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Libro cuarto

(Continuación)



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Capítulo LXXIII

Cómo Sandoval vino a Tapaniquita, don de Cortés estaba, y de cómo vinieron los cempoaleses a quexarse de Narváez, y lo que sobre ello pasó.

     En el entretanto que estas cosas pasaban, el campo de Cortés, marchando poco a poco, vino a Cotastla, donde estuvo tres días padesciendo gran nescesidad de comida, porque sin los indios de servicio y otros muchos que acompañaban el campo, los españoles eran docientos y más, y comieron solamente ciruelas, que a ser de otra nasción, se corrompieran y murieran los más. De allí, nada hartos, partieron para Tapaniquita, donde hallaron algún refrigerio, porque hallaron un poco de maíz que comer. Detuviéronse allí cuatro días, así por esperar a Gonzalo de Sandoval, que andaba huyendo por la sierra arriba con la gente de la Villa que había quedado en la mar, como por rehacerse del trabajo y hambre que en el pueblo antes habían padescido. Al cabo de los cuatro días, a toda priesa, llegaron unos indios con cartas de Sandoval, las cuales contaban cómo había desamparado la Villa por no juntarse con Narváez, y las demás particularidades que cerca dello acaecieron, y que aquella noche sería con su Merced. Estuvo Sandoval y los suyos casi un día en pasar el río. Holgóse mucho Cortés con las cartas, subió luego a caballo con otros algunos caballeros y salió a rescebir a Sandoval, así porque lo merescía, como porque hacía mucho al caso su venida, para salir con la demanda que llevaba. Llegó bien tarde Sandoval, abrazólo Cortés, holgóse por extremo con él, que era valiente y de buen seso; fue hasta entrar en el pueblo, preguntándole muchas cosas, cenaron luego, aunque no, eran menester muchos cocineros para adereszar la cena, que era poca y ruin.

     Otro día, a las ocho o las nueve de la mañana vinieron muchos indios con dos principales: el uno se decía Teuche, y el otro Arexco, los cuales, en nombre de los demás que con ellos venían, se quexaron a Cortés gravemente de Narváez y de los suyos, diciendo que era tabalilo, que quiere decir en su lengua «malo» porque no hacía justicia a ellos ni a los demás indios que de los suyos se quexaban, por las fuerzas y robos que les hacían, no dexándoles pato, gallina ni conejo que no se lo robasen, y que lo que más sentían era que les tomaban las hijas y mujeres, usando dellas a su voluntad, haciéndolos trabajar por fuerza, e que a esta causa se habían ido muchos del pueblo, y que si él no lo remediaba, presto se irían todos los demás; que viese lo que más convenía, porque ellos no harían más de lo que él mandase, pues le tenían por señor y no conoscían a otro que a él.

     Cortés sintió mucho el mal tratamiento de los cempoaleses, aunque justificaba mucho su causa, condoliéndose dellos, lo que ellos tuvieron en mucho; dioles las gracias; rogóles se volviesen a Cempoala y que comunicando el negocio con sus deudos y amigos, se saliesen del pueblo para cuando él llegase, porque había de echar fuego a las casas y a los españoles que en ellas estaban, por ser malos y de mal corazón y que no eran de su casta y generación, sino de otra que ellos llamaban vizcaínos.

     Los indios, con esta repuesta, dándole muchas gracias y besándole las manos, se volvieron muy contentos, diciendo que saldrían del pueblo luego que supiesen su venida y que le ayudarían con todas sus fuerzas, viniendo a las manos con Narváez, a quien deseaban ver fuera de su tierra por los malos tratamientos que les hacía y había hecho.



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Capítulo LXXIV

Cómo antes que esto pasase tornó Narváez a inviar otros mensajeros a Cortés a requerirle con las provisiones, y de lo que sobre ello pasó.

     Primero que esto subcediese, como Narváez vio la burla que Cortés había hecho dél en prenderle los primeros mensajeros, entró en consejo con la Justicia, Regidores y Oficiales de Su Majestad y con algunos otros caballeros y personas principales, y con mucha indignación dixo cosas de Cortés que ni cabían en él ni, aunque cupieran, eran para caber en boca de persona tan principal; finalmente, después de haberle ido a la mano en esto, se determinó que fuesen tres personas hábiles y de confianza con unos treslados de las Provisiones reales a requerir a Cortés. Los que inviaron fueron Bernardino de Quesada, Andrés de Duero y, por escribano, Alonso de Mata, que es hoy Regidor en la ciudad de Los Ángeles. Otros dicen que fueron Andrés de Duero y Joan Ruiz de Guevara, clérigo, con el mismo Alonso de Mata, los cuales toparon con Hernando Cortés cerca de un pueblo que se dice Chachula. Estonces Alonso de Mata, conforme a la instrucción que llevaba, comenzó a requerir a Cortés, el cual, llegándose a él, le prendió luego y le tomó los recaudos sin que pudiese leellos; y porque los otros, ora fuesen Joan Ruiz de Guevara y Andrés de Duero, ora Andrés de Duero y Bernardino de Quesada, porque eran muy sus amigos, aunque los detuvo consigo tres o cuatro días marchando, nunca les hizo mal tratamiento; antes Alonso de Mata, según la información que él me dio, presumió que había entre ellos tracto doble contra Narváez. Pasados estos días los invió a todos y con ellos a dos personas muy principales de su real, que fueron Alonso de Ávila y Joan Velázquez de León, para requerir a Narváez que, pues no quería venir en ningún buen concierto y hacía mal tratamiento a los indios y alteraba la tierra, que so pena de la vida, con todos los suyos se saliese della, los cuales, como eran valerosos y sabían que tenían muchos de su parte en el real de los contrarios, hicieron el requerimiento a Narváez sin que osase ofenderlos en cosa.

     En el entretanto que estas cosas pasaban, iban y venían espías, entrando en el real de Narváez algunos españoles, que ya eran lenguas, en hábitos de indios, tomando aviso de otros sus amigos de todo lo que en el real pasaba, que no poco daño hizo a Narváez, aunque mucho mayor se lo hizo su gran escaseza y ruin condisción, de la cual, por ser tan contrario, Cortés, no solamente sustentó los amigos, pero allegó y atraxo a sí a los enemigos, a los cuales se fue acercando poco a poco hasta llegar a Tapaniquita, adonde un Joan de León, clérigo, y Andrés de Duero, hablaron a Cortés no se sabe qué, más de que los despidió con buena gracia y muy contentos.

     Prosiguiendo adelante el camino, salieron otros dos españoles del campo de Narváez, que también, según dice Mata, que se halló presente, paresció que trataban más el negocio de Cortés que el de Narváez, y como esto vio Mata, cuando se halló con Narváez, le dixo que mirase por sí y no se descuidase punto, porque algunos de los suyos le tractaban traición, e que Cortés era muy sagaz e artero, afable y dadivoso, e que a esta causa sabía salir con negocios que otros no osaban intentar, y que no convenía se metiese, en casas y cues, sino que con su gente puesta en orden esperase a su enemigo en el campo, donde, pues tenía tanta más gente que él, podría ser señor y hacer lo que quisiese. No paresció bien a Narváez este aviso, porque pensaba que todo se lo sabía, y porque el que está acostumbrado a oír lisonjas, no le sabe bien la verdad, especialmente dicha por el inferior con alguna reprehensión.



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Capítulo LXXV

Cómo, sabiendo Narváez que Cortés se acercaba, salió al campo y ordenó su gente, y de la plática que estando a caballo hizo a los suyos.

     Entendiendo Narváez que Cortés se venía acercando, y la determinación que traía, aunque le tenía en poco, por la pujanza de su exército, salió al campo con toda la gente, y no para tomar el parescer de Mata y de otros, que deseaban la victoria, sino para tomar contento y presunción con la vista de los suyos; ca sabía que los más eran buenos caballeros e que Cortés, aunque los traía tales, entre todos no traía más de docientos y cincuenta hombres. Ordenando, pues, su gente y haciendo alarde della, halló que traía novecientos y tantos hombres de guerra, de los cuales eran los ciento (según algunos dicen) de a caballo, y según otros, ochenta. Halló que traía muchos escopeteros, y ballesteros y algunos buenos tiros, y finalmente, todos muy bien adereszados, y a lo que parescía (aunque después se vio lo contrario) todos deseosos de venir a las manos con los enemigos; y cuando los tuvo puestos en concierto y orden de batalla, haciendo señal de que con atención le oyesen, desde el caballo les habló desta manera:

     «Valientes caballeros, escogidos entre muchos para tan próspera jornada: Ya veis la sinrazón que Cortés tiene y usó con Diego Velázquez desde que salió del Puerto de Sanctiago de Cuba, alzándosele con todas las preeminencias que a él como a Adelantado y Gobernador pertenescían. Vosotros sois muchos más en número y no menos valientes en esfuerzo que nuestros contrarios; traemos muchos más caballos, más escopetas y más tiros, y no solamente somos más poderosos contra ellos, pero contra todos los indios que en su favor saliesen. Viendo yo esto, no he querido venir en ningún partido de los que Cortés me ha ofrescido, porque no es bien que el criado parta peras con su señor, y porque sería flaqueza y pusilanimidad que de lo que no es suyo nos diese parte, y que nosotros, viniendo a ser señores y a hacer justicia por los desaguisados que ha hecho, nos hagamos sus iguales, haciéndonos particioneros de sus delictos, pues los encubrimos; y porque sé que me podríades decir lo que muchas veces algunos de vosotros me habéis dicho que, en tierra tan grande, tan extraña y tan poblada, no conviene que vengamos en rompimiento con los de nuestra nasción, porque vendremos a ser menos, y por consiguiente menos poderosos contra los indios: respondiéndoos a esto, digo que viniendo en concierto, adelante no han de faltar disensiones, porque el mandar no admite igual, y vosotros, porque venís, y ellos porque estaban, habéis de tener pendencias y contiendas, e así será peor la discordia e invidia interior, que el rompimiento de presente, cuanto más que ellos son tan pocos y tan mal proveídos de armas, que sin mucha sangre los podemos tomar a manos y hacer dellos lo que quisiéremos. Quedará un caudillo y uno que os honre y favorezca y ellos no tomarán más de lo que vosotros les diéredes, reconosciendo para siempre vuestro poder y autoridad.

     »No tengo más para qué esforzaros, pues cada uno de vosotros puede ser tan buen Capitán como yo e animar a otros, y no es menester esfuerzo donde sobra la razón. La ventaja está conoscida y la victoria delante de los ojos; si queréis, no hay quien nos ofenda, y tampoco creo que hay entre vosotros hombre de tan mal conoscimiento ni tan desleal, que quiera más para Cortés que para sí. E porque en esto estoy desengañado, concluyo con deciros que vuestro es este negocio más que mío. Dios nos favorezca e ayude, e con tanto nos volvamos a nuestros aposentos.»



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Capítulo LXXVI

Cómo Narváez se volvió a su alojamiento y de lo que de su plática sintieron y dixeron los suyos.

     Hecho este razonamiento, que era hacia la tarde, sin esperar más respuesta. Narváez mandó hacer señal de que todos se recogiesen a sus alojamientos, aunque algunos de los principales que a caballo estaban con Narváez le dixeron que, pues se acercaba Cortés, que era mejor esperarle en el campo que no en los aposentos. Narváez les respondió: «¡Anda, y hase de atrever Cortés a acometer en el campo ni en poblado, aunque ha hecho fieros!; él debe de venir como el que no puede más, a ofrescerse a lo que yo quisiere.» Con esto, andando hacia los aposentos, la gente le siguió, la cual después que estuvo en los alojamientos, como suele acaecer donde hay muchos, tuvo diversos paresceres. Unos que deseaban lisonjear a Narváez, que eran de su parescer y condisción, decían que había hablado muy bien y que tenía razón en todo lo que había dicho, porque todo pasaba al pie de la letra como él lo había tratado, e que con cuatro gatos, en el campo, ni en poblado, por muy atrevido que fuese Cortés, no osaría emprender negocio tan dificultoso.. Otros que mejor entendían las cosas, contradiciendo a éstos, decían: «Mal entendéis los negocios y mal conoscéis vosotros a Hernando Cortés; él y los suyos han trabajado y están hechos a los trabajos; han usado de todos buenos comedimientos, y para echarlos de su casa es menester mucho, y así, como aquellos que vienen a defenderla, pelearán como leones desatados, e suelen los pocos, ayudados de razón y justicia, las más veces vencer a los muchos que lo contradicen.



Hernando Cortés ha hecho lo que ningún Capitán en las Indias; es muy sabio y muy valiente, muy liberal y muy afable y el que primero se pone a trabajos; y si algún pleito malo tenía, él lo ha hecho bueno por justificar tanto su causa; y si del ave que él ha cazado no le quieren dar una pierna, bien es que la defienda toda, y veréis cómo cuando no nos catemos, ha de dar sobre nosotros, de manera que no nos demos a manos para defendernos, cuanto más para ofendelle, y esto será así por lo que barrunto de los amigos que en este real tiene y porque siempre he visto, que el soberbio cae a los pies del humilde e reportado.» Otros hablaban otras cosas, poniendo en dubda los negocios; otros, sin hablar, mirándose, se entendían; otros por corrillos hablaban de secreto, y los que tenían gana de vencer a Cortés y gozar de lo que él había trabajado a voces decían a Narváez: Señor, salgamos al campo y pongámonos en orden, que para tan pocos, o contra muchos mejor estaremos allí que no metidos en casas, donde no seremos señores de nuestros caballos.»

     Toda esta confusión y variedad de paresceres había en el real de Narváez, y lo más de lo que pasaba sabía Cortés e ayudábales mucho para lo que luego hizo. Narváez a la boca del patio de sus aposentos mandó poner los tiros gruesos para defender la entrada si acaso Cortés viniese de repente; invió sus espías dobles, ordenó su gente, la que de pie era menester, en sus aposentos; la de a caballo puso, como después diremos, en otras partes; y así, aunque con sus velas, comenzaron a reposar la noche, y en el entretanto, que todas estas cosas pasaban, hacía Cortés lo que diré.



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Capítulo LXXVII

Cómo Cortés partió de Tapaniquita y pasó un río, y del peligro que en él hubo y cómo de la otra parte oían las escopetas y tiros del real de Narváez.

     Muy en orden iba marchando Cortés, cuando llegó a un río que dicen de Canoas, el cual, como iba crescido y no se sabía el vado, dio bien que hacer a los de Cortés, porque unos buscando el vado, otros haciendo balsas, se ahogaron dos españoles, de que no poco pesar rescibió Cortés por la falta de que, siendo tan pocos, le podían hacer; pero como era muy cuerdo y cristiano, conformándose con la voluntad de Dios, mandó que ninguno entrase en el río sin que él estuviese presente, y así, después que se hobieron hecho algunas balsas y sobre ellas anduvieron algunos mirando el río, y otros con palos largos entraban por diversas partes de la orilla, tentando hasta bien abaxo donde el río se tendía mucho y no podía ir recogido, hallaron un muy buen vado, aunque no tan baxo que no les llegase en muchas partes el agua a más de los pechos. Desta manera, los unos en balsas, y los otros por el vado, pasaron el río, y estando pasando el río, que casi la mitad de la gente estaba de la otra parte, vieron venir por unos medanos de arena dos hombres. Creyeron ser espías de Narváez. Canela, el atambor, tocó al arma, y así, en son de guerra, salieron a ellos algunos, y acercándoseles conoscieron que eran Joan Velázquez de León y Antón del Río, los mensajeros que Cortés había inviado a Cempoala, los cuales, ya que Cortés con la demás gente estaba de la otra parte, le dieron la repuesta de Narváez, diciendo que por ninguna vía quería conciertos; que le tenía en poco e hacía burla dél, viéndose pujante, aunque en el real le hacían saber había muchos, y de los principales, que le eran aficionados; díxole otras cosas aparte, en secreto.

     A aquello y a lo demás, en público, dixo Cortés: «Ahora, pues Narváez no quiere ningún medio, o morirá el asno o quien le aguija; que bien es primero perder la vida que la honra y la hacienda, habiendo lo uno y lo otro ganado con tanto sudor y trabajo.» Con esto, haciendo alto de la otra parte del río, oyeron los tiros y escopetas del campo de Narváez.



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Capítulo LXXVIII

Cómo, diciendo a Narváez que Cortés venía ya dos leguas de Cempoala, le salió al encuentro una legua de camino, y como no le topó se tornó a sus aposentos.

     Como los indios de su natural condisción son noveleros y siempre en lo que dicen añaden o quitan de la verdad, y aquella tierra estaba muy poblada dellos, no se meneaba Cortés que Narváez no lo supiese, ni Narváez sin que Cortés lo entendiese, el cual, como había hecho alto en el río, que estaba tres leguas de Cempoala, los indios espías de Narváez, a gran priesa, le dixeron cómo Cortés estaba ya una legua y menos del pueblo. Narváez, creyendo ser así, e por hacer lo que muchos de sus amigos le habían aconsejado, determinó de salir a buscar a su enemigo. Dicen algunos, entre los cuales Motolinea, que delante de Joan Velázquez de León y Antón del Río, mensajeros de Cortés, hizo alarde de la gente, para que llevando la nueva de lo que habían visto, atemorizasen a Cortés; y que después de hecho el alarde, poco antes que mandase hacer señal de partir, volviéndose a Joan Velázquez, le dixo: «Señor Joan Velázquez: Muchas veces os he dicho que por ser deudo de Diego Velázquez, e por vuestra persona, deseo que sigáis lo más seguro; ved, pues, ahora cómo os podréis defender, siendo tan pocos, de nosotros que somos tantos.» Joan Velázquez le respondió: «Señor: No puedo ya perder más que la vida, y no dando vuestra Merced algún concierto, no puedo dexar a Cortés. Dé Dios la victoria al que tiene justicia, pues Dios es sobre todo.»

     Con esto dicen que Narváez despidió a Joan Velázquez y a su compañero, mandando luego, que ellos lo oyesen, dar un pregón, diciendo que daría muy buenas albricias al que le traxese muerto o preso a Hernando Cortés. Dado el pregón, hizo un caracol con los infantes, escaramuzó con los caballos, hizo tirar el artillería, y éste era el ruido que Cortés y los suyos oyeron a la pasada del río. Esto hizo por dos fines: el uno por que Cortés se rindiese si venía tan cerca como le decían, oyendo el mucho espacio de tiempo que había durado el disparar del artillería y escopetería, y el otro, atemorizar los indios de la comarca, que nunca habían oído tan gran ruido ni visto tanta gente barbuda armada, por lo cual el Gobernador que en aquella provincia tenía Motezuma le dio un presente de mantas e joyas de oro en nombre del gran señor, ofresciéndosele mucho para todo su servicio; y no contento con esta manera de lisonja, con ciertos indios, por la posta, invió pintado a Motezuma el alarde que Narváez había hecho, diciendo cómo salía al encuentro a Cortés, que no poco contento dio, a Motezuma y a los mexicanos, paresciéndole, como era, que peleando los unos con los otros, no podían ser muy poderosos contra ellos.

     Narváez, hecha señal de partir, comenzó muy en orden a marchar con su exército, andando con el maestre de campo de una parte a otra poniendo en concierto la gente, diciéndoles palabras de amor, dándoles esperanza de victoria; pero como hubo marchado una legua y Cortés estaba dos dellos, creyendo ser burla lo que los indios habían dicho y que Cortés estaba más lexos y no se osaría acercar sin que primero le inviase más mensajeros, en orden se tornó a sus aposentos, casi ya de noche, proveyendo espías dobladas, media legua del real y que las centinelas por sus cuartos de ciento en ciento velasen la noche. Hecho esto, los demás se descuidaron como los que no pensaban que el enemigo había de dar aquella noche sobre ellos.



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Capítulo LXXIX

Del razonamiento que Cortés hizo a los suyos después que Joan Velázquez de León llegó, persuadiéndoles a que muriesen primero que perdiesen lo ganado y viniesen en subjeción.

     Después de pasado el río y que todos hubieron sesteado, viendo Cortés que la gente estaba algo descansada, aunque el día antes había marchado diez leguas, ya que de Joan Velázquez habían sabido todos, o los más, la mala intención de Narváez, su ruin condisción y mucha escaseza e que en su real los mejores estaban aficionados a su parte, sentados todos, Cortés desde un altillo, les habló en esta manera:

     «Señores y amigos míos que hasta la hora presente habéis comigo tan valerosamente peleado, que de cada uno de vosotros se podrían decir tan grandes cosas como de afamados Capitanes, pues siendo tan pocos en número habéis sido, mediante el favor de Dios, tantos en virtud y esfuerzo, que diez mill de vuestra nasción no se os han igualado, como paresce claro por este nuevo mundo que atrás y adelante de nosotros hemos rendido y subjectado a la Corona real de Castilla, alanzando dél poco a poco al demonio, Príncipe de las tinieblas: Razón será que pues tan buenos principios y medios hemos tenido en todo, que ahora que se llega el fin (el cual, siendo adverso, lo que Dios no quiera, ha de escurecer vuestras hazañas, y siendo próspero, como espero, las ha de ilustrar e hacer inmortales), estéis con nuevo ardid y coraje para contra vuestros enemigos, los cuales, aunque son españoles como nosotros y muchos más en número, más bien artillados, con muchos más caballos y más munición, no defienden razón ni justicia, que es la que a nosotros ha de valer, están entre sí divisos, y muchos dellos desean que venzamos por mudar Capitán y gozar de lo que con más liberalidad nosotros les daremos. Ya, como veis, sin grande afrenta nuestra, ni podemos volver las espaldas ni debemos, como rendidos, pedir partido, porque si lo primero hacemos, los de atrás y los de adelante han de ser nuestros enemigos y nos han de correr como a liebres; si hacemos lo segundo, hemos siempre de ser ultrajados, y los amigos que desean que venzamos, esos mismos, como los demás, nos tendrán en menos. La vida es breve, la muerte cierta, el bien vivir es bueno, pero el bien morir glorioso, porque toda la vida que atrás queda honra y ennoblesce si vencemos. Ayudémonos de los amigos que desean nuestra victoria, y con buenas obras haremos de los enemigos amigos y así quedaremos pujantes y verán los indios que no sólo contra ellos, pero contra los de nuestra nasción, hemos sido fuertes y valerosos; y si acaso, como es siempre dubdosa la fortuna de la guerra, somos vencidos, los que muriéremos concluiremos con morir honrosamente, haciendo nuestro deber, y los que viviéremos, si los contrarios tuvieren valor, tendránnos en mucho, por habernos mostrado tan valientes y esforzados, y así querrán tenernos por amigos. De manera, señores y amigos míos, que según lo dicho, por todas vías nos está bien, no solamente defendernos, pero acometer para que el contrario pierda el ánimo, y así, si os paresce, porque no estoy muy seguro de los que en el real de Narváez tenemos por amigos, estoy determinado de que, yendo poco a poco, vamos a anochecer hoy a Pascua, dos leguas de aquí, para que a la media noche o al cuarto del alba, demos sobre nuestros enemigos, que dormidos y soñolientos, tomados de sobresalto, no serán parte para que primero que vuelvan sobre sí, no los tengamos rendidos. Esto es lo que me paresce; ahora vosotros, señores, decid si os paresce otra cosa, porque siendo mejor la seguiré yo.»

     Cosa fue maravillosa el contento grande que este razonamiento a todos dio y el nuevo aliento y esfuerzo que con él cobraron, y así Alonso de Ávila, tomando la mano por los demás, como era valiente y esforzado, encendido con tan buenas palabras, le respondió brevemente desta manera:

     «Muy valeroso y muy digno Capitán nuestro: En el semblante de nuestros rostros, podéis entender lo que yo en nombre de todos debo responder. Lo que habéis dicho es lo que nos conviene; donde peleáredes pelearemos y donde muriéredes queremos morir; no queremos vida sin la vuestra, ni queremos más de lo que quisierdes, pues siempre (según de tan atrás hemos entendido), nunca habéis querido sino nuestro adelantamiento, honra y provecho, y para esto habéis tenido tan buenos medios que en lo presente no podemos dexar de pensar que será así lo que nos prometéis, como ha sido en lo pasado. Partamos luego de aquí y a la hora que decís demos sobre los enemigos, porque aunque todos lo sean y muchos más, se me figura que en vuestra ventura y en la justicia que llevamos seremos vencedores.»

     Dichas estas pocas y tan buenas palabras, Cortés lo abrazó, haciendo lo mismo, a otros principales, y mandando hacer señal, comenzó en buen paso a marchar.



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Capítulo LXXX

Cómo Cortés, llegando cerca de Cempoala, casi a la media noche, prendió a Carrasco, espía, y lo que con él pasó.

     Aquella noche, luego que anochesció, supo Narváez cómo Cortés estaba cerca de su real tres leguas, y aunque creyó, como era de creer, que habiendo caminado el día antes diez leguas, aquella noche reposara allí, mandó llamar a Gonzalo Carrasco, que era hombre de hecho y confianza, para que con un criado suyo, que se decía Hurtado, aquella noche, una legua del real, estuviese en vela y diese aviso de lo que pasase. Fue Carrasco con el criado de la media noche abaxo, y estando haciendo su vela, los corredores que Cortés traía un cuarto de legua siempre delante de sí, vieron blanquear la ropa de Carrasco, y él, como sintió que le habían sentido, a la pasada de un río fuese hacia un ciruelo a mudarse la ropa, pero los corredores de Cortés fueron tan avisados, que sin hacer bullicio, escondiéndose detrás del árbol adonde él iba, le tomaron luego. Los corredores eran Jorge de Alvarado, Gonzalo de Alvarado, su hermano; Francisco de Solís, Diego Pizarro, Francisco Bonal y Francisco de Orozco, y luego que fue preso, habló recio, que era señal para el criado de Narváez, que venía detrás dél, para que se volviese, y si él, con un silbo llamase, se acercase a él. El Hurtado por la quebrada del río se fue sin que los corredores le pudiesen tomar, aunque le sintieron huir, los cuales esperaron hasta que Cortés llegó. Presentáronle a Carrasco las manos atadas atrás. Díxole Cortés, riéndose con él: «Compadre, ¿qué desdicha ha sido ésta?; ¿dónde estaba vuestra ligereza, que así os han cazado?» Riéronse allí un rato con el Carrasco, aunque él no estaba para ello, dando en albricias una rica cadena de oro a los primeros que le tomaron, que traía sobre las armas. Pararon todos allí un rato, porque no estaban más de media legua de Cempoala. Preguntó Cortés a Carrasco que a qué había venido. Respondióle que a buscar una india que aquella noche le habían hurtado, y que temiendo que la habían llevado a los navíos, había salido por allí. Cortés, riéndose mucho, le replicó: «Compadre, gran mentira es ésa; ¿quién era el otro hombre que con vos venía, que se huyó?» Respondióle: «Señor, era un criado mío, que se dice Hurtado.» Tornóle a decir Cortés: «Mejor usó de su nombre que vos; decidme la verdad, si no, miraré al compadrazgo.» Afirmóse Carrasco en lo que había dicho, pero preguntado qué orden tenía Narváez en su real, dixo todo lo que pasaba, y más por espantar a Cortés que por avisarle, diciendo cómo ya Narváez tenía nueva como venía y que otro día sería con él, e que por esto tenía muy grande guarda, velando cada cuarto de la noche cien hombres y rondando cincuenta de a caballo y que el artillería estaba asestada por aquella parte donde se pensaba que él había de venir, y toda la demás gente muy apercebida, y que no sabía a qué iba, sino a la carnicería; porque de muerto o preso no podía escapar y que era, como dicen, dar coces contra el aguijón, porque el poder de Narváez, ahora le tomasen de día, ahora de noche, era tan grande que, si quisiese, no quedaría hombre dellos vivo, e que como compadre y servidor, le rogaba y suplicaba se volviese o se pusiese en sus manos, porque hacer otra cosa era locura.

     Cortés, nada alterado con tan justos temores, dixo a Carrasco: «Compadre, por todo cuanto hay en el mundo, y aunque perdiese muchas vidas si tantas tuviese, no volveré atrás ni iré adelante, para hacer la baxeza que me aconsejáis. Bien veo que somos pocos, pero como hombres que defendemos razón y vamos determinados de morir, haremos más que muchos, y pues yo no tengo miedo, no me le pongáis, porque os certifico que desta vez ha de morir el asno o quien lo aguija, ni tampoco me han de mentir mis amigos.» De donde Carrasco sospechó que debía de tener algunas firmas de algunos del real de Narváez y aun de los principales, y hizo bien, aunque algunos sienten lo contrario, porque contra el enemigo, especialmente si es más poderoso, como no sea rompiéndole palabra, cualquier ardid y engaño es nescesario y justo.

     Dichas estas palabras, atadas las manos, le entregó a tres españoles, que con cuidado le guardasen, y comenzó a marchar, y al apartarse dixo a voces el Carrasco, que le oyeron muchos: «Yo juro a Dios que vais a la carnicería y que no daría esta noche mi parte por mill pesos»; y esto dixo por las cadenas y collares de oro que llevaban los de Cortés, el cual, volviéndose con el caballo a él, riéndose, le dixo: «Andad acá, compadre; que la barba mojada toma a la enxuta en la cama»; y esto entendió Carrasco que lo decía porque llovía aquella noche, y él no lo dixo sino porque el que madruga halla más veces la ventura que busca.

     Llegando, pues, tres tiros o cuatro de ballesta de Cempoala, en una quebrada que allí se hace, mandó Cortés esconder los tiros y otras cosas que llevaba, que no eran menester y eran embarazosas para pelear. Detúvose allí para esperar el fardaje y el oro y plata que muchos indios traían, el cual con los indios y tres o cuatro españoles dexó allí hasta ver en qué paraban los negocios.



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Capítulo LXXXI

De la plática y razonamiento que Cortés hizo a los suyos y de lo que fray Bartolomé de Olmedo hizo e dixo.

     En el entretanto que el fardaje llegaba, que quedaba un poco atrás, Cortés ordenó su gente en tres haces, e puesto en parte de donde de todos podía ser bien oído, les dixo:

     «Señores míos, para quien más que para mí (pues no soy más de uno) deseo toda prosperidad y contento: Ya veis cuán cerca estamos de nuestros enemigos y que ésta es la hora que los más reposan, y nosotros debemos tener más ánimo y esfuerzo; encomendaos muy de veras a Dios, pues el peligro y riesgo de las vidas está tan cierto que yo espero en su bondad nos dará victoria. Ya, como dicen, no hay que mostrar cara de perro en el peligro que no se puede excusar; el ánimo y esfuerzo es el que le vence. Considerad que antes de tres horas, o acabaremos todos muriendo por nuestra honra y hacienda, que sin estas dos cosas el bueno no debe desear la vida, o, como confío en Dios, saldremos victoriosos, confirmándonos y perpectuándonos y aun adelantándonos en nuestra honra y hacienda. Aprestaos, pues, señores, como los que por vuestra vida, honra y hacienda habéis de pelear; acometamos con denuedo y cantemos luego la victoria, porque los enemigos, sobresaltados y divididos, la tendrán por cierta, y así los unos, creyendo que los otros son vencidos, se rendirán fácilmente. Gente tan valerosa como vosotros sois, caballeros tan esforzados como comigo venís, varones tan prudentes y animosos como sois los que siempre en tan arduas cosas me habéis seguido; no habéis menester, en el acometer mayores negocios que éste, palabras de Capitán, que os animen, porque cada uno de vosotros lo puede ser mejor que yo, ni habéis menester perseverancia para salir con lo que emprendierdes, pues hasta aquí habéis padescido sin desmayar punto tantos trabajos; ni conoscimiento e humildad en la victoria conseguida, pues siempre con los rendidos os habéis habido más como padres que atemorizan sus hijos, que como soldados vengativos. Todas estas cosas, mediante el favor divino, han de ser parte para que mañana, antes de las diez, seamos señores del campo de nuestros enemigos y espero que se les ha de volver el sueño y lo que piensan al revés; e porque dos cosas suelen inflamar y encender el ánimo generoso para que con más avilanteza acometa y salga con mayores empresas que ésta (que son el premio y prez de la honra y defender la razón), puestos los ojos en Dios, digo que al primero que rindiere, prendiere o matare a Narváez le daré tres mill castellanos, y al segundo que a su persona llegare mill e quinientos y al tercero mill, y así racta por cantidad, hasta veinte soldados. La otra, que es la defensa de la razón, poniendo vuestro corazón en solo Dios, ésta de vuestro la tenéis, por lo cual, hincados todos las rodillas delante desta sancta cruz y de la imagen de Nuestra Señora, cada uno haga oración, tomando por abogada a la Madre de Dios, que ella será en nuestro ánimo y defensa.»

     Dichas estas palabras, que a todos maravillosamente movieron, se hincó de rodillas con gran devoción, las manos levantadas al cielo, suplicando a Dios le diese victoria, pues su enemigo no quería concierto ninguno, e que pues a menos gente que ellos había dado victorias contra grandes exércitos, se la diese a ellos, pues en sólo su poder estaba el vencer y subjectar los contrarios. Diciendo estas palabras, con gran devoción todos los demás adoraron la cruz, perdonáronse los unos a los otros, abrazáronse y diéronse paz como los que deseaban, si la muerte viniese, acabar en gracia. Luego fray Bartolomé de Olmedo, sin que nadie se levantase, hizo decir a todos la confesión general, protestar la fee, pedir perdón a los injuriados y perdonar a los ofensores y prometer la enmienda de la vida de si Dios les diese victoria. Hecho esto, mandóles que rezasen un avemaría a Nuestra Señora; hízoles la forma del absolución dep[r]ecativa, diciéndoles luego palabras dignas de su profesión y religión, concluyendo con decirles que Dios les daría victoria para que con mayor pujanza se volviesen a México, alanzando el demonio dél, predicando con obra e palabra el sacro Evangelio hasta los fines y términos deste nuevo mundo.



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Capítulo LXXXII

Cómo Hurtado, espía, entró dando arma en el real de Narváez, el cual se apercibió aunque no lo creía.

     Como Hurtado, la espía, se desacabulló de manera que no le pudieron tomar, aunque rodeó por no ir por lo llano por donde los corredores le pudiesen seguir, anduvo cuanto pudo, y llegando al real entró por él dando, voces, diciendo: «¡Arma, arma, que vienen los enemigos. ¡Arma, arma, que ya está cerca Cortés.» Dando voces entró muy alterado donde Narváez estaba. Díxole cómo los corredores de Cortés habían tomado a su amo Carrasco, y que él, como siempre quedaba atrás un tiro de piedra, se escapó por una quebrada, de que no le alcanzasen, y no supo decir más que esto, porque hacía escuro y no había podido ver cuántos fuesen, más de que por el ruido le parescía que eran más de ocho.

     Mucho se alteraron algunos del real; unos decían que no era posible que tan noche y lloviendo caminase Cortés. Narváez le dixo: «Hijo Hurtado, no lo creyas, que no es posible que ahora venga Cortés; íos a dormir, que antojarse os hía, o por ventura lo soñastes.» Diciendo esto, pidió de beber a un paje, y Hurtado sin responder cosa alguna se salió y subió en un cu que dicen de Nuestra Señora, aposento que era de Joan Bono y de todos los de su camarada, y allí les dixo: «Cortés viene, y Carrasco, mi amo, queda preso e Narváez no lo cree, y os digo, señores, que lo ha de venir a creer cuando le pese y no lo pueda remediar. Dice que lo debo de haber soñado e yo cuando lo vi estaba tan despierto como ahora, si no hay fantasmas por esta tierra, pero gente de a caballo me paresció y voces españolas oí» Joan Bono que no debía de pesarle, dixo: «Calla, Hurtado, que no estaba loco Cortés, que de noche y lloviendo había de venir, quebrándose los ojos para no ver lo que ha de hacer.» Estonces Hurtado, como vio que todos hacían burla dél, diciendo que no era posible sino que, o se le antojaba, o que lo había soñado, dixo: «A cuerpo de Dios yo rebuznaré, pues tantos me hacen asno, y juro a Dios que ni lo soñé ni se me antojó, ni aun estaba borracho; que días ha hartos que no he probado gota de vino, y si Cortés no diere sobre nosotros antes que amanezca, yo quedaré por lo que vosotros decís.» Con todo esto no lo creyeron o, a lo menos, no lo quisieron creer.



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Capítulo LXXXIII

Cómo Cortés dio mandamiento a Sandoval para prender a Narváez y cómo ordenó sus haces y les dio apellido.

     Ya que era tiempo de dar sobre los enemigos, Cortés, para justificar más su causa y negocio, ante todas cosas, llamando a Gonzalo de Sandoval, su Alguacil mayor, le dio mandamiento para prender a Pánfilo de Narváez, cuyo tenor era el que sigue:

     «Yo, Hernando Cortés, Capitán general e Justicia mayor en esta Nueva España por la Majestad del Emperador de los Romanos Carlos quinto, Rey de las Españas, caballeros y soldados que debaxo de mi mando e bandera residen, etc. A vos, Gonzalo de Sandoval, mi Alguacil mayor: Sabed cómo he sido informado que a esta Nueva España ha llegado Pánfilo de Narváez con gran exército e gente de armas, caballos, artillería e municiones; y sin darme aviso, de la causa de su venida, como era obligada, siendo, como todos somos, vasallos de un Rey, ha comenzado a entrar de guerra por la tierra, que yo tenía pacífica, y la ha alterado y ha publicado muchas cosas de que los naturales desta tierra se han alborotado, y ha hecho gran deservicio a Dios nuestro Señor y a Su Majestad; e aunque por mi parte ha sido requerido muchas veces, como consta por los requerimientos que le fueron hechos, que entrase de paz, sin rumor ni alteración, y que me diese aviso del poder o provisiones que traía de Su Majestad, porque yo estaba presto de cumplirlas e obedescerlas, no ha querido mostrármelas ni advertirme de cosa alguna, antes siempre ha ido aumentando, escándalos y alborotos; ni tampoco, siéndole por mi parte movidos e pedidos muchos partidos convenibles e razonables, los ha querido aceptar, sino seguir en todo su voluntad e propósito, de que en hacerlo así e darle lugar a ello, como dicho es, sería gran deservicio de Dios y de Su Majestad, por estorbar, como estorba, la conquista de tan grandes tierras e nuevo mundo, tan poblado de gentes subjectas al demonio y tan ricas e prósperas para el patrimonio de la Corona real; todo lo cual cesaría estorbando al dicho Pánfilo de Narváez lo que ha comenzado. Por tanto, atento las causas dichas e otras muchas que a ello me mueven bastantísimas, vos mando que con la gente de guerra que os paresciere ser nescesaria, vais al real y exército del dicho Pánfilo de Narváez y le prended el cuerpo, y preso y a buen recaudo; le traed ante mí, para que provea sobre ello lo que de justicia convenga; e si el dicho Pánfilo de Narváez, al tiempo que le queráis prender se os resistiere e hiciere fuerte, le matad, que para todo vos doy comisión y poder bastante, cual de derecho en tal caso se requiere; e mando a los Capitanes, caballeros y soldados de mi gobernación, que para lo susodicho vos den todo el favor e ayuda nescesaria; que es fecho, &.»

     Dado este mandamiento, ordenó sus haces en tres escuadras. La primera dio al dicho Gonzalo de Sandoval (que era el que, como su Alguacil mayor, había de prender a Narváez), el cual llevaba hasta sesenta caballeros hijosdalgo, tales cuales convenía para tan arduo negocio, algunos de los cuales eran Jorge de Alvarado, Gonzalo de Alvarado, su hermano, Alonso de Ávila, Joan Velázquez de León, Joan de Limpias, Joan Núñez Mercado. La segunda dio a Cristóbal de Olid, que era maestre de campo, e a Rodrigo Rangel y a Bernardino Vázquez de Tapia, que a la sazón era factor del Rey, e [a] Andrés de Tapia, e a Joan Jaramillo e a otras personas de valor e calidad. La tercera escuadra tomó para sí; los principales que en ella iban eran los dos hermanos Francisco Álvarez Chico y Rodrigo Álvarez Chico, hombres de seso y valor; Diego de Ordás, Alonso de Grado, Domingo de Alburquerque, Cristóbal Martín de Gamboa, Diego Pizarro e otros hijosdalgo, poniendo en cada escuadra en el avanguardia e retroguarda los más escogidos.

     Repartió a todas tres escuadras setenta picas, más largas que treinta y ocho palmos, con hierros de a xeme, que de encina las había mandado hacer, con las cuales, más que con otra arma, hizo la guerra e alcanzó la victoria. Dioles apellido «Espíritu Sancto», por consejo y parescer de fray Bartolomé de Olmedo, a quien él mucho amaba y respectaba, porque el Espíritu Sancto los rigese y alumbrase. Mandó que los piqueros de la primera escuadra, que llevaba Gonzalo de Sandoval, entrasen delante al aposento de Narváez, y la otra escuadra fuese a la casa del cacique y prendiese a todos los que le velaban, porque Narváez le había mandado velar, por que no se fuese a quexar a Cortés, y que cincuenta soldados con un Capitán fuesen a la posada de Joan Juste, Alcalde, y le prendiesen con su compañero e con los demás Regidores e Oficiales de la república. Mandó a Cristóbal de Olid, porque era hombre muy animoso e de grandes fuerzas, que con la mayor presteza que pudiese tomase el artillería e que él con su gente les guardaría las espaldas a todos para que nadie de los que estaban en los otros alojamientos pudiese estorbarles cosa alguna. Iba una escuadra de otra trecho de un tiro de piedra, y por esta orden comenzando a caminar. Cortés se paró a hablar con Carrasco, con quien pasó lo que se sigue.





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Capítulo LXXXIV

Cómo Cortés preguntó a Carrasco cómo estaba ordenado el real de Narváez, e cómo, creyendo que no decía la verdad, le mandó guindar, e de otras cosas.

     Ya que el exército de Cortés comenzaba a marchar, Cortés, que había mandado que con el demás fardaje los caballos, porque eran pocos y ruines, se quedasen, embrazada una adarga, con una lanza en la mano e su espada en la cinta, a pie iba ordenando su exército; llegó adonde Carrasco iba, atadas las manos, y mandando hacer alto le dixo: «Compadre, por vuestra vida, que me digáis de qué manera está ordenado el real de Narváez; cata que sí no me decís la verdad no bastará el amistad vieja para dexar de mandaros guindar de dos picas.» Carrasco, dixo lo que había dicho e que aquello era la verdad e que aunque le ahorcase no diría otra cosa. Cortés le replicó: «Pues así queréis vos, moriréis», y él lo dixo burlando e aínas saliera de veras, porque los que le llevaban le guindaron de dos picas, que a no arremeter Rangel con su caballo, aunque dice el mismo Carrasco que iban otros de a caballo con él, y a no trompellarlos, muriera luego allí. Estuvo desto Carrasco cuatro o cinco días tan malo de la garganta que no podía tragar bocado, aunque, según después se dirá, se vengó bien del uno dellos que más mal le trató.

Caminando, pues, todos hacia el pueblo, llegaron a un camino que se repartía en dos, en el uno de los cuales estaba una cruz, a que todos se hincaron de rodillas, y hecha muy devotamente oración Fray Bartolomé de Olmedo los consoló a todos y animó, diciéndoles: «Caballeros: El Espíritu Sancto, a quien habéis tomado por vuestro apellido, os alumbre, favoresca y dé esfuerzo para que, como soléis, peleéis valerosamente y salgáis con la victoria, de la cuál depende vuestra vida, vuestra hacienda, vuestra honra, vuestra libertad, y, lo que más es, el servicio de Dios y de Su Majestad; y pues de una hora de trabajo, que espero no será más, ha de prosceder tanto bien y descanso, venda cada uno lo más caramente que pudiere su vida, poniéndose a mayores cosas; que el que esto hace con esfuerzo y cordura las más veces sale con ellas.» Luego, dichas estas palabras, Hernando Cortés les dixo: «Ea, señores y amigos míos, que ahora es el tiempo en que habéis de dar cima ni mayor hecho que españoles han emprendido, e de donde, si salimos con él, vuestro nombre y fama se extenderá por todo el mundo en los siglos venideros.»

     Aquí todos pararon un poco a vestirse los escaupiles, por entrar más descansados, e a la pasada de un riachuelo, como Ojeda dice, dexaron en goarda de un español tres o cuatro caballos que llevaban. Ya que todos estuvieron armados de los escaupiles y otras armas que de nuevo tomaron, como leones hambrientos, deseosos de la presa, viendo lo mucho que importaba el vencer, en buen paso y concierto, sin bullicio alguno para que no fuesen sentidos, se fueron acercando a las casas del pueblo, donde Joan Velázquez de León, viendo una lumbre alta, dixo a Cortés: «Señor, donde está aquella lumbre más levantada es el aposento de Narváez.» Cortés le dixo: «Huélgome de que con la lumbre nos alumbra, para que no vamos a ciegas.»



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Capítulo LXXXV

Cómo Cortés acometió a Narváez y lo rompió y prendió, y lo que sobre ello pasó.

     No perdiendo Cortés de vista la lumbre que estaba en el aposento de Narváez, mandó a Gonzalo de Sandoval que con la mayor parte de los piqueros guiase hacia allá, mandando a los otros Capitanes que con su gente (para que a Narváez no acudiese socorro) cercasen las tres torres donde estaban los demás; estaban todas cubiertas de paja. Sandoval, tomó al atambor Canillas por delante, avisándole que no tocase hasta que acometiesen. Cortés que andaba sobre todo, entrando ya por las casas del pueblo, dixo a las escuadras, especialmente a la que había de acometer a Narváez: «Señores, abríos unos por una acera y otros por otra, porque el artillería pase de claro sin hacer daño, que está asestada contra nosotros.» No se pudo hacer esto tan calladamente que no dixesen a Narváez que ya entraba Cortés, el cual se vistió una cota y dixo a los que le dieron la nueva: «No tengáis pena, que me viene a ver.» Mandó tocar los atabales y dicen que de las otras torres ninguno le acudió. En esto hay dos opiniones la una es que se hicieron sordos y que holgaron de que Cortés entrase; la otra es, y más verdadera, que no pudieron salir, porque se hallaron cercados, y aunque algunos se holgaron dello, muchos, como adelante parescerá, rescibieron pesar.

     Llegando, pues, Gonzalo de Sandoval al principio del alojamiento de Narváez, las velas que estaban al pie de la primer escalera que entraba al patio, comenzaron a dar voces: «¡Arma, arma, que entra Cortés!» Sandoval, viendo que era sentido, mandó tocar a su atambor, y Cortés a grandes voces comenzó a decir: «¡Cierra, cierra, Espíritu Sancto! ¡Espíritu Sancto, e a ellos!» Así subieron por aquella primera escalera, y dando en el patio toparon con un cu pequeño, donde estaban aposentados unos negros; salió uno dellos al ruido, con una lumbre en la mano, y asomándose sobre el andén del cu, le dieron dos o tres picazos, de que cayó muerto abaxo; luego, prosiguiendo adelante, haciéndose pedazos, los atabales de Narváez y el atambor de Canillas tocando arma, fueron derechos al cu de Narváez, y subidas dél cuatro o cinco gradas que tenía, en el llano hallaron puesta el artillería. Disparó el artillero un tiro y mató a dos de los de Cortés; la demás artillería no pudo disparar, por la priesa e ímpetu de los de Cortés, o porque no se pudo dar fuego por estar los cebaderos atapados con sebo o cera con unas tejuelas encima, por lo mucho que llovía. Dicen algunos que en lugar de pólvora estaba puesta arena, pero si esto fuera así no matara el primer tiro dos hombres, como está dicho. Dio luego Cortés con el artillería de las gradas abaxo, y pasando adelante, subió cinco o seis gradas para entrar al aposento donde estaba Narváez, y con él hasta cuarenta o cincuenta hombres, todos bien armados. Requirió el Gonzalo de Sandoval a Narváez que se diese, porque traía mandamiento de Hernando Cortés, Capitán general y Justicia mayor, para prendelle por alborotador de la tierra, e que si se defendiese le mataría.

     Mucho burló desto Narváez, y así comenzó a pelear valientemente con los que con él estaban; pero como los piqueros de Cortés venían tan determinados y las picas eran tan largas y tan gruesas, las lanzas y partesanas de Narváez no pudieron resistir tanto, aunque todavía se defendían valerosamente.

     Visto esto por Martín López, que fue el que hizo los bergantines, como era alto de cuerpo, tomando un tizón, le pegó a la paja que cubría la torre, la cual emprendida con el fuego y humo, hizo salir a Narváez y a los que dentro estaban. A este tiempo dieron un picazo a Narváez que le quebraron un ojo, hiriéndole malamente. Dicen algunos conquistadores que a esto dio más lugar la traición de un camarero suyo, que se llamaba Avilés, que le abrazó por detrás.

     Huyendo del fuego, salió mal herido Diego de Rojas, el Alférez de Narváez, que ora muy valiente caballero, con la bandera en la mano, y dándole a la salida otras heridas, cayendo con la bandera, dixo recio: «¡Oh, válame Nuestra Señora!» Respondióle Cortés: «Ella te valga e ayude» y no quiso que le acabasen de matar, por que tuviese lugar de confesarse, que aun hasta aquel tiempo se mostró Cortés clemente y piadoso.

     Fuera ya del aposento Narváez, como estaba tan mal herido, cerró con él un soldado que se llamaba Pero Sánchez Farfán, y luego Gonzalo de Sandoval le dixo: «Sed preso»; y así por aquellas gradas abaxo le llevaron arrastrando hasta echarle prisiones y llevarle al aposento donde ya Cortés se había recogido, como el que tenía el juego ya ganado.

Puesto Narváez delante de Cortés, le dixo: «Señor Cortés: Tened en mucho la ventura que hoy habéis habido en tener presa mi persona.» Cortés, deshaciéndole su presunción, que hasta aquel tiempo no le faltó, le respondió: «Lo menos que yo he hecho en esta tierra es haberos prendido»; y sin hacerle ningún mal tratamiento ni decirle palabra que le pesase, le mandó poner a recaudo y que ninguno se



le descomidiese. No le curaron aquella noche por la revuelta que andaba, hasta el otro día, como a las diez; invióle luego preso a la Villa Rica, donde le tuvo cuatro años.



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Capítulo LXXXVI

Cómo después de preso Narváez, [Cortés] se mandó pregonar por Capitán general, y cómo acometió con el artillería a trecientos de los de Narváez que no se querían dar, y de lo que unas mujeres dixeron.

     Preso Narváez, rendidas las armas de todos los que con él estaban y de los demás que acudieron, Hernando Cortés, con pífaro y atambor se mandó pregonar en nombre de Su Majestad por Capitán general y Justicia mayor de todo el exército, así de los de Narváez como de los suyos. El pregón decía:

     «Yo, Hernando Cortés, Capitán general e Justicia mayor en esta Nueva España por la Majestad del Emperador de los Romanos Carlos quinto, Rey de las Españas, elegido y nombrado por los Capitanes, caballeros y soldados que debaxo de mi bandera militan, etc. A todos los Capitanes, caballeros y soldados del exército que hasta ahora ha sido del exército de Narváez, generalmente, e a cada uno en particular: Os hago saber cómo el dicho Pánfilo de Narváez, por mi mandamiento, está preso por causas bastantes que a ello me movieron, e mayormente porque al servicio de Dios y de Su Majestad no convenía que en este nuevo mundo hubiese dos Generales discordes; atento a lo cual, vos mando, de parte de Su Majestad e de la mía requiero, que luego como a vuestra noticia llegue esta voz y mando, vengáis y parezcáis ante mí a jurarme e rescebirme por vuestro Capitán general, lo cual así haced y cumplid, como dicho es, so pena de la vida y de perdimiento de bienes al que lo contrario hiciere.»

     Dado este pregón, muchos, de su voluntad, y otros porque no pudieron hacer más, juraron a Cortés por Capitán general e Justicia mayor. En el entretanto que esta se hacía, los de Cortés andaban derramados por el real, robando a los vencidos lo que podían, e trecientos de los de Narváez se hicieron fuertes en un cu que decían de Nuestra Señora, a los cuales dixo Carrasco, el espía: «Señores, ahora es tiempo de dar sobre Cortés, porque los que le han jurado están sin armas y los suyos andan derramados robando las tiendas e alojamientos. Vosotros todos estáis bien adereszados y sin dubda haréis lo que quisierdes.» No paresció mal esto a muchos de los que en el cu estaban, pero como no tenían cabeza e cada uno lo quería ser y entre ellos, había algunos que eran aficionados a Cortés, no se hizo nada, mas de cuanto se estuvieron quedos hasta que viniese el día, y estonces viesen con la claridad lo que más les convenía hacer. Fue a ellos Cristóbal de Olid, de parte de Cortés, a rogarles e requerirles que hiciesen lo que los demás habían hecho, y que Cortés, lo haría con ellos harto mejor que lo hiciera Narváez si venciera. Los más dellos le respondieron desabridamente, apellidando «Diego Velázquez e Pánfilo de Narváez: Diego Velázquez, nuestro Gobernador, y Narváez, nuestro General por Su Majestad. ¡Viva el Rey!»

     Cristóbal de Olid, acabada la grita, les tornó a decir: «Vosotros haréis por fuerza lo que no queréis de grado, y así después se os agradescerá mal lo que hicierdes.» «No vendrá ese tiempo», replicaron ellos. En el entretanto, que Cristóbal de Olid volvió a do Cortés estaba, Carrasco tornó a decir a los compañeros: «Vamos, pues hay hartos caballos, a do Cortés dexó el fardaje y el oro y plata que consigo traía; tomallo hemos todo, porque yo sé dónde está y no tiene defensa, y embarquémonos con ello y vamos a Cuba a dar noticia a Diego Velázquez de lo que pasó. Nosotros iremos ricos y darle hemos parte de lo que lleváremos, para que pueda descansadamente hacer otra armada y vengarse de Cortés.»

     También, aunque paresció bien esto, por la variedad de los paresceres y por los inconvenientes que algunos pusieron, se dexó de intentar. Carrasco solo se fue adonde el fardaje estaba, donde no había otra guarda sino Marina, la lengua, y Joan de Ortega, paje de Cortés. Tomó un caballo e una lanza e no osó llegar a otra cosa hasta ver en qué paraban los negocios. Cabalgó y volvió a la gente, la cual halló toda junta como la había dexado, aunque a unos dellos alegres y a otros tristes.

     Cortés, que deseaba tener su negocio concluso, antes que amanesciese mandó llevar el artillería de Narváez a la parte do estaban los que no se querían rendir, e asestada contra ellos, dixo al oído a Mesa, artillero mayor, que disparase un tiro e que fuese por alto, para espantar y no matar, diciéndoles Cristóbal de Olid «¡Ea, caballeros, daos, que mejor es que no morir!» Ellos respondieron: «¡Viva el Rey e Diego Velázquez!» Visto que no aprovechaba el buen consejo y amenazas, enojado Cortés, dixo: «Ea, pues, artillero mayor, pues no quieren hacer el deber, haceldes todo mal.» Asestó luego Mesa un tiro y disparólo; mató dos hombres; disparó luego otro y llevó los muslos a un soldado e hizo daño a otros que cabo él estaban. Viendo el pleito que andaba de mal arte y que les era nescesario rendirse o morir, aunque había algunos muy obstinados, determinaron de decir: «¡Viva el Rey e Hernando Cortés, nuestro Capitán general e Justicia mayor!», repitiendo luego el apellido cortesiano «Espíritu Sancto, Espíritu Sancto». Baxaron por la escalera del cu, entregaron las armas a Cortés; e otros que quedaron arriba tiraban ballestas y escopetas, renovando la guerra. Todo andaba confuso, no se entendían con las voces e ruido del artillería, hasta que finalmente, después que los más entregaron las armas, los otros, ya cansados y que les faltaba la munición, hicieron lo que los primeros. Recogidas todas las armas, mandó Cortés a Alonso de Ojeda y a Joan Márquez, como a hombres de secreto y confianza que, sin que persona otra los sintiese, escondiesen todas las armas en un silo, para darlas después, cuando fuesen menester, a sus dueños, o repartillas como le paresciese. Ya, cuando esto se había hecho, comenzaba a quebrar el alba, y unas mujeres, que la una se decía Francisca de Ordaz y la otra Beatriz de Ordaz, hermanas o parientas, asomándose a una ventana, sabiendo que Narváez estaba preso y los suyos rendidos e sin armas, a grandes voces dixeron: «¡Bellacos, dominicos, cobardes, apocados, que más habíades de traer ruecas que espadas; buena cuenta habéis dado de vosotros; por esta cruz, que hemos de dar nuestros cuerpos delante de vosotros a los criados déstos que os han vencido, y mal hayan las mujeres que vinieron con tales hombres!» Los caballeros de Cortés las apaciguaron y dixeron que la justicia y ardid de los de Cortés habían dado la victoria y que no era nuevo en el mundo pocos vencer a muchos con maña y con razón. Ellas, aunque no les faltó qué responder, acabándose de vestir, fueron a besar las manos a Hernando Cortés; dixéronle palabras de más que mujeres, alabándole el valor, esfuerzo y prudencia con que había tractado aquellos negocios.



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Capítulo LXXXVII

Cómo después de amanescido, Cortés hizo alarde de los suyos e cuántos murieron, e lo que al jurar Cortés pasó con Carrasco, y lo, que Guidela el negro dixo.

     Poco antes que amanesciese, los demás que quedaban juraron a Cortés por su Capitán general e Justicia mayor, según e como se había pregonado; llegó el postrero de todos, ya que ninguno había que no hobiese entregado las armas y caballo, Gonzalo Carrasco, el cual, como venía en el caballo que había tomado en el fardaje, Cortés le dixo: «Compadre, ese caballo es mío, apeaos dél.» Carrasco le respondió que no sabía si era suyo, y que a él le habían llevado el que tenía y que tendría aquel hasta que le volviesen el suyo. Cortés, sonriéndose, le dixo: «Apeaos ahora, compadre, que después yo os hará volver vuestro caballo con lo demás.» Apeado, le dixo que le jurase como todos los demás habían hecho. Carrasco, o porque estaba muy confiado del compadrazgo que con Cortés tenía, o porque era muy de Diego Velázquez y le pesaba grandemente de lo subcedido, respondió que le mandase otra cosa, pero que juramento no lo haría. Cortés, estonces, enojado, le mandó prender y echar un pierdeamigo, donde estuvo tres días hasta que de su voluntad vino a hacer lo que todos los demás habían hecho. Venido el día, apoderado Cortés en la pólvora, artillería, armas y caballos y rescebido de los de Narváez por Capitán general, pedido el testimonio dello, hizo alarde de su gente, para ver los que faltaban. Haciéndose el alarde, vieron que no eran más de docientos y cincuenta hombres y que no parescía el exército grande de indios taxcaltecas, que los de Narváez creyeron estar en guarda y defensa de los cortesianos, y los vieron con solas sesenta picas, sin coseletes, sin caballos, con muy pocas cotas, pocas lanzas, pocas ballestas, las espadas maltractadas, solamente armados de unos escaupiles a manera de sayos. Quedaron muy corridos y afrentados, y los más dellos, que eran hombres de suerte, se pelaban las barbas, diciendo: «¿Cómo ha sido esto, que estos hombres, siendo tan pocos, con sus albardillas nos hayan puesto debaxo de su yugo? Mal haya Narváez, que tan buena maña se ha dado.» Cortés entendió este dolor y pesar; recatóse de que no supiesen dónde estaban las armas, y los caballos diolos a los suyos, hasta que poco a poco fue diciendo tan buenas palabras a los de Narváez e hacerles tan buenas obras, que vino a asegurarlos, aunque por estonces él no estuvo seguro, temiéndose que, como eran muchos y gente de presunción, no le hiciesen alguna gresgeta.

     De los suyos se halló que no habían muerto más de los dos que había muerto el tiro y otro herido; de los de Narváez fueron once los muertos y dellos dos de los que de Cortés se habían pasado a Narváez; hubo algunos heridos. Dice Carrasco y otros conquistadores que de los que se presumió que habían hecho traición a Narváez escaparon pocos o ninguno cuando después con Hernando Cortés salieron huyendo de Méjico.

     Estando todo en este punto, Guidela, negro, hombre gracioso, aplaudiendo y lisonjeando a Cortés, como hacen los tales en semejante tiempo con los vencedores, riéndose muy de propósito y dando palmadas, se vino a do Cortés estaba. Díxole: «Estéis norabuena, Hernando Cortés, merescido Capitán nuestro; buena maña os habéis dado con aquesos enalbardados; bien os ha dicho la suerte; dad gracias a Dios que si fuérades vencido como sois vencedor, no sé cómo os fuera, ni aun si os trataran como habéis tratado a los vencidos. A fee que sois hombre de bien e que no en balde acá y en Cuba decían que sabíades mucho; y por que veáis que no sólo vos sois el que lo sabéis todo, os diré lo que hice cuando a media noche acometistes con tanta furia, diciendo: «¡Cierra, cierra», con vuestras palas de horno. Eché a huir, diciendo: 'No sacaréis pan de mi horno', y no como el otro majadero de mi color, que quiso volar sin tener alas; subíme sobre un árbol, el más alto que hallé y más acopado, en el cual he estado toda esta noche como cuervo, y no grasnaba porque [a] alguno de los vuestros no se le antojase cazar a la media noche; estábame el corazón haciendo tifi, tafe, y, finalmente, estaba esperando cuál habrá de ser el más ruin; pero como os vi acometer con tanto esfuerzo, dixe: 'Éste es un gallo', y ha sido así, y no es bien que en un muladar cante más de un gallo».

     Cortés se holgó con el chocarrero, diole una rica corona de oro que (según dice Ojeda) pesaba más de seiscientos pesos. El negro se la puso, bailó un rato, dixo muchas cosas, y entre otras: «Capitán: Tan bien habéis hecho la guerra con esto como con vuestro esfuerzo y valentía; si me echáredes en cadenas sean déstas, que a fee que a los que echáredes en ellas no se suelten tan presto.»



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Capítulo LXXXVIII

Cómo el señor de Cempoala con todos los principales que a la mira habían estado dieron a Cortés la norabuena de la victoria y de cómo la hizo saber a Motezuma por pintura.

     Después que todos, así los de Cortés como los de Narváez, hobieron reposado dos o tres horas de la mala noche pasada, aunque Cortés por aquel poco de tiempo no se descuidó con las guardas que tenía, de mirar por sí e por los suyos, vino el señor de Cempoala con todos los demás principales, cargados de guirnaldas e rosas y ramilletes. Entraron donde Cortés estaba, y después de haberle echado collares de rosas a los hombros y puesto guirnaldas en la cabeza y dado ramilletes en las manos, dieron de lo mismo a los otros Capitanes e personas principales que conoscían, y luego, con grandes muestras de alegría, aunque no para Motezuma y los mexicanos, haciendo primero muchas cerimonias de comedimientos y reverencias, dixo a Cortés: «Gran señor, muy valiente y muy esforzado Capitán: No puede ser sino que tú eres, como todos los tenemos creído, hijo del sol, a quien nosotros adoramos por nuestro principal dios, porque nos calienta, alumbra y mantiene, haciendo que la tierra lleve fructo y los hombres nascan y las demás criapturas sean producidas. Muy favorescido debes ser de tu Dios, pues de día y de noche peleas y eres siempre victorioso. ¡Quién pensara que contra tantos y más bien armados barbudos, tan bien como los tuyos, fueras tan poderoso que sin ayuda otra en tres horas de la noche, los hayas vencido y subjectado. Y a nosotros vengado de las injurias y agravios que ellos y su Capitán (como te invié a decir) nos hacían! Verdaderamente paresce que traes la victoria en tu mano, y que nasciste para ser señor de los tuyos y de los nuestros. Tu Dios, en que crees, te ayude siempre y favoresca, y nosotros te suplicamos te sirvas de nosotros como de esclavos en tu casa, y si me quieres hacer merced, pásate luego a otras casas que tengo muy principales y allí te huelga, porque te queremos servir mejor que nunca.»

     Cortés le abrazó muy amorosamente y lo mismo hizo a los otros principales; dio al señor unas joyuelas de Castilla, que él tuvo en mucho. Díxole: «Señor y amigo mío: Más contento rescibo la victoria que mi Dios me ha dado, por tu causa, que por la mía, porque me pesaba mucho verte afligido y que te quexases de Narváez, habiéndote yo hecho siempre buenas obras. De aquí adelante podrás estar seguro que nadie te enojará; yo soy tu amigo y muy servidor del gran señor Motezuma; hazle saber cuanto ha pasado y dile cuánto le amo y suplícale mucho tenga gran cuenta con Pedro de Alvarado y con los demás cristianos que con él dexé, como me lo prometió cuando dél me despedí. En lo demás yo haré lo que me ruegas y rescibo merced de pasarme a esa cara y lo haré luego. En el entretanto, con dos cristianos déstos vaya alguna gente tuya a traer el fardaje e tiros que dexé anoche cerca del pueblo, en una quebrada.» El señor puso luego por obra lo que Cortés mandó, y lo más presto que pudo hizo pintar en un lienzo la victoria que Cortés había alcanzado contra Narváez, pintando a los suyos en cuerpo, sin armas algunas, con varicas en las manos e apoderados en los caballos e artillería de los de Narváez, los nuestros de la una parte, y de la otra a Narváez, herido en el ojo y aprisionado, e todas las demás particularidades que pudo. Invió esta pintura con indios que vieron parte dello o lo más, y no la invió por darle contento, que bien sabía el corazón y pecho de su señor y de los mexicanos, sino, por advertirle tratase bien a Pedro de Alvarado e a los demás españoles, porque estaba muy pujante y muy victorioso Cortés, para que excusase que, volviendo, no le hiciese algún desabrimiento.



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Capítulo LXXXIX

Cómo Cortés se pasó a las casas de doña Catalina y de los regalos que le hicieron, y cómo estando allí vinieron ocho mill hombres de guerra chinantecas con el Capitán Barrientos, y de cómo invió a Diego de Ordás con trecientos españoles a Guazaqualco.

     Había el señor de Cempoala, cuando Cortés vino la primera vez a aquella ciudad, dádole a su rito y costumbre, como por mujer, una señora de las más principales, a la cual llamaron doña Catalina, y así había dado otras a Puertocarrero, Pedro de Alvarado, Alonso de Ávila, Gonzalo de Sandoval, y a otros caballeros principales, a las cuales cada uno puso el nombre que le paresció. Esta doña Catalina era la más principal y más rica, y como a casa de su mujer se pasó Cortés, donde mudó el artillería, y de secreto, bien de noche, se metieron las más de las armas, y porque era casa fuerte, a un aposento della traxeron a Narváez y a algunos otros de quien Cortés se recelaba, por lo cual, de noche y de día se velaba, tanto, que algunas velas dormían debaxo de los tiros, los cuales estaban asestados a la boca del patio, por donde se podía temer la entrada. La doña Catalina con las otras señoras, mancebas de los otros caballeros y mujeres, a su parescer, porque así también lo creía el señor de Cempoala, hacían grandes regalos a Cortés y cada una al suyo, aunque los demás españoles lo pasaban mal, a causa deque eran muchos y los indios para proveellos pocos, que los más se habían huido, por los malos tratamientos que, como dixe, Narváez les había hecho, y no habían vuelto, aunque después que fueron certificados de la victoria de Cortés, que grande contento les iba dando, por lo cual, aunque muy poco a poco, comenzaron a venir.

     Había todas las mañanas fiesta en la casa de doña Catalina, y aunque Cortés estaba en este regalo, tomando, como dicen, el día bueno para pasar después el malo, trabajaba con el entendimiento, buscando medios cómo no estar siempre la barba sobre el hombro, dando trazas cómo pudiese no recatarse de tantos que, aunque le habían jurado, tenían el corazón en Diego Velázquez.

     Estando, pues, entre el contento y cuidado, vínole nueva cómo otro día serían allí ocho mill hombres chinantecas, todos bien adereszados de arcos, lanzas, macanas y rodelas, los cuales venían con un caballero que se decía Barrientos. Holgóse mucho Cortés, por verse acompañado de aquella gente, aunque eran indios, y así, cuando llegaron los rescibió muy bien y determinó luego, para dividir los españoles, hacer General de trecientos dellos, los más de Narváez, y los otros suyos, a Diego de Ordás, persona principal y de esfuerzo y consejo en la guerra, para que con ellos conquistase y ganase los pueblos que caían en la provincia de Guazaqualco, y para esto, llamando los principales que iban por Capitanes y a los Alférez y sargentos, volviéndoles sus armas y caballos, les dixo: «Señores: Ya es otro tiempo del de los días pasados; no os he vuelto las armas y caballos hasta poneros en negocio que seáis muy aprovechados; la fidelidad y amor que tuvistes a Narváez, no conosciendo en él manera para aprovecharos, esa quiero que me tengáis, pues os procuro todo vuestro provecho; invíoos con Diego de Ordás a conquistar y ganar los pueblos y provincia de Guazaqualco, donde espero en Dios que os adelantaréis mucho. Conviene hacer esto, fuera de lo que en ello ganáis, por evitar la hambre que, por ser muchos en este pueblo, padescemos.» Fuese con ellos Barrientos con los chinantecas, y ellos, rescibiendo a Diego de Ordás por su General, por mandado de Cortés, prometieron de hacer el deber, como por la obra lo vería, diciendo que debían la vida a quien tanta merced en todo les hacía. Tocaron sus atambores, hicieron su reseña, tendieron las banderas, cada Capitán con la letra que le paresció, ya que todo estaba a punto para salir. Otros dicen que andadas dos jornadas, yendo por Alguacil mayor del campo el duro y pertinaz Carrasco, aunque compadre de Cortés, y determinado de partirse con la demás gente Cortés para México, se estorbó el negocio por la novedad que de México se supo.



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Capítulo XC

Del recaudo que Cortés mandó poner en los navíos y hacienda de Diego Velázquez, y de cuán caro costó la venida a Pánfilo de Narváez y a los indios de Cempoala y su comarca.

     Habida esta tan señalada victoria, que pocas veces se ha visto, de tan pocos contra tantos, especialmente siendo todos de una nación, no se contentó Cortés con no decir a Narváez palabra que le desabriese, habiendo él oído tantas suyas, antes, añadiendo virtud a virtud, no solamente permitió que Pedro de Maluenda, mayordomo de Diego Velázquez, recogiese y guardase los navíos y la ropa y hacienda de Diego Velázquez y Narváez y suya, pero puso persona de confianza que a ello asistiese y diese calor, para que ninguno de los vencedores hiciese agravio y para que Diego Velázquez entendiese que él hacía en todo la razón y que no pretendía la hacienda ajena, sino defender la suya, y así lo dixo a Maluenda, a quien aun dio de lo suyo, porque procuró siempre que aun sus enemigos rescibiesen dél buenas obras.

     Muy diferente subceso fue éste del que Diego Velázquez esperaba, porque habiendo Narváez inviádole preso al Licenciado Ayllón, porque estorbaba el rompimiento, sacando por la lista la toca, esperaba que otro día le traerían preso a Hernando Cortés. Tornósele este pensamiento y esperanza tan al revés que, sabida después, esta victoria, nunca más alzó cabeza hasta que murió; perdió asimismo lo que gastó o lo más dello en esta segunda flota, porque en la primera mucho más puso Hernando Cortés, y lo que Diego Velázquez había inviado era para rescate.

     Costó esta victoria la honra a Narváez y un ojo que perdió y once o (según otros dicen) diez y seis hombres que murieron, y entró con tan mal pie, que de su desgracia cupo muy gran parte a los indios, porque saltando su gente en tierra, un negro que venía con viruelas las pegó a un indio, y como el pueblo era muy grande y muy poblado y las casas son pequeñas y suelen muchos vivir juntos, de uno en otro fue cundiendo tanto este mal, que como ellos en salud y enfermedad tienen de costumbre bañarse y esto fuese tan dañoso con las viruelas, murieron muy muchos, y los que vivieron quedaron tullidos, y los que siendo avisados que no se lavasen se rascaron los rostros y manos, quedaron muy feos por los muchos y grandes hoyos que después de sanos les quedaron. Deste mal les subcedió otro, porque nunca una gran desgracia viene sin compañera, y fue la hambre, porque como las más de las mujeres, que son las panaderas (que con una piedra muelen y amasan su trigo) estaban viriolentas, no podían amasar, y así los sanos como los enfermos vinieron, por el tiempo que la enfermedad duró, a padescer gran hambre e aun a morir algunos della, de la cual, como suele, se siguiera presto pestilencia, si las viruelas no se acabaran, y aunque cesara la hambre, el hedor de los cuerpos muertos, porque no los enterraban, inficcionó tanto el aire, que se temió gran pestilencia si el aire que corría recio no llevara los malos vapores fuera del pueblo. Llamaron los indios a esta enfermedad güeyzaual, que quiere decir la «gran lepra», de la cual, como de cosa muy señalada, comenzaron después a contar sus años, como en Castilla el año de veinte e uno. Paresce que en esto se esquitaron los españoles por las bubas que de los indios rescibieron, a las cuales, por esto, llamaron la enfermedad de las Indias.



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Capítulo XCI

Cómo los mexicanos se levantaron contra Pedro de Alvarado y lo que sobre ello Hernando Cortés hizo.

     En el entretanto que esto pasaba, Motezuma y los mexicanos, que estaban indignados con las cosas que de Cortés y de los suyos Narváez había inviado a decir, se amotinaron con tan gran furia y con tan gran copia de gente, que en los pueblos comarcanos casi no quedó ninguna que no fuese en dar combate a la casa donde Pedro de Alvarado quedaba guardando a Motezuma. Quemaron, ante todas cosas, para quitar el refugio a los españoles, las cuatro fustas que estaban en la laguna, derribaron un lienzo de la casa, que con gran dificultad y trabajo los españoles reedificaron; minaron otros, pusieron fuego a las municiones, levantaron las puentes, quitaron los mantenimientos, y finalmente, en la prosecución de los combates, mataron a Peña, el muy privado de Motezuma, no guardando la cara a la voluntad y amor que su señor le tenía. Defendíanse los españoles como tales, mataron muchos indios; pero como ellos eran tan sin cuento y el combate era tan furioso, los que se defendían, aunque fueran de acero, faltaran, si Motezuma, con miedo que Pedro de Alvarado le mataría, algunas veces no hiciera señal de paz. Refrenábanse con esto algún tanto los mexicanos, dando algún vado a los encerrados, que de noche ni de día dormían, pero lo que los mexicanos cesaban, aumentaban de furor cuando tornaban a acometer.

     Estas nuevas, porque sepamos que en las cosas humanas no hay contento que no venga muy aguado, supo Cortés, estando con la mayor alegría que jamás estuvo e con la mayor victoria, que de tantos a tantos jamás Capitán alcanzó. Sintiólas mucho porque, aunque de primero se las habían dicho indios, no las creyó, hasta que inviando a México un español a Motezuma con la nueva de su victoria, en lugar de albricias, volvió con muchos flechazos y heridas, trayendo por nueva cómo el fuego estaba muy encendido y que no solamente los mexicanos habían muerto a Peña, pero a otros dos españoles que se decían Juan Martín Narices y un Fulano de Valdivia, y que don Pedro de Alvarado, a gran instancia, pedía socorro e ayuda, e que si la dilataba, perescerían todos, e que Motezuma, por lo que le tocaba de no morir, había algunas veces, aplacado a los suyos, y que él y ellos se habían levantado por entender que Cortés no podía vencer a Narváez, por venir con tan pujante exército, tan bien armado e con tantos caballos y artillería.

     Cortés, entendido esto, determinó de poner remedio luego en ello, y así, dexando asentada la Villa Rica cerca de la mar y poniendo en ella su Teniente, con la guarnición que era nescesaria para su defensa y guarda de Narváez, con el cual, de los más delicuentes y bulliciosos y que menos se esperaba podellos reconciliar, dexó algunos presos, escribiendo luego a Diego de Ordás, que iba una jornada o dos de allí con su gente, viniese a toda furia; lo mismo escribió a Joan Velázquez de León, que también había inviado a otra parte. Mandó de secreto a Alonso de Ojeda y Joan Márquez, su compañero, que sacasen las demás armas que estaban guardadas y no se habían dado a sus dueños, y cuando todos estuvieron juntos y las armas en su aposento, así a los suyos como a los de Narváez, les hizo la plática siguiente:



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Capítulo XCII

De la plática que Cortés hizo a todos los del exército, queriendo partirse en socorro de Alvarado y cómo volvió las armas, y lo que le respondieron.

     Ya que los que habían ido fuera se juntaron, llamando Cortés a todos los demás, así suyos como a los demás a quien no había vuelto las armas, rogándoles que estuviesen atentos, por lo mucho que en ello les iba, les dixo así:

     «Porque en esta junta donde todos os halláis sin faltar ninguno hay tres diferencias de personas: unos venistes comigo e seguísteme hasta la hora presente; otros fuistes de los de Narváez, vista la razón que tenía, me habéis jurado por vuestro Capitán general e Justicia mayor, e por esto os volví luego vuestras armas e puse en nuevos descubrimientos; los otros, que habéis estado más obstinados, durándoos todavía la ceguedad con que Narváez se perdió, no confiándome por esto de vosotros, no os he vuelto las armas; pero ya que sabéis que no hay navíos en que os vais ni armas con que peleéis ni aun Capitán que os acaudille y advierta de lo que debéis de hacer, como yo lo haré a quien ya habéis jurado, saber que pensando Motezuma y los suyos, según lo que Narváez de mí le invió a decir y según la pujanza con que venía, que ninguno de los míos quedaría con la vida, determinó, para que de los enemigos tuviese menos, hacer guerra de noche y de día, a fuego y a sangre, a Pedro de Alvarado y a los de su compañía, que en guarda de Motezuma dexé: Hanle muerto tres españoles, aunque él ha muerto muchos indios; contramínanle la casa, está puesto en gran peligro y aprieto, y si con mucha brevedad no le socorrernos, no quedará hombre dellos, y el poder mexicano, que es muy grande, revolverá sobre nosotros, y así perderemos el más insigne y más rico pueblo del mundo, donde cada uno de vosotros será señor y dexará hacienda, honra y gloria a sus descendientes. Por tanto, ayudémonos todos; quered lo que yo quisiere, que es vuestro adelantamiento y honra; ca si estamos unánimes no hay poder en todo este nuevo mundo que nos contraste, y a vosotros, señores, que hasta ahora habéis estado algo pertinaces, vuelvo vuestras armas y entrego mi corazón y os empeño mi palabra de en todos las buenas andanzas haceros iguales con los que más me han amado y más me han seguido, porque espero que adelante habéis de hacer tanto que merescáis el premio que los más aventajados. Esto mismo quieren y desean que hagáis vuestros compañeros y también lo desean los míos. Por que veáis cuánto os conviene hacer lo que os ruego, tomad muy enhorabuena vuestras armas, y Dios os haga tan venturosos en ellas que Motezuma y los mexicanos entiendan el gran valor de vuestras personas, y ellas para los siglos venideros queden tan memoradas cuanto confío merescerán vuestros hazañosos hechos. Partamos de aquí con toda la brevedad que pudiéremos, socorramos a nuestra carne y sangre, no permitamos que cristianos amigos e deudos nuestros mueran a manos de gente infiel y bárbara e que sean cruelmente sacrificados al demonio, a quien tenemos por principal enemigo y a quien venimos a desterrar deste nuevo mundo, y si ni vuestra honra, ni vuestra gloria, ni vuestro provecho ni lo que más es, tan gran servicio de Dios, no os mueven a quererme e seguirme, nunca Dios quiera que yo fuerce vuestro querer ni quiera más de lo que quisierdes. Con vuestras armas os dexo en vuestra libertad: id donde quisierdes, que no podréis buscar ventura mayor que la que yo os daré como el que la ha hallado en la gran ciudad de México, y primero que me respondáis, vos, Alonso de Ojeda, y vos, Joan Márquez, dad a cada uno sus armas.»

     No hubo Cortés acabado de mandar esto, cuando todos, con muy gran alegría, llamándole su Capitán y señor, rescibieron sus armas, ofreciéndole sus vidas y personas, diciendo que sin él no podían hallar la ventura y prosperidad que procuraban. Abrazó Cortés a los principales dellos, honrólos y dioles cargos, y desta manera fueron tan amigos como cuando lo eran de Narváez. Estando, pues, todos de un corazón y de una voluntad para el socorro y favor de los que en México habían quedado, Cortés se aprestó para la partida en la manera siguiente.



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Capítulo XCIII

Cómo Cortés se aprestó para su partida y de lo que en ella hizo.

     Otro día de mañana, después de hecho este razonamiento, Cortés hizo reseña de su exército y ordenó sus haces, dando los oficios y cargos que faltaban para hacer su camino. Dexó en Cempoala su recámara, para que despacio fuese con los enfermos que había; dexó, para que fuesen en su guarda, treinta o cuarenta soldados; los principales dellos eran Juan Juste y Alonso Rascón; y llegados que fueron los tamemes, oída misa, en son de guerra, acompañándole hasta una legua del pueblo el señor de Cempoala con los demás principales, llegó aquella noche a un pueblo que hoy llaman La Rinconada. Otro día, partiendo de allí de mañana, anduvo siete leguas; asentó su real en un llano, cerca del camino, que hasta ahora en la Nueva España no se ha visto tan grande exército, porque iban en él más de mill y cient españoles con gran multitud de indios que los acompañaban y servían. Luego que los indios, que a los lados del camino tenían sus pueblos, supieron que Cortés había asentado en aquel llano, acudieron con mucha comida de aves, fructas y tamales; vinieron los caciques con guirlandas y flores; dieron la bienvenida a Cortés; rescibiólos él graciosamente; proveyéronle muy largo de lo que era menester hasta entrar en la provincia de Taxcala; e porque todo el exército no podía ir junto, a causa de que unos se cansaban más que otros, mandó Cortés a Alonso de Ojeda y a Joan Márquez, su compañero, se adelantasen y entrasen en Taxcala, para saber nuevas de Pedro de Alvarado e para recoger comida para los que atrás quedaban. Anduvieron aquel día hasta la media noche veinte leguas; llegaron a las primeras casas de Taxcala, que no se podían tener de cansados, donde reposando lo que de la noche quedaba, luego de mañana entraron en Taxcala, donde los rescibieron con muy alegres rostros los señores de la provincia. Preguntáronle por el gran señor Cortés, informáronse de la gran victoria que contra Narváez había tenido, maravilláronse y holgáronse mucho della, y más cuando supieron que tantos españoles venían, para que Motezuma, su enemigo, pagase la traición que había hecho y fuesen libres los españoles que en México habían quedado.



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Capítulo XCIV

De lo que Alonso de Ojeda y Joan Márquez hicieran, e de cómo Cortés prosiguió su camino.

     Después que aquellos señores taxcaltecas se hobieron informado del estado y subceso de los negocios de Cortés, queriéndose volver atrás Alonso de Ojeda, dexando allí el compañero, para recoger mantenimientos, aquellos señores, dando aviso a las alcarías y pueblos de lo provincia, para que proveyesen a Ojeda cómo con mantenimientos, saliesen al camino, dixeron que de su parte, topando al invencible y esforzado Capitán, su amigo y señor, le saludase y dixese le estaban esperando, para hacerle todo servicio y regalo, y que supiese que Pedro de Alvarado se había defendido valerosamente y que en el patio de Uchilobos había muerto más de mill principales; que se diese priesa, porque con su llegada se apaciguaría todo, y los culpados serían castigados, y que si para esto fuese menester su ayuda, la darían con gran voluntad. Con esto se despidió Ojeda, entrando por las alcarías; traxéronle mill gallinas de la tierra, cuatrocientas cargas de pan, cincuenta cántaros de cerezas, muchas cargas de tunas y docientos cántaros de agua. Con esta provisión que llevaban a cuestas, a su costumbre, mill y docientos hombres, salió de madrugada al camino; yendo con ello hacia do podían venir los españoles, entre unas casas de otomíes, oyó sonar un pretal de cascabeles. Paróse Ojeda a ver qué sería, porque no había acabado de amanescer, y vio que venía hacia él el general Cortés con cuatro o cinco de a caballo y dos mozos de espuelas. Apretó Cortés las piernas al caballo y dixo a Ojeda: «Estéis enhorabuena, ¿qué nuevas hay, y qué comida?, porque la gente viene desperescida de hambre.» Respondió Ojeda: «Señor, de todo hay buenas nuevas; yo llevo mill e quinientos hombres cargados de bastimentos; Joan Márquez queda en Taxcala, recogiendo más; los señores della besan a vuestra Merced las manos; alégranse mucho con su venida y están esperándola, y dicen que Pedro de Alvarado está bueno, aunque cada día con sobresaltos, y que ha muerto en el patio de Uchilobos mill principales.»

     Mucho se holgó Cortés con estas nuevas; dio muy grandes gracias a Dios; dixo a Ojeda: «Dios os dé buenas nuevas, que tales me las habéis dado.» Jorge de Alvarado, que con Cortés iba, no cabía de placer de que su hermano fuese vivo, y lo hobiese hecho tan bien.

     Con esto se apearon de los caballos, comieron una gallina fiambre, que lo habían bien menester; tornaron a subir en sus caballos; dixo Cortés: «Yo voy a Taxcala. Por vuestra vida, Ojeda, pues lo habéis hecho tan bien, prosigáis con esos tamemes vuestro camino, id por el despoblado, porque por ahí viene la gente harto nescesitada de socorro.» Despidióse Cortés; caminó Ojeda como le era mandado, el cual de ahí a poco topó con un soldado que se decía Sanctos Fernández, el cual le dixo cómo la gente toda a trechos venía ya muy hambrienta y nescesitada, tanto que si no se daba priesa morirían algunos de sed. Con esto, dándose mucha priesa Ojeda, topó con un Cristóbal, pregonero, y con su mujer, que era gitana; hallólos medio muertos en el suelo, echóles agua en el rostro, dioles a beber y de un ave que traía cocida, con que volvieron en sí. Ahora, en el entretanto que Ojeda prosigue su camino, digamos lo que a Cortés, aunque iba de priesa para México, acaeció en Taxcala.



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Capítulo XCV

Cómo Cortés, aunque de paso, entró en Taxcala y de lo que con los señores della pasó.

     Aunque Cortés no vía la hora de llegar a México por socorrer a los suyos, entró en Taxcala y no pudo ir tan presto ni tan secreto que primero no tuviesen aviso aquellos señores; saliéronlo a rescebir ya que estaba dentro de la ciudad; apeáronle ellos proprios del caballo; metiéronle en la casa de Magiscacín, diéronle luego de comer a él y a los que con él iban, refrescóse, y descansó un poco, agrasdeció mucho la voluntad con que habían mandado proveer a su gente, y después que entre ellos pasaron palabras de mucho amor y amistad, Cortés les preguntó muy por extenso el estado de los negocios de México y la causa de su rebelión. Ellos le dixeron lo que habían dicho a Alonso de Ojeda y que no sabían cierto qué fuese la causa, aunque se decían muchas; pero que la que a ellos les parescía era ser de mal corazón Motezuma y los mexicanos traidores y malos de su condisción, que no guardaban palabra que diesen ni pasaban por concierto que hobiesen hecho, y que no podían ver cristianos y que los debían de temer mucho, pues quedaban pocos; los habían acometido y hecho guerra continua de noche y de día, y que llegado a México sabría más claro y más por extenso lo que había pasado y las causas y razones de su rebelión; que se hubiese con ellos como con enemigos encubiertos y que en su ausencia tanto se habían declarado; y que pues venía tan poderoso y pujante, no dexase hombre a vida de los que fuesen culpados, que en ellos tendría las espaldas bien seguras e toda el ayuda que ellos le pudiesen dar y que mirase mucho por sí, porque de la manera que pudiesen habían de procurar matarle o echallo de la tierra.

     Cortés, que bien atento a estas palabras había estado, como dichas de amigos y que mejor que otros sabían los negocios, les agradesció mucho el amor y voluntad con que le avisaban y el ofrescimiento que de su ayuda le hacían, y mostrando el poco temor que a los mexicanos tenía, les respondió: «Señores y amigos míos: Si estando yo en México con la gente que vistes, no se osaron desmandar, ¿qué pensáis que podrán hacer ahora viniendo como vengo con tan pujante exército? Si no fueren buenos y leales de voluntad y corazón, yo haré que lo sean por fuerza y no me dormiré nada, por que no tengan lugar de hacer alguna traición; antes me daré tal maña que no habrán pensado la cosa, cuando ya la entienda y sepa y castigarla [he] de tal manera que escarmienten para otra.»

     Cierto, el confiar tanto Cortés, como David, de la mucha gente que llevaba en su exército, fue causa que después le subcediese la desgracia que en su lugar diremos. Los taxcaltecas, como siempre presumieron de bravos y más valientes que los otros indios, e tenían por tan enemigos a los mexicanos, mucho se holgaron de oír a Cortés; levantaban los brazos a manera de pelea, dándole a entender que eran fuertes y que delante dél deseaban verse a las manos con ellos. Con esto, abrazando Cortés a aquellos señores e rogándoles proveyesen a los españoles que venían, subió en su caballo e a toda priesa hacia México prosiguió su camino, donde le dexaremos, volviendo a lo que Ojeda y Joan Márquez hicieron y les pasó con la gente.



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Capítulo XCVI

De cómo Ojeda prosiguió su camino y cómo llegó de Taxcala su compañero Joan Márquez y de lo que más les avino.

     Prosiguiendo Ojeda su camino, era lástima de ver cómo aquí topaba con uno, allí con dos, acullá con tres y cuatro, unos caídos, otros que no podía andar, otros tan enflaquescidos que apenas podían echar la palabra de la boca, porque, como venían a pie e por despoblado y les faltó la comida y el agua, creyendo que les sobrara lo que al principio les habían dado, venían despeados, hambrientos y muertos de sed. Llegó Ojeda ya noche a un pinar, y en aquel llano, haciendo alto, juntó a todos los que por su pie podían venir, y a otros hizo traer a cuestas; juntó hasta setenta españoles, hizo hacer a los indios muchos fuegos, pelar docientas gallinas que ya traían ahogadas; asáronlas los indios, traxeron pan e agua; hartáronse aquellos hambrientos y sedientos hombres; comían y bebían con tanta agonía ques no se vían hartos; dieron gracias a Dios por el socorro que les había inviado, que, a la verdad, creyeron espirar primero que llegasen a Taxcala. Ya que era la media noche, que todos estaban contentos o reposando, oyó Ojeda gran rumor de gente; preguntó a los indios que qué era aquello; dixéronle que venía Joan Márquez, su compañero, con muchos indios cargados de comida, y fue así que llegó luego con dos mill y quinientos indios, todos con provisión. Holgáronse mucho los dos compañeros, alegráronse por extremo los españoles que allí estaban, por el socorro que Joan Márquez traía para los que atrás quedaban, que no venían menos hambrientos y cansados, y así luego otro [día], en amanesciendo, comenzaron a parescer muchos que venían cayéndose. Salieron a ellos, diéronles de comer en el pinar, e yendo adelante Ojeda y Joan Márquez a rescebir los demás, llegó un español que se decía Magallanes y otro que se decía Diego Moreno, los cuales traían consigo mill hombres cargados de comida; venían de hacia Tepeaca; viniéronse a juntar al pie de cuatro mill e quinientos indios, y estando los españoles e indios así juntos, dixo Alonso de Ojeda: «Yo e Diego Moreno iremos con alguna provisión a rescebir a los que vienen con la recámara y el artillería, e Magallanes y Joan Márquez se queden aquí rescibiendo a los que llegaren con la comida adereszada.» Concertados así, Alonso de Ojeda e Diego Moreno tomaron cuatro mill indios para su compañía y para lo que fuese menester, e docientos con bastimentos e cient cántaros de agua. Yendo así como iban por concierto, por sus escuadrones, asomaron nueve o diez de a caballo, y creyendo que los indios era gente de guerra, se aprestaron, tomando las lanzas en las manos, que se les caían, no pudiéndolas sustentar de desmayados e desflaquescidos, y no menos lo venían los caballos, que no menos nescesidad que sus amos habían padescido.



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Capítulo XCVII

Cómo saliendo de entre los indios Diego Moreno e Alonso de Ojeda, conoscidos por los de a caballo, se holgaron mucho y caminaron adelante, y de lo que más les acontesció.

     Luego como Ojeda e Diego Moreno viesron los de a caballo y que se habían apercibido como que temían algo, salieron de entre los indios, haciéndose adelante, los cuales, como fueron vistos de los de a caballo y conoscieron que eran españoles los que habían salido de entre los indios, aseguráronse y perdieron el miedo que habían cobrado; con alegría dixeron: «Señores, ¿cristianos sois? No pensamos sino que todos érades indios de guerra que nos venían a matar, según vienen en orden esos que con vos vienen. ¿Hay algo que comamos, señores?», y esto decían con tanta flaqueza que casi no podían hablar. Ojeda y Diego Moreno los apearon luego, diéronles de comer y a los caballos tortillas de maíz, que comieron con gran gana; y después que los unos y los otros tomaron esfuerzo, Ojeda les mostró los humos del pinar, que estarían de allí legua y media, diciéndoles que allí quedaban Joan Márquez y Magallanes con mucha comida, esperando a los que viniesen. Ellos de la hambre pasada, como no pensaban verse hartos y oyeron esto, alegráronse mucho. Preguntóles Ojeda por el artillería y recámara, dixéronle que venía dos leguas de allí; fueron luego a buscarla, y primero que llegasen a ella, a trechos iban proveyendo y consolando a los hambrientos que topaban, mostrándoles adónde habían de ir a descansar, que eran los humos del pinar, donde todos, como si a cada unos mostraran su tierra natural, se regocijaron.

     Prosiguiendo desta manera su camino Ojeda y Diego Moreno, toparon con Gonzado de Alvarado, que traía a cargo el artillería, donde fue de ver el alegría que los españoles que venían rescibieron con los que iban, y los indios que traían el artillería con los que llegaron, que los más eran sus amigos y conoscidos. Pararon todos, y como los que venían, así españoles como indios, venían cansados y con mucha hambre y sed, y entendieron que había qué comer y beber, muy alegres se asentaron todos; los españoles proveyeron a sus españoles y los indios a los indios, de lo que traían. Hablaban poco y comían mucho; los hambrientos holgábanse de ver los que venían hartos, y éstos contaban cuentos y los otros, comiendo, escuchaban, diciendo algunas palabras de cuando en cuando, hasta que estuvieron contentos, que estonces, como dicen, todos hablaban de la oseta. Ya que los cansados y hambrientos estuvieron satisfechos y algo descansados, preguntándoles si quedaban algunos atrás, respondieron que no; estonces todos, de consuno, dieron la vuelta hacia do parescían los humos, donde llegaron una hora después de anochecido. Rescibiéronse los unos y los otros con mucha alegría, porque ya los estómagos estaban contentos; contábanse sus trabajos; daban gracias a Dios porque estando en tan gran peligro no hubiesen muerto, dexándolos para ver aquella gran ciudad de México, y así, con el alegría y descanso presente, la memoria de los trabajos pasados era más suave. Desta manera descansando, que lo habían bien menester, pasaron aquella noche, y lo que luego otro día hicieron, diremos en el capítulo que se sigue.



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Capítulo XCVIII

Cómo quedando de los españoles los más cansados descansado, los demás partieron con el artillería hacia Taxcala.

     El otro día por la mañana, quedándose allí algunos que habían llegado muy cansados e yendo otros de su espacio, todos los demás, muy alegres caminaron hacia Taxcala, y entrando por tierra de otomíes, como si entraran en su tierra natural, fueron rescebidos y hospedados. Recogieron los que desto tenían cargo tres mill gallinas, mucho pan y fructa; fueron luego a Guaulipán un día antes que Cortés volviese, el cual, como halló tanto refresco y comida, hizo detener allí la gente hasta que llegase la que había quedado en el pinar, y de allí despachó al padre Fray Bartolomé de Olmedo con un español o dos que le acompañaron, para que a toda priesa fuese a México y dixese a Motezuma que bastaba lo pasado y que no proscediese en su locura, porque le llovería a cuestas, y que se espantaba que un tan gran señor y tan cuerdo hubiese tomado tan mal consejo de quebrar la palabra que había dado, haciendo guerra a tan pocos españoles como en su casa y debaxo de su palabra y fee real tenía; que le rogaba no hubiese más, y que sí así lo hacía serían amigos y no se acordaría más de lo pasado, y si no, que supiese que iba con mucha gente, donde tomaría satisfacción del daño que su gente hubiese rescebido. Con este recaudo se partió Fray Bartolomé de Olmedo.

     Dice Motolinea que en Taxcala, haciendo Cortés reseña de su gente, halló que llevaba mill peones e ciento de a caballo pero Alonso de Ojeda, en los Memoria les que hizo, dice que se partió de aquel pueblo a otro que se decía Capulalpa, y de allí otro día, para Tezcuco, donde no pudo llegar, haciendo noche dos leguas antes de llegar a él; pero otro día, ya que todos se habían juntado, de su espacio caminaron para Tezcuco, adonde llegaron a las nueve de la mañana. Hallaron casi sin gente aquella gran ciudad; nadie los salió a rescebir; la gente que había les mostraba mal rostro; todos los demás estaban en México, porque habían acudido al combate que se daba a Alvarado. Vieron otras señales muy malas, de que nada se contentaron. Estuvo allí Cortés descansando cuatro días, y otro día después de llegado, vino una canoa de México, que salió de noche por una de las acequias encubiertamente, para no ser vista. Venían en ella dos españoles de los que habían quedado con Pedro de Alvarado; el uno se decía Sancta Clara y el otro Pero Hernández. Holgóse mucho con ellos Cortés; diéronle muy larga cuenta de lo pasado y dixéronle cómo había ya trece días que no daban guerra a Pedro de Alvarado y que no le habían hecho más daño del que él sabía de los tres españoles. Creyó por esto Cortés que ya todo estaba muy seguro y que no había de qué temer, paresciéndole que por lo que Fray Bartolomé habría dicho y por la pujanza con que él iba, ni Motezuma ni los mexicanos se osarían desmandar. Escribió (que no debiera) a Cempoala, a los españoles que con el resto de la recámara habían quedado allí y a los demás que de cansados aún no habían llegado y quedaban derramados por los pueblos, que ya no había guerra ni hombre que se osase desmandar, lo cual, para mayor daño, aseguró los españoles.



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Capítulo IC

Cómo Cortés partió de Tezcuco para México, y cómo parando en Tepeaquilla halló ruines señales, y cómo, partiendo de allí, entró en México.

     Con más reposo del que hasta allí Cortés había tenido, no recelándose del mal grande que después subcedió, con su gente en orden, partiendo de Tezcuco para México, paró en Tepeaquilla, pueblo que está legua y media de México, a la entrada del cual, pasando por una pontezuela de madera Solís Casquete, hombre de a caballo, metiendo el caballo la una pierna por entre dos vigas, se le hizo pedazos, quedando el caballo colgado de la puente. Solís saltó en el agua; miraron en esto algunos de los españoles, especialmente Botello, de quien diremos adelante, que lo tuvieron por mal agüero y señal, diciendo que no entraban con buen pie y que algún mal les había de subceder, aunque el cristiano no ha de mirar en agüeros, y así lo hacía Cortés, interpretando siempre e mejor lo que acaecía, como hacía el Gran Capitán, las malas señales. Con todo, la gente halló mucho maíz e otras provisiones, pero no persona alguna que lo guardase, que también paresció muy mal.

     Ya que otro día de mañana se querían partir para México, buscando por entre las casas y dentro dellas algunos indios para que llevasen las cargas, Alonso de Ojeda y Joan Márquez, que desto tenían el cargo, no hallaron persona alguna más de un indio que dicen naboria, ahorcado de una viga de la casa, vestido con sus mantas y mástil; salieron algo alterados con esto, paresciéndoles mal todo lo que habían visto. El exército comenzó a andar; yendo un poco delante por el mismo pueblo, hallaron en una plazuela un gran montón de pan y más de quinientas gallinas atadas, y tampoco, como antes, persona alguna que lo guardase ni a quien pudiesen preguntar cosa, y como esto caía sobre lo demás, tampoco a Cortés, aunque lo desimulaba, paresció bien y quisiera no haber escripto a los de Cempoala; pero desimulando la mala sospecha y ruines indicios que había visto, con alegre rostro, concertando su gente, los de a caballo por sí y los peones por sí, tocando el atambor e pífaro, les dixo: «Ea, señores y amigos míos; que ya se han acabado nuestros trabajos, y si los indios no han parescido es de temor y vergüenza de haberse atrevido contra los nuestros; con emienda los reconciliaremos y nos serán más amigos y todos seréis de buena ventura.»

     Era víspera de Sant Joan cuando Cortés entró con este orden en la ciudad de México; estaban los indios a las puertas de sus casas sentados, callando, que no parescían haber hecho mal alguno, y a la pasada, amenazándoles en la lengua algunos de los nuestros, se sonreían, dándoseles muy poco de sus amenazas. Tenían todas las puentes quitadas de unas casas a otras; vieron claras muestras de lo que les pesaba con la venida de los nuestros y aun de lo que después hicieron. Llegó desta manera nuestro exército al aposenta donde Pedro de Alvarado estaba guardando a Motezuma; las puertas estaban todas cerradas; subió sobre los muros la más de la gente que dentro estaba; diéronse la buena venida y la buena estada los unos a los otros con gran alegría y regocijo de todos. Llegó Cortés a la puerta principal, dio golpes para que le abriesen, no le respondieron ni quisieron abrir, y tornando a tocar la puerta, desde el muro respondió Pedro de Alvarado: ¿Quién llama y qué quiere?» Replicó Cortés: «Llama Hernando Cortés, vuestro Capitán, que quiere entrar.» Entonces Pedro de Alvarado le dixo: «Señor, ¿viene vuestra Merced con la libertad que salió de aquí y con el mando y señorío que sobre nosotros tenía?» Diciendo Cortés que sí y, loado Dios, con más pujanza e mayor victoria, con grande alegría los que dentro estaban le abrieron la puerta, y entrando, con gran reverencia Pedro de Alvarado le entregó las llaves, abrazándose luego el uno al otro, y así todos los demás los unos a los otros.

     No se puede decir el alegría y regocijo que todos rescibieron; los de Alvarado contaban los trabajos y peligros en que se habían visto, las muertes de sus españoles, los combates que habían rescebido, las defensas que habían hecho, el deseo que tenían del socorro, el amainar de la furia de los indios cuando supieron la venida de Cortés. Los otros compañeros que con el Capitán habían ido, también contaban el trabajo que en la priesa del camino habían rescebido, el andar de noche, el acometer a Narváez, lloviendo toda la noche, la pérdida de los compañeros, la victoria tan venturosa. Los que de nuevo venían, que eran los de Narváez, hallaron entre los de Alvarado muchos conoscidos y amigos con quien se holgaban mucho. Desta manera pasaron dos horas hasta que los aposentadores comenzaron a alojar la gente, la cual, por no caber toda en los aposentos de Cortés, fue nescesario que mucha della alojase en el templo mayor.



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Capítulo C

Cómo llegado Cortés, Motezuma salió al patio a rescebirle y se desculpó de lo pasado, y de la contradición que en esto hay.

     Entró Cortés a hora de comer en México, con la gente que dixe, acompañado de muchedumbre de amigos tlaxcaltecas y otros; y a una hora después de llegado salió, según algunos dicen (aunque Ojeda escribe lo contrario) al patio, Motezuma, acompañado de los más principales señores de la tierra, a rescebirle, penado, según mostraba, de lo que los suyos habían hecho. Desculpóse lo mejor que supo e pudo. Cortés le respondió pocas palabras, haciendo bien del enojado, e despidiéndose desta manera, cada uno se fue a su aposento.

     Otros dicen, y esto es lo más cierto, que Motezuma esperó que Cortés, como solía, le entrase a visitar, pues era tan gran Rey e señor y que a esta causa, aunque venía victorioso, no le salió a rescebir. Cortés, como venía tan pujante, paresciéndole que todo el imperio mexicano era poco, enojado de lo que había pasado, no hizo cuenta dél ni le quiso entrara ver, lo cual fue la principal causa de la destruición de los suyos, e así dixo muchas veces e yo se lo oí en corte de Su Majestad, que cuándo tuvo menos gente, porque sólo confiaba en Dios, había alcanzado grandes victorias, e cuando se vio con tanta gente, confiando en ella, estonces perdió la más della y la honra y gloria ganada, que, cierto, para todos los Capitanes es documento notable para perder el orgullo en la prosperidad mundana.

     Fray Bartolomé de Olmedo, por mandado de Cortés, fue otro día a ver a Motezuma, para entender del estado de los negocios. Motezuma le respondió bien; preguntó si el Capitán venía enojado, por que no le había visto; respondióle el flaire que no, pero que venía cansado y que por eso no lo había hecho, e con esto le reprehendió del mal consejo que había tenido. No respondiendo a esto Motezuma, dixo: «Si el Capitán no está enojado, yo le daré un caballo con su persona, de bulto, sobre él, todo de oro.» Con esto se despidió Fray Bartolomé; contó lo que pasaba a Cortés, el cual, extendiéndose con la victoria de Narváez porfió en no querer ver a Motezuma, que fue la causa de todo su daño y pérdida, porque, como después pasaron algunos días que no hizo caso de tan gran Príncipe, él y los suyos lo sintieron tanto que en breve mostraron el rancor que en sus pechos tenían, aunque otros dicen que luego, dende a cuatro o cinco días que Cortés llegó a México, se levantaron.



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Capítulo CI

De las razones y causas por qué los mexicanos se levantaron contra Pedro Alvarado.

     Deseaba mucho saber Cortés por qué razón en su ausencia los mexicanos se habían rebelado contra Pedro de Alvarado, habiendo dado Motezuma su palabra de no consentir alteración alguna, y no tanto deseaba saber esto por castigarlo, pues siempre pretendió su amistad y confederación, cuanto por reprehender a Pedro de Alvarado si había sido culpado. Juntó, pues, muchos de los principales, que todos (como dice Gómara) no pudo ser, y con las mejores palabras que supo, con buena gracia, sin mostrar enojo, les rogó le dixesen la causa de la rebelión pasada. Ellos, como eran muchos y cada uno tenía particular ocasión de malquerencia, como los que estaban determinados de segundar, y con mayor furia, desvergonzadamente y sin muestra de arrepentimiento de lo pasado, unos respondieron que por lo que Narváez les había inviado a decir; otros, que por echarlos de México, porque no los podían ver, para que se fuesen, como estaba concertado, en teniendo navíos, y que esto lo habían bien mostrado cuando, combatiendo la casa, a voces decían: «¡Perros cristianos, cristianos perros, fuera, fuera; salid de nuestra tierra, usurpadores de lo ajeno!» Otros, que por libertar a Motezuma, como lo decían dando la guerra: «¡Soltad, soltad a nuestro gran Rey y señor si no queréis morir mala muerte!» Nunca jamás (aunque lo dice Gómara) le llamaron dios. Otros, que por robarles el oro, plata y joyas, que más por fuerza que de su voluntad Motezuma y otros señores les habían dado, diciendo que valían más de sietecientos mill ducados, dando voces: «¡Ah, perros; aquí dexaréis el oro y joyas que habéis robado!» Quien, que por no ver allí a los taxcaltecas y otros indios, que les eran muy odiosos, por ser sus mortales enemigos. Muchos o los más decían que por haberles derribado sus ídolos principales, deshecho su religión, destruido sus sacrificios, puesto nuevas leyes, introduciendo nueva religión contraria a la suya, e que para la venganza desto el demonio les había dado gran priesa, conforme a lo que los más decían.

     La principal causa fue, porque viniendo el principio de su mes, que era de veinte en veinte días, que estonces para ellos era fiesta solemne, pocos días después de partido, Cortés, quisieron celebrarla, como solían, para lo cual pidieron licencia a Pedro de Alvarado, y esta licencia pidiéronla con engaño para que los cristianos no sospechasen, como ello era, que se juntaban para matarlos. Alvarado les dió la licencia con que a la fiesta no llevasen armas ni sacrificasen persona alguna, que para ellos fueron dos cosas harto ásperas e que encendieron el fuego; juntáronse más de sietecientos (otros dicen más de mill) caballeros e personas principales, con algunos señores, en el templo mayor. Aquella noche hubo muy gran ruido de atabales, caracoles, cornetas, huesos hendidos con que silbaban muy recio; cantaron muchas canciones; créese por cierto que en ellas, como suelen, trataron de la rebelión que luego hicieron. Salieron al baile desnudos en carnes y sin cutaras, cubiertas solamente sus vergüenzas, pero sobre las cabezas y pechos muchas piedras y perlas que estonces no las había sino muy raras, collares a las gargantas, cintas de oro colgando sobre los ombligos, muchas piedras y brazaletes muy ricos a las muñecas, con muchas chapas de oro y plata sobre los pechos y espaldas y cabezas y manos, presciosos y ricos penachos. Desta manera, a vista de los nuestros, en el patio del gran templo, bailaron su baile, que fue cosa bien de ver.



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Capítulo CII

Cómo se llamaba este baile y cómo se hacía, y si Pedro de Alvarado acometió [a] los indios por cobdicia o por deshacer la liga, y lo que después se supo de las ollas.

     Llamaban los indios a este baile maceuatlistle, que quiere decir «merescimiento con trabajo», y así al labrador llamaban maceuatli. Era este baile como el netotiliztli, aunque se diferenciaba el uno del otro en algunas cerimonias. Ponían, cuando le habían de hacer, en el suelo de los patios muchas esteras y encima dellas los atabales y los otros instrumentos músicos; danzaban en corro, asidos de las manos y por ringleras; bailaban al son de los que cantaban y tañían y respondían bailando y cantando. Los cantares eran sanctos y no profanos (aunque en éste trataron la conspiración contra los nuestros) en alabanza del dios cúya era la fiesta; pidiéronle, según su nombre e advoración, o agua, o pan, o salud, victoria, o paz, hijos, sanidad, o otros bienes temporales.

     Notaron los que al principio miraron en estos bailes, que cuando los indios bailaban así en los templos, que hacían otras diferentes mudanzas que en los netotiliztles, magnifestando sus buenos o malos conceptos, sucios o honestos, con la voz, sin pronunciar palabras y con los meneos del cuerpo, cabezas, brazos y pies, a manera de matachines, que los romanos llamaron gesticulatores, que callando hablan. A este baile llamaron los nuestros areito, vocablo de las islas de Cuba y Sancto Domingo.

     Estando, pues, en este baile aquellos caballeros mexicanos, o porque avisaron a Pedro de Alvarado de lo que tractaban, o por ver baile tan solemne e de tan principales personas, o por otras causas que no se saben, fue allá, y lo que es más probable, por lengua de algunos españoles que entendieron la trama, sabiendo que se tractaba de la rebelión de los indios y muerte de los cristianos, tomó las puertas del patio con cada diez o doce españoles, y él con cincuenta entró dentro, haciendo en ellos gran carnicería. Mató los más, tomóles las joyas e riquezas que traían, lo cual dio ocasión a que algunos dixesen que por cobdicia de las riquezas había hecho tan grande estrago; de lo cual Cortés, aunque no lo creyó, rescibió pena y enojo, y como no era tiempo de desabrir a los suyos, que tanto había menester, dexó de inquerir el negocio.

     Dicen algunos que los taxcaltecas fueron los que malsinaron a aquellos caballeros mexicanos e pusieron a Alvarado en que hiciese lo que hizo, y cierto debieron los mexicanos en aquella su fiesta de tratar traición contra los nuestros, porque aunque ellos lo negaron, súpose después de muchas indias que los españoles tenían de servicio, que por la mañana el día del baile habían puesto las mujeres infinita cantidad de ollas con agua al fuego, para comer a los españoles cocidos en chile, porque pensaban tomarlos sobre seguro, e habíanlos descuidado con salir desnudos al baile, e tenían, según las indias dixeron, las armas escondidas en las casas que estaban cerca del templo, para tomarlas cuando menos pensasen los españoles. Fue digno castigo de que el sueño se les volviese al revés y pagasen por la pena del talión.



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Capítulo CIII

De lo que Cortés, descubiertas las causas de la rebelión, dixo a los señores y principales, y de cómo otro día se comenzaron a descubrir para tornar a ella.

     Entendidas por Cortés las causas de rebelión y vista la manera con que las dixeron, que fue bien desvergonzada, previniendo en lo que pudo, a lo que sospechaba, vino luego a los indios principales y señores, y díxoles:

     «Fuertes y nobles caballeros: En las entrañas me pesa de que vosotros a Alvarado hayáis sido causa de la rebelión pasada. Si vosotros lo fuistes, pésame de que hayáis quebrado la palabra que me distes y entendido tan mal el amor que os tengo y las buenas obras que os he hecho y deseo hacer y lo que procuro, ser vuestro amigo y que estéis desengañados de los errores en que el demonio os tiene metidos; si habéis tenido la culpa, yo os la perdono con que de aquí adelante me seáis tan amigos como yo os he sido y seré (a esto se sonrieron, como haciendo burla); y si Alvarado tuvo la culpa, me pesa más, porque os quiero y amo, como a hermanos míos, y nuestro oficio y condisción es hacer bien y estorbar que otros no hagan mal; y si en lo hecho ha habido de nuestra parte culpa, habrá castigo y grande emienda para en lo de adelante. En lo demás, ver si hay algo en que os pueda dar contento, que yo lo haré mejor que hasta aquí, y mirad que, pues que sois caballeros, no intentéis ni hagáis cosa que no sea de tales, porque si la hicierdes deshonraréis vuestro linaje, seros han enemigos los que por mi intercesión os son amigos, lloveros ha a cuestas, y del juego llevaréis lo peor, porque si con tan pocos españoles hice tanto cuando al principio vine, ahora que tengo tantos, como veis, más caballos y más artillería, ¿qué os paresce que podré? Ya sabéis cómo pelean los españoles, cuán bravas heridas dan con las espadas, cuán grandes fuerzas tienen y cómo la vida de uno ha siempre costado muchas de las de vosotros. También sabéis que aunque en la guerra son como leones, después que han conseguido la victoria son clementes, mansos y misericordiosos, y no como otras nasciones que, cuando vencen, hacen grandes estragos y crueldades en los vencidos y en aquellos que menos pueden. No tengo más que deciros; ved ahora vosotros lo que os paresce, que yo no quiero más de lo que es razón.»

     Oyeron aquellos caballeros aquestas palabras, e aunque eran buenas y verdaderas e llenas de amor, como cayeron en pechos dañados y llenos de enemistad, no respondieron más de que ellos verían lo que debían hacer, y con esto, sin los comedimientos acostumbrados, se fueron los unos por acá y los otros por allá.



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Capítulo CIV

Cómo los mexicanos, pidiendo tianguez a Cortés, alzaron por señor al hermano de Motezuma, e de lo que acontesció a Antón del Río, que fue la primera señal de la segunda rebelión.

     Muy indignado estaba Motezuma de ver la poca cuenta que dél había hecho Cortés en no haberle, como solía, ido a visitar, y aun porque le habían dicho que Cortés hablaba palabras en su deshonor; pero como naturalmente era noble de condisción, si aquellos sus caballeros que tanto aborrescían a los nuestros no le indignaran y vinieran con nuevas, y Cortés le visitara, no vinieran los negocios al rompimiento que vinieron, aunque se supo estar los mexicanos de tan mal arte, que por ninguna vía se apaciguaban, deseosos, como el demonio les daba priesa, de echar de la tierra a los nuestros, o de sacrificallos y comellos, como muchas veces tenían determinado y concertado habían para cuando entró Cortés, porque no hallase de comer, levantado el tianguez, que es el mercado. Invió Cortés a decir con la lengua a Motezuma que mandase, como se acostumbraba, hacer tianguez, porque los españoles comprasen lo que hobiesen menester. Respondió Motezuma con gravedad enojada que él estaba preso, y que los demás deudos suyos que tenían autoridad y mando en la república, que soltase uno dellos, para que saliendo fuera mandase hacer el tianguez, e que éste fuese el caballero que a él le paresciese. Cortés, no sospechando lo que subcedió, replicó que él era contento que su Alteza inviase al que fuese servido. Invió Motezuma a su hermano, el señor de Eztapalapa, al cual, como vieron fuera los mexicanos e que en los combates dados a Pedro de Alvarado no habían podido soltar a su Rey e señor, no le dexaron volver a la prisión ni hicieron el tianguez; antes le eligieron por su caudillo y Capitán y no fue menester rogárselo mucho, porque lo tenía gana.

     Estando los negocios desta suerte, un soldado que se decía Antón del Río, saliendo de la ciudad por mandado de Cortés, para ir a Cempoala para que traxese ciertas adargas que con lo demás de la recámara habían quedado, para hacer un juego de cañas y regocijarse, yendo por el Tatelulco para salir por la calzada de Tepeaquilla, por donde los españoles habían entrado, comenzaron los indios a darle muy gran grita e a seguirle con flechas y arcos, con piedras y macanas; y como la gente con la grita le salía de adelante hacia do él iba e otra le seguía de la que quedaba atrás, por que no le tomasen allí a manos y le hiciesen pedazos, volvió atrás, e rompiendo con el caballo, hiriendo con la espada a los que podía, pasó por ellos hasta que a más correr vino huyendo a los aposentos, y como los nuestros lo vieron venir así e que, se había apeado en el aposento del Capitán, fueron todos allá para saber lo que pasaba, el cual contó el negocio. Invió luego Cortés cinco o seis de a caballo bien adereszados, para que descubriesen lo que había e viniesen a darle mandado. Salieron por la calle que va a Iztapalapa, hallaron dos o tres puentes por do corrían las acequias, quitadas las vigas, y gran cantidad de indios por las azoteas, y dando la vuelta por otras calles, hallaron que las puentes, que todas eran de madera, estaban quitadas, salteadas las vigas, quitada una y dexada otra, de manera que la puente que tenía diez vigas estaba con cinco salteadas, para que los de a caballo cayesen y se hicieren pedazos, porque para ellos, según su ligereza, siguiendo o huyendo, no lo era inconveniente.

     No pasaron aquellos españoles adelante, así por el estorbo de las puentes, como porque les paresció muy mal la desvergüenza de los indios, que desde las azoteas y desde las puertas de las casas con las manos y cabeza hacían señal de que pasasen adelante, para dar sobre ellos.

     Desta manera, bien confusos y descontentos, se volvieron al aposento de Cortés, el cual, cuando supo lo que pasaba, no se holgó nada, apercibió su gente, mandó tener a buen recaudo a Motezuma y a los demás prisioneros, esperando que más señales de guerra hobiese.



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Capítulo CV

De cómo se vieron más señales de la rebelión y del primer cambate que los mexicanos dieron a Cortés.

     Día era, según algunos dicen, de Sant Joan, e, según la mayor opinión, otro día después, cuando saliendo Alonso de Ojeda y Joan Márquez su compañero, a buscar de comer cerca de los aposentos, llegaron cerca de la casa de Guatemocín, donde hallaron la puerta principal cerrada con adobes; quisieron pasar, e como el acequia estaba en medio e las vigas que hacían puentes quitadas y el agua honda, echaron muchas piedras, adobes, palos y esteras e todo lo que demás hallaron para cegar el agua, e después de cegada pasaron e siguieron por una calleja toda cerrada por lo alto; saliendo della dieron en una gran troxe de madera. Dio Ojeda el espada a Joan Márquez para subir a la troxe e ver lo que dentro había, el cual, después de subido, vio que estaba llena de cinchos de cuero con que los indios jugaban al batey, e de algunas armas. Joan Márquez llegó a la puerta de una casa que estaba adelante; oyó de lo alto de las casas dar grande grita, diciendo: Miqueteul, que quiere decir «Mata a ese hijo del sol». A estas voces descendió Ojeda de la troxe, y tomando su espada se juntó con el compañero, que llevaba un alabarda. Comenzaron, como dicen «¡Ah, puto el postre!», a huir porque ya el aire resonaba con el alarido de los indios, del cual entendieron que toda la ciudad debía de estar levantada. Los callones y vueltas eran tantas, que a no llevar por guía un indio taxcalteca, que tuvo más memoria, no acertaran a salir e murieran allí. Saliendo por donde habían entrado, hallaron aquella parte del acequia que habían cegado como estaba cuando la dexaron; pasaron por ella, e yendo hacia los aposentos de Cortés encontraron con un papa de los indios, con los cabellos tendidos, como furioso y endemoniado, haciendo señales con las manos, donde voces, que ponía espanto. Con todo esto, la espada desnuda, tiró tras dél Alonso de Ojeda, el cual se le acogió a una casa que allí cerca estaba, en la cual entró siguiéndole, y en ella halló muchas grullas mansas, que a los gritos de aquel papa comenzaron todas a grasnar. En esto Juan Márquez, su compañero, le comenzó a dar grandes voces; saliendo a ellas el Ojeda, le dixo el Joan Márquez: «¿Qué diablos hacéis, o a que os paráis a seguir a ese perro? ¿No veis que se arde la ciudad y dan guerra los indios a nuestro Capitán?» Ojeda, como salía del ruido grande que las grullas hacían, atronado, dixo: «Calla, que son estas grullas que graznan en esta casa»; pero, reparándose un poquito, se desengañó luego, porque el alarido de los indios crescía e ya muchos se habían subido a las azoteas. Como vieron esto, corrieron hacia el patio del templo mayor, donde hallaron en lo alto dél seis o siete españoles que estaban atalayando para dar aviso a Cortés cómo venía por todas partes la gente de guerra, los campos llenos, y cómo comenzaban a entrar por las calles, que parescían turbiones de lagosta.

     Comenzáronse luego a armar los españoles que quedaban, porque ya más de docientos habían salido a las calles y estaban peleando y defendiéndoles la entrada en el entretanto que los demás se armaban. Fue grande la pelea y batalla de aquel día; no pudieron entrar al patio de Uchilobos, que era el que pretendían tomar, pero entre unas puentes e otras hicieron grandes albarradas para que los cristianos no pudiesen salir y ellos desde ellas pudiesen mejor ofender.

     Fue muy recia la pelea deste día, porque así los indios como los cristianos estaban descansados, y los unos, por defender lo que habían ganado y no perder el nombre y fama de su valentía, hacían más que hombres; los otros, ciegos de su pasión, como eran infinitos, no temían ni tenían cuenta con el morir, porque como perros rabiosos, por ofender, se metían por las espadas. Murió aquel día gran cantidad de indios y ningún español, aunque, como la batalla duró hasta ponerse el sol, hubo algunos heridos. Acabado este primero rencuentro, con la noche que venía, todos se fueron a reposar para trabajar de nuevo el día siguiente.



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Capítulo CVI

Del segundo rebato que los indios dieron a Cortés y de cuán reñida fue la batalla.

     Del recuentro pasado entendió Cortés cómo se debía apercibir para la batalla del día siguiente; pesóle (por ser los enemigos tantos y tan porfiados) de haber escripto lo que escribió y de no haber inviado a llamar a Saucedo, que había quedado con la recámara en Cempoala y a algunos de la Villa Rica; procuró lo más secretamente que pudo inviar a llamar a Saucedo, para que viniese con los que con él estaban, y aunque todos estaban cansados, procuró que a la media noche, algunos de los más valientes deshiciesen las albarradas que tomaban las calles.

     Otro día, una hora antes que amanesciese, era cosa espantosa de oír el ruido que, silbando e tocando caracoles e otros instrumentos de guerra, los enemigos hacían. Luego como amanesció, las azoteas llenas de gente y las calles cubiertas, con un alarido que le ponían en el cielo, comenzaron a hacer cruda guerra en los cristianos. Hubo muchas muertes de la parte de los indios e muchos heridas de la de los cristianos. Hicieron de nuevo los indios albarradas, porque como eran infinitos, había gente sobrada para lo uno y para lo otro. Salieron los cristianos a la calle, tratábanlos mal con pedradas los que estaban en las azoteas, aunque los escopeteros y ballesteros derribaron muchos. En este día se señalaron algunos indios que con ánimo feroz y endiablado, se metieron por las picas y espadas a herir con las macanas a los nuestros.

     Duró sin cesar todo el día la batalla, que apenas pudieron comer los cristianos. Venida la noche, que puso fin a tan trabada batalla, Cortés mandó que hubiese velas, porque le habían dicho que aunque fuese contra la costumbre, porque los indios jamás pelean de noche, en aquella les habían de dar asalto. Veláronse de veinte en veinte; no vinieron los indios. A la media noche deshizo Cortés las albarradas del día antes, apercibiendo los caballos para salir si el otro día volvían.



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Capítulo CVII

Del tercer recuentro y cómo salió Cortés con los de caballo e tomó la calle de Tacuba y de lo que pudiera hacer si quisiera.

     Otro día de mañana, como si nunca los indios hubieran peleado ni se hubiera hecho en ellos el estrago de los dos días pasados, con dobladas fuerzas y ánimo, comenzaron a acometer. Cortés, por no darles lugar que hiciesen albarradas, salió con los de a caballo bien armado; comenzó él y los suyos a romper y alancear con gran furia, aunque de las azoteas rescebían gran daño, porque llovían sobre ellos piedras. Mataron a un Fulano Cerezo, que con él y con su caballo dieron muerto en tierra.

     Como esto vio Cortés e que prosiguiendo adelante había de topar con más gente y que la de las azoteas era la que le había de acabar, retráxose lo mejor que pudo con los de a caballo; volvióse a los aposentos, puso en orden los peones, ballesteros y escopeteros, con cada uno otro que le arrodelase e cubriese la cabeza, por las pedradas; en la retroguarda puso algunos de a caballo, dexando la gente que era menester para defensa de los aposentos.

     Salió desta manera, y como los unos arrodelaban a los otros, disparando por su orden ballesteros y escopeteros, mataron y echaron abaxo mucha gente de las azoteas; la demás, como vio esto, se abaxó y metió en casa. Desta manera pudieron los españoles romper por la calle que dicen de Tacuba; ganáronla toda; hicieron cruel matanza en los indios.

     Serían los españoles de a pie ciento, y los de a caballo cuarenta. Salieron todos en orden de la calle de Tacuba y alegres de la victoria habida. Prosiguiendo por la calzada llegaron a Tacuba; descansaron allí dos horas, e como era tiempo de flores hicieron guirnaldas, pusiéronselas sobre las cabezas, volvieron a México, sin que nadie los enojase, dando voces: «¡Victoria, victoria!» Pudieran los españoles, aunque fuera con el oro y plata que tenían, salir aquella tarde a Tacuba e ponerse en salvo, haciéndose fuertes allí que por ser tierra firme y llana, todo el poder mexicano no los podía ofender; pero; como los días pasados les había subcedido bien y de atrás tenían los indios en poco, cegáronse de su presunción, no pensando que los negocios pudieran llegar a los términos que después vinieron; y desto hubo luego claras muestras, porque al tiempo que los peones, siguiendo a los de a caballo mediano trecho, antes que llegasen a los aposentos, salieron innumerables indios a ellos que, como en celada, los estaban aguardando y diéronles tan cruel y brava guerra, que los de a caballo, como estaban en calle y tan llena de gente, no pudieron ser señores, ni hacerles daño, a lo menos el que les hicieran en campo raso. Tomáronles un español vivo, sin poderlo remediar, sacrificáronle luego, a vista de todos, tomaron dos tiros, que luego echaron en el acequia. Desta manera, con gran dificultad, pudieron los españoles entrar en los aposentos. Conosció estonces claramente Cortés lo mucho que se había errado en haber salido todos de golpe cuando tomaron la calle de Tacuba, y confirmóse más su arrepentimiento cuando vio que aquella noche tornaron los indios a abrir las puentes que la noche antes los españoles, para que pudiesen correr los caballos, habían cegado.



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Capítulo CVIII

Del cuarto combate que los indios dieron y de cómo Cortés tomó el cu de Uchilobos, adonde trecientos señores se habían fortalescido, y de lo que más pasó.



     Aquella noche siguiente trecientos señores y personas muy principales, sin que de los nuestros fuesen sentidos, se subieron con sus armas y comida a lo alto del cu de Uchilobos, y luego por la mañana, como con los otros estaba concertado, amanescieron todas las azoteas de la ciudad cuajadas todas de gente y las calles asimismo, que parescía que tanta gente, habiendo muerto tanta en los tres combates pasados, nascía de la tierra, o que habían resucitado los muertos. Acometieron los de las calles con grande furia y alarido y los de las azoteas les respondían, diciendo: «Hoy morirán estos perros cristianos.»

     Trabóse la batalla; los de a caballo, por la multitud de la gente e porque las puentes estaban abiertas, no pudieron hacer nada, ni en el patio de Uchilobos, aunque era muy grande y había en él enemigos, podían ser señores, por estar losado e deslizar los caballos y subirse a él por siete o ocho gradas. Los señores que, estaban en lo alto del templo, que eran la flor de los que peleaban, hacían, sin pelear, más daño desde allí que los demás peleando, porque como cada uno tenía su devisa, por la cual de los de abaxo eran conoscidos, y desde allí señoreando todo lo baxo, como estaba concertado que hacia donde hiciese señal allí acudiesen los que abaxo peleaban, gobernando a su salvo e viéndolo todo, o con las rodelas o con las mantas ricas hacían señal de que éstos acudiesen a la una parte, los otros a la otra, avisando que entrasen por donde mayor flaqueza había; y como los que peleaban eran como los que de noche navegan, que tienen cuenta con el norte, mirando a sus caudillos y Capitanes, hacían mayor guerra que los días pasados.

     Como cayó en esto Cortés, llamó a Escobar, su camarero, diole cient hombres, mandóle que subiese al cu y derribase de allí aquellos que sin pelear tanto daño hacían. Fueron allá los nuestros y comenzaron, arrodelándose, a subir por las gradas, y como eran muchas y altas, no hubieron llegado a las cuatro o cinco primeras, cuando fue tanta la piedra, trozos de madera, palos y tizones que de arriba venían, que con facilidad rodando y cayendo, los hicieron volver atrás, metiéndose tendidos debaxo de la grada primera, para que los maderos y piedras no los cogiesen. Intentaron tres veces a subir y tantas fueron rebatidos. Supo Cortés lo que pasaba, tomó de la gente escogida cincuenta compañeros, atóse fuertemente una rodela al brazo, porque no la podía tomar con la mano, por estar mal herido, y hallando a los demás compañeros alebrestados, que no osaban subir, les dixo: «¡Oh, vergüenza de españoles, y cuándo jamás a los de vuestra nasción espantó la muerte! Si hemos de morir, ¿cuándo se ofresció mejor ocasión que ésta para vengar nuestras muertes y vender bien nuestras vidas? ¡Ea, ea, que ahora es tiempo, que muertos estos perros se allanará todo!» Diciendo estas palabras, se cubrió con la rodela, y llevando la espada desnuda, dixo: «Los que sois hombres, haced como yo»; e así comenzaron a subir con ánimo invencible, hurtando el cuerpo a las piedras y palos, los que eran animosos, con coraje doblado, y los que no lo eran tanto, aburriendo las vidas de vergüenza, seguían a su Capitán y a los otros compañeros, de manera que teniéndose los unos a los otros, repujando los de abaxo a los que iban subiendo, aunque cayeron algunos muy mal heridos, subieron a lo alto. Ganaron todas las gradas; los españoles que abaxo quedaron, cercano al cu, y cuando los que arriba subieron hallaron espacio donde podían pelear, hiciéronlo tan valerosamente, que de todos trecientos señores no se les escaparon seis, porque los unos murieron a espada, los otros se despeñaron de los pretiles, e los que iban vivos abaxo, luego los acababan los españoles que allí habían quedado.

     Aquí dicen que peleó Cortés con tanto esfuerzo y cordura que por su mano sola mató y derrocó más señores que seis ni ocho de sus compañeros. Abrazáronse con él, con la rabia de la muerte, algunos de aquellos señores, por arrojarse con él de los pretiles abaxo, pero como era muy valiente y de buenas fuerzas se desasió dellos. Viose estonces en gran peligro de muerte Alonso de Ojeda, porque si no fuera por un Lucas Ginovés, que acudió a tiempo, fuera despeñado con otros que le tenía abrazado. Hiciéronlo todos tan valerosamente que, aunque algunos quedaron heridos, parescía que todos se habían revolcado en sangre. Subieron a lo más alto; no hallaron persona, pero toparon con muchos cántaros de cacao, muchas gallinas y muchos tamales, con que holgaron harto más que con oro e plata, por la nescesidad que ya comenzaban a padescer. Los indios taxcaltecas y cempoaleses tuvieron aquel día por muy festival, porque no dexaron cuerpo de aquellos señores que no comiesen con chile y tomate.

     Mucho desmayaron lo demás indios con la muerte destos trecientos señores. Retraxéronse poco a poco harto antes que la noche viniese, pero con propósito de volver con mayor furia otro día a la batalla.



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Capítulo CIX

Cómo otro día más indignados que nunca, con nuevas maneras de pelear, acometieron a los nuestros los indios, e de lo que un tlaxcalteca hizo.

     Tanto más crescía la saña en los mexicanos cuanto menos daño podían hacer en los españoles con las varas y flechas que, como granizo muy espeso, daba sobre ellos; y aunque cada día era la multitud grande que de los mexicanos moría, era la que de refresco acudía de la comarca por horas tanta, que no solamente no menguaban ni desmayaban, pero parescía, y así lo era, que cada día crescían e con mayor acometimiento y furor combatían a los nuestros, buscando nuevos modos cómo ofenderlos. Tiraban las varas por el suelo, para herir en los pies y tobillos, y desta manera hirieron a más de docientos españoles, hasta que para los pies y piernas buscaron reparos. Eran tantas las varas y flechas que, habiendo españoles señalados para recogerlas, no hubo día que no se quemasen cuarenta carretadas dellas.

     Ya en este día era la guerra más furiosa, porque dentro combatían la sed y hambre. La hambre era tanta, que a los indios amigos no se daba cada día de ración más de una tortilla, e a los españoles cincuenta granos de maíz. El agua faltó de tal manera que fue nescesario cavar en el patio de los aposentos, y con ser el suelo salitral, quiso Dios darles agua dulce, aunque Ojeda dice en su Relación, que bebían de un agua bien salobre que sacaban de una pontezuela que estaba en el patio de Uchilobos, al pie de un ciprés pequeño, pero que los indios cegaron esta fuente, porque allí era la furia y concurso de la batalla; estando en la cual, asomándose por un reparo e baluarte un indio taxcalteca, los mexicanos le dixeron: «¡Ah, perro, que tú y los tuyos y esos perros de cristianos moriréis hoy, porque ya que nosotros os dexáremos, que no dexaremos, moriréis de hambre y de sed.» Estonces el taxcalteca, les respondió con ánimo español: «¡Andá, bellacos, cuilones (que quiere decir «putos»), traidores, amujerados y fementidos, que no hacéis cosa buena sino en gavilla, e porque sepáis que nos sobra pan, tomad allá esa tortilla que me sobró de mi ración!» No plugo nada esto a los mexicanos, creyendo ser así lo que el taxcalteca decía, el cual, con este tan valeroso hecho, no poco animó a los de su nasción y aun los de otras.

     Era la guerra este día por todas las partes de la ciudad y por todas las partes del aposento donde Cortés estaba. Los indios de Tezcuco, que eran más de cient mill, acometieron desde las azoteas e desde las calles, por las espaldas de los aposentos, lo que nunca habían hecho. Estaban cerca dellos a tiro de piedra, de manera que fue nescesario con su persona acudir allí Cortés. Por más de una hora peleó valerosísimamente; hizo desde lo alto de la casa disparar muchas escopetas y algunos tiros pequeños, con los cuales hizo tanto daño en las azoteas que en breve las desampararon los que estabas más cerca. Acudió luego Cortés al patio de Uchilabos, donde, por ser enlosado, como está dicho, los caballos no podían correr. Allí jugaba el artillería, y como los indios eran infinitos, no había la pelota hecho una calle, destrozando y matando indios, cuando luego se tornaban a juntar hasta llegarse a las bocas de los tiros. Este día y los demás, Mesa, el artillero mayor, trabajó por diez hombres, porque, no solamente gobernaba el artillería, haciendo grande estrago, pero la defendía por su persona valerosamente.

     Subcedió, para que se vea cuánto favorescía Dios a sus cristianos, que queriendo los sacerdotes del templo mayor y otros caballeros mexicanos y tezcucanos quitar la imagen de Nuestra Señora del altar donde Cortés la había puesto, se les pegaban las manos y enflaquescían los brazos, no pudiendo por buen rato despegar las manos de donde iban a asir, y otros, reprehendiendo a éstos, subiendo por las gradas, se les entomecían las piernas y caían de su estado. Unos se deslomaban, otros se quebraban la cabeza, y así no pudieron hacer lo que tanto procuraron, y estaban tan empedernidos que miraglo tan claro no los confundía. Y porque fueron muchas y notables cosas las que en este día subcedieron, iré contándolas por los capítulos siguientes:



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Capítulo CX

Cómo un tiro sin cebarle disparó, y de lo que los indios dixeron de Nuestra Señora y de Sanctiago.

     Mesa, el artillero mayor, como vio que los indios eran tantos que casi atapaban las bocas de los tiros, determinó con carga mayor que nunca el tiro mayor; fue, pues, el caso que o se le olvidó, y con la gran priesa que los indios le daban, no pudo cebarle. Llegaron cerca dél hasta casi juntarse por los lados e por la boca infinitos de los indios, tirando varas y disparando flechas, diciendo: «¡Perros cristianos, ahora libertaremos a nuestro Rey y señor; ahora beberemos vuestra sangre y comeremos de vuestra carne!» Estando en esto, o con el calor que los indios causaban o resestero grande del sol, o porque Dios quiso hacer este miraglo, el tiro, sin estar cebado ni ponerle fuego, disparó con un furioso y espantoso sonido, y como la bala era grande y tenía muchos perdigones, escupió tan furiosamente, que paresciendo más tronido del cielo que del artillería, hizo grandísimo estrago; mató muy muchos, asombró a todos de tal manera, que los más cayeron en tierra, y así atónitos poco a poco se fueron retirando, aunque por las otras partes de la ciudad andaba encendido la guerra, en la cual los nuestros acabaran aquel día, si no fuera por Nuestra Señora y por Sanctiago, de quien decían los indios que ella desde el altar les echaba tierra en los ojos y cegaba, de manera que les era forzado volverse a casa, y que él, que era un caballero muy grande, vestido de blanco, en un caballo asimismo blanco, el cual, con una espada desnuda en la mano, peleaba bravamente, sin poder ser herido, e que el caballo con la boca, pies y manos hacía tanto mal como el caballero con la espada. Decían los indios:

     «Si no fuese por aquella mujer y por aquel hombre, ya todos seríades sacrificados, porque no tenéis buena carne para ser comidos.» Respondíanles algunos cristianos: «Ahí veréis cómo vuestros dioses son falsos y mentirosos Y que no pueden nada, porque esa mujer que decís es la Madre de Dios, que no podistes quitar del altar, y ese hombre es un Apóstol de Jesucristo, abogado y defensor de las Españas, que se llama Sanctiago, cuyo nombre y apellido invocamos cuando rompemos las batallas, cuando acometemos y seguimos los enemigos, y hallámosle siempre favorable.»

     Esto del tiro y aparescerse Nuestra Señora y Sanctiago cuenta Motolinea que fue cuando Pedro de Alvarado estuvo cercado, aunque yo pienso que fue en esta segunda rebelión. Como quiera que sea, muchos afirman que paso así, porque en tan grandes peligros los españoles estaban más devotos y Dios les daba mayores consuelos.

     Como por las espaldas de la casa y por el patio de Uchilobos cesó algo la furia de la guerra, Diego de Ordás, que había salido con trecientos hombres por la calle de Tacuba, se venía retrayendo y casi huyendo para ampararse en los aposentos, porque los indios le daban mucha priesa y le habían ganado mucha tierra. Cortés, que estaba peleando en la calle de Estapalapa, acudió a socorrerle a caballo, atada la rienda al brazo, porque, como dixe, tenía la mano mal herida. Valió tanto sola su persona, según la temían mucho los enemigos, que diciendo: «¡Vuelta, vuelta, caballeros! ¡Sanctiago, e a ellos; que español jamás huyó!», con lo cual se animaron los nuestros y revolvieron sobre los enemigos, yendo delante Cortés alanceando muchos dellos, los hizo, retirar gran trecho. Volvió luego Cortés a la calle donde antes peleaba, en la cual había dexado sesenta de a caballo y docientos peones; vio que se venían retirando para meterse en la fortaleza, e indignado desto, les dixo a grandes voces: «¡Vergüenza, vergüenza, caballeros! ¿Qué quiere decir que dexándoos victoriosos, en una hora de ausencia os volváis retirando? ¡Vuelta, vuelta, Sanctiago, y a ellos!» Arremetió contra los enemigos, púsoles pavor, revolvieron con grande ánimo los cristianos, pusieron en huida los enemigos, siguiéronlos gran trecho, haciendo gran matanza en ellos hasta echarlos de la calle. Volviendo de allí Cortés a ver lo que se hacía por las otras partes adonde peleaban los suyos, halló que en la calle de Utapalapa los indios llevaban a su amigo Andrés de Duero, que le habían derribado del caballo, e otros que llevaban el caballo; arremetió Cortés con gran furia, pasó rompiendo los indios, revolvió sobre ellos y los que llevaban el caballo, el cual, suelto, se fue hacia el de Cortés. En el entretanto Andrés de Duero con una daga comenzó a desbarrigar indios; allegó Cortés alanceando a los que le estaban a la redonda; dexáronle todos y así pudo cobrar Andrés de Duero su caballo y subir en él con gran contento y alegría de Cortés én haber acertado allí a tal tiempo en socorro de un amigo que él tanto amaba.



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Capítulo CXI

De otro combate que se dio a los nuestros y cómo Cortés por su persona tomó otro cu y cómo ganó siete puentes. Cómo le inviaron a llamar los señores mexicanos y lo que con ellos pasó.

     Como otro día vieron los indios que todavía los cristianos hacían gran resistencia e que los que estaban en los aposentos, no solamente se defendían valerosamente, pero hacían gran daño, determinaron, para que la guerra fuese, como dicen, a fuego y a sangre, poner fuego por muchas partes a la casa, y haciéndolo así, se encendió tan gran fuego, que aunque a todas acudieron los nuestros, no pudieron excusar que no se quemase un gran pedazo della; y porque el fuego no fuese adelante, fue nescesario derrocar unas paredes e una cámara, cuya tierra e polvo apagó el fuego, y aun, mientras duró el polvo, detuvo que los indios no entrasen a escala vista. Luego como cesó, con gran cuidado proveyó Cortés en aquel portillo de algún artillería y de escopetas, que a no haber aquella defensa, aquel día les entraban y no quedaba hombre a vida.

     Duró el combate por aquella parte todo el día y aun en la noche no los dexaron dormir, dándoles grita, y los de dentro, reparando aquel lienzo lo mejor que pudieron e porque en aquella parte bastaban cient españoles e vio Cortés que era menester divertir a los enemigos a otra, viendo que de otro cu o torre que estaba en las casas de Motezuma, le hacían daño, determinó con docientos compañeros subir a él y echar de lo alto a las enemigos, lo cual hizo con tanto ánimo e industria, que le subcedió como en el cu mayor, y fue cosa miraglosa lo que también en el otro cu subcedió, que echando las vigas que en él tenían para dañar a los nuestros, atravesadas, por las gradas abaxo, que no podían dexar de tomar diez hombres, por lo menos, por hilera, se volvían de cabeza, y así fue fácil hurtarles el cuerpo.

     Murieron todos los que se defendían en el cu, e baxado de allí Cortés, entró en la ciudad, quemó más de dos mill casas, haciendo un estrago nunca visto, e luego, cabalgando en su caballo, con pocos que le siguieron, aunque todavía tenía la mano herida, porque a cabo de dos años le sacaron un pedernal della, cubierto con una adarga, lloviendo sobre él piedras y flechas, ganó siete puentes, lo que hasta estonces muchos no habían podido hacer. Mató por su persona en aquella calle tantos indios que, porque no paresca fábula, escribiendo historia, lo dexo de decir.

     Las puentes tenían los enemigos alzadas y hechos muchos baluartes de adobes e, tierra para defenderlas; hízolas cegar con la tierra de los mismos baluartes y adobes. Estando ya, pues, cerca de la tierra firme, vino uno de a caballo a gran priesa, diciendo que los señores mexicanos, que estaban juntos en la plaza, querían hablar con él e tratar de paces. Holgó mucho con esto Cortés, aunque los enemigos lo hicieron porque aquel día, cegadas las puentes, no tuviese lugar de irse de la ciudad. Mandó, primero que fuese do aquellos señores estaban, venir sesenta de a caballo con Pedro de Alvarado e Gonzalo de Sandoval, e que cuatrocientos peones con Joan Velázquez de León, en el entretanto que vía lo que querían los mexicanos, guardasen aquellas puentes, que no se las tornasen a abrir, y para mayor defensa dexó una pieza de artillería.

     Esto así proveído, fue do los señores mexicanos estaban, y ellos de la otra parte del agua y él désta, le comenzaron a decir palabras corteses y comedidas, pero fingidas y simuladas. Saludólos Cortés con mucha gracia y comedimiento, rogándoles que no porfiasen en su error, pues jamas les había hecho malas obras. Respondiéronle ellos que por qué no se iba, pues lo había prometido e tenía navíos, y no les daba a su señor Motezuma. A esto replicó Cortés algunas cosas, tratando de medios y conciertos cómo la guerra no fuese adelante, diciéndoles que por su bien lo hacía y que de los combates pesados habrían entendido lo que sería adelante, y que aunque muchos más fuesen, no serían parte para echarle de la ciudad.

     Estando desta manera en demandas y repuestas, llegaron Pedro de Alvarado y Gonzalo de Sandoval con hasta ocho o diez de a caballo con ellos, muy alegres y muy enramados con flores en las manos, diciendo cómo habían salido a tierra firme sin que nadie se lo contradixese e que ya los enemigos tenían las alas quebradas para no tomar más vuelo. Cortés los reprehendió, que paresce adevinada lo que luego supo. Díxoles que ramos y rosas no eran plumas y penachos para guerra, sino para fiestas y bodas, y que mejor fuera estarse quedos, como él se lo había mandado, que no enojar más con liviandades a los enemigos.

     Estándoles diciendo estas palabras, llegó otro de a caballo a muy gran priesa, porque los indios habían vuelto a ganar las puentes y tomado el tiro, y los españoles venían huyendo, y los indios dándoles caza. Cortés muy enojado, sin despedirse de aquellos señores, volviéndose a aquellos Capitanes, les dixo: «Esto meresce quien se fía de rapaces.» Fue a gran priesa con el caballo; siguiéronles aquellos Capitanes, aunque bien avergonzados de lo hecho; topó con los españoles, que venían huyendo, pasó por ellos, entró por los enemigos, haciendo maravillas; detúvolos que no siguiesen a los nuestros, cobró las puentes, que aún no les habían podido abrir; llegó, metiéndose por los enemigos, siguiéndole no más de ocho de a caballo, hasta tierra firme, y como se iba metiendo más, dexáronle tres o cuatro de los ocho, y entre ellos, volviéndose un Fulano Castaño, dixo a todos los demás que atrás quedaban, que Cortés era muerto. Cristóbal de Olid, que nunca le dexó, mirando atrás y viendo que se cerraba la calle de enemigos e que, adelante había infinitos, e que ellos eran pocos para meterse en más aprieto, dixo a Cortés muchas veces: «¡Vuelta, señor, vuelta, que vais perdido, que no nos sigue nadie y los enemigos por momentos se van juntando!» Estonces volvió Cortés e halló que la última puente e primera a la vuelta estaba medio abierta y en ella caídos cuatro o cinco caballos e dos de los dueños dellos muertos, el uno de los cuales se decía Joan de Soria. Hizo sacar los caballos, defendió que no acabasen los enemigos de abrir la puente, pasó por ella con solos tres o cuatro, acudió infinita gente; fuele nescesario, peleando, romper por los enemigos. Aquí sola su persona restauró las vidas de sus compañeros.



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Capítulo CXII

Cómo tornado a seguir los enemigos a Cortés, tornó atrás, mató muchos, y hallando desembarazada la puente, pasó con gran dificultad. Cómo Marina habló a Motezuma y él a los suyos y cómo lo hirieron.

     Seguían todavía con gran furia los enemigos a Cortés; volvió a ellos, mató muchos, hízolos retirar muy gran rato, volvió a la puente, no halló más de un caballo, que los demás ya los habían sacada a nado; salvó también éste, y como ya la puente estaba más abierta, aunque estonces la halló desembarazada, pasó por ella con muy gran trabajo y dificultad y por las demás no sin gran resistencia. Diéronle dos pedradas en una rodilla, de que le lastimaron mal. Llegó a los aposentos donde se habían recogido los suyos, hallólos muy confusos porque se vían sin caudillo, no se determinaban a cosa alguna e aun muchos creyeron que como iban tan pocos con él y se habían metido tanto en los enemigos, sería muerto. Alegráronse y esforzáronse con su vista, que, cierto, en los mayores peligros tenía mayor esfuerzo y consejo que pocas veces en semejantes trances suelen tener los hombres. Tornaron luego los enemigos a abrir las puentes, y como eran tantos, los demás, subiéndose los Capitanes y caudillos sobre las cercanas azoteas, dieron bravísima guerra a Cortés Y a los suyos, que se habían hecho fuertes en los aposentos, donde, aunque la hambre los aquexaba más que nunca, se defendían valientemente.

     Miró Cortés a ciertos caballeros mexicanos, muy bien adereszados, y entre ellos a uno de quien los otros hacían gran caudal y que lo gobernaba todo. Deseoso de saber quién fuese y si era aquel al que habían alzado por señor, mandó a Marina que de su parte lo preguntase a Motezuma, el cual dixo que no sabía quién fuese el elegido; que creía que siendo él vivo, no se atrevieran los suyos a elegir Rey, especialmente tiniendo subcesores, aunque, según la bárbara ley de algunas nasciones indias, los hermanos y no los hijos subcedían en los reinos y mayorazgos. Tornó Marina a preguntarle de parte de Cortés si conoscía a alguno de aquellos (que eran diez o doce) muy señalados en devisas y penachos con mucha argentería, e traían las rodelas chapadas de oro, que con el sol resplandecían mucho e que eran los que más guerra hacían, porque estaban más cerca y animaban y regían a los demás. Motezuma los miró bien e aunque los conosció a todos, les respondió que algunos dellos le parescía ser sus parientes y que entre ellos estaban el señor de Tezcuco y el de Yztapalapa.

     Crescía la guerra; víase afligido Cortés y Motezuma, y porque los españoles no le matasen, o porque verdaderamente los amaba y quería bien, ca jamás en ausencia ni en presencia le oyeron decir mal dellos, que era de lo que más pesaba a los mexicanos, invió a llamar a Marina; rogóle dixese al Capitán que él quería subir al azotea y desde el pretil hablar a los suyos, que por ventura cesarían y vendrían en algún buen concierto.

     Parescióle bien a Cortés, mandóle subir con docientos españoles de guarda, y él, adereszado y vestido con sus paños reales, púsose Marina a su lado, para entender lo que diría e responderían sus vasallos. Apartáronse algo los españoles para que los mexicanos le viesen y conosciesen; hicieron señal de que cesaren y callasen, con las mantas, algunos señores que con Motezuma subieron; conosciéronle luego los suyos, y en esto se engaña Gómara, que casi trasladó a Motolinea, que dice que no le conoscieron. Sosegándose, pues, todos para oír lo que les quería decir, alzando Motezuma la voz contra su autoridad real, para que de los más y especialmente de aquellos señores que tanto encendían a los otros, fuese oído les habló desta manera:

     «Por los dioses inmortales que nos dan los mantenimientos de que nos sustentamos y nos dan salud y victoria, os ruego que si en algún tiempo yo os he bien gobernado y hecho mercedes y buenas obras, que ahora mostréis el agradescimiento debido, haciendo lo que os rogare y mandare. Hanme dicho que siendo yo vivo habéis elegido Rey, porque yo estoy en prisión y porque quiero bien a los cristianos a quien vosotros aborrescéis tanto. No lo puedo creer que dexéis vuestro Rey natural por el que no lo es, ca los dioses me vengarían cuando yo no pudiese tomar venganza. Si habéis porfiado tanto en los combates, con tantas muertes y pérdidas de los vuestros, por ponerme en libertad, yo os lo agradesco mucho, pero sabed que aunque vuestra intención es buena y de leales vasallos, que vais errados y os engañáis mucho, porque yo de mi voluntad estaba y estoy en estos aposentos, que son mi casa, como sabéis, para hacer buen tratamiento a estos huéspedes que de otro mundo vinieron a visitarme de parte de su gran Emperador. Dexad, os ruego, las armas, no porfiéis, mirad que son muy poderosos y valientes los cristianos e que uno dellos que habéis muerto os cuesta más de dos mill de los vuestros; en los más de los rencuentros, por pocos que hayan sido, han sido victoriosos contra muchos de los vuestros. Han os rogado con la paz, no os han quitado vuestras haciendas, ni forzado vuestras mujeres ni hijas, y si con todo esto queréis que se vayan, ellos se irán, porque no quieren contra vuestra voluntad estar en esta ciudad. Yo saldré de aquí cuando vosotros quisierdes, que siempre he tenido libertad para ello; por tanto, si como al principio os dixe, me amáis e yo os he obligado a ello, cesá, cesá, por amor de mí; no estéis furiosos ni ciegos de pasión, que ésta nunca dexa hacer cosa acertada.»

     Oyeron los mexicanos con muy gran atención este razonamiento; hablaron quedo, un poco entre sí, e como vieron que todavía Motezuma se aficionaba a los españoles, que tanto ellos aborrescían, y el elegido era de su banda y pensaba quedar con el reino y señorío que no era suyo, con gran furia y desvergüenza le respondieron: «Calla, bellaco, cuilón, afeminado, nascido para texer y hilar y no para Rey e seguir la guerra; esos perros cristianos que tú tanto amas te tienen preso como a mascegual, y eres una gallina; no es posible sino que ésos se echan contigo y te tienen por su manceba.» Diciéndole estos y otros muchos denuestos, volvieron al combate, tiraron a Motezuma y los cristianos muchas flechas y piedras, aunque un español tenía cuidado de rodelar a Motezuma, quiso su desgracia que le acertó en la cabeza hacia la sien una pedrada. Baxó a su aposento, echóse en la cama; la herida no era mortal, pero afrentado y avergonzado de los suyos que como a dios le obedescían, estuvo tan triste y enojado cuatro días que vivió, que ni quiso comer ni ser curado.



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Capítulo CXIII

Cómo Motezuma un día antes que muriese invió a llamar a Cortés y de las palabras que le dixo y de lo que Cortés le respondió.

     Aunque en el entretanto que Motezuma estaba en cama la guerra no cesaba y los nuestros andaban buscando modo y manera cómo ofender y defenderse, cresciéndole el enojo y pasión al gran Rey Motezuma e viendo que ya las fuerzas le desfallecían e que de la herida, por no dexarse curar, estaba pasmado e que no podía en breve dexar de morir, invió a gran priesa con muchos criados a llamar a Cortés, el cual fue a su llamado, y entrando por su aposento se le arrasaron a Motezuma los ojos de agua. Abrazóle con grande ansia, levantáse sobre los coxines y llorando como un niño, tomándole las manos le dixo: «No sé por do comience a darte cuenta de lo que este mi afligido y apasionado corazón siente. ¿Soy yo, valeroso Capitán y amigo mío, aquel gran Emperador y señor Motezuma que tú tanto porfiaste querer ver y visitar? ¿Soy yo aquel a quien este mundo ha temido y reverenciado no menos que a los inmortales dioses? ¿Soy yo aquel que con tanta pompa y majestad salí a rescebirte? ¿Qué mudanza de fortuna es ésta? ¿Qué desgracia ha sido la mía? Yo no me alcé con reino ajeno; de mis padres y abuelos heredé este infelice y desdichado imperio; no he hecho sin justicia, he vencido muchas batallas, conquistado muchos reinos y hecho grandes mercedes. ¿Qué mudanza es ésta?, ¿qué trueque?, ¿qué desdicha?, ¿qué infortunio?, ¿qué miseria?; que los que, descalzos los pies, los ojos por tierra, no osaban hablarme sino por intérpretes; que aquellos sobre cuyos hombros iba y caminaba, sus mantas puestas debaxo del brazo, se hayan atrevido y desvergonzado contra su Rey y señor, diciéndole palabras que a ningún vil esclavo se dixeran, tirando con piedras a la persona real? ¡Ah, Cortés, Cortés, el corazón se me hace pedazos; con grande rabia acabo la vida, el más apocado y envilescido hombre del mundo! ¡Oh, quién viera el castigo y venganza desto, primero que muriera!; pero ya no hay remedio, que más me ha muerto el enojo que la herida. Lo que me resta que decirte, es que, pues por tu causa muero, tengas, como caballero que eres, cuidado de mis hijos, los ampares y sustentes en el reino y señorío de su padre y castigues gravemente a los que me han denostado y quites la vida y el reino al que se ha alzado con él y a mí ha dado la muerte. Mira que es Rey y gran señor y te ha sido muy amigo el que te pide esta palabra y que como caballero me la cumplas, que con esta esperanza mi ánima irá descansada.»

     Cortés a todas estas razones estuvo muy atento, y aunque al principio reprimió las lágrimas, no pudo dexar de llorar, y tomándole las manos, dándole a entender la que le pesaba de su desgracia, le dixo: «Gran Príncipe y señor mío: No se aflija tu Alteza, que lo que me mandas yo lo haré como si el Emperador de los cristianos, mi Rey e señor, me lo mandara; ca conosco que por el gran valor de tu persona se te debe e yo te lo debo, no has querido comer ni ser curado, que tú ni tenías herida para morir della; mueres de pesar y descontento y debías de considerar que donde tú no tenías la culpa ni habías hecho ni dicho cosa que no fuese de Rey, por donde merescieses que los tuyos se te atreviesen, no debías de tomar pena, sino darla a los que tuvieron la culpa; y pues, tú, según veo, ya no podrás, por estar tan cercano a la muerte, ve consolado con que tus hijos serán mirados como mis ojos y tu muerte la más vengada que hasta hoy ha sido, aunque yo perdiese muchas vidas si tantas tuviese.»

     Motezuma, aunque era tan gran señor, como era indio, deseaba la venganza, porque los desta nasción la desean más que otros. Holgóse mucho con la repuesta de Cortés, rescibió gran descanso, y en pago dello le dixo así: «Capitán muy valiente y muy sabio, a quien yo hasta este punto donde se conoscen los amigos he amado tanto: No puedes creer el contento que tu visita me ha dado y el alegría que tus palabras han engendrado en mi triste corazón, en pago de lo cual, porque barrunto y entiendo que según eres valeroso, que has de señorear y mandar toda esta tierra, honrando mis hijos y vengando mi muerte, te quiero avisar cómo yo he gobernado y mandado, para que sepas cómo de aquí adelante tú has de gobernar y mandar todos los indios desta gran tierra, según la experiencia me lo ha enseñado. Éstos no hacen cosa buena sino es por miedo; destrúyelos el regalo y humanidad en los Príncipes; son amigos de holgar, dados a todo género de vicios, y si yo no los ocupara hasta hacerles dar tribucto de los piojos, no me pudiera valer con ellos; los pequeños delictos es menester castigarlos como los grandes, por que no vengan a desvergonzarse e a ser peores, casi los hacía yo esclavos o los ahorcaba por una mazorca de maíz que hobiesen tomado. Son mentirosos, livianos, deseosos de cosas nuevas; aborrescen mucho, aman poco, olvidan fácilmente los beneficios rescebidos, por grandes y muchos que sean. Es menester que vivas con ellos recatado, no les confíes secreto de importancia, tenles siempre el pie sobre el pescuezo, no te vean el rostro alegre, enójate por pocas cosas para no darles lugar a otras mayores; hazles buenas obras sin conversar con ellos ni mostrarte afable, porque te perderán el respecto y tendrán en poco. Finalmente, no les perdones cosa mal hecha y sepan que si la pensaren te la han de pagar.»

     Cortés le agradesció mucho el buen consejo; díxo1e que por lo que él había visto, su Alteza tenía razón, e que así haría al pie de la letra lo que le mandaba. Con esto, le abrazó y dixo que cuando algo fuese menester le llamase, porque él iba a ver lo que era menester en el combate que los indios daban.



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Capítulo CXIV

De la muerte de Motezuma y de lo que Cortés mandó hacer de su cuerpo y donde los indios lo enterraron.

     Otro día que dixeron a Cortés Motezuma estar muy al cabo, fue a verle. Preguntóle cómo se sentía; respondió muy ansioso: «La muerte, que es la mayor angustia de las angustias.» Cortés le tornó a decir: «Gran Príncipe, para ahora es tu valor y tu ánimo; forzosa es esta deuda, porque el que nasce es nescesario que muera; pero para que no mueras para siempre y tu ánima no sea atormentada en el infierno, pues estaba concertado que te bautizases y tú lo pediste de tu voluntad, ruégote por Dios verdadero, en quien solo debes creer, que lo hagas; que Fray Bartolomé de Olmedo te bautizará.». Motezuma dicen que le respondió que quería morir en la ley e secta de sus antepasados e que por media hora que le quedaba de vida no quería hacer mudanza; e si esto había de hacer en este tiempo, mejor fue que no fuese baptizado, antes, porque como era adulto y no estaba instructo en las cosas de la fee y todos sus vasallos eran de opinión contraria y los indios naturalmente mudables, retrocediera fácilmente y fuera peor, conforme a aquello: «Más vale no conoscer la verdad, que después de conoscida dexarla.»

     Con esto se salió Cortés del aposento; quedó agonizando Motezuma, acompañado de algunos señores de los que estaban presos, dio el ánima al demonio y no al que la había criado; murió como había vivido, y antes que se viese en este trance, haciendo una breve plática a aquellos señores que le acompañaban, les encargó sus hijos y la venganza de su muerte. Murió como gentil, deseoso hasta la postrera boqueada de la venganza de los suyos; jamás consintió paños sobre la herida, y si se los ponían quitábaselos muy enojado, procurándose y deseándose la muerte.

     Como Cortés supo que había ya más de cuatro horas que Motezuma era muerto, asomóse al azotea de la casa, porque todavía andaba la guerra y él estaba recogido con los suyos. Hizo señal a los Capitanes mexicanos de que cesasen y le oyesen; hiciéronlo así; díxoles por la lengua: «¡Mal pago habéis dado al gran señor Motezuma, a quien como a dios venerábades e acatábades! Él es muerto de una pedrada que le distes en las sienes, y murió más de enojo de vuestra traición y maldad que de la herida, porque no quiso ser curado de la herida. Inviároslo he allá para que le enterréis conforme a vuestros ritos y costumbres, y mirad que no porfiéis más en la guerra ni hagáis un mal tras de otro, porque Dios, que es justo juez, asolará por nuestras manos vuestra ciudad y ninguno de vosotros quedará vivo.»

     Acabado de decir esto, los indios, desvergonzadamente, le respondieron: «¿Para qué queremos nosotros ya a Motezuma vivo ni muerto? Caudillo tenemos, y lo que está hecho está bien hecho. Guardáoslo allá, pues fue vuestra manceba y como mujer trató sus negocios, y la guerra no cesará hasta que vosotros o nosotros muráis o muramos; ca te hacemos saber que aunque por cada uno de vosotros mueran ocho o diez mill de los nuestros, nos sobrará mucha gente. Las puentes tenemos abiertas, que vosotros cegastes, para que aunque huyáis, no os escapéis de nuestras manos, y si no salís, la hambre y sed os acabará; de manera que por cualquiera vía nos vengaremos de vosotros.»

     Cortés les volvió las espaldas, diciéndoles: «Ahora, pues, a las manos.» Mandó luego, para que era cierto que de la pedrada había muerto Motezuma, a dos principales de los que estaban presos para que (como testigos de vista, dixeron lo que pasaba) tomándole a cuestas le sacasen de la casa. Estaba la calle por donde salieron llena de gente; llegó a ellos un principal con una devisa muy rica; hizo, sin hablar, muchos visajes y meneos como, preguntando qué cuerpo sería aquél, y como le dixeron que era el de Motezuma, hizo señales hacia los españoles de que le volviesen. Corrió hacia los suyos y los indios tras dél, y era, según se entendió, que lo iba a decir a los otros señores, para que lo enterrasen como era de costumbre. Desaparescieron los indios que le llevaban de la vista de los nuestros. No se supo de cierto qué hicieron dél, más de que le debieron enterrar en el monte y fuente de Chapultepeque, porque allí se oyó un gran planto.



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Capítulo CXV

De quién fue Motezuma y de su condisción y costumbres.

     Fue Motezuma hijo y nieto de los Reyes y Emperadores de México, y aunque sus pasados fueron muy valerosos, hízoles en todo ventaja, y así decían los viejos, y aun lo tenían en las pinturas de sus antepasados, que nunca habían tenido Rey tan valeroso como era Motezuma, ni el imperio mexicano tan próspero y bien gobernado como en sus días; y así paresce, como se entiende de las escripturas, que cuando los reinos y señoríos están más pujantes, estonces se acaban y dan mayor caída. Desta manera los persas, medos, macedonios e otros imperios se fueron trocando y mudando, para que se vea que en esta vida no hay cosa firme ni estable.

     Fue, pues Motezuma, lo que ennoblesce mucho a los Príncipes y los hace ser amados de los suyos y temidos de los extraños, naturalmente dadivoso, amigo por extremo de hacer mercedes, y así, no solamente a los suyos, pero a los españoles, las hizo muy grandes y muchas, sin fin de otro provecho, sino sólo por ser liberal. Aunque era muy regalado y muy servido, jamás comió ni bebió demasiado y decía que al Príncipe convenía ser más virtuoso que otros, porque todos le miraban e iban por donde él iba. Tuvo muchas mujeres, según está dicho, y era con ellas muy templado; tratábalas bien y honrábalas mucho, diciendo que la mujer no tenía más valor del que el hombre le daba y que se debía mucho a las mujeres por el trabajo que en el parir y criar padescían. Fue justiciero, castigando gravemente los delictos; jamás pecado cierto dexó sin castigo, aunque fuese de su hijo. En su religión era muy devoto y muy curioso; tenía gran cuenta con las cerimonias y ritos de su religión. Fue sabio y prudente, así en los negocios de paz como en los de guerra. Dicen que venció nueve batallas campales.

     Aumentó mucho sus reinos y señoríos; nunca por su persona salió con otro en desafío, ni batalla, porque esto no lo hacía sino gente baxa, y aunque lo hicieran caballeros, no había en todo este mundo quien pudiese entrar en campo con él, porque o todos eran sus vasallos, o los que no lo eran lo podían ser. Guardó gravemente, porque convenía así, la gravedad y severidad de su persona, porque ningún Príncipe le entraba a hablar que no le temiese y reverenciase. Cuando salía fuera, daba gran contento al pueblo; acompañábanle muchos; servíase con grandes cerimonias. Quiso mucho a los españoles; hízoles grandes mercedes, y lo que se pudo saber es que jamás habló mal en ellos, y si después que los trató procuró, contra las señales exteriores, hacerles mal, nunca se pudo entender, porque no quedó hombre vivo de los con quien comunicaba sus secretos. En las fiestas y regocijos (guardando su gravedad) se regocijaba a sí y al pueblo. Finalmente, si muriera cristiano, fue uno de los mayores y más notables Príncipes que ha habido en muchas nasciones.



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Capítulo CXVI

Cómo Cortés invió a llamar a los señores mexicanos y de lo que con ellos pasó.

     Luego que desaparesció el cuerpo de Motezuma, aunque los nuestros barruntaran, de las voces que oyeron, que ya le habían enterrado, invió a decir Cortés a sus sobrinos y a los otros señores y Capitanes que sustentaban la guerra, que quería hablarles, los cuales, como esto entendieron, vinieron luego, y Cortés, en pocas palabras, desde el azotea les dixo que pues habían muerto a su Rey e señor y era forzoso para su buena gobernación elegir otro y enterrar el muerto con la pompa y majestad que a los demás Emperadores solían hacer, que dexasen las armas e atendiesen a dos cosas tan importantes; la una para su quietud y la otra para hacer lo que debían; y que por lo mucho que debía a Motezuma, como amigo suyo, se quería hallar a su entierro si no le habían enterrado, y si le habían enterrado, a sus honras, y que supiesen que por amor de Motezuma no les había hecho mayor guerra e asoládoles sus casas, pero que pues porfiaban tanto y tenían tan mal miramiento y él ya no tenía a quien tener respecto, les haría la guerra abierta, ofendiéndoles como pudiese.

     Ellos, tan obstinados e pertinaces como antes, le respondieron que de sus palabras no se les daba nada, e que hasta que se viesen libres y vengados, dexarían primero las vidas que las armas, y que en lo de elegir Rey no les diese consejo, porque ellos sabían mejor que él lo que debían hacer, e que en lo que tocaba al entierro de Motezuma, que no era menester que él le honrase, pues un Emperador de suyo estaba honrado y que ellos le enterrarían como a los otros Reyes sus predecesores, e que si él quería hacerle compañía, por el amistad e amor que le tenía y quería ir a morar con los dioses, que saliese y matarle hían. Aquí no pudo Cortés sufrir la risa, aunque no estaba nada contento. Díxoles que los cristianos no solían acompañar infieles.

     Prosiguiendo ellos su plática, dixeron que más querían justa guerra que afrentosa paz y que no se enojase, ca tendría dos trabajos; que ellos no eran hombres que se echaban de palabras, e que ellos eran los que por reverencia de Motezuma no le habían muerto y quemado en su casa; que se fuese, y que si no lo hacía, sería peor para él, e que salido de la ciudad, podría tratar de conciertos e que de otra manera era trabajar en vano y que sobre esto no les hablase más, porque no había de haber otra cosa.

Cortés, como los halló duros y entendió que el negocio iba de mal arte y que le decían que se fuese para tomarlo a su placer, entre puentes, les replicó que si él hobiera querido, hubiera dexado la ciudad; pero que si les rogaba esto, era más por excusarles el daño que les hacía, matándoles tanta gente, que por el que él rescibía, que era poco; y con esto dándoles de mano, les dixo que se fuesen, porque cuando quisiesen arrepentirse no habría lugar. Ellos, mofando desto y haciendo, como entre ellos se usa, la perneta, se fueron.



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Capítulo CXVII

Cómo Cortés otro día de mañana salió con tres ingenios de madera y cómo aprovecharon poco.

     Viendo Cortés que ya el remedio estaba solamente puesto en las manos y que los mexicanos no querían paz sino guerra, determinó de salir con tres ingenios que los días antes habían hecho, los cuales los arquitectos llaman burras o mantas. Llevábanlos treinta hombres, cada uno con unas ruedas por lo baxo; al parescer eran muy fuertes, pero como la resistencia fue mayor, aprovecharon poco. Salió, pues, Cortés con ellos por la calle de Tacuba, que hoy, como estonces, es la más principal de la ciudad. Iban cubiertos los ingenios con tablas más gruesas que tres dedos.

     Al principio, como los indios vieron edificios tan bravos, maravilláronse y estuvieron algún tanto suspensos para ver qué hacían, e como vieron que salía Cortés con todos los españoles y con tres mill taxcaltecas y que comenzaban los unos a pelear desde el suelo, y los otros, arrimando los ingenios a las casas echaban escalas para subir a ellas y derribar los que estaban en las azoteas, comenzaron los indios a dar grita y a pelear valientemente con los nuestros, y los que estaban en las azoteas pidiendo a los que estaban en los patios muchas y grandes e piedras, con que dando en los ingenios en breve los deshicieron, porque, aunque los nuestros ganaron algunas azoteas baxas, desde las altas descargaron con tanta furia la pedrería que tenían ajuntada, que fácilmente, como está dicho, quebrantaron las mantas, empeciendo malamente a los que las llevaban y regían. Mataron en la refriega un español, el cual llevaron otros sus compañeros encubiertamente debaxo de un ingenio a los aposentos.

     Fue tanta la priesa que los indios se dieron en tirar las piedras y tan grande su pesadumbre y grandeza y la furia con que pelearon, que no dieron lugar a que los nuestros disparasen el artillería ni jugasen el escopetería, de cuya causa volvieron los nuestros más que de paso e más como hombres que huían que como resestidores, y no pudieron más, porque aunque las otras veces, de los altos de las casas, con las piedras, rescebían daño, nunca como aquella vez habían sido tan fatigados, porque fueron muchas y muy grandes las piedras, algunas de las cuales pesaban a tres y cuatro arrobas e donde quiera que daban hacían gran daño, así que de la manera que es dicho se retiraron los nuestros a los aposentos, los unos cubriéndose con los ingenios, los otros con las rodelas, que llevaban hechas pedazos.

     Cobraron con esta victoria los enemigos grande ánimo, teniendo por cierto que el día siguiente la conseguirían del todo. Desde las azoteas más cercanas decían a los nuestros: «¡Ah, bellacos, cuilones, inventores de nueva secta, usurpadores de haciendas ajenas, advenedizos, nascidos de la espuma de la mar, heces de la tierra!; presto moriréis mala muerte, mañana os sacrificaremos y con vuestra sangre untaremos nuestros templos, que vosotros, bellacos, habéis violado. Malinche, que así llamaban a Cortés, pagará la muerte de Qualpopoca y la prisión de Motezuma. Las puentes están abiertas, vosotros muertos de hambre y cansados. Daos, bellacos, daos, para que con vuestras vidas hagamos servicio a nuestros dioses y muriendo paguéis vuestras culpas y pecados.»

     Los taxcaltecas, que con brío solían responderles, callaron, porque vían que sus negocios iban de mal arte. Cortés, aunque con gran ánimo y esfuerzo desimulaba el aflición y peligro en que se vía, allá en su pecho se arrepentía mill veces de no haber salido cuando pudiera; pero porque si él desmayaba habían de desmayar y desfallecer los demás, mostraba muy buen rostro al trabajo presente, diciendo que Dios no les había de faltar, e que los indios eran de aquella manera, que cuando algún buen subceso tenían salían de sí, como se encogían cuando huían.



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Capítulo CXVIII

Cómo Cortés pidió treguas a los mexicanos y no se las quisieron conceder.

     Dicen Motolinea y Gómara, aunque lo contrario es lo más cierto, y lo que pasó fue antes deste tiempo, que después de haber vuelto Cortés con los ingenios, acometió tres veces a subir al templo mayor, donde quinientos principales se habían hecho fuertes e hacían gran daño porque estaban cerca de los aposentos, e que porfió tanto que subió y los mató y que no halló la imagen de Nuestra Señora que los indios no podían arrancar, y que quemó la capilla de los ídolos; esto no podía ser porque eran de bóveda, hechas de piedra. Refiero esto, porque los que leyesen esta historia entiendan que no dexé cosa que alcanzase de poner, siguiendo lo que en mi fue lo más cierto e verdadero, porque en las cosas humanas todo tiene contradisción.

     Considerando, pues, Cortés la gran multitud de los contrarios, que con haber muerto tantos no parescía que faltaba ninguno, la porfía, el ánimo, las muchas armas con que peleaban, e que ya los suyos estaban cansados de pelear e que la hambre les hacía dentro de casa la guerra y que no deseaban cosa tanto como ver la puerta abierta y el camino seguro para salir, y que de ahí adelante todo había de subceder de mal en peor, determinó de inviar a llamar a los principales mexicanos, a los cuales, en siendo venidos, les dixo: «Valientes y esforzados caballeros: ¿Para qué porfiáis tanto en hacernos guerra, pues siempre habéis llevado lo peor?; nunca os habemos hecho daño sino cuando nos le hecistes; huéspedes vuestros somos y deseamos vuestra amistad si queréis la nuestra. Motezuma y vosotros nos rescebistes de buena voluntad en vuestra ciudad y casas; no es de caballeros, ni aun vuestras leyes lo permiten, que a los huéspedes tratéis mal de obra ni aun de palabra. Dexad por algunos días las armas, descansad del trabajo pasado y pensad lo que más conviene, que para todo tendréis tiempo. Mirad que aunque hoy ha subcedido bien, en todos los días pasados habéis llevado lo peor; no habéis muerto a ninguno de los míos, y de los vuestros no se pueden contar los que han perescido. Aunque me aborrescéis, yo os amo, que esto nos manda nuestra buena ley; aconséjoos lo que os conviene; mirad, no os arrepintáis algún día. Los taxcaltecas, si vosotros no nos queréis, nos convidan con su ciudad y provincia, quieren nuestra amistad y aun nuestra ley e son indios como vosotros, aunque nosotros tenemos determinado de volver a nuestra tierra y dar relación de lo que hemos visto a nuestro Rey, que nos invió.»

     Ellos, más endurescidos que piedras y más furiosos que leones embravescidos, le respondieron que no querían paz ni amistad con cristianos, capitales enemigos de sus dioses y religión, y que los huéspedes que sus leyes mandaban honrar y tratar bien, eran los de su religión e costumbres, y que los cristianos no eran huéspedes, sino perros ataladores y destruidores de cuanto bueno ellos tenían, e que no querían treguas ni sosegar hora hasta que de los unos o de los otros no quedase hombre a vida, para que se acabase aquella división e contradición de leyes y religiones, e que ya estaban desengañados de que no eran dioses ni hombres inmortales, e que entendían que con la ventaja de las armas herían y mataban más, pero que ellos eran tantos que poco a poco los acabarían, pues ya lo habían comenzado, habiendo muerto dellos algunos e que ya ni tenían agua ni pan ni salud e que viesen cuánta gente parescía por las azoteas, torres y calles sin trestanta que estaba en las casas, y que hallarían que más presto los españoles acabarían de uno en uno que ellos de diez en diez mill, porque muertos aquéllos, habría otros e otros, e que acabados los cristianos, no vendrían más e que no eran simiente que había de tornar a nascer, y que para irse, por estar las puentes rotas y no tener barcas, había mal recaudo; que lo mejor era, pues no podían salir e forzosamente habían de morir de hambre, que se diesen y muriesen en servicio de sus dioses.»

     Esto no pudo sufrir Cortés; inviólos para perros e dixo que pues querían guerra, que él les hartaría della. Con esto vino la noche, y despedidos los unos de los otros, Cortés comenzó a tratar lo que se debía hacer.



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Capítulo CXIX

Cómo determinó Cortés de salir aquella noche de la ciudad y de lo que Botello le dixo y lo demás que Cortés hizo.

     Venida que fue la noche, considerando, Cortés el peligro tan magnifiesto en que los suyos estaban, la hambre que de cada día más los afligía, las enfermedades de algunos, las muertes y heridas de otros, el cansancio y extrema nescesidad de todos, la multitud de los enemigos, su rabia y porfía, e que por ninguna vía, así de halagos como de amenazas, los podía atraer a su voluntad y que de cada día estaban más emperrados e que ya no tenía pólvora ni aun pelotas, tanto que a falta dellas echaban en las escopetas chalchuites, que son piedras finas a manera de esmeraldas, muy presciadas entre los indios y aun entre los españoles, llamando a los principales Capitanes e a un soldado que se llamaba Botello, que decían tener familiar e que había dicho a Cortés muchas cosas de las que después subcedieron, les dixo: «Señores: Ya veis que no podemos ir atrás ni adelante; en todo hay riesgo y peligro, pero parésceme que el mayor es quedar y el menor aventurarnos a salir. Los indios pelean mal de noche; salgamos con el menor bullicio que pudiéremos, Botello nos diga sobre esto lo que le paresce.»

     Los Capitanes respondieron diferentemente, porque a los unos les paresció bien lo que Cortés decía, a causa de que todos ellos estaban cansados e los indios no acostumbraban a pelear de noche. A los otros les paresció mejor lo contrario, y aun después acá paresció así a muchos de los conquistadores, a causa de que las puentes estaban abiertas, los maderos quitados, la noche obscura y que llovisnaba, e que de noche, despertando y acometiendo a los indios, ni los de a pie ni los de a caballo podían ver lo que hacían.

     Estando en esta diferencia, Botella, que de antes en lo que decía tenía más crédito con todos e había dicho cómo acometiendo Cortés a Narváez de noche le vencería e sería señor del campo, les dixo: «Señores: No hay que altercar. Conviene que salgamos esta noche, y saber que yo moriré o mi hermano e que morirán muchos de los nuestros, pero salvarse ha el señor Capitán y muchos de los principales. Volverá sobre esta ciudad y tomarla ha por fuerza de armas, haciendo grande estrago; e de día, en buena razón, paresce que no conviene salir, porque la noche tanto y más ayuda a nosotros que a los indios. Las puentes están abiertas; para cerrarlas e pasarlas es menester gran trabajo; falta la pólvora y munición para los tiros y escopetas, que es nuestra principal fuerza; de las azoteas es todo el daño, y éste cesará saliendo de noche, e si vamos callando, podría ser que cuando los enemigos diesen en ello, estén los más de nosotros en tierra firme, aunque todavía me afirmo en que moriremos muchos; pero si salimos de día, sería posible morir todos y que no tuviese efecto lo que después subcederá. Éste es mi parescer; resúmanse vuestras Mercedes en lo que más les conviene y no lo dilaten, porque si el mío siguen, es nescesario no dexar pasar la hora.»

     Oído por todos lo que Botello dixo, así por el crédito que tenía como por las buenas razones que daba, se determinaron todos que aquella noche saliesen y se excusase el mayor peligro que podía haber en el día. Comenzáronse luego todos a adereszar, armáronse como mejor pudieron. Cortés (que no debiera), no pudiendo llevar el tesoro que en una cámara había dixo y aun hizo apregonar dentro de los aposentos, para que todos lo supiesen, que los que quisiesen llevar consigo oro, plata y joyas lo hiciese, y que cada uno tomase lo que quisiese, que él les daba licencia, lo cual fue causa (según los españoles son cobdiciosos) que aquella noche muriesen más por guardar el oro que por defender sus personas, ca es cierto que muchos si no fueran cargados pudieran correr y saltar y escapar las vidas, aunque perdiesen el oro, y fuera mejor seso, y no que por guardar lo menos perdiesen lo uno y lo otro, y así, el que menos tomó salió más rico, porque iba menos embarazado.

     La riqueza de aquel aposento era muy grande, porque subía de más de seiscientos mill ducados. Joan de Guzmán, camarero de Cortés, fue el que abrió el aposento donde el tesoro estaba. Dicen que Cortés pidió por testimonio delante de los Oficiales del Rey, cómo el Rey no podía dexar de perder aquella noche su quinto, porque no había modo para lo salvar, y volviéndose a los Oficiales les dixo: «Señores: En este tesoro está el quinto que a Su Majestad pertenesce; tornalde, porque desde ahora yo me descargo, y sí se perdiese, mucho más pierde Su Majestad en perder tan insigne ciudad, que otra como ella no hay en el mundo.» Dioles, según dice Motolinea, una yegua suya y hombres que lo llevasen y guardasen, y en lo demás dio la licencia que dixe, usando de la cual (como venían hambrientas de oro los de Narváez) metieron tanto la mano, que muy pocos escaparon, lo cual fue ocasión de que después se dixese que todos o los más que habían sido traidores a Pánfilo de Narváez habían acabado miserablemente.



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Capítulo CXX

Cómo Cortés ordenó su gente y hizo una puente de madera para pasar los ojos de las acequias, y a quién la dio, y lo que luego pasó.

     Estando ya todos aprestados e cada uno con el oro y plata que había podido tomar, lo más secreto que pudo, mandó Cortés dar aviso a todos los españoles para que ninguno quedase, que es lo contrario de lo que algunos sin razón dixeron, que se había a cencerros atapados, y tanto, porque mejor se vea el valor y bondad de Cortés, que después que aquella noche, habían salido todos de los aposentos y patio buen rato adelante, dixo a Alonso de Ojeda que mirase no quedase alguno dormiendo o enfermo, mandó también más de dos horas antes que de mano en mano por las cámaras se hiciese saber la salida.

     A Alonso de Ojeda se le acordó que un español que se decía Francisco quedaba en su aposento, encima del azotea, en un arrimadizo, que le había dado frío y calentura. Volvió corriendo, hallólo en el azotea echado, tiróle de los pies, tráxole hacia sí, diciéndole: «¿Qué hacéis aquí, hombre, que ya todos están fuera del patio?» Tomóle por el cuerpo, púsole en el suelo, y así aquel hombre con el miedo de la muerte alcanzó la gente, y aun se creyó que, aunque muchos sanos murieron, se salvó aquél.

     Cortés, como hombre apercebido y a quien Dios en las armas dio tanto saber y ventura, como entendió que el concierto y orden de la gente es el que la fortifica, y que no se podía salir a tierra firme sin llevar una puente de madera, para que puesta sobre el primer ojo pasase la gente, en esta manera, la vanguardia dio a los Capitanes Gonzalo de Sandoval y Antonio de Quiñones con hasta docientos hombres y veinte de caballo, y la retroguarda a Pedro de Alvarado y otros Capitanes que con él iban, y él tomó a cargo el demás cuerpo del exército, proveyendo lo que era menester en la vanguardia e retroguardia. Dio el cargo de llevar la puente al Capitán Magarino con cuarenta hombres muy escogidos e juramentados que ninguno dexaría al otro, e que uno muriese por todos e todos por uno; e si como se hizo una puente se hicieran tres, pues había gente que las llevase, escaparan todos o, a lo menos, murieran pocos, que como después, en el primer ojo, con la pesadumbre de la gente y con la tierra, que estaba mojada, afixó y encalló la puente de tal manera que, acudiendo después la furia de los enemigos, no pudieron levantarla, e así, como adelante diremos, miserablemente acabaron muchos.

     Dio cargo Cortés a ciertos españoles de confianza, que llevasen a buen recaudo a un hijo y dos hijos de Motezuma y a otro su hermano e a otros muchos españoles principales que tenía presos, con intento de que si los salvara, que después habría algún medio de amistad para cobrar la ciudad, o que habiendo disención, como era forzosa, viviendo los subcesores y deudos de Motezuma, favoresciendo su parte, podía tener mucha mano en los negocios.

     Cortés tomó para sí cient hombres de los que le paresció que más animosos y fuertes eran, para acudir, como después lo hizo, a las nescesidades que se ofresciesen. Los de a caballo tomaron a las ancas a los que iban cansados y heridos.

     Desta manera y por esta orden y concierto salió el campo con gran silencio a la media noche.



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Capítulo CXXI

Cómo al poner de la puente en el primer ojo los españoles fueron sentidos y las velas tocaron al arma, y de la gente que por las calles y en canoas luego acudió.

     No fue sentido el exército español, según iba callando y sin rumor, hasta que Magarino, que iba adelante con la puente, la puso sobre el primer ojo. Las velas que los indios tenían allí, e tenían hecho fuego, les tiraron muchos tizonasos, dando grandes gritos, tocando sus caracoles; decían: «¡Arma, arma, mexicanos, que los cristianos se van!» En un momento acudieron más de diez mill indos con flechas, arcos y macanas, como los que no tenían que vestir arneses ni ensillar ni enfrenar caballos.

     Peleó, primero que el resto de los españoles llegase, valerosamente Magarino y sus compañeros; mataron muchos indios. Puso muy bien la puente; pasaron sin ofensa alguna todos los españoles e con ellos los indios amigos. En el entretanto, a los ojos de adelante habían acudido los enemigos más espesos que lagosta. Procuró Magarino con su gente levantar el pontón, pero como llovisnaba, afixó mucho y la resistencia impidió que en ninguna manera le pudiese sacar, y aunque heridos del procurarlo algunos de los compañeros, pasaron todos adelante. Por el un lado e por el otro acudieron infinitos indios en canoas, gritando: «¡Mueran, mueran los perros cristianos!» Metíanse tanto en ellos, que los tomaban a manos y echaban en el agua, aunque muchos se defendían valientemente, hiriendo y matando gran cantidad de los enemigos.

     Desta manera, acudiendo Cortés a una parte e a otra, llegaron al segundo ojo (que estos todos eran en la calle de Tacuba), ca en la calle de Iztapalapa había siete. Aquí hallaron sola una viga y no ancha; como estaba mojada, los de a caballo no podían pasar, y los de a pie con muy gran dificultad; y como aquí acudió la fuerza de los enemigos, fue miserable y espantoso el estrago que en los cristianos hicieron, tanto que de los cuerpos muertos estaba ya ciego el ojo de la puente.

     Aquí animó Cortés grandemente a los suyos; peleó tan valerosamente, que sola su persona, después del favor divino, fue causa que todos no peresciesen. Halló por un lado desta acequia, tentando, vado; entró por él; llegábale el agua, a los bastos del caballo. Siguiéronle los de a caballo que quedaban y aun de a pie púsose sobre la calzada, y dexando allí algunos, volvió a entrar en el agua, en la cual, peleando con algunos que le siguieron, dio lugar a que muchos peones pasasen por la viga. Desta manera, muriendo e ahogándose muchos de los nuestros, llegaron al tercer ojo, que era el postrero; pero del segundo a volvieron a la ciudad más de cient españoles; subiéronse al cu, pensando de hacerse allí fuertes y defenderse, no considerando que habían de perescer de hambre, tanto ciega el temor de la muerte, e así se supo que otro día, miserablemente los sacrificaron.

     En el ojo tercero, ya antes que Cortés con el cuerpo del exército llegase, había grandes muertes, porque Gonzalo de Sandoval, que llevaba el avanguardia, volvió a Cortés y dixo: «Señor, muy poca gente nos defiende el ojo postrero, pero están ya los españoles tan medrosos que si no vais allá, se dexarán tomar allí a ahogar en el agua.»

     Cortés, diciendo a Pedro de Alvarado lo que había de hacer, se fue al avanguardia, pasó la gente sin peligro de la otra parte, púsola en tierra firme y dexándola a Joan Xaramillo, que era uno de los valientes y esforzados del exército, invió a Gonzalo de Sandoval para saber cómo pasaba la retroguarda. En esto llegó Cristóbal de Olid a Cortés y le dixo que fuese a socorrer a la retroguarda, porque Pedro de Alvarado y toda su gente quedaban en gran peligro. Cabalgó Cortés, que se había apeado un poco, pasó la puente, peleó con muchos indios, e pasando adelante topó con Pedro de Alvarado, el cual le certificó que ya no quedaba ninguno por pasar, aunque muchos habían perescido, y fue así. Cortés estonces tomó toda la gente delante de sí, quedándose en la retroguarda, porque allí acudía toda la fuerza de los enemigos.



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Capítulo CXXII

Del salto que dicen de Pedro de Alvarado, y de cómo Cortés tornó a recoger la gente que atrás quedaba.

     Fue tan brava y tan porfiada de parte de los indios la batalla, como aquellos que peleaban en sus casas contra los extranjeros, que ponía grima y espanto con la obscuridad de la noche y alarido de los indios oír los varios y diversos clamores de los españoles. Unos decían: «¡Aquí, aquí!» Otros: «¡Ayuda, ayuda!» Otros: «¡Socorro, socorro, que me ahogo!» Otros: «¡Ayudadme, compañeros, que me llevan a sacrificar los indios!» Los heridos de muerte y los que se iban ahogando y aquellos sobre los cuales pasaban los demás, gemían dolorosamente, diciendo: «¡Dios sea comigo! ¡Misericordia, Señor! ¡Nuestra Señora sea comigo! ¡Válame Dios!» y otras palabras que en las últimas afliciones, peligros y riesgos suelen decir los cristianos. Los vencidos lamentaban de una manera; los vencedores, daban voces de otra; los unos pedían socorro; los otros apellidaban: «¡Mueran, mueran!»; y como no solamente eran contrarias las voces de los vencedores y vencidos, pero como en lengua eran tan diferentes, por ser los unos indios y los otros españoles, y no se entender los unos a los otros, cargando siempre más la obscuridad de la noche y la matanza en los cristianos, acudió Cortés otra vez con cinco de a caballo a la puente última, donde era la furia de la batalla, donde halló muchos muertos, el oro y fardaje perdido, los tiros tomados, muchos ahogados o presos; oyó lamentables voces de los que morían. Finalmente, aunque peleaban algunos, no halló hombre con hombre, ni cosa con cosa, como lo había dexado. Animó y esforzó a los desmayados, alentó a los que peleaban, recog[i]olos, llevólos delante, siguió tras dellos, peleando con grande esfuerzo y coraje. Dixo a Alvarado, que quedaba atrás con otros españoles, que los esforzase y recogese en el entretanto que él pasaba con aquellos que llevaban la puente. Hizo Alvarado lo que pudo, peleó valientemente, pero cargaron tantos enemigos que, no pudiéndolos resistir e viendo que si más se detenía no podía dexar de morir, llamando a los que le pudieron seguir a toda priesa, pasando por cima de cuerpos muertos e oyendo lástimas de otros que morían, saltando sobre la lanza que llevaba, se puso de la otra parte de la puente, de que los indios y españoles quedaron espantados, porque el salto fue grandísimo e todos los demás que probaron a saltarle no pudieron y cayeron en el agua, quedando algunos ahogados, saliendo otros con harta dificultad. Por haber sido este salto tan notable y espantoso, quedó, como en memoria, el Salto de Alvarado, para en los siglos venideros. Está hoy ciego, porque la calzada corre por él; otros dicen que es una alcantarilla en la misma calzada que pasa a Chapultepeque.



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Capítulo CXXIII

Cómo los españoles, pasado aquel ojo, llegaron a tierra firme y cómo los indios los siguieron hasta Tacuba, y cómo después de la puente reparó un poco Cortés y de lo que acontesció a un español.

     De la puente segunda, aunque antes dixe que se habían vuelto cient españoles a fortalescerse en el templo mayor, dicen muchos conquistadores que fueron trecientos, e que puestos en lo alto pelearon tres días, hasta que de cansados y enflaquescidos de la hambre, se les cayeron las espadas de las manos, tiniendo bien poco que hacer los enemigos en matarlos.

     Ya, pues los demás que quedaron vivos y pudieron saltar en tierra firme estuvieron juntos de la otra parte, unos heridos, otros muy cansados, Cortés, aunque los indios no le dieron mucho espacio, puso en orden su gente; halló que le faltaban seiscientos españoles, cuatro mill indios amigos, cuarenta y seis caballos e todos los prisioneros, aunque cerca del número de todos, unos dicen uno y otros otro, más o menos, como les paresce, pero esto es lo más verdadero. Aquí no pudo Cortés detener las lágrimas, acordándose cómo Dios le había castigado como a David, por haberse ensoberbecido con el número grande de su gente, e así es verdad que después decía él que el confiar tanto en su gente fue ocasión de aquella pérdida.

     Acordóse Cortés en este paso de lo mal que lo había hecho en no haber visitado a Motezuma luego como vino de la victoria de Narváez; pesábale de aquella vez que pudo, no haberse salido de la ciudad y puesto en salvo; pesábale de haber repartido el oro, pues había sido causa de la muerte de los más que habían fenescido, porque por defender y salvar cada uno su parte, ni se habían defendido a sí ni a otros. Consideraba la mudanza y trueco de fortuna; dolíale mucho ver muertos a manos de tan vil gente tantos españoles hijosdalgo; llegábale a las entrañas el verse huir, el verse cansado y con tan poca gente y con tan pocos caballos, sin comida alguna, en tierra extraña, donde en ninguna parte tenían seguridad ni sabían por dónde ir; pero, con todo esto, revolviendo sobre sí e viendo que a lo hecho no había remedio e que era nescesario proveer en lo por venir, acordándose de lo que Botello le había dicho e de que había de volver sobre aquella ciudad e que había de ser señor della, esforzándose a sí propio, diciendo que la mano del Señor aún no estaba abreviada para hacerle mercedes, ya que todos los tuvo puestos en concierto, preguntó si estaba allí Martín López; dixéronle que sí, holgóse mucho, porque era el que había de hacer los bergantines para volver sobre México, y por su persona era valiente y cuerdo.

     En esto, los indios habían saltado en tierra y comenzaron a dar sobre los cristianos, los cuales en buen orden, acaudillándolos Cortés e diciéndoles: «¡Ea, señores y amigos, que ya no hay agua que nos estorbe!» se fueron peleando, retirando hacia Tacuba.

     En este camino, yendo muy cansado un español, se subió sobre un capulí, que los españoles llaman «cerezo», en el cual se estuvo todo lo que quedó de la noche y hasta otro día bien tarde que volvieron los indios que iban en el alcance de los nuestros. Quiso Dios guardarle de manera, que no mirando en él, siendo tantos, después que hobieron pasado, que a él le parescieron más de docientos mill hombres, baxó e por entre los maizales, donde otros españoles se salvaron, llegó muy contento a do Cortés estaba, el cual, contado lo que había pasado, Cortés dio gracias a Dios, tiniéndolo por buena señal.



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Capítulo CXXIV

Cómo en aquella parte donde murieron los más de los españoles, después de tomada la ciudad, un Joan Tirado hizo una capilla donde se dixo misa por los muertos.

     En memoria de los muchos españoles que al pasar desta última puente murieron en aquel propio lugar donde fue mayor la matanza, después de conquistada y ganada México, uno de los que escaparon de no quedar allí, que se decía Joan Tirado, hombre de ánimo y muy buen cristiano, devoto de Sant Acacio y de los diez mill Mártires, sus compañeros, en reverencia dellos edificó una capilla que hoy llaman de los Mártires, donde por aquellos muertos todo el tiempo que el Joan Tirado vivió hizo decir misa, y después acá, refrescando aquella memoria y sancta obra, algunos conquistadores han hecho decir misas, aunque no tan continuadamente como Joan Tirado, el cual, en la postrimería y fin de sus días murió bienaventuradamente, dando, no solamente señales de cristiandad, pero de sanctidad, conosciendo claramente él y los que a su muerte se hallaron el favor e ayuda de Sant Acacio y de sus compañeros y aun el de las ánimas de purgatorio, especialmente de aquellas que en gracia en aquel lugar pasaron desta vida.

     Está esta capilla cerca de otra iglesia, junto a la calzada que se dice Sant Hipólito, la cual, como ya está dicho, se edificó en memoria de la toma de México, porque aquel día los cristianos, como después se dirá, a cabo de más de ochenta días la tomaron, rindieron y subjectaron.



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Capítulo CXXV

Cómo Cortés y los que escaparon de aquel peligroso paso fueron peleando hasta Tacuba, y de lo que allí les pasó.

     Con muy gran trabajo y dificultad, según está dicho, quedando tantos muertos y tantos para morir, e que en ninguna manera podían pasar adelante, Cortés y sus compañeros, aunque iban bien en orden y, por estar ya en tierra firme, alentados y con más coraje, peleando y deteniéndolos los enemigos en el camino, pudieron, con ser la jornada tan breve que no había más de media legua, llegar a la ciudad de Tacuba en tres horas. Era tiempo de maizales y que estaban ya muy altos y casi para coger; salían dellos como de bosques muchos indios que a manos tomaban [a] los españoles, y metiéndolos adentro, de mano en mano los volvían a la ciudad para sacrificarlos vivos y hacer, en testimonio de la venganza, servicio a sus dioses, que tanto habían porfiado se hiciese esta tan cruda guerra con los cristianos.

     Escaparon los nuestros [a] algunos déstos, aunque a todos no pudieron. Señaláronse allí, después de Cortés, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, Francisco Verdugo, los hermanos Alvarados, Gonzalo de Sandoval e otros hombres de cuenta, que aunque iban que ya no se podían tener, unos a otros se animaban, diciendo que si el morir no se excusaba, que cuándo mejor que estonces podían vender bien sus vidas, especialmente que, como adelante diré, en su Capitán vieron siempre tanto seso y valentía que, tiniéndole presente, jamás temieron ni desmayaron porque verdaderamente, como muchos dixeron, en esta conquista supo e hizo más que hombre ninguno.

     Yendo, pues, desta manera peleando, llegaron a Tacuba; los de la retroguarda, creyendo que Cortés, que iba en el avangoardia, reposara en los aposentos y casa del señor de aquella ciudad, se entraron en el aposento de la casa. En esto hay dos opiniones: la una es que llegando allí los nuestros, los mexicanos que venían en su seguimiento se volvieron, o porque estaban ya cansados de pelear, o porque no osaron entrar en términos ajenos, temiendo que los tacubenses les salieran al encuentro, porque rescibieron bien a los cristianos, de lo cual se quexaron mucho después los mexicanos dellos y los riñeron, porque en su pueblo no habían acabado de matar a los españoles. Esto dicen Motolinea y los tacubenses, cuyo guardián, después de convertidos, fue el dicho Motolinea, fraile franciscano y conquistador.

     La verdad es, según las Memorias de muchos conquistadores, que los mexicanos los siguieron hasta allí, y más de una legua adelante, que como era de noche, los tacubenses ni ayudaron ni dañaron. Los de la retroguarda, como vieron que Cortés no reposaba en los aposentos, sino que iba adelante, a toda furia salieron, por no perderle, que sin él iban como los que navegan sin norte. Ya era salido el sol cuando todos vinieron a alcanzar a Cortés.



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Capítulo CXXVI

Cómo Cortés se mostró sobre una quebrada a los de la retroguarda, con que los animó mucho, y lo que les dixo, e cómo todos se hicieron fuertes en un cu.

     Sin saber el camino ni de noche ni de día, sino por el hilo de los muertos y multitud de los enemigos que de la una parte y de la otra del camino estaban, los de la retroguarda caminaban. Llegaron desta manera a una quebrada, paso muy malo, donde los enemigos los apretaban mucho, e cierto desfallecieran y acabaran allí si Cortés, que andaba peleando por lo alto, entre los maizales no paresciera, el cual, como los vio, les dixo:

     «¡Ea, amigos, arriba, arriba, a lo raso, a lo raso; que aquí estoy yo; ya no hay más peligro!» Alentáronse con su vista todos, pelearon con nuevo corazón, salieron a lo raso sin perder hombre, y acaeció que llevando unos dellos una petaquilla con tres mill castellanos en oro, dixo a Cortés; «Señor, ¿qué haré deste oro, que me estorba el subir y primero me matarán que salga de aquí?» Cortés respondió: «Dad al diablo el oro si os ha de costar la vida. Arrojadlo o dadlo a otro, que yo le hago merced dello.» Hízolo así e salió con los otros, e juntándase todos y tornando Cortés a ponerlos en concierto, ya que serían las nueve del día, tomaron un cu pequeño, templo de los dioses, que estaba en un alto e todo lo de alderredor raso e sin maizales. La gente se recogió en el patio, e Cortés con algunos escopeteros y ballesteros se subió a lo alto para que si los indios le entrasen, les pudiese mejor hacer la guerra.

     Aquí les dieron mucha grita, ya que no, les podían hacer mucho mal, lo uno, porque no les podían entrar en el templo, lo otro porque los de a caballo, como estaba el campo raso, eran señores dél. Alancearon cincuenta o sesenta indios. Señalóse aquella tarde un Gonzalo Domínguez, hombre de grandes fuerzas y muy recio en la silla, que por su mano alanceó más que otros cuatro de a caballo. Con todo esto, como la gente de los enemigos era mucha, aunque no mataron ningún cristiano, llegábanse tanto a ellos, por hacerles daño, que las varas todas daban en el patio, que después de puesto el sol, que cesó la batería, tuvieron que coger más de cuatro carretadas dellas, con que hicieron muchos fuegos. Reposaron los heridos. Esperó Cortés allí, por ver si algún español venía de los que se habían metido por los maizales. Llegaron algunos, y entre ellos un Fulano de Sopuerta con muchos flechazos, que por hacerse muerto, escapó la vida; sanóla de las heridas, aunque eran muchas, por no haberle acertado ninguna por lo vacío.

     Llamaron a este cu por estonces el Templo de la Victoria, y después que México se ganó se hizo en él una iglesia que se llamó Nuestra Señora de los Remedios, por el que allí los cristianos rescibieron.

     Hicieran hasta este sitio muy mayor daño los indios si, como dicen los conquistadores, no se ocuparan en robar los cristianos muertos y despojarlos de la ropa, y también porque con el día, conosciendo a los hijos de Motezuma, conforme a sus ritos y costumbres, los más de los principales se juntaron a llorarlos, a los cuales sin conoscer, con la obscuridad de la noche, habían muerto.



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Capítulo CXXVII

Cómo Cortés hizo alarde de su gente y la puso en orden y salió, para no ser sentido, de noche, y de lo que en el camino le acontesció.

     Ya que el exército español había reposado más de media noche, Cortés, así porque los enemigos no lo sintiesen, como porque el calor del sol no estorbase el marchar e hiciese daño a los heridos, determinó sin ningún bullicio salir de allí, aunque no sabía el camino, para Taxcala, donde tenía, intento de ir, porque cuando vino, entró por Iztapalapa y salió por Tacuba, camino contrario. Hizo primero alarde de la gente que le había quedado, así de españoles como de indios amigos; halló que entre los españoles, entre heridos y sanos, había obra de trecientos y sesenta, poco más o menos, e veinte y tres caballos, y de los indios amigos hasta seiscientos. Echó mucho menos un paje que él quería mucho y había procurado defender. Hizo de la gente diez Capitanes, o (según otros) ocho, de a cuarenta hombres cada capitanía. Dio la vanguardia a Diego de Ordás, y la retroguarda tomó él. Hizo aquí nuevo sentimiento de su desgracia y gran pérdida.

     Salió sin ser sentido, no llevando otra guía que el cielo, aunque su fin y motivo era, como está dicho, ir a Taxcala, donde confiaba, como fue, ser bien rescebido. Fue, como dice Motolinea, rodeando por la parte de occidente, ca él había entrado por la de oriente en México, y por este camino a Taxcala hay veinte leguas, e por donde él fue más de treinta. Puso los heridos y la ropa en medio de los sanos; mandó que so pena de la vida ninguno saliese de la ordenanza. Salieron desta manera sin pífaro y atambor, guiando un indio tlaxcalteca, que aunque no sabía el camino, dixo que poco más o menos atinaría a llevarlos hacia Taxcala.

     No hubieron andado media legua, cuando las escuchas los sintieron, y tocando al arma, acudieron los enemigos en gran cantidad. Diéronles guerra, aunque no muy grande, porque era de noche y los escopeteros los oxeaban. Siguiéronlos más de dos leguas, hasta que los nuestros tomaron una cuesta en que estaba otro templo con una buena torre y aposento. Toparon cinco de a caballo que iban delante, primero que aquí llegasen ciertos escuadrones de indios emboscados, que esperaban a los españoles, para matarlos y robarlos, y como vieron a los de a caballo, creyendo que venía mayor exército, huyeron, reparando en una cuesta, e como reconoscieron cuán pocos eran los españoles, juntáronse con los indios que atrás venían, e así todos venían dando caza a los nuestros hasta este templo, donde se hicieron fuertes, reposando lo que de la noche quedaba, aunque no tenían cosa que cenar; diéronles los enemigos mala alborada, aunque fue mayor el miedo que pusieron que el daño que hicieron. Partieron de allí los nuestros; fueron a un pueblo grande, que se dice Tepozotlán, por un camino muy fragoso, donde los de a caballo no se podían aprovechar de los enemigos, ni ellos tampoco de los nuestros; e porque en este pueblo hallaron muchos patos, que los indios crían para sacar y quitarles la pluma para las mantas, los españoles le llamaron el Pueblo de los Patos. Los unos huyeron, yéndose a otro pueblo grande que se llama Guautitlán, una legua de allí.

     Los nuestros pararon en aquel pueblo dos días, donde descansaron y se rehicieron algún tanto. Hallaron alguna comida, y los patos, como llevaban consigo la salsa, les supieron muy bien, y así mataron la hambre. Curaron los heridos y caballos y llevaron alguna provisión para el camino, aunque según iban, no pudieran llevar mucha aunque la hallaran. Salieron de allí e atravesaron en busca del camino de Taxcala, dexando la ladera de las montañas que habían seguido; toparon con tierra pobladísima; salieron a ellos infinidad de indios que los pusieron en grande aprieto. Vinieron a tanta nescesidad, que comían hierbas, y esto duró ocho días, hasta llegar a Taxcala, fatigándolos los enemigos, aunque lo que más los fatigaba era la hambre, que fue tanta, que no pudiéndola sufrir un español, abriendo a un español que halló muerto, comió de sus hígados, de lo cual pesó tanto a Cortés, que le mandó luego ahorcar. No le pesaba al español mucho dello, por no verse morir de hambre, pero a ruego de algunos se dexó de hacer la justicia.

     Yendo desta manera perdieron muchas veces el camino, porque la guía no le sabía y desatinaba. Al cabo llegaron a un pueblo pequeño; durmieron aquella noche en unos templos, donde se hicieron fuertes. Prosiguieron su camino por la mañana, persiguiéndolos siempre los enemigos, llevándolos siempre acosados como a toros, que no los dexaban reposar.



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Capítulo CXXVIII

Cómo prosiguiendo Cortes su camino le dieron una pedrada en la cabeza, y cómo Alonso de Ávila dio una lanzada a un español y por qué, y lo que más subcedió.

     Prosiguiendo Cortés su camino, Diego de Ordás, que llevaba la delantera; dio en una quebrada, donde estaban aguardando ciertos escuadrones de gente de guerra. Reparóse toda la capitanía, porque no les paresció acometer, por la dificultad del lugar y porque los enemigos eran muchos, los cuales como vieron que los nuestros no osaban arremeter, arremetieron ellos, tirando muchas varas y saetas. En esto, un valiente soldado, viendo esto e que era afrenta esperar la retroguardia, quitando la bandera de las manos a un Fulano de Barahona, que era Alférez, saliendo contra los enemigos, dixo: «¡Sanctiago, y a ellos! Los que quisierdes, seguidme.» Estonces, acometiendo todos, hicieron grande estrago en los enemigos, porque estaban en lo baxo. Pusieron a los demás en huida, y desta manera dexaron la quebrada, y la retroguardia pasó sin resistencia, aunque puestos en lo llano, no mucho después los iban siguiendo los enemigos. Yendo en este orden, como estaba mandado que nadie saliese dél, un soldado que se decía Hernando Alonso, apartándose como ocho pasos del escuadrón a comer unas cerezas, porque la hambre le aquexaba demasiadamente, Alonso de Avila le tiró una lanza, con que le pasó el brazo, del cual, aunque sano, quedó manco. Era en tanto peligro nescesario el castigo de otra manera, porque no se desmandaba el soldado cuando, sin poderlo remediar, le llevaban los indios vivo, y de mano en mano le desaparescían, haciendo resistencia los que primero le tomaban, y desta manera sacrificaron a muchos.

     Otro día que esto pasó, iba cresciendo la hambre, tanto que aun para los heridos no había que comer sino acederas, cerezas verdes y cañas de maíz, que todo era pestilencia, y ninguno, porque Dios los guardaba, murió, sino eran los que los indios tomaban a manos. Desta manera, no lexos de Otumba, donde, como diré, fue la señalada batalla, salieron a los nuestros muchos indios, donde fueron bien menester las manos, porque corno canes rabiosos se metían por las espadas y lanzas. Aquí los españoles, hasta los heridos, pelearon valientemente. Salió desta batalla mal herido Cortés en la cabeza de una pedrada de honda que aínas se pasmara; e aunque todavía tenía la mano de la rienda herida y la cabeza entrapaxada, su persona sola valió y pudo tanto que conservó y sustentó todo su exército.

     Hirieron a Martín de Gamboa, matáronle el caballo, hízolo como valiente soldado. Reparó en aquel lugar aquella noche Cortés. Dio la vida a cuatro o cinco españoles que llegaron bien anochecido, sin entender Cortés que se habían quedado atrás, subidos en los cerezos, que hay en el camino muchos, por la gran hambre que ya no podían sufrir. Esta misma noche metieron el caballo muerto de Gamboa a los aposentos, del cual no se perdió nada, tanto que las tripas e uñas comieron; y aun al repartir hubo cuchilladas, y fue menester hallarse el Capitán presente. Cupo la cabeza a cinco o seis soldados, que no poca fiesta hicieron con ella.



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Capítulo CXXIX

Cómo yendo el exército adelante salió un indio al camino a desafiar los españoles, y cómo los mexicanos, hecho sacrificio en México de los españoles, vinieron a Otumba, y del razonamiento que Cortés hizo a los suyos.

     Con esta hambre, cansancio, guerra y heridas, otro día de mañana, que era sábado, partió el campo de los españoles, no sin enemigos que le iban dando caza. Llegando a un llano, salió un indio de través, alto de cuerpo, con ricos plumajes en la cabeza, con una rodela y macana, muy valiente al parescer. Desafió uno por uno a cuantos iban en el campo. Salió a él Alonso de Ojeda, siguióle Joan Cortés, un esclavo del Capitán. El indio no quiso esperar, o porque venían dos, o porque deseaba meter a los españoles en alguna emboscada.

     En el entretanto que el exército español llegaba a este paso, los mexicanos habían ya cruelmente sacrificado los españoles que al salir de México se habían vuelto, e más de docientos mill se vinieron a juntar con los de Otumba en unos campos muy llanos que allí hay para acabar de matar a los españoles, sin que dellos quedase rastro. Vinieron lo más bien armados que pudieron, con muchos mantenimientos, ricamente adereszados. Tomaban de la una parte y de la otra las faldas de las sierras; tendiéronse por aquellos campos, que, como andan vestidos de blanco, parescía que había nevado por toda aquella tierra. Llevaban un General, a cuyo estandarte tenía ojos todo el campo. Venían en orden, repartidos por sus capitanías, cada una con su bandera, caracoles e otros instrumentos béllicos que servían de pífaros e atambores. Venían de su espacio, sin dar grita, hasta ponerse en lo llano. Estonces Cortés, como vio que sobre él venía tan gran poder y que los suyos se contaban ya por muertos y aun los muy valientes desconfiaron de poder escapar, cuanto más vencer, haciendo alto, apercibiéndose para la batalla, ataló los maizales por más de media legua, que cerca estaban, porque desde ellos como de espesa arboleda los enemigos entraban y salían, haciendo gran daño. Puso los heridos y enfermos en medio del escuadrón, con guarnición de caballos del un lado y del otro; advertió a los que estaban buenos y tenían buenas fuerzas, que cuando fuese menester retirarse, cada uno llevase a cuestas un enfermo, y a los heridos que subiesen a las ancas de los caballos, para que pudiesen jugar las escopetas.

     Ordenado desta manera el pequeño, exército español, rodeándole el mundo de gente, desde el caballo habló a los suyos así: «Señores y queridos compañeros míos: Ya veis en el trance y peligro tan grande en que estáis; el desmayar no aprovecha sino para hacer menos y morir más presto, y si, esto no se ha de excusar, bien será que para solo nuestro contento muramos peleando más fuertemente que nunca; e pues de tan grandes peligros como éste suelen salir los hombres poniendo bien el rostro a ellos, más vale que acabemos muriendo como valientes, vendiendo bien nuestras vidas, que de pusilánimes nos dexemos vencer. No es cosa nueva que muchos turcos y moros, siendo gente tan bellicosa, acometiendo y apretando a pocos de nuestra nasción hayan sido vencidos y puestos en huida, cuanto más que ya sabéis cuán milagrosamente hemos sido hasta ahora defendidos. Pidamos el favor a Dios; ésta es su causa, éste es su negocio, por Él hemos de pelear. Supliquémosle acobarde e atemorice nuestros enemigos; e que si ha sido servido castigarnos por nuestra soberbia e presunción, como nos ha castigado en la salida de México y en el camino hasta aquí, se apiade de nosotros, levantando su azote. Encomendémonos a la Virgen María, Madre suya; sea nuestra intercesora; favorézcanos mi ahogado Sant Pedro y el Patrón de las Españas Sanctiago.

     Cada uno se confiese a Dios, pues para otra cosa no hay lugar, e poniendo nuestra fee y esperanza en Él, yo sé que más maravillosamente que nunca nos ha de favorescer e ayudar y que este ha de ser el día de la más memorable victoria que españoles hasta hoy han tenido contra infieles. Hoy espero en Dios que ha de ser el fin y remate del seguimiento destos perros; hoy los confundirá Dios, y nosotros, saliendo victoriosos, entraremos con alegría en Taxcala, de donde volveremos y nos dará venganza dellos.» Diciendo estas palabras se le arrasaron los ojos de agua; enternesciéronse los suyos; animáronse cuanto fue posible, aunque dubdosos del subceso, porque por la una parte vían la gran ventaja que los enemigos les tenían e por la otra del favor que Dios les había dado y que en lo más de los que Cortés les había dicho, había salido verdadero.



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Capítulo (XXX

Cómo se dio la memorable batalla que se dice de Otumba, y cómo Cortés mató al General de los mexicanos, y de otras cosas señaladas.

     Ordenado todo de la manera que está dicho, los indios por todas partes, que cubrían aquellos grandes campos, con grande alarido y ruido de caracoles e otros instrumentos, como leones desatados, acometieron a los nuestros, tirándoles muchas flechas y varas, e acercábanse tanto a los nuestros que, aunque jugaba la escopetería y ballestería y les hacía muy gran daño, venían a brazos y a sacarlos del escuadrón; pero Cortés, que vía que toda la fuerza estaba en que los suyos estuviesen juntos y en orden., con su cabeza entrapaxada y la mano de la rienda (como he dicho), herida, alanceó muchos por su persona con un ánimo y esfuerzo como si estuviera muy sano y peleara con pocos. Defendió tan bien su escuadrón, que ningún soldado le llevaron, aunque Motolinea e Gómara dicen que sí.

     Acompañaban a Cortés doquiera que se revolvía siete soldados peones, muy sueltos y muy valientes, que fueron muchas veces causa de que abrazándose los indios con su caballo no le matasen. Era tan brioso e tan diestro este caballo, que hiriéndole de un flechazo por la boca, la dio Cortés para que le llevasen de cabestro do estaba el fardaje y en el entretanto tomó él otro; pero como el caballo herido tornó a oír el ruido e alarido de los indios, soltóse y con gran furia entró por ellos tirando coces y dando bocados a todos los que topaba, tanto que él solo hacía tanto daño como un buen hombre de caballo. Tomáronle dos españoles por que los indios no le flechasen por parte donde muriese, aunque en las ancas y pescuezo sacó muchos flechazos.

     Andando, pues, la batalla en toda su furia e calor, señalándose notablemente algunos de los Capitanes y haciendo maravillas Cortés, que siempre apellidaba a su abogado Sant Pedro, vinieron los enemigos a apretar tanto a los nuestros, que los de a caballo, para guarescer, se venían a meter en el escuadrón de los peones, e todos estaban ya remolinados y en punto de perderse, suplicando a Dios los librase de peligro tan grande, cuando Cortés, mirando hacia la parte de oriente, buen trecho de donde él peleaba, vio que sobre los hombros de personas principales, levantando sobre unas andas muy ricas, estaba, según paresció, el General de los indios con una bandera en la mano, con la cual extendida y desplegada al aire, animaba a los suyos, diciendo dónde habían de acudir. Estaba este General, cuanto podía ser, ricamente adereszado; era muy bien dispuesto, y de gran consejo y esfuerzo. Tenía muy ricos penachos en la cabeza; la rodela que traía era de oro y plata; la bandera y señal real, que le salía de las espaldas, era una red de oro que subía de la cabeza diez palmos. Estaban junto a las andas deste General más de trecientos principales muy bien armados. Relumbraba aquel cuartel con el sol tanto, que quitaba la vista. Había de do Cortés estaba hasta el General más de cient mill hombres de guerra, y viendo que la victoria consistía en matar al General, diciendo: «Poderoso eres, Dios, para hacernos en éste día merced; Sant Pedro, mi abogado, sé mi intercesor y en mi ayuda», rompió con gran furia, como si estonces comenzara a pelear por entre los enemigos. Siguióle solamente Joan de Salamanca, que iba en una yegua overa. Fue matando y hiriendo con la lanza y derrocando con los estribos a cuantos topaba hasta que llegó donde el General estaba, al cual de una lanzada derrocó de las andas; apeóse Salamanca, cortóle la cabeza, quitále la bandera e penachos. Otros dicen que lo oyeron después decir a Cortés, que viéndole el General venir con tanta furia hacia él, entendiendo que le había de matar, se baxó de las andas, poniendo a otro en ellas con el estandarte real, e que con todo esto tuvo tanta cuenta Cortés con él, que le alanceó estando a pie, derrocando asimismo al que estaba en las andas.

     Fue de tanto provecho esta tan hazañosa hazaña, que como las haces mexicanas tenían toda su cuenta con el estandarte real y le vieron caído, comenzaron grandemente a desmayar, derramándose unos a una parte y otros a otra. Aquellos trecientos señores, tomando a su General en los brazos, se retraxeron a una cuesta, donde con el cuerpo hicieron extraño llanto, endechándole a su rito y costumbre. Entre tanto los nuestros, muy alegres, cantando: «¡Victoria, victoria!», siguiendo mucho trecho a los enemigos, haciendo tal estrago y matanza en ellos, que, según se cree, murieron más de veinte mill. Tomaron los nuestros de los indios principales que mataron ricos penachos y rodelas y el estandarte real, armas y plumajes del General. Dio después Cortés, y con muy gran razón, a Magiscacín, su aficionado, uno de los cuatro señores de Taxcala, aquel adereszo, y lo mismo hicieron otros españoles de los demás despojos que llevaban, destribuyéndolos entre los señores y principales taxcaltecas.

     Fue esta batalla la más memorable que en Indias se ha dado y donde más valió y pudo la persona de Cortés; y así, todos los que en ella se hallaron (a algunos de los cuales comuniqué), dicen y afirman que por sola su persona y valor llevó salvo y libre el exército español a Taxcala.



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Capítulo CXXXI

Cómo vencida esta memorable batalla, el exército español pasó adelante, y de lo que más subcedió después.

     Acabada de vencer esta tan señalada batalla, como los enemigos se derramaron por diversas partes, los españoles, alegres y orgullosos con el buen subceso y próspera mudanza de fortuna, sin que de ahí adelante rescibiesen pesadumbre, mas de que desde las sierras les daban grita los enemigos, prosiguieron su camino, cargados de despojos. Llegaron a una casa grande, puesta en un llano, de cuya cumbre se parescía la sierra y tierra de Taxcala y algunos edificios della, porque eran altos o blanqueaban mucho. Alegráronse por extremo con esta vista, como si cada uno viera la de su tierra, aunque por otra parte estaban algo dubdosos si serían bien rescebidos e tratados como amigos, ca es de tal condisción la fortuna, que, si abate al hombre, pocas veces permite que otros lo ayuden y favorescan, y así se recelaban los españoles de ser como en la fortuna de antes rescebidos, porque venían pocos y huyendo, los más dellos heridos y destrozados, y todos hambrientos. Los taxcaltecas eran bellicosos, muchos y muy fuertes y que tenían en poco el imperio mexicano cuando más floresció, cuanto más a tan pocos y tan afligidos cristianos, los cuales tarde o nunca hallan favor, todo el bien a los tales les huye, y cuanto más afligidos, tanto más te encogen y acobardan, especialmente delante de aquellos a quien la fortuna favoresce y ayuda; pero con todo esto los nuestros tenían más esperanza de bien que temor ni recelo de mal; lo uno porque confiaban en Dios, que les favorescería como lo había hecho en los trabaxos de atrás, e lo que mucho los aconfianzaba era conoscer que los taxcaltecas eran nobles, enemigos de los mexicanos capitales e que tenían por cosa gloriosa favorescer más que ser favorescidos. Allegábase a esto la confianza que los nuestros tenían en Magiscacín, y las joyas y plumajes ricos de que los taxcaltecas carescían, que los nuestros les llevaban.

     Aquella noche Cortés, aunque estaba mal herido, veló e atalayó a los suyos, temiendo que el exército mexicano, elegido otro General, le seguiría o cercaría en aquella casa, aunque era bien fuerte y los mexicanos no solían hacer guerra de noche. Vieron los nuestros muchos fuegos e humos por las sierras e aun oyeron muchas voces, que fueron causa de que Cortés, aunque tenía nescesidad de dormir, velase.

     Luego que amanesció, salió con su gente de aquella casa, caminó un poco por tierra llana, subió un cerro no muy áspero, y a la baxada dél, porque iba siempre delante, dio en una muy linda fuente de agua dulce, de que todos tenían harta nescesidad, porque por todo el camino habían tenido falta della y la que habían bebido era ruin, como recogida en balsas en tiempo de las aguas. Allí hicieron los nuestros alto, bebieron, refrescáronse y descansaron un poco, aunque no habían perdido de vista los enemigos, que por las sierras estaban.

     Fueron de allí por buena tierra a un lugar que se dice Guaulipa, que quiere decir «lugar que está en el gran camino» pueblo de dos mill casas, de la Señoría y provincia de Taxcala. Deste pueblo y de otras aldeas salieron más de una legua las indias y muchachos con mucha comida y refrigerio a rescebir a los nuestros; e como la piedad está más en las mujeres que en los hombres y las indias vieron asomar a los nuestros levantaron un gran lloro y planto, condolesciéndose dellos como si fueran sus hijos y hermanos. En juntándose, los hicieron parar, diéronles de comer, dixéronles palabras de mucho consuelo; salieron tantas que a cada español regalaban tres o cuatro mujeres. Lloraban los nuestros de alegría y contento; enternescióse mucho Cortés, viendo el estado presente de las cosas y dio muchas gracias a Dios porque, viniendo corrido y tan trabajado, hallase en gente infiel tanta piedad y regalo. Abrazó a algunas señoras principales, dioles algunas joyas de las que traía, agradescióles mucho el haberle socorrido con tanto regalo.

     No se puede encarescer el alegría de los nuestros y el contento, que ellas mostraron con su venida. Dixéronles: «¿No os decíamos nosotras cuando íbades a México que los mexicanos eran traidores envidiosos y de mal corazón, y que cuando no os catásedes os habían de hacer alguna traición?» Fuistes muchos, venís pocos; fuistes sanos, venís heridos; no tengáis pena, que nosotras os curaremos. En vuestra casa estáis; después que estéis sanos, los nuestros os ayudarán y os vengaréis de aquellos traidores mexicanos.»



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Capítulo CXXXII

Cómo Magiscacín y Xicotencatl e otros señores vinieron a aquel pueblo a visitar a Cortés, y de la plática que Magiscacín le hizo.

     Aquel día por la tarde o, según algunos, el otro por la mañana, como la Señoría de Taxcala supo la venida de Cortés y en ella tenía muchos amigos, Magiscacín, que era el mayor dellos vino luego, y con él Xicotencatl, mas fue más por cumplir que por hacer el deber, y otros muchos señores taxcaltecas, y con ellos otro que después de cristiano se llamó don Joan Xuárez, señor y Gobernador de Guaxocingo, los cuales con cincuenta mill hombres de guerra querían ir a México en favor de los cristianos, no sabiendo hasta estonces la gran pérdida y daño que habían rescebido. Otros dicen que sabiendo cómo venían tan destrozados y maltratados, huyendo de la furia de los mexicanos, los salieron a consolar, favorescer y amparar, queriendo mostrar en aquel tiempo, el amor y amistad que a Cortés y a los suyos tenían. Sea como fuere, Magiscacín, que era el más principal en la Señoría, apercibió sus amigos, adereszóse lo más bien que pudo, llevó machos regalos, acompañáronle muchos caballeros y señores, entró muy alegre en el pueblo do Cortés estaba, el cual, como supo la venida de su leal y verdadero amigo, salióle a rescebir con los principales de sus compañeros fuera de los aposentos. Abrazáronse con mucho amor. A Magiscacín se le saltaron las lágrimas de los ojos, y Cortés y los suyos no se enternescieron menos. Abrazó luego Cortés a Xicotencatl e a otros señores, e volviendo entre Magiscacín e Xicotencatl al aposento, donde después que se hubieron asentado en una gran sala y aquellos señores taxcaltecas le dieron los presentes que llevaban, viendo Magiscacín a Cortés que venía flaco y herido en la mano y en la cabeza y que los más de sus compañeros, porque todos se hallaron allí, estaban heridos y maltratados, acordándosele de la prosperidad con que habían pasado para ir a México y de cómo habían ido tantos y volvían tan pocos y tan destrozados, y entendiendo que esto no podía ser sino por traición de los mexicanos, limpiándose los ojos, con la manta rica de que venían cubierto, reprimiendo el dolor que las lágrimas magnifestaban, conosciendo que estonces era el tiempo en que había de mostrar su valor y lo mucho que a Cortés amaba tomándole las manos, con voz grave y que [de] todos pudo ser oído, le habló desta manera:

     «Muy valiente y esforzado Capitán de los cristianos e a quien yo amo y prescio mucho: No te puedo decir el alegría que mi corazón ha rescebido en verte vivo, aunque no tan sano y contento como yo deseo; en esta nuestra tierra alégrate y desecha de tu corazón todo pesar y tristeza, pues sabes como sabio y experimentado en la guerra, que son varios y diversos los subcesos de la fortuna, la cual, como es movible, nunca jamás está de un ser; muchas veces los muy valientes mueren a manos de los cobardes, o, porque los tienen en poco, o porque son muy muchos, o por alguna traición de que los valientes no se recatan. Valor tenías tú y los tuyos para contra todo el imperio mexicano, pues al principio, que veniste con tan pocos compañeros, tantas veces fuiste victorioso contra los invencibles taxcaltecas. Rescibiéronte de miedo en su ciudad los mexicanos; saliste contra Narváez, venciste a muchos de los tuyos con los pocos que llevabas; tratáronte en el entretanto los mexicanos, como suelen, traición, queriendo matar a los que con Motezuma dexaste, de donde entiendo que, pues vienes así, fue grande su traición; hante perseguido casi hasta aquí, rompiste la batalla que te dieron en los llanos de Otumba, mataste su General, heciste, como sueles, maravillas en la fortaleza de tu brazo. No te puedes quexar de ti, pues no has hecho que no debas, ca si la traición ha podido más que tu valor y esfuerzo, ni tienes tú la culpa, sino la ciega fortuna; la mayor y más pesada quexa es de sí propio, y pues tú no la tienes ni puedes tener y lo hecho no puede ya dexar de ser hecho, alégrate, regocíjate, que con la vida te vengarás de tus enemigos y volverás a mayor prosperidad de la que has perdido. En tu tierra y en tu casa estás y entre los taxcaltecas, tus verdaderos amigos, que jamás te negarán. Haz cuenta que somos tus hermanos y en el amor tan españoles como vosotros. Todos estos caballeros y señores que vees, te venimos a servir y a llevar con nosotros a nuestra ciudad y casas, donde después que tú y los tuyos hayáis sanado de las heridas, volveremos contigo con pujante exército, para que tomes venganza de tus enemigos y nuestros. Esto mismo con todo amor y voluntad te prometen estos señores. Ahora vee lo que mandas y quieres, que se hará todo a tu gusto y voluntad.»

     Acabó con esto de hablar Magiscacín; levantáronse todos los otros señores, y con palabras muy amorosas, haciendo a Cortés gran comedimiento, le prometieron lo mismo que el señor Magiscacín había dicho.



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Capítulo CXXXIII

De lo que Cortés respondió a Magiscacín e a los otros señores, y de las joyas que les dio, y de lo que más pasó.

     Ya Cortés y los suyos estaban algo alegres por el rescibimiento y regalo que las mujeres tlaxcaltecas les habían hecho, pero decir el alegría que él y ellos rescibieron con la venida de Magiscacín y con el consuelo que les dio y ofrescimiento que les hizo, sería largo. Cada uno que hubiere leído el subceso pasado lo podrá entender por sí, pues cuanto mayor ha sido la tribulación pasada y menos esperanza había de alivio y contento, tanto mayor contento se rescibiría con el no pensado y repentino contento, y así Cortés, rescibiéndole por sí y por los suyos cuan grande imaginar se puede, entendiendo que salía de grandes trabajos e que para la prosperidad que esperaba había de ser gran parte Magiscacín y los tlaxcaltecas, aunque de alegría (que también es pasión, como el pesar) se les arrasaban los ojos de agua, con ánimo fuerte y agradescido, respondió así al buen Magiscacín:

     «Muy prudente y valeroso señor, a quien la Señoría de Taxcala debe, con razón, tener sobre sus ojos, y a quien yo tanto debo y a quien justamente amo tanto como a mí: No tengo palabras con qué encarescerte la merced que tú y estos señores con vuestra venida me habéis hecho, porque estonces tiene la buena obra mayores méritos y valor cuando hay mayor nescesidad della. No pudo haber tiempo de mayor aflición y trabajo para mí que aquella desdichada e infelice noche que de México salimos y el demás tiempo, que han sido ocho días, que pasamos hasta llegar a esta vuestra tierra, que ya nosotros, por el bien que en ella comenzamos a rescebir, podríamos llamar nuestra, y así no puede llegar contento al que tenemos de presente, porque nos vemos ya entre nuestros señores y hermanos, entre la gente más fuerte y leal de todo este mundo, entre gente, como paresce por la obra, que más bien favoresce e ayuda a sus amigos y la que más bravamente hasta rendirlos y subjectarlos persigue a sus enemigos. Veo, valerosos señores, muchas cosas que me obligan a morir por vosotros, y cada una dellas es de tanta estima que no la sé encarescer; la palabra y fee que me habéis guardado, el amor y amistad que me habéis tenido, el salir a socorrerme, creyendo que estaba en México, el venir ahora con tantos presentes, el consolarme, el quererme llevar a vuestra casa, y, lo que mucho estimo, el ofrescer vuestras personas contra los mexicanos. Mi Dios, en quien los cristianos creemos, me dé vida y fuerzas para serviros tan gran merced; presto con vuestro regalo e ayuda seremos sanos, y sabed que conosceremos el buen presente cuando, como espero y confío en Dios, pusiéremos debaxo de vuestros pies a vuestros enemigos y nuestros los mexicanos; yo acepto la merced de irme con vosotros a Taxcala, y será cuando os paresciere y nosotros hayamos algún tanto descansado.»

     Dichas estas palabras, de que Magiscacín y todos aquellos caballeros y señores holgaron de oír, mandó sacar el estandarte, penachos y armas del General mexicano que había muerto en la batalla de Otumba que, como está dicho, eran muy ricas y presciosas; púsoselas por su mano a Magiscacín, diciéndole: «Vístete, señor, de las armas de tu enemigo, que es la mayor gloria que en la guerra el corazón esforzado suele rescebir.» Dio luego a Xicotencatl e a otros señores muchas armas, plumajes y joyas que del mismo despojo había habido. Holgaron mucho todos con ellas, especialmente Magiscacín, así por ser prenda de tan grande amigo, como porque hasta estonces los tlaxcaltecas nunca habían poseído armas tan ricas.

     Los compañeros, imitaron a Cortés, su Capitán; cada uno dio a los otros caballeros las armas y despojos que de los mexicanos habían ganado, con que los taxcaltecas grandemente se alegraron y aun fueron causa (porque los dones siempre pueden mucho) que en Taxcala fuesen muy servidos y curados y aun, como después se dirá, que Xicotencatl no saliese con la suya.

     Estuvo Cortés tres días descansando en este pueblo, proveyéronle los dél abundantemente de lo nescesario, aunque dicen algunos conquistadores que compraban parte de la comida, pero no es creíble, habiéndolos salido a rescebir con tanto amor y voluntad, salvo que algunos de los del pueblo, cobdiciosos de joyas mexicanas, pedían a los nuestros dellas, pero no por la comida, que désta había gran abundancia, y muchos años después nunca quisieron prescio por ella.



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Capítulo CXXXIV

De las nuevas que Magiscacín dio a Cortés de Joan Juste y sus compañeros, y de cómo pidieron licencia para salir a correr la tierra con algunos españoles, donde andaban mexicanos.

     Después de rescebidas las armas, joyas y presentes que de una parte a otra se dieron, y Magiscacín, que era muy cuerdo, entendió que Cortés estaba contento a alegre, díxole: «Señor, para que proveas con tiempo en lo que adelante has de hacer, te quiero avisar de lo que pasa e no has de rescebir pena, aunque caiga sobre otra mayor. Sabrás que habrá doce días que pasaron por Guaulipa Joan Juste y Morla con obra de treinta españoles, que llevaban la plata de tu recámara, e yo, por lo que te amo, les di un hijo que fuese en su compañía; he sabido después acá por muy cierto que pocas leguas adelante dieron en las guarniciones mexicanas, e allí matando ellos muchos, murieron todos y entre ellos mi hijo, que, pues había de morir, holgué acabase peleando como caballero en la guerra y no en la cama, como suelen los de ruin suerte, y que hiciese su deber no dexando a los cristianos en cuya compañía yo le había dexado ir.»

     Pasó esto así como Magiscacín había dicho, porque después, yendo los nuestros por aquel camino, hallaron hechas unas letras en la corteza de un árbol, que decían: «Por aquí pasó el desdichado de Joan Juste con sus desdichados compañeros, muertos de hambre y entre enemigos»; llevaron tanta hambre, que uno dellos dio a otro por muy pocas tortillas, que de una sentada las podía comer, una barra de oro fino que pesaba más de ochenta ducados.

     Mucho pesó a Cortés desta nueva, porque treinta y dos españoles y tan buenos como aquéllos, en tal sazón y coyuntura le habían de hacer mucha falta; pero como sabio y valeroso, viendo que a lo hecho no hay remedio, encubriendo el dolor y mostrando el contento que no tenía, obligando más a Magiscacín le dixo: «Señor e grande amigo mío: Lo que mas me pesa es de la muerte de tu hijo, que de tal padre como tú había de haber muchos hijos y que viviesen mucho, para que en todo, por muchos años, correspondiesen el valor de su padre; pero como dices, pues murió peleando e ya no puede dexar de ser muerto, no hay que decir más de que mientras que tú fueres vivo, no tengo yo de qué tener pena, aunque mayores desgracias me subcediesen, y sabe que aunque venimos heridos y cansados, con esto poco que habemos reposado, estamos ya tan alentados y deseosos de vernos a las manos con tus enemigos y nuestros, que ya nos paresce que habemos estado muy ociosos.»

     Holgóse mucho Magiscacín de oír lo uno y lo otro, porque no hay hombre tan sesudo que la alabanza, especialmente si lleva apariencia de verdad, no le dé contento; y como no muy lexos de allí las guarniciones mexicanas hacían daño, alegrándose de oír aquellas últimas palabras a Cortés, le rogó que por cuanto cerca de allí los mexicanos se desvergonzaban, le diese algunos españoles de los que más sanos venían, para salir contra ellos. Cortés se lo otorgó, mandando saliesen algunos de a caballo e algunos escopeteros y ballesteros de los que menos heridos estaban. Salieron en busca de los mexicanos, y hallados, dieron con ellos y mataron muchos y a los demás echaron del asiento donde estaban.

     Volvieron muy alegres Magiscacín y Xicotencatl y la demás gente con las plumas y despojos que habían podido tomar. Deste su contento le rescibió Cortés muy grande. Despidiéronse Magiscacín y Xicotencatl y los otros señores, de Cortés y sus compañeros; fuéronse a la ciudad de Taxcala, para que otro día, que era el tercero, que Cortés había llegado a aquel pueblo, entrase en su ciudad y le rescibiesen y regalasen.

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