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Crónica de una emigración

[La de los Republicanos Españoles en 1939]

Carlos Martínez



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A mi hermana Mercedes.




Homenajes

A Rafael Altamira, Roberto Castrovido, Blas Cabrera, Antonio Zozaya, Odón de Buen, José de Oteyza, Gonzalo de Reparaz -muertos en México-, Juan Medinavitia -muerto en Barcelona-, Pere Coromines -muerto en Buenos Aires-, y Manuel Márquez, abuelos ilustres de la emigración. A todos los ancianos sin nombre intelectual que, como aquellos, llegada la hora de la decisión, eligieron serenos y animosos el camino del exilio.

A las mujeres de la emigración que, con su serena presencia y su valor, ayudaron decisivamente a sortear los momentos críticos, y ahuyentaron todo desaliento; y, entre ellas, especialmente, a las ancianas, que se irguieron magníficas sobre la circunstancia adversa. Vaya hacia vosotras, mujeres españolas en el exilio, la más alta, rendida y respetuosa admiración.

Al ciudadano general don Lázaro Cárdenas, alto ejemplo de gobernante con cabal sentido de los valores de justicia, libertad y humanidad, que defendió gallardamente cuando, ante la indiferencia del mundo -por lo menos del mundo oficial- fueron atrozmente atropellados con motivo de la guerra civil española. Al hombre que tendió sus brazos en gesto generoso y cordial a unos miles de españoles en desgracia.



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ArribaAbajoCrónica de una emigración

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La emigración que siguió a la terminación de la guerra civil estuvo formada por individuos pertenecientes a todos los sectores de la sociedad española. No faltaron en ella el hombre acaudalado, el profesor, el magistrado, el filósofo, el sacerdote, el militar, el escritor, el músico, el poeta, el pintor, el obrero, el hombre de campo, el alto dignatario de la Iglesia católica. No faltó la mujer, sal y fortaleza del exilio. No faltaron tampoco los adolescentes y los niños que, del asombro doloroso ante tantas desgracias, para ellos sin sentido, pasaron al delicioso asombro de la paz. No fueron hombres de una sola condición social, ni ideólogos exaltados, ni políticos profesionales, ni rebeldes por naturaleza, los que integraron la emigración republicana, no; la que emigró fue una sociedad cabal, de la que no estuvo ausente ningún elemento de aquellos de que las sociedades se componen. Sólo una crisis profunda, de hondas raíces, sólo una escisión con motivaciones muy poderosas puede impulsar al abandono de su tierra a gentes de condición tan dispar, a obreros e intelectuales, a burgueses y artistas.

La compleja y animosa sociedad española emigrada, fue y es la refutación viva de muchas falsas ideas acerca del sentido y la significación de la guerra civil española, y de la propaganda, increíblemente eficaz, de sus promovedores. Fue asimismo la negación de esa crónica y, aparentemente, absoluta incapacidad del español para trabarse cohesiva y orgánicamente en colectividad equilibrada y normal. Sometidos tradicionalmente en España a fuertes presiones de naturaleza muy diversa, a resistencias que   —10→   aminoran o llegan a anular sus capacidades potenciales de iniciativa y convivencia, que los agostan espiritualmente, los descorazonan o los cerrilizan, los españoles, al verse libre de estas trabas, son otros, se encuentran a sí mismos. Éste es un hecho que ha sido ya repetidamente señalado con referencia a las emigraciones que pudiéramos denominar normales, las que han formado las fuertes agrupaciones de españoles en los países de Hispanoamérica.

La España que emigró -una mínima parte de la que hubiera emigrado de haber podido- no bien llegada a estas tierras se puso, sencillamente, a trabajar. Sencillamente y en la mayoría de los casos fácilmente, cosas no extraordinarias en América cuya capacidad de absorción humana es infinitamente superior a la de una Europa superpoblada, de cotos cerrados, de estructura social mucho más compacta. En las páginas de este libro se intenta describir algunos aspectos de la vida y de la obra de la emigración republicana en México, principalmente, si bien en ellas figuran asimismo referencias a la labor intelectual de los exilados en otros países de América y Europa. No abarca el intento a la masa mayor de emigrados, los acogidos a la hospitalidad de Francia, para los que el exilio, por la característica europea que acabo de señalar, fue y es, por lo difícil y dura, experiencia totalmente diferente de la de los llegados a América. Al referirme a éstos, a su vida y obras, he desechado los vocablos destierro y desterrados. Los deseché, porque aplicados a un español en la América española carecen, a mi juicio, de sentido, y además, por su resonancia romántica, quejumbrosa, que me es antipática. En estas tierras americanas enraizó el refugiado español y fructificó y fructifica en obras, modestas unas, otras de más empeño, pero todas demostración palmaria de las capacidades del español cuando se encuentra en un ambiente propicio, y de su temple de carácter.

En el compromiso de tener que dar una impresión general de la emigración republicana en América, la caracterizaría con los siguientes rasgos: nada extremista, ecléctica, dada a las actitudes intermedias, tradicionalista -de la buena tradición-, trabajadora, nada propensa al desaliento, y, por lo general, optimista   —11→   y con bastante sentido del humor. En apoyo de que en el orden del pensamiento la emigración puede calificarse -quitándole al vocablo toda adherencia de significación peyorativa- de conservadora, existen bastantes pruebas. Al elegir, por ejemplo, novelistas para la traducción de sus obras, los preferidos fueron no los raros de la novelística contemporánea, sino, entre otros, Balzac, Tolstoi y Zola; en poesía predominó marcadamente lo comunicable e inteligible sobre lo críptico; en las artes plásticas lo abstracto fue la excepción, como lo fueron en música la atonalidad y otros modernismos; en filosofía no prevaleció el agrio y desesperanzado tono de cierto existencialismo, sino uno hecho de resonancias racio-vitales y de trascendencia con sentido cristiano. Los personajes biografiados fueron, entre otros, Isabel la Católica, Jovellanos, Hernán Cortés, Motolinía, Fray Bernardino de Sahagún, el Adelantado de la Florida, Pedro Menéndez de Avilés y el General Prim. Hasta se estudió la figura de Donoso Cortés, y precisamente por Luis Araquistain, para señalar la repercusión europea de su obra de doctrinario de la reacción. No deja de ser extraordinario que entre centenares de hombres de letras integrantes de una emigración, descrita como constituida por revolucionarios destructores, no hubiera habido ni un mal recuerdo para Bakunin, Koprotkin, Herzen, Lenin, Stalin, o para nuestros Tarrida de Mármol -figura tan interesante-, Nakens, Ferrer, o yéndonos hacia más atrás, para el Abate Marchena, o Cazalla, pongamos por caso. Esto, por lo que se refiere al no extremismo en el pensamiento. El de otros campos será objeto de alguna alusión en las siguientes páginas.

Que la emigración fue en extremo trabajadora y de gran espíritu emprendedor, lo proclaman sus obras. Los emigrados crearon muchas industrias, abrieron comercios de muchas clases, fundaron Bancos, escribieron infinidad de libros, los tradujeron por millares, fomentaron explotaciones agrícolas, compusieron música, hicieron teatro y cine, restauraron templos -no valen sonrisas irónicas ni gestos de asombro-, sí señor, y con muy buen gusto y sentido artístico, por cierto, pintaron muchísimos cuadros, escribieron muchísimos versos, realizaron una considerable   —12→   labor de investigación en todos los campos de la ciencia, explotaron minas, fundaron empresas pesqueras, profesaron cátedras de todas las materias en Colegios, Institutos y Universidades, predicaron muy edificantemente -los lunes del Padre Ertze Garamendi-, organizaron la recogida de perros vagabundos -absolutamente verídico-, publicaron anuarios de lo habido y por haber, vendieron todo lo vendible, desde casas y automóviles hasta calcetines y corbatas, pasando por los embutidos y la varilla corrugada, inventaron dispositivos de seguridad para el cierre de puertas y ventanas, algunos muy ingeniosos y, realmente, muy seguros. Podría continuar enumerando actividades, pero la lista se haría interminable. Ni que decir tiene que los abogados, médicos, ingenieros, veterinarios, arquitectos, contables y peritos de las más diversas ramas ejercieron todos sus profesiones, sin que entre sus generosos compañeros mexicanos se levantara una sola voz para señalar el posible peligro de aquella verdadera invasión que venía a hacer más dura la competencia profesional. Admirable actitud, por lo generosa y fraternal, creadora de una deuda de agradecimiento que los emigrados españoles van procurando pagar a México dándole cada uno lo más y mejor de que es capaz.

Antes de entrar de lleno en materia creo necesarias unas palabras explicativas. Este libro lleva por título el de Crónica. Ahora bien, como verá el lector, su contenido no corresponde exactamente a lo que la palabra crónica significa en sentido estricto. Hay en él algo de crítica, elemental, desde luego, la que pudiera hacer un lector cualquiera y no un profesional de ella. En lo que se refiere a España, a lo que sobre España y su historia escribieron los refugiados, mi crítica es expresión de un sentimiento de España y de lo español no muy compartido, por lo visto, por los hombres de pensamiento de la emigración, pero que yo desearía lo fuera por muchos hombres cualquiera de España. Finalmente, esta Crónica, además de crítica, tiene bastante de antología. Pese a todo esto me doy cabal cuenta de que mi intento es difícil y de que la tarea está muy por encima de mis capacidades. Como disculpa puedo dar la de que, como nadie   —13→   la ofrecía, me he adelantado atrevidamente a dar una idea global de la emigración como organismo vivo y actuante. Más tarde vendrán los mejor calificados, historiadores, eruditos, ensayistas, a mostrarnos con profundidad éste o aquel de sus aspectos parciales.

En algunas páginas de esta crónica observará el lector que el tono humorístico, o pretendidamente tal, empleado en la descripción de ciertas actividades de la emigración, parece no cuadrar, o de hecho no cuadra, con la seriedad de los temas tratados. Yo suplicaría que nadie interpretara esto como expresión de una frívola actitud frente a una obra y unos hombres merecedores de mi mayor admiración y respeto. Yo he visto la emigración a mi manera, naturalmente, y me ha parecido percibir su tendencia a sobreponer lo jocundo a lo deprimente. Quizá este desechar lo acedo, el resentimiento y el rencor, sea uno de sus más nobles rasgos. Se equivocaría también quien juzgara esto como signo en ella de irresponsabilidad y ligereza. No. En la vena placentera de la emigración ha pulsado siempre y sigue pulsando, el dolorido sentir por el pasado de la patria y el esperanzado anhelo frente a su futuro.





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ArribaAbajoLa vida

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La llegada

Los primeros refugiados llegados en expedición numerosa pisaron por vez primera tierra mexicana en el puerto de Veracruz. El pueblo jarocho los recibió con la alegre campechanía y la amable familiaridad que son rasgos distintivos de su carácter, tan parecido al andaluz, sin la veta melancólica de éste. Tras un descanso de uno o dos días, en no pocos casos de sólo algunas horas, la mayoría de ellos emprendió el viaje hacia la capital mexicana. Siguiendo exactamente la ruta que fue la de Cortés iban camino de la que un día fuera la gran Tenochtitlán unos españoles, no a fundar un imperio -a esa magna tarea estaban entregados en aquellos momentos, precisamente, los falangistas y sus asociados, en España- sino en busca de algo mucho más modesto pero de suma urgencia: hallar el medio de ganarse la vida.

Por fin, ¡ya está el Valle de México a la vista! Yo me declaro muy por debajo de las capacidades descriptivas exigidas para dar idea de su grandiosidad y belleza. Pero a los refugiados nos había precedido como emigrado a México un famoso romántico español al que la contemplación del hermoso Valle le sugirió el siguiente comentario en carta dirigida a otro romántico también famoso: «No se encuentra tal vez en ningún punto del globo un paisaje, cuyo panorama sea comparable con el del Valle de México; porque hallándose situado a una elevación de cerca de 7500 pies sobre el nivel del mar, y abarcando la extensión de una magnífica llanura de 67 leguas de circunferencia,   —16→   cuyos horizontes cierran por todas partes las más pintorescas montañas, la limpidez y enrarecimiento de su atmósfera, hacen que el sol ilumine su perspectiva con unos tonos de luz suavísimos: y la diafanidad del aire interpuesto deja percibir a la vista, con una admirable claridad, los más lejanos objetos de los últimos términos del paisaje. El ojo del europeo, no puede apreciar ni las distancias ni la magnitud de los múltiples y variados accidentes de este mágico panorama, hasta que su pupila se acostumbra a contemplarles, y hasta que los repetidos desengaños de la experiencia le enseñan a rectificar la inexactitud de los primeros cálculos. El cielo de México, de un azul tibio, transparente y limpio de nubes como el de Madrid, lleva sobre éste la ventaja del clima, que da a su limpidez una estabilidad casi inalterable y brilla en el verano sin aquella irradiación insoportable de nuestra atmósfera de fuego, y sin la crudeza de su temperatura glacial en el rigor del invierno. Ver la salida y la puesta del sol desde las lomas de San Ángel o de Tacubaya, es un espectáculo del cual la poesía no puede hacer descripción, ni la imaginación formarse idea sin presenciarle. Dos montañas gemelas, el Popocatépetl y el Ixtaccíhuatl, en cuyo seno hirvieron en otro tiempo dos volcanes y cuya parda mole corona hoy, como un turbante africano la faz morena de un beduino, un gigantesco y redondo copo de perpetua nieve, domina ese espectáculo sorprendente. Y estas dos montañas gemelas, que elevan eternamente sus blancas crestas sobre el Valle de México, recuerdan sin cesar a los mexicanos que hay otros climas sobre la tierra, cuyos moradores se despiertan todos los inviernos para ver el fondo de sus valles revestidos por largo tiempo con aquel manto blanco, que ellos miran con asombro servir solamente de tocado para sus cabezas pero las brisas heladas del Popocatépetl y del Ixtaccíhuatl bajan muy rara vez a ensañarse sobre la perenne y exuberante vegetación de su siempre florido valle; pues aunque se abren en la superficie por las orlas de las lagunas, como jirones hechos en una rica alfombra, franjas estériles de terreno salino, debidos a la rápida evaporación de las aguas bajo su enrarecido ambiente, matiza en toda estación la mayor parte del valle, la verdura incesantemente   —17→   mantenida por árboles, hierbas y plantas, que nunca se desnudan completamente de su frescura ni de sus hojas. En una palabra, mi querido Duque, el Valle de México es la estancia más grata para detenerse a reposar en la mitad del viaje fatigoso de la vida, y el panorama más risueño y más espléndidamente iluminado que existe en el Universo». Esto escribía, allá por el año de 1855, el autor de Don Juan Tenorio al de Don Álvaro o La fuerza del sino. (José Zorrilla, México y los mexicanos, Ed. Andrea, 1955. México). La descripción, salvo por lo que se refiere a la Laguna de Texcoco, prácticamente desecada actualmente, sigue siendo enteramente veraz. Esto en cuanto al Valle en que México está situado.

Y México ciudad, ¿qué impresión les dio a los emigrados? México les pareció una gran ciudad, de enorme extensión. Más que una ciudad, les pareció un agregado de varias muy diferentes entre sí, sin la unidad de carácter y de fisonomía que ofrecen las grandes ciudades europeas. Una ciudad con una gran diversidad de estilos arquitectónicos, entre los que se destacan definidamente el colonial, el que con alguna libertad pudiera llamarse porfiriano, con fuerte influencia francesa fin de siglo, y el moderno, en el que sobre las realizaciones arquitectónicas de sello actual se advierte la peculiar nota mexicana.

¿Qué cosas llamaron la atención del refugiado a su llegada a México? Le llamó la atención el quedo hablar de los mexicanos; no oír blasfemias; la dignidad con que los pobres pedían limosna; los signos de religiosidad de la mayoría de las gentes; su magnífica indiferencia hacia lo más raro, extravagante o fuertemente llamativo con que se tropiecen; las abundantes fórmulas de cortesía en la conversación, aun entre personas de la condición más modesta; los desfiles de obreros uniformados, con bandadas de cornetas y tambores -costumbre ya casi desaparecida-; lo silenciosos que, por lo general, son los borrachos; la locuacidad de los pintores, ver cómo el chismorreo tiene en los periódicos múltiples columnas permanentes; ciertas pueriles formas de nacionalismo; la mesura y comprensión de los cavernícolas, en marcadísimo y favorable contraste con sus equivalentes españoles; la   —18→   fuerte tendencia de la gente a ser inyectada preventiva y terapéuticamente, con necesidad o sin ella; el curioso y desconcertante hecho de la huida en masa de los católicos acomodados, el domingo de Ramos, a playas, valles y montañas, para no regresar hasta el lunes de Pascua; la completa unidad de tendencia de todos los periódicos: una asociación de liberalismo templado y catolicismo; en algunos aspectos, menos en el de liberalismo, naturalmente, algo parecidos a El Debate, pero con muchísima mejor intención; ver a la muerte convertida en juguete: esqueletos bailarines, calaveras de dulce -los españoles no hemos pasado de unos simbólicos y nada realistas «huesos de santo»-; la existencia de un cementerio para españoles, uno para franceses, uno para ingleses, uno para alemanes -el nacionalismo más allá de la muerte-, si bien los mexicanos son enterrados en todos ellos; la nomenclatura de las calles las que, según los barrios, llevan nombres de árboles, ríos, minerales, montes famosos, mares, lagos y lagunas de todo el orbe, historiadores, poetas, pintores, escritores, filósofos, hombres de ciencia, desde los más remotos tiempos hasta nuestros días, nomenclatura que desciende sobre el paseante como un rocío de cultura y que es causa de la desesperación o de la asombrosa erudición de los taxistas. Otras de las cosas que llamaron la atención de los refugiados fueron la tendencia al análisis del mexicano y de lo mexicano por parte de escritores, poetas y filósofos; el trato de una amigable naturalidad entre ricos y pobres, sin condescendencia desdeñosa del de arriba -más hiriente que la franca altanería- y sin el menor asomo de actitud servil en el de abajo; la existencia de una clase media que, pese a todas las fuerzas que parece van a aplastarla, sigue siendo la depositaria de valores de cultura, de buenas maneras, de sana tradición y de señorial dignidad, que hacen de ella algo en verdad admirable.

Volviendo a la ciudad de México, nos llamaron grandemente la atención los alrededores de la capital, San Ángel, Coyoacán, Tlalpan, Tacubaya; aledaños espléndidos, de viejos palacios y casonas, de misterioso encanto, apretada frondosidad y una belleza sin pintoresquismo, en los que el tiempo parece haberse remansado   —19→   y estar vivo, presente, actual, dando una indefinible sensación que no, se experimenta, no sé bien por qué, en lugares más cargados de años y de historia. Nos admiraron los paisajes mexicanos, de extraordinaria belleza, de sobrecogedora grandiosidad, de términos lejanos, de una vastedad imponente, ante la que uno se siente empequeñecido; paisajes, muchas veces, en soledad, en los que no se alcanza a ver ni el hombre ni la casa. Finalmente, nos llamó la atención el aire inconfundiblemente español, entre castellano y andaluz, de todos los pueblos y la casi idéntica fisonomía de las casas en toda la vasta extensión de la tierra mexicana, quizá con excepción de las comarcas tropicales, sin la diversidad española de la casona norteña, la masía catalana, la blanca casa andaluza, y la terrera y parda de Castilla, casas que han nacido de una determinada tierra, en ella están como enraizadas y que en otra cualquiera perderían su peculiar sentido.



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ArribaAbajoLos primeros pasos

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A su llegada a México ciudad, los refugiados se avecindaron en gran número en las calles de Bolívar, Venustiano Carranza, Artículo 123, Victoria, Uruguay, Bucareli y, sobre todo, en la calle de López. La calle de este señor López se convirtió en una que recordaba a las populares de cualquier ciudad de España. Todos los acentos españoles se oían y se siguen oyendo en ella. Contigua a un mercado -ya demolido-, olía y sigue oliendo a café tostado, a pescado y a carne. En López están situadas las mejores carnicerías y pescaderías de la ciudad, las que surten a los adinerados de cocinera oronda, de esas que van a la compra en automóvil. No todos los refugiados, naturalmente, eligieron las calles céntricas para vivir sino que se desperdigaron un poco por toda la extensión de la gran ciudad, desde el barrio elegante hasta el arrabal humilde.

Ya los tenemos más o menos bien acomodados. Ya se les advierte distintamente en la calle, acogidos por la gente con la amable naturalidad y la mesura que el mexicano pone habitualmente en sus reacciones. Los transeúntes miran ligeramente extrañados y sonrientes a unos hombres y mujeres que en plena calle, en el café, en los autobuses y tranvías hablan a grito pelado. Fueron aquellos primeros días de ajetreo, de desorientación para muchos, por no decir todos, de tanteos, de proyectos. Si refugiados hubo cuya situación económica al llegar a México les permitía encararse al porvenir sin inquietudes, la de los más era verdaderamente precaria. Durante unos meses funcionó un organismo de ayuda denominado Servicio de Emigración de la República   —22→   Española, S. E. R. E. que auxilió a los refugiados con unos tres pesos por día y persona, cantidad pequeña, pero que por aquel tiempo era suficiente para no morirse de hambre. Más tarde funcionó otra organización que se denominó Junta de Auxilio a los Refugiados Españoles, J. A. R. E. Aparte del pequeño auxilio aludido, ambas instituciones facilitaron cantidades, más o menos crecidas, para su inversión en negocios de la más diversa naturaleza. Ambos organismos cumplieron, en lo general, una función útil, a pesar de los errores inevitables. Además de las mencionadas, dichos organismos desarrollaron otras formas de ayuda, tales como la fundación de centros de asistencia médica, colegios, establecimientos industriales y explotaciones agrícolas. No pocos refugiados, en calidad de parientes, amigos, o por razones de mero paisanaje, recibieron ayuda económica de miembros de la Colonia Española residente que supieron sobreponer la generosidad al partidismo. Es de justicia decir esto. Sin embargo, los refugiados que recibieron auxilio de cualquier procedencia estuvieron en minoría.

La relativa facilidad del medio y un tremendo espíritu de lucha e iniciativa pusieron rápidamente a los más de ellos en condiciones de defenderse económicamente por sí mismos. Al cabo de pocos meses la emigración estaba incorporada activamente a la vida de México. Cómo y en qué trabajaron los refugiados son cosas de las que me ocuparé más adelante. Normalizada su vida fueron volviendo poco a poco a sus costumbres. A una volvieron muchos de ellos desde los primeros días de su llegada: la de ir al Café.



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ArribaAbajoLos cafés

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Cuando los refugiados llegaron no existía en México más Café al estilo español que el Tupinamba. Esta escasez de Cafés a la española hizo que los refugiados se sintieran atraídos en masa por él. El Tupinamba, Café espacioso, no tenía entonces, por lo que a la instalación se refiere, y menos ahora después de su modernización, gran carácter; pero esta deficiencia la compensaba y la compensa con creces el carácter de los parroquianos. Situado en una calle popular del México antiguo, lo frecuentaban y lo frecuentan en gran número gentes de toros y de fútbol. En él se codean picadores, peones de brega, aficionados, críticos taurinos, actores modestos y toda la demás gente cafeteril que no es ninguna de estas cosas. Los domingos por la tarde, después de la corrida, el Tupinamba hierve. Se comentan las faenas en conversación y a través de la radio, valiéndose para esto de un micrófono que un locutor va pasando de mesa en mesa para recoger opiniones acerca de la corrida o del partido. Las taurinas son emitidas habitualmente por contertulios de la peña llamada de los sabios entre los que figuran bastantes españoles. El sabio de turno suele decir cosas parecidas a éstas: que el diestro Fulano ha estao colocao toda la tarde; que zutano es un chalao integral que no tié ná que hacer en la fiesta, o que el chorreao en verdugo, corrido en quinto lugar y marcado con el número tantos tenía muy malas ideas. De vez en cuando, el sabio alude a Séneca. Esto del senequismo se puso muy en boca cuando llegó a México el malaventurado Manolete. En la acera, y recostados sobre la pared, o curioseando a través de los   —24→   amplios ventanales del Tupinamba, hay siempre aspirantes a toreros que van en busca del periodista o del locutor de radio para que los ayuden en los primeros pasos de su dura carrera, o simplemente por el gusto de sentirse cerca de un lugar tan densamente taurino.

Con todo y esto, el Tupinamba no reunía las condiciones indispensables para una tertulia cafeteril. Se imponía, pues, con urgencia, contar con algún Café adecuado. Muy pronto unos exilados fundaron uno al que pusieron por nombre La Parroquia. Si bien es cierto que en el bautizo influyó el que se llamara así un antiguo y castizo Café de Veracruz, no deja de ser curioso que el primer establecimiento creado por los rojos en México se hubiera llamado, precisamente, La Parroquia. Situado en la calle de Venustiano Carranza, se vio desde el momento mismo de su apertura desbordante de parroquianos. En este café se esbozaron algunos de los primeros proyectos de trabajo, se intercambiaron impresiones entre los que no habían vuelto a verse desde la salida de España o desde antes del estallido de la guerra civil, y se comentaron los episodios iniciales de la segunda Guerra Mundial. El olor a paella y a fabada que saturaba el Café -que era a la vez restaurante- hizo que los refugiados que lo frecuentaban se sintieran unidos a la patria, aunque fuera tan sólo por el lazo de aquellos tan espesos y excitantes vahos culinarios. La nota risueña la ponían las meseritas, un grupo de simpáticas camareras que se adaptaron con admirable flexibilidad a las maneras un tanto cuanto broncas de los iberos. La Parroquia se conmovió con el pacto germano-ruso, se abatió fugacísimamente con la marcha triunfal de la Reichswer a través de los caminos de Francia y se entristeció con la caída de París. Pero todos estos fracasos no mermaron un punto la inquebrantable fe en la victoria final; una victoria que llegó por fin, pero que no trajo, lamentablemente, lo que se esperaba. La Parroquia no duró mucho, quizá no llegaría a los dos años. Sus fundadores la traspasaron, y con los nuevos dueños comenzó a declinar, terminando por desaparecer.

Dije antes que hacia el año 39, además del Tupinamba existían   —25→   otros dos o tres Cafés propicios para la tertulia, entre ellos El Papagayo, cuya apertura había sido casi simultánea con la llegada de los primeros refugiados. El Papagayo fue otra cosa que La Parroquia. Muy pequeño, estrecho, con una decoración discreta; era alegre, convidaba a entrar y a estar. Tenía una hilera de mesas y un diván corrido desde la misma entrada hasta el fondo; el diván y las mesas se alineaban a la derecha según se entraba; el costado izquierdo lo ocupaba en gran parte el mostrador; tenía también algunas mesas en un pequeño entresuelo. El Papagayo siempre estaba repleto. La configuración del local hacía que no hubiera, prácticamente, tertulias separadas sino una sola que trataba a la vez los mismos temas cuando éstos eran realmente interesantes. El comentario se iba matizando al pasar de uno a otro de los contiguos sectores de la tertulia. Las réplicas y contrarréplicas saltaban a lo largo de ella. En El Papagayo hubo ingenio, buenas maneras, no demasiado vocerío, y una atmósfera de humor y de ironía que frenaba la pedantería las salidas violentas y el energumenismo. El Papagayo no parecía, en verdad, un Café de españoles. Todas las horas eran buenas para entrar en él y tener un rato de charla amable, y todas tenían un matiz distinto; desde la optimista del aperitivo, hasta la más sosegada de los trasnochadores -trasnochadores de chocolate con tostada, y retirada antes de media noche- pasando por las más agitadas de las primeras horas de la tarde, después de comer. Algunos de sus habituales contertulios fueron don Luis Fernández Clérigo, Leonardo Martín Echevarría, Carlos de la Torre, Ernesto Guasp, J. J. Jiménez, José Riobóo, Antonio, Adrián y Emiliano Vilalta, Antonio Coll, Marrassé, Otaola, José Ramón Arana, Ignacio Morelos Zaragoza -el caballeroso y distinguido periodista mexicano-, Juan Sancho, Cristino Lorenzo, los hermanos Pérez Lías, Pedro Cimorra, Eustaquio Ruiz, Luis Fanjul, Vázquez, Lino Carnicero y muchos otros cuya enumeración haría demasiado larga la lista. Quien desee tener más datos acerca del ambiente y de los contertulios de El Papagayo hará bien en leer La librería de Arana, el libro de Otaola, donde se describen con gracia y agudeza uno y otros. La expansión comercial terminó   —26→   con aquel reducto del humor. Un establecimiento comercial contiguo se agrandó a costa del simpático Papagayo que, sin embargo, ha quedado con justos títulos en la historia de la emigración.

Desaparecidos La Parroquia y El Papagayo otros vinieron a sustituirlos. El primero fue El Betis, grande, de instalación moderna, distribuido en compartimientos con cabida para cuatro o cinco mesas, si no completamente aislados, sí lo suficiente para que en ellos se fueran agrupando tertulias en cuya formación influyeron el paisanaje regional, las tendencias políticas, o simplemente el conocimiento o la amistad. Careció de la agradable unidad de El Papagayo. Se sustrae a la descripción global. El Betis sufrió la misma suerte que aquel y terminó por desaparecer. Y a propósito, uno de los signos de eso que los intelectuales llaman la «crisis de nuestro tiempo», y al que, inexplicablemente, no se refieren nunca, es esa lenta, sorda, pero inexorable ofensiva contra los Cafés, que terminará por cegar una de las pocas fuentes de amable ocio que manan todavía en el mundo. Más tarde se instalaron La Parroquia (bis) y El Latino, ambos en la calle de López. En el primero forman tertulia de manera regular diversos grupos, entre ellos uno de asturianos, lleno de un humor a toda prueba. Otros Cafés frecuentados por refugiados son el Madrid, de la calle de Artículo 123, y el París; éste, más antiguo, es punto de reunión, además, de bastantes escritores y artistas mexicanos.

Quedan por citar, para terminar, otros dos que, posible, casi seguramente, no se hubieran abierto de no haber sido por la inmigración republicana: El Campoamor y El Do Brasil. Ambos son muy bulliciosos y están siempre muy animados. El primero tiene un cierto aire vetusto, pese a lo relativamente reciente de su instalación; el Do Brasil es más modernista. En ambos se percibe un penetrante olor a puro, como debe ser, y un fuerte rumor de conversaciones, como también debe ser. El Campoamor tiene algo de aquellos viejos Cafés de la Puerta del Sol y del primer trozo de la calle de Alcalá. Los clientes parecen ser los mismos a toda hora y dan la sensación de haber estado, de siempre, ahí sentados y de tener el decidido propósito de seguir   —27→   estándolo indefinidamente. Tales fueron los Cafés que hicieron posible la supervivencia de muchísimos refugiados, condenados irremisiblemente, de haberles faltado, a rápida consunción y muerte moral y física, si bien más de uno murió repentinamente en el Café, al pie del cañón.



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ArribaAbajoDe comer y beber

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Otro aspecto muy importante, después de haberse ambientado en lo referente a Cafés, era lograr lo mismo en lo que a comer y beber se refiere. La disparidad de criterio, tajante, insalvable, habitual entre españoles cuando se mueven en el terreno de la política, los toros o el fútbol, desaparece, en parte, cuando llega la hora de comer, en que coinciden en la exigencia de platos de condimentación fuerte, sustanciosa, rica de ingredientes. Decimos en parte, porque subsisten siempre las preferencias gustativas en las que interviene no poco el patriotismo regional que exalta a la paella por encima de la fabada, o a ésta sobre los callos a la madrileña. No bien establecido contacto con las carnes, legumbres y frutas del Continente americano, muchos refugiados estuvieron acordes en que les faltaba un algo, no sabían qué, que los alejaba de lo ideal en la escala de los valores gustativos. Este jamón, decían entre nostálgicos e indignados, no es sino una mala imitación del serrano; ¡no fastidie usted, amigo!, replicaba el emigrado de las costas del Cantábrico, ¿de dónde saca usted que estos peces se parecen a las sardinas?; para chorizos los de Cantimpalos, exclamaban otros: ¿i vostè diu que això és butifarra?, interrogaba airado un catalán; y así, el pollo y el pavo, el puerco y el conejo, las coles y, en una palabra, casi todo cuanto sirve de alimento al ser humano. Pasaban únicamente sin protesta esas leguminosas, todo lo ricas que se quiera en vitaminas, pero que dicen muy poco a la afición del español por los alimentos recios.

Se impuso, pues, la imperiosa necesidad de recrear del modo   —30→   que fuera los platos ideales supliendo con arte e ingenio culinarios la alegada e imaginaria deficiencia de la materia prima. El intento se verificó primeramente en el reducido frente de la cocina casera. No fue fácil, ni mucho menos. Un cocido bien logrado era noticia que se difundía rápidamente entre las amistades de la señora de la casa; porque el garbanzo, esta leguminosa más mexicana que española, por no se sabe qué misteriosas razones, se resiste invenciblemente en México a la cocción. Una paella, una fabada o unas munchetas en su punto eran timbre de gloria en esta vuelta a los pretendidamente auténticos valores culinarios. Lo conseguido no hubiese sido posible de no haber contado con la colaboración de unos refugiados abnegados y sabios que un buen día comenzaron a llamar a las puertas de las casas de sus compañeros de emigración ofreciéndoles, ¡milagro!, chorizos, morcillas, butifarras, salchichas, mortadela, salchichón y hasta el serrano jamón con el aquel tan nostálgicamente echado de menos. Por qué género de artes llegaron a estas sabrosas síntesis es cosa que se desconoce; pero la cuestión es que llegaron, y aquí está el que esto escribe y los demás, muchísimos, que hicieron y hacen uso de ellas, contándolo y dando testimonio por lo tanto de su inocuidad.

No todo quedó confiado en esta cuestión de la gastronomía a la iniciativa, la experiencia y la imaginación de las amas de casa. En esto, como en tantas otras cosas, los exilados se mostraron atentos a las normas, a lo ordenado. Y normas eficaces para la confección de platos exquisitos las dio Isabel de Palencia, en su pequeño -y nunca mejor empleada la palabra- jugoso libro de cocina titulado Del diario comer. Cocina hogareña (Ed. Patria. México. 1951). La autora nos hace penetrar en el recinto de la culinaria de la mano de Alejandro Dumas y mediante un erudito e interesante prólogo. Después vienen un sinnúmero de recetas de platos con nombres excitantes y castizos. Basten unos ejemplos: Jamón del Cura de Sagra, perdices golosas, costrada de huevos escondidos, gallina estofada por lo fino, langosta infernal, pavipollo en su jugo. ¿No es todo ello de una incitante eufonía? Después de leer algunas de las recetas   —31→   que doña Isabel ofrece, se llega a la conclusión de que es imposible escribir más castizamente sobre guisos.

Si de golosinas se trata hay que mencionar en primer término los Mazapanes Toledo, industria en gran escala que logró elaborar unos turrones enteramente comparables a los españoles y unos mazapanes que, ni en sabor, ni en fantasía en el adorno, ni en punto a los cálidos tostados del color, desmerecen en nada al lado de los toledanos. Además de peladillas, almendras garapiñadas, almendrados, sabroso y tradicional acompañamiento del mazapán y del turrón. La industria de Mazapanes Toledo, quedará en la historia de la emigración, no sólo por la calidad de sus productos, sino también por su almanaque. Bastante antes de terminar el año todos los clientes y muchos que no lo son se preocupan porque no les falte, pues se agota rápidamente y cuesta un triunfo lograr uno después de efectuada la distribución regular. Preguntará el lector, ¿qué almanaque es éste? Es uno realmente extraordinario. De formato bastante grande, con una hoja por mes. Intercaladas entre éstas, en las que aparecen dibujos de Ramón Gaya, con motivos muy diversos: ciudades, paisajes, personajes de la historia, las letras y el arte de España, van otras con texto, también de Gaya, alusivo a los grabados. Nada mejor que reproducir aquí -adelantándonos, pues deberían figurar en la sección dedicada a las letras en este libro- algunos de dichos textos para demostrar que no es exagerado presentar el alma de los Mazapanes Toledo como algo fuera de lo común. La elección no es fácil, pero hay que decidirse. He aquí uno acerca de la ciudad de Orihuela que es, de hecho, un trozo de crítica literaria: «Sólo estamos aquí de paso. Ya es Alicante y todavía es Murcia. Orihuela, como todas las pequeñas ciudades del interior, es un nido de novelería, de novelería cerrada, ahogada, de balcones adentro. Las novelas de Gabriel Miró parecen nacidas detrás de unos visillos, ya que se utiliza en ellas una realidad que sólo ha sido... espiada. Por eso sus novelas -magníficas como escritura no tienen centro, espina central, sino que son siempre carne suelta, inorgánica, informe aún. Toda esa carnosidad, toda esa gordura (como diría el propio Miró) no es la novela   —32→   todavía, sino lo novelesco. En una Orihuela se sabe todo sobre sus alcances, pero se sabe todo por suposición, por reconstrucción, ya que los hechos mismos suceden siempre a puerta cerrada. Miró no pudo realizarse -con su prosa única- como gran novelista porque nunca logró ser testigo presencial de todo eso que, sin embargo, siente muy bien; todo parece llegarle fragmentado, murmurado; es, pues, un pueblerino, casi un chismoso, un chismoso terriblemente sencillo. Sus novelas están formadas por acumulación de piezas diminutas, muy vivas, pero siempre de carácter sensual; y los verdaderos novelistas -Cervantes, Dostoiewski, Stendhal, Galdós- no tienen el sentimiento de la realidad, sino el conocimiento de la realidad. Pero el conocimiento de una cosa empieza, como se sabe, donde acaba nuestro saboreo de ella, nuestro gusto por ella. A Gabriel Miró le faltó renuncia; se hunde tan gustosamente en el propio mundo que intentaba entregarnos, que la lepra, por ejemplo, en su Obispo, parece una confitura más, una costra empalagosa, un dulce. Dentro de las casas de Orihuela, nos parece oír un hormiguero silencioso, tapado, de un novelismo que duerme, de una acción que vive su siesta, su paralizado verano de levante. Un paisaje moruno, amansado por el atardecer, nos detendrá un momento; el río, fangoso, terroso, sucio como un camino, puede darnos, con ayuda de la hora, una dulzona sensación de ópalo. Todo lo áspero del día desemboca en un oasis tierno, lírico, incluso un poco de postal iluminada; entonces, la realidad, dueña de su equilibrio, levanta del pecho de la huerta una respiración de ajos, de pimientos, de tomates».

Si de ciudades pasamos a personajes de novelas -aunque el término personaje de novela me parece inadecuado para referirse a una tan palpitante realidad vital- me decido por Fortunata: «Esta mujer no viene aquí como personaje, sino como persona real, independizada, desligada del propio Galdós, dueña absoluta de sí. Siempre he sentido por ella un gran respeto, un respeto casi religioso, difícil, y tan profundo, que no acertaba nunca a identificarlo. En el centro mismo del pecado parece habitar siempre, brillar siempre una sustancia rara (distinta a él,   —33→   pero que le pertenece), un algo que casi no me atrevo a llamar sagrado, pero que es, sin duda, un rincón intocable, prohibido para la moral, que vive a salvo de la moral, que escapa a nuestras leyes (ignorar su existencia y su validez es lo que hace de todos los puritanismos algo tan herético, tan alejado de Dios); pero ese fondo noble que vemos transparentarse hasta en el pecado, adquiere en la figura de Fortunata una dimensión milagrosa. Fortunata vive en perpetuo, en continuo pecado, pero no es nunca una culpable, y su pecado termina así por ser una virtud, o mejor, por ser una fuerza virtuosa, una fuerza que tiene la virtud de elevarla, de salvarla; es lo que la diferencia tanto de la Magdalena, porque la Magdalena necesita renegar de su pecado para salvarse, pero Fortunata no huye de su pecado, sino que lo transfigura, logra volverlo otra cosa, logra arrancarle un sonido limpio, casi una significación divina. La tan cacareada contradicción española, dualidad española (realismo y espiritualidad) no es otra cosa que ansia de transfiguración; se habla de realismo y misticismo españoles, como de dos sustancias contrarias, como de dos materiales opuestos, que se excluyen, sin comprender que el español no es contradictorio, sino difícil, es decir, que ha querido siempre lo difícil y ha desconfiado del espíritu espiritual, del espíritu sin peligro, del espíritu hecho abstracción, separado de la vida. El español ha querido siempre lo difícil... o nada; y claro, suele quedarse con nada, porque esa soberbia y esa ambición, lo hunden (a veces durante siglos) en la mayor indigencia, en un hambre terrible, en un hambre que se lo come vivo, que lo mantiene vivo. Pero cuando no está en la indigencia, es decir, cuando aparecen en él, en el español, un Velázquez, un don Quijote, una Fortunata, se producen entonces seres de una robustez única, porque ellos -éstos- no buscan nunca el espíritu, la delgadez del espíritu, en un aire favorable, en un clima espiritual de antemano, sino que bajan valientemente al fondo de la mina para extraerlo como un carbón».

«Fortunata es una pecadora fiel -no fiel a su amor por Santa Cruz, como podía pensarse, sino fiel a su pecado, es decir,   —34→   que no deserta nunca de su pecado, sino que lo funde desde dentro, lo reduce a cenizas desde dentro, quemándose ella también, salvándose pecado y ella juntos. Fortunata cede siempre sin titubeos quizá porque conoce secretamente su inocencia, o por generosidad, por despilfarro humilde de ella misma, pero lo cierto es que, cuanto más cede, más la vemos acercarse al ángel que quiere ser, o mejor, que sospecha ser».

He aquí una semblanza del Monasterio del Escorial: «El Monasterio del Escorial no ha tenido suerte con sus comentadores. Tanto rigor despierta, por lo visto, antipatía, o simplemente más rigor, ya que muchos queriendo ser más papistas que Herrera, descubren de pronto que tal curva no es muy... católica. Por otra parte, se le ha puesto encima tanto politiquismo, tanto historicismo, que unas veces a causa de destemplados gritos imperialistas, no se le puede ver bien, contemplar bien, es decir, dirección, limpiamente. Tampoco ha podido librarse de una gran admiración académica que lo reduce entonces a ejemplo, a lámina ejemplar de arquitectura. En realidad, no se ha tenido mucho interés de comprenderlo sino de utilizarlo. Quienes lo han tachado de frío y sin alma, parten sin duda de un centro falso: se suponen delante de una obra mística, levantada como un himno, elevada al cielo. Pero no se trata aquí, como sucede con una catedral gótica, de cántico alguno; el Escorial no quiere cantar nada, sino conmemorar; es una gran lápida conmemorativa, una lápida que señala tal fecha -un 10 de agosto- y se acabó. Los que encuentran frío el Escorial, son los mismos que, por ejemplo, encuentran recargado a Rubens, es decir, son esos que tienden, no a la crítica sino a cambiar las cosas de naturaleza. El Escorial no es expresivo porque no debe serlo; gran parte de su aristocracia, de su orgullo, de su deber, de su penitencia, es esto: no expresar. Por eso aquí la piedra parece tan pura, tan completa, porque no es, como tantas veces, un medio, sino un fin. Esta mole no quiere dejar de ser piedra, ya que la piedra no es, en este caso, un material, sino un espíritu, su mismo contenido; el Monasterio no sólo es de piedra, sino que es, precisamente, ella misma. Todo es tan fijo aquí que la alberca es una   —35→   lápida de agua; pensábamos que esa torre del Monasterio, al reflejarse, lograría escapar, temblar libremente, irse del conjunto, pero ha caído en otra inmovilidad. Ser inmóvil es aquí una pasión. Estas piedras no expresan, pero significan, y la significación no necesita moverse, le basta con estar; ese estar ahí, ese estar puro -que parece tan sencillo- es lo que constituye su hermosura».

Después de este paréntesis de sutil, bella, y penetrante literatura, hay que volver a ocuparse de las prosaicas, pero agradables cosas de comer. Si de los turrones y mazapanes pasamos a los pasteles, es de justicia elogiar los exquisitos de La Vasca, pues por tal nombre se los conoce entre los dulzómanos, por serlo la hábil y trabajadora mujer que dirige su elaboración. Son también muy dignos de mención los tortells de suculenta crema, de la confitería del catalán Bassegoda, así como las ensaimadas de un establecimiento muy bien instalado -propiedad que fue, según creo, de un doctor- en el que además de ensaimadas genuinamente mallorquinas, se vendían todo género de pasteles. El establecimiento estuvo situado en la Avenida Independencia, frente a la plaza de Santos Degollado. No fueron éstas solamente las casas dedicadas a la elaboración y venta de dulces. Pero como cronista veraz me está vedado mencionar nada de que no tenga noticia directa.

Restaurantes

Rompió marcha El Papillón, que se abrió en la antigua calle de Madero, de mucha tradición, muy distinguida, que recuerda el trozo estrecho de la Carrera de San Gerónimo y la calle de Fernando, de Barcelona. El Papillón lo fundaron los hermanos Costa, Antonio y Dalmau. Era un restaurante acogedor, decorado con buen gusto y sencillez y de cocina excelente y variada, con algún predominio de la francesa. Al Papillón siguió el Ambassadeurs, fundado por Dalmau Costa que fue y es el gran maestre de la gastronomía de la emigración. Si Cortés rindió a México con las armas y lo que con ellas traía, Dalmau Costa rindió a una selecta porción de la sociedad mexicana con las tentaciones   —36→   al paladar. Con su mesura y su amabilidad sin empalagos, Dalmau Costa me hizo pensar alguna vez, que veinte o treinta hombres de sus condiciones repartidos por el mundo le hubieran valido más a España que todo el personal que desde hace muchos años es dirigido desde el palacio de la Plaza de Santa Cruz. El Ambassadeurs está situado al comienzo del Paseo de la Reforma, la señorial y hermosa avenida que hoy lleva camino de ser lamentablemente desfigurada y aplastada por unos altos edificios de dudoso gusto y de todavía más dudosa resistencia a los terremotos. La instalación del Ambassadeurs es de estilo severo; en su decoración predominan los oros y granas. Recuerda un poco al Lardhy. Tuvo el Ambassadeurs desde el día mismo de su inauguración aire de establecimiento con tradición de viejo restaurante de cualquier gran ciudad europea. Sus maîtres tienen riguroso aspecto de tales, los camareros sirven con ceremonia, sus cubiertos de plata pesan en la mano. Comer en el Ambassadeurs hace pensar un poco en la arterioesclerosis -por aquello de ser punto de reunión de grandes hombres de negocios, que por lo regular son entrados en años-; hace a uno sentirse, también un poco, miembro de algún importante Consejo de Administración.

Otro de los primeros restaurantes instalados en México por refugiados, fue el Danubio, popular y un tanto cañí -esto no deliberadamente buscado, sino espontáneo-, de ambiente denso, en el que se entrecruzan casi tangibles, los olores recios de las cocinas regionales españolas. Un restaurante de muchas salsas, mucho aceite y vinagre, cerveza de barril y olor a puro. El Danubio tiene, al medio día sobre todo, un aire de restaurant de ciudad provinciana en día de feria, que lo hace a uno sentirse impaciente, excitado, como si se hiciera tarde para llegar a tiempo a la corrida.

El Hórreo, otro restaurante, es una curiosa asociación de chigre asturiano y de Comao andaluz. Fundado por Mundo, un asturiano de una obesidad que está ya bastante lejos de ser comedida, y de sonrisa contagiosamente optimista, este restaurante es la expresión de la dualidad del carácter astur en el que el particularismo, el inconmovible apego a lo propio; van acompañados   —37→   de una abierta actitud comprensiva, asimiladora de lo extraño. A la entrada del Hórreo se reproduce, naturalmente que a las dimensiones permitidas, un hórreo de verdad entre cuyos pegollos o columnas sustentadoras está situado el mostrador, tras el que surge, de cuando en cuando, la figura oronda y risueña de Mundo. A crear el ambiente asturiano contribuye, además del hórreo, el olor un poco a rancio que emana de algunos llacones y ristras de chorizos que cuelgan del corredor de aquel y el muy característico de la sidra natural autóctona o importada de Nava o de Colloto. Pero aquí, abruptamente, cesa lo asturiano y surge lo andaluz, con marcado acento taurino. De lo que pudiéramos llamar vestíbulo-cantina se pasa, sin transición, a un amplio comedor sobre cuyas paredes hay un profuso despliegue de grandes carteles de corridas de feria barnizados y como culotados, con apariencia de óleos, y entre ellos innumerables fotografías de toreros famosos ejecutando toda clase de suertes con capote, muleta y estoque. El Hórreo -detalle curioso- ocupa el solar donde se levantó un día el Quemadero de la Inquisición. A la figura espectral de algún representante de Torquemada ha sucedido la rabelesiana de Mundo; -y aun hay todavía quien ironiza a costa de la idea del progreso.

Otros dos restaurantes -no estoy seguro si fundados por refugiados, pero sí que nacieron al calor de la emigración la Gran tasca y El Colmao. También en éstos hay abundancia de carteles de toros y de fotografías taurinas y, además, una decoración de azulejos poblanos -prolongación de la escuela talavereña mexicanizada-, cinc en los mostradores, barricas de vino empotradas; en fin, un estilo en el que se entremezcla lo madrileño y lo andaluz. Estas fueron, resumidamente expuestas, las actividades de los refugiados en las cosas de comer. En las de beber, también se hizo algo, que queda registrado en páginas posteriores. Llega ahora el momento de pasar a decir en qué género de actividades puso la emigración su esfuerzo, no sin referirme antes al Ateneo.



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ArribaAbajoEl Ateneo

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Hasta ahora no me he ocupado de más centros de relación o de reunión que los cafés. Pero ha llegado el momento de referirme a uno que era inevitable que naciera o renaciera en el exilio. Me refiero al Ateneo Español de México. Entre las cosas echadas de menos por los refugiados, sobre todo, naturalmente, por los madrileños o los que habían vivido en Madrid algún tiempo, figuraba el Ateneo. Su recuerdo seguía vivo en la memoria de todos los que lo habían frecuentado. ¿Y si fundáramos en México un Ateneo? El proyecto surgía una vez y otra, aquí y allá, pero sin que llegara a cristalizar. Quien con mayor insistencia se preocupaba con esta idea era don Ceferino Palencia, que en uno de sus muchos tanteos la sometió a la consideración de los fundadores y colaboradores de la revista Las Españas, una de las primeras publicadas en el exilio. Aquellos, entre los que figuraban Luis Santullano, José Puche, Arturo Calzada, Eduardo Robles, Mariano Granados, José Ramón Arana, Francisco Pina y Manuel Andújar, le prestaron una calurosa acogida. Se puso mano a la obra con tanta diligencia que lo que durante varios años no había podido pasar de proyecto cuajó en el 1949, en realidad. Se encontró para domicilio social una vieja casona de traza sobria y cierto señorío. Se realizaron las obras de adaptación que se consideraron obligadas. De dos o tres estancias contiguas con balcones a la calle se hizo, derribando tabiques, el salón de actos. En uno de los extremos de éste se levantó un escenario pequeñito, pues el espacio disponible no   —40→   daba para más. El salón tiene un marcado aire colegial, como para servir de escenario a un reparto de premios de fin de curso.

Durante el tiempo que duraron los trabajos de acondicionamiento había que ir realizando otra tarea: la de conseguir inscripciones de socios. Con tal objeto se lanzaron a la calle unos cuantos entusiastas que abordando amistosamente coactivos a todo refugiado con quien se encontraban en la calle o en el café, o visitándolos en su casa, no soltaban presa sin antes tener en el bolsillo la papeleta de inscripción. La acogida fue, por lo general, muy buena. Sin embargo, no dejaron de presentarse algunas dificultades consistentes en los dimes y diretes sobre si el Ateneo iba a tener ésta o la otra significación política. A esto se replicaba que el único signo político que presidía el Ateneo era el del republicanismo, lo que respondía enteramente a la realidad. La oposición más fuerte, pero que en definitiva no prosperó, fue la de la Agrupación de Intelectuales Españoles en el Exilio. Algunos de sus miembros abrigaban la convicción de que el Ateneo se creaba con el ánimo de dar de lado a la Agrupación, cosa que carecía de todo fundamento. Por otra parte, estimaban dichos intelectuales que la labor que se proponía desarrollar el Ateneo ya la realizaba la Agrupación, lo que era inexacto, pues las actividades de ésta desde su fundación hasta la del Ateneo habían sido muy pocas, por no decir nulas. La resistencia de la Agrupación de Intelectuales se apagó a la postre. Por muchas razones no podía tal entidad constituirse en núcleo de una sociedad en la que tuvieran cabida los diversos sectores de la emigración; entre ellas se contaban el matiz político que con más o menos justificación se le achacaba, y su misma denominación, que exigía para ingresar en ella la autocalificación de intelectual, cosa a la que se oponía, en unos casos la modestia y en otros la discreción de muchos refugiados, posibles ateneístas. De momento ninguno, o casi ninguno de los intelectuales que formaban la Agrupación se dio de alta en el Ateneo, pero poco a poco muchos de ellos se fueron incorporando.

Desde que fue fundado preside el Ateneo Joaquín D’Harcourt y ejerce las funciones de secretario José Luis de la Loma, cuya   —41→   asidua dedicación a tan fatigosa tarea sobrepasa todo lo imaginable. El Ateneo se organizó siguiendo, más o menos, las líneas del de Madrid: Junta Directiva y una serie de Secciones: Arte, Literatura, Ciencias, Música, Medicina, etc., con un vocal al frente de cada una. La biblioteca, hecha inicialmente, de modo casi exclusivo, a base de donativos, se fue enriqueciendo poco a poco y ya cuenta con más de diez mil volúmenes. Durante todo el año se dan en el Salón de Actos del Ateneo conferencias sobre los temas más diversos. Además, se efectúan conciertos, proyecciones de películas famosas y se celebran también exposiciones de pintura y escultura. Asimismo, el Ateneo organiza concursos literarios y en él se llevan a cabo también cursillos sobre historia, literatura, arte, etc.

No es fácil definir el régimen que felizmente rige al Ateneo y que ha logrado mantener en buena unidad a unos centenares de españoles de distintas tendencias. Pero ahí va una definición que dejo a la consideración de los tratadistas de Derecho Político. Yo diría que el Ateneo es una demo-cacicato-paternal-ilustrado. Y digo, además, que me conformaría con que en España se pudiera llegar a algo parecido.

El Ateneo, hay que decir la verdad, no se anima más que los días de conferencia. Falta en él la vida de relación diaria, lo que hace que ofrezca habitualmente un aire de melancólica soledad. A las conferencias acuden de manera asidua esas personas un poco extrañas que existen en todas las latitudes y que muestran igual pasiva receptividad para las lucubraciones en torno a temas tan diversos como el valor calórico de las diferentes dietas alimenticias, el problema de la arterioesclerosis, la cultura del Renacimiento, o la cuestión del federalismo. De vez en cuando, algún tema de los que atraen más el interés de los socios, preferentemente de alguna actualidad política en relación con España, o que encierre la posibilidad de un anuncio de un final más o menos próximo del exilio, congrega más gente, llena de bulliciosa animación el saloncillo de actos y los pasillos del Ateneo; pero ello es fugaz y el Ateneo vuelve a caer en la soledad habitual. Las soledades del Ateneo son interrumpidas, de   —42→   vez en cuando, por unas cuantas habituales apariciones. Las de Álvaro Custodio y de Cipriano Rivas Cheriff con su séquito de aprendices de actor. La de un grupo de universitarios de los que fundaron la F. U. E., que en las primeras horas de la noche llegan cargados de cartapacios, de entusiasmo y del deseo de entablar relación directa con sus ¡ay! jóvenes compañeros de España. La de Mariano Granados, con gesto ambiguo, de quien lo mismo puede estar en el secreto que en el limbo, ansioso de diálogo con los españoles de allá, seguido de sus compañeros, tan atacados como él de ansia coloquial, a los que trata de convencer de la democratización del Movimiento o de lo buen chico que es Dionisio Ridruejo. Finalmente, la de Anselmo Carretero, que se planta absorto ante el mapa de la península ibérica del que, como de un rompecabezas, va quitando y poniendo mentalmente las diferentes piezas que son las Españas, sus Españas.

Como dato que creo merece quedar registrado en esta Crónica, porque da un poco la tónica de las preferencias intelectuales que dominan entre ciertos socios del Ateneo, y sin que el cronista entre a valorarlo en ningún sentido, ahí va el siguiente: el ciclo de conferencias más rebosantemente concurrido fue uno sobre el cante jondo, con ilustraciones musicales; de los más desoladoramente solitarios, otro sobre la filosofía de Descartes. ¿Que cuál de las dos concurrencias estará más en el camino de la verdad? Pues... ¡quién sabe!

Pese a su poder unificador, el Ateneo no llegó a frenar enteramente la tendencia dispersiva que impulsa a los españoles emigrados, políticos o no, de antes y de ahora, a crear tantos centros sociales como regiones tiene España. Y en efecto, los refugiados fundaron dos Centros Andaluces, uno Valenciano, dos Catalanes, uno Gallego y uno Vasco. En estos centros regionales de exilados, además de las actividades comunes a todos ellos: la del dominó, el tute arrastrao, y en algunos la carambola, se celebran con más o menos regularidad fiestas en las que se rinde culto a la paella, al bacalao al mojo de ajo, al jamón con grelos, a la fabada, la escudella y a la butifarra. Se efectúan en ellos, además, bailes y otras amenas reuniones. Sería injusto, sin embargo,   —43→   si no dijera que, de vez en cuando, estos Centros regionales de exilados celebran actos de carácter cultural. Y no deja de tener ironía el hecho de que en la Casa de Andalucía un conferenciante disertara en cierta ocasión sobre los Reinos de Taifas.



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ArribaAbajoIncidentes y otras cosas

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Alguien podrá preguntarse, ¿pero, es que todo se deslizó tan placenteramente en la vida de la numerosa colectividad emigrada? Voy a tratar de satisfacer con la brevedad posible esa natural curiosidad. Comenzaré por un incidente al que el calificativo de sonado cuadra muy bien porque, en efecto, tuvo relativa resonancia y porque, además, guardó relación con la ópera. En este punto me parece inexcusable hacer una declaración de carácter personal: soy y he sido aficionado a la ópera; en mi hoja de servicios figura el suplicio, estoicamente resistido, que representaba la audiovisión de, por ejemplo, Parsifal, desde el potro de tormento que era el gallinero del Teatro Real de Madrid, el de la inacabable reparación. Mi categoría de melomaníaco operístico es, por lo tanto, indiscutible, y creo que merecedora de respeto. Esta declaración estimo que bastará para disipar toda duda acerca de mi posición frente al incidente del que voy a dar cuenta a continuación.

Son bien conocidas las críticas que, de muy antiguo, se enderezan contra la ópera como espectáculo y que no considero necesario particularizar aquí. Van, según la categoría del nivel intelectual de donde surgen, desde la denuncia del fracaso que representó el intento wagneriano de hacer de la ópera el paradigma del espectáculo completo en el que se reunieran drama, música y escenificación, hasta los comentarios jocosos sobre la quisquillosidad increíble de esos inefables seres que son el tenorino y la prima donna, sobre los dúos de amor en alta tesitura y con   —46→   ojos de ansiedad clavados en el director de orquesta, y acerca de las doncellas muchas veces demasiado opulentas -no hay posibilidad de voz sin tórax robusto- etc., etc. Añádase a todo esto la acusación que con frecuencia se hace a la ópera, de ser un espectáculo de ostentación, frecuentado únicamente por exhibicionistas que no van a otra cosa que a lucir pieles y joyas. La mayoría de los aficionados al espectáculo, soportan entre risueños e indiferentes todo esto y continúan rindiéndole culto. Pero otros tienen menos paciencia, y de este género fueron a los que sacaron de sus casillas, o desacompasaron, ya que de música se trata, unas apreciaciones de Jesús Bal y Gay, ponderadas y en ningún momento ofensivas, acerca de la ópera como espectáculo.

Una noche de gran gala, con el teatro rebosante y un ambiente entusiasta, antes de comenzar el acto segundo de la ópera que se representaba -no me acuerdo exactamente cuál-, apagadas las luces y la orquesta presta a atacar los primeros compases, vimos los espectadores entreabrirse la pesada cortina -telón- y avanzar hacia las candilejas a una anciana dama, en un tiempo notable cantante, con una cuartilla en la mano. Un ligero rumor de extrañeza y curiosidad acogió su presencia. Y la lectura dio comienzo. El resumen de ella puede hacerse así «Señoras y señores: el culto público mexicano que honra manifestación artística tan excelsa, cual la ópera, protesta indignado ante las críticas inadmisibles, verdaderamente ofensivas, hechas por el señor Jesús Bal y Gay, crítico de música, en uno de los periódicos locales. Es la actitud de este crítico tanto más inadmisible cuanto que, como acogido a la hospitalidad de México en calidad de refugiado, estaba obligado a una totalmente opuesta a la por él observada y que entraña una ofensa para la sociedad mexicana». Tímidos, casi inaudibles aplausos, algunos siseos, hasta algún silbidito, fueron las reacciones del público que sobresalieron de entre un fuerte murmullo. En el descanso los comentarios eran en su mayoría adversos al o los instigadores de aquel lamentable paso con el que se quiso aliviar algún resentimiento. Total, que a Jesús Bal y Gay le costó el incidente   —47→   la pérdida de su puesto de crítico musical de El Universal, que venía desempeñando de manera muy brillante.

Paso ahora a otro incidente, con ecos luctuosos. Un buen día se anunció el próximo debut en México de un afamado maestro: Clemens Krauss, director titular de la Filarmónica de Viena. A los pocos días de tal anuncio, Margarita Nelken publicó una nota en el Excélsior, en la que se denunciaba al célebre maestro -me parece que también a su señora esposa-, como relacionados en algún modo con la espeluznante tragedia de los campos de concentración alemanes: Dachau, Buchenwald y otros, eterno baldón no sólo de un régimen sino, quieran o no quieran, de todo un pueblo, marcado por los siglos de los siglos con el hierro de tan ignominiosos crímenes. Gran revuelo periodístico: «no se debe mezclar el arte con la política» -hay, aún hoy día, quienes llaman política a tan macabra carnicería-; «esta doña Margarita es una ‘roja’ incorregible, sin remedio»; «es increíble que intérprete tan destacado de los grandes maestros de la música entre ellos los Strauss -el bueno y el algo peor-, tenga nada que ver con los hornos crematorios para judíos»; en este ambiente hizo su presentación Krauss. Distinguidísimo porte, figura de un gran señorío. Desde los primeros compases de la primera obra del primer programa pudimos darnos cuenta de su gran talla como director, confirmada después a lo largo de cinco o seis conciertos; sentido muy preciso del ritmo y de la equilibración de los volúmenes sonoros, extraordinaria finura para la entonación del colorido orquestal, hacían que sus interpretaciones fueran siempre magníficas, obteniendo del instrumento a sus órdenes los efectos máximos. Al cabo de una hora, escasamente, de terminado uno de sus conciertos dominicales, moría súbitamente Clemens Krauss en su departamento del hotel a consecuencia de un infarto del miocardio. Algún cardiólogo in partibus infidelium relacionó en cierto modo el fatal accidente con la copiosísima sudoración que los potentísimos focos luminosos de la televisión provocaban en el famoso maestro. La muerte de Krauss puso remate dramático al revuelo creado en ciertos medios por las afirmaciones de Margarita   —48→   Nelken, que nadie, conste, desmintió de manera convincente.

¿Que soy enemigo de las humanidades? ¿Y por motivos criticables, además? haciéndose estas interrogaciones reaccionó enérgicamente el maestro José Gaos, profesor de filosofía de la Universidad Autónoma de México, saliendo al paso de la crítica de un compañero de claustro, que a instancias de Gaos compareció ante una junta de profesores para entonar ante ellos una palinodia, salvándose así las humanidades y la concordia interprofesoral.

Al excelente pintor y escritor Ramón Gaya le formaron unos cuantos la gran tremolina por tratar de precisar la respectiva significación y posición en la historia de la plástica, de dos artistas: don Guadalupe Posada, de México, y don Francisco de Goya y Lucientes, de Fuendetodos, provincia de Zaragoza, España. Después del revuelo don Guadalupe y don Francisco quedaron, naturalmente, en sus respectivos lugares; los protestantes, también artistas, en los suyos, y Gaya tomó la inquebrantable decisión de no meterse más en los días de su vida a poner puntos sobre las íes en ambiente artístico tan nacionalísticamente susceptible.

A estas alturas, más de un lector -perdóneseme la cándida ilusión- se dirá para sí. Bien; ¿pero es que va usted a hacer creer que los refugiados no dieron lugar a incidentes más que en torno de la jerarquía artística de la ópera, la enseñanza del griego y el latín, la supuesta inhumanidad de un director de orquesta y las proyecciones y significación de la obra de dos artistas del grabado? Venga algún suceso con fuerza. Allá van en sucinta enumeración algunos. Se achacó a elementos refugiados el asalto a un camión de la «Cervecería Modelo», que transportaba una considerable suma de dinero. En este suceso salió a relucir una muchacha con el eufónico y filosófico nombre de Armonía del Vivir Pensando.

Se atribuyó también a refugiados el asalto a una Institución de Crédito, la F. I. A. S. A., situada en lugar céntrico de la ciudad, asalto en el que murió de un tiro uno de los funcionarios y resultó herido, también de bala, en la cara, el general republicano Llano de la Encomienda, en gesto de valiente dignidad   —49→   al resistirse a poner los brazos en alto ante la amenaza de las pistolas.

En la calle de López -tenía que ser precisamente en esta calle- un refugiado abatió a otro a tiros por cuestiones no bien aclaradas o que, por lo menos, no traslucieron en las informaciones de los periódicos, las únicas de que tuvo conocimiento este cronista.

Un exilado dio muerte a tiros al representante oficioso del gobierno español en México, sin que se conocieran tampoco los verdaderos motivos del hecho, difícilmente explicable como mero acto de terrorismo político.

Algún refugiado perdió la vida a manos homicidas; recuerdo el caso del matrimonio que ganaba su vida con una modesta tienda de ropa y que fue asesinado alevosamente por un empleado.

No recuerdo más sucesos salientes, dignos de mención. El número de los reseñados, dado el volumen de la emigración, creo que puede considerarse como pequeño y revelador de su condición esencialmente pacífica.

Hubo y hay, naturalmente, una picaresca de la emigración; no se olvide que somos una emigración de españoles, y que si rompiéramos con esa tradición de tan ilustre aureola literaria y de tan castizo aliento humano, la emigración se desfiguraría al perder tan fundamental rasgo de españolidad. Describir la picaresca del exilio llenaría algunas páginas de este libro, ya de cargado de ellas. A pesar de que no me faltan sustanciosos datos, renuncio al tentador y divertido empeño, dejando el campo libre a los autores exilados que descuellan en la literatura de humor. Háganme caso y acometan la tarea; hay mucho, pero que mucho que espigar en ese campo.



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ArribaAbajoLos negocios

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Durante la travesía hacia México cada refugiado había venido trazando planes con el propósito de ponerlos en práctica tan pronto llegara. Que tales planes, en su mayoría, no fueron fantásticos lo demuestra el que, más o menos, tuvieron realización. Lo que sí ocurrió a veces fue que el plan forjado por el farmacéutico lo llevara a cabo el aviador, o que el del agricultor fue realizado por el sastre, si bien en muchos casos, naturalmente, las actividades con que el refugiado comenzó a abrirse paso, o con las que triunfó, fueron las propias de su profesión u oficio.

Es un hecho evidente que a no pocos refugiados la idea de América y la del enriquecimiento rápido se les presentaron desde el primer instante como inseparables, punto de vista que la realidad ha confirmado que estaba muy puesto en razón. En algunos casos las cosas no marcharon tan bien; por ejemplo, en el de aquel joven e inteligente psiquiatra, hombre de un gran desinterés y bondad, que montó un pequeño taller para la fabricación de cuchillos y navajas, algunos de tamaño pavoroso, que nuestro hombre exhibía con una sonrisa bondadosa, sin que ésta, ni su reiterada afirmación de que estaban destinados a uso culinario, pudiera evitar que, como un relámpago, os cruzara por la imaginación la visión del corte profundo, borbotando sangre, de los que seccionan la yugular.

No faltaron en la emigración los hombres en los que alentaba el espíritu de empresa industrial, comercial o financiera con el que lograron, auxiliados por la inteligencia y el esfuerzo,   —52→   organizar y hacer funcionar con éxito negocios de la índole más diversa. En muchos refugiados estaban latentes, y así hubieran permanecido indefinidamente de no sobrevenir la emigración, relevantes aptitudes para la vida de los negocios. La tenacidad, el entusiasmo y la capacidad de trabajo que en España orientaban en otros sentidos: luchas políticas, trabajos rutinarios sin horizonte, aplicados a fines de lucro, hicieron en América la fortuna de no pocos exilados. Es una realidad que actualmente existe un número bastante grande de refugiados que tienen que ser catalogados como pequeños y en no pocos casos grandes burgueses.

Que yo sepa no figuró nunca entre los medios que para hacer de España una nación rica y poderosa sugirieron sus arbitristas, el de proceder a un trasiego de españoles a América en grandes masas. Si estos jóvenes países hispanoamericanos aceptaran la idea se podrían ir trasladando sucesivamente los pobladores de las diversas regiones españolas a algunos de ellos para que permanecieran un período de tiempo de, por lo menos, unos diez años. Se comenzaría por trasegar a los iberos más rebeldes, como por ejemplo a los de Asturias, Vascongadas y Levante, para continuar poco a poco con los de las demás regiones de España. La decisión de traer a los catalanes en masa sería cosa de considerar muy detenidamente, pues pudiera representar un peligro evidente: el de que surgiera entre ellos un movimiento irredentista que los impulsara a apoderarse de toda. América, incluidos los Estados Unidos. Terminando el experimento y vueltos los españoles a sus regiones de origen, en la que aquí se llama, a veces, la Madre Patria, al cabo de un siglo o dos -¡qué importan decenios más o menos en una experiencia etnológico-cívica de tan extraordinaria magnitud!-, España se vería libre -si hemos de hacer caso de lo de los caracteres adquiridos- de inquietud político-social por muchísimo tiempo.

Voy a tratar de describir a grandes rasgos lo que fue el mundo de los negocios de la emigración. La descripción, evidentemente incompleta, se circunscribe a México, aunque en otras naciones hispanoamericanas los refugiados cuentan también en   —53→   su haber con realizaciones brillantes en el campo de los negocios. Pudiera ir de menos a más al dar cuenta de estas actividades, pero prefiero comenzar por arriba. Al poco tiempo de su llegada a México, un exiliado, financiero de abolengo, supo inspirar a capitalistas mexicanos la suficiente confianza para que aportaran el capital necesario para la fundación de un Banco que pusieron bajo su dirección. El rojo fundador y, mucho menos, naturalmente, sus asociados mexicanos, no se acordaron para nada a la hora de bautizar la institución del apotegma proudhoniano, y, tranquila y sencillamente, le pusieron el nombre de Banco de la propiedad. Pero la cosa no paró ahí, sino que el Banco comenzó a proliferar -dejando a un lado sus sucursales de barriada- y actualmente creo que son dos o tres más los que trabajan complementariamente con el que primero se fundó. En otro lugar de este libro hago referencia a una revista editada por el Banco de la propiedad, en la que la literatura, la filosofía y la crítica de arte restan aridez a las imponentes columnas del activo y del pasivo. Este desusado espíritu en una publicación de carácter financiero, lo llevó también el Banco a sus anuncios en su propia revista. Veamos un ejemplo: en lo alto de una página y en gruesas letras rojas se lee: Cédulas y bonos hipotecarios al 8 %. Esto no deja de sonar demasiado utilitaria. Comprendiéndolo así, los dirigentes del Banco de la Propiedad se apresuran a neutralizar esa impresión con una reproducción fotográfica de la Victoria de Samotracia, a cuyo pie se lee: Valor inmutable, y debajo: Seguridad, Garantía, Valor permanente, Liquidez. Lo que sigue no importa, después de la alusión clásica, aunque sea tan poco clásico como esto: Hipotecas garantizadas por fincas urbanas.

Otro exilado dirige una fuerte entidad financiera con múltiples ramificaciones industriales. Este organismo constituye ya una recia palanca en la vida económica de México. Caso análogo ocurre en Cuba con otro emigrado, y en Colombia, en cuya vida financiera e industrial interviene otro muy activamente. Importante empresa fundada por emigrados fue la Compañía Constructora El Águila, que ha llegado a figurar entre las más destacadas   —54→   de México y ha realizado y realiza actualmente obras públicas de la mayor importancia, tales como embalses, canalizaciones, carreteras, caminos y ferrocarriles. Los creadores de esta empresa son ejemplo de cómo con honradez, capacidad, y férreo espíritu de trabajo se puede triunfar, a pesar de lo exiguo de los medios económicos iniciales.

Negociación también muy destacada es la Compañía mexicana de comercio exterior. Esta Compañía, se dedica al comer de importación y exportación en gran escala de productos de muy diversa naturaleza. Fabrica, además, un ron que ha alcanzado una gran difusión y popularidad. Un aspecto curioso de sus actividades es el siguiente: en una de sus fábricas se refina diariamente una enorme cantidad de parafina destinada a la fabricación de veladoras, o lamparillas votivas. A nadie que penetre en una iglesia mexicana dejarán de llamarle la atención los pequeños mares de llamitas trémulas de dichas veladoras colocadas en vasos de todos los colores ante las imágenes veneradas. Una ramificación de la Compañía de importación y exportación es la Compañía general de insecticidas, creadora de uno que parece abrir nuevas perspectivas en la lucha contra las plagas del campo. En los anuncios de este insecticida hay también una nota enteramente desusada en materia publicitaria y que corro la tendencia de los refugiados a poner, aun en las cosas más prosaicas, la pincelada que las dignifique o que les preste pathos. Veamos: en la parte superior izquierda del anuncio, sobre un fondo morado, se lee: Plagas sobre la humanidad. A la derecha, también arriba; esto otro: Lo que quedó de la oruga comió la langosta, y lo que quedó de la langosta comió el pulgón; y el reventón comió lo que del pulgón había quedado (Joel, Cap. I, Versículo 4). En medio de un grabado a lo Doré de ambiente bíblico, hombres de torso desnudo tratan de recoger las esquilmadas mieses sobre las que se precipitan nubes de voraces insectos que otros hombres tratan de ahuyentar con las llamas y el humo de sus antorchas, en tanto que el dueño de la hacienda vuelve su rostro al cielo y levanta los brazos a lo alto en actitud de imploración desesperada. Al pie del grabado se   —55→   lee lo siguiente: «Como un dramático azote, la humanidad tiene que luchar con las más destructoras plagas desde los tiempos bíblicos, pero hoy, los progresos maravillosos de la ciencia...»

Si pasamos a las realizaciones en el campo industrial, se destacan como las más importantes las efectuadas en el ramo de la siderurgia e industrias afines. Entre los establecimientos de este ramo fundado por exilados figuran: Aceros Ecatepec; Hierro maleable; Fundiciones de hierro y acero; Manufacturas metálicas; Tor Mex; Aluminio Eco; Aceros esmaltados; Productora ferretera mexicana; Perfiles y ventanas, y Siderúrgica mexicana. De la importancia de dichas industrias dará idea el hecho de que en alguna trabajan hasta ochocientos obreros, y que el total de los que laboran en industrias metalúrgicas o afines fundadas por refugiados, solamente en la Capital, quizá ascienda actualmente a cuatro o cinco mil. Además, hay que tener en cuenta varias industrias metalúrgicas fundadas también por refugiados en las provincias.

Una de las primeras industrias creadas por exilados en México fue la Destilería española, S. A. Iniciada modestamente se transformó pronto en una importante empresa de exportación en la que llegaron a trabajar más de doscientos obreros. Los licores producidos por la fábrica se exportaban casi en su totalidad a los Estados Unidos. Eran los tiempos de la segunda Guerra Mundial. Las exigencias del Gobierno americano, de que la mercancía se embotellara, como requisito indispensable para su aceptación, hizo que los fundadores de la destilería adquirieran una pequeña fábrica de vidrio de instalación rudimentaria pero que, a pesar de todo, podía producir un considerable número de botellas al día. Logrados los apoyos financieros necesarios, la fábrica, ampliada y remozada, se convirtió en la Fábrica nacional de vidrios. En ella se incrementó la producción de un millón quinientas mil botellas, en 1947, a treinta millones en 1952. Esta industria, transformada por refugiados, ha representado una valiosa cooperación al proceso de industrialización de México.

Los mismos fundadores de La Nacional, crearon Arena sílica industrial de México, S. A., destinada a la industrialización de   —56→   dicha arena, materia prima fundamental en la producción de vidrio. Esta fábrica ha llegado a industrializar unos siete a ocho millones de toneladas por año en su planta de transformación y aprovechamiento, reportando un beneficio de más de ocho millones de pesos a la economía del País, obligado antes a fuertes importaciones que superaban las cien mil toneladas al año. Esta planta, la primera mediante la cual se ha puesto en valor materia prima imprescindible para industrias básicas de México, está dirigida por un técnico mexicano. Otra industria también fundada por refugiados es Productos industriales de México, S. A., y se dedica a la obtención e industrialización de feldespato, dolomita, ónix y cal.

La primera fábrica de hojas de rasurar fundada en México, lo fue por refugiados, con capital mexicano.

En la industria de la decoración y el mueble destacó Ras Martín y cía., negociación que dio un fuerte impulso a las instalaciones de locales comerciales, bancarios, cafés y restaurantes, y trabajó mucho también en el amueblado y decoración de residencias particulares, así como en el trazado de jardines. Otra importante fábrica dedicada a muebles es Muebles Catalonia. En la industria de la madera hay que mencionar a Talleres técnicos generales, dedicados a la producción de duelas y parquets.

En el ramo de la industria tipográfica los exilados fundaron, desde la pequeña imprenta, hasta el establecimiento grande dotado con la maquinaria más moderna.

Refugiados fueron asimismo los que contribuyeron a la organización de Sosa Texcoco para la producción de álcalis y a la de Carburo, S. A., en Guadalajara. En la industria farmacéutica figuran los Laboratorios I. Q. F. A., Farbar, y Valdecasas, además de Labys, dirigido por exilados.

Los refugiados impulsaron también los negocios de pesca, destacando en este renglón la organización Armadores Unidos, de Guaymas, que cuenta con una importante flotilla de barcos destinados a la pesca del camarón. Al lado de estas negociaciones mayores, cuya lista aunque muy incompleta, da, a mi juicio, idea aproximada de lo que fue el espíritu de empresa de la emigración,   —57→   figuran otras muchas destinadas a la producción, en mayor o menor escala, de los productos más diversos: cerrajería, marcos para cuadros, cristal cortado, aparatos eléctricos, pinturas, materiales de cubrición y muchas cosas más.

Entre los establecimientos comerciales abiertos por exilados figuran dos o tres muy importantes de material para artistas pintores, dos muy selectos dedicados al arte religioso, que ofrecen magníficas creaciones y reproducciones en bronce y madera, tallas bellamente estofadas, retablos, custodias y todo lo relacionado con el culto religioso; todo ello muy lejos, por la autenticidad y el sentido artístico, de la horrenda imaginería religiosa habitual; unas cuantas librerías, de las que me ocupo después con más detenimiento; varias ferreterías, comercios para refacciones de coches, varias mueblerías, seis u ocho farmacias, dos o tres establecimientos de artículos típicos mexicanos, varios de aparatos de radio y televisión, una o dos pescaderías, varias tiendas de vinos, licores, conservas, carnes frías, quesos, etc. -en este campo, el dominio de los españoles en México es absoluto-, una tienda muy fina de artículos de piel, un taller y tienda de ropa para cocineros, varios comercios muy bien instalados de vestidos de señora, y muchos de ropa para niños. Podría seguir enumerando, pero la lista se haría pesada.

La cosmética

Después de pensarlo mucho, sin acabar de encontrar sitio adecuado para su intercalación, me decidí a referirme a continuación a una muy especial actividad de la emigración: la cosmética, que ocupó un puesto no desdeñable. Los elaboradores de colonias, sin llegar a industrializarlas en gran escala, las lograron de calidad muy aceptable. Fueron figuras familiares en los exilados, con las que no raramente se tropezaba en la calle, la del madrileño Álvarez, ingeniero de profesión, floridamente grueso, llevando al brazo una grande y pesada bolsa llena de colonias, jabones y pomadas; la del simpático catalán Farré I Pie, vistiendo siempre sobre su traje una inmaculada bata   —58→   blanca, de las de médico, y al cuello la angosta cinta-corbatín, casi, casi, distintivo nacional catalán; la de Pedro Antón, y algunos otros.

Pero quien más se destacó en el ramo de la cosmética fue una mujer: Madame Miluk. Al referirme a ella prefiero dejar la palabra a Margarita Ponce, redactora del periódico Excélsior de México, que la entrevistó. Escribió así Margarita Ponce: «Desde Eva, pasando por Cleopatra, hasta nuestros días, la mujer se ha apasionado por el tema de la belleza y sus secretos... En México, el nombre de Madame Miluk es la palabra mágica que transforma, conserva y embellece la delicada piel femenina. ¿Quién es Madame Miluk? Una encantadora dama de la nobleza española, toda ella refinamiento y educación... Rostro sereno de madona... Facciones perfectas... Cutis fresco que no acusa la menor huella del tiempo; ojos expresivos de color violeta. Hace nueve años llegó a México. Madame Miluk habla: Mi nombre de soltera, Emilia de Gorriti... De pequeña me decían Miluca... Estudié dermatología fascinándome todo lo relacionado con la belleza. En París estuve con Bitterling; después abrí mi propia casa en Champs Elysees y de ahí pasé a Bruselas. Madame Miluk -le pregunta Margarita Ponce- dicen que hay algo de brujería en sus acertados tratamientos para la belleza... y que, además, es usted una especie de ‘doctora corazón’. ¿Qué hay de cierto? Nuestra entrevista sonríe francamente contestando: No es brujería... Es psicología, ‘ojo clínico’ o instinto de profesión, como quiera usted llamarle. Estudio a fondo los problemas físicos y psíquicos de mis clientes; les hago un verdadero examen médico, les analizo la piel, pues en ella y en la expresión del rostro se refleja el estado de ánimo. La entrevista termina así: ¿Cuál es el secreto de su éxito, Madame Miluk? Vigilar especialmente el ritmo de vida de mis clientes, me gusta servirlas y no desfallezco en mi tarea. Tengo registrados más de 1500 nombres de los cuales 500 son de clientes constantes. Todas mis aplicaciones son a base de jugos de frutas naturales, reforzados con vitaminas y aminoácidos.»

Una exilada elaboró un extracto de embriones de pollo, destinado   —59→   a la conservación y embellecimiento del cutis, que ha tenido mucho éxito. Isabel Richard de Custodio publicó un libro acerca de la mejor manera de adelgazar, y colabora asiduamente en Excélsior, dando sabios consejos para que las damas conserven o acrecienten, cuando esto es posible, su belleza.



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ArribaAbajoAgricultura

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Una de las cosas que en tono de chanza unas veces, o de censura, otras, se les echó en cara repetidamente a los refugiados fue la de que habiendo sido admitidos en el País, muchos de ellos a título de cultivadores de la tierra, habían preferido la ciudad, volviendo la espalda al campo y a sus duras faenas. La censura distaba mucho de estar justificada. Hubo, en efecto, refugiados admitidos en México como campesinos, que jamás habían puesto los pies sobre una tierra arable o cavable, y firme decididos, por supuesto, a no hacerlo en los días de su vida. Otros que sí estaban verdaderamente dispuestos a trabajar en el campo, o no pudieron hacerlo por circunstancias diversas que no son de mencionar aquí, o habiendo comenzado tuvieron que desistir. Sin embargo, pese a todo, los exilados han dejado su huella en la agricultura mexicana, especialmente en lo que se refiere al cultivo de la vid y del olivo. Las realizaciones agrícolas de la emigración están, en gran medida, estrechamente asociadas a la figura de Adolfo Vázquez Humasqué. Pero antes de ocuparnos concretamente de los trabajos de éste, ofreceré en resumen lo principal de lo hecho en materia agrícola por los refugiados, para lo cual me serviré de datos que figuran en publicaciones de tan distinguido ingeniero agrónomo.

No mucho tiempo después de llegar los emigrados se fundó en Chihuahua una explotación agrícola colectiva: la Colonia de Santa Clara. Fueron roturadas ocho mil hectáreas que se dedicaron al cultivo de cereales y leguminosas. También se crió   —62→   ganado. Se hicieron en la Colonia numerosas construcciones para el alojamiento de los colonos y sus familias. Al mismo tiempo, se arreglaron caminos y se habilitaron otros para la comunicación con la carretera principal que va de Chihuahua a Ciudad Juárez. Señala Vázquez Humasqué, que la colonización ya ha dado vida a todo el contorno al que han afluido agricultores y ganaderos mexicanos, logrando por este esfuerzo poblar aquella antes desolada región y revalorizar el terreno que, aun sin contar las obras de mejora permanente, ha triplicado su precio unitario en aquellos valles de serranía. La Colonia se constituyó en principio con unos trescientos cincuenta colonos y sus familias. Posteriormente se redujo a los que voluntariamente quisieron con allí por ser de antiguo agricultores. El progreso de aquel trozo de territorio de la República, por la obra colonizadora de la emigración política española, es evidente y ya indestructible, señala Humasqué.

Como es natural, tratándose de españoles, el de la vid y el olivo fueron los cultivos que suscitaron más interés y a los que se dedicó el mayor esfuerzo. José Salinas Iranzo impulsó en las zonas de Monterrey y Parras la vitivinicultura, dando auge a la Vinícola del Norte, S. A. De la pericia con que él y sus colaboradores trabajaron, testimonia el hecho de que en la exposición vinícola de Montpellier fueron premiados con los más altos galardones algunos de los productos de la Casa. En Torreón, Coahuila, Abraham Lahorden dio enseñanza práctica del cultivo de la vid y de la elaboración de vinos. En Pachuca, Hidalgo, Antonio Martínez Artez, parralero, creó por cuenta del Gobierno del Estado unos viveros de vid, haciendo muchas plantaciones en el Valle del Mezquital. Otro refugiado que se dedicó a la elaboración de vinos fue José Roig Guitart, en el Distrito de riego de Pabellón, Aguascalientes, explotación financiada por el Banco de crédito agrícola. Finalmente, Simón Paniagua Sánchez trabajó en el cultivo de la vid en el Distrito Agrícola de Tijuana y Ensenada, en el Territorio Norte de la Baja California. No puedo precisar hasta qué punto se han emulado las glorias de la Rioja o de Valdepeñas, pero es indudable que la vitivinicultura   —63→   experimentó en México en estos últimos años un gran impulso, debido, en buena parte, a la obra de exilados españoles.

Don Adolfo Vázquez Humasqué, figura destacada, simpática, cordial, de la emigración, dedicó muchísimo esfuerzo y entusiasmo, aunados a su alta capacidad técnica, en pro de la agricultura mexicana, especialmente del cultivo del olivo. En su interesante publicación El cultivo del olivo en México -ponencia premiada, presentada a la Convención Forestal, en agosto de 1942- señala al olivo como especie no apropiada para la reforestación, no susceptible de ser aprovechada por el hombre en su producción natural, como las especies genuinamente forestales, sino a través de un cultivo más o menos prolongado, y añade que, pese a esto, el olivo puede resolver, en pequeña parte, el problema de los montes mexicanos arrasados. Vázquez Humasqué se refiere en la publicación mencionada a «disposiciones restrictivas de la metrópoli» que impidieron el natural desarrollo del cultivo del olivo en México -alude, sin duda, a las Pragmáticas Reales que llegaron a prohibirlo-, que terminó por extinguirse, juntamente con el de la vid y el de la morera. Expresa su creencia de que no hay razón científica que se oponga al arraigo del género «olea» en México. La monografía de Vázquez Humasqué abunda en interesantes consideraciones y datos técnicos: zonas geográficas más apropiadas para el olivo, influencias meteorológicas y climáticas, reglas generales para el fomento de los olivares, economía del olivo, etc. En el terreno práctico, Vázquez Humasqué contribuyó a la formación de viveros de olivo en Zitácuaro, Michoacán, donde ya está en pleno desarrollo una zona olivarera de gran porvenir, y en distintos lugares de los Estados del norte y centro de México que, afirma; son promesa de auge olivarero en todo el país, que habrá de influir grandemente en el progreso agrícola nacional. Vázquez Humasqué fue encargado por organismos oficiales de crear un olivar en el Valle de Guadalupe, en el Territorio Norte de la Baja California, para el que se dedicó un predio de mil hectáreas, constituyéndose así la primera unidad olivarera.

El dinámico ingeniero destacó no solamente en actividades relacionadas   —64→   con la técnica agrícola, sino en otras de tipo social asistencial. Entre ellas figuran sus trabajos para la institución del seguro agrícola cuyo proyecto expuso en una ponencia presentada al Primer congreso interamericano de campesinos y agrónomos celebrado en México en 1949. La ponencia se tituló: El seguro agrícola integral de la cosecha mínima. En ella precisa el autor las condiciones básicas de tal seguro: que sea general, obligatorio, mutualista, que cubra la cosecha mínima y sea condicionado, limitado y reducible. Los proyectos de Vázquez Humasqué han fructificado bajo los auspicios del gobierno mexicano en realizaciones prácticas que han hecho posible que un buen número, que va creciendo cada día, de labradores mexicanos, disfruten actualmente de los beneficios del seguro de la cosecha contra el granizo, la helada, la sequía, las inundaciones, los vientos, el incendio y las plagas. La financiación de éstos seguros se realiza por el Banco Ejidal, y por otras instituciones, tales como la Mutualidad de seguros agrícolas, de la Laguna. Las normas de estructuración de estos seguros se trazaron teniendo en cuenta los proyectos de Vázquez Humasqué quien, además del arduo trabajo que suponen los complicados cálculos imprescindibles para que una institución de seguro no vaya al fracaso económico, tuvo tiempo, después de atender a otras muchas ocupaciones, para colaborar asiduamente en revistas y periódicos, sobre temas relacionados con la agricultura, y fundar y orientar un semanario: Agricultura práctica que comenzó a publicarse en 1945. Agustín Cano, ingeniero agrónomo, impulsó la agronomía en Chile, así como la Escuela Agronómica; actualmente es decano de la Escuela de Agricultura en la Universidad de Valdivia.

Como en todos los órdenes de las actividades de la emigración, en éste de la agricultura, al lado de la empresa de alto empeño, figuró la explotación, modesta unas veces, no tanto otras, llevada a efecto con pequeños o medianos capitales privados. Antes de terminar la reseña de las actividades agrícolas de los emigrados se impone mencionar el nombre del ingeniero agrónomo José Luis de la Loma, profesor de Genética de la Escuela   —65→   Nacional de Agricultura de Chapingo, y alto funcionario técnico de la Secretaría de Recursos Hidráulicos, cuyos trabajos científicos en el campo de la selección de semillas de gran rendimiento, se han reflejado en un considerable aumento de aquel por unidad de superficie sembrada, especialmente de maíz y de otras plantas. Por lo expuesto, se deduce que lo hecho por los refugiados en agricultura, no es desdeñable, ni mucho menos.



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ArribaAbajoTeatro y cine

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Como la enumeración de actividad es de industria y comercio ya fue bastante amplia, considero que es hora de volvernos hacia otros panoramas. Vamos a asomarnos al teatro y al cine que, mal o bien, sostuvieron a bastantes refugiados.

El teatro

En efecto, las gentes de teatro llegadas a América como emigrados no escasearon. Entre las actrices figuraron Margarita Xirgu, Pepita Díaz, Amparo Villegas, Pepita Meliá, Carmen Collado, Micaela Castejón, Magda Donato, Consuelo Guerrero de Luna, Asunción Casals, Ana María Custodio, Rosita Díaz Jimeno, Encarnación Ascoya, Emilia Guiu, Amparo Morillo, Pepita Morillo, Aurora Segura, Sara López, Blanquita López, María Herrero, Gloria Rodríguez, Alicia Rodríguez, Azucena Rodríguez, Pilar Sen, Maruja Sen y Carmen Salas, que se hizo actriz en México. Éste es también el caso de María del Pilar Crespo y de Ofelia Guilmain, figura, ésta, muy relevante actualmente del teatro mexicano.

A esta lista de actrices hay que añadir, destacándolo, el nombre de María Casares, por las extraordinarias circunstancias que concurrieron en su revelación como gran figura de la escena. Obligada, siendo muy joven, a expatriarse de España, al cabo de no mucho tiempo comenzó a revelar insólitas dotes de actriz. Éstas y un admirable dominio de la lengua francesa, le abrieron   —68→   las puertas de la institución de máximo rango teatral en Francia: La Comédie Française, en la que obtuvo éxitos memorables encarnando a algunas de las protagonistas de obras del teatro clásico. María Casares ha formado y forma parte también de grupos teatrales que cultivan el drama y la comedia modernos, distinguiéndose en la interpretación de estas obras actuales de igual modo que en las del teatro clásico. María Casares se mantiene hoy en la curiosa posición de máxima figura entre las actrices españolas, sin haber pisado un escenario español y sirviéndose del francés como medio expresivo en sus magistrales interpretaciones.

Entre los actores se contaron: Benito Cibrián, Pedro López Lagar, Ángel Garasa, Manuel Collado, Manuel Nogales, Enrique García Álvarez, Alfredo Corcuera, Francisco Ledesma, José Mora, Nicolás Rodríguez, José Pidal, José Baviera, Gabriel Espinosa, Francisco Valera, Antonio Bravo, J. Galeano, Luis Alcoriza, Jesús Valero, Rafael Banquells, Rafael Labra, Pitouto, Luis Mussott, Carlos Martínez Baena, José Cibrián.

En México se iniciaron como actores José Luis Caro, Manuel García, Lorenzo de Rodas, Augusto Benedico, Manuel Casanueva, Luis Mussott hijo, Francisco Reiguera, Carlos Baena hijo, Antonio Herrera, Antonio Passy y Germán Robles. Entre los cantantes de zarzuela, hay que mencionar a María Badía, Loló Trillo, Pepita Rolland, Carmen Soler, Dorina D. Diso, Manuel Pineda, Ortiz de Zárate y Antonio Palacios. Han fallecido en México los siguientes actores: José Morcillo, Santiago Imperial, Andrés Novo, Alejandro Cobo, Roberto Banquells, Roberto Banquells hijo, Galeano José Pidal y Manuel Nogales.

No era muy intensa la vida teatral en México cuando llegaron los exilados. Floreciente en épocas anteriores, languidecía bastante, precisamente por aquellos días. Funcionaban, y no continuamente, los teatros Fábregas e Ideal, dedicados preferente a comedia y drama; el Iris, el Lírico y el Follies, a la opereta y a la revista, y el Arbeu, principal centro zarzuelero. La sala del Virginia Fábregas que fue derruida y en cuyo solar se levanta ya un nuevo teatro con el mismo nombre de la gran actriz   —69→   mexicana, era pequeña, en forma de herradura, con la tradicional decoración en oro y rojo y con bastante carácter. La del Ideal, también ya demolida, era una salita de reducidas dimensiones, de configuración rectangular, de ambiente acogedor y que recordaba a la del Teatro Lara. Presidiéndolos a todos estaba y está el Teatro de las Bellas Artes, ostentoso marmóreo, de convencional estilo neoclásico, legado del porfirismo, que lo mismo puede servir de teatro que de panteón de las Bellas Artes.

Decía que la vida teatral era bastante lánguida y precaria. El público iba siendo completamente absorbido por el cine. Ante tal situación fueron admirables el espíritu y el tesón de los artistas exilados. No bien repuestos de un descalabro -y éstos eran frecuentes- volvían a sacar fuerzas de flaqueza y se lanzaban de nuevo a la brega con ánimo renovado, como si nada hubiera acaecido. Los artistas de zarzuela fueron quienes demostraron mayor constancia, y, ante los fracasos, una mayor capacidad de resistencia, así como inquebrantables energía y voluntad para lograr una pronta recuperación. A intervalos más o menos cortos se organizaron temporadas de zarzuela representándose las obras del período glorioso del género, tales como La bruja, La viejecita, La tempestad, La verbena de la Paloma, Agua, azucarillos y aguardiente, Marina, El pobre Balbuena, Gigantes y cabezudos, La alegría de la huerta, Las musas latinas, La Revoltosa, La gatita blanca, y algunas otras. Se representaron también las obras que han sido como los últimos brillantes destellos antes del apagamiento final del género zarzuelero: Doña Francisquita, Maruxa, Luisa Fernanda. Cuando las temporadas tendían a languidecer, se acudía al remedio heroico: Las Leandras, siempre triunfantes. A los refugiados nos cupo, creo yo, la triste suerte de contemplar el melancólico fin del género zarzuelero, su entrada en la historia, estimo que de modo mucho más vivo a como haya podido contemplarse en el propio Madrid, y fuimos testigos de los esfuerzos que nuestros artistas hicieron, vanamente, para infundirle nuevo aliento y tratar de prolongar su vida.

Como sustitutivo de la zarzuela, en trance de muerte definitiva,   —70→   los refugiados se acogieron al folklore, en su mayor parte importado de España, y esto, no porque a la emigración le faltaran dignos representantes de lo cañí, pues el gran Sabicas, Millet, Peña y sus Gitanas, Ana Rioboo y Pepita Muñoz -las simpáticas chiquillas, de excepcional intuición y sentido artístico para el baile flamenco-, y algunos otros, salieron por los fueros de lo castizo; los dos primeros como excepcionales virtuosos de la guitarra y los demás como excelentes bailaores. Pero estos artistas fueron desbordados por una lamentable modalidad, bastante dominante en España ya antes de la guerra, pero que culminó después. Me refiero a la cupletización del cante jondo y a la adulteración -bautizada como estilización- del baile flamenco. A México llegaron de España varias compañías que cultivaron estos géneros híbridos. Pero lo que constituyó una grave epidemia fueron unas pequeñas orquestas integradas por no malos instrumentistas, ésta es la verdad, pero ridícula y extravagantemente vestidos, que tocaban y cantaban piezas con una letra indescriptiblemente estúpida y una musiquilla pegadiza y ramplona, alejadísimas una y otra, tanto del arranque y la fuerza del cantar o la copla castizos, como de la gracia picaresca de la tonadilla y del buen cuplé. Los discos y ese diabólico engendro que es la sinfonola, se encargaron de meternos por el cráneo, como berbiquí de cirujano, aquello de: La española cuando besa, Guapa, y muchas otras canciones. Fue una temporada cuyo recuerdo despierta en uno sentimientos musicidas... de determinados música y músicos... claro está. A aquella plaga vino a sucederle otra: la de unas quejumbrosas y lánguidas cancionistas italianas que no daban traza de acabar de despedirse de Roma. Entre ambas tuvimos a los melifluos canzonetistos del ¡Oh París!

En contraste marcado con los espectáculos de mixtificado folklore, estuvo el presentado en México por Miguel de Molina, extraordinariamente cuidado en cuanto a las canciones -seleccionadas entre lo más castizo de la música popular española-, decorados, vestuario y juego escénico; algo espléndido que lamentablemente no contó con imitadores. Aun cuando no exilada, es   —71→   de justicia mencionar a Carmen Amaya, artista nómada, como cuadra a su estirpe, que, por debajo de las adherencias que al paso por tan diversas tierras se van depositando sobre su arte, conserva siempre en él, vivo, el rescoldo de lo verdaderamente castizo. Y, por último, un recuerdo también para Conchita Piquer -tampoco exilada-, cultivadora con dignidad, gracia y señorío, del arte ligero y amable al que dieron brillo la Fornarina, Raquel Meller, Amalia Molina... y al que está reviviendo casi universalmente El último cuplé, que hizo en México alguna temporada en los últimos años.

Pasemos ahora a la comedia y el drama. Una de las primeras obras que se montaron en México por refugiados fue Mujeres, de Claire Boothe Luce, la que ha sido embajadora de EE. UU. en Roma, dando mucho que hablar por su mucha o poca diplomacia. En el reparto de Mujeres, en la que no hay personajes masculinos, intervinieron más de veinte actrices. La obra tuvo mucho éxito y alcanzó un gran número de representaciones en el Teatro de Bellas Artes. Pepita Meliá y Benito Cibrián hicieron lucidas temporadas en el Arbeu, representando, entre otras obras, Nada menos que todo un hombre, de Unamuno, en la que Cibrián obtuvo grandes triunfos en el papel del protagonista, como ya los había obtenido antes en España. Los Cibrián pusieron numerosas obras de los principales autores españoles, descollando Pepita en la encarnación de alguno de los más importantes personajes femeninos de los hermanos Quintero.

Poco después, por los días a que me estoy refiriendo (años 40 a 41), se efectuó una brillante temporada, también en el Bellas Artes, con La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, que obtuvo un éxito rotundo, permaneciendo mucho tiempo en el cartel. La sinfonía inacabada, Los árboles mueren de pie y La dama del alba, de Alejandro Casona, fueron la base de temporadas efectuadas en el Arbeu y en el Fábregas por Pepe Cibrián y Carmen Salas, y la eminente actriz mexicana María Teresa Montoya.

Se hicieron intentos en el campo del teatro clásico español -antes d e la creación por Álvaro Custodio del Teatro Español de   —72→   México-, de los que recuerdo especialmente el realizado por el actor Enrique García Álvarez, que consiguió que un desprendido ciudadano mexicano arriesgara una bonita suma de pesos para montar uno o dos Autos Sacramentales de Lope de Vega. Durante unas cuantas noches, muy pocas, tres docenas escasas de semialetargados espectadores se sentaron en las butacas del viejo y simpático Teatro Fábregas, intentando penetrar las lopescas tiradas literario-teológicas. Todo parecía indicar que García Álvarez al organizar aquella temporada se había forjado ilusiones de éxito fundadas en la acendrada devoción religiosa que impera en México. Pero los devotos consideraron mejor atenerse a los habituales medios de alimentar su fervor y, pese a la recomendación arzobispal, el resultado económico fue desastroso.

Cipriano Rivas Cheriff, que se incorporó a la emigración con retraso de varios años -los que estuvo encarcelado en Madrid- bien llegado a México reunió a un grupo de artistas, en su mayoría noveles, que representó bajo su dirección La vida es sueño, con Miguel Maciá en el papel de Segismundo, y el concurso de Carmen Salas y de la declamadora cubana Dalia Íñiguez.

Ángel Garasa fue la figura central de temporadas de teatro cómico; lo mismo que Consuelo Guerrero de Luna, siempre simpática, inteligente y graciosa. Pero, lamentablemente, la crisis del teatro se fue agravando, algunos actores abandonaron México y los demás fueron acomodándose poco a poco en el cine, y más tarde en la televisión.

En 1953 Álvaro Custodio fundó el Teatro Español de México con elementos mexicanos y españoles, entre los que se contaron Amparo Villegas, Ofelia Guilmain, Magda Donato e Ignacio López Tarso, joven y ya brillante actor. Son muchas las obras clásicas del repertorio del Teatro Español de México: La Celestina, Las mocedades del Cid, La discreta enamorada, La hidalga del valle, El alcalde de Zalamea, La vida es sueño, El gran teatro del mundo, El cerco de Numancia, Castigo sin venganza, Reinar después de morir y Don Juan Tenorio. La realización de mayor éxito -con haberlo obtenido, y seguir teniéndolo todas-, fue   —73→   la representación al aire libre, en la hermosa y castiza plaza de Chimalistac, de Fuente Ovejuna. El escenario, tan adecuado, los actores y actrices muy acertados todos ellos, la propiedad en el vestuario, el adecuado movimiento de los numerosos grupos, la iluminación, todo contribuyó a hacer de esta representación de Fuente Ovejuna un acontecimiento teatral. Custodio realiza con su Compañía excursiones por las capitales y los pueblos de la provincia mexicana llevando a cabo una obra de difusión que, en algún aspecto, recuerda a la efectuada por La barraca, en España. La labor de Álvaro Custodio, por el tesón con que la realiza, por la inteligencia con que la conduce y por la finalidad que la inspira, o sea la de difundir una de las expresiones más ricas y significativas del pensamiento español cual es la del teatro clásico, quedará como una de las más destacadas entre las llevadas a cabo por la emigración.

Rafael Martín Nadal, lector del King’s College de la Universidad de Londres, organiza en Londres anualmente y con sus alumnos de español de su colegio Nadal, representaciones de obras de Lope de Vega, Lope de Rueda, Calderón y otros clásicos españoles.

Francisco Gil Vallejo actor de muchas dotes fundó en Londres una compañía dramática: La farándula, con la que realizó muy aplaudidas representaciones de El alcalde de Zalamea, La casa de Bernarda Alba, Las de Caín y algunas otras.

Ya me referí anteriormente a la crisis teatral que sobrevino en México. Pero he aquí que hace dos o tres años, cuando la crisis estaba en su culminación, ocurrió lo que, mirándolo bien, es natural -pues de las crisis o no se sale porque hacen sucumbir o se sale con renovados bríos. Ocurrió, digo, que poco a poco, entre tanteos, intentos fallidos, orientación más o menos segura, se inició y se fue expandiendo un movimiento teatral, al principio en salas pequeñitas, improvisadas; con actores principiantes los más de ellos, pero con un gran entusiasmo y afición. Y este movimiento ha ido creciendo, y los actores mejorando, y las salas ganando en comodidades y belleza en la instalación, hasta llegar al momento actual en que funcionan en   —74→   México veinte o más teatros, algunos de bastante capacidad, con compañías bien conjuntadas que se van superando cada día. De la crisis se ha pasado a lo que tiene todas las trazas de convertirse en un verdadero auge.

En este punto es obligado un recuerdo para el inolvidable Enrique Díez Canedo, que en 1939 publicó en México un libro pequeño pero lleno de enjundia: El teatro y sus enemigos (Ed. El Colegio de España en México, 1939), en el que con certera y penetrante visión de profundo conocedor de los problemas del teatro, escribió: «Se salvará el teatro como tal teatro en dos direcciones. Una, acogiéndose a las salas íntimas, creando a fuerza de refinamiento y selección de artistas conscientes, de primor en las presentaciones escenográficas, una nueva especie de snobismo que, superándose, llegará a tener fuerza expansiva y a ensanchar poco a poco su círculo de acción. La otra dirección ha de ser la vuelta al gran espectáculo al aire libre y de muchedumbre, con el cual no pueda competir el cinematógrafo, ni aun reflejándolo. En cuanto se llegue a definir el carácter propio de esos espectáculos teatrales considerándolos, no como resurrecciones arqueológicas que pueden tener su interés, sino de manera primor, como expresión de los tiempos, el teatro verá abrirse nuevos caminos delante de sí». Las cosas han ocurrido en México, cual lo predijera Díez Canedo, en relación con el teatro en el mundo.

El cine

El cine mexicano dio trabajo a bastantes refugiados, como más tarde lo hizo la televisión. Muchos de los actores y actrices que mencioné al ocuparme de las actividades teatrales de la emigración actúan en él. Como directores intervinieron Luis Buñuel, Eduardo Ugarte, Miguel Morayta y Carlos Velo. Como autores y adaptadores Paulino Masip, Víctor Mora, José Carbó, Justo Rocha, Álvaro Custodio, Sebastián Gabriel, Max Aub, Antonio Suárez Guillén, Mario Calvet, Ángel Villatoro, Criado Romero, Jaime Salvador, Navarro Costabella y Pomares Monleón.   —75→   Entre los escenógrafos se cuentan: Manuel Fontanals, Francisco Marcos y Marco Chilet, como escultor en yeso, José Agut y como rotulista Manuel Pedroche. Compusieron música para el cine, Gustavo Pittaluga, Rodolfo Halffter, Francisco Gil, Carlos Ordóñez y Díaz Conde.

Entre los directores, el más discutido y el que suscitó mayores elogios y mayores censuras fue Luis Buñuel. Buñuel es un apasionado de la truculencia, una truculencia con un fondo de humor. Allá por el año 24 entró a formar parte en las filas del surrealismo. De aquella época son Le Chien Andalus y la otra película. Su obra más destacada hasta ahora entre las realizadas en México y posiblemente entre todas las suyas, es Los olvidados; película con «mensaje social», cruda, que tiene como tema central el de los primarios y crueles impulsos que mueven, a veces, a los olvidados, a los niños y adolescentes o jóvenes ya, que se crían en el arroyo, en el abandono y la miseria, pero que alientan en potencia, y no pocas veces se traducen en acto, en los no olvidados de toda condición social. Es innegable que, si bien con prodigalidad de elementos: lapidaciones, atropellos o pordioseros ancianos e inválidos y ciegos, brutal martirio de animales, y con la escena final en la que el cadáver de uno de los protagonistas es llevado a lomos de un burro y arrojado a una escombrera suburbana, la película es impresionante. El ambiente de Los olvidados, ambiente de barrio pobre, está bien captado, los tipos bien elegidos y la acción llevada con ininterrumpido dinamismo. La película tiene, evidentemente, fuerza. Buñuel dirigió también en estudios mexicanos, Subida al cielo, Ensayo de un crimen, y Robinson Crusoe, películas que tuvieron un gran éxito de crítica y de público, tanto en México como en otros países de América y Europa. Buñuel ha alcanzado categoría internacional como director de cine y juzgo de interés resumir aquí, por lo que puedan contribuir a perfilar su figura, los términos de una entrevista que le hicieron André Bazien y Jacques de Valcroze, con ocasión de un festival cinematográfico en Cannes: «Para mí Los olvidados es, efectivamente, un film de lucha social. No intenté hacer un film de tesis.   —76→   Siempre me he sentido atraído por el lado oculto y extraño que me fascina sin saber por qué». Acerca de su otra película Él, declaró: «No intenté de manera consciente imitar o seguir la edad de oro. El héroe de Él es un tipo que me interesa como un escarabajo o un anofeles... siempre me apasionaron los insectos». A propósito de Subida al cielo: «Me gustan los momentos en que nada sucede, el hombre que dice ‘dame un fósforo’. ‘Dame un fósforo’ me interesa enormemente. ¡Este Buñuel!» De Robinson Crusoe: «No me gusta la novela, pero sí el personaje, porque en Robinson hay algo puro». Cumbres borrascosas: «Se trata de un film que quería rodar en la época de La edad de oro. Para los surrealistas era un libro formidable. Les gustaba la faceta del loco amor, amor por encima de todo y, naturalmente, como yo formaba parte del grupo, sostenía las mismas ideas sobre el amor y la novela me parecía formidable. Es un film muy duro, sin concesiones, y que respeta el sentido del amor de la novela». Respecto a su formación surrealista, nos dice Buñuel: «No reniego de ella. El surrealismo me reveló que, en la vida, hay un sentido moral que el hombre no puede dispensarse de adoptar. Gracias a él, descubrí por primera vez que el hombre no era libre. Yo creía en la libertad total del hombre, pero vi en el surrealismo una disciplina a seguir. Esto ha sido una gran lección en mi vida, y también un gran paso maravilloso y poético». Y termina así la entrevista: «No me gusta ir al cine pero amo al cine como medio de expresión. Encuentro que no hay medio mejor para mostrarnos una realidad que no tocamos con los dedos todos los días. Es decir, que en los libros, en los diarios, en nuestra experiencia, conocemos una realidad exterior y objetiva. El cine, por su mecanismo propio, nos abre una pequeña ventana sobre la prolongación de esa realidad. Mi aspiración como espectador de cine es que la película me descubra alguna cosa, y esto me sucede muy raramente. Lo demás no me divierte. El cine me revela muy pocas veces lo que busco, y por ello casi nunca asisto. Prefiero permanecer tranquilamente en casa y beber una botella de whisky con los amigos que ir al cine a ver una película».

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Carlos Velo es el autor del guión de varias películas que han tenido mucho éxito. Fue director del Noticiero mexicano, series de corto metraje. Fundó un corto que tiene mucha aceptación: Cine verdad. Torero, la película de asunto taurino que él dirigió y de la que Luis Procura es protagonista, ha sido mundialmente celebrada: La película Raíces, de la que ha sido supervisor y editor, obtuvo el premio de la Crítica Internacional en el concurso cinematográfico de Cannes en 1955.

Sacándolos de los capítulos dedicados en esta obra a los libros escritos por exilados, traigo a éste la referencia a algunos sobre cine.

León Felipe, en el prólogo a La manzana, poema cinematográfico (Ed. Tezontle, México, 1951) titulado El cine y el poeta, expresa acerca del cine diversos conceptos de los que selecciono los siguientes: «El cine es un arte nuevo, mejor sería decir que es un género artístico nuevo; apenas acaba de nacer. Va a doblar la esquina peligrosa de su infancia. En el cine no hay crítica, ni sensata ni salvaje. Hay propaganda. Y la propaganda es la negación de la crítica. Antes de llegar a la aceptación de la Coca Cola como desiderátum estético en el cine, antes de que la desvergüenza del anuncio y de los procedimientos carteleros americanos me aniquilen la voluntad, el discernimiento, el gusto y la sensibilidad, quiero decir, borracho y enloquecido -León Felipe propende en ocasiones al exceso verbal-, que el cine en Hollywood es un arte artificioso; mercenario, anodino y gregario, como la Coca Cola; y que hay otro cine en el mundo que puede salir -igual que la Tragedia- de la sangre y de la tierra de los pueblos y ligarse a su tradición dionisiaca, como el vino embriagador de los lagares mediterráneos. Al teatro lo destronará definitivamente el cine, con más fieles y más parroquias. Morirán los teatros como las iglesias y quedarán los nuevos templos donde la pantalla sea el altar, el Mizrah de las mezquitas y de las sinagogas. Ahí estará Dios como en el sagrario si el que manda en el templo es el Poeta. El cine está en espera de los grandes cuentos clásicos, los cuales pienso, a veces, que se han escrito para ese encuentro milagroso con la luz de la pantalla.   —78→   Ahí está muerto el Edipo de Sófocles, porque no cabe ya en los escenarios apolillados que levantó la trompetería del siglo XIX. Una gran tragedia y una gran novela son poemas nada más. Y así debe ser un gran film. El poema cambia de clave tan sólo y el cine no es más que una nueva clave a donde pueden trasladarse los poemas. Así haremos el cine dionisiaco. Con él nacerá una pantalla distinta. Distinta y superior. Entonces, cuando el Poeta se siente en su silla con el director técnico a la derecha y el fotógrafo a la izquierda, y todos se acomoden dúctil y coordinadamente a las exigencias del poema, al que no podrán cambiarle ni la censura política, ni la eclesiástica, ni los intereses económicos de la taquilla, ni los gritos histéricos del insatisfecho que pide un final digestivo y alegre, tendremos un cine nuestro, ligado a nuestra tradición dionisiaca, tan diferente del de Hollywood como el vino generoso y embriagante de la obligatoria Coca Cola, pócima anodina, dulzarrona y sin espíritu, que no quita la sed».

Enrique Díez Canedo no coincidió con León Felipe en la apreciación de la inevitable derrota del teatro frente al cinematógrafo -aunque sea un cine inspirado por el Poeta. En su libro El teatro y sus enemigos, que ya mencioné anteriormente, escribe cosas como las siguientes en relación con el cine: «Al teatro lo despoja -el cine- por todos los medios imaginables: se apodera de sus argumentos, le quita sus actores, lo deja sin público». Y más adelante: «Mucho del cine es puro folletín; tiéntense el corazón los verdaderos aficionados al cine, y confiesen que, ante las desventuras de la hija de la portera han vertido, recatándose en la oscuridad, sus lagrimitas». Cree Canedo que el cine no ha encontrado, más que en escasa proporción, sus obras maestras y que tampoco ha hallado más que en germen y tímido rudimento su crítica. Finalmente, afirma que el teatro no está en decadencia, sino que «lo que está en decadencia, si acaso, es el espectáculo teatral».

Francisco Pina publicó Charles Chaplin (Colección Aquelarre, México). Pocas veces se leerá una biografía en la que, como en ésta, se trasluzca tanto la admiración y la devoción del   —79→   autor hacia el biografiado. El libro, aparte de inteligentes observaciones de Pina, acerca de la significación de muchas de las películas de Charlot, contiene numerosos juicios sobre el genial actor, emitidos por personalidades de las letras y de la crítica cinematográfica, juicios muy atinadamente seleccionados. No queda ángulo desde el que Pina no considere la personalidad y la obra de Chaplin. Nos informa con detalle de la accidentada y dolorosa vida afectivo-amorosa del actor. Pina, al buscarle explicaciones, muestra gran penetración psicológica en el análisis del complejo mundo de los impulsos y reacciones amorosos. A mi juicio, la obra de Pina es de las que perdurará en la bibliografía chaplinesca. La personalidad de Charlot no sale tan aureolada como sus panegiristas -entre ellos Pina- nos la describen, de las declaraciones de alguna de sus secretarias que le auxilian o auxiliaron en su retiro de Suiza. Se ve que las secretarias no sólo sirven de tema tradicional a los dibujantes humoristas sino que han hecho, a lo que parece, causa común con los ayudas de cámara en lo de tratar de empequeñecer a los grandes hombres cerca de los que se mueven.

Otras obras sobre cine escritas por exilados y de las que tengo noticia, son: Cine de hoy de mañana, de Francisco Madrid; Charles Chaplin, el genio del cine, El cine, Cine francés y Cine del medio siglo, de Manuel López Villegas. Cualquier omisión en la que haya incurrido es totalmente involuntaria por mi parte. ¿Después de hacerlo del teatro y del cine, de qué otro espectáculo cabe que nos ocupemos? ¿No les parece que del de los toros? Vamos allá, pues.



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ArribaAbajoLos toros

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Al hacer la clasificación de los españoles del éxodo, nos dimos cuenta los taurófilos de la desoladora realidad de que no contábamos con toreros; es decir, con toreros en activo y de algún renombre. Decididamente, la República no había podido atraer a los hombres del añadido occipital. Es muy posible que entre las causas de su desafecto figurara un sano temor a perder el cortijo, temor, en realidad, injustificado, si se tiene en cuenta la benignidad de la Ley Agraria republicana. Nos faltaron toreros, ésta es la verdad. Ahora bien, para dar quiebros a la fortuna adversa, largas a la incertidumbre, y entrarle en corto y por derecho al toro de la desventura, maldita falta nos hicieron. Pero el gusanillo de la condenada afición nos seguía royendo. Afortunadamente, los refugiados que llegamos a México pudimos ambientarnos rápidamente en lo que a la cuestión taurina se refiere. Faltaron toreros, pero abundaron los aficionados y las gentes con aptitudes y vocación para el desempeño de funciones relacionadas con la fiesta llamada brava, en ocasiones, actualmente, con alguna exageración. Desde el crítico taurino más o menos insobornable hasta el mozo de espadas achulapado, de gorra visera y pañolillo de seda al cuello, pasando por el apoderado, de todo tuvimos una representación que cabe calificar de brillante. Los simples aficionados hicimos un magnífico papel acudiendo a la plaza en cantidad que se hacía y se hace notar claramente y apoyando, algunas veces pasándonos de la raya, las actuaciones de los diestros españoles. Muchos de aquellos asistían   —82→   y asisten puntualmente a esas semirrituales reuniones del cuarto del hotel en el que se alojan los toreros paisanos, no siendo escasos los que también van a los domicilios de los toreros de la tierra.

Soleada mañana de invernal domingo mexicano. El diestro reposa sobre la cama. Lleva puesta una sedeña bata de lunares -estas batas, son hoy el atuendo casero imprescindible de todo joven matador que se estime. Pocas palabras. Entran y salen los amigos. Sobre una silla, la taleguilla, la chaquetilla, la camisa, las medias y el corbatín. Alguna vez hace acto de presencia un norteamericano o norteamericana que pide un autógrafo. Alguien chato para los visitantes. Los toreros actuales no se distinguen por su desprendimiento. Por lo menos, la mayoría de los que han caído por México. Hay acerca de acerca de esto no pocas divertidas anécdotas. Es curiosa su proclividad a la coca-cola, que ha venido a substituir al amontillado y al coñac. De pasada no puedo alejar de referirme al atuendo de calle de los, en muchos casos, semiadolescentes toreros de categoría que nos mandaron de España: corte irreprochable; a la madrileña, camisa y corbata elegantemente combinadas, puños de la camisa bastante visibles -se observa en los españoles, toreros o no, que pasan por México, el tic del puño... de la camisa, lo del otro puño ya sabemos cómo terminó. Dicho tic puede describirse así: brazos horizontales en semiflexión, y tironcitos propinados al puño, mediante los dedos meñique y anular. Pero volvamos al ambiente de antes de la corrida. El apoderado recibe a los visitantes. El apoderado taurino de hoy, que trae bajo su custodia a estos imberbes mozos toreros, viene a ser el equivalente actual de una especie ya extinguida: la mamá de la cupletista. Mantiene frecuentes conversaciones telefónicas, por lo regular con Madrid o Sevilla, dando cuenta del buen comportamiento del muchacho, de un amago de amigdalitis, o del fantástico éxito de la última actuación. La reunión de la tarde, después de la corrida, tiene un aire muy distinto a la matutina. Más gente, más humo, más ruido. Bastantes más aficionados. Si se ha triunfado, el diestro sale corriendo para el programa de televisión dejando a sus partidarios   —83→   que disfruten el triunfo. Estos comentarios no quieren ser malignos. Conste que siento un gran respeto por cuanto hombre se pone delante de un toro de lidia y una gran admiración y deleite ante toda suerte taurina bien realizada y rematada.

Ahora hay que decir algo sobre los toreros que de España vinieron. Por encima de todos destaca, naturalmente, Manolete. Manolete conmocionó al México taurino; lo subyugó, antes de desplegar el capote, con su sola presencia en la puerta de cuadrillas al disponerse a iniciar el paseíllo. El público que colmaba la plaza, con una expectación inmensa, sintió súbitamente al verlo el poderoso influjo que irradiaba aquella figura que por sus rasgos era insólita en los ruedos, y que los llenaba con el mero hecho de plantarse en ellos. Los técnicos lo discutieron, y para ello echaron mano hasta de la geometría. Intento vano. Aquel no era hombre para dejarse aprisionar por catetos e hipotenusas. Se sustraía a los cartabones taurinos. El comentario más certero, a mi juicio, de la personalidad de Manolete, que yo he leído, es el de Ramón Gaya, que transcribo a continuación: «De Manolete casi puede decirse que su genio no parecía residir en lo que hacía, sino sencillamente en lo que era. Por eso el técnico razonante salía muchas veces de la plaza en donde acababa de torear Manolete, un tanto desilusionado, o mejor, un tanto insatisfecho, sin duda, cuando esperaba ver algo -al técnico razonante, es decir, al entendido, sólo le interesa el cuerpo, la corporeidad de la obra- no se le servía apenas nada, y se le mostraba, en cambio, un ser, un alguien nada más. Lo que hacía Manolete en el ruedo no creo que hubiese sido muy distinto de lo que habían hecho otros o hacen otros, pero lo hacía en ese momento, él, y aquello quedaba hecho carne; lo que hasta entonces había sido un acto, una acción pura, una hazaña, ahora resultaba ser una presencia. No creo que Manolete le haya dado nada al arte del toreo, sino tan sólo prestado; le prestó su ser -que era, claro, excepcional- le prestó su persona única para que el toreo -el arte del toreo- la luciese. En Belmonte también habíamos visto una gran personalidad, pero la gran personalidad de Belmonte quedó incrustada, fundida al toreo mismo;   —84→   con lo que Belmonte hacía en la plaza, el arte del toreo quedó fecundado, enriquecido. La personalidad de Manolete, en cambio, no actuaba dentro del arte del toreo, sino fuera, sin duda al lado mismo, pero fuera, o mejor, la personalidad dé Manolete estaba siempre, no actuaba nunca. Ésa era su aristocracia, no actuar, no hacer, o sea restarle, quitarle acción a lo que hacía, a lo que no tenía más remedio que hacer para no quedar inmóvil, porque quedarse inmóvil -como don Tancredo- hubiera sido una explotación plebeya, presuntuosa de su aristocracia. Manolete no podía ser un don Tancredo -don Tancredo era lo contrario de una persona, de un ser, puesto que era una estatua; y había escogido ser estatua, el sentirse nadie-, porque la inacción de Manolete estaba llena de vida, de espíritu, es decir, llena de persona. Manolete no es, en este sentido, figura única, pues todo el arte español parece aspirar a esto, a no hacerse, a valer -eso sí- sin necesidad de hacerse. Eso es, quizá, lo que ha dado a la mayoría de nuestras obras de creación esa existencia tan desordenada, tan defectuosa, ya que son obras nacidas más bien a disgusto, nacidas sin querer, y eso mismo es lo que ha ocasionado en el extranjero una incomprensión tan grande de todo lo español. Madame Bovary es una obra perfecta, maestra, rotunda como un círculo, pero ahora vemos que Flaubert es mucho menor que Galdós. El arte español aspira a no hacerse, no por pereza, sino por soberbia, por desdén, por señorío. Manolete no es que no torease -toreaba como el que más- pero lo que toreaba, lo que se rebajaba a torear, no era, claro, lo que más valía en él -de ahí las tontas ilusiones que podían hacerse los toreros, que alternando con Manolete, llegaban a igualarlo e incluso, a veces, a superarlo; no comprendían que aquello que habían realizado de igual manera no valiese, sin embargo, lo mismo-, y lo toreado por él quedaba siempre ahí, en el suelo de la plaza, un tanto inútil, cumplido, pero vacío de su resplandor, porque su resplandor se había independizado ya de los hechos y, levantándose como un alma, empezaba a vivir su valor fijo, milagroso».

La noticia de la muerte del pobre Manolete produjo en México   —85→   una emoción enorme. Aquí se le quiso y se le admiró muchísimo; me atrevería a decir que mucho más que en España. Quien no haya oído el clamor impresionante, súbito, de algunas de las ovaciones que en México se le tributaron a Manolete, no tiene ni remota idea de lo que es una ovación en una plaza de toros. En reciprocidad, que los mexicanos percibieron muy pronto, Manolete quiso mucho a México.

De otros toreros españoles que en los últimos quince años pasaron por México dejaron huella el clasicismo lleno de luminosa gracia de Pepe Luis Vázquez; el ritmo alegre y claro de Manolo González; el viril pundonor de José María Martorell: la maestría de Julio Aparicio; el bien hacer taurino de Antonio Bienvenida; el magistral dominio de Luis Miguel; el sonadísimo fracaso de Litri, que más tarde se reivindicó plenamente; el suave temple de Antonio Ordóñez y alguna inolvidable faena de Pepín Martín Vázquez. Éstos y otros toreros españoles tuvieron que enfrentarse a la sabiduría de lidiador de Armillita; al cadencioso toreo de Garza; la elegancia parsimoniosa de Jesús Solórzano; el sentido dramático del toreo de Silverio Pérez; la alegre fantasía de Luis Procuna; la hombría torera de Antonio Velázquez, la sobria reciedumbre de Luis Castro «El Soldado»; el buen toreo lleno de tesón de Fermín Rivera; el juvenil ímpetu de los tres mosqueteros: Rafael Rodríguez, Manuel Capetillo y Jesús Córdova, y el toreo reposado y recio de Juan Silveti, el hijo del inolvidable «Tigre».

Pedro Ledo fue nuestro mozo de espadas, popular, bonachón, paternal y gracioso. Si de toreros estuvimos totalmente necesitados, nuestra provisión de críticos, reseñadores, e incluso ensayistas taurinos, fue abundante y de mucho brillo. Don Luis Fernández Clérigo, que, además de señor cabal, era un gran aficionado a los toros, con grandes conocimientos acerca de la fiesta en todos sus aspectos, publicó en La lidia, semanario gráfico-taurino, muchos artículos acerca de toreros famosos, algunos de los cuales había tratado íntimamente. Escribía en magnífico castellano, y era un archivo de anécdotas curiosas y precisos recuerdos de tardes de toros que quedaron para la historia; y además   —86→   de todo esto; poseía el don extraordinario de la ponderación y el desapasionamiento, en cuestión tan propicia a la obcecación y a lo de no dar el brazo a torcer como es la taurina.

José L. Mayral («Corinto y Plata»), Félix Herce, Eugenio Arauz, Agustín Linares, Luis de Tabique y algún otro, hicieron crítica taurina en revistas, periódico y radio.

Pero quien más destacó en esto de la crítica, bajo el seudónimo de Pepe Alameda, fue Carlos Fernández Valdemoro, hijo de don Luis Fernández Clérigo. Pepe Alameda popularizó un dicho radiofónico: «El toreo no es graciosa huida sino apasionada entrega». Como todo aquel que destaca en una actividad cualquiera, fue y es muy discutido, y hasta agredido en ocasiones. Sus crónicas taurinas son ágiles, muy inteligentes, brillan a veces, a mi juicio, demasiado brillantes. En ellas, con sobrada frecuencia, Alameda huye graciosamente de la responsabilidad del crítico, envolviéndose en nubes de metáforas, y envolviendo también a los toreros. Actualmente se dedica casi por entero a la radio y televisión, en relación, naturalmente, con cuestiones taurinas. Alameda publicó dos ensayos referentes a la fiesta de toros. Uno, a mi parecer, muy bueno; el otro no tanto. Se tituló el primero Disposición a la muerte. Fue escrito en réplica a El arte de birlibirloque, de José Bergamín, coincidiendo con la reedición en México de dicha obra, inicialmente publicada en España. El segundo fue El toreo, arte católico. En este ensayo, el pie -no puede negarse que bien forzado- del paralelismo: toreo-catolicidad, obligó a Pepe Alameda a establecer aproximaciones como las siguientes, en las que la teología, la zootecnia y la catolicidad andan algo irreverentemente mezcladas: «En el año de 1521, cae herido en Pamplona el capitán Ignacio de Loyola y en el año de 1521 llega el capitán don Hernando de Cortés a la gran Tenoxtitlán. También por aquellos tiempos es cuando llegan a tierra americana los primeros toros bravos. Ahora bien, aquellos doce toros y doce vacas que Altamirano trajo de España, eran de casta navarra, es decir, vascongada en definitiva; como vasco, de Guipúzcoa, era Íñigo López de Recalde, San Ignacio de Loyola». Y prosigue Alameda:   —87→   «Del rincón vasco-navarro salió el impulso bravo de los soldados del catolicismo que habrían de salvar una cultura, una forma de vida, y del rincón vasco-navarro salió también el impulso bravo de las reses que habrían de traernos a América la fiesta de los toros. Los primeros toros bravos fueron navarros, igual que lo fue en su origen el movimiento de la Contrarreforma», uno espera que Alameda nos descubra a continuación que se dieron algunas corridas durante el Concilio de Trento. «No creo -sigue escribiendo Alameda- que sea tampoco casual el que los sevillanos celebren casi juntas, como dos piezas de una misma fiesta primaveral, la Semana Santa y la Feria. El sacrificio de su Dios en la Semana Mayor, y el de su Tótem, el toro, en los días que siguen, no son más que la doble manifestación de un mismo estilo barroco, ornamental, católico, jesuita, apasionado».

El otro ensayo, titulado Disposición a la muerte, fue escrito, como ya señalé, en réplica a El arte de birlibirloque, de Bergamín. En éste, Bergamín exalta a Joselito frente a Belmonte. Su posición queda resumida en estas palabras: «Las virtudes afirmativas del arte de birlibirloque de torear, son: ligereza, facilidad, destreza, rapidez, flexibilidad y gracia. Virtudes clásicas: Joselito. Contra estas siete virtudes hay, en efecto, siete vicios correspondientes: pesadez, torpeza, esfuerzo, lentitud, rigidez y desgarbo. Vicios castizos: Belmonte, castizo hasta el esperpentismo más atroz y fenomenal». Alameda se muestra en Disposión a la muerte hábil polemista, brillante y convincente. Y conste que Bergamín no es adversario flojo en agudezas, mareantes quiebros y requiebros y birlibirloquismo. Frente a Bergamín, Pepe Alameda ve en Belmonte a «la personalidad dramática, creadora, que resumió previamente todo el toreo moderno, que no toreaba geométrica, lógica y científicamente sino que pretendía precisiones poéticas, absolutas». Alameda replica a Bergamín y dice: «En la precisión geométrica no hay milagro, hay cálculo. El cálculo geométrico u otro hay que hacerlo sobre datos conocidos. No se puede calcular sobre divinas sospechas. Pero sospechando así, Belmonte descubrió el toreo y nos dio su evidencia   —88→   viva, no su comprobación matemática». A la afirmación de Bergamín, de que Belmonte «tancredizó» el toreo, lo «paralizó», contesta Alameda: «En el toreo de Belmonte el ‘tancredizado’, el ‘quieto’, era él; en el toreo de Joselito, el ‘tancredizado’ era el toro. Belmonte cambió los términos, le dio la vuelta al toreo, lo revolucionó. Toda revolución verdadera concluye por confirmar superándolo aquello que comenzó por destruir. Belmonte acabó por confirmar las reglas haciéndolas más sutiles, ceñidas, exactas; transportándolas a un tono más alto. Belmonte fue la revolución y la contrarrevolución».

A Daniel Tapia Bolívar, le tenemos que agradecer los aficionados a los toros y a las letras, su Teoría de Pepe Hillo. Esta teoría es una biografía deliciosa, llena de sentimiento poético, y además de eso, una biografía angelical, pues en ella desempeñan importante papel los seres angélicos. En efecto, las visiones oníricas de Pepe Hillo, que Tapia nos describe, están pobladas de ángeles aficionaos, en anunciación, jubilosa, de su gloria taurina y de sus triunfos, y triste, de su muerte a astas de Barbudo. La infancia en Sevilla, el padrinazgo de Costillares, la rivalidad con Pedro Romero, los triunfos, los conatos de enamoramiento de la Duquesa, el ambiente taurino de la época, son cosas espléndidamente relatadas por Daniel Tapia con su fino estilo. Al final del mismo volumen figura La tauromaquia o arte de torear del propio Pepe Hillo. Daniel Tapia escribió también una Breve historia del toreo, que abarca desde Cúchares hasta Silverio Pérez.

Clemente Cimorra, publicó una Historia de la tauromaquia (Ed. Tridente, Buenos Aires, 1945). Abarca, especialmente, el período comprendido desde la fundación de la Escuela de Toreo, por Fernando VII, en 1830, hasta la retirada de Belmonte, aun cuando el autor hace alusión a los remotos orígenes de la fiesta.

Agustín Linares publicó Guía de las ganaderías mexicanas de reses bravas, obra editada con mucho esmero y en la que figura el detallado historial de todas ellas.

Emiliano Villalta Vidal escribió una breve y documentada biografía de Manolete y publicó también un Anuario taurino,   —89→   muy rico en datos acerca de los festejos celebrados en el año en todas las plazas de toros de América.

Antonio de la Villa escribió una interesante biografía de Manolete.

Al comenzar este capítulo dije que la emigración había carecido de toreros. Pero antes de terminarlo no quiero dejar de referirme a un muchacho que se hizo torero en la emigración. Fue José Rodríguez, un leonés emigrado a México cuando todavía era un chiquillo, que irrumpió en los toros con el apodo de Joselillo en relampagueante y triunfal carrera de novillero. De arrogante planta, de personalísimo y emocionante estilo, falto de los fundamentales recursos técnicos que con la práctica hubiera, indudablemente, adquirido, Joselillo tenía cualidades sobradas para haber llegado a ser un torero sensacional. Una desgraciada complicación, cuando ya se estaba recuperando de una seria cogida, terminó súbitamente con su vida. La prestancia heroica de Joselillo ha quedado como recuerdo vivo en la memoria de todos los aficionados mexicanos.

Tras este paréntesis dedicado al cine; teatro y toros vuelvo, para acabar de describirlas, a las actividades comerciales. Me resistí a equiparar el comercio de libros con el de los hierros y las conservas. Por la misma razón que, seguramente, más de uno estimará como rasgo de beatería intelectual, he separado los negocios editoriales de los otros de que ya traté anteriormente.



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ArribaAbajoLibrerías

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Una buena parte de la actividad de los exilados en América se ejerció en torno al libro y en calidad de escritores, editores, traductores o libreros. Me ocuparé en primer término de éstos. El humorismo popular mexicano ha creado el tipo de Venancio, personaje fornido, de barba cerrada, tocado con boina, con un humeante puro en la boca, parapetado detrás del mostrador de las tiendas de abarrotes, que es como se llaman en México los comercios que en España se denominan de ultramarinos. Venancio -ya lo habrá adivinado el lector- es español, de carácter por lo general campechano, algo tosco de maneras a veces, pero en el fondo casi siempre bonachón. Hay Venancios de muchas categorías, pero el grupo más numeroso lo constituyen los que suministran en pequeñas porciones el diario alimento a las gentes humildes. Venancio es tema frecuente de caricaturas en periódicos y revistas, y objeto de ataques, casi siempre teñidos de humor, alguna que otra vez más acres, por considerársele responsable del hambre del pueblo. Los Venancios soportan con resignación filosófica las burlas y los denuestos y siguen imperturbables en su función de proveedores alimenticios, y, según malas lenguas, subvertidores, a favor suyo, de la ley de la gravitación.

Pero no sólo de abarrotes vive el hombre, y el abarrote intelectual puede decirse que, lo mismo que el alimenticio, es distribuido en México casi totalmente por españoles. Al llegar los exilados se encontraba el comercio de los libros en manos de varias Casas de antiguos residentes que venían ejerciéndolo desde   —92→   el final del siglo pasado. A este comercio van unidos nombres de españoles que fundaron por aquel tiempo librerías situadas casi todas ellas en el viejo barrio universitario. Algunos de estos antiguos libreros crearon también negocios editoriales que todavía subsisten actualmente. Éstos fueron los antecedentes con que se encontraron los refugiados que eligieron el comercio de libros como medio de ganarse la vida. A uno de ellos, Jiménez Siles, se le ocurrió la idea -seguramente durante algún paseo que, recién llegado, debió dar por la Alameda Central, en el corazón de México-, de convertir en librería una pérgola de traza sinuosa, muy larga, construida con fines de ornamentación y situada en uno de los extremos de aquella, frente a una de las fachadas laterales del Palacio de Bellas Artes. Terminados los trabajos de adaptación, la pérgola quedó convertida en una enorme librería flanqueada por ambos lados y todo a lo largo por grandes escaparates; muy llamativa, sobre todo durante la noche, debido al brillante y multicolor despliegue de anuncios luminosos de las últimas novedades. La feerica iluminación no debió parecerle a Jiménez Siles atractivo suficiente para engolosinar a los compradores, y la complementó con un dispositivo de amplificadores de sonido que envuelven a la Librería de cristal -así la bautizaron- en las armoniosas sonoridades de todo el repertorio de música sinfónica. Antes de la Librería de cristal, Jiménez Siles fundó otra, la Juárez, que fue la primera abierta por refugiados en México. Esta librería Juárez estuvo situada en la calle de Humboldt. Las excesivas dimensiones de la Librería de cristal no son las más propicias al recogimiento y a la morosidad de los pacientes del mal del libro; esos que lo palpan, lo huelen, lo hojean y, en ocasiones, se lo llevan sin que el librero se entere. Para hacer frente a tales distracciones que venían, al parecer, menudeando más de lo normalmente tolerable, en la Librería de cristal se han retirado los libros del alcance del presunto comprador colocándolos en anaqueles cuadriculados, protegidos por cristales, que le dan al establecimiento una apariencia de farmacia o de comercio de ortopedia.

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La Librería Cide, del viejo y simpático catalán Avelí Artís, era muy distinta. Pequeña, recogida, de una sobria instalación de muy buen gusto en la que predominaba la reluciente caoba; con dos cómodos sillones para que los que la frecuentábamos pudiéramos descansar y disfrutar de la charla amena, viva, a veces apasionada, otras llena de salidas arbitrarias, de Artís. La Librería Cide se abrió en la Avenida de los Insurgentes. Artís era el imán principal de ella. Brillante autor teatral, periodista, lector infatigable, hombre de imprenta, editor extraordinariamente cuidadoso, tenía sobre todo ello una acusada personalidad. Artís se identificó con México, quiso a México con fervor. Este sentimiento no podía compararse en intensidad sino a otros dos en él muy vivos: el de su europeísmo -sobre todo en lo intelectual- y el de una fobia de expresiones divertidas y no pocas veces injustas hacia lo norteamericano. Dominándolo todo estaba su catalanismo, o mejor dicho -porque esto de catalanismo suena demasiado a política- su profundo amor a Cataluña. De pie siempre y erguido, el viejo Artís calibraba en el acto las posibilidades grandes, pequeñas o nulas de que el recién entrado comprara algún libro. Cuando, ya bien entrada la noche, se dejaba caer por la librería algún turista o grupo de turistas de los que frecuentan los lujosos hoteles del barrio, turistas de procedencia norteamericana, por lo general, Artís dibujaba un gesto irónico, enarcaba las cejas, ladeaba la cabeza en dirección del recién entrado, y haciéndome un guiño parecía decir: «¿Comprar éstos?... ¡Ni hablar!» Pero, amigo Artís -le decía yo después- estas gentes no leen menos que sus equivalentes españoles, franceses, italianos, ingleses y alemanes. Usted no puede incurrir en la muy frecuente y absurda actitud de muchos refugiados que hablan con suficiencia y despreciativamente de la incultura de los gringos, como si la mayoría de los españoles fueran gentes saturadas de lecturas, que destilaran filosofía, literatura e historia por todos los poros, cuando la realidad es que en España se ha leído en toda época poquísimo -exceptuando a una minoría. Artís no hacía ningún caso de mi perorata y seguía firme en su posición, blandiendo ante mí, para fortalecerla   —94→   y dejarme definitivamente apabullado, dos revistas, una americana y otra francesa, inglesa o italiana, y demostrarme así la, a su juicio, superioridad indiscutible de las últimas sobre la primera. Un día me dio Artís la noticia de que los doctores, más que aconsejarle, le imponían el abandono de la librería. Su corazón que se había sostenido animoso durante toda una larga vida de lucha y de trabajo incesantes parecía no querer seguir respondiendo. Y, en efecto, la abandonó para recluirse en su casa, y morir a los pocos meses. A mí me tocó presenciar la melancólica liquidación del negocio. Perdí un amigo y un refugio amable al que me acogía no pocas veces hasta cerca de la melancólica noche, a charlar, a hojear libros y a comprar alguno de vez en cuando.

No muy lejos de la librería de Artís, abrió otra, que es a la vez papelería, Roberto Castrovido hijo. Le puso por nombre Librería Góngora. Es una librería pequeñita situada en la calle de Orizaba frente a la iglesia de la Sagrada Familia. Esta vecindad frontera obligó a Castrovido a tener abundante provisión de literatura devota y apologética. Claro que Castrovido, hombre culto y de muy fino olfato para seleccionar su mercancía, tiene libros muy escogidos, de materias muy diversas y de los autores más famosos. En la librería de Castrovido me di cuenta de la increíble popularidad y venta de las obras de Rafael Pérez y Pérez, que, en Hispanoamérica, parece llevarse de calle a todos los novelistas españoles y americanos; claro que entre determinada clase de lectores. Castrovido, con una sonrisa un poco de niño pícaro, pregunta incansablemente, retiene de manera extraordinaria y derrocha su riquísima información sobre personas y cosas de la emigración, de la que creo que es el hombre que más sabe.

Otra librería fundada por refugiados fue la Madero, situada en la céntrica calle de dicho nombre. En la mañana solían hacer un rato de tertulia en ella Moreno Villa, León Felipe y algunos otros escritores exilados.

Almendros fundó la Librería Juárez en la Avenida del mismo nombre, frente al popular Caballito, la espléndida estatua ecuestre   —95→   de Carlos IV, obra de Tolsá, una de las más logradas en estatuaria ecuestre que hay en el mundo. A decir verdad, la Librería Juárez, que es muy grande, no tenía y sigue sin tener, después de haber sido traspasada y cambiar de nombre, carácter alguno.

En la librería I. D. E. E. A., de Caramazana, en la calle de Cinco de Mayo, predominan los libros de medicina y técnicos en general, aun cuando también cuenta con buen fondo de libros sobre arte. La Librería Técnica, de Manuel Bonilla, se dedica especialmente a libros científicos. La de Humbert Santos, en la castiza calle de Bolívar, ofrecía, preferentemente, libros de ocultismo, espiritismo, y relacionados con la masonería, algunos de los cuales eran editados por él. Mestre y Marín, fundaron, hacia el año de 1939 ó 40, la Unión Distribuidora de ediciones (U. D. E.), que bien puede decirse que impulsó, renovándola, la distribución de libros en México. El local de la Distribuidora funcionó también como librería para la venta directa al público. En las inmediaciones del Hospital General abrieron unos refugiados una librería dedicada exclusivamente a libros de medicina. Otra fundada por refugiados es la Washington, en la plaza de dicho nombre. En la calle de Hamburgo abrió una, llamada El gusano de luz, Miguel Blasco Royo. La librería de José Ramón Arana, tuvo de extraordinario que la llevaba él consigo, en forma de uno o dos voluminosos y pesados bultos de libros con los que iba y venía incansable ofreciendo su mercancía en cafés, centros de reunión, despachos y oficinas. Arana, que posee muy estimables dotes literarias, reflejadas en obras de las que me ocupo en otro lugar de este libro, ejerció -ya no se le ve en las calles con sus libros a cuestas- con amable campechanía y discreción, una que muy bien puede llamarse misión cultural. Arana no estuvo solo en esta tarea de la venta ambulante de libros, pues bastantes otros exilados se ganaron la vida con tal trabajo. Fidel Miró fundó México-Lee, librería y distribuidora de gran empuje.

Julián Gorkin y Costa-Amic fundaron (1941) la Librería y Ediciones Quetzal en el Pasaje Iturbide. Adquirieron el fondo   —96→   editorial que bajo él signo Quetzal iniciará el escritor Ramón J. Sender y le dieron nuevos impulsos. Se especializaron en libros en francés.



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ArribaAbajoEditoriales

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Los negocios editoriales experimentaron con la llegada de los refugiados españoles a América un fuerte impulso, pues, aparte de que fundaron un buen número de ellos, especialmente en México y Buenos Aires, dieron vida más activa como orientadores, traductores y organizadores, a otros ya existentes. En México abrió marcha la editorial Séneca, dirigida por José Bergamín. Los libros editados por Séneca se distinguieron por lo pulcro de su impresión y su presentación fina y agradable. Fueron varias las colecciones en las que esta editorial distribuyó su producción. No intentaré lo casi imposible, o sea el enumerar todas las obras lanzadas por editoriales fundadas e impulsadas por refugiados. Pero voy a hacer una excepción con la Séneca porque me parece que encierra interés conocer cuáles fueron las tendencias de la que creo sea la primera o una de las primeras negociaciones editales fundadas por exilados al llegar a América. En la colección Laberinto apareció una muy esmerada edición de El Quijote con notas originales de Agustín Millares Carlo, el que también se encargó de la selección de otras debidas a los más autorizados comentaristas de la obra cervantina. Esta edición fue patrocinada por el entonces Presidente de la República Mexicana, don Manuel Ávila Camacho. En la misma colección aparecieron las obras completas de San Juan de la Cruz y las de Antonio Machado. En la colección Estela vieron la luz: El mar, de Enrique Rioja; Costumbres de los insectos, de Cándido Bolívar: El problema social de la lepra, de Julio Bejarano, y Nociones   —98→   de biología femenina, del doctor José Torreblanco. En la colección Árbol figuraron: Antología de poetas líricos de la lengua española (modernos), Antología de la poesía y del pensamiento catalán, de Miquel y Vergés; Derrotero del barroco, La arquitectura barroca en el Valle de México, de Mariano Rodríguez Orgaz; El Greco, Velázquez y Goya en la guerra de España, de José Bergamín; Poesías líricas, de Gil Vicente; Maravilla del mundo, de Fray Luis de Granada, con prólogo de Pedro Salinas; La Celestina, De concordia, de Luis Vives; Filosofía de las ciencias, introducción y selección de David García Bacca; Los enciclopedistas, con introducción y selección de José Gaos; La filosofía del siglo XVIII, introducción y selección de Joaquín Xirau. En la colección Lucero aparecieron: Detrás de la cruz, de José Bergamín; La arboleda perdida, de Rafael Alberti, algunas otras obras de Bergamín y una novela de José Herrera Petere: Niebla de cuernos. Fue una verdadera lástima que la editorial Séneca no alcanzara mayor vida. Pero corta y todo, sus producciones han quedado como ejemplo de bien hacer; la mayoría de ellas están agotadas desde hace mucho tiempo y son muy buscadas por los bibliófilos. Es rarísimo encontrar en las librerías de viejo lo mejor de la producción de Séneca.

Otra importante editora en la que intervinieron decisivamente los exilados es la E. D. I. A. P. S. A. (Editora y Distribuidora Ibero-Americana de Publicaciones, S. A.), que como la Séneca dio su producción en varias colecciones y editoriales filiales. Entre ellas figuran: Ediciones pedagógicas y escolares, dirigida por Antonio Ballesteros y Juan Comas; Estrella, Editorial para la juventud; Editorial nuestro pueblo, de libros elementales de geometría, historia natural, geografía, etc., Compañía general de ediciones que publicó, entre otras obras, biografías de Mirabeau, Dante, Voltaire, J. J. Rousseau; Colección Málaga, en la que se publicaron La guerra y la paz, de Tolstoi, en cuidadosa traducción de Florentino M. Torner; las Obras completas, de Balzac, traducidas por Garzón del Camino, y la serie de los Rougon Macquart, de Zola, en versión del mismo Garzón. Manuel Altolaguirre, eficazmente auxiliado por Emilio Prados, llevó   —99→   a cabo una interesante labor editorial: Ediciones la Verónica, de volúmenes casi miniatura, de una colección titulada Aires de mi España, en la que publicaron, entre otras obras, Poesía de Góngora, La vida es sueño, Poesías de Lope de Vega, El Cristo de Velázquez, de Miguel de Unamuno, y Poesía de San Juan de la Cruz. Todos estos pequeños volúmenes son un verdadero primor de presentación en todos los aspectos. Otras editoriales fundadas, en México por emigrados fueron la Atlante, Centauro, Grijalbo, Catalònia, Ediciones Alianza, Ediciones Libro Mex, Bajel, Queromont, Quetzal, Publicaciones americanas, Costa-Amic, Cima, Rex, Prometeo -continuación de la editorial valenciana, del mismo nombre, que fundara Blasco Ibáñez y cuyas actividades reanudó aquí su hija Libertad-; Minerva y Carnea -dedicada especialmente a biografías de héroes nacionales mexicanos. Novaro y algunas otras que escapan a mi memoria. Porque esta lista no tiene, naturalmente, la pretensión de ser completa. Creo, sin embargo, que es exponente del impulso dado a la industria editorial en México, por los refugiados.

Si como creadores de casas editoras su contribución fue importante, no lo fue menos su participación en empresas editoriales no fundadas por ellos. En México destaca, en primer término, el Fondo de Cultura Económica, empresa editorial de entre las de más empuje y vasto alcance en lengua española, tanto de Hispanoamérica como de España. Planeada inicialmente para la edición de libros de economía y ciencias sociales, extendió después sus actividades a otros campos de la cultura, sobre todo a la filosofía y a la historia, publicando por vez primera en español obras fundamentales a la que me refiero después al ocuparme de la enorme labor llevada a cabo por los traductores exilados. En estrecha relación con las tareas del Fondo de Cultura Económica estuvieron o están Eugenio Imaz, Sindulfo de la Fuente, José Gaos, Wenceslao Roces, José Alaminos, Florentino M. Torner, Joaquín Díez Canedo, Javier Márquez y algunos otros.

La Casa de España en México, institución fundada por el Gobierno de México a la llegada de los refugiados para que en ella trabajaran los intelectuales y que después se transformó en   —100→   Colegio de México, editó bajo la primera denominación y sigue editando ahora bajo la segunda, bastantes obras de escritores exilados. La Casa de España en México y el Colegio de México publicaron obras de Rafael Altamira, Ramón Iglesias, Alberto Jiménez Fraud, Agustín Millares Carlo, Miquel y Vergés, José Miranda, José Moreno Villa, Adolfo Salazar, Luis Abad Carretero, José Gaos, Juan David García Bacca, Eugenio Imaz, J. Medina Echavarría, Eduardo Nicol, J. Roura Parella, Joaquín Xirau, Pedro Carrasco, Carrasco Formiguera, José Giral Pereira, Manuel Márquez, Federico Pascual del Roncal, Manuel Rivas Cheriff, Jesús Bal y Gay, Juan de la Encina, Otto Mayer Serra, Benjamín Jarnés, León Felipe, J. F. Montesinos, Rafael Sánchez de Ocaña, Vicente Llorens Castillo y Manuel Pedroso.

La emigración tuvo también sus enciclopedistas que se diferenciaron de sus antecesores porque substituyeron la elucubración filosófico-demoledora por el paciente trabajo de ir redactando fichas para un diccionario enciclopédico en diez gruesos volúmenes, que creo es la primera obra de tal índole entera planeada y realizada en Hispanoamérica. En esta tarea colaboraron durante mucho tiempo bastantes exilados, entre los que recuerdo a Enrique Rioja, Juan Sapiña, Doporto, Ruiz Lecina, Ramón Espinós, Eduardo Iglesias del Portal y Ponsetti.

No quedó limitada a México la actividad editorial de los emigrados, sino que se extendió a otros países de Hispanoamérica; en algunos con tanta o más fuerza que en el propio México, como por ejemplo en la Argentina. De las editoriales en las que intervinieron exilados españoles, como fundadores, autores, orientadores o directores, recuerdo: Poseidón, Pleamar, E. M. E. C. E., Nova, Sudamericana, Aniceto López, Ateneo, Losada, Sopena, Hachette. Quienquiera esté, aunque sea superficialmente, al tanto del movimiento editorial de los países iberoamericanos, se dará cuenta de que las editoriales nombradas, todas muy importantes, representan un esfuerzo que creo no es exagerado calificar de decisivo en pro de la difusión de la cultura en los países de habla española. Ninguna materia quedó en el olvido: historia, filosofía, literatura, ciencia, y ensayos sobre las cuestiones más diversas.   —101→   Y entre los autores, desde los clásicos en todos los campos nombrados -algunos vertidos por primera vez al castellano-, hasta los más actuales. A una u otra de esas editoriales argentinas van ligados nombres de exilados republicanos españoles: Juan Merli, Seoane, Pontones, F. Arno, Ricardo Baeza, Elías Palasí, Sánchez Albornoz, Alejandro Mira, López Llausás, Gustavo Pittaluga, Pita Romero, Augusto Barcia, Francisco Madrid, Arturo Serrano Plaja, Niceto Alcalá Zamora, Bóveda, Guillermo de Torre, Felipe Jiménez de Asúa, Francisco Vera, Rafael Alberti, Ángel Osorio y Gallardo, Cuatrecasas, Hurtado y bastantes más. En Chile, Arturo Soria fundó la importante editorial Cruz del Sur.

Los vascos exilados fundaron en Buenos Aires la Editorial E. K. I. N. que publicó y sigue publicando, según creo, la Biblioteca de cultura vasca, en la que han aparecido obras de Jesús de Galíndez, Pedro de Basaldúa, Manuel de Irujo, Padre José de Ariztimuño, José de Aralar, Enrique Gandía, A. de Lizarra y otros. Algunas de las obras se han publicado en lengua vascuence.

Juan Luis Gili desarrolló una interesante labor al frente de su Editorial The Dolphin, Oxford. Entre las obras por él editadas figuran una gramática catalana, una antología de poetas catalanes y obras de Eduardo Martínez Torner, Alberto Jiménez, Parker, MacDonald, Natalia Cossío de Jiménez, así como Fifty Spanish Poems, traducidos por el profesor J. B. Trend. The Dolphin ha publicado Platero y yo, en traducción del profesor William Roberts, en la que colaboró su esposa.

Los catalanes emigrados en México, fundaron cuatro o cinco editoriales en lengua catalana. Cabe señalar a Costa-Amic con su Biblioteca Catalana, con 38 títulos editados. Avelí Artís, cuya muerte truncó su Biblioteca Catalònia; el Club del llibre català y Edicions Xaloc, además de otros intentos esporádicos.

La literatura de tipo social, encontró también sus continuadores en el exilio. Así, en México, se fundaron Ediciones Tierra y Libertad, de tendencia anarquista, Ediciones Vértice que fundó   —102→   Hermoso Plaja, y Ediciones C. N. T. patrocinada por un grupo de sindicalistas de la vieja central sindicalista española.

En la república centroamericana de Guatemala, B. Costa-Amic fue llamado por el gobierno (1948) a organizar la Editorial del Ministerio de Educación Pública, donde desarrolló una intensa labor cultural-editorial; entre otras actividades, fundó y dirigió la Biblioteca de cultura popular «20 de Octubre» de recordada memoria en todo Centroamérica.



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