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Filosofía

Uno se figura a los filósofos siempre en el limbo de la metafísica, persiguiendo sin lograr aprehenderlas, por supuesto, pues, entonces se acabaría la filosofía, esas cosas que se llaman el ser, las esencias, la naturaleza del conocimiento. Sin embargo, los filósofos han sufrido y sufren desagradables contratiempos en este bajo mundo, que los arrancan de las altas esferas del filosófico discurrir. Así, por ejemplo, no es insólita, desde los albores de la filosofía occidental en unas risueñas islitas del Mar Egeo, la figura del filósofo que tiene que salir huyendo del tirano. Algunos distinguidos profesores de filosofía y filósofos españoles se vieron, por dignidad y por seguridad personal, en tan duro trance y se expatriaron. La emigración está muy orgullosa de ellos por muchas razones. Porque son una representación brillante del pensamiento español de hoy; por haber venido a fructificar en la América Española, al lado de la de creación personal, en una labor docente que está dejando huella; y porque, ante todo, supieron hermanar su saber filosófico con el sentimiento de la dignidad de españoles.

Entre los filósofos emigrados figuraron Serra Hunter, José Gaos, Joaquín Xirau, Juan David García Bacca, Eduardo Nicol, José Ferrater Mora, Luis Recasens Siches, María Zambrano, José   —444→   Gallegos Rocafull, Agustín Mateos, Martín Navarro, Eugenio Imaz, Juan Roura Parella y Luis Abad Carretero.

Acerca de la labor desarrollada por los profesores de filosofía exilados en Hispanoamérica, escribió una de las más altas figuras de la filosofía hispanoamericana, el argentino Francisco Romero, lo siguiente: «Es de estricta justicia registrar -y agradecer- la valiosa aportación traída a nuestros estudios filosóficos por unos cuantos eminentes profesores españoles extrañados del hogar nativo a consecuencia de la guerra civil, que han cumplido una fértil acción docente en las universidades iberoamericanas, se han connaturalizado con el medio y han enriquecido la producción escrita con obras de mérito. No es el caso de enumerarlos en esta rápida apuntación; baste citar por excepción a uno de ellos, el ilustre ex profesor de la Universidad de Barcelona, Joaquín Xirau, fallecido hace algunos años en México, su patria de adopción: quede estampado aquí su nombre como recuerdo afectuoso y debido homenaje».

Todos los filósofos exilados publicaron obras importantes en México y profesaron cátedras en Universidades y otros centros culturales. En la imposibilidad, por incapacidad, naturalmente, de acercarme en actitud crítica a la obra de nuestros filósofos, me acojo al recurso -que dará de ella, desde luego, una visión muy parcial- de reseñar lo que fue su actitud ante la filosofía que alcanzó una gran resonancia en los momentos mismos en que la emigración llegó a México. Cuando salimos de España al terminar la guerra civil, no se hablaba todavía de existencialismo entre la gente de la calle, la no relacionada directamente con los problemas de la filosofía. Por el hombre de Salamanca sabíamos de un danés que había profesado desesperadamente una fe cristiana, a su manera, de hombre a Dios, sin iglesias ni teología, que le había valido el que lo calificaran de Pascal luterano. Más tarde, ya en el exilio, se comenzó a oír hablar de un extravagante joven francés que se pasaba los días escribiendo sobre las mesas del Café Flore en París, allá por la orilla izquierda del Sena, que participaba en la lucha de resistencia contra el invasor alemán y que había elevado la náusea a categoría   —445→   filosófica. Nuestros filósofos nos fueron enterando con más detalle y hasta donde nuestras entendederas lo permitieron, de lo que el existencialismo significaba en filosofía. Lo primero que nos dijeron fue que el existencialismo era una filosofía de crisis. García Bacca, en su bello y original libro: La filosofía en metáforas y parábolas, del que me ocupo más adelante, dice que «la filosofía existencial, cuyo máximo representante es, por ahora, su mismo autor, Heidegger, se resume en cinco palabras que forman un acorde perfecto: Preocupación, Deuda, Finitud, Miseria, Muerte», y agrega García Bacca: «a la vez que acorde, fijan el tema de toda la sinfonía heideggeriana, filosofía en marcha fúnebre y no a la Muerte de un héroe sino a la Decisión de morirse», con un convencimiento parecido al que expresa nuestra frase corriente: «lo mejor que pudo hacer fue morirse». Hubiera parecido natural que unos filósofos que habían tenido que salir huyendo de su tierra, con el recuerdo vivo de mil calamidades y desgracias, decepcionados en mil formas, perdieran la fe en muchas cosas y cayeran, si no todos, por lo menos algunos, en la filosofía de la angustia, del tedio y de la náusea, y no fue así como vamos a ver.

Eduardo Nicol, en su obra Historicismo y existencialismo, escribe: «Sin la angustia, proclama Heidegger, no hay mismidad ni hay libertad. Repare el lector en esta afirmación, sin dejarse anonadar por la nada, ni por la contundencia con que se afirma. La libertad que tiene a la nada y a la angustia por condiciones, es la libertad de no ser. La autenticidad es la contracción extrema del ser; la libertad es la privación de toda posibilidad, porque es una anticipación de la muerte, en que toda posibilidad concluye. Y si es cierto que toda vida auténtica requiere de algún modo esa anticipación, y obliga a tener la muerte presente o a percatarse de su incorporación inevitable en nuestro presente, también es verdad que la existencia consiste precisamente en una superación constante de esa presencia. Y no porque el hombre tema a la muerte, quiera olvidarse de ella, y se evada banalmente en lo cotidiano; sino porque, sin evasión ninguna, y con plena conciencia de la mortalidad, la mecánica interna   —446→   de la existencia sigue promoviendo acciones que refutan a la muerte. La existencia en sí misma es una negación de la muerte. No lo es por propósito deliberado del hombre, por voluntad subjetiva de no morir, de no acordarse de la muerte, o de perpetuarse después de ella. La vida niega a la muerte precisamente porque la contiene. La vida y la muerte son términos dialectivos de la existencia. El acomodo pasivo a la muerte, la resignación sin esperanza, la libertad sin objeto, son la inautenticidad de la existencia: son la mutilación ontológica del hombre. A esto llamamos ser menguado. La verdadera autenticidad consiste en acrecentar la existencia aceptando la muerte, teniéndola presente, pero bregando con ella en el presente, venciéndola en cada momento. Cada acto de vida es una victoria contra la muerte, sin ella no habría victoria, pero sin acto no habría vida. Se dirá que la muerte vence al fin; pero el saberlo no anula el goce de la brega misma. La muerte, tan poderosa, no puede impedir la alegría; tiene que aceptarla porque la alegría es parte de la vida y por ello de la muerte».

Más adelante, señala Nicol: «La fe, la esperanza y la ilusión son conceptos cardinales del ser del hombre a los que hay que añadir la caridad o el amor que es el nombre que ha de darse a la vinculación existencial de este ser el del hombre con todo lo que le es ajeno y que de este modo se apropia». Y termina con estas palabras: «El ser del angustiado es manifiestamente un ser mermado, reducido a menos amplitud. Y ésta es, en Heidegger, la paradoja: soy más, existo auténticamente cuando soy menos, cuando mi ser quedó constreñido por la angustia. La soledad es una constricción, pues es enfermiza. Pero la soledad se cura con palabras, que son la normalidad del hombre. La vida auténtica es una vida lógica, una vida de comunicación o de comunión verbal. El grado de autenticidad, de dignidad de esta vida, dependerá del sentido de ese logos y de la fecundidad que aporte a la comunidad. Sólo así puede intentarse, dentro de la filosofía, una re-humanización del conocimiento y un enaltecimiento de la existencia humana».

En Filosofía en metáforas y parábolas (Ed. Central, México,   —447→   1944), Juan David García Bacca, buceando en la obra del Arcipreste de Hita, de Calderón, de Goethe y de Mallarmé, nos señala en ellas, no ya su sentido filosófico general -pues toda verdadera poesía lo tiene- sino aspectos filosóficos más concretos, en curiosa relación con filosofías modernas, entre ellas la existencialista. Así, por ejemplo, García Bacca descubre en una escena de Fausto una condensada esencia del sentido heideggeriano de la filosofía; en Mallarmé, la expresión más delicada, a la vez que la crítica más certera, de esa cosa que se llama nada menos que filosofía fenomenológica transcendental de Husserl. Por los caminos de la metáfora y de la parábola, más amables que los ásperos y duros de la metafísica, podemos los profanos asomarnos, auxiliados por Bacca, al panorama de la filosofía, barrida por las brisas poéticas la cerrazón de la habitualmente obscura terminología filosófica. Al final de su libro, García Bacca declara que: «El genuino español no puede ser ni kantiano, ni husserliano, ni heideggeriano ni todas esas zarandajas que últimamente han circulado en Europa y que son trajes hechos a otra medida: a la medida de los que la tienen definida y esencial, de los que se creen sustancias y se hallan bien con el natural, no para quienes no la tienen, ni se sienten sustancias definibles ni definitivas, ni les viene justo lo natural, sino estrecho y oprimiente. Cada uno es como Dios le hizo, decía Cervantes; y cada pueblo es también y parecidamente como Dios lo hizo; y como obras que somos todos, individuos y pueblos, de las manos de Dios, no podemos menospreciarnos ni preferirnos unos a otros, sino aceptar agradecidos el tipo que en suerte nos tocó y procurar con todas las fuerzas realizarlo. Que el nuestro, el de los españoles de cuerpo y alma -no precisamente los de geografía y derecho- sea el de transubstanciarnos y sobrenaturalizarnos -de una forma u otra, cristiana o no- es la lotería o suerte que nos cayó como Pueblo, y fuera inútil pretender evadirse de este destino, de este trance de frenesí que es nuestra constitución. Y no me parece sujeto a duda de ninguna especie el que una de las maneras de ser auténticamente, castizamente español, sea la de ser cristiano en el magnificente, señorial y viviente sentido del auto sacramental:   —448→   La vida es sueño. Tal vez otros pueblos, no menos respetables que el nuestro, crean que nuestra vida es sueño, ilusión, frenesí, incapacidad mental, reaccionarismo, oscurantismo; pero no nos dejemos llevar a discusiones baldías; respondamos con aquella frase de Calderón en este mismo auto sacramental:


‘Absorto y confuso estoy,
gran poder, amor y ciencia;
si esto también es dormir
a nunca despertar duerma.’»



En una de tres lecciones de un curso sobre Metafísica de nuestra vida, escribe José Gaos: «A la filosofía de nuestros días suelo reprocharle el estar fundada en una experiencia e información parcial, unilateral, de la vida, a saber, en experiencia de la vida exclusiva, o muy preferentemente, de tono o signo afectivo negativo: melancólico o acidioso, dolorido, tétrico, angustioso, desesperado. Es, añado, que ignora las experiencias o informes de la vida católica, por lo menos en su sección de tono o signo afectivo opuesto, positivo: esperanzado, luminoso, gozoso, glorioso. Que lo tiene -y tan radical o superlativamente- como radicales o superlativas pueden ser las experiencias de tono o signo negativo en que se complace, paradójicamente, la aceda filosofía de nuestros días».

Sin embargo, la posición de Gaos ante el esencialismo y el existencialismo es conciliatoria: ni puro esencialismo ni existencialismo puro.

«La filosofía nació más bien como esencialismo -como lo que esencialmente sería y no podría dejar de ser. La cuestión sería, pues, cómo haya venido a parar en el existencialismo o a estar a punto de dejar de ser. O: ¿por qué el hombre advino a la filosofía? y: ¿por qué ha venido a estar a punto de dejarla? ¿Por qué en tantos casos, desde Aristóteles hasta nuestros días, la metafísica conduce a un positivismo? ¿Cuál es el origen efectivo, el posible término, el sentido, en suma, de la filosofía -como manifestación del ser del hombre? Un radical y   —449→   central ingrediente existencial lo hay en toda filosofía, en cuanto en toda filosofía auténtica es un ser el sujeto filosofante en sí y por sí -existencia ‘propia’- independientemente y por encima de las esencias, y principalmente la divina -ser en sí y por sí- que atribuye a las esencias, hipostatándolas objetivamente. La filosofía sería ser en sí y por sí -existencialismo- que desde sí daría razón -esencialismo. Necesidad de una filosofía de la historia y de la naturaleza humana -pero no la del existencialismo, naturalmente, ni la del esencialismo. El error de ambos estaría en pretender concebir exclusivamente por sí y sin el otro al hombre, en ser una visión parcial de la realidad histórica, en ser igualmente ahistóricos.

Es un hecho que el hombre muere, pero es otro hecho que finge esencias. Al vivir, a pesar del morir ¿no le dará sentido el fingir esencias? E incluso: al fingir esencias, al vivir, ¿no le dará sentido el morir? ¿A qué, esencias, si no se muriese?

El hombre, ente oscilante entre la ambidexteridad y la manquedad, la razón y la locura, el dominio de sí y la enajenación, las masas y la soledad, la riqueza y la pobreza, vender su alma al diablo y entregar su alma a Dios, la vida y la muerte -la existencia y la esencia, el ser y la nada-, puede haber intentado la experiencia del existencialismo extremo, experiencia fallida, para (razón de ser) saber por experiencia (de hecho) la esencialidad de las esencias -y de las existencias-, como pudo haber intentado la experiencia del esencialismo extremo, igualmente fallida, para saber por experiencia la existencialidad de las existencias -y de las esencias. Si la Historia sirve para algo, enseña algo, la del esencialismo y el existencialismo, que son historia, historia del hombre, enseñaría que ambos son posibilidades de(l) ser de(l) hombre realizadas, dentro de ciertos límites, los límites constituidos por uno y otro en el rigor de los términos, en que serían igualmente imposibles; que ambos son historia de los puntos cardinales, de los constitutivos motores del hombre -el ser y la nada-; ambos revelarían que el hombre es el oscilar mismo entre ambos límites extremos. Por todo, ya no tendría sentido una filosofía espontánea, primariamente esencial   —450→   ni existencial; ni pronunciarse por el esencialismo contra el existencialismo, ni por éste contra aquel. Sólo tendría sentido una filosofía del esencialismo y del existencialismo como tales posibilidades del hombre reveladoras de su ser, una filosofía de la filosofía como parte de una filosofía del hombre. Mas si el hombre es esencia y existencia, ser y nada, con todo lo humano, la filosofía inclusa, la filosofía del esencialismo y el existencialismo, de la filosofía, del hombre, forzosamente resultará, de hecho y por esencia, esencia y existencia, ser y nada -a una, esencial y existencial».

Nada más alejado del existencialismo angustiado que la filosofía de Joaquín Xirau cuyas notas dominantes son las de un profundo sentimiento cristiano y un alto idealismo moral. «El anhelo infinito del hombre, que lo lleva más allá de sí mismo y de la realidad que lo circunda, no es una mera quimera ilusoria, sino una noble realidad. En el cristianismo el amor es plena riqueza, la única valedera y auténtica riqueza. Hijo exclusivo de la plenitud y de la abundancia, se identifica con la plenitud suprema. En la tragedia del hijo de Dios, hecho hombre por la carne y por la sangre, halla el sentido salvador y redentor del amor cristiano su manifestación más sublime. El Dios hombre desciende por amor sobre aquello que está más cerca de perderse y lo salva en virtud de su sola presencia. Ello no significa -una perversión de los valores como lo creyó Nietzsche ni degradación lacrimosa que sitúe en el centro de la vida un ideal lamentoso y decadente. Significa, acaso, todo lo contrario. No es el cristianismo un vago sentimentalismo. Antes, al contrario, lo condena. Las páginas de los evangelios respiran alegría; jovialidad, gozo, despreocupación. El amor pagano busca la salvación en las ideas, en las estructuras impersonales de la razón constituidas en instancia suprema. El amor cristiano se dirige resueltamente al centro de la persona concreta. Fuera de la subjetividad personal -divina y humana- y de la comunión de los espíritus, desaparece la realidad. La persona se sitúa en el centro y es eje del mundo. Al mundo como aspiración constante hacia esferas cada vez más altas y más puras,   —451→   substituye un mundo en el cual los seres se inclinan amorosamente unos sobre otros y convergen en la unidad de una suprema comunión». Y más adelante escribe Xirau: «Destruida toda ilusión en la vida, reducida la ilusión a simple ilusión, todo deviene igual a todo y, en último término, el ser tras el cual van todos los anhelos queda reducido al puro no ser, a la realidad angustiosa y omnipresente de la nada».

Ramón Xirau, de la nueva generación de intelectuales de la emigración, en un ensayo titulado Fe y existencia, que se publicó en la revista Presencia, escribe: «La vida del hombre es un ante las circunstancias que le rodean. Caminar es una afirmación y es una afirmación pensar, y es una afirmación luchar contra las olas. Vivir es decir, a cada momento, Sí, con toda el alma y todo el cuerpo, vivir es, pues, creer y crear. Ahora bien, cuando los hombres pierden la fe, no digamos la fe trascendente, sino la fe en sí mismos, la fe en su vida, sólo caben dos vías: una, negarse, precisamente por miedo a la suprema negación, la de la muerte: tal es la actitud del suicida. Otra, afirmarse en una fe falsa, en una mala fe, en una creación de mitos, y cuando los mitos, destruidos por la razón, aparecen como tales, como meros mitos, puede caber y, de hecho sólo cabe, el asco. El hombre se nos desliza de las manos, se nos desvanece y perdemos pie, naufragamos. Tal es el hombre de la náusea, un hombre aburrido y anonadado por sus fracasos, por su desilusión, un hombre tristemente serio. Lo que ocurre, pues, con este tipo de existencialismo, es que está desarrollado por náufragos de una crisis de valores y de ideas».

José Gaos y Eduardo Nicol polemizaron, o más bien diría, dialogaron. Dar cuenta de estos diálogos equivale a bosquejar algún aspecto de su idea de la filosofía. Extremos importantes, de los que se ocuparon Nicol y Gaos, son los del relativismo y la comunicabilidad de la filosofía, de su condicionamiento por el hombre que filosofa: relativismo psicológico; por la época en que el filósofo vive: relativismo histórico o historicismo. Para Gaos «lo que le ha acontecido a la filosofía en nuestros días, es reconocerse como verdad personal, cuya forma de exposición más   —452→   propia es la autobiográfica». Otros conceptos de Gaos son los siguientes: «Mas a pesar de todo, la filosofía se viene realizando históricamente, en pluralidad de filosofías, cada una de las cuales predica la unidad de la filosofía, a saber, predicando de si la verdad de la filosofía, la filosofía sencillamente, y diputando las demás falsas filosofías, en el doble sentido de no ser conformes a la realidad y no ser auténticamente filosofía». Esto inquieta, desazona y decepciona, según Gaos declara. El problema de la filosofía entendida como «conjunto de proposiciones proferidas o pensadas por el filósofo acerca de una realidad para él, abstraídas de la realidad general y única», lleva a Gaos a plantearse el problema de la comunicabilidad de la filosofía. «Los sujetos somos irreductiblemente distintos. En la medida en que lo somos, el pensamiento personal es incomunicable». La comunicación del pensamiento consiste en comunicar, por medio de las proposiciones que se refieren a ellas, las realidades mismas -en la medida en que éstas mismas resulten comunicables. Esta incomunicabilidad se manifiesta en diversos fenómenos. Es posible que los límites convencionales, morales, a la expresión de la intimidad sean manifestaciones de esta incomunicabilidad. Es posible que lo sean los artificios de que se usa para superar estos límites -en cuanto que responderían, a la existencia de éstos.

Y termina Gaos con estas palabras: «Filosofía en la concreción de la vida muy madura, o no puede significar nada, o ha de significar un vivir la vida como vida de uno y de la íntegra y no mutilada realidad para uno -y un pensar y expresar la vida así vivida, con esforzada veracidad- lo que no excluye el expresarla cum grano salis, no ya como medio de ocultar el pensamiento y la vida, sino todo lo contrario, de hacer posible justamente su revelación».

Para Nicol, la filosofía vale «por su intención de bondad y su capacidad de amor, y por las vinculaciones con que logre reforzar la comunidad humana». En el ensayo en que replica a Gaos, escribe Nicol: «José Gaos tiene otra idea de la filosofía. Piensa Gaos que la filosofía, como actividad, es un menester   —453→   personal y que, por serlo, su contenido equivale al de una confesión, una autobiografía, una memoria histórica. En lo más hondo de su pensamiento, el filósofo se encuentra solitario y su mensaje; por ello, no puede ser trasunto cabal y fiel de su irreductible e inefable singularidad. Pero el valor representativo de las cosas que tengan las ideas, parece que va disminuyendo a medida que aumenta su valor representativo de los filósofos. Así nace el relativismo psicológico, las ideas de las cosas están condicionadas por la personalidad de su autor. Más tarde, a este condicionamiento subjetivo se añadió el histórico, y la comprensión de la personalidad misma del autor quedó supeditada a la comprensión de su época. Con lo cual disminuyó todavía más la pretensión de las ideas a representar adecuadamente las cosas, y nació el relativismo histórico. Pero la verdad misma, si no puede ser universal, ¿cómo se salva del relativismo? Se salvaría justamente por él. Sólo reconociéndolo y proclamándolo descubriremos este punto irreductible y absoluto de la subjetividad original y única, en que el pensador se encuentra a solas con una verdad que es verdadera para él. A más no podría aspirar, y con esto habría de bastar. Esta idea de la filosofía, porque tiene los mismos antecedentes, puede parecer muy próxima a la que antes se esbozó (la de Gaos). Están próximas como lo están las dos vertientes de una cumbre empinada, las cuales miran hacia direcciones opuestas diametralmente. La filosofía, según José Gaos, habría de renunciar a lo que me parece más esencial en ella: la comunidad de la verdad. Y por comunidad no se entiende ni la pretensión de universalidad objetiva, ni la concordancia unánime de los pareceres subjetivos. En estas dos renuncias estamos ya de acuerdo. Pero así como la renuncia implica para Gaos un afirmarse en la radical y solitaria y últimamente inefable intimidad del pensamiento personal, creo por el contrario que en este fondo último lo que se encuentra es el principio de todo vínculo, de toda comunicación, comunión o comunidad. La comunidad de la verdad es la comunidad del amor y de la verdad; y el amor de la verdad es la forma específica que adopta en filosofía el simple amor del prójimo. Pienso que el logos,   —454→   precisamente porque es expresivo y personal, es nexo y vínculo y trasciende la soledad íntima».

Los filósofos exilados produjeron una obra muy considerable de la que me limito a dar aquí una muy incompleta enumeración.

Eduardo Nicol es autor de Psicología de las situaciones vitales; La idea del hombre; Historicismo y existencialismo; La vocación humana y Metafísica de la expresión.

Juan David García Bacca, del que Gaos escribió que: «sus publicaciones americanas han sido la revelación de la mayor posibilidad de que España acabe por tener un filósofo contemporáneo no discutido como tal», publicó, entre otras obras, Introducción al filosofar; Filosofía en metáforas y parábolas; Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas; Tipos históricos del filosofar físico desde Herodoto hasta Kant; Filosofía de las ciencias y alguna otra sobre filosofía de la matemática.

José Gaos es autor de: Historia de la filosofía y Filosofía de la Filosofía; Dos ideas de la Filosofía; Dos exclusivas del hombre, la mano y el tiempo; Antología del pensamiento de lengua española en la edad contemporánea; Un método para resolver los problemas de nuestro tiempo: La filosofía del profesor Northrop; La filosofía de Ortega y Confesiones profesorales.

Joaquín Xirau publicó: Amor y mundo; Vida, obra y filosofía de Henry Bergson; La filosofía de Husserl; Vida y obra de Ramón Llull; El pensamiento vivo de Juan Luis Vives, Manuel B. Cossío, ensayo que ya ha sido comentado en capítulo anterior.

A María Zambrano se deben: Filosofía y poesía; Pensamiento y poesía en la vida española; El hombre y lo divino.

Roura Parella es el autor de: Educación y ciencia; Eduardo Spranger y las ciencias del espíritu; El mundo histórico social; Ensayo sobre la morfología de la cultura de Dilthey.

Eugenio Imaz escribió: Topia y utopía; Asedio a Dilthey; El pensamiento de Dilthey.

Luis Abad Carretero es el autor de La filosofía del instante.

Ramón Xirau publicó Sentido de la presencia.

José Ferrater Mora es autor de un Diccionario de filosofía   —455→   (Sudamericana, 1951). De este diccionario, obra monumental, escribió Ángel del Río; «Cuando se publicó la primera edición de esta obra en 1941, fue acogida como una notable realización. Se hacía difícil comprender cómo el autor, entonces de 29 años, había podido dominar el material en ella contenido. La segunda edición, 1944, marca un gran progreso. Es una obra verdaderamente impresionante. Ha sido enormemente ampliada, tanto en extensión como en profundidad. La bibliografía está al día. Difícilmente se encuentra un término de naturaleza filosófica que haya sido olvidado. Por lo que se refiere a filósofos, en ella figuran desde algunos oscuros y olvidados pensadores de la antigüedad, hasta los más recientes. Las definiciones no sólo son precisas sino a menudo iluminadoras. Las referencias al pensamiento español e hispanoamericano tan escasas en obras de este tipo, abundan. Figuran en la obra interesantes artículos: dedicados a Ingenieros, Vasconcelos, Varona, Vaz, Terreiro, Korn, Romero, Ángel Vasallo y aún a otros poco leídos hoy. La sola falla es la del nombre de Ostos. Por lo que se refiere a España, las referencias son completas, abarcando desde los traductores de Toledo hasta los jóvenes pertenecientes a la generación del autor. La sola crítica que pudiera hacerse es la casi ausencia de referencias al siglo XVII español. Creemos; por ejemplo, que una breve a Feijoo, no estaría fuera de lugar, pues aun cuando su obra carece de significación filosófica, es importante en la historia de las ideas y de las actitudes intelectuales en España. En resumen, este libro es un valioso guía en el, a menudo, confuso terreno de la terminología filosófica, así como una clara introducción a la historia de la filosofía misma».

Debido, en gran parte, a iniciativa de Eduardo Nicol, se comenzó a publicar en México, bajo el título de Dianoia, un anuario de filosofía, del tipo de los que aparecen, especialmente, en Alemania, publicación de la que fue el primer, director. Está destinada a mantener al estudioso de la filosofía en México y los países de habla española, en general, en contacto con el movimiento filosófico mundial y ofrecerle los instrumentos de trabajo necesarios para su propia obra. «El carácter internacional   —456→   de Dianoia -declararon sus inspiradores al iniciarse la publicación- permitirá establecer un diálogo efectivo con aquellos filósofos y eruditos extranjeros cuya obra haya influido de algún modo en nuestro pensamiento. Dicho diálogo podrá ser como una prueba decisiva a la que se sometan nuestras aportaciones a la filosofía».

Derecho

La obra de los hombres de leyes en el exilio fue copiosa e importante. De la de Luis Jiménez de Asúa destaca su Tratado de derecho penal (Ed., Losada, Buenos Aires).

Entre las múltiples opiniones emitidas por diversos penalistas acerca de la obra de Jiménez de Asúa, figuran las siguientes: «el estudio de legislación penal comparada de Luis Jiménez de Asúa constituye un monumento de ciencia y de conciencia». «Colma los requerimientos científicos más exigentes, por tratarse de la sistematización decantada de perseverantes investigaciones». «Ingente, según el diccionario de la lengua española, implica una idea de grandeza. El primer volumen del Tratado de Luis Jiménez de Asúa es una prenda de esta grandeza y el anuncio de una obra definitiva en la bibliografía penal universal». «Es difícil decir la erudición y la riqueza de documentación del nuevo tratado... Se debe insistir en la profundidad del pensamiento». «Estamos frente a una obra fundamental, de excelente orientación, de cabal enfoque técnico, de abundante y escogida información y de depurado estilo». «Más que un tratado, la obra se presenta casi como una enciclopedia».

Aparte de esta obra monumental, Jiménez Asúa publicó diez tomos de El criminalista con ensayos sobre los temas más diversos de derecho penal. Otras obras de Jiménez de Asúa publicadas en el exilio son: Psicoanálisis criminal; Libertad de amar y derecho a morir (nueva edición aumentada y actualizada); Defensas penales; Problemas de derecho general; El código penal argentino y los proyectos reformadores; Ante las modernas direcciones del derecho penal; Las ciencias penales y otros ensayos;   —457→   La ley y el delito; Curso de dogmática general; Andrés Bello; Derecho penal soviético; La sentencia indeterminada; La ley penal y su interpretación; Defensas penales en América. Además, Jiménez de Asúa es autor de innumerables trabajos menores aparecidos en publicaciones especializadas de América y Europa.

En la obra jurídica de Mariano Ruiz Funes alienta siempre: un sentido profundamente humano y una constante y viva preocupación por las proyecciones sociales de la disciplina de la que fue eminente maestro.

Este rasgo claramente distintivo de su producción, más que a la naturaleza de la especialidad jurídica a la que se dedicó, que tiene repercusión social y humana mayor que ninguna otra, creo fue, principalmente, la consecuencia de su formación, de la que el respeto a los sagrados derechos de la persona, constituyó la esencia viva, mantenida siempre con inquebrantable devoción. En el exilio trabajó Ruiz Funes incansablemente no sólo en la preparación de una obra muy vasta sobre diversas cuestiones de derecho penal sino también en el desempeño de su cátedra en la Universidad Nacional de México. Ruiz Funes pronunció numerosas conferencias y sostuvo cursillos en instituciones culturales de casi todos los países de Hispanoamérica. Las obras publicadas por él en el exilio fueron las siguientes: Actualidad de la venganza (tres ensayos de criminología). Ed. Losada, Buenos Aires, 1944. Evolución del delito político. Ed. Hermes, México, 1944. La crisis de la prisión. Ed. Jesús Montero, La Habana, 1949. Criminología de guerra. Ed. Saraiva. Sao Paolo, 1950. Criminalidad de los menores. Imp. universitaria de México, 1953. La peligrosidad y sus experiencias legales. Ed. Jesús Montero, La Habana, 1948. Estudios criminológicos. Ed. Jesús Montero, La Habana, 1951. El delincuente y la justicia (Ensayos). Ed. La Facultad, Buenos Aires, 1944. El genocidio en España y El genocidio y sus formas (dos folletos extensos). Ed. Ateneo Libertad, 1949-1950. En homenaje póstumo a Ruiz Fumes se editó un libro: Últimos estudios criminológicos en la que colaboraron eminentes penalistas hispanoamericanos y españoles.

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Don Niceto Alcalá Zamora y Torres publicó: Lo contencioso administrativo. Nuevas reflexiones sobre las Leyes de Indias. Represión jurídica en el siglo XX.

Niceto Alcalá Zamora y Castillo es autor de numerosos trabajos aparecidos en revistas, de ensayos de derecho penal y derecho procesal penal y, entre otras obras, de Autodefensa.

Manuel García publicó: La configuración constitucional de la postguerra a través del profesor Posada. A Mariano Gómez se debe: La judicatura en la guerra española. Juan Manuel Mediano es autor de: Leyes penales comentadas de la república argentina (en colaboración con Jiménez de Asúa y José Peco). Entre las obras escritas en el exilio por don Ángel Osorio y Gallardo, figuran: El contrato de opción; La reforma del código civil argentino; El alma de la toga y cuestiones jurídicas de la Argentina; Anteproyecto del código civil boliviano; Matrimonio, divorcio y concubinato; Nociones de derecho político; Perfiles jurídicos de Felipe IV; Los derechos del hombre, del ciudadano y del estado.

Constancio Bernaldo de Quirós, es autor de: Cursillo de Criminología y Derecho penal y de Lecciones de Legislación penal comparada. José Gomis Soler publicó unos Elementos de derecho civil mexicano. Mariano Jiménez Huerta es autor de diversas obras, entre las cuales figuran: La antijuricidad como elemento conceptual del delito. Antonio Vilalta y Vidal escribió un interesante ensayo: La premeditación como circunstancia atenuante, en el que con claridad y sencillez en la expresión lleva al lector al convencimiento de que en no pocos casos se está en un error al considerar la premeditación como una agravante, cuando en realidad es una atenuante.

A Joaquín Rodríguez y Rodríguez, muerto prematuramente en México, se deben varias obras de derecho mercantil, que los especialistas en la materia y los abogados en general, estiman como de alto valor, ricas de orientaciones para moverse dentro de ese terreno jurídico y extraordinariamente claras de concepto y de exposición. Entre estas obras que se han constituido en libros valiosos de consulta figuran: Tratado de sociedades mercantiles,   —459→   Derecho bancario; Ley de quiebras y suspensiones de pago.

Felipe Sánchez Román, ejerció en el exilio en México actividades consultivas y de asesoramiento en asuntos de política nacional e internacional, en relación con su especialidad jurídica. Su gran talento y su digna actitud ciudadana, así como su exquisita caballerosidad, le valieron el respeto y la rendida admiración, no sólo de los exilados sino de cuantos lo trataron, tanto en lo profesional como en lo personal. Don Felipe Sánchez Román figuró entre las personalidades más representativas de la emigración. Supo sacrificar las seguridades de una brillantísima posición en su patria con sereno valor, austera dignidad y gran señorío. Ejemplos de conducta como éste deberá tenerlos presentes el emigrado para tratar de imitarlos. Su nombre, queremos creer que no dejará de despertar sentimientos de mortificante autoacusación en algunos intelectuales y hombres de cátedra que no supieron estar a la altura de su deber, no sólo de orden cívico sino también de mero decoro intelectual.

La curiosidad intelectual de Manuel Pedroso se proyectó hacia disciplinas y problemas, más aparente que realmente contrapuestos. Ello es natural. El derecho internacional, en el que Pedrosa era destacado especialista, tiene que ser incomprensible para quien no posea una fundamental formación en la disciplina de la historia, como la que él poesía. De la historia, el paso a la literatura es no sólo natural sino obligado para el que sepa descubrir en ella el reflejo de la vida colectiva de una determinada época, reflejo nunca ausente en la obra de los grandes maestros, especialmente de la novela.

El maestro Pedroso dejó, según mis noticias, algunas obras inéditas, que seguramente no lo serán ya en la actualidad, sobre temas de derecho internacional y otros. Colaboró en diversas revistas jurídicas, y en la de la Universidad de México; en ésta con estudios acerca de ciertos grandes movimientos literarios como por ejemplo, el romántico. En ciclos de conferencias analizó de manera aguda la obra de algunos novelistas, entre otros Sthendal. Es de desear que dichos estudios se publiquen en forma de libro.

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Pero la huella más fuerte de su actividad intelectual la dejó Pedroso en el terreno de la enseñanza, que practicó con espíritu verdaderamente socrático, derramándola pródigo no sólo en la cátedra sino fuera de ella, en toda ocasión, en la calle, en la tertulia de librería y, sobre todo, en el amable retiro de su biblioteca, que los especialistas juzgan inestimablemente valiosa. Manuel Pedroso ocupa puesto muy destacado entre los profesores universitarios españoles emigrados, que en América crearon escuelas en sus respectivas disciplinas.

Sociología

No sé bien por qué, pero tengo una especial debilidad por ésta que considero la cenicienta de las ciencias, objeto de enconados ataques -quién no recuerda los sarcasmos de Unamuno a propósito de ella- de ironías más o menos fáciles, cuando no de ataques a fondo. Por esto, además de por su interés, me atrajo la obra de los sociólogos de la emigración: José Medina Echavarría, Luis Recasens Siches, Francisco Ayala, Roura Parella. A la sociología la ponen muchas veces en el brete de justificarse, de identificarse; esta situación explica algo de lo que José Medina Echavarría nos dice en su obra: Sociología. Teoría técnica (Fondo de Cultura Económica, México, 1941). En ella comienza Medina preguntándose si la Sociología es ciencia natural o ciencia del espíritu, y después de hacer breve historia de la evolución del pensamiento en torno al determinismo físico en la evolución de las sociedades y de hacer referencia a los que como Husserl, consideran a la sociología como ciencia del espíritu, Medina dice que: «En resumen, en las ciencias sociales, el verdadero centro de referencia es el hombre y su actividad; el hombre de carne y hueso de nuestro Unamuno». Otra pregunta se autodirige Medina: «La sociología ¿debe acentuar su valor instrumental o debe refugiarse en la paz de una actividad pura, desinteresada, en la abstracción de sus cuestiones teóricas, de los problemas ingentes de la vida humana, aquí y ahora? La sociología puede cumplir actualmente en su función pedagógica,   —461→   lo que ya no pudo realizar el viejo ideal de la cultura clásica. Nada tiene de extraño, pues, que se persiga a la investigación sociológica libre, allí donde el humanismo es un delito y el más anacrónico tribalismo un ideal». Tras los capítulos iniciales en los que Medina expone, interpreta y critica las modernas concepciones acerca de la sociología, vienen otros dedicados a la técnica sociológica.

A Luis Recasens Siches, se deben, entre otras obras, su Tratado de sociología, y Vida humana, sociedad y derecho (Casa de España en México, 1939). «El propósito de este libro -escribe Recasens- es obtener un conocimiento esencial del derecho: hallar la verdad primaria y fundamental sobre lo jurídico, es decir, entenderlo en sí mismo y, a la vez, articularlo con una visión total del mundo». Según Recasens, el derecho puede ser algo en el cual encarnen determinadas ideas de valor, pero no está constituido simplemente por los puros valores que pretende realizar. El hombre es el que debe realizar los valores y ello en la vida humana. Para Recasens en la teoría del espíritu objetivo de Hegel, «al lado de geniales aciertos hay monstruosos errores, como lo es la substanciación del espíritu objetivo, como realidad en sí y por sí, que se desarrollaría dialécticamente a sí mismo». El derecho -nos dice- no vive en sí y por sí, no se desarrolla de manera inmanente, sino que su superación es el fruto de actos de vida humana. El derecho cumple una función particular en cada situación histórica. Trata después Recasens de la función normativa del derecho que, si bien orientado hacia valores, no es valor puro, sino obra histórica y humana. En otros capítulos se ocupa Recasens Siches del uso primitivo como norma indiferenciada de lo consuetudinario, de la diferencia entre moral y derecho, de las reglas del trato social, de la diferenciación entre las normas del trato y las jurídicas, de la seguridad como motivación radical de lo jurídico. Capítulo muy interesante es el que Recasens dedica a la persona, y la personalidad, en el que describe la evolución filosófica de la idea de persona, desde su inserción en el plano de la ontología clásica, pasando por la concepción de Kant que cree solamente posible definirla   —462→   en el plano de la ética, hasta los inicios de la concepción existencial de la persona, con Fichte: «Yo no soy un ser ya hecho, sino que soy un devenir que en mí mismo hago; soy un devenir orientado hacia mi tarea; soy actuación particularizada». Glosa después Recasens conceptos de Max Scheler y Nicolai Hartmann, acerca de la persona, para terminar afirmando que: «La personalidad no es el concepto de una cosa, sino que es un concepto que sólo es comprensible a la luz de una idea moral o, mejor dicho, de los valores y de su realización; que cada persona es tal precisamente porque encarna una magnitud indivisible e incanjeable, que tiene su correspondencia en una peculiar e individual constelación de valores, en un destino propio; que representa un punto de vista único sobre el mundo, sobre la tarea en la vida, que entraña una perspectiva teórica y práctica, individual, exclusiva». Otros capítulos de la obra versan acerca de la idea del Estado, teoría organicista del mismo y teorías sociológicas en torno a él. Finalmente, vienen los dedicados a la estimativa jurídica.



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ArribaAbajoEspaña vista por los exiliados

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De España, puede afirmarse que es el pueblo que se ignora a sí mismo; que anda desde hace siglos dramática e inútilmente empeñado en la tarea de desentrañar el sentido de su ser y de su historia. Esta actitud interrogadora del español frente a España como problema, parecería natural que se acentuara en el exilio y, sin embargo, no fue así, como vamos a ver. No faltaron, naturalmente, aquellos a quienes siguió inquietando el enigma de España, pero abundaron más los que llegaron a conclusiones afirmativas respecto a su espíritu y a su evolución histórica. Surgió -no podía ser de otro modo- el ya secular tema de la decadencia, pero, o bien para dar el hecho por inexistente, o para buscarle una motivación clara y no difícilmente superable.

Quien primero nos acercó a España, a su ser geográfico, fue Leonardo Martín Echevarría con su libro España (el país y sus habitantes), obra profusamente documentada que hace honor al bien ganado prestigio del distinguido geógrafo e historiador. Más tarde, Bosch Gimpera nos adentró por el campo de la prehistoria y del amanecer de la historia hispánica, presentándonos el mosaico de pueblos y grupos étnicos que dieron vida a esa cosa desconcertante, bronca y un tanto ingobernable que es el español actual. El libro se titula El poblamiento antiguo y la formación de los pueblos de España (Imprenta Universitaria, México, 1944). Cuando iban transcurridos seis años de exilio apareció un libro significativo en relación con la posición afirmativa   —464→   de los valores españoles a que antes aludimos: Retablo hispánico (Ed. Clavileño, México, 1946). El editor, en unas palabras introductoras anuncia que de la mejor o peor acogida que el lector español y americano le preste «dependerá que pronto vuelva a ponerse a su alcance otra obra de cooperación y amor a España, de exaltación de sus valores, de presentación de sus paisajes, de retratos de sus eternas glorias, de devoción a sus viejas piedras y de fe en su destino inextinguible».

El editor no exagera ni poco ni mucho porque, desde la primera hasta la última, todas las páginas del retablo están llenas de esas cosas que él anuncia patrióticamente enfervorizado y, pese a todo, singularmente optimista. José Moreno Villa pone en el retablo la evocadora visión de los castillos españoles. Benjamín Jarnés nos dice: «No sabemos qué será de la gran cultura occidental. Tal vez un torbellino de arena la esconda durante siglos... Cuando alguien -en España- la desentierre, tropezará, como siempre, con las pirámides a flor de arena, las Coplas de Jorge Manrique, la Vida es sueño, Cervantes, Unamuno». Fabián Vidal traza en pocas líneas la trayectoria de la prensa romántica a la prensa de información en España. Juan Oyarzábal exalta la gesta de los descubridores de América con cuyas aventuras «pudo nuestra Patria esparcir por todos los rincones del planeta la semilla de su espíritu, florecida más tarde en la cultura de un mundo que aún reza a Jesucristo y aún habla el español». Juan Gil Albert evoca fervorosamente el espíritu de las tierras del levante español, y después de transcribir unos versos de Maragall, añade: «Un órfico estremecimiento nos sacude; la voz viejísima del mar greco-latino habla de nuevo. Un rancio sabor refrescante tonifica las fibras de nuestro corazón». Álvaro de Albornoz hace resaltar el sentimiento liberal que vibra en las grandes creaciones literarias españolas y en el gran pensamiento político de España, para terminar afirmando que el genio de España es la libertad. Florentino M. Torner destaca las aportaciones fundamentales que la cultura universal debe a España: sentimiento de la personalidad; sentido de la libertad; sentimiento de universalidad; fe inextinguible en el destino del

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hombre, y concluye llamando la atención acerca de los tres entes que España ha dado a la Mitología universal: don Quijote, don Juan y la Celestina. «Poesía y verdad -escribe Torner- tituló Goethe uno de sus libros. He aquí un buen lema para nuestra historia, pero ampliando a formidable escala el sentido de esas dos palabras». Juan David García Bacca señala los valores individuales del hombre español, que son los mismos del humanismo español y que fueron fijados por Cervantes: cortesía, gentileza, valentía, comedimiento, destreza, arrogancia, liberalidad, generosidad, afabilidad, cordura; y pregunta: «Frente a esta escala de valores individuales ¿qué otro pueblo puede asegurar poseer otra con los mismos y con su mismo matiz, grado, intensidad de individualidad, de humanidad?» Y añade: «Y conste que no establezco preferencia alguna de un pueblo sobre otro. Cada uno es como Dios lo hizo, dice en algún lugar Cervantes». El general Leopoldo Menéndez nos presenta en Gonzalo de Córdoba al precursor de la estrategia moderna, al genio militar José María Gallegos Rocafull, al ocuparse de la literatura mística española pone de relieve los rasgos característicos del misticismo español, que no se consume en puro afán de trascendencia «ni se pierde en nebulosidades panteístas», como los místicos alemanes, y dice de los místicos españoles que «su actitud fundamental es la de que, por muy alta que sea la contemplación que Dios quiera concederles, ellos han de ocuparse en la salvación de sus hermanos, porque no ama a Dios quien no ama al prójimo». Antoniorrobles evoca el Monasterio del Escorial con su Jardín de los Frailes; un Escorial «que por fortuna no está en medio de uno de esos campos frescos, llenos de huertas verdes y abundantes, en las que el azadón no pega en seco como el del sepulturero, sino que suena en la blandura de la tierra negra y húmeda, cuando no en el agua corriente de las caceras»; un Escorial en torno al que «ni hay sombras macizas y espesas de arbolado frutal; ni suena el agua». Pedro Bosch Gimpera pone en el retablo unas cuantas pinceladas acerca de la milenaria cultura hispana.

Pero antes que el retablo afirmativo y entusiasta que nos   —466→   ofreció este grupo de intelectuales españoles en el exilio, se había dejado oír una voz aislada, la de Antonio Sánchez Barbudo, con su libro Una pregunta sobre España (Editorial Centauro, México, 1945). A Sánchez Barbudo las cosas no le parecen tan claras respecto a su patria. Lo dice ya al comienzo del prólogo a dicho libro: «No hago sino continuar una vieja tradición: la del español que, sintiéndose aparte, sintiendo problema esa España que en él parece escondida, pregunta por ella y -desde su soledad- por el destino del hombre; investiga el alma de España buscando salida a una posible universalidad, indaga en su esencia y sueña con su futuro. Con esta pregunta, queriendo interpretar a España, no hago más que plantear de nuevo, a la luz de nuevos acontecimientos -a la luz, especialmente, de la última guerra española- la pregunta explícita o latente en diversos libros y en muchas almas de españoles: en el Idearium español, en Unamuno, en España invertebrada, etc.; y ya antes en Galdós, Larra, Cadalso, Feijoo, Navarrete, Quevedo, Cervantes, Garcilaso, Alfonso X y otros muchos grandes y pequeños escritores». Sánchez Barbudo termina así su libro: «Todas las muchas preguntas planteadas en estas páginas, se orientan a buscar respuesta o a plantear al menos con cierto fundamento, una sola y básica pregunta: ¿De verdad es España una Esperanza? y en ella quedamos sin respuesta cierta. Demasiadas páginas para una sola pregunta. Tal vez. ¡Pero qué pregunta! Si yo tuviera alguna autoridad, recomendaría a los jóvenes españoles e hispanoamericanos que meditaran sobre ella, que investigaran; que escarbaran en su corazón para encontrar el soplo que la enciende, más que en su cerebro para hallar ideas que la apoyen; pediría, sobre todo, que luchando -luchando consigo mismo o contra el mundo- se atrevieran en lo hondo de su alma, a responder que sí, que hay una esperanza en España, una esperanza escondida». Como puede verse, éstos son otros retablos. Sánchez Barbudo no se siente en terreno firme, y al cabo de su libro no logra hallar respuesta a la angustiosa interrogación y pide a otros que se la plantean también para ver si entre todos tienen más suerte.

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En 1948 surge en el exilio la tradicional cuestión: la decadencia de España y sus causas. La plantea un grupo de jóvenes en la revista Presencia y en su número segundo. De Presencia, la ágil y simpática publicación juvenil ya me ocupé al tratar de periódicos y revistas. Dio lugar a la polémica un ensayo de Sánchez Barbudo, precisamente, aparecido en la revista Hijo pródigo. Participaron en la controversia Jacinto Viqueira, Manuel Durán y Ángel Palerm, entre otros. He aquí, resumida, la tesis de Barbudo: «Durante los siglos XVI y XVII, España luchó contra Europa, en la que prendían el racionalismo, la crítica y el progreso. Lleva al mundo inquietud religiosa y humana duda, ‘el gran negocio’ de que hablan los jesuitas: la salvación del alma. Es que esa tenacidad, esa unanimidad en rechazar lo inútil -el racionalismo, la ciencia, los nuevos hallazgos de los filósofos- lo no esencial; ese constante pesimismo de que procede el ‘para qué’ clavado en el alma española; ese eterno caer de la razón a la congoja, que nos impide filosofar y progresar; y ese levantar el vuelo congojoso, para mantener en alto el corazón del hombre, y llevar al mundo una esperanza; ese ser español clavado en la historia, sin retroceder ni progresar, erguido sobre el páramo, preguntando al cielo por su destino: ¿no es acaso un modo de ser, un modo de ser español; justamente el espíritu español antiguo y prometedor? Obsesión por lo humano, obsesión que causó el fracaso y que hoy en día -cuando el racionalismo aparece en crisis- pudiera ser motivo de esperanza».

Jacinto Viqueira le replica a Sánchez Barbudo: «No creo en eso del espíritu español. No aporta Sánchez Barbudo ninguna prueba de que España renunció a los adelantos científicos y luchó contra los ‘tiempos nuevos’ porque se oponían al espíritu, español. Por el contrario, se ignoran o se desprecian una serie de hechos históricos que no confirman esa concepción del espíritu español. Algunos de estos hechos son: 1.º España, hasta la época del descubrimiento de América, se contó entre las naciones más adelantadas de Europa por lo que se refiere a la industria y a ciencias aplicadas. 2.º En España, frente a la   —468→   contrarreforma, existe un movimiento humanista al que están ligados nombres tan importante como Juan de Valdés y Luis Vives. 3.º El movimiento renovador y progresista del siglo XVIII durante los reinados de Fernando VI y Carlos III. Es la época del padre Feijoo, de Floridablanca, de Campomanes, de Jovellanos. 4.º El importante papel desempeñado por los liberales en la Guerra de la Independencia contra Napoleón. Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. 5.º La primera República. 6.º La Segunda República y la guerra contra la sublevación fascista. Hay en todo caso, dos espíritus españoles; lo que ha dado en llamarse las dos Españas. En conclusión, el artículo de Sánchez Barbudo me parece reaccionario. Su posición frente al problema de España es pesimista. Que vivimos en una época de crisis es indudable. Pero es necesario precisar qué es lo que está en crisis. Para mí lo que está en crisis no es la idea del progreso sino la idea del ‘progreso por el progreso mismo’. Está en crisis una organización social que hace al hombre esclavo de sus propias máquinas; y esta organización social, es, ciertamente, el resultado de las ideas racionalistas y del mercantilismo. Pero la solución no es negar la vida, renunciar a la razón y refugiarse en la fe y el misticismo. La solución está en una síntesis superior, que ponga al progreso al servicio del hombre».

Manuel Durán, al intervenir en el debate, propone como solución a la pugna: trascendencia-racionalismo, la de construir oasis; oasis individuales o muy reducidos. Nos dice que la idea es de Koestler, pero no da la fórmula para tal construcción. Durán razona así: «La posición de España, segura durante la Edad Media, en que coincidía con el resto de Europa, se hace cada vez más difícil a medida que el progreso y la razón compensan con largueza a sus seguidores, dándoles poderío y bienestar en este mundo, y una visión historicista empieza a restar valor a la infalibilidad de la teología a que se había confiado España. Más producción y menos metafísica, es el signo de los tiempos modernos. España descuida la producción y ve menguar su propia confianza en su plan de salvación: se halla, de pronto, viviendo en un mundo hostil, en que todo le dice que se ha equivocado.   —469→   A los coletazos de exaltación siguen largos períodos de apatía y marasmo. ¿Para qué todo? Reaparece la vieja resignación estoica, mezclada a la abulia árabe. Lentamente se apaga la inútil pasión. A lo lejos suena el débil contrapunto de la otra España de que habla Fidelino de Figueiredo: erasmistas, pseudo-enciclopedistas, institucionistas, regeneracionistas, Ortega, claman en vano por una mayor europeización de España, por un progreso, una cultura, que nos permitan reintegrarnos al resto del mundo del que voluntariamente nos hemos apartado. Mas, de pronto, los partidarios de la europeización se hallan frente a un extraño fenómeno: los países, de la razón y del progreso se hallan también en situación difícil. Guerras, crisis, desorientación espiritual, hacen desaparecer el inocente optimismo del siglo XVIII. Vive al borde de la barbarie esa Europa a que querían reintegrar España. ¿Fracasará también el otro sistema? Parece inevitable. En realidad, desde el principio, ambos modos de vida, el español y el mercantilista, estaban condenados, pues -ambos eran antivitales. El paradigma del sistema español es el místico, cuya posición antivital no puede ser más clara. Es el hombre que ‘muere porque no muere’. El paradigma del sistema industrial es Babitt. No; nuestros héroes no pueden ser ni San Juan de la Cruz, ni Babitt. Ambos vitalmente desequilibrados». Después, como solución propone Durán la de los oasis individuales o muy reducidos a que ya hicimos referencia, pero sin entrar en más detalles.

Superficialmente examinada la tesis de Durán, se advierten en ella una serie de supuestos e ideas generalmente aceptados por cuantos se ocupan de España como problema. Uno es el de considerar al misticismo -modalidad del sentimiento religioso, de súbita aparición y relativamente fugaz en España- como fenómeno específicamente español y, según Durán, paradigma del sistema español. ¿Cuál sistema? ¿Se puede sostener que el proselitismo católico combativo, organizador, identificador de Iglesia y Estado, en el que no se sabe bien dónde termina lo religioso y comienza lo político -que ése sí fue el sistema de España- tiene algo que ver con el misticismo? Otro de los conceptos   —470→   reiterada y habitualmente expresados es aquel que nos presenta a España desviándose voluntariamente del racionalismo en el momento preciso en que esta filosofía y concepto del mundo y del hombre hizo su aparición en Europa, mejor diríamos su reaparición, pues en Grecia, ya habían sabido algo de eso. He aquí un pueblo: España que, según los numerosos sostenedores de esta tesis, siente, de pronto, una instintiva aversión; ¿frente a qué? frente a uno de los elementos del espíritu humano: la razón. ¿No es ello verdaderamente extraordinario? Los españoles, según los que así piensan, presintieron, o quizá mejor, vieron claramente a qué duros trances iba el racionalismo a llevar al hombre. Y a propósito, ¿nunca se les ocurrió pensar en algunos hechos evidentes; por ejemplo, el de que con la negación del racionalismo no se desemboca necesariamente en el terreno de las intuiciones inefables, sino que se puede dar de bruces en el del biomecanismo de los reflejos condicionados, del behaviourismo, en el de la filosofía nazi-racista y en otras formas de irracionalismo? Por algo otro español, más avisado y cauto que estos creyentes en la incompatibilidad del hombre español con el racionalismo, llegó a la prudente e integradora fórmula de la razón vital.

Pero todavía más. Se nos presenta a España como dotada de una milagrosa visión del futuro, avizorando la crisis de nuestro tiempo, los días críticos -ni más ni menos críticos que los de muchas épocas de la historia, que es esencialmente perpetua crisis- que serían la prueba evidente del fracaso del racionalismo. Yo no veo en todo esto más que un autoengaño con el que tratan de consolarse los que no encuentran una explicación, no a una decadencia, sino a una anómala detención del desarrollo que sólo se superará cuando se precisen y se combatan decididamente sus diversas causas. Acogerse a otras motivaciones: misticismo, afán de trascendencia, excepcional sentido del valor humano de los españoles, etc., etc. es, a mi juicio, andar por las ramas de un árbol desmesuradamente alto y frondoso que nos cierra la visión de los caminos de aquí abajo.

Ángel Palerm, otro de los controversistas, fue más afirmativo   —471→   y nos habló de las para él verdaderas causas de la decadencia. Palerm, escribe: «No podemos volver a un pasado imposible, ni queremos marchar hacia el futuro por la senda del capitalismo agonizante. En mi opinión, el carácter español no tiende, naturalmente, ni al misticismo ni al racionalismo. A fines del siglo XV, España es, económicamente hablando, la primera potencia europea; su industria la más floreciente; Inglaterra envía sus lanas para que en España las refinen y acaben; los tejidos españoles son los más apreciados, incluso en Italia; los catalanes llegan al Báltico antes que nadie y a ellos se deben las primeras cartas marinas del norte de Europa; los cartógrafos catalanes y mallorquines son los primeros del mundo; los barcos españoles los mejores; la técnica industrial, las ciencias aplicadas, tienen en España un desarrollo inigualable. La tradición cultural no es menos brillante. El primer Renacimiento europeo, después de la caída del Imperio Romano, se produce en España y de España se expande por Europa. San Isidoro y la escuela de Sevilla son, por mucho tiempo, las únicas luces en la Edad Media. La invasión árabe perturba este desarrollo, pero no lo mata. Por el contrario, árabes y mozárabes trabajan juntos para hacer de Córdoba, y después de Toledo, los centros intelectuales de Europa. Es falso, pues, que los españoles hayan carecido de espíritu de progreso o lo hayan desdeñado. En el momento del máximo poderío económico y político de España, sobreviene la hecatombe. ¿Por qué? Por América que tuerce el destino de España...»

En otro ensayo, Palerm estudió los obstáculos que se opusieron al desarrollo industrial de España, y termina diciendo que: «No existen, pues, para el progreso industrial y comercial de España, aparte de los problemas técnicos, otros obstáculos que los creados por los intereses de los terratenientes y del capital extranjero. España fue un gran país industrial y puede volver a serlo». Ojalá, amigo Palerm. Sin embargo, a mí se me ocurre pensar que antes de ser un gran país industrial, España necesita ser un país, no sólo en el sentido geográfico, demográfico y todo lo demás, sino en uno más vital y profundo: ser un pueblo   —472→   cuyos hombres sepan lo que es esa cosa que se llama convivencia, y la practiquen.

En el retablo hispánico de que ya me ocupé, figuraba un trabajo de José Gaos, titulado La decadencia, en el que, entre otras cosas, dice: «El de la decadencia es el concepto de una relación entre dos estados, uno anterior y más alto, otro posterior y más bajo. La España de los Reyes Católicos, de Carlos V, de Felipe II, es anterior y superior a la de Carlos II, Carlos IV, el 98. Mas ¿cómo y por qué se estima el estado anterior más alto, el posterior más bajo? Pues, se estima el estado anterior más alto y el posterior más bajo por relación de ambos a otros estados -del extranjero-, entre sí en relación inversa. Ahora bien, estimarse un país decadente o decaído por relación a otro, entraña con necesidad que tal país estime más las cosas extrañas que las propias, que pase a compartir las estimaciones hechas por los extraños de sus propias cosas, las de ellos, los extraños. España pasó a compartir con los extraños la estimación por el poder militar y el político fundado en él. ¿No se lo había jugado por la defensa de una religión y la conservación de un mundo organizado, según ella? El pensamiento español acabó por compartir con los extraños la estimación por la ciencia y por la técnica. Si todos los españoles hubiesen podido seguir no dando nada por la ciencia y la técnica, para seguir dándolo todo por la salvación del alma, ellos por lo menos, y cualesquiera que fuesen los juicios de los extranjeros, no se hubiesen estimado en decadencia. Quizá no ha dejado de haber casos de pueblos aferrados a una propia estimación a prueba de todas las ‘adversidades’. ¿El del judío no será el más excelso? Más las estimaciones que de las cosas propias y ajenas hacen los países van cambiando con el cambio que es la historia. Este hecho inyecta en el concepto de la decadencia una relatividad definitiva. Para que una decadencia deje, no de parecerlo, sino de serlo, no será menester que cambie el pasado, lo que parece imposible; ni siquiera que aporte novedad, revelación el presente, el futuro; bastará que cambien las estimaciones, para que lo que se estimó decadencia deje de estimarse tal y pueda llegar   —473→   a estimarse superiormente. Las estimaciones en función de las cuales se estimó a España y la estimaron decadente fueron, en suma, las que definen la modernidad y su distintivo, privativo inmanentismo o exclusivo contentarse con lo inmanente o lo que está más acá del límite, más allá del cual está lo trascendente, la otra vida, el otro mundo. La estimación de la técnica ha venido entrando en una crisis reciente. La bomba atómica acaba de ser recibida en las manos del mundo como recibe en las suyas cualquier individuo cualquier explosivo. Supongamos decaídas, modificadas las estimaciones de la modernidad. España dejará de parecer decadente. No habría decaído. Un nativo e inalienable genio le habría hecho aguardar. A la luz de un cambio histórico como el que se insinúa, su decadencia puede llegar a aparecer disidencia, disidencia de las estimaciones de la modernidad; puede llegar a parecer una más de las aportaciones gestadas por los pueblos en silencio mientras dan el tono los que callarán a su vez, a la historia humana». Y termina Gaos: «En conclusión, dos labores, dos misiones, reverberantes de incentivo; las dos, para el pensamiento español del presente y del inmediato futuro; la una, además, para una política española que se deje inspirar por el pensamiento: poner de manifiesto en la decadencia de España las estimaciones que pudieran hacerla dejar de ser una decadencia; y mejor que desvivirse por alcanzar precariamente una modernidad que parece caduca, esforzarse por cooperar a la substitución de sus estimaciones, por aquellas otras; profesando la filosofía de la Libertad no sólo creadora sino recreadora».

Hace poco vimos cómo Viqueira y Palerm subrayaban el adelanto industrial y técnico de España en los siglos XV y XVI. Evidentemente en la estimativa de los españoles de aquellas épocas figuraban esos valores, al lado de los religiosos y trascendentes de que Gaos habla. Es decir, España no adopta las estimaciones de los extraños, sino que, a lo que parece, abandona las que hasta un determinado momento fueron las suyas. Otra cosa que me parece innegable es que el poderío político, fundado en la ciencia, la técnica, la organización militar y la economía   —474→   de su época, figuraron entre las estimaciones que más llegaron al ánimo de Fernando el Católico y de Carlos V, y que no estuvieron totalmente ausentes del de Felipe II. España, afirma Gaos, se jugó el poderío militar y el político fundado en él por la defensa de una religión y de un mundo inspirado por ella. No es sólo Gaos quien lo afirma. La afirmación corre como axiomática por casi todas las historias de España. Las guerras de Fernando el Católico en Italia ¿son guerras en las que se juega el poderío político en defensa de la religión? ¿Acaso las de Carlos V con Francisco I de Francia fueron guerras en las que España se jugó el poderío político y militar, exclusivamente a la carta de la religión? Pero, aún aceptado que el espíritu religioso católico inspirara tan completamente como se afirma esas luchas, ello no demostraría -la cosa, a mi juicio, es evidente- que no se estimara el poderío político y el militar, sino que se les estimaba mucho y se procurara fortalecerles para dominar políticamente y poder así imponer el credo religioso.

Creo que en lugar de abominar de la ciencia y de la técnica y de la desintegración del átomo, a lo que deberían aspirar todos los pueblos y todos los hombres, es a lograr que todas esas creaciones de la inteligencia dejen de ser una maldición para convertirse en fuente de la mayor felicidad posible. El mal no está, evidentemente, en esas cosas sino en que haya quien las utiliza para malos fines.

Y llego ahora a ocuparme de una obra de interpretación de la historia de España: España en su historia, de Américo Castro (Ed. Losada, Buenos Aires, 1948. 2.ª Edición con otro título y ampliaciones, Porrúa, México, 1954).

Es impresionante, casi patético, contemplar cómo Américo Castro, en los años que él mismo declara próximos al ocaso y en el exilio -no precisamente la posición más adecuada para una serena visión de la historia de su patria-, abandona el terreno donde su talento dio la cosecha más en sazón: el de la interpretación crítica literaria, para darse a la tarea de analizar   —475→   el ser de España y de su historia. De esta empeñosa labor nació el libro que voy a comentar. Las tesis de Castro parecen ser compartidas por algunos hombres de la emigración y también por los de la otra España -cuya existencia don Américo niega. Parecen satisfacer un anhelo común a casi todos los españoles que meditan sobre su Patria: el de hallar salida, aunque sea por los poco firmes caminos de la ensoñación, a la íntima desazón que no puede menos que acometerlos.

He aquí, transcritos literalmente, algunos de los conceptos de Américo Castro, que figuran en un capítulo final de la obra citada, extraídos de un contexto.

«Para semitas e hispanos la busca de la verdad sólo fue auténtica y eficaz cuando afectaba a la vivencia de las personas, a la conciencia y a la conducta de su vivir. Los españoles realizaron trabajos titánicos y bellísimos en los países que descubrieron y colonizaron, con miras a honrar su creencia, y a honrarse a sí mismos como hijos de Dios y como hijosdalgo ‘por natura’. Dejaron a otros el cuidado de descubrir las propiedades físico-químicas de la cocaína y la quinina americanas, o el cultivo de la patata, dado que semejantes tareas no interesaban a aquellos buscadores de eternidad. Lo que no faltó, en cambio, fueron propagandistas de la fe como Santo Domingo de Guzmán y San Vicente Ferrer interesados en aplastar las creencias islámicas y judía, en alianza con un pueblo ávido, sobre todo, de tomar posesión de la riqueza de los hebreos. Sin el Deus ex machina de las riquezas de América, España ni habría podido sostener su imperio europeo, ni siquiera afirmarse como nación dueña de sí. La tan ponderada tolerancia de los Siglos Medios, la convivencia de tres credos incompatibles, impidió la vigencia del régimen gradual del feudalismo europeo -labriegos, artesanos, nobles, clérigos. España se desarticuló en tres gradualismos, independientes unos de otros, y ahí yace el motivo de la ausencia de una sociedad feudal. El prurito de hidalguía no se puede explicar como simple efecto de la haraganería y la arrogancia. El hidalguismo no fue un producto híbrido de la ignorancia y de la fantasía, sino resultado inevitable   —476→   de vivir durante siglos bajo el horizonte ineludible de la creencia y del esfuerzo. El hispano-cristiano comenzó a ser alguien gracias al maná de la creencia santiagueña y fue ganándose la tierra con un ánimo bélico, desconocido del judío. Al triunfar, los mejor dotados de entre ellos, encontraban en la actitud dominadora el único modo de sentirse elevados sobre moros y judíos, cuyas actividades (trabajo, técnica, ciencia) se identificaron con el hecho de vivir vencidos y humillados quienes las practicaban. El cristiano se habituó a prescindir del contacto con las cosas y de la necesidad de modificarlas, porque ni eso entraba en su forma de vida ni era exigido por la gran tarea de conquistar la tierra y organizar su Estado; aportó a tal empresa coraje magnífico y dignidad señorial; el resto corrió a cargo de Santiago, de los frailes franceses, de los genoveses que construían galeras, de los moros que labraban moradas y fortalezas, de los judíos que sabían de oficios, de curar dolencias, de allegar dineros para adquirir las cosas necesitadas por reyes, señores, clérigos y ‘omes buenos’ de las ciudades. Las personas destacaban como altos monolitos sobre un desierto de realidades útiles y tangibles, las cuales España y el mundo hispánico continuarían importando hasta la época actual. Ninguna historia había producido antes del siglo XVI tanta profusión de héroes y caudillos que jugaban con los mayores obstáculos de la naturaleza y ganaban siempre -Cortés, Pizarro, Balboa, Magallanes, Cabeza de Vaca, don Juan de Austria, Vasco de Gama, y mil más. Ellos y muchos frailes de energía igualmente titánica e iluminada por su creencia, consumieron sin resto sus personas como holocausto a aquella extraña deidad -el integralismo de la persona- cuya voz resonaba en el fondo de la conciencia. Frente al principio heredado de Grecia de que la realidad ‘es lo que es’, el español sos tuvo que la realidad era lo que él sentía, creía e imaginaba. La voluntad, el valor y la fantasía llenaban el lugar de la reflexión sobre la realidad inteligible del mundo. Se ha solido enjuiciar la vida española partiendo del principio de que las formas más logradas de la llamada civilización occidental eran la meta suprema hacia la que   —477→   debieran haber dirigido su curso todos los pueblos de la tierra. Se mira entonces como primitivos, atrasados, infantiles o descarriados a los grupos humanos no incluidos plenamente en el área de la civilización iniciada en Grecia, moldeada políticamente por Roma y llegada a su cenit con los estupendos hallazgos de la ciencia física. La idea cristiana fue sustituida en el siglo XVIII por la fe en el progreso. Sea como fuere, una forma de vida nacional sólo puede medirse históricamente atendiendo a los valores que ha creado y no a la lluvia de ‘felicidades’ que haya vertido sobre sus participantes. Las gentes todas, las felices y las desventuradas, transeunt sicut umbra, y sólo resta el valor que no perece, que no debe perecer.

La situación del mundo occidental a mediados del siglo XX está lejos de confirmar, por otra parte, los arrogantes augurios de los progresistas y de los creyentes en las virtudes panaceicas de la ‘ilustración’, pues los productos humanos de las más ‘cultas’ naciones europeas están demostrando poseer -en tanto que seres humanos- menos calidad valiosa que los escitas o los garamantas. Al comenzar este libro partimos del supuesto de que la historia hispánica consistía en un ‘vivir desviviéndose’, en un sentirse insatisfecho con los resultados de la propia condición, o en defenderla a todo trance, precisamente por tener conciencia de su necesidad de ser así. El hispano-cristiano, amurallado en la conciencia indiscriminadora del dentro y del fuera, del pensar y del impulso, ganó la batalla a la muslemía, se erigió en casta cerrada, sin acceso a la trascendencia racional del mundo y sin posibilidad, por consiguiente, de crear objetividades. Sin la irrupción de las ‘cosas’ de fuera, el español hubiera seguido alumbrándose con lámparas de aceite, con velas de cera y con teas. No cabe, por otra parte, ninguna mutación social sin una estructura de ideas extrapersonalizadas y que incite a la gente a vivir según proyectos nuevos, sugestivos, oportunos y posibles. La Europa occidental ha experimentado, desde el tiempo de Carlo Magno, hasta el siglo XX, mutaciones religiosas, filosóficas, políticas, económicas y científicas, porque hubo unos hombres que se ‘desintegraron’ de las creencias en que se hallaban   —478→   sumidos y fraguaron proyectos de nuevas estructuras de religión, de política o de lo que fuera. En el siglo XIV, Ockam ofreció su proyecto de separar las verdades teológicas de las racionales, y dio vía abierta al puro discurrir científico. Como resultado de ello pululaban en el siglo XV extrahispánico las más variadas y seductoras formas de pensamiento y religiosidad. Los ingleses del siglo XVI se encontraron con la idea objetivada de que, para muchos europeos, la verdadera Iglesia no era la de los sacerdotes sino la de los creyentes, e instalaron sus vidas en el nuevo edificio ideal. Fue luego lanzada a la plaza pública la idea de que los pueblos tenían mejores derechos que los reyes a decidir de sus propios asuntos, y los ingleses le cortaron la cabeza a su soberano. Los franceses propusieron más tarde unas extrañas ideas acerca de la ilegitimidad de los privilegios de la nobleza y de los eclesiásticos, anularon aquellos y entregaron el poder público a las decisiones de una nueva clase social: la llamada burguesía. Ciertos alemanes en el siglo XIX dijeron, en enlace con todo eso, que el poder debía pasar de las manos de los ricos a las de los pobres; la perspectiva resultó seductora para millones de campesinos rusos, lo cual determinó una mutación en la vida rusa y en la de otros países.

La casta española de los cristianos no pudo objetivarse en ideas ni en cosas, ni en la Edad Media ni en los siglos posteriores. Así pues, contigua a la manera de vida europeo-occidental, culminada en invenciones aptas para barrer al hombre de la superficie terrestre; existió la de quienes pretendieron vivir con validez sin alejarse del mirador de la propia existencia, morando en el propio vivir, sintiéndose como un acantilado contra el cual rompiera el mar de las historias del mundo sin afectarlo grandemente. Lo esencial en el Quijote no son las divertidas andanzas y peripecias de aquel ‘entreverado’ demente, sino el propósito berroqueño de mantenerse erguido, con el nombre y condición que se había impuesto, frente a todo y a todos. Así también España, desde hace más de un millar de años.

El hombre hispano vivió recluso dentro de sí mismo, sintiéndose incluso en el fluir de su experiencia; no resonaron en este   —479→   recinto los gozosos eurekas, de quienes descubren objetos universales e inmutables, en donde las apariencias se aquietan al manifestar sus invisibles esencias. El panorama de aquella manera de vida brindaba blancos incitantes para la voluntad y no para las demandas del pensamiento. Cuando Unamuno profirió su tan discutida exclamación ‘¡Que inventen ellos!’, hablaba desde el fondo de la historia. Fueron queridas y deseadas estas ‘cosas’: los cluniacenses en el siglo XI, los cistercienses en el siglo XII, los judíos hasta fines del siglo XV, los moros hasta 1609, el erasmismo en el siglo XVI, el italianismo literario en la misma época, las técnicas italianas (marina, comercio, industria) desde mucho antes, ideas e instituciones francesas desde fines del siglo XVII, la ciencia y las técnicas de toda Europa en el XIX, la filosofía alemana en el XIX (krausismo) y en el XX (vitalismo histórico, fenomenología). Más adelante, España siguió importando, superponiendo exterioridades deseadas y juzgadas necesarias por unos y otros portavoces de la conciencia inmutable de la España ‘uniévica’. Vinieron así el socialismo, el comunismo, el fascismo.

A mediados del siglo XX lo que sigue ofreciendo aire característico de España -por dentro y por fuera- sería el carlismo (un neoimperialismo de la creencia religioso-monárquica) y el anarco-sindicalismo, empeñado en estructurar el país mediante la concomitancia de unidades humanas en las que vivan centáuricamente la violencia material y el ensueño ideal.

El mundo objetivado de las ideas (científicas, políticas o sociales) ni agarra ni prolifera en ningún país de lengua española o portuguesa, no por atraso ni por barbarie porque -repitámoslo una y otra vez- un pueblo bárbaro no hubiera afirmado siglo tras siglo su conciencia de ser como es, ni habría convertido en angustiado problema esa su manera de ser. Lo hispánico vendría a ser, si no hemos errado nuestra senda, algo como un ‘ego viventia mea vivo’, un perpetuo solipsismo, exclusivo de cuanto no yazga dado espontáneamente en la conciencia de estar viviendo. Es inútil, entonces, que el objeto exterior e ignoto pretenda irrumpir como un intruso en el castillo de la   —480→   morada íntima, con la demanda de ser salvado, fijado en conocimiento. La vivencia no se objetiva sino como ‘violencia’ y sólo existe lo que se quiere exista. Se vive dentro del tiempo de la conciencia propia, sin salida posible a un tiempo estratificado en cosas, objetivado. Recluso en sí mismo, el vivir va remansando su propia historia, como en un lago que sirviera de espejo a la eternidad -situación nunca enteramente satisfactoria para el español. Junto a él, cerca de sus fronteras, el tiempo iba estructurándose en capas sucesivas; al escribir libros a mano, sucedió el imprimirlos en letra de molde; al disparar flechas sucedió el disparar proyectiles con pólvora; y así continuó la vida fuera de España hasta el tiempo actual de ritmo vertiginoso, de continua mutación de cosas -vapor, electricidad, radio, fuerza atómica. El hombre de Hispania ha tenido que ir adaptando, como un vestido exterior, ese tiempo objetivado, que al ingresar en su vida creaba situaciones extrañas e irregulares, pero nunca comparables a las de aquellos pueblos con escasa sustancia propia, que importan mecánicamente lo hecho por otros. El español ha vivido como un drama, como una elasticidad y una contracción hacia dentro de sí mismo, ese su importar de moros, judíos, franceses o de quienquiera que haya sido.

Los retornos de las grandes salidas al exterior, han solido señalarse por sangrientas catástrofes, en una alternancia de sí y no que hemos de considerar como otra de las funciones esenciales del vivir hispano. Unamuno ha expresado, ha orquestado maravillosamente los rumores trágicos de este forcejeo fatal, aunque sin percibir quién fuera el sujeto de una lucha tan grandiosa como angustiada. Por eso Unamuno necesitaba, a su vez, ser situado en su historia, pues nada humano escapa a ella. En tal manera de existir, lo mismo que en el racionalismo grecoeuropeo, cabe que surjan valores excelsos o insignificantes. No creemos, por consiguiente, que haya que negar lo hispánico, ni que sea lícito presentarlo como un esfuerzo fallido por asimilar lo europeo. Ha habido -y habrá- momentos en que Europa ha tenido que nutrirse de la savia hispánica y pensamos, naturalmente,   —481→   en algo más que en imitaciones o ‘influencias’. La historia de Europa no se entendería sin la presencia de España, que no ha descubierto teoremas matemáticos ni principios físicos, pero ha sido algo de que Europa no ha podido prescindir, y que resaltará debidamente el día en que las historias de cada variedad humana, sean concebidas como un vivir en conflicto consigo mismo. El que no tenga cotización en el mercado del conocimiento físico, no significa que la serie de Fernando de Rojas (La Celestina), Hernán Cortés, Cervantes, Velázquez y Goya, no signifiquen en el mundo de la axiología, de los valores máximos del hombre, nada de menos volumen que Leonardo, Copérnico, Descartes, Newton y Kant. Cuando el criterio pragmático de utilidad ‘práctica’ y de objetivación inteligible no sea el único empleado para entender la realidad humana, la historia se humanizará e irán olvidándose las abstracciones sin alma ni sentido».

Del libro de Castro, agudo en muchos aspectos, lo discutible, a mi juicio, son muchas de las afirmaciones que acabo de transcribir. Necesitar de las cosas, utilizarlas, pero resistirse; no dignarse descender a la dura faena de hacerlas, considerarlas innobles, podrá como Castro asegura, no ser haraganería, pero se les parece mucho. Es verdad que algunas cultas naciones de Europa han mostrado poseer calidad humana menos, valiosa que los escitas o los garamantas, pero no es menos cierto que el pueblo de la trascendencia y del integralismo de la persona, el pueblo español, no se ha distinguido precisamente, sin ir más lejos, en la contienda civil última, por la humanidad de sus sentimientos y, en más de algún aspecto, me parece que ha dejado chiquitos a garamantas y a escitas. Pero donde los juicios de don Américo Castro llegan a lo desconcertante, es cuando, en veintiséis líneas, exactamente, de su libro, traza la evolución religiosa, filosófica, política, económica y científica de Europa desde Carlo Magno hasta nuestros días. Para Castro, la disociación entre lo teológico y lo racional, el surgir del pensamiento científico, la Reforma, la duda acerca, del origen divino: de la realeza, las luchas contra los privilegios de la nobleza y el movimiento   —482→   obrero, son cosas que nacieron «porque hubo unos hombres que se desintegraron de las creencias en que se hallaban sumidos»; esos hombres fueron los ingleses, los franceses y los alemanes, entre otros, porque alguna desintegración del tipo del apuntado por Castro se dio en algunos otros países. Aun cuando don Américo no lo declara explícitamente, muchas de esas cosas que él llama ideas objetivadas, no parecen agradarle mucho. Uno se estremece al pensar que de no haber existido a lo largo de la historia de la humanidad hombres capaces de esas desintegraciones de las creencias por un tiempo dominantes, pudiéramos vernos ahora danzando en torno a las hogueras -no de las alegres de la noche de San Juan, sino las de los sacrificios humanos. Castro no podía dejar, naturalmente, de referirse a la desastrosa culminación del racionalismo, la ciencia y la técnica en la bomba atómica. Cuando Castro nos dice que España, pese a estar inconmoviblemente integrada en sus creencias, quiso y deseó las cosas creadas por los desintegrados: erasmismo, técnicas italianas, italianismo literario, ciencia y técnica, como ahora -señalo yo- quiere carreteras, ferrocarriles, fertilizantes y energía eléctrica, lo que a mí se me ocurre desear con toda el alma, es que, del modo que sea, a tantos grandes valores españoles exaltados por el señor Castro se sumen algunos de esos más subalternos que España no ha sabido o no ha querido crear.

No quiero cerrar estos comentarios sin encarecer las excelencias de España en su historia que, repito, abunda en agudas interpretaciones de la cultura y el espíritu españoles, dignas del talento y de la penetrante visión del autor del Espíritu de Cervantes. Ahora bien, la popularización de la tesis de Castro contribuiría a afianzar al español de hoy en la orgullosa e infundada posición de encarnador de valores trascendentales, inasequibles a las pobres gentes del resto del mundo. Esto, sobre ser, en mi concepto, infundado, es sobremanera pernicioso. Para comprobar su falsedad basta que el español sincero, sin miedo a las realidades, mire en su derredor... Y la realidad es que la vida colectiva española, desde hace ya varios siglos, está exhausta de esos altos valores, si es que algún día los poseyó con la exclusividad   —483→   y la abundancia con que por algunos se nos quiere hacer creer. Seguir alimentando esta creencia es cerrar el paso a una saludable rectificación que urge imperiosamente. Cuando España vuelva a renacer, a ser de nuevo fuerte por el pensamiento y por la acción, ya no surgirá eso de abrirse o cerrarse a las corrientes de afuera, porque entrará en el libre y normal juego de dar al mundo lo que su genio le permita dar, y recibir aquello de que carece. Y cuando tenga algo efectivo que ofrecer, algo valioso que decir de verdad, todo el mundo la escuchará. Además, se terminará de una buena vez -que ya va siendo hora- con esa peregrina disyuntiva de europeizarse o de seguir siendo nosotros mismos. Vueltos a la salud participaremos, con arreglo a nuestro peculiar modo de ser, en esa innegable cosa que es el espíritu europeo u occidental, multiforme, complejo, dándole lo mejor que tengamos y enriqueciéndonos con lo que los demás pueblos que contribuyen a integrarlo, nos ofrezcan.

Claudio Sánchez Albornoz produjo copiosamente en su refugio de Buenos Aires, La España visigoda, árabe y medieval. Son los temas históricos que con mayor asiduidad trata y en los que unánimemente se le reconoce desde hace mucho tiempo una gran autoridad. Sánchez Albornoz publicó en el exilio, hasta 1954, las siguientes obras: En torno a los orígenes del feudalismo, El régimen de la tierra y la organización militar de la España musulmana, Fuentes latinas de la historia romana de Rassis, España y el Islam; El senatus visigodo. Ruina y extinción del municipio romano en España e instituciones que lo reemplazaban; El Aybar Maymuca, cuestiones historiográficas que suscita, El estipendium hispano godo; Otra vez Guadalete y Covadonga, Serie de documentos inéditos del reino de Asturias, Una crónica asturiana perdida; Dónde y cuándo murió don Rodrigo, último rey de los godos; La sucesión al trono de los reinos de León y Castilla; Una ciudad hispano musulmana hace un milenio; La España musulmana; y Jovellanos y la historia. Este último trabajo figuró, en unión de otros de diferentes autores que se ocuparon de los distintos aspectos de la personalidad de Jovellanos, en Jovellanos, su vida y su obra, editado por el Centro Asturiano de Buenos Aires   —484→   (1945) con motivo del bicentenario del nacimiento del insigne asturiano.

Como se comprenderá, no puedo hacer otra cosa aquí que dejar escueta constancia de la rica creación de Sánchez Albornoz. Pero sí voy a ocuparme de la reacción que algunos de los conceptos expuestos en España y su historia, de Américo Castro, despertó en él. Sánchez Albornoz expuso sus reparos a las tesis de Castro en un artículo titulado «Sobre historia española», aparecido en el número 5 (marzo-abril 1954) de la revista Cuadernos. Comienza Sánchez Albornoz por manifestar que: «Castro ha trazado una visión esencialmente equivocada del proceso histórico del que surgió el estilo de vida hispánico», declarando a continuación que la publicación de España en su historia le planteó un ingratísimo problema de conciencia, pues callar «habría implicado asenso a una teoría que podía convertirse en básica interpretación de la historia española». Sánchez Albornoz declara que la idea de su responsabilidad científica y su devoción por la verdad no le hicieron dudar en enfrentarse a un amigo y compañero de destierro y que puso mano a la tarea de escribir una obra sobre el enigma histórico de España, cuyo título anuncia en una nota al pie de su artículo: España un enigma histórico. Sánchez Albornoz arguye frente a Castro: l.º Que lo peninsular anterior al 711 sí es español. 2.º La actitud de la España medieval no es de sumisión y maravilla. 3.º La historia de España no es la «historia de una inseguridad», ni España es «un vivir desviviéndose». «Las más bellas frases -escribe Sánchez Albornoz- no suelen ser sino bellas frases. Magníficos; pero fugaces fuegos de artificio que suben muy alto y deleitan un instante pero que, vacíos de substancia, se desvanecen pronto en la obscura noche y eso ocurre con estas dos de Américo Castro. ¿Inseguridad en el caminar? ¿Vacilación en el querer? No, los españoles no dudaron ni vacilaron hasta la gran crisis de mediados del siglo VIII. Para desdicha de España. Durante cerca de un milenio supieron muy bien lo que querían y avanzaron por la historia con más firmeza de rumbo y menos incertidumbre en el caminar que ningún otro pueblo de Europa. Américo   —485→   Castro no puede alegar el nombre de un solo español anterior al siglo XVII de cuya boca o de cuya pluma haya escapado un tenue y leve eco de ese inseguro y angustiado dudar que nos tortura, a los hispanos desde las horas de nuestra gran crisis». A las afirmaciones de Castro de que cuando al pueblo español le faltó un mito seductor confundió sus derechos con el caos, y que el español fue incapaz de convivir con sus semejantes no llegando más que coincidir con ellos bajo una misma creencia, replica Sánchez Albornoz que: «Los peninsulares supieron articularse políticamente más temprano y mejor que los habitantes de los países feudales de allende el Pirineo».

«Si Castro se hubiera asomado a la historia institucional de la Edad Media hispana, habría visto a portugueses, leoneses, castellanos, navarros, aragoneses y catalanes, conscientes de sus intereses y derechos públicos y procurando asegurarlos pacíficamente por medios legales, al margen de su devoción por mitos religiosos y de sus fervores monárquicos. Es lícito aventurar tales afirmaciones con gesto displicente y elegante en una amena conferencia o con ademán tribunicio y vehemente en una apasionada prédica política. No lo es estamparlas en un libro de historia, al socaire del estudio de la influencia de Santiago en la vida española. Un paralelo entre los movimientos revolucionarios ocurridos dentro y fuera de las fronteras peninsulares al correr de los siglos habría impedido a Castro aventurar sus juicios temerarios. El pueblo español no ha confundido sus derechos con el caos apenas liberado de la seducción de un mito. Si alguna vez se ha lanzado a la revuelta fiera y sangrienta, ha sido azuzado y enfurecido por sus amos y señores -en el siglo XII como en el XX- y encendido en ibérica pasión, de la misma pasión con que ha combatido seducido por sus viejos mitos».

«Es peligroso acuñar bellas frases, demasiado rotundas; suelen estar cargadas de subjetivismo explosivo. Esto ocurre con algunas vacías de sustancia histórica lanzadas a los espacios siderales por la imaginación de Castro». Insistiendo en los símiles pirotécnicos, escribe Sánchez Albornoz que algunas de las afirmaciones de don Américo: «alucinantes y deslumbradoras,   —486→   ascienden rápidas hacia el firmamento, se desgranan en miles de estrellitas prometedoras de claridad sideral y se apagan al punto faltas de verdadera luz». Si me ocupo de estos pintorescos detalles de expresión, no habituales en los historiadores, es porque -no se olvide- estoy haciendo crónica y porque, además, a las cuestiones históricas, como a muchos guisos, les va bien algo de salsa, y si es un poquillo picante, tanto mejor.

Después de escritas estas líneas pude leer la obra anunciada de Sánchez Albornoz, escrita, a lo que parece, fundamentalmente, para rebatir algunos de los conceptos de Américo Castro en su obra España en su historia.

Con fundamento en una filosofía ecléctica de la historia, Claudio Sánchez Albornoz llevó a cabo la proeza de escribir una voluminosa obra en dos tomos acerca de un enigma: el de la historia de España. Es ecléctica la filosofía de la historia que la inspira, por cuanto admite el determinismo geográfico, el de los cruzamientos raciales, los intercambios culturales, la acción, a veces decisiva, de los individuos excepcionales y la de las masas; todo ello orientado desde lo alto por los inescrutables designios de Dios. Este libro de Sánchez Albornoz se titula: España. Un enigma histórico (Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1957). Está destinado, antes que nada, a combatir las tesis sustentadas por Américo Castro en su libro España en su historia, es decir, a negar las repercusiones e influencias, algunas de carácter, al parecer, permanente, indelebles, que sobre la historia de España y la contextura vital del español atribuye Castro a las simbiosis hispanocristiana, hispano islámica e hispano judía. Hay que declarar que Sánchez Albornoz logra convencer al lector falta de fundamento de muchas de las concepciones de Castro expuestas en el libro citado. La obra de Sánchez Albornoz adolece de defectos que pudiéramos llamar menores: exceso de lenguaje metafórico desusado en la escritura de historia, y no siempre feliz; excesiva reiteración de los argumentos; las repetidísimas alusiones a Américo Castro, aparte de algunas contradicciones. Pese a todo, la obra de Sánchez Albornoz es uno de los más serios intentos de interpretación de la historia de España que se hayan   —487→   realizado en cualquier tiempo. Ningún aspecto de esa historia queda sin inteligente análisis: el racial, el religioso, el jurídico, el social, el político, el literario, el científico. Sánchez Albornoz nos ofrece «una ecuación vital» del español y de lo español, hecha de razón, pasión y espíritu; razón que ha llevado al ibero, en no pocos momentos de su historia, a ocuparse de las cosas, del mundo, de la naturaleza, para tratar de dominarlas con los recursos de la ciencia; pasión, que le ha movido siempre a querer demasiado, a querer con invencible tesón, a vida o muerte; espíritu, que se sobrepone en no pocas ocasiones a la pura razón y que inspira a la lucha apasionada un sentido trascendente.

Para Sánchez Albornoz, profundo conocedor del medioevo hispano, los ocho siglos de reconquista, son algo esencial en la creación de la contextura vital hispánica. Subraya y apoya con profusa argumentación lo que para la historia de España significaron los bruscos cambios de rumbo que la invasión árabe, el advenimiento de la extranjera dinastía de los Habsburgos y el descubrimiento de América, le imprimieron. Sánchez Albornoz es el primero en declarar que sus interpretaciones no pretenden en modo alguno ser definitivas, ni, mucho menos, no sujetas a rectificación. Desde luego, a mi juicio, su libro sienta bases más seguras que las de Américo Castro para poder discurrir sobre el enigma español y es muy rico en ideas y en datos muy valiosos para todo el que aspire a conocer la historia de España.

Entre las obras más importantes escritas por Claudio Sánchez Albornoz en el exilio figura La España musulmana (Ed. Ateneo, Buenos Aires, 1946). Por las ideas que encierra, considero que merece la pena insertar aquí el prólogo a dicha obra: «La España musulmana ha ocupado una postura tangencial en la historia española. Hubo fecundos contactos culturales entre las dos Españas, con el natural predominio en ellos, de la más avanzada y vital. La España europea había nacido en el fragor de los combates y esa batalla acentuó viejas modalidades de la Hispania primitiva, castró otras y creó no pocas nuevas. España con sus grandezas y defectos, es el resultado de esa lucha de ochocientos años. La clave de la psicología, del estilo temperamental,   —488→   y de las instituciones españolas está ahí, en la pugna de ocho siglos de la España cristiana con el Al-Andalus. En esa lucha se forjó el alma hispana y se talló el torso de la España actual. Vivimos aún de las consecuencias funestas de las singularidades de nuestra Edad Media. El Islam, o para decir mejor, la reacción contra el Islam peninsular, engendró la excepcional y desconcertante comunidad humana que ha sido España. Y como por obra de las peculiaridades de nuestra vida medieval, España fundó veinte pueblos a este lado del océano, los cuales mal que les pese y para su fortuna -en la historia los siglos pasan pronto y es siempre prematuro, por ello, juzgar del porvenir de una cultura y de una raza- han recibido la herencia psíquica y temperamental española, he aquí que, puede afirmarse que la España musulmana ha desempeñado papel activo y no marginal en el pasado de Hispania, es decir, de la Península y de sus hijos de América. Los musulmanes de España descendían, en una inmensa mayoría, de los españoles convertidos al Islam y, en consecuencia, la historia del Al-Andalus tiene para los hispanos de allende y de aquende el Atlántico, el valor de todas las otras páginas del pretérito común.

He explicado varias veces mi deslizamiento hacia el estudio de la España arabizada. El gran maestro de la historia de las instituciones medievales españolas, respetó mi vocación por tal género de estudios y a ellos me consagré desde muy temprano. Para encuadrar el problema de los orígenes de las instituciones castellano-leonesas en el marco de la historia política dediqué atención a los comienzos de la Reconquista. Al investigarlos tropecé con las fuentes árabes indispensables para estudiar al pretérito del reino de Asturias y hube de examinarlas con atención. Ellas me brindaron una visión del ejército islamita del primer siglo de la dominación musulmana de España, en flagrante contradicción con la que servía de base a la tesis del gran historiador del Derecho germánico, Bunner, sobre los orígenes del feudalismo. Para no acometer la loca aventura de escribir la historia de España arabizada y trazar, sin embargo, una visión detallada de la misma, no me cabía sino una posibilidad: la de   —489→   dejar hablar a los cronistas, historiadores, compiladores, príncipes, gobernantes, alfaquíes, poetas, filósofos, místicos, juristas y hombres de ciencia musulmanes y cristianos, que en el curso de los siglos medievales han ido trazando intencionalmente la historia del Al-Andalus o que nos han descubierto, en sus obras, las ideas, las instituciones, las costumbres, la ciencia... en una palabra: la vida toda de los islamitas españoles».

Más adelante, escribe Sánchez Albornoz: «Las dos Españas, cristiana y musulmana, vivieron sí al margen de la Europa que nacía, pero desde él influyeron decisivamente en ella y de tal moda que podía calificarse a la Península de clave del mundo medieval. Fue a la par rodela y maestra de Europa; rodela porque mientras Europa se transformaba y creaba la civilización abuela de la nuestra, la España cristiana velaba las armas por ella frente al Islam y vivía en guerra permanente contra el Al-Andalus y contra África, que de vez en vez descargaba en la Península nuevos torrentes de barbarie. Y maestra de Europa, pues por el cauce de esa España cristiana, la España islamita irradió su luz a una Europa ignorante y torpe. Adivino la objeción. Si él Al-Andalus pudo iluminar las tinieblas de occidente ¿cómo pudo prestar servicio a Europa la España cristiana al guerrear contra ese país desbordante de cultura? No es difícil la respuesta. Ni los avances de las especulaciones filosóficas, literarias, científicas o técnicas son todo en la vida de los hombres o de los pueblos, ni excluyen de la sociedad que las goza formas de vida política o espiritual que implican la estrangulación del íntimo ímpetu vital, sólo por el libre despliegue del pensar y del querer facilitado. Y este Al-Andalus que supo recibir y transformar la cultura árabe, hija de la griega, la persa y la hindú, recibió con ella también las concepciones espirituales y políticas del Oriente -el Islam ortodoxo concebía al hombre como un ser libre y directamente responsable ante Dios, pero su régimen político se orientalizó muy pronto- en que la libertad humana sucumbe y se anula ante la autoridad absoluta de gobernantes que tienen la unción de lo ultraterreno. Oriente puede comprender la igualdad, la igualdad ante la suprema potestad tiránica,   —490→   pero no la libertad; puede crear esplendorosas civilizaciones, pero de frágil vida, porque nunca descansan sobre sociedades basadas en el libre juego de las fuerzas intelectuales y volitivas del hombre. Y por ello, no obstante la inmensa superioridad de la España islamita, el porvenir era de aquella Europa ignara, en la que el régimen feudal primero y el urbano después, garantizaron sucesivamente, frente a los detentadores del poder supremo, los derechos de la aristocracia laica y clerical, el uno, y las libertades de las comunidades ciudadanas, el otro; y abrieron a la par muchos cauces a la libre iniciativa de las minorías directrices que, en pugna o en colaboración, habían de gobernar hasta hoy a las naciones europeas. Pero el maestrazgo del Al-Andalus sobre Europa, a través de los reinos cristianos españoles, alcanza a compensar por su trascendencia, el daño que la batalla multisecular con el Islam peninsular acarreó a una fuerza humana de la importancia de España en el cuajar de la modernidad. Este maestrazgo se extendió al arte, a las letras, a la filosofía y a la ciencia. Origen hispano-musulmán de las bóvedas de crucería, elemento arquitectónico fundamental del estilo gótico; origen hispano árabe de la música medieval de los trovadores y de los minnesinger, origen andaluz de la lírica europea, la concepción lírica y caballeresca del amor (que había de triunfar en Provenza). A través de la España musulmana pasaron a Europa: las matemáticas y la astronomía árabes, los cuentos indios de Kalila e Dimma, el juego de ajedrez, los apólogos orientales, el arte de la fabricación del papel, muchas técnicas de las más varias artes industriales: marfil, cerámica, sedas, tapicería, etc., etc.».

Sánchez de Albornoz termina así su prólogo: «Los pueblos y las culturas no se extinguen, se vierten en otras más vitales, y eso ocurrió con el Islam hispano al concluir la Reconquista. Al morir la España mora iba a nacer la España del Nuevo Continente. El Islam había desviado a España de la ruta del Occidente europeo, porque la lucha, ocho veces centenaria entre las dos Españas, cristiana y musulmana, había engendrado una España singular, sacudida con gran ímpetu guerrero, calentada por   —491→   fervores de cruzada, ávida de aventuras y habituada a la conquista de la riqueza a punta de lanza y no en lentas jornadas de trabajo; una España sin feudalismo, sin burguesía, de caballeros labradores y de villanos caballeros. Y porque los ocho siglos de contacto pugnaz con el Islam habían creado ese pueblo, a la sazón único en Europa, España descubrió y conquistó América. No cabe terminar una visión de la España mora, cualquiera que ella sea, sin lanzar el pensamiento en veloz cabalgata hacia las nuevas jornadas españolas de este lado del mar. Fruto de la larga batalla de que había nacido la común patria hispana, iban a prolongar, por siglos, sus grandezas y sus flaquezas de ayer, de hoy y de mañana».

Rafael Altamira puso remate a su obra de historiador con importantes obras publicadas en el exilio. En Los elementos de la civilización y del carácter españoles (Editorial Losada, Buenos Aires, 1950), estudia e interpreta algunos de los rasgos característicos del espíritu de España como pueblo, y de los españoles. La serenidad que campea en toda la producción de Altamira, serenidad que no llegaron a turbar los dolorosos hechos de la guerra civil -don Rafael supo ver los aspectos malos de su causa y los de la causa contraria- y su espíritu conciliador, le llevan en este libro a conclusiones de un carácter eléctrico. Tras una somera revisión de los antecedentes étnicos de nuestra nacionalidad, la primera solución ecléctica a la que llega Altamira es a no considerar sujeto histórico ni a la masa ni al individuo sobresaliente, actuando aisladamente uno de otra, sino a los dos, en acción que se interfluye. Al tratar de las características diferenciales de los llamados pueblos españoles señala que: «la exagerada consideración que importantes grupos de españoles prestan a lo diferencial ha perjudicado a la importancia de lo común que todos esos grupos tienen entre sí». Para Altamira se dan en el español un individualismo destructor, traducido por insolidaridad, desinteresamiento por los negocios públicos, falta de continuidad en lo político, y un individualismo creador. Cita don Rafael la admirable realización que representan algunas de las sociedades españolas de América. En el aspecto intelectual, el   —492→   predominio de la intuición sobre la especulación es propio -según Altamira- del español que, además, carece de espíritu de perseverancia no desarrollando las ideas entrevistas intuitivamente. Sin embargo, Altamira defiende el valor de la ciencia española aunque, hay que reconocerlo, con no demasiados apoyos; pues se limita a citar la farmacopea de Francisco Hernández, los estudios de Guibernat sobre la hernia, el laringoscopio de Manuel Vicente García, y los trabajos químicos de Orfila. Para Altamira el sentido universal de lo español se proyectó en su actitud de mantenedor del cristianismo católico en el mundo: «La universalidad de Carlos V fue puramente espiritual, aunque no excluyó el uso de la violencia». A propósito de las libertades públicas, señala Altamira que su garantía apareció en España antes que en otras naciones, si bien las instituciones en que se plasmaron: Cortes, municipios, declinaron rápidamente barridos por el poder absoluto de la monarquía. Altamira nos dice que el primer documento jurídico aparecido en España, limitando el poder del rey, data de 1188, en tanto que la Magna Carta Inglesa no apareció hasta 1215, y que los municipios independientes se constituyeron en España a fines del siglo XII, mientras que no los tuvo Inglaterra hasta 1215. El contraste entre lo que sucedió después en una y otra nación me parece evidente. En España, vida fugaz del parlamento o cortes y del municipio; en Inglaterra, fortalecimiento y permanencia -hasta hoy- de dichas instituciones. Altamira subraya el tono democrático de la vida social española, puesto de manifiesto por la llaneza en el trato entre las gentes del más diferente rango. Entre otros rasgos que, según él, caracterizan al español, además del de la hospitalidad, figura el, a mi juicio, discutible del desprecio del dinero; esta apreciación habrá que ponerla a la cuenta de la bondad de don Rafael. Después de decir que el español es laborioso y patriota cuando ve a su patria en peligro, Altamira se ocupa de la obra colonizadora de España en América, calificándola de tarea reflexiva y metodizada, tanto desde el punto de vista político como económico, y subraya todo lo que de positivo tuvo   —493→   en el orden humano, religioso, jurídico y cultural, decididamente superior a lo negativo.

Antonio Ramos Oliveira fue el único refugiado, aparte de don Rafael Altamira, que no se conformó con ensayos interpretativos, sino que acometió la tarea de escribir una historia de España. Lo primero que publicó Ramos Oliveira fue La historia del siglo XIX español, bajo el título de Politics, Economics and Men of Modern Spain 1808-1946 (Víctor Collanz, Londres, 1948). Más tarde aparecieron otros dos volúmenes dedicados a la historia antigua, medieval y moderna -hasta el siglo XX. Ramos Oliveira trata extensamente de la influencia árabe y judía en España. Su visión y concepto de la historia española gira en torno a estas ideas centrales: España, más que modelar su historia, ha sido modelada por ella; su suelo ha sido el escenario donde otros pueblos se enfrentaron en luchas decisivas en el curso de la historia universal. España desapareció, prácticamente, con la invasión árabe; de la reconquista vuelve a nacer anárquicamente. La lucha secular de liberación dejó firmemente impresas en la edad media española las huellas de lo caballeresco, lo militar y lo religioso. De aquí la actitud española ante el renacimiento: universalismo medieval frente al individualismo, monarquía católica universal, tomismo, sentimiento caballeroso, economía pastoral, sentimiento de nobleza. «Con tales ideas -escribe Ramos Oliveira- era inevitable que España se frustrara como nación entre las naciones donde el renacimiento había impuesto la razón como norma del pensamiento, el comercio y la industria como fundamento de la vida económica y el trabajo como fuente de prosperidad». Señala que la nobleza fue decayendo al no cruzarse con las clases inferiores. España no contó con una burguesía que hubiera podido substituir a la decaída aristocracia en su función rectora. Esto hizo que España se viera en un momento dado, como se sigue viendo actualmente, sin una clase media capaz de tomar en sus manos las riendas del Estado, lo que trajo como consecuencia el dominio de oligarquías gobernantes, sin vitalidad, sin espíritu, sin otras miras   —494→   que las de detentar el poder en exclusivo beneficio de sus particulares intereses materiales.

Luis Carretero Nieva es el autor de Las nacionalidades españolas (Ed. Aquelarre, México, 1952). El pensamiento central de este libro lo expone claramente en el prólogo Pedro Bosch Gira pera: «Concebir a España, como lo hace Carretero, como una comunidad de pueblos, aplicar sin temor, a esos pueblos, el calificativo de nacionalidades; no hacer del concepto de nacionalidad una idea exclusivamente política y simple y llegar a la supernacionalidad española, en la que caben todas las nacionalidades que los siglos y la tradición de los pueblos españoles han formado y que todos los ensayos de unificación no han podido destruir, es llegar a la raíz del problema. Reconocer la diferencia entre Castilla y León, caracterizar a Castilla como al pueblo de las comunidades -verdaderas repúblicas populares-, reconocer la independencia de la política de los reyes castellanos, en realidad continuadora de la tradición estatal visigótico-leonesa, que a su vez se halla superpuesta a la realidad popular, de la vida del pueblo castellano; comprender acertadamente la significación de todos los pueblos de España y la falsedad de la superpuesta hegemonía de Castilla -hegemonía que no es sino la de las superestructuras bajo las que padecieron los mismos castellanos- y propugnar por una estructura federativa para los pueblos españoles que no los ahogue y esterilice bajo el unitarismo que repugna a su naturaleza; todo ello rectifica muchos errores y restablece una realidad casi siempre desconocida, creando un clima propicio para contribuir a la adecuada coordinación de la diversidad española. Descubrimos así la verdadera raíz del espíritu democrático castellano, y que la construcción de una España coherente se iba realizando al margen de las expansiones territoriales y del absolutismo real por los propios pueblos; como las repúblicas vascas aceptaban la integración en una monarquía que no coartaba su libertad interior y como los estados confederados de Aragón, Cataluña, Valencia y Baleares eran un ejemplo de que podía llegarse a organizar lo que a la vez que una diversidad de pueblos iba siendo una entidad espiritual, sentida   —495→   concretamente por reyes e historiadores de Cataluña cuando se sabía cooperar a empresas comunes a la vez que se mantenía celosamente la independencia política. A la luz de estas rectificaciones adquiere un nuevo sentido la lucha por la libertad de los pueblos ante los intentos de unificación de Austrias y Borbones.

Ojalá esta meritoria labor sea continuada y el noble propósito de don Luis Carretero -que afortunadamente ya no es excepcional y al que rendimos cumplido homenaje- encuentre el eco que merece en la España auténtica y eterna, que conserva intactas sus energías y que resurge siempre de los dominios impuestos y de las ofuscaciones, por largas que éstas sean».

Anselmo Carretero Jiménez, hijo de don Luis Carretero, tras la muerte de su padre, acaecida en México, continuó su obra, ampliándola, puntualizándola en algunos aspectos, inspirado siempre por el mismo propósito. La integración de los pueblos hispánicos, es, el título de un libro en el que se reúnen una serie de conferencias sustentadas por Anselmo Carretero en el Ateneo Español de México. (Ed. Aquelarre, México, 1957). La lectura de libros como los de los Carretero, especialmente cuando recuerdan las antiguas instituciones liberales populares españolas, me produce siempre una sensación de melancólico desaliento. La razón es que la historia de las libertades españolas es la lamentable historia de unas libertades... perdidas siempre a la postre. ¿Estarían tan arraigados en el pueblo como se dice? Y si esto es cierto; ¿qué fue lo que siglo tras siglo impidió a aquel alcanzar una sola victoria perdurable capaz de incorporarlas establemente a la vida política española? ¿Por qué venció siempre el absolutismo real? ¿Denota ello una o varias fallas de España como comunidad? ¿No son inquietantes todas estas preguntas? No son aplicables, desde luego, en relación con la derrota última en la que el pueblo español sucumbió tras una lucha heroica frente a tres enemigos, uno interior y los otros dos extranjeros; pero creo que lo son enteramente al proceso del lento, pero ininterrumpido despojo que de sus libertades fue víctima España durante varios siglos. Yo, lo confieso, soy presa de un   —496→   sentimiento mezcla de admiración y envidia, siempre que releo la historia inglesa, la historia de un pueblo paradigma de fortaleza cívica, que ganó en tremendas luchas sus libertades -¿hay algún otro medio de ganarlas?- y jamás se las dejó arrebatar.

El espíritu y el tono de no pocos de los juicios que acerca de España, de su historia, de su ser, se expresaron por los hombres de pensamiento españoles en el exilio, acusan una actitud crónica en los intelectuales españoles -de algunos por lo menos- que Eugenio Imaz diagnosticó como «el delirio español». Hay que advertir que en el propio Imaz, el malogrado y destacado intelectual, no estuvo ausente tal delirio.

Ejemplo, a mi modo de ver, de interpretación delirante de la historia española, son estos conceptos entresacados del libro de José Ferrater Mora, sobre Unamuno: «Sin embargo, tal oposición -de España- constante a la vida y al pensamiento modernos no significa un mero prurito de oponerse a lo que está destinado a conseguir un éxito, una simple afición patológica al fracaso. El fracaso es, si no el principal; por lo menos uno de los más importantes ingredientes de la vida española, pero el fracaso no debe entenderse como aquello que se busca, sino como aquello con lo cual la vida española constantemente se enfrenta». Y más adelante: «La actitud española frente a Europa es la actitud del quijotismo, por el cual hay que entender más que una salida desaforada y sin orden por los campos del mundo, el resultado de una preparación ascética en la investigación y persecución de lo imposible. La salida de España a Europa y su replegamiento en sí misma es, como la salida y la retirada de don Quijote, lo que José Bergamín ha llamado ‘un puro disparate español’. Por esta racionalidad esencial del disparate español y por ese cada vez más claro y transparente disparate de la razón española, es totalmente equivocado querer presentar la vida española y con ella su acción, su pensamiento y su poesía como una mera locura. La vida española está dominada, no por la locura o, cuando menos no enteramente por la locura, sino por el ideal, por ese idealismo de los ideales en cuyo seno cabe inclusive, si se quieren llevar las cosas a un extremo, el europeo   —497→   idealismo de las ideas. Pero caber en su seno significa ser dependiente de él, inferior a él, y por eso la anticipación moderna y europea de España, que es anticipación de un ideal, retrocede y se niega a sí misma cuando este ideal queda convertido por el europeo que comienza en Descartes en la cautela de la idea».

En otra página escribe Ferrater Mora: «La locura de España, locura cuyo hondo sentido no llega a ser comprendido a veces por los mismos españoles es, efectivamente, la misma locura quijotesca, lo que hace del quijotismo la religión natural de España, la verdadera raíz en que se apaciguan, sin dejar de guerrear, todas las contradicciones».

María Zambrano -otro ejemplo de actitud delirante, aunque quizá en grado menor-, escribe en su Pensamiento y poesía en la vida española (Casa de España en México, 1939) que el poético es la forma del conocimiento sustancial al español y, que: «de su plenitud puede surgir toda una cultura en la que la ciencia y conocimientos hasta ahora errabundos como la historia, sean la médula; en la que ciencias como la Sociología, nacientes aún, alcancen su pleno desarrollo; en que el saber más audaz y más abandonado sea por fin posible: el conocimiento acerca del hombre». Tras de señalar que el cinismo resurge en Europa coincidiendo con la crisis actual por que atraviesa, como nació en la crisis del mundo antiguo, como signo «del mismo parcelamiento humano que ha hecho posible la magnificencia de la técnica, el esplendor inclusive de la ciencia, mientras el hombre cada vez más miserable desaparece asfixiado», añade María Zambrano que «tal cultura no puede, no podrá salvarse a sí misma y que necesita que vaya en su auxilio otra que se ha mantenido tan valerosamente al margen como una hermana cenicienta: necesita alimentarse de lo que desdeñó. Confiemos en que suceda así y en que suceda, según parece, del modo más congruente con esta dispersa y humilde cultura española: dispersamente, lejos de Europa y fuera de la tierra matriz. España; maestra en la dispersión y en la prodigalidad, cumplirá sin duda su obra de acuerdo con su íntima esencia, prodigándose y dispersándose, sembrándose, desapareciendo de la obscuridad para fecundar y   —498→   fecundarse. De la soberbia española nuestro más terrible pecado, salió el absolutismo, cascarón muerto de la verdadera España. Cascarón estéril y seco. Final, falso camino de una ruta sostenida solamente por una soberbia obstinación. De la melancolía española, de su resignación y de su esperanza, saldrá quizá la nueva cultura. Es la cultura que anuncia la España del fracaso, la más noble o quizá la única enteramente noble. Tenía forzosamente que fracasar porque ha ido más allá de su época, más allá de los tiempos y hay un ritmo inexorable de la historia que condena al fracaso a todo aquello que se le adelanta. Fracaso en razón de su misma nobleza, en razón de su insobornable integridad, en un mundo donde la medida de la integridad se ha perdido. Fracaso también porque en el fracaso aparece la máxima medida del hombre, su plenitud en su desnudez, lo que el hombre tiene tan desprendido de todo mecanismo, de toda fatalidad que nada puede quitárselo. Lo que en el fracaso queda es algo que ya nada ni nadie puede arrebatar. Y este género de fracaso es la garantía justamente de un renacer más amplio y completo. Del conocimiento poético español puede surgir la nueva ciencia que corresponda a eso tan irrenunciable: la integridad del hombre».

Excepción en lo de enfrentarse a la realidad española en actitud delirante es Eduardo Nicol. Cuando leí su ensayo titulado «Conciencia de España» que figura agrupado con otros en su libro La vocación humana (El Colegio de México, 1953) ya había yo escrito las páginas que anteceden. Y confieso que tuve una gran satisfacción, pues expresa de manera muy certera conceptos apuntados por mí en dichas páginas. Transcribo íntegro el ensayo de Nicol porque con nada mejor puede cerrarse este capítulo sobre lo que de España y de su historia escribieron los españoles exilados. Yo desearía con toda el alma que fueran muchos los españoles que hiciesen suyo el pensamiento de este hombre de visión clara, con los pies bien plantados en la tierra, que no hace de España una vaga quimera y llama a la acción inteligente que la salve. Dice así Eduardo Nicol: «Yo me preguntaría ¿por qué teniendo como tiene España tantas glorias que   —499→   mostrar, habiendo dado al mundo tantos frutos de fecundidad espiritual, tenemos que defenderla con un encono que otros países no muestran cuando ensalzan valores suyos menores y más escasos? La gran tragedia de España es que hay que defenderla. Desde hace muchos años, una gran parte de sus energías malgasta en la tarea de reivindicarla, como si fuera menester justificar su puesto en el mundo y su existencia misma. Esto es un signo de mala conciencia. A Unamuno parece que no le gusta España, tal como la encuentra; y por eso es su actitud heroica cuando la exalta. Porque, si bien es un tanto mezquino reivindicarse uno mismo, en cambio, no carece de grandeza vincularse a su tierra enteramente, y tratar de absorberla por entero, con glorias y fracasos, y exaltar los fracasos como compañeros inseparables de las glorias. Pues su fórmula, característica de su generación, es ésta: si queréis un Cervantes y un Velázquez, un Juan de la Cruz y un Greco, tenéis que tomarlos junto con la aridez del suelo, el fracaso de toda ambición, la suciedad y la miseria: lo uno no puede darse sin lo otro. En suma, importa más ser Quijote que Cervantes. Pero España no es siempre, no lo es en todas partes, tan mísera y triste como la que contempla Unamuno, la España de un hombre que aborrece el mar, la que refleja Azorín en esa pintura viva titulada: Una ciudad y un balcón, la que parece envanecerse del ‘aire señoril del mendigo español’, como dice Maeztu, la que ‘hizo de la mendicidad una profesión nacional’, como dice Maragall. Y de ahí resulta que donde España es fértil y risueña es donde es menos España, menos auténtica y menos gloriosa. Bosques y sembrados, hombres que trabajan y van limpios y tienen la sonrisa en los labios son como un accidente inexplicable. Son algo que no hay que justificar ante nadie y, por tanto, algo que no encaja en este cuadro que une a la grandeza con la miseria en una relación de correspondencia necesaria. Es imposible ensalzar la miseria cuando se tiene el sentido de comunidad. La exaltación del campo desolado de Castilla es una exaltación estética para un individuo individualista. Pero, en cambio, desolación y tristeza para el campesino castellano que tiene que vivir en esa   —500→   tierra y de esa tierra, añorando siempre la mancha opaca de la nube en ese cielo de inclemente pureza. ¿Qué dislocado amor es éste que convierte en valor estético de paisaje la miseria de los yermos? Nadie puede sostener que la grandeza española sea un producto de la tierra sedienta. ¿Acaso no sería un bien para Castilla, y para toda España, retacar de verdura ese desolado impudor de la ‘estepa castellana’? Yo me atrevo a decir que con gusto diera quince Unamunos por un bosque que cubriera la llanura de Burgos a Segovia. Semejantes deformaciones vienen del quijotismo: tema predilecto de esas generaciones. Y la predilección es sintomática, porque el Quijote es propicio a las tergiversaciones. La más excelsa y cruel es la de Unamuno. El Quijote vendría a ser el símbolo de la decisión histórica que tomó España. Pero ¿es que realmente España renunció al poder y a las glorias de este mundo por asumir la divina, quijotesca locura del santo, del caballero andante, del místico y el poeta? Para Unamuno, el trágico ridículo de España es el de haber preferido la locura espiritual a la sensatez de una obra política perdurable. Otros pueblos nos han dejado sobre todo instituciones, libros: nosotros hemos dejado almas. Santa Teresa vale por cualquier instituto, por cualquier Crítica de la razón pura. Este fuera el sentido trágico de la decisión de España. Y así, el español, quijotesco-unamunesco, se salva de su mísera miseria adoptando su propio ridículo. Lo que Cervantes quiso que el español no fuese, esto es lo que quiso ser y fue. Su ridículo sería el del santo que desprecia el mundo, el de quien se eleva tan alto en su ridículo, que pasa por encima de todos los santos que se ríen de él. Sublime salvación. Sólo que es falsa: es una completa falsedad histórica. Es una mistificación poética que sólo salva al que se engaña con ella; y mala manera de salvarse es ésta, cuando no es uno solo y solitario, sino todos a una, los que tienen que salvarse, y salvarse en la realidad de verdad y no en la fantasía alocada. Pues la verdad verdadera es que España, en esos siglos que se llaman de oro, como pudieran llamarse de hierro, hizo cuanto estuvo a su alcance -y su alcance era entonces muy dilatado- para lograr la hegemonía militar y política del mundo.   —501→   De haberla logrado hubiera tenido España igualmente a Santa Teresa y a Cervantes, pues a ninguno de los dos se debe que España fracasara en su intento. El fracaso fue posterior. Es Unamuno quien habla, y dice lo que dice, como consecuencia del fracaso, y para cubrir su desconsuelo con la leyenda de una renuncia sublime. Pero preguntadle al campesino castellano si son buen consuelo para él Santa Teresa y la heroica locura del Quijote y de Unamuno. Preguntadle si quiere agua, paz, justicia y tierra buena, o si renuncia a ellas voluntariamente, por darse el gusto vicioso de admirar como objeto de belleza su propia, desesperada penuria. ¿No fueron acaso la codicia, la desidia, el ocio estéril y la incuria, los que asolaron estos campos? ¿No fuimos tan locos como todo esto? Tuvimos el mismo espíritu de empresa imperial que los comerciantes ingleses y menos talento que ellos, menos sagacidad política. Y no tiene sentido que en el siglo XX sigamos todavía tomando por castillos a los molinos de viento y hagamos de nuestras inepcias motivo de orgullo espiritual. Pues tal parece que no podemos vivir sin el orgullo, y que al perder los motivos de tenerlo, nos enorgullecemos de su misma ausencia y ensalzamos nuestra frustración, como si la renuncia fuera el suelo jugoso que dio tales frutos del espíritu. Si hubo locura en la vida española, no fue tanto la quijotesca, simbólica locura de que habla Unamuno, sino la demencia de tantas ambiciones y dislates en nuestra política. Inclusive en la política de América, donde es manifiesto que hubo un sincero deseo de llevar a cabo una obra de amor y salvación. Pero al lado de los templos hubo aquí las haciendas; al lado de la fe, la explotación y los galeones; el Evangelio fue empeñado por lo otro, los monjes iban muy cerca de los encomenderos; los arcabuces demasiado cerca de los crucifijos; la crueldad y la violencia muy mezclados con la piedad y la caridad heroica. Y no se diga en Europa: allí no había más que capitanes y arcabuces. La fama de los españoles no era precisamente la de unos locos sublimes. Maquiavelo nos llama ‘la corrupción del mundo’. Guicciardini y Castiglione hablan de la preferencia de los españoles por las armas, afectos a ellas, dice el primero, ‘tal vez más que   —502→   cualquiera otra nación cristiana’. Y fiel debió ser esta imagen que los italianos formaban de nosotros, pues de ella surgió un tipo que pasó al teatro, el del Capital español, figura cómica por su vanidad y bravuconería, por su jactancia en cosas de amor, de abolengo y de fortuna, y por su modo de hablar ampuloso y altanero. No puede decirse que esos hombres siguieron los suaves consejos de Jorge Manrique:


El vivir que es perdurable
no se gana con estados
mundanales
ni con vida deleitable
donde moran los pecados
infernales.
Mas los buenos religiosos
gánanlo con oraciones
y con lloros;
los caballeros famosos
con trabajos y aflicciones
contra moros.



¿Fue acaso González de Córdoba modelo de ‘caballero famoso’? Como dice Croce, todavía en nuestros días tiene resonancia en los versos de Ariosto, el sentimiento italiano:


Non hai
tu, Spagna, l’Africa
vicina
che te’ga vie piú di quest’Italia offesa?



¿Fue un Quijote Carlos V, con su falsa política ecuménica? No faltaron voces españolas que se levantaron contra el espíritu guerrero. El saqueo de Roma no le gustó nada a Luis Vives quien, por lo demás, cree que todavía puede aplicarse a los españoles el viejo dicho de Trogo, de que los iberos no pueden vivir sin enemigos. Esta belicosidad española, cuya fama corrió   —503→   por todo el mundo, y todavía corre, tampoco fue del agrado de Vitoria. Vives y Vitoria y Suárez propusieron a los españoles unas ideas sobre la dignidad humana y el buen gobierno basado en la razón y la ley, que no fueron tenidas en cuenta. Y no porque los españoles prefirieran andar por las nubes de la mística, sino porque se lo impidió su afán de guerra y de dominio. Hay que desengañarse: no hubo tal política ecuménica en España en los siglos XVI y XVII; no hubo sino la doctrina, pero no la acción correspondiente. Si se hubiese realizado el principio apostólico de la paz, hubiera sido el primero en aplicarse como quería Vives. ¿Y cómo íbamos a realizar la paz en el mundo y a fomentar la convivencia pacífica de los estados, cuando en el seno mismo de España no acertábamos a armonizar las diversas naciones que empezaban a convivir bajo la misma corona? España no ha sido nunca una comunidad, porque empezamos los españoles por no tolerar la discrepancia. Todos queremos ser diferentes, nos repugna lo común, pero a la vez nos repugna la diferencia ajena. Éstos son los hechos que hay que tomar en cuenta. Poco quijotescos, muy terrenales y nada místicos. El quijotismo no es buena política. Pero ni Cervantes pretendió que lo fuera, ni su creación literaria puede eximirnos del deber de buscarla. La política, el arte del buen gobierno, es cosa necesaria y racional. Que avance quien se atreva a negarlo y que dispute con el padre Vitoria. Y sólo se gobierna de dos modos: bien y mal. El Quijote no puede ser una fórmula nacional: cada loco con su tema. Pues la mayor locura es pretender que la locura quijotesca sea la razón verdadera. Demasiado que nos gobernaron la sinrazón y la mala razón: el afán de poder, sin el poder de la inteligencia. La política tiene sus fórmulas propias, y no es materia de poesía, mística o profana. Si no supimos seguir a nuestros ilustres maestros de humanidad y de política, no fue culpa que podamos achacar a nuestros poetas, ni justifica que compensemos con el valor que éstos tienen nuestros desatinos del pasado. Cuando a esto se llega, se traiciona el presente por el afán de salvar el pasado: que se hunda la comunidad hispánica entera, con tal de que, de vez en cuando, surja de su suelo adolorido   —504→   una Santa Teresa de Jesús, un San Juan de la Cruz, un Quijote o un... Unamuno. Nobleza obliga, y el gran honor de figurar en una compañía tan ilustre, creó para Unamuno deberes muy precisos, a los que no atendió. La gran virtud espiritual de Unamuno lo obligaba a ser guía y prefirió no serlo; no atendió a la llamada de una juventud ansiosa, que tenía en él fijos los ojos, con mirada de una esperanza grande que se quedó frustrada. Otros se encuentran en el mismo caso de Unamuno, y su responsabilidad guarda proporción con la altura de sus talentos y el mérito de sus obras. A un pueblo no se le puede dar la moral del enajenamiento, de la vida ilusoria, ni el ejemplo de la soledad y la desesperación son experiencias individuales. No se le puede instruir exclamando: ‘¡Para lo que ha de durarnos todo!’ ni hablándole de ‘la vanidad del esfuerzo en cuanto a lo temporal’. Sobre todo, después de haber dado este pueblo, una de las más extraordinarias exhibiciones del afán de poder que se han producido en la historia. Un pueblo entero no puede ser místico, ni renunciar voluntariamente a la vida temporal. La glorificación quijotesca no fue sino una evasión, una falta íntima del coraje que debe tener un hombre cuando piensa, para decirse a sí mismo las verdades más crueles. Pues el coraje, como la nobleza, también obliga. Nadie puede pensar que la propia excelencia reposa sobre la desdicha ajena. Ante la ‘árida estepa castellana’ de que hablaba el buen Machado, yo no he podido nunca tener una emoción estética. Sólo he sentido pena y sonrojo. Pero el alma llega a estar demasiado cargada de tanto sonrojarse por cuenta ajena. Y tiene que descargarse diciendo que se acabó eso de considerar a España como pretexto de sus ‘figuras’ singulares. No España para el Cid, no España para el Quijote, ni España para Unamuno y para Ortega, sino España para los españoles, o sea, todos para ella, que la comunidad viene primero qué nuestra vanidad personal, y perdemos el derecho a combatir los egoísmos económicos cuando damos el mal ejemplo de egoísmo espiritual. Razón tiene Maragall al comentar la ausencia en el español de lo que se llama ciudadanía: ‘La mediocridad ciudadana no ha sido hecha para   —505→   el celtíbero: él quiere conquistar a cada momento su bien, o apurar su mal; que no le den nada hecho. A este hombre, pues, a este mendigo, a este duque, a este idiota, a este profeta, a este bandido, a este santo, ¿qué le importa quién gobierna ni cómo? A él no le gobierna nadie. Por esto, cuando se trata de hacer política, la última apelación es siempre la muerte, la última razón es la mano armada’. Ésta es la voz modélica de un verdadero angustiado. Maragall es el anti-Unamuno. Es el hombre que, por querer a España, quisiera hacer de ella una comunidad pacífica y limpia; quisiera que su fuerza no estuviera sólo en ‘el individuo pequeño’, seco obscuro, reconcentrado, pero que estalla violentamente en alma, en luz, en brillo, en genio, en santidad, en valentía. Que lo mismo puede ser un mendigo que un Duque de Osuna, un loco que un profeta, un tahúr que un Velázquez, un bandido que un santo: todo puede serlo menos un ciudadano. ¿Será posible hacer de España una comunidad verdadera, orgánica, armónica, civil? Oigamos dos pareceres opuestos que concurren a ilustrar el mismo pensamiento. Dice Valle Inclán. ‘Se sienten en sus lagunas muertas (habla del Romancero Castellano) las voces desesperadas de algunas conciencias individuales, pero no se siente la voz unánime, suma de todas y expresión de una conciencia colectiva... En el romance de hogaño no alumbra una intuición colectiva, conciencia de la raza dispersa por todas las playas del mar’. Y Menéndez Pidal, dice: ‘Sin duda que como en toda la vida del Cid el egoísmo vanidoso del dirigente, la repulsión mutua de los preclaros, hace flaquear la actuación española más que la torpeza del vulgo; y antes de acusar a la masa por rebelde para con los ilustres, hemos de acusar a éstos por la deserción de la causa y por el fratricidio que cometen unos con otros’.

La cosa es que, sea por culpa de los preclaros, o por inexistencia de una conciencia colectiva, en España no hay espíritu de comunidad ya desde antiguo. Pero ¿es justo decir en España? Valle Inclán y Menéndez Pidal están hablando de Castilla. Cierto es que para ellos y para casi todos los de sus generaciones, Castilla es España en esencia y en historia. Y ésta es otra   —506→   tergiversación que urge deshacer de una vez por todas y para bien de todos. Con ello recurrimos, para terminar, al mismo punto por el que empezamos. España no tiene esencia, ninguna nación la tiene, y España menos. Y el error filosófico se complica en el error político cuando, al buscarle una esencia, que por serlo habría de resultar totalmente representativa, se eligen los caracteres de una parte sola. Así se explica que el poeta catalán Maragall se sintiese desalentado y dijera en 1911: ‘España políticamente es nada, y haría bien en no ocuparse más de cómo ni por quién ha de ser gobernada, porque tanto da’. Pero no queda, fuera de esta renuncia definitiva, de este amor desesperado que se contrae y se silencia, más que una alternativa: el amor que no se quiebra, ni se desengaña, ni se calla las verdades; la acción tenaz y perseverante, educación y política. Hacer de España una comunidad».





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ArribaAbajoAddenda

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Por la especial índole de este libro, entre otras razones, me ha sido imposible evitar no pocas omisiones que lamento de veras y por las que pido disculpa. Aunque con brevedad, ya en curso de composición tipográfica el volumen, he procurado llenar algunas con las notas siguientes:

Literatura

Álvaro Pascual Leone, es el autor de Pedro Osuna, relato con bastante, al parecer, de autobiográfico en el que traza épocas de la vida de un joven idealista, liberal, situado en los tiempos que precedieron a la proclamación de la segunda República Española, y en los de las peripecias de ésta hasta culminar en la Guerra Civil. El libro está escrito con emoción y en un terso estilo.

Rafael Sánchez Ocaña escribió Confesiones de un desvelado y Reflejos en el agua.

V. Botella Pastor es el autor de Callaron las campanas, novela en la que se relatan episodios de la Guerra Civil en Madrid y Barcelona.

José A. Cabeza, es el autor de Siembra de otoño, colección de relatos breves entre los que destacan, a mi juicio, los referentes a las peripecias -muchas tremendas- por las que atravesaron los exilados españoles que desde Alicante fueron a parar a Orán.

Eduardo Zamacois es autor de la Opinión ajena, El otro, Punto negro.

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Carmen de Mesa, anciana ya, pero con espíritu siempre vigoroso, trabajó mucho durante sus últimos años, como colaboradora de diferentes publicaciones y como escrupulosa traductora.

María Enciso es autora de diversas obras de excelente escritura, acusadoras de su gran sensibilidad.

Cuentos

Se distinguieron como cuentistas Rosa Ballester, Andrés Nerja, Mercedes Rodoreda, Tomás Segovia, Arturo Souto, Alabarce y López Albo.

Editoriales

Además de las mencionadas en el capítulo correspondiente a esta actividad, los exilados fundaron estas otras: Rex, Atlántida, Minerva, Ediciones Jurídicas Hispanoamericanas, Ediciones Lex, Ediciones Magister, Editorial Cima, Editorial Lemuria, Editorial Moderna, Editorial Norte, Editorial Esculapio, Editorial Continental, Editorial Quetzal, Editorial España Nueva, Club del Libre Catalá.

Relatos

Juan Vidarte y José Antonio de Aguirre los escribieron muy interesantes y llenos de emoción, acerca de su salida del norte de África, y de Alemania, respectivamente, durante los primeros meses de la segunda Guerra Mundial, cuando su condición de republicanos españoles destacados los exponía a peligros de cuya gravedad se forma uno idea si se piensa en la trágica suerte que cupo a Companys, Zugazagoitia y tantos otros más inicuamente victimarios.

N. Molins i Fábrega y Bartolí, publicaron el magnífico libro Campos de concentración 1939-194..., con textos en español, francés e inglés. Es un documento vivo, doloroso y brutal sobre los campos de concentración, en Francia y en el Norte de África,   —509→   incluyendo el desierto de Sahara, en que vivieron tantos millares de españoles. Los textos son de Molins, y los dibujos, magníficos, de Bartolí. El libro refleja, magistralmente, una época dolorosa de la emigración.

Periodismo

José Olivares Larrondo «Tellagorri» dirige Tierra vasca, periódico de los exilados vascos en Argentina que se publica en Buenos Aires. Manuel Alvar colaboró ininterrumpidamente, hasta su muerte, en diversas publicaciones periódicas fundadas por exilados, con trabajos en los que destacaron sus grandes dotes de periodista y comentarista político. Alfredo Vicent colaboró en la revista Mañana de México.

Gabriel Hernández Rincón «Caireles» fundó La Prensa del Noroeste, en San Luis Río Colorado, México. Mateo Hernández Barroso escribió y sigue escribiendo para el diario Novedades de México, artículos sobre temas muy diversos de orden literario y musical. Es autor además de un interesante estudio sobre Beethoven. Enrique Flórez colaboró en diversos semanarios.

José Meruéndano colabora desde hace bastante tiempo en la revista Carteles de La Habana, Cuba, y ha hecho una encomiable labor como traductor.

Medicina

Severo Ochoa ha recibido el Premio Borden, galardón de gran trascendencia concedido cada cierto tiempo por la asociación de Colegios Médicos de los Estados Unidos a los investigadores muy destacados en el campo de la medicina. Victoriano Acosta es el autor de la sección dedicada a cirugía otorrinolaringológica en el Tratado de Patología quirúrgica del doctor Jacinto Segovia.

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Farmacología

Francisco Guerra ejerció el cargo de profesor de Farmacología en la Escuela de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México y es autor de varios interesantes y documentados libros de tal materia.

Física

Arturo Duperier, castellano, de Ávila, catedrático de Geofísica de la Universidad de Madrid, trabajó desde 1939 a 1945 en el Colegio Imperial de Londres, al servicio de la Universidad de Manchester, realizando investigaciones acerca de los rayos cóscicos. Al concluir la guerra Duperier era considerado unánimemente como principalísima figura mundial en tan difícil campo de la física. Cabe añadir que Duperier hizo sus interesantes experimentos valiéndose de aparatos ideados y construidos por él mismo. El general Emilio Herrera figura prominente de la aerotecnia prosiguió en el exilio sus investigaciones y formó parte de organismos técnicos internacionales.

Carlos Vélez Ocón, a quien mencionamos ya en el capítulo dedicado a la ciencia, como especialista en física nuclear, acaba de obtener el grado de Doctor en Ingeniería Nuclear, primer título de esta naturaleza concedido a investigadores procedentes de Hispanoamérica, en el Centro de Investigación de Ann-Arbor, de Michigan. Vélez Ocón forma parte de la Comisión Nacional Mexicana de la Energía Nuclear, en lo que se relaciona con el problema de los reactores.

Sociología

Francisco Ayala, de quien nos hemos ocupado en varias ocasiones en este libro, publicó Tratado de Sociología (Ed. Losada, Buenos Aires). La obra se divide en tres partes, cada una en un volumen: «Historia de la Sociología», «Sistema de la Sociología» y «Nomenclatura».

Faustino Ballvé publicó varios interesantes trabajos acerca de temas sociológicos.

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El doctor Eduardo Romero publicó un interesante libro: Teocracia y tiranía en el siglo XX (Libro Mex, 1959). En él traza el autor el tremendo cuadro de represión intelectual inspirada por el fanatismo religioso en la España de hoy. Tras un estudio de los conflictos económicos del mundo actual, se señala la tendencia frecuente a intentar superarlos por las vías del autoritarismo, cuando no de la franca tiranía: Romero se declara ferviente partidario de la libertad frente a los tiranos de cualquier signo.

Guerra Civil española

Al referirme en un capítulo anterior a Manuel D. Benavides, señalé únicamente una de sus obras. Aludí también a lo que su creación representa como contribución al conocimiento de muchos aspectos de la Guerra Civil española.

Para darse cuenta de esto basta con la enumeración de las siguientes obras debidas a su pluma: El crimen de Europa, Los nuevos profetas, La escuadra la mandan los cabos, Guerra y revolución en Cataluña, La Historia se hace en Madrid.

Derecho:

José de Benito es autor de Derecho Mercantil. La unidad del Derecho Privado, en materia de obligación. Tratado teórico práctico de la Banca -en colaboración. La doctrina de la causa en el Derecho Cambiario. La doctrina española de la quiebra. El Derecho Mercantil español en el Siglo XVII. El Derecho Mercantil de España e Indias en el Siglo XVII.

Rafael de Pina, ex catedrático de la Universidad de Sevilla y catedrático de la de México, publicó en colaboración con José Castillo Larrañaga, Derecho Procesal Civil Mexicano, además de esta obra escrita en colaboración, es el autor de Comparaciones entre el proceso civil español y el proceso civil mexicano.

Filología

Agustín Mateos es autor de un libro acerca de las etimologías griegas del español; en 1949 publicó una gramática latina: ambas obras figuran como de texto de la Universidad de México.

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Juan Coromines, el eminente filólogo catalán, continuador de la obra de Pompeu Fabra, ha trabajado infatigablemente en EE. UU., donde pudo preparar el formidable Diccionario etimológico de la lengua castellana, editado en Madrid. Igualmente ha realizado la titánica labor de preparar el Onomasticon cataloniae, que son seis tomos de mil páginas cada uno, en que se reúnen y estudian los nombres propios de lugar y de persona del territorio de lengua catalana. Ese trabajo lo ha hecho bajo los auspicios de la Universidad de Chicago, de la que es profesor.

Escultura

Antonio Ballester Vilaseca ganó el primer premio donado por la Secretaría de Educación Pública de México en un concurso Nacional de Escultura convocado por el diario Excélsior, como homenaje a la madre. Entre las obras debidas a este artista figuran varias de imaginería, entre ellas un vía crucis compuesto de catorce grupos escultóricos, que figuran en una iglesia de la capital mexicana.

Pintura

Maruja Mallo, que formó en un tiempo en las filas del movimiento vanguardista pictórico en España, siguió en el exilio creando obras de pintura, conforme a su manera llena de originalidad. La crítica de arte es otro de los campos en el que Maruja Mallo ha destacado con ensayos muy certeros de interpretación y magníficos en su forma.

Arquitectura

Esteban Marco se distingue como arquitecto y decorador de interiores con realizaciones en las que tradición y modernismo se aúnan felizmente.

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Biografía

Joaquín Arderius es autor de una interesante biografía de don Juan de Austria.

Lázaro Somoza Silva escribió la biografía del general José Miaja Menant, el jefe invicto de la villa, también invicta, de Madrid. Campechano, cordial, modesto, el general Miaja fue una de las figuras más populares de la emigración.

Su figura presidió hasta su muerte a los militares exilados. En este punto estimo absolutamente obligada una referencia cálidamente elogiosa a la caballerosidad, la digna actitud ante todas las penurias, la mesura y la serenidad que distinguieron y distinguen en toda ocasión a los militares españoles en el exilio. Estos hombres mostraron un temple y una rectitud moral bastantes a redimir al ejército, español de la falsía y crueldad, con ser tantas, con que lo mancharon sus compañeros que traicionaron las instituciones que el pueblo español se había dado en el ejercicio de su libertad ciudadana. La emigración se siente orgullosa, y con sobrada razón, de los militares compañeros de exilio.

Política

Manuel Sánchez Sarto es el autor de: La Postguerra. Max weber y la victoria del Nacionalismo. La política exterior de los Estados Unidos.

Fidel Miró es autor de un reciente e interesante estudio: ¿Y España cuándo? (El fracaso político de una emigración) publicado por Libro Mex Editores, México, 1959. El libro «constituye una parte muy importante de la historia política de la emigración republicana española». Es una obra de política e ideas.

José Bullejos es el autor de algunos libros sobre historia política española moderna y sobre política internacional en relación, principalmente, con el socialismo.

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Pedagogía

Leonardo Santamaría Becerra, es profesor de Lengua y civilización españolas en la Universidad Femenina de Rutgers, N. Y. En los medios pedagógicos de los Estados Unidos se reconoce su autoridad en relación con los problemas de la educación en general. Sus escritos y conferencias sobre dichos problemas, así como sobre historia de las ideas y temas religiosos y de doctrina política, por su penetración, le han valido una justificada notoriedad en ciertos medios intelectuales de Nueva York y Nueva Jersey, especialmente.

Domingo Tirado Benedi es autor de Enseñanza de las Ciencias de la Naturaleza. Enseñanza de la Aritmética y Geometría. Las bibliotecas escolares. La Ciencia de la Educación. Bases para una técnica de la educación.

Investigación literaria

Julio Luelmo -bajo el seudónimo de Mauro Olmeda- es el autor de El ingenio de Cervantes y la locura de don Quijote. Se trata de un minucioso e inteligente estudio acerca de la intencionalidad política, social, religiosa del Quijote. Aun cuando el análisis ideológico no me parece el camino más adecuado para adentrarse en obras cuya fundamental dimensión sea la poética, la obra de Luelmo viene a ocupar un puesto destacado dentro de esa sección de la bibliografía acerca de Cervantes, que se ocupa más de sus ideas que de sus ideales, ensueños y amarguras.

Ensayos y crítica literaria

S. J. Sánchez Trincado es autor de El arte de callar. 7 Poetas venezolanos. Galdós, Stendhal y otras figuras.

Manuel Tuñón de Lara colaboró en periódicos de Europa con trabajos de crítica literaria preferentemente. Es también autor de un libro sobre La España del Siglo XIX, que lamentablemente   —515→   no hemos podido leer por no haber llegado todavía a América, desde Francia donde se ha editado.

Julián Amo fue, entre los intelectuales de la emigración, quien se ocupó de manera más perseverante en registrar la producción de los refugiados en todos los campos: literario, científico, histórico, etc. Fruto de este inteligente interés hacia la obra de los exilados, es un índice bibliográfico publicado por Julián Amo en colaboración, en el que figura una lista completa de todas las obras aparecidas durante los primeros años de exilio.

Investigación biológica

Enrique Santamarina Becerra, veterinario, se distingue como investigador en el campo de la endocrinología experimental, en relación, preferentemente, con la función de la glándula pineal, tan poco estudiada todavía. Sus trabajos sobre esta materia han despertado gran interés entre los biólogos. Fue investigador asistente del departamento de fisiología de la Universidad del Estado de Ohio. Actualmente es profesor de patología animal y jefe de investigaciones fisiopatológicas en la Estación Experimental de Agricultura de la Universidad de Rutgers.

Es miembro de la Academia de Ciencias de Nueva York, de la de Ohio, de la American Association for the Advancement of Science, entre otras sociedades científicas.

Novela

En mi hambre mando yo. En esta novela que ha aparecido muy recientemente, Isabel de Palencia nos ofrece un relato cuajado en un estilo sereno, equilibrado, pleno de madurez que, aunque contenido, logra felizmente todas las finalidades perseguidas al describir episodios cuyo carácter va desde lo sentimental hasta lo dramático. La acción de la novela transcurre en el campo malagueño y en Madrid durante los años de la República y la Guerra Civil. En la obra se entrelazan una historia de amor, la exaltación del callado heroísmo y el temple de carácter   —516→   insobornable de los sufridos campesinos andaluces y, finalmente, el relato de dramáticos hechos durante la guerra, en la capital de España.

Radio y televisión

Se distinguieron en estas actividades, entre otros exilados, Sofía Blasco que mantuvo emisiones periódicas sobre temas de orden diverso: literatura, historia, etc., el Comandante Aberri que se ocupó de política internacional, acaecimientos durante la segunda Guerra Mundial, y otros. Luis de Llano destacó como organizador en televisión. Eulalio Ferrer dio impulso a la publicidad radiofónica y sostiene desde hace bastantes años un programa de radio bajo el lema «Así es mi tierra» que tiene entusiasta acogida por parte del público. Domingo Rex es el mantenedor de programas de radio y televisión, en relación, preferentemente, con cosas de España. La de Cristino Lorenzo es voz popular y simpática entre todos los aficionados al fútbol, del que hace comentarios desde importante emisora de la capital mexicana. Álvaro Arauz sostuvo durante los años de la guerra mundial emisiones en las que comentaba los hechos más salientes de aquella; posteriormente, si mal no recuerdo, se ocupó de política internacional.

Seguros

Ricardo Irezábal se distinguió mucho en el campo de su profesión: actuario de seguros, dejando sentir marcadamente su influencia en la organización y marcha de algunas importantes compañías de seguros mexicanas.

Mineralogía y siderurgia

Adrián Esteve Torres exploró, estudió y registró las reservas mineras de hierro y carbón del país y formuló una serie de proyectos de desarrollo industrial en el orden siderúrgico. Planeó las   —517→   plantas de coquización y los Altos Hornos Nacionales de Monclova. Esteve Torres actuó como asesor y consejero técnico en muchos proyectos industriales, y su voz fue escuchada con gran interés siempre en los centros oficiales. Desempeñó la asesoría técnica de la Dirección General del Banco de México.

Industria

Los mismos hombres de empresa exilados que fundaron Armadores Unidos, S. A. de Guaymas, y a los que nos hemos referido en el capítulo dedicado a los negocios, intervinieron también, en sociedad con industriales mexicanos, en algunos casos, o bien por sí solos, en otros, en la fundación de las industrias siguientes: Armadores Unidos, S. A.; Industrias del Mar, S. A.; Armadores de Guaymas, S. A.; Pescadores del Pacífico, S. A.; Mariscos Congelados del Pacífico, S. A.; Congeladora de Guaymas, S. A. Asimismo, dicho grupo México-hispánico de empresarios creó Aceros de Sonora, S. A. Las sociedades citadas, han dado, las primeras, un fuerte impulso a la industria pesquera de México, y la última, por su importancia, al desarrollo de la metalurgia en el país.

Fisioterapia

Un exilado apellidado Charles, cuyo nombre propio se me escapa en este momento, ha ideado y construido un aparato para combatir ciertos tipos de adiposis por medios mecánicos, que ha tenido mucho éxito en exposiciones internacionales, entre ellas una verificada en Nueva York en la que el señor Charles fue felicitado personalmente por el Presidente de los Estados Unidos Dwight D. Eisenhower que elogió la ingeniosidad del aparato en cuestión.

Música

José Almoina escribió un interesante y extenso apéndice a la obra: El Romanticismo en la música Europea, de Jean Chantavoine y Jean G. Denmombynes(Ed. U. T. E. H. A., México,   —518→   1958). Almaina ofrece numerosas e interesantes noticias acerca de la corriente musical italianizante de finales del siglo XVIII en España, a la que van ligados los nombres de Bartoldi, Scarlatti, Sarinelli, Cosadini, Mele y otros destacados músicos de aquella época; alude a la actitud de Jovellanos y de Moratín contraria a dicha tendencia, en coincidencia con un ilustre antecesor: el padre Feijoo, partidarios los tres de las formas neoclásicas. Hace referencia asimismo a los sainetes musicales, entre ellos, naturalmente, a los de don Ramón de la Cruz. Se extiende eruditamente acerca de la significación de la tonadilla como género musical con interesantes repercusiones tanto en España como en Hispanoamérica.

El apéndice contiene también datos en relación con compositores y ejecutantes de la época y otros en relación con las Sociedades Musicales y de Conciertos y el desarrollo de la música sinfónica en España.

Finalmente, figuran abundantes referencias a la música y a los músicos hispanoamericanos y a ciertas formas musicales que obtuvieron difusión en los mismos.

Baltasar Samper, musicólogo y compositor, ocupa un principalísimo lugar en la Sección de Folklore mexicano en el Instituto Nacional de Bellas Artes de México. Basado en un poema de Racine compuso su Cántico espiritual para coros, gran orquesta y órgano. También figura como profesor del Conservatorio Nacional de México.

Luis Bretón, nieto del autor de La verbena de la Paloma, continúa la ilustre tradición musical de la familia creando música de fondo para películas, en la que se aúnan valores técnicos y formales brillantes, que le permiten alcanzar plenamente las finalidades perseguidas en la música para films.

Cine

Luis Buñuel, inspirado por el genio de Galdós, ha producido un film, Nazarín, que ha merecido uno de los más altos galardones,   —519→   sólo conferidos a creaciones de alto rango artístico, en el Festival de Cannes: el Gran Premio Internacional. Esta obra y la merecida distinción de que ha sido objeto, afianzan definitivamente el prestigio mundial de Buñuel y lo sitúan entre los grandes -escasos, ciertamente- de la historia del cine.

Química

Antonio Madinaveitia prosiguió en México sus investigaciones de química orgánica. Fundó y dirigió el Instituto de Química de la Universidad Nacional de México. Publicó numerosos trabajos en relación con materias de su especialidad y se distinguió también como traductor de fundamentales obras de química.

Varia

Mariano Joven. Aunque en esta Crónica no me he ocupado de política -política de partidos-, quedaría más incompleta aún de lo que ya es, si no hiciese en ella referencia a este nombre. No porque Mariano Joven figure en éste o en el otro partido -lo cual es, en cierto modo, secundario-, traigo su nombre a estas páginas, sino por el espíritu entusiasta, generoso, cordial, infatigable, con que mantiene inconmoviblemente en alto su profunda fe española, republicana y liberal.

Considero absolutamente obligada al terminar estas páginas, la mención de Mauricio Fresco, quien se interesó siempre vivamente por la emigración española, primero como diplomático mexicano en París, y más tarde, ya en su tierra, dedicando a la obra de la emigración republicana española una gran atención que sintetizó en su obra La emigración republicana, una victoria de México, que contiene numerosos e interesantes datos.

Sería un olvido imperdonable dejar sin mención los nombres de Domingo y Francisco Barnés, institucionalistas de abolengo, que formaron parte de la emigración y que fallecieron en el exilio.

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Novela

Creo plenamente justificada la inclusión en este libro del nombre de Michel del Castillo. Hijo de madre española y padre francés, pasa su primera infancia en España, para abandonarla en unión de su madre al terminar la Guerra Civil, refugiándose en Francia. Una vez allí, y durante la Guerra Mundial, es separado de su madre e incluido por los alemanes en un grupo de judíos, y conducido a un campo de concentración en Alemania. Lo que vieron sus asombrados ojos infantiles en aquel infierno de maldad, sadismo y perversión, lo narra en la magnífica novela Tanguy (Juillard, París, 1958). La descripción de ese cuadro de horrores se hace más patética aún por estar trazada a base de recuerdos infantiles. Tanguy, niño, entra en la vida por los caminos del dolor, del abandono, de la angustia; su figura de intenso dramatismo es la viviente acusación de la maldad a que pueden llegar los hombres. En la novela se narran también cosas que le ocurrieron a Tanguy, desagradables y tristes muchas de ellas, en un establecimiento mixto, entre escuela de oficios y reformatorio, de Barcelona, dirigido por unos religiosos con poco espíritu de tales; por lo menos algunos. Se cuentan también en la novela las experiencias, más amables, de Tanguy en un colegio andaluz. La noble figura de un joven alemán, compañero de Tanguy en el campo de concentración, figura llena de bondad, heroica, y la de un profesor del colegio andaluz, sirven para dar al lector la seguridad de que en todo momento se pueden encontrar almas buenas y corazones nobles en el mundo. La obra está escrita originalmente en francés y ha sido traducida ya a varios idiomas, entre ellos el español. Tanguy ha tenido acogida excepcionalmente calurosa en todo el mundo, tanto por el impresionante dramatismo de su asunto como por la excelente forma en que está escrita.

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Periodismo

José Loredo Aparicio colaboró hasta su muerte en diversos periódicos y revistas, y publicó un libro acerca de la sangrienta represión que siguió a la guerra civil española.

Filología

Pompeu Fabra, el gran filólogo que fijó las bases lingüísticas modernas a la lengua catalana, pudo dejar terminadas, antes de morir en Prades, algunas obras fundamentales para la lengua catalana: una Gramática catalana, en francés, para uso de los estudiosos franceses; una nueva Gramática catalana, definitiva, aceptada por todos los escritores de Valencia; y Baleares que, escriben en catalán, con lo que la lengua escrita catalana, queda definitivamente unificada en las tres regiones de habla común; y dejó hecha la revisión definitiva del magnífico Diccionari general de la llengua catalana, lista para nuevas ediciones.

Editoriales

José Queralt Clapés prosiguió en Perpiñán (Francia) la importante editorial Edicions Proa en lengua catalana, con su magnífica colección de novelas Biblioteca a tot vent.

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ArribaEpílogo

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Esta Crónica ha terminado. Pero la realidad humana de la que se ocupó prosigue viva, creadora, acendrando recuerdos, alentando esperanzas, fructificando biológica, espiritual y materialmente. Son ya dos las emigraciones superpuestas, con rasgos peculiares: la de los viejos y la de los jóvenes criados o nacidos en el exilio. Alguna vez, con frase llena de fúnebre humor, se ha dicho que la emigración es un cuerpo a extinguir. No hay tal, naturalmente. La emigración, por el contrario, es un tronco que retoña. La extinción, en todo caso, no podría alcanzar nunca a los ideales que la inspiraron, ni a la obra que realizó y seguirá realizando. Pretender soslayar esa obra es tanto como admitir la posibilidad de un hiato en el proceso del desarrollo de la vida española. Pero es bien sabido que ni la naturaleza, ni el pensamiento, ni la historia se desenvuelven a saltos, pues son por esencia continuidad.

Otros, que consideran las cosas desde el punto de vista político -política de campanario, claro está- declaran que la emigración no tendrá nada que hacer en la España de mañana. Nada indica, lamentablemente, que España se pueda permitir el lujo de prescindir del más modesto esfuerzo, de los de allá o de los de acá, en la formidable tarea de su reconstrucción moral, espiritual y material.

El pensamiento de la emigración, que se desenvolvió en ambientes de libertad intelectual, con inquietud proyectada hacia todos los horizontes, es un pensamiento vivo y tendrá como primera   —524→   tarea el día de mañana la de airear la atmósfera cultural de la España peninsular, cargada hasta la saturación de polvo de archivo, de vahos filológicos, de filología un poco rancia y apolillada.

Además, la emigración sirve y servirá de nexo con la muy heroica, alta y limpia tradición de la lucha por la libertad mantenida por los españoles durante siglos. Y no sólo esto, la emigración puede decirse -aunque ello parezca extraño- que enlaza también con todo lo noble de cierta tradición reaccionaria española, con la que han roto los hombres de la traidora sublevación.

Es un hecho seguro que buena parte de los emigrados no volverá a incorporarse nunca más de manera permanente a la vida española, en España. Pero será, desde donde se encuentre, factor de enriquecimiento de esa vida cuando vuelva a discurrir por cauces normales, con la obra que siga realizando en la emigración voluntaria.

Por todas estas razones esta Crónica podría ser la Crónica de nunca acabar. Pero yo hago alto aquí mismo y dejo la pluma a otro cronista, al que me suceda. Estoy seguro que relatará mejor lo por mí relatado y lo que venga después. Le dejo la pluma y le deseo de todo corazón ¡Mucha suerte!

México, D. F., mayo de 1959.