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Crónicas helicoptéricas1

Justo S. Alarcón

Primer viaje en helicóptero

Los colores epidérmicos y las clases sociales

Cuántas veces hemos oído decir, y cuántas lo hemos repetido todos: «si yo fuera rico...». Pues, sí, si yo fuera rico... me compraría un helicóptero, o, por lo menos, lo alquilaría. ¿Para qué? Para darme unas vueltas sobre la ciudad en que vivo. Despacio, y así poder captar en detalle a la gente y sus viviendas. Además, si yo fuera rico... me compraría una cámara de video para sacar películas y poder grabar todo lo que vieran mis ojos y, también, lo que no pudieran ver. Pues, sí, si yo fuera rico... me compraría estas dos cosas: el helicóptero y la cámara.

Comenzaría mi viaje desde South Mountain y, por la mera Avenida Central, la que divide a la ciudad de Phoenix y al Valle del Sol en dos mitades. Y me iría despacito, despacito, mirando, fijándome bien, y grabando todo lo que viéramos mi cámara y yo hasta llegar al norte de la ciudad. Estoy seguro de que me encontraría con muchos datos interesantes. Tan interesantes serían que, aunque nunca he visto la ciudad de este modo, ya me la estoy imaginando.

Sospecho, casi estoy seguro, y con una seguridad y certeza científicas, que me encontraría, entre otros, con los siguientes datos: entre las avenidas Baseline y Van Buren, la concentración de la gente sería sobre todo la de negros y de prietos o morenos. Entre la Van Buren y la McDowell, predominaría la gente morena y alguno que otro negro y blanco. Entre la McDowell y la Camelback, sobresaldría la gente blanca, con muy pocos morenos y casi ningún negro. Más al norte, cuarta zona, ya ni para qué hacer distinciones: sería toda la gente blanca y rubia, aunque mucha de ésta, para poder pasar por rubia, tendría que darse algún toque oxigenante. Pero, de todos modos, rubia y de ojos azules o lentillas coloreadas, etc.

Y bien, éste sería un dato muy interesante que yo hubiera descubierto en este viaje hipotético, grabado todo él con y en mi nueva y flamante cámara de video. Pero a este dato científico (biológico y epidérmico), encontraría añadido otro, de naturaleza científica también, aunque de otro orden: económico y social. O sea, de clases socioeconómicas.

Siguiendo la misma ruta, siempre hacia el norte, me encontraría con que la gente de la primera zona geográfica (Baseline y Van Buren) viven en casuchas viejas y destartaladas. Los de la segunda zona (Van Buren y McDowell), aunque la mayor parte vive en casas viejas, no tendrían el aspecto tan corroído, como las anteriores. Pero todavía mostrarían sus llagas de deterioro. Ya pasando al tercer nivel geográfico (McDowell y Camelback), las cosas mostrarían un cariz diferente: casas más limpias, grandes y acicaladas. En el cuarto plano (Camelback y más al norte) nos encontraríamos con grandes mansiones, dotadas de todos los lujos y muy superacomodadas.

Con estos hechos ya hubiera encontrado fenómenos constatables y científicamente ciertos: que en el primer encuadre dominarían casi todos los negros y muchos morenos. En el segundo, casi todos serían morenos, bastantes negros y algunos blancos. En el tercero, casi todos serían blancos, algún moreno y, quizás, algún negro. Y, en la cuarta zona, serían todos blancos. Ni más ni menos.

Conclusión científica e infalible: que el color de la piel corresponde a la clase socioeconómica. O, dicho de otro modo, que cuanto más clarita sea la piel, más riqueza y más clase social alta. Y, a la inversa, que cuanto más oscura sea la piel, menos riqueza y menos clase social elevada. ¿Lógico? Económicamente (división de clases sociales), sí. Social y biológicamente, pues... depende de quien lo vea y del color con que estén pintados sus lentes, espejuelos o gafas.

Son estos dos fenómenos de orden humano, es decir, de creación del hombre, y no de la naturaleza. Que haya pobres y ricos, aunque de creación humana, es un hecho universal, en el espacio y en el tiempo: en todos los países (incluso en los socialistas) y en todos los tiempos. Para bien o para mal, ha existido siempre la división de clases sociales y de castas humanas. Pero no en todos los países, ni en todos los tiempos ha existido la correspondencia entre la clase social y el color de la piel. Y aquí radica el hecho particular y peculiar, único e interesante que ha (había) descubierto mi flamante y nueva cámara fotográfica.

Y esto es aún más pintoresco en la ciudad de Phoenix, cuyo diseño de ciudad cuadriculada es casi único en todo este país. Este hecho constatable y constatado, de que la pobreza está casada, mancuernada e inherentemente asociada al color oscuro de la piel, y que, inversamente, la riqueza corre parejas con el color blanco de la piel, es un fenómeno muy peculiar en el país en que el destino me ha asignado. Aquí se podría indagar más, pero el espacio es limitado. Continuaremos con el tema en los siguientes breves ensayos.

Segundo viaje por helicóptero

Las casas y los caballos

En el breve ensayo anterior, después de haber dado una gira ficticia en nuestro helicóptero, habíamos señalado dos fenómenos: la división de las clases sociales y la correspondencia de éstas con el color de la piel, o sea, el fenómeno pigmentario. Tendría que añadir, a estos, otro fenómeno muy peculiar al Suroeste y, sobre todo, a nuestra ciudad: la de quién vive qué valores. Y aquí es en donde entramos nosotros, los hispanos, y «el argumento de la tortilla». Destaquemos, entre muchos que podrían traerse a colación, dos hechos solamente para este ensayo.

Primer hecho. ¿Se han dado cuenta ustedes, los que viven aquí, de que cuanto más se acerca uno a la rica zona norte, a partir de la Avenida Camelback, más arquitectura «hispanomexicana» hay? Iglesias, bancos, centros comerciales, edificios de negocios y mansiones, luciendo todos sus paredes de rojizo ladrillo hispano y adobe indio, arcos romanohispanos, columnas grecomediterráneas, tejas españolas, mosaicos mexicanos, fuentes renacentistas, etc. Hasta dioses, ídolos y figurines mayas y aztecas de todas clases y formas que sirven para «decorar» esos edificios grandiosos y lujosos. Pregunta ingenua: ¿cuántas de estas cosas lujosas (culturalmente nuestras) se encuentran en nuestros barrios? Respuesta cándida: casi ninguna, por no decir ninguna.

Segundo hecho constatado. ¿Notaron ustedes, los que viven en El Valle del Sol, que en el norte de la ciudad, sobre todo de la ciudad hermana, Scottsdale, hay un gran número de «caballos árabes»? Estos caballos, en su origen, fueron traídos a España por los árabes y, de ahí, pasaron a México y, de ahí, al Suroeste norteamericano. Dichos caballos son carísimos, sus cuadras y establos están refrigerados, los bañan en albercas olímpicas, comen pienso especial, etc. Más aún, en la Parada del Sol, y en otros eventos socioculturales de la región, desfilan por las calles de Scottsdale y de Phoenix, ataviados de plata, montados por, ¡Dios me valga!, no-hispanos, es decir, por güeritos color yema, aunque vestidos casi todos a la mexicana y a la española, con trajes charros y peinetas andaluzas y flamencas. Incluso las «señoritas» (algunas ya chupadas o trasnochadas, por ser y estar entradas en años) y «señoritos» de bigote atusado (no a lo Villa o Zapata, precisamente), montan esas hermosas bestias, traídas de nuestros lares. ¿«El argumento de la tortilla»? Seguro y claro que sí.

Pues bien, resumiendo estos dos fenómenos anotados y constatados, sacamos una idea o impresión global: que echando una mirada de conjunto a la ciudad, observamos que la gente y los edificios siguen un modelo o patrón muy claro: los hispanos viven, en su mayor parte, en casas pobres, sin un estilo definido y particular. Es decir, viven en track homes, o casas que fueron fabricadas-en-masa o prefabricadas, llamadas también «baratas», sin gusto ni arte. Un estilo anónimo o, como se suele decir, «sin personalidad». Puesto en términos menos poéticos, vivimos en casas cuadradas, de cuatro paredes ya carcomidas y escarapeladas, y un tejado, frecuentemente, con goteras. En cambio, las casas lujosas del norte tienen algún estilo preciso y determinado, sobresaliendo el hermoso y bello estilo «hispánico». Lo mismo, como caso revelador, ocurre y se puede decir en cuanto a lo de los caballos.

La deducción que podemos sacar es la siguiente: que a los del norte les gusta, les encanta y les hechiza, y lógicamente poseen, nuestras cosas y nuestro arte. Pero..., ¿en dónde vive la gente que diseñó, inventó y proporcionó al mundo norteamericano este estilo arquitectónico y que compartió esos caballos? ¿En el Norte? Ni pensarlo. Vive en el Sur. O sea, puesto en términos más rudimentarios o crudos, podríamos hacernos la siguiente pregunta pícara: ¿por qué los «otros» quieren «lo nuestro», pero «ellos» no nos quieren a «nosotros»?

Todo esto era «nuestro», incluso las tierras, y ahora es de los «otros». Nosotros somos los «mojados», los «mugrosos», los «ignorantes», los «mantecosos» y otros lindos apodos y epítetos que no se pueden mencionar por escrito. Lo hemos perdido todo, o casi todo, porque los otros, los «norteños», los «pelirrojos», los «educados», los «anacarados», se han posesionado de ello. ¡Qué «tortillota»! Pero quizás nosotros tengamos algo, o mucho, que ver en todo este tinglado. En este mundo humano no hay ángeles completamente puros, ni diablos completamente malévolos. Por eso no basta sólo con ladrar, porque «perro ladrador, poco mordedor», según reza el proverbio. Y también nos dice otro refrán que «a Dios rogando y con el mazo dando» ¡Otra «tortilla»!

Tercer viaje por helicóptero

La autopista y el aeropuerto

En mi tercer viaje hipotético y helicoptérico, volando sobre nuestra ciudad, y después de revelar mis cintas cinematográficas, me encontré con otras cosas que no había notado en mis dos primeros viajes aéreos. Siempre se encuentran cosas nuevas en la vida, me pregunté y confirmé bien este aserto. Pues sí, fíjense ustedes, hallé nuevos datos.

Por ejemplo, ¿habían visto ustedes, así, a ojo pelón -como decía mi compadre- la distribución de servicios para la comunidad, para toda la comunidad de la ciudad y del Valle del Sol? Veamos lo que me reveló el celuloide. Lo más notorio, lo que sobresalía con más fuerza, a causa de su magnitud y grandeza, fue la autopista que, desde las afueras de la ciudad de Tempe, hasta pasados nuestros barrios del sur, «se alza» majestuosamente a varios metros sobre las viviendas de nuestros barrios. Sí, así es la cosa. Pero hay que añadir un dato más, por ser interesante. Esta misma autopista, al empalmar con la de Tempe-Superstition, se caracteriza por «estar enterrada». ¿Por qué será esto?, me pregunté, y todavía me lo pregunto.

¿Es que una obra de ingeniería, que debiera ser también de arte, no debe ser exhibida y mostrada al público para que, al contemplara, se gocen los ojos de todos? Pero un pensamiento pícaro se asomó por las rendijas y resquicios de mi mente: «¡Qué sencillo soy (yo)! Pero, ¿no ves (yo) que una mole de cemento grisáceo, transitado por un hormiguero despiadado de vehículos, despidiendo humos intoxicantes y alaridos de ratas, no es nada bello ni artístico? Además, siendo prácticos, costaría mucho, muchísimo más enterrar a esta giba de camello que elevarla, usando para esto último tierra arcillosa solamente, que nadie quiere». Eso mismo me pasó por la mente.

Y, hablando de camellos y de «tortillas», ¿por qué no pusieron este monstruo de autopista allá, por la Montaña del Camello?, me pregunté otra vez maliciosamente. Y me contesté yo mismo, sin hacer ningún esfuerzo: «Es que esto, para los otros, no sería práctico, ni estético» ¿Por qué? Imagínense ustedes poner una autopista camellona elevada sobre la espalda de otro camello. Eso sí que sería (ahora) un pecado contra la santidad artística. Además de que todo el ruido automovilístico y los humos polutos bajarían rodando y rodando... hasta entrar por las ventanas, las puertas de las recámaras y los tejados de las mansiones y castillos implantados en las laderas y faldas de la Montaña camellona. ¡Qué crimen!

Y, ¿qué decir de otro monstruo, el aeropuerto, que se construyó cerca de los barrios sureños o, mejor dicho, en ellos, y ahora, para dejar que se extienda y amplíe más, nuestra gente tiene que moverse, mudarse y desplazarse, dejando sus casas para convertirlas en pistas de aterrizaje? Son varias las preguntas que se me ocurrieron. En primer lugar, ¿por qué construyeron el aeropuerto en el sur, junto a los barrios chicanos y en el corazón de los mismos? ¿Para que nosotros nos subiéramos a los aviones sin tener que viajar largas distancias? ¡Ni pensarlo! Los que viajan por avión viven, no en los barrios, sino en el norte de la ciudad, a muchos kilómetros del mismo. Entonces se impone otra pregunta: ¿por qué no lo construyeron encima de El Camello o al lado de su Montaña, más cerquita de ellos, puesto que nuestra gente no lo necesita tanto como ellos? ¡Ah!, pero es que el ruido -se me antojó pensar- los humos de escape y el peligro de que pegue, choque o se caiga un avión en una de las mansiones norteñas sería una cosa incomprensible.

Estas observaciones no se limitan sólo a los aviones grandes de pasajeros, que nosotros podemos ver volar diariamente sobre nuestros tejados, pero, ¿qué decir de tantos aviones pequeños o avionetas que también hay y se estacionan en el mismo aeropuerto? Esas avionetas no nos pertenecen. Sus dueños, ¡Dios me perdone!, no viven en los barrios. Viven en el norte. Démosle ahora «la vuelta a la tortilla», aunque sólo sea por un momento: ¿nos permitirían a nosotros estacionar nuestros pick-ups, nuestras «trocas» y nuestros «chaineados low-riders» en/o cerca de un gran estacionamiento ubicado en la falda de la Montaña del Camello? ¡Qué ocurrencia!

Pero, nos preguntarán ellos: «¿Cómo se les ocurre a ustedes estas ideas, anyway?» Respuesta: «El argumento de la tortilla, Sir/Madam, el argumento de la tortilla». Es decir, dándole vuelta al asunto, «lo que es bueno para ustedes, debe ser bueno para nosotros, y lo que es malo para ustedes, debe ser malo para nosotros». O, si no, nos podemos preguntar de semejante modo: la medida o balanza con la que se sopesa «lo bueno», tiene que ser la misma para todos, porque «lo bueno», como «lo malo», es un valor universal y, por tanto, no depende de interpretaciones, ni de justificaciones, ni de caprichos subjetivos. Y si no es así, descartemos la palabra «bueno» o «malo» y substituyámoslas por la de «conveniente» o por la de «inmoral», que para el caso sería lo mismo.

En otros términos, «el argumento de la tortilla», aunque sin duda alguna casero, es muy poderoso y aclara mucho las cosas en este mundo tan confuso, por ser tan humano.

Cuarto viaje por helicóptero

Los pozos y los almacenes

Habiendo hablado de la autopista y del aeropuerto en el ensayito anterior, pasamos ahora a unos detalles más. Mi película de video reveló la cantidad de hoyos, pozos y oquedades que hay en el sur, sobre todo alrededor de la Avenida Central y en el corazón mismo de algunos de nuestros barrios. Me puse a pensar, y me contesté yo mismo a algunas de mis propias preguntas. Quizás sea porque la arena se encuentra en la «madre» (¡lógico!) de lo que había sido antaño El Río Salado, que se le conoció después en inglés como The Salt River, y que ahora vuelve otra vez con el apelativo original (¡por exótico, no cabe duda!) de El Río Salado, divide nuestros barrios por la mitad. En poridad de verdad, ni es «Río» ni es «Salado», digo yo, porque, por una parte, lo han secado con eso de los diques o presas y, por otra, no es/era agua de mar, sino dulce. En fin, que ahora todo es arena, a no ser cuando sueltan libremente las aguas de las presas y se inundan muchas de las casas de los barrios. Pero esto ya es otro asunto que lo cubriremos en otro ensayo.

Veamos, pues, lo de los hoyos y lo de los pozos de agua putrefacta, porque eso es, agua dulce, pero pútrida. ¿Se han dado cuenta ustedes de que de esos antros se saca mucha arena para la construcción y otros menesteres? Pero, para sacarla, se necesita maquinaria pesada, y esta maquinaria hay que guardarla y encerrarla (para protección contra nuestra pícara gente morena) en los barrios, sí, en los barrios del sur. Pero es que esta maquinaria no pertenece a la gente de estos barrios, a nuestra gente, pues, porque somos pobres. Estas «trocas», tractores, perforadoras, etc., pertenecen a la gente de la Montaña del Camello. Me pregunto yo, pues, ¿por qué no se lo llevan todo para su Montaña? ¡Qué ocurrencia! Pero si hasta suena a blasfemia. ¿Habrá blasfemado, es decir, se habrá preguntado esto mismo nuestra gente? Otra pregunta: ¿y por qué no se viene esa «otra» gente norteña a vivir con nosotros en los barrios sureños, para estar cerca de sus negocios y de sus maquinarias? Y, si no quieren vivir en los barrios, pues, conclusión lógica, que se lleven toda esa maquinaria pesada para su Montaña. Ni más, ni menos.

También apareció filmado y grabado en la cinta de mi nueva cámara el gran número de almacenes que guardan mucha riqueza entre sus grandes paredes y bajo sus amplios techos. Otra vez me asaltó el diablillo con tentaciones irrespetuosas. Me pregunté: «¿Será todo esto nuestro, puesto que convive con nosotros?» Rechacé la atrayente tentación. Tuve que hacerlo al ver que en la cinta no aparecían por ninguna parte nombres y apellidos hispanos grabados con pinturas multicoloras en los tejados de estos almacenes. Eran todos anglosajones: Sears, Penneys, Coca Cola, Forbes, etc., etc., etc. ¡Qué cosa!, exclamé. Y, a renglón seguido, me volví a preguntar: ¿En dónde vivirán estos nombres-hombres-prohombres?, porque nunca los he visto por las calles empolvadas de los barrios, ni comer en nuestros restaurantes, ni asistir a nuestras iglesias, etc.

Y no se diga lo de los ferrocarriles. Nuestra gente nunca viaja por estos trenes. Estos trenes son de carga, de mucha carga y de muchísimos vagones. Cargan y descargan en dichos almacenes, para después distribuir la mercancía a los supermercados y a los centros de compras y ventas de todo el Valle. Otra vez me pregunto yo, basado en el infalible «argumento de la tortilla»: ¿Por qué no ponen esos almacenes en la parte norte de la ciudad, en donde viven sus propietarios y magnates? ¡Ah! Se nos dirá que es porque el ferrocarril se encuentra en el sur. Y, ¿por qué no se lo llevan y construyen con él una red ferroviaria alrededor de la Montaña del Camello? Es porque... se vería muy feo y... los automóviles Cadillac, Mercedes, Lexus, Infiniti, etc., tendrían que esperar a que cruzaran esas largas y ruidosas lombrices metálicas, y... los nervios se nos crisparían, y... ¡qué sé yo!, «nosotros tenemos el dinero y podemos hacer lo que nos dé la realísima y santísima gana». ¡Linda solución!

Mi película me revelaba otros hechos y fenómenos raros, pero decidí ese día no ver más, pues me dolía la cabeza y, mejor, me fui a cama a... soñar. Pero no sin antes pensar en «lo de la tortilla». Estoy seguro de que mi intranquilidad, que no me permite dormir bien, proviene precisamente de este «argumento tortillero». La culpa la tengo yo, me dije, y nadie más. Porque si no me metiera en estos atolladeros y me hiciera estos razonamientos, como otra mucha gente más sabia que yo no se los hace, podría dormir a gusto y en paz.

Quinto viaje por helicóptero

Los cementerios

Hay cosas que realmente son sorprendentes. Detalles que, al fijarse uno bien, resaltan con fuerza y vigor, pasando a primer plano y haciéndose el centro de nuestra atención. Me refiero a un detalle inusitado que ni por mientes se me ocurriría a mí, pero que me reveló la película o video que saqué el otro día desde mi helicóptero: los cementerios.

Fue sorprendente notar que, en mi película, aparecieron dos cementerios separados por unos quince kilómetros. De sur a norte. Aunque distanciados, estaban unidos por la misma calle, como una arteria, como un fémur, como una cadena, como un rosario en que, entre Avemaría y Avemaría, nos topamos con la cuenta gorda de El Padre Nuestro, que divide a dos misterios.

Era por diciembre, durante la época navideña. El cielo estaba despejado y ya atardecía. El sol acababa de ocultarse y las luces neónicas comenzaban a guiñarle el ojo a la pálida luna, que se asomaba por el este. La ciudad se hallaba entre dos luces. Era ese preciso momento en que participaba de dos mitades. La confluencia entre el día y la noche, entre la vigilia y el sueño, entre la vida y la muerte. Las dos mitades formaban parte de un todo inseparable.

Al sur, un cementerio de cruces diminutas y empolvadas. Por aquí y por allá, había una que otra flor marchita. Descoloridas como ramos de flores artificiales. Descoloridas, por muertas. Ni un árbol que diera sombra a una despistada ardilla del desierto. Las pocas piedras que cubrían las tumbas estaban resquebrajadas y rotas. Los epitafios diseñaban líneas un tanto caprichosas. Los nombres, que en su tiempo contaban la breve historia de los desaparecidos, se mostraban ahora desletrados y destartalados, y, las que habían sido cruces, estaban mancas y desmembradas, como relieves de algunas esculturas griegas. Un puzzle o un rompecabezas para diversión de serios arqueólogos.

Continuando mi viaje helicoptérico a través del celuloide, llegué al segundo cementerio. Al que estaba a unos quince kilómetros hacia el norte. Me di cuenta de inmediato que se trataba de otra visión, de otro panorama diametralmente opuesto al del sur. Aunque no se podía discernir muy bien, porque ya se echaba la noche encima, se podían distinguir, sin embargo, unas lucecitas diminutas que emitían varios colores caprichosos. Eran árboles navideños. A intervalos precisos y bien proporcionados, daban la impresión de resaltar como esos frescos y pinturas flamencas, conocidas por sus pesebres y escenas religiosas. O por esos cuadros de bosques teutónicos en donde todo está tan equilibrado y acicalado, en donde ni falta ni sobra un árbol en el lienzo. Todos de igual tamaño.

Me entró la curiosidad. Al día siguiente dejé la película y el helicóptero y los fui a ver en persona. Quería analizarlos detenidamente. Cuando estuve entre las tumbas del primero, el del sur, de pronto me di cuenta del lugar desolado. Mi película no me había defraudado. Estaba literalmente dilapidado. Quise hacerla de antropólogo, de geólogo, de arqueólogo, o sea, de anticuario.

Posé una rodilla sobre el suelo desértico y, con el pañuelo, sacudí el polvo añejo que se había cernido sobre la piedra. Descubrí un epígrafe. Después de fijarme bien, de mover la cabeza de un lado a otro, de girar sobre el epitafio y de reordenar unos pedacitos sueltos, pude descifrar uno de los muchos enigmas que me tenían enfrascado. Ante mis ojos estupefactos pude leer el nombre del difunto propietario: «Jesús García. Nacido en Ures, Sonora. Falleció en Guadalupe, Arizona, a los 49 años de edad. 1920-1969. Descansa en paz. Tu esposa María e hijos». Dejé los trozos del historial en un orden legible. Los cubrí otra vez de polvo y dije una oración medio airada.

Acto seguido, emprendí la segunda etapa de mi viaje hacia el cementerio norteño. Todavía alumbraban unos rayos mortecinos del agonizante sol. Llegué y esperé a que la noche se cerniera sobre el lúgubre recinto. Otra vez, mi cámara no me había engañado. Parecía un bosquecito artificial: «césped de invierno» y arbolitos naturales. Me cercioré de ello al jalarle una rama al que tenía delante. Estaba bien enraizado. Hasta noté entre mis dedos un poco de resina y olor a pino. Era una verdadera escena de navidad nórdica. No había epitafios, ni cruces, ni lápidas. ¡Natural! Sobre cada montículo de césped, pasto o zacate, protuberaba un ramo de flores. Hinqué una rodilla en el fresco pasto y alcancé a leer claramente en una cinta amarilla y sedosa: «To my beloved Lassie. Your Mom, Sady. 12-24-85». De entre un bosquecito de árboles que parpadeaban, y que me estaban guiñando el ojo, me escurrí casi vergonzosamente hacia el carro.

Por el camino a mi casucha iba yo delirando con el becqueriano verso de que: «¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!» Recordé lo que decían los filósofos griegos Aristóteles y Platón de que «el hombre es un animal racional». Concluí, después de mi visita a los dos cementerios, que hay hombres que son «más animales que racionales». Y, ¡Dios me valga!, que hay animales que son más hombres que los mismos hombres. Y que, al final de cuentas, y a la hora de la muerte, a uno le convendría mejor ser animal -perro, gato o cacatúa- que ser hombre.

Mi sexto viaje, pero a pie

La Sinfónica

Después de algunas vueltas, decidí bajar de mi helicóptero y guardar mi cámara en casa. Lo hice para poder entrar dentro de algunos lugares que mi cámara había revelado por fuera. Quería ver más de cerca los interiores. Para ello, me compré un boleto para la sinfónica citadina. Como ya era rico, aunque en sueños, decidí comprar ese boleto caro. Después de todo, pensé, «tengo que darme algún gustito en la vida, aunque sea de cuando en cuando». Aunque le duela a la billetera, me justifiqué con aquello de que «un concierto es bueno para la salud mental y espiritual», que tanto la necesitaba en estos días. Fui, pues, a la sinfónica.

Era un festival dedicado al compositor alemán Ludwig von Beethoven. Esa noche tocarían la última de sus sinfonías, la Novena, conocida también con el nombre de «La Coral». Aunque siempre escucho música popular y folclórica hispánica, también me gusta la clásica, por qué no decirlo. Pero nunca había ido antes a un concierto de la sinfónica de mi ciudad, de lo cual me avergüenzo, aunque no tanto, porque está caro el boleto y yo, siendo pobre, no tengo por qué avergonzarme de ello -aunque a veces, sí, para qué negarlo.

Ahora tenía el rico boleto y la oportunidad. Me fui al grande y lujoso edificio. No tuve que preocuparme del estacionamiento, porque el trayecto fácilmente me lo pude hacer a pie. Es que tengo que aclarar que el Symphony Hall está situado, como otros muchos edificios lujosos bancarios, en el corazón de los barrios sureños.

Portaba yo guayabera beige, pantalones color café y zapatos, si bien baratitos, lustrosos. Pero, ¡qué sorpresa!, nunca había visto antes a tanta gente extraña en mi barrio. Eso, en el merito corazón de mi barrio. Toda la gente era blanca. Alguna que otra cara morena se destacaba sobre un fondo blanquecino. Daban la impresión de unos cuantos mosquitos en un vaso de leche. Los hombres vestían casi todos traje con corbata, y algunos hasta portaban frac. Las mujeres iban todas muy elegantes, incluso con abrigos de pieles algunas, a pesar de ser principios de lo que parecía ser un verano infernal. Mientras esperaba la función, no pude hablar con nadie, porque, a pesar de indagar entre la muchedumbre, no podía reconocer a nadie de mi barrio, ni de ningún otro barrio aledaño. Entré, me senté y, después de unos minutos, comenzó el concierto.

Antes de que comenzara la sinfonía, y durante el intermedio o descanso, leía ávido el flamante programa. Papel lustroso, fotografías de los principales músicos, del grupo coral y del director de orquesta. Dos cosas me llamaron de inmediato la atención: el nombre de los dos últimos conductores de la orquesta y la larga lista de patrocinadores de nuestra sinfónica. En esta impresionante lista de patrocinadores no había ni un solo apellido hispano. Por un momento pensé que a nuestra gente no le interesaría la música clásica. Pero después, reflexionando y recapacitando, me di cuenta de que, para ser «patrocinador» o «benefactor», era necesario desembolsar grandes cantidades de dinero. Eso es lo que se desprendía a todas luces de la lectura del flamante programa. Este hecho satisfizo, por el momento, mi curiosidad.

Pero una cosa que me encantó, y al mismo tiempo me desconcertó, fue ver que, de acuerdo al programa, los dos últimos conductores y directores de la orquesta habían sido «hispanos». El Maestro Teodoro Alcántara, era español, y, su antecesor, el Maestro Eduardo Mata, era mexicano. Así, literalmente hablando. Me alegró mucho este descubrimiento. Pero una nubecilla vino a empañar mi visión y a turbar mi mente. ¿Cómo es posible, me pregunté, que una asociación, una organización e institución tan distinguida como la orquesta sinfónica de la ciudad fuera «gobernada» y subvencionada por norteños y, al mismo tiempo, fuera «conducida» por directores hispanos?

Este era un gran dilema que yo tenía que resolver. Para comenzar, se me ocurrió que ambos conductores «hispanos» habían sido importados de afuera, del extranjero. Sí, así era. Por consiguiente, si fueron «importados» no se les podría considerar «mojados». No, de ningún modo, porque entonces, si así fuera, sería una contradicción, que los mismos patrocinadores y benefactores del norte no hubieran aceptado de ninguna manera.

Después se me ocurrió, y deduje con rigurosa lógica, que ¿por qué no habían elegido a uno de nuestros hispanos «locales»? Esta posibilidad me fue un poco más difícil de vislumbrar. Me puse a pensar, a cavilar y a reflexionar, y saqué la siguiente conclusión: ¡Imposible! Imposible de toda imposibilidad. Y razoné con más ahínco: porque aquí, los nuestros, si tienen la oportunidad de ir a los departamentos o escuelas o academias especializadas en música clásica-europea, nunca salen con diplomas en estos estudios. Además, sería casi imposible que un conductor «chicano», aunque existiera, pudiera ser concebido como para dirigir «nuestra» orquesta nórdica. La razón, la verdadera razón, tendría que encontrarse en otra parte.

Continué buscando y hurgando en mi mente y, después de sufrir varias angustias, se me ocurrió una idea: quizás sea porque estos dos señores, los conductores, que son fuereños, habían asistido a escuelas prominentes en sus países natales, y que, si hubieran nacido aquí, nunca hubieran llegado a ser conductores. Este razonamiento, aunque un tanto pícaro, me satisfizo.

Con todo esto, una cadena de preguntas comenzó a surgir por aquí y por allá. Si esto es así, ¿por qué no tenemos nosotros conductores de grandes orquestas, como tenemos de «conjuntos» de música folclórica o de «mariachis»? Siguiente: ¿por qué no tenemos jóvenes hispanos en el departamento de música de nuestra universidad pública y estatal? Más: ¿cómo es que los orientales, chinos y japoneses, sin contar a los judíos, que forman una minoría bastante más reducida que la de los hispanos en esta parte del país, sobresalen en música «clásica», y nosotros nos contentamos placentera y solamente con la «popular»?

Decidí, después de haberme ido a casa, y durante algunos días más, buscarle respuesta a esta serie de preguntas que me estaban chupando las pocas energías que me habían quedado esa noche. Pero creo que me llevará mucho tiempo más para poder descifrar y desentrañar este enigma, como otros que tengo y que tendré que hacerlo en el futuro. Quizás aplicando mi argumento favorito, el de «darle la vuelta a la tortilla», pueda, algún día, resolver este problema. Quizás...