mujer que ha de equilibrar su papel de hija y esposa, el joven que se ha quedado en el pueblo semidesértico, etc.

Así las cosas, La noche de los girasoles es la noche de la incomunicación, del azar criminal, de la soledad de los pueblos, de las esperanzas inútiles, de las redes del deseo, de la incertidumbre del futuro o del estúpido odio ancestral. Y, quizá por encima de todo, es la crueldad del crimen impune, la falsa esperanza de haber conseguido librarse del castigo, lo que afecta tanto al violador que regresa al domicilio familiar como al guardia civil corrupto y adúltero o a los espeleólogos que se vieron convertidos en asesinos de un inocente. También es la plasmación -en cualquier lugar y en cualquier momento, en personajes cualesquiera- de todas las sombras y oscuridades que acechan al ser humano y le hacen presa del destino o de su propia arrogancia o simpleza. No hay nada heroico ni demoníaco en los tipos que vemos en la pantalla: son tan vulgares como nosotros mismos y, sobre todo, tan frágiles o tan débiles. Pues todos estamos expuestos a que el azar o la estupidez propia o ajena malogren definitivamente nuestras vidas.




ArribaAbajoLa noche del hermano

(Santiago García de Leániz, 2005)


Cuando el debut de un director viene precedido por una trayectoria en el oficio del cine más difícil a la par que de mayor perspectiva (el de productor) el resultado no puede sino lograr la consistencia de La noche del hermano. Con las raíces y la sensibilidad humanista de las otras películas de La Iguana que firma Icíar Bollaín, su socio en esa productora se pone tras la cámara para rodar una obra sólida, un tanto arriesgada por su frialdad y por su renuncia a la pura mecánica de intriga, en la que demuestra su personalidad como cineasta.

El inicio, donde se narra cómo el hermano del título (Álex) asesina a sus padres, es un punto de partida dramático para poner en marcha un relato al que le interesan otras muchas cuestiones. Por ello no se explica el pasado de Álex ni su motivación para el doble parricidio, como tampoco la vida familiar o las relaciones entre los personajes. Porque lo que interesa, en realidad, es provocar la reflexión y conseguir una densificación del drama que es la vida de cualquiera en el momento preciso en que Álex exige a su hermano Jaime la venta de la herencia familiar para huir del país. Y Jaime se encuentra en el centro mismo de la rosa de los vientos, sometido a todas las corrientes -incluida una tramposa (o ambigua, según se mire) presencia femenina- y con sus pies sobre las flechas que señalan todas las direcciones posibles. El relato focaliza la historia sobre ese Jaime adolescente y dubitativo, desconfiado por las circunstancias, en crecimiento con el modelo del abuelo que le dejará más pronto que tarde, tentado y ninguneado por empresarios de inmobiliarias y de discotecas, pero también protegido por la médica del pueblo. Un chico con las dudas de la adolescencia que abandona, la incertidumbre de la adultez anunciada y, en la situación que le ha tocado vivir, agobiado por la exigencia de tomar decisiones rápidas y acertadas: hasta una valla publicitaria de la carretera se lo recuerda («Elige mientras puedas»).

El director pone su oficio al servicio de esta historia con convicción y eficacia, sin alardes, con rigor a la hora de planificar, fotografiar o ambientar. Quizá sobre una música demasiado evidente al principio, pero en todo lo demás consigue un relato fluido, bien interpretado por los debutantes Jan Cornet y Pablo Rivero. La luminosidad mediterránea, tan cálida y agradecida con las texturas de la piel, contrasta con la «oscuridad» emocional del protagonista y de la propia historia. Hay voluntad de respetar a los personajes por el deseo de que alcancen vida propia en la narración, y esto tiene como resultado un relato distanciado, con omisiones sobre lo que los personajes piensan o sienten y renuncias en el desarrollo dramático. Probablemente ello sea la causa del insuficiente público que ha convocado la película tan personal de García de Leániz.

Creo que los personajes secundarios arropan adecuadamente la trama principal, sobre todo el abuelo, con su independencia de experimentado aviador que trata con enorme madurez a su nieto, y la médica lesbiana que encarna Icíar Bollaín, tan maternal y necesaria. Menos fuerza tienen los constructores y el dueño de la discoteca, cuya condición criminal apenas queda explicitada. Hay varios diálogos y momentos memorables, como cuando el abuelo sentencia que «Por cada noche que pasamos en vela perdemos un mes de vida» o cuando María verbaliza la contradicción que vive Jaime en «El querer no se elige, aunque te haga daño». Al final, la citada frialdad es muy relativa, porque la película nos habla nada menos de cómo las personas nos necesitamos y nos cuidamos y, sobre todo, de la necesidad de querernos bien, pues siempre hay un familiar que nos quiere mal, como Álex o como el esposo de Te doy mis ojos.




ArribaAbajoLa suerte dormida

(Ángeles González-Sinde, 2003)


Guionista de algunos títulos con interés del cine español más reciente -entre ellos La buena estrella- Ángeles González-Sinde rueda ahora su primera película con el suficiente oficio como para que el resultado sea correcto sin deslumbrar, incluso insuficiente si el espectador tiene el día medianamente exigente. En el origen de la historia está el caso real del accidente mortal sufrido por un obrero, a quien está dedicada la película, en una mina de sepiolita en 1998. Cuenta La suerte dormida cómo una abogada que ha abandonado su profesión a raíz de la muerte en accidente de coche de su hijo y su marido y que vive recluida e incapaz de superar ese trauma, se ve comprometida con unos amigos cuyo hijo ha muerto en un accidente laboral en una mina junto a las obras de ampliación del aeropuerto de Barajas. A medida que indaga en el turbio asunto (la obra carecía de medidas de seguridad, el fallecido no tenía permiso para manejar el camión, las máquinas no eran las adecuadas, la empresa subcontratista está amparada por un cargo político, etc.) comprueba el desprecio hacia la vida que existe en los aprovechados de siempre y, lo que es más importante, emprende una transformación superadora del enclaustramiento adoptado por la muerte de sus familiares.

No hay muchas novedades en esta historia que González-Sinde rueda con eficacia y convicción, aunque se le vaya la mano en algún momento (secuencia en que recoge la arena del reloj roto y se la entrega a su padre diciéndole que ése es el único tiempo que ha podido recuperar, con una metáfora inverosímil de tan forzada). Y tampoco las dos líneas narrativas (investigación del accidente y superación de la muerte del marido y del hijo) logran imbricarse como para que se plasme con garra la interdependencia necesaria. Pero el guión y la dirección creen en personajes diseñados e interpretados con corrección (los encarnados por Pepe Soriano y por Félix Gómez, además del de Adriana Ozores), lo que equilibra el resultado global y proporciona al filme durante el visionado más entidad de la que, en el fondo, posee. Son estos personajes, la ausencia de toda pretensión y la opción «intimista» en una historia que podía dar lugar al típico filme de abogados con giros narrativos sorprendentes -según el muy recurrente modelo norteamericano- lo que el espectador acaba agradeciendo.

En todo caso, no se puede dudar de la oportunidad del estreno de un filme que llega a las pantallas a los pocos días de una inexplicable sentencia judicial sobre un accidente de trabajo. Recuerdo al lector que un tribunal barcelonés falló que el obrero que había quedado tetrapléjico por una caída debida al incumplimiento de las normas de seguridad por parte de la empresa era responsable de su accidente, lo que ha desatado incluso la alarma del Poder Judicial. El final de la película es insatisfactorio como la vida misma, en la que el poderoso siempre triunfa, muchas veces porque el débil prefiere la comodidad asegurada por unas perras a una lucha larga y desigual. Esta dimensión sociológica de La suerte dormida no puede ser despreciada en un cine español cuyo compromiso con el presente no es todo lo frecuente que debiera.




ArribaAbajoLa vida que te espera

(Manuel Gutiérrez Aragón, 2003)


Salvo cuando toma textos ajenos (las adaptaciones de El Quijote para televisión y para el cine), cuando se deja tentar por la comedia (La noche más hermosa y Cosas que dejé en La Habana) o disfruta con el valor de la narración (El rey del río) Manuel Gutiérrez Aragón es un cineasta de ideas antes que de historias; es decir, un director que escribe y rueda para poner en pie un mundo poblado de intuiciones, obsesiones o convicciones, un mundo reflejo fantaseado del inmediato a cuyo servicio están las historias y los personajes necesarios en el cine de ficción. Y los espectadores -atentos al qué del relato, a la motivación de los personajes y a la causalidad de la narración- no siempre aprecian el trasfondo que anima al cineasta.

En el caso que nos ocupa, ciertamente La vida que te espera -título que parece referirse al inquietante final con la pareja de enamorados sumergiéndose en la oscuridad de un túnel- es un filme extraño, al menos porque la historia dice menos que el mundo construido. El propio director opina que ha rodado una «película degenerada» -sin que el abajo firmante sepa bien si se refiere al desguace de los géneros o a la descomposición de la cultura pasiega- aunque bien se puede comprender como drama rural, thriller o western. Y es extraña porque ni se decanta por una estructura de género, ni ofrece un discurso lineal o una clave evidente para que el espectador se ubique. Dicho de otro modo, es una película que, a medida que avanza, introduce nuevos hilos narrativos y resquicios de interpretación que relegan a un segundo plano los hechos narrados. Básicamente se cuenta la historia de Gildo, un ganadero que vive con sus dos hijas (Val y Genia) en una cabaña del valle del Pas. Por una disputa sobre la vaca Vanesa, Gildo mata a su vecino Severo; Val se enamora de Rai, el hijo de Severo que ha abandonado el medio de vida familiar y regresa ahora por la muerte de su padre. Las dos hijas se debaten entre dejar atrás la vida sacrificada de las cabañas y ayudar a su padre, cada vez más cercado por la Guardia Civil...

Como en Habla mudita, su primer filme, y en El corazón del bosque, Gutiérrez Aragón se siente atraído por el mundo rural de su Cantabria natal y los personajes callados y duros que mantienen sus convicciones con testarudez. En este caso se trata de constatar el final del estilo de vida de una minoría mitificada, los pasiegos, acosada por las cuotas lecheras de la Unión Europea y el turismo rural; y hay un homenaje a ese mundo pasiego de gente autosuficiente y trashumante, muy apegada a la tierra, donde las lindes de los prados y las vacas son sagradas y se anteponen a las relaciones familiares, y donde los conflictos se superan con el silencio («Lo que no se habla, se borra»).

Los valores de pasiegos como Gildo -un personaje tan bien definido con sus palabras y sus silencios, su agresividad y su ternura, como bien interpretado por Juan Diego- y Severo contrastan con los de sus vástagos, la generación joven que quiere dejar la vida aislada, en una encrucijada que queda plasmada en la amalgama del ordeño y las discoteca, de las cebillas y los nombres snobs (Vanesa), del abono orgánico de los prados y la danza del vientre, de la huida de Gildo y la relación amorosa de Rai y Val. Ello explica la citada rareza de un filme que comienza como drama rural (episodio de la vaca, el secuestro de Val y el asesinato), posee descripciones etnográficas (haces de hierba sujetos con una vara de avellano, el cuévano a la espalda), avanza con una relación amoroso-pasional, emplea elementos del western (las lindes, la huida) y hasta de aventura (concurso de ordeño) y junto a referencias realistas de topónimos (Ontaneda, Selaya) y nombres (Valvanuz, Barquín, Abascal) que ubican la acción en el espacio definido ya en los rótulos iniciales (Valle del Pas, Cantabria) o del nunca inaugurado túnel de la Engaña, se vale de símbolos, esquemas más universales o tratamientos que rechazan el realismo (escena amorosa en el pajar).

En el fondo, la encrucijada del mundo pasiego en proceso de extinción contiene contradicciones e hibridaciones que tienen su correlato en el tratamiento de la película, igualmente híbrida para que en ella coexistan el realismo, la fantasía, la intriga, el romance o la crónica. Que el espectador se sitúe en esa misma onda y sea capaz de emplear una vara de medir distinta para cada secuencia no es fácil, pero la trayectoria de Gutiérrez Aragón no engaña a nadie. Además de la citada interpretación de Juan Diego y de los otros tres personajes principales hay que ponderar la banda sonora con sus breves fragmentos de música de resonancia folk. Menos convincente resulta una fotografía que, habiendo renunciado al cromatismo de los extraordinarios exteriores naturales, parecía necesitada de mayor enjundia poética que superase el tono mate y monocorde. La vida que te espera es un filme de emociones contenidas y reflexiones de fondo que no se lo pone fácil al espectador, pero que hay que valorar en su apuesta de cine transgenérico.




ArribaAbajoLas 2 vidas de Andrés Rabadán

(Ventura Durall, 2008)


Una propuesta como Las 2 vidas de Andrés Rabadán estaba llena de riesgos, casi destinada al fracaso. Ello es así porque, además de los retos que plantea una opera prima, se trata de una película basada en hechos reales -constreñida, por tanto, por la verdad histórica- que prácticamente se ubica dentro de un género tan codificado como el cine carcelario y que aborda una cuestión de debate permanente e imposible resolución, como es conocer con garantías si un convicto puede ser excarcelado sin constituir un peligro social.

Andrés Rabadán está en la cárcel desde 1994, acusado de haber asesinado a su padre con una ballesta y de haber provocado el descarrilamiento de tres trenes. Considerado enfermo psiquiátrico permanece recluido con una condena de veinte años, aunque los médicos que evalúan su estado no parecen llegar a un diagnóstico sobre el grado de curación. En prisión se enamora de una funcionaria que abandona ese trabajo y se compromete con él. El director entró en contacto con este hombre y ha filmado dos películas, la segunda de ellas, titulada El perdón, pendiente de estreno. En ellas plantea más preguntas que respuestas y las cuestiones a debatir alcanzan un interés más que notable en la sociedad actual que tiende a criminalizar demasiadas conductas y a olvidar la condición rehabilitadora, además de punitiva, que ha de poseer toda condena judicial. En cuanto historia de amor no es absolutamente original, pues aún tenemos reciente Horas de luz (2004), donde Manolo Matji cuenta la atractiva historia real de enamoramiento que experimenta Marimar Villar, una enfermera que trabaja en la cárcel de El Dueso, y el preso Juan José Garfia, confinado en el módulo de los muy peligrosos.

El director sortea los riesgos indicados para poner en pie una película sencilla, pero no simple, que convence y conmueve a partes iguales. El talante documental es inevitable, pero se encuentra bien compensado con una arquitectura dramática muy equilibrada, sin subrayados ni estridencias. No quiere (en realidad, siendo honrado, no puede) cerrar la historia para dotarle un final más o menos convincente o para pronunciarse sobre la cuestión central del debate; ello hace que la película adquiera un tono menor, como de esbozo o crónica limitada. Pero hay mucha sabiduría cinematográfica en la puesta en escena y un esfuerzo admirable en hacer cine de/con la verdad por delante.



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