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Cuentos trágicos

Emilia Pardo Bazán


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de OO. CC. (Madrid, Aguilar, 1963, 4ª ed., T. I, pp. 1553-1624) y cotejada con la edición crítica de Juan Paredes Núñez (Cuentos completos, La Coruña, Fundación Pedro Barrié de Maza, Conde de Fenosa, 1990, T. III, pp. 115-192).]




ArribaAbajoEl Pozo de la Vida

La caravana se alejó, dejando al camellero enfermo abandonado al pie del pozo.

Allí las caravanas hacen alto siempre, por la fama del agua, de la cual se refieren mil consejas. Según unos, al gustarla se restaura la energía; según otros, hay en ella algo terrible, algo siniestro.

Los devotos de Alí, yerno y continuador de la obra religiosa y política de Mohamed, profesan respeto especial a este pozo; dicen que en él apagó su sed el generoso y desventurado príncipe, en el día de su decisiva victoria contra las huestes de su jurada enemiga Aixa o Aja, viuda del Profeta. Como no ignoran los fieles creyentes, en esta batalla cayó del camello que montaba la profetisa, y fue respetada y perdonada por Alí, que la mandó conducir a La Meca otra vez. Aseguran que de tal episodio histórico procede la discusión sobre las cualidades del agua del Pozo de la Vida. Es fama que Aixa la ilustre, una de las cuatro mujeres incomparables que han existido en el mundo, al acercar a sus labios el agua cuando la llevaban prisionera y vencida, aseguró que tenía insoportable sabor.

El camellero no pensaba entonces en el gusto del agua. Miraba desvanecerse la nube de polvo de la caravana alejándose, y se veía como náufrago en el mar de arena del desierto.

Verdad que el pozo se encontraba enclavado en lo que llaman un oasis; diez o doce palmeras, una reducida construcción de yeso y ladrillo destinada a bebedero de los camellos y albergue mezquino y transitorio para los peregrinos que se dirigían a la mezquita lejana; a esto se reducía el oasis solitario. Devorado por la calentura, que secaba la sangre en sus venas, el camellero, frugal y sobrio siempre, ahora apenas se acercaba al alimento, a las provisiones de harina y dátiles. Su sostén era el agua del pozo.

-No en balde se llama el Pozo de la Vida... Bebiendo sanaré.

Transcurrieron dos o tres días. El abandonado no cesaba de sumergir el cuenco en el odre que al partir, con piadosa previsión, habían dejado lleno sus compañeros de caravana. Y pensaba para sí: «Mi mal me trastorna los sentidos. Esta agua, al pronto tan gustosa, ahora parece ha tenido en infusión coloquíntida.»

Al día tercero, algunas muchachas de la tribu de los Beni-Said, acampada a corta distancia en la vertiente de un valle árido, vinieron a cebar sus odres en el pozo. El enfermo solicitó de ellas que le renovasen la provisión, porque sus fuerzas no lo consentían. Una virgen como de quince años, de esbeltez de gacela, atirantó la cuerda con sus brazos morenos y el cangilón ascendió rebosando un líquido claro y frío como cristal. El enfermo tendió las manos ansiosas y hasta sonrió de gozo cuando la muchacha, en su cuenco de arcilla esmaltado de vivos colores, le presentó la prueba de aquella delicia. Pero, apenas humedeció la lengua, hizo un mohín de disgusto.

-¡Amarga más todavía que la del odre! -murmuró consternado.

La muchacha vertió otra vez agua en el cuenco y bebió despacio, con fruición.

-¿Qué dices de amargura? -interrogó burlándose-. Está más fresca que los copos de la nieve y más dulce que la leche de nuestras ovejas. Ha refrigerado y exaltado mi corazón. No he encontrado jamás agua tan sabrosa. Probad vosotras, a ver quién se engaña.

Y el grupo de jóvenes aguadoras, antes de cargar en las fundas de red de cuerda, al costado de sus asnillos, los colmados odres, bebió largos tragos de agua del pozo. Hiciéronlo riendo sin causa, disputándose los cuencos de donde el agua se derramaba mojando las túnicas listadas de rojo y blanco, las gargantas aceitunadas y tersas como dátiles verdes, los senos chicos y los brazos bruñidos y mórbidos. Los negros ovales ojos de las vírgenes relucían; sus dientes de granizo eran más blancos al través de los labios pálidos avivados por el agua. Cabalgaron después en los jumentos, acomodándose para caber entre los odres, y con carcajadas locas tomaron la vuelta de su aduar.

El camellero quedóse solo otra vez. Como había mirado desvanecerse la nubecilla de la caravana, vio perderse, en la ilimitada extensión, no del camino (el desierto es camino todo él), sino de la planicie, la polvareda que levantaba el trote de los asnos aguadores, azuzados por las muchachas. La fiebre le consumía. Desesperado, bebió. El agua amargaba más aún.

Los días desfilaron. El enfermo los contaba por los granos del rosario de gordas cuentas que, a fuer de devoto creyente musulmán, llevaba colgado de la cintura. Porque eran iguales todos los días. Los mismos amaneceres deslumbrantes de sol en un cielo acerado; los mismos mediodías cegadores, crudamente magníficos, con lampos de brasa y rayos de sol sin velo, refractados por la amarillenta llanura; las mismas encendidas tardes, caliginosas, espirando abrasadores soplos de terral, entrecortadas por rugidos y aullidos lejanos de fieras; las mismas noches de esplendidez implacable, en que el firmamento sombrío y puro se adornaba con sus astros y constelaciones más refulgentes, sin que ni una ráfaga de aire descendiese de la bóveda de bronce, empavonada de azul, ocelada de estrellas vivísimas, lucientes y duras como la mirada altiva del poderoso.

Y el enfermo, sin poderlo evitar, bebía, bebía... Y el agua era a cada trago más repugnante. Dijérase que las manos de los genios enemigos del hombre desleían en el pozo bolsas de hiel, puñados de sal, esencia de dolor. Llegó un momento en que las fuerzas del camellero se agotaron; en que la sola vista del agua le produjo escalofríos, y al pie del pozo se tendió en el agostado suelo resuelto a dejarse perecer, resignado y ansioso del fin.

Una voz que le llamó -una voz imperiosa y grave- le hizo abrir los ojos. Tenía ante sí a un santón, un viejo morabito de larga barba argentina, de remendado traje, apoyado en una cayada, con su zurrón de mendicante al hombro. La faz, requemada por el sol, presentaba nobles, aguileños rasgos, y los ojos fijos en el enfermo, no revelaban piedad, sino meditación serena; el estado de un alma que conoce los Libros sacros y sondea el existir. En la mano derecha, el santón sostenía el cuenco lleno de agua; tal vez se disponía a apurarlo.

-No bebas, santo varón -aconsejó el camellero-. Es amarga como absintio. Te dará horror. Yo ya no la soporto.

Sin hacerle caso, el santo bebió, y ni mostró desagrado ni complacencia.

-Este agua -murmuró después de que se hubo limpiado la boca con el revés de su mano curtida por la intemperie- no es ni amarga ni dulce; su amargor y su dulzor están en el paladar de quien la bebe. ¿No han venido aquí, desde que languideces al pie del pozo, seres jóvenes y sanos? ¿No han bebido del agua?

-Han venido -respondió el camellero- unas mozas vírgenes, muy alborotadas, a tomar aguada para su aduar. Y han alabado lo refrigerante de la bebida.

-Ya ves -dijo reposadamente el santón-. Que el ángel Azrael mire por ti y te permita encontrar tolerable al menos el agua del pozo. Yo te llevaría conmigo, sacándote de este mal paso; pero mi jumento no puede con más carga y tengo que adelantar camino para incorporarme a una caravana, porque si voy solo me devorarán las fieras.

Y el santón se alejó recitando un versículo del Corán. Al ver su silueta oscura desvanecerse en el horizonte inflamado, el camellero sintió que su última esperanza desaparecía, y en transporte delirante, acercóse al brocal del pozo, se agarró a él con ambas manos y, no sin trabajoso esfuerzo -¡hasta para darse la muerte se necesita vigor!-, se precipitó dentro, de cabeza.

..............................

Y las aguas del Pozo de la Vida, desde que se arrojó a su profundidad el camellero, siguen siendo dulces para algunos, amargas para bastantes... Sólo hay que añadir que los de paladar fino las encuentran gusto a muerto.

«El Imparcial», 29 de mayo de 1905.




ArribaAbajoLa mosca verde

Tomábamos o pretendíamos tomar el fresco en la gran terraza de Alborada, una tarde de agosto abrasadora y enervante, de las poquísimas que, en aquel clima benigno, aprietan con rigor canicular. El aire estaba saturado no sólo del efluvio resinoso, ardiente, de los pinares vecinos, sino de otras emanaciones peculiares -almizcle de hormigas y escarabajos, miel y cera de panal-; y en el aire encendido revoloteaban, además de las mariposas multicolores, insectos de pedrería y esmalte, enlutadas «vacas de San Antonio», efímeras de gasa pálida, mariquitas de coral con pintas negras, mosquitos de seda color humo, mientras en la arena brincaban los saltamontes, parecidos a caballeros enlorigados y se arrastraban las chinches campesinas, limpias y de pintoresca forma, tan distintas de las urbanas.

Recostados en las mecedoras, hablábamos despacio, emperezados y esperando con ansia el primer soplo del atardecer que abanicase nuestras sienes. El tema de la conversación era que el calor disuelve las energías, y disertábamos sobre esa influencia psicológica de los climas, que ya empieza a reconocerse en la historia.

-Buena es -decía el científico- la firmeza de carácter; excelente su cultivo intensivo, y acertaría el que afirmó que del propio destino es autor cada hombre; pero a mí, esta naturaleza que nos rodea y nos agobia, me produce una impresión de fatalidad tan profunda, que casi no me atrevería a pensar en contrarrestarla. ¿Qué somos ante las fuerzas naturales?

-Lo somos todo -exclamó el pensador-. Esas fuerzas naturales, las hemos puesto a nuestros pies, a nuestro servicio. Cada día más saldremos vencedores en nuestra lucha con ellas.

-Crea usted que se toman el desquite; al final no vencemos nosotros... -respondió el Doctor, pensativo-. Y como el sol descendiese, esplendoroso hacia el castañar, y una ráfaga suave, cargada de partículas de humedad, viniese de la represa del molino, reanimándonos, se decidió el Doctor a contar un episodio de su vida médica...

-Era hijo de viuda aquel muchacho tan simpático, a quien yo conocí en el balneario de Caldasrojas, y que todas las tardes paseaba un rato conmigo por los caminos solitarios y las sendas aldeanas, confiándome sus esperanzas, sus aspiraciones y su tenacísima labor. La decorosa estrechez en que quedaron el chico y su madre a la muerte del padre, los esfuerzos de la pobre mujer para salir a flote y dar carrera a su hijo, habían influido en el carácter de Torcuato, haciéndole hombre consciente desde la niñez, y desarrollando en él, con extraño vigor, las facultades de la voluntad perseverante, sin un desmayo ni una vacilación, y con esa especie de iluminación genial, que lo mismo puede demostrarse en la creación artística que en la conducta. A los once años, Torcuato llevaba los libros de una tienda de la antigua ciudad universitaria, donde vivía; a los trece, prestaba el mismo servicio en varios establecimientos, ganando lo suficiente para sostenerse él y su madre, y a la vez estudiaba, robando horas al sueño, tan imperioso en el período crítico de la pubertad. Mejor dicho: la pubertad fue vencida, en sus inquietudes y en sus torturadoras distracciones, por la constancia de Torcuato. Ni curiosidades ni devaneos le desviaron de su marcha hacia un objeto y un fin. Su vida estaba regulada cronométricamente; ni migaja de tiempo perdía. Se había fijado, al minuto, el que debía invertir en lavarse, cepillarse, comer, dormir; y el programa se cumplía exactamente. ¡Digo mal! A veces, Torcuato se sustraía tiempo a sí mismo, y realizaba trabajos extraordinarios que pagasen las matrículas y algún gasto inevitable, extraordinario también. No rehusaba por soberbia tarea ninguna; capaz sería de limpiar zapatos si creyese que le compensaba la remuneración. Escribía discursos para los graduandos, sermones para los canónigos, prospectos, para los industriales, memorias, para los secretarios de asociaciones... todo lo que le valiese un duro y un amigo y protector. Así, al terminar brillantemente la carrera, obtuvo en la Universidad un empleo con mediano sueldo: lo necesario, lo estricto, el modo de esperar y resistir hasta conseguir algo de lo infinito soñado.

Al preguntarle yo a Torcuato si no había estado enfermo nunca (una enfermedad arruina al que lleva exactamente empalmados gastos con ingresos), me respondió:

-¡Enfermo! No tuve tiempo de enfermar... ¡Lo único que se me resintió algo fue el estómago, y por eso me ve usted aquí, en Caldasrojas, en el camino, y ocioso, y sin mi madre, por primera vez de mi vida! ¡Estoy embriagado de sensaciones; loco perdido de aire libre y de olor de flores y árboles! Pero ¡no crea usted que aun así me aparto de mi camino! Por más que mi juventud se me suba a la cabeza -¡y hay horas en que se me sube, y al corazón también, y espumante y furiosa!-, la voluntad está sobre todo. Mando en mí, y no habrá fuerza que me impida llevar a término mis planes de asegurar el porvenir, la vejez tranquila y dichosa de mi madre, y mi propia suerte. Tengo algún entendimiento, alguna disposición: otro malgastaría este capital; yo lo beneficiaré con réditos crecidos. El que quiere, puede. ¡Es el Evangelio!

Me hablaba así Torcuato a la vuelta de un paseo por la carretera que conduce al Borde, en la cual ritma la conversación el chirrido quejumbroso del eje de los carros cargados, que pasan lentos, sin alzar polvo, en la melancolía de la puesta de sol. No se borrará de mi memoria: dos de estos carros cruzaban en sentido contrario al nuestro, y su carga era de pieles de buey a medio curtir, mercancía que se exporta en la costa para Inglaterra. El sol, moribundo, se reflejaba en los pelajes cobrizos manchados de blanco amarillento. Torcuato accionaba con la diestra y de pronto vi que en ella refulgía una chispa verde, metálica, y que él sacudía la mano, como el que espanta un bichejo incómodo.

-¡Maldita! Me ha picado...

Sentí un escalofrío, que no era razonado, sino involuntario, y cogí la mano de Torcuato vivamente. No se notaba señal de la picadura. Seguimos andando, pero yo no había perdido las ganas de charlar, y miraba de reojo a mi joven amigo. A poco noté que maquinalmente rascaba el sitio de la picadura, y vi deshacerse la vesícula recién formada y sustituirla una depresión negruzca. Me «sentí» palidecer. Distábamos más de una legua del pueblecillo.

-Aprisa, andemos... No vale nada la picada esa, pero querría quemársela a usted con un cáustico.

-¡Se me está hinchando la mano! -murmuró Torcuato con más sorpresa que alarma.

Comprendí que ignoraba el mal horrible que pueden transmitir esas mosquitas preciosas, de esmeralda, que se han posado en despojos de animales carbunclosos... ¡El carbunclo! -repetía dentro de mí, temblando de horror y de lástima...- ¡El carbunclo! ¡La pústula maligna!

Abreviaré el relato de aquella tragedia... Cuando desnudamos en la rebotica a Torcuato, para operar, ya no era la mano, era el brazo lo que se inflaba rápidamente. No cabía duda, el brazo debía cortarse. Única esperanza. Pero ¿cómo? ¿Sin cloroformo, casi sin instrumentos? Mientras venían de mi casa los chismes, sudando frío y con una angustia compasiva que me partía el alma, me fue preciso notificarle al enfermo la verdad. ¡Qué ojos me echó! ¡Qué mundo de horror, de protesta y de dolor en aquellos ojos!

-¡El brazo derecho! ¿Y mi madre? ¿Y cuando lo sepa? -balbuceó, lívido.

-Aquí de la voluntad... -pronuncié, creo que más horrorizado que la víctima-. ¡Es necesario! No hay remedio.

¡Cuántas veces me he arrepentido del martirio que le di! Fuese por la tardanza e indecisión irremediable de los primeros momentos, fuese porque la infección venía de mano armada, la operación no logró salvar al desventurado. Prefiero no detallar su fin, los síntomas espantosos, el tétano como desenlace... Si los médicos puntualizásemos ciertos casos, la humanidad se aborrecería a sí propia, como dijo Salomón, por haber nacido... He sacado a cuento este caso cruel para que se vea lo que puede una mosquita verde, muy linda por cierto, y lo que vale contra la mosquita una voluntad humana, firme, decidida, templada en la desgracia y el trabajo. ¡No somos nada!...

La noche caía. Las luciérnagas empezaban a encender sus linternas misteriosas.




ArribaAbajoEl aljófar

Los devotos de la Virgen de la Mimbralera, en Villafán, no olvidarán nunca el día señalado en que la vieron por última vez adornada con sus joyas y su mejor manto y vestido, y con la hermosa cabeza sobre los hombros, ni la furia que les acometió, al enterarse del sacrílego robo y la profanación horrible de la degolladura.

Todos los años, el 22 de agosto, celébrase en la iglesia de la Mimbralera, que el vulgo conoce por «la Mimbre de los frailes», solemne función de desagravios.

La Mimbralera había sido convento de dominicos, construido, con espaciosa iglesia, bajo la advocación de Nuestra Señora del Triunfo, por los reyes de Aragón y Castilla, en conmemoración de señalada victoria. La imagen, desenterrada por un pastor al pie de una encina, no lejos del campo de batalla, y ofrecida al monarca aragonés la víspera del combate, fue colocada en el camarín, que la regia gratitud enriqueció con dones magníficos.

Aunque relegada al pie de la sierra, en paraje bravío y montuoso, próxima solamente a un pueblecillo de escaso vecindario, la iglesia del Triunfo gozó de universal nombradía, y la fama de la milagrosa Virgen, extendiéndose fuera de la región, cundió por España entera. Más de un rey, de la trágica dinastía de Trastámara o de la melancólica dinastía de Austria, vino a la Mimbralera en cumplimiento de voto, en acción de gracias por algún favor obtenido del cielo mediante la intercesión de la Virgen del Triunfo, dejando, al marcharse, acrecentado el tesoro con rica presea. Las reinas, no pudiendo ir en persona, enviaban de su guardajoyas arracadas, ajorcas, piochas, tembleques y collares; y doña Mariana, madre de Carlos II, queriendo sobrepujarlas a todas, regaló el incomparable manto, de brocado de oro con recamo de esmeraldas y gruesas perlas, amén de infinitos hilos de aljófar; una red de hilos, que recordaba el rocío de la mañana sobre los prados, y que al salir la imagen en procesión, se soltaban y eran recogidos piadosamente por los devotos en un cuenco, ya destinado de tiempo inmemorial a este uso.

El amor del pueblo de Villafán había salvado del saqueo este manto célebre y el resto del tesoro de la Virgen, en la época de la exclaustración; y el día 21 de agosto, fiesta de la Mimbralera, la imagen, luciendo completas sus alhajas, bajaba del convento al pueblo, seguida de inmenso gentío venido de toda la sierra. Descansaba en la plaza Mayor y se recogía a su camarín antes de ponerse el sol, permaneciendo en él, engalanada y ataviada, hasta el amanecer del siguiente día, hora en que la camarera, ayudada por dos mozas de lo mejor del lugar, iba a desnudar a la Reina del cielo, recoger sus preseas y vestimenta y sustituirla por la ropa de diario.

El año del robo, memorable en los humildes anales de Villafán, al entrar la camarera -esposa del juez municipal, señora de mucho visto- en el trasaltar, y subir las escaleras que conducen a la plataforma donde se apoya la peana de la imagen, por poco se cae muerta.

La efigie estaba despojada, sin manto ni joyas, sólo con la túnica interior de tisú. Y, detalle espantoso: estaba decapitada. La cabeza, serrada a raíz de los hombros, más abajo del sitio donde se atornillaba la gargantilla de piedras preciosas, había desaparecido.

Media hora después, el pueblo entero, frenético, delirante de indignación, invadía la iglesia, y los comentarios y las hipótesis principiaban a hervir en el aire. Alcalde, secretario, médico, juez, párroco, sargento de la Guardia Civil, cuanto allí representaba la autoridad y la ley se reunía para deliberar. Era preciso descubrir a los malhechores, sin pérdida de tiempo, porque de otro modo el vecindario de Villafán haría una que fuese sonada. Ya, sobre el desesperado llanto del mujerío, se destacaban las voces amenazadoras de los hombres, los tacos, las interjecciones y las blasfemias, y las manos, vigorosas, se crispaban alrededor del garrote, o requerían, en las vueltas de la faja, la navaja de muelles.

Dos cosas interesaban mucho: prender a los culpables, y luego, impedir que los hiciesen trizas. Si no se lograba lo primero, lo que importaba de veras, la multitud haría lo segundo con el cura, con el sacristán, con todos los que debían velar, y no habían velado, por la adorada patrona del pueblo, cuya mutilación acababan de comprobar, entre rugidos de ira. Prender a los culpables. Sí; pero... ¿dónde estaban?

Ese ruido sordo y profundo como la subida de la marea; ese eco de un acento repetido por centenares de voces, que se llama el rumor público, acusaba ya, designaba ya a los reos. No eran, ni podían ser, sino los acróbatas que la víspera, en la plaza, habían ejecutado sus habilidades y recogido buena cosecha de cuartos. ¡Aquellos pillastres vagabundos, aquellos titiriteros, se llevaban el tesoro de la Virgen! Al anochecer, desbaratado el tabladillo, recogidos y cargados en carros y jaulas los chirimbolos y los dos o tres monos y perros sabios, se les había visto alejarse en dirección a la Mimbralera, diciendo que se proponían trabajar al día siguiente en Guijadilla. Para bergantes así, avezados a toda truhanería, no era difícil acampar en el robledal y, sigilosamente, entre las sombras, asaltar la iglesia, a tales horas solitaria. El sacristán, contrito y trémulo, confesaba que en vez de vigilar había dormido a pierna suelta en su domicilio, una de las mejores celdas del antiguo convento; el cura de la Mimbralera no negaba haber pernoctado en el pueblo, en casa del alcalde, después de una cena copiosa. ¿Quién pensaba en la posibilidad del atroz sacrilegio? Los ladrones, teniendo por delante la noche entera, pudieron despacharse a su gusto. Patentes se veían las señales: la puertecilla lateral de la iglesia se encontraba forzada, abierta de par en par; tres hierros de la verja del camarín, limados y arrancados, dejando boquete para cabida de un cuerpo; y en el propio camarín, sobre el piso de mármoles, huellas de pasos, fragmentos de madera, un serrucho olvidado al borde de la peana, revelaban la forma en que el atentado debió de cometerse. Como decía muy bien Ricardo el Estudiante el hijo de la difunta tía Blasa, que era el que más enardecía a la amotinada muchedumbre, los infames ni aun se cuidaban de esconder los instrumentos del delito. ¡Ellos, ellos eran! ¡No cabía dudarlo!

Púsose en movimiento la Guardia Civil, y a pesar de oponerse formalmente el sargento, la precedieron bastantes mozos, de los más resueltos y fornidos, que así andan diez leguas a pie como trincan a un criminal, aunque tenga las fuerzas del hércules de la compañía, el titiritero que levantaba en vilo, jugando, una pesa de hierro mayor que el bolo en que remata el campanario de la Mimbralera. «¡A descubrir a los ladrones, contra!»

Sin embargo, el veterano sargento de la guardia, mordiéndose de soslayo el mostacho rudo, parecía rumiar no sé qué recelos, no sé qué sospechas misteriosas. Su mirada astuta, penetrante como un punzón, escrutaba el grupo que marchaba a vanguardia, capitaneado por Ricardo, el Estudiante, que blandía una vara recia, profiriendo imprecaciones contra los sacrílegos.

Los guardias son muy mal pensados. Ni pizca le gustaba Ricardo al buen sargento. Conocíale de sobra: un jugador eterno y sempiterno, tan poseído del vicio, que no pudiendo satisfacerlo en Villafán, pues sólo los días de feria hay quien tire de la oreja a Jorge, se iba por los pueblos, y hasta por Madrid y Barcelona, apareciendo siempre donde se hojease el libro de las cuarenta hojas, el libro de perdición. Por insisto y costumbre, el sargento recelaba de los jugadores. Sabía que son simiente de criminales, como lo es todo apasionado que va al objeto de su pasión sin reparar en medios. No podría fundar el escozor que allá dentro notaba; pero mientras seguían el camino de Guijadilla, polvoriento y devorado de sol, guarnecido de carrascales y olivos blancuzcos, involuntariamente, en las paradas, miraba a Ricardo, estudiaba su cabeza greñuda, su fisonomía hosca, colérica y por momentos sellada con una expresión de cansancio indefinible, una especie de fatiga inmensa, cual la sombra de unas alas negras que la velasen. Y pensaba el sargento: «Si tú has pasado esta noche en tu cama..., quiero yo que mal tabardillo me mate.»

Perfilábase ya en el horizonte la torre de la iglesia de Guijadilla; era la hora meridiana, cuando la turba, excitada por el calor y la molestia de la caminata hasta entonces inútil, divisó, en un campo donde verdeaban espadañas frescas, señal evidente de existir allí un arroyo, a la sombra de un grupo de alisos, a los titiriteros acampados. Indudablemente esperaban ocasión propicia de entrar en el pueblo anunciando con tambor y trompeta sus ejercicios. Tendidos en el suelo, echados panza arriba, recostados sobre los instrumentos, los saltimbanquis dormían la siesta, descansando de su jornada y del trabajo de la víspera.

Allí estaba completo el cuadro de la pobre y asendereada compañía: el payaso y director, embadurnado de harina y colorete, mostrando la boca abierta y oscura en la enyesada faz; el hércules, jayán sudoroso, de rizada testa, ancho tórax y bíceps acentuados bajo la malla rosa vivo; la funámbula, más fea que un susto, larga y esqueletada como estampa de la muerte; la saltarina de aros, regordeta, morena, graciosa, hecha un mamarracho con su faldellín de gasa amarilla y su corpiño de lentejuela azul, y, por último, los dos niños gimnastas, hijos del hércules; la chiquilla de doce años, rubia, pálida, de dulces facciones; y el chiquillo, de seis, gordinflón, derramados los rizos de oro en alborotada madeja alrededor de la sofocada carita. Los niños reposaban abrazado, recostado el pequeñín en el pecho de la hermana: ambos vestían la malla color de carne, sobre la cual llevaban túnicas de seda celeste prendidas con rosas de papel; y un aro plateado, ciñendo sus frentes, les daba aspecto de ángeles de gótico retablo.

La turba, detenida un instante, vociferó, aulló, precipitándose al campillo, y entre exclamaciones de sorpresa, voces que pronunciaban injurias y rugidos de alegría bárbara, en un santiamén, los saltimbanquis, mal despiertos, aturdidos aún, incapaces de defenderse, se vieron cogidos, asaltados, rodeados cada cual de una docena de paletos, que blandían estacas, esgrimían cuchillos, sacudían y zarandeaban y hartaban de mojicones a los supuestos reos del robo de la Virgen del Triunfo.

A su vez, corrieron los guardias, comprendiendo que allí podía ocurrir algo terrible. Mientras los niños lloraban y chillaban las mujeres, el hércules, sin más arma que sus cerrados puños, juntándolos contra el pecho y despidiendo los brazos como movidos por acerado resorte, se defendía. Dos paletos mordían ya la tierra, el uno con las costillas hundidas, el otro con la nariz rota, soltando un río de sangre. Eran, sin embargo, muchos contra uno; Ricardo, el Estudiante, lívido y feroz, azuzaba contra el saltimbanqui a los lugareños; llovían garrotazos. Uno, bien asestado, le cruzó la nuca, haciéndole tambalearse como acogotado buey; otro le alcanzó en la muñeca, partiéndosela casi. A manera de jauría que acosa al jabalí y se le cuelga de las orejas -sin que los guardias, dedicados a proteger al resto de la compañía, a los niños y a las mujeres, pudiesen impedirlo- los paletos se estrecharon contra el hércules, que desapareció entre el grupo.

Se oyó el fragor de la lucha, el ronco resuello de la víctima; los guardias, echándose el fusil a la cara, se prepararon a hacer fuego a los verdugos; apartáronse éstos, saciada la ira, y se vio en el suelo una masa informe, sangrienta, algo que no tenía de humano sino el sufrimiento que aún revelaban las palpitaciones del pecho y la convulsión de las extremidades.

Los niños, sollozando, se arrojaron sobre el padre moribundo, cubriéndole de besos; y, en aquel mismo punto, el sargento veterano, asiendo del brazo a Ricardo el Estudiante, clamó en formidable voz:

-¡Date preso! Tú, y nadie más que tú, es quien ha robado las alhajas de la Virgen.

Y como el Estudiante protestase y los mozos acudiesen a su defensa, el guardia, extendiendo un dedo acusador, señaló a las greñas de Ricardo, a la inculta y revuelta melena que siempre gastaba. Todas las miradas se fijaron en el sitio indicado por el guardia, y una convicción y un estupor cayeron de plano, súbitamente, sobre todos los espíritus. Entre la cabellera de Ricardo se veían, enredados aún, dos o tres hilos de aljófar, de los que, como telarañas irisadas de rocío matinal, bordaban el manto de Nuestra Señora de la Mimbralera.

..............................

El Estudiante confesó y fue a presidio. Las joyas, entregadas a un tahúr, un cómplice encubridor venido de Madrid y apostado en las cercanías del Triunfo para recoger la presa, nunca se recobraron, ni tampoco la divina cabeza, de dulce sonrisa estática, la amada cabeza de la Virgen.

Y de aquellos dos niños hijos del hércules, ya huérfanos y solos, ¿quién sabe lo que habrá sido? Continuarán rodando por el mundo, adoptando posturas plásticas en algún circo, y poco a poco se irá borrando de su memoria la imagen del campo verde, festoneado de alisos y espadañas, donde vieron asesinar a su padre...

«La Ilustración artística», núm. 1044, 1902.




ArribaAbajoLa cana

Mi tía Elodia me había escrito cariñosamente: «Vente a pasar la Navidad conmigo. Te daré golosinas de las que te gustan». Y obteniendo de mi padre el permiso, y algo más importante aún, el dinero para el corto viaje, me trasladé a Estela, por la diligencia, y, a boca de noche, me apeaba en la plazoleta rodeada de vetustos edificios, donde abre su irregular puerta cochera el parador.

Al pronto, pensé en dirigirme a la morada de mi tía, en demanda de hospedaje; después, por uno de esos impulsos que nadie se toma el trabajo de razonar -tan insignificante creemos su causa-, decidí no aparecer hasta el día siguiente. A tales horas, la casa de mi tía se me representaba a modo de coracha oscura y aburrida. De antemano veía yo la escena. Saldría a abrir la única criada, chancleteando y amparando con la mano la luz de una candileja. Se pondría muy apurada, en vista de tener que aumentar a la cena un plato de carne: mi tía Elodia suponía que los muchachos solteros son animales carnívoros. Y me interpelaría: ¿por qué no he avisado, vamos a ver? Rechinarían y tintinearían las llaves: había que sacar sábanas para mí... Y, sobre todo, ¡era una noche libre! A un muchacho, por formal que sea, que viene del campo, de un pazo solariego, donde se ha pasado el otoño solo con sus papás, la libertad le atrae.

Dejé en el parador la maletilla, y envuelto en mi capa, porque apretaba el frío, me di a vagar por las calles, encontrando en ello especial placer. Bajo los primeros antiguos soportales, tropecé con un compañero de aula, uno de esos a quienes llamamos amigos porque anduvimos con ellos en jaranas y bromas, aunque se diferencien de nosotros en carácter y educación. La misma razón que me hacía encontrar divertido un paseo por calles heladas y solitarias, la larga temporada de vida rústica me movió acoger a Laureano Cabrera con expansión realmente amistosa. Le referí el objeto de mi viaje, y le invité a cenar. Hecho ya el convenio, reparé, a la luz de un farol, en el mal aspecto y derrotadas trazas de mi amigo. El vicio había degradado su cuerpo, y la miseria se revelaba en su ropa desechable. Parecía un mendigo. Al moverse, exhalaba un olor pronunciado a tabaco frío, sudor y urea. Confirmando mi observación, me rogó en frases angustiosas que le prestase cierta suma. La necesitaba, urgentemente, aquella misma noche. Si no la tenía, era capaz de pegarse un tiro en los sesos.

-No puedo servirte -respondí-. Mi padre me ha dado tan poco...

-¿Por que no vas a pedírselo a doña Elodia? -sugirió repentinamente-. Esa tiene gato.

Recuerdo que contesté tan sólo:

-Me causaría vergüenza...

Cruzábamos en aquel instante por la zona de claridad de otro farol, y cual si brotase de las tinieblas, vivamente alumbrada, surgió la cara de Laureano. Gastada y envilecida por los excesos, conservaba, no obstante, sello de inteligencia, porque todos conveníamos, antaño, en que Laureano «valía». En el rápido momento en que pude verle bien noté un cambio que me sorprendió: el paso de un estado que debía de ser en él habitual -el cinismo pedigüeño, la comedia del sable-, a una repentina, íntima resolución, que endureció siniestramente sus facciones. Dijérase que acababa de ocurrírsele algo extraño.

«Éste me atraca», pensé; y, en alto, le propuse que cenásemos, no en el tugurio equívoco, semiburdel que él indicaba, sino en el parador. Un recelo, viscoso y repulsivo, como un reptil, trepaba por mi espíritu conturbándolo. No quería estar solo con tal sujeto, aunque me pareciese feo desconvidarle.

-Allí te espero -añadí- a las nueve...

Y me separé bruscamente, dándole esquinazo. La vaga aprensión que se había apoderado de mí se disipó luego. A fin de evitar encuentros análogos, subí el embozo de la capa, calé el sombrero y, desviándome de las calles céntricas, me dirigí a casa de una mujer que había sido mi excelente amiga cuando yo estudiaba en Estela Derecho. No podré jurar que hubiese pensado en ella tres veces desde que no la veía; pero los lugares conocidos refrescan la memoria y reavivan la sensación, y aquel recoveco del callejón sombrío, aquel balcón herrumbroso, con tiestos de geranios «sardineros» me retrotraían a la época en que la piadosa Leocadia, con sigilo, me abría la puerta, descorriendo un cerrojo perfectamente aceitado. Porque Leocadia, a quien conocí en una novena, era en todo cauta y felina, y sus frecuentes devociones y su continente modesto la habían hecho estimable en su estrecho círculo. Contadas personas sospecharían algo de nuestra historia, desenlazada sencillamente por mi ausencia. Tenía Leocadia marido auténtico, allá en Filipinas, un mal hombre, un perdis, que no siempre enviaba los veinticinco duros mensuales con que se remediaba su mujer. Y ella me repetía incesantemente:

-No seas loco. Hay que tener prudencia... La gente es mala... Si le escriben de aquí cualquier chisme...

Reminiscencias de este estribillo me hicieron adoptar mil precauciones y procurar no ser visto cuando subí la escalera, angosta y temblante. Llamé al estilo convenido, antiguo, y la misma Leocadia me abrió. Por poco deja caer la bujía. La arrastré adentro y me informé. Nadie allí; la criada era asistenta y dormía en su casa. Pero más cuidado que nunca, porque «aquel» había vuelto, suspenso de empleo y sueldo a causa de unos líos con la Administración, y gracias a que hoy se encontraba en Marineda, gestionando arreglar su asunto... De todos modos, lo más temprano posible que me retirase y con el mayor sigilo, valdría más. ¡Nuestra Señora de la Soledad, si llegase a oídos de él la cosa más pequeña!...

Fiel a la consigna, a las nueve menos cuarto, recatadamente, me deslicé y enhebré por las callejas románticas, en dirección al parador. Al pasar ante la catedral, el reloj dio la hora, con pausa y solemnidad fatídicas. Tal vez a la humedad, tal vez al estado de mis nervios se debiese el violento escalofrío que me sobrecogió. La perspectiva de la sopa de fideos, espesa y caliente, y el vino recio del parador, me hizo apretar el paso. Llevaba bastantes horas sin comer.

Contra lo que suponía, pues Laureano no solía ser exacto, me esperaba ya y había pedido su cubierto y encargado la cena. Me acogió con chanzas.

-¿Por dónde andarías? Buen punto eres tú... Sabe Dios...

A la luz amarillenta, pero fuerte, de las lámparas de petróleo colgadas del techo, me horripiló más, si cabe, la catadura de mi amigo. En medio de la alegría que afectaba, y de adelantarse a confesar que lo del tiro en los sesos era broma, que no estaba tan apurado, yo encontraba en su mirar tétrico y en su boca crispada algo infernal. No sabiendo cómo explicarme su gesto, supuse que, en efecto, le rondaba la impulsión suicida. No obstante, reparé que se había atusado y arreglado un poco. Traía las manos relativamente limpias, hecho el lazo de la corbata, alisadas las greñas. Frente a nosotros, un comisionista catalán, buen mozo, barbudo, despachado ya su café, libaba perezosamente copitas de Martel leyendo un diario. Como Laureano alzase la voz, el viajante acabó por fijarse, y hasta por sonreirnos picarescamente, asociándose a la insistente broma.

-Pero ¿en qué agujero te colarías? ¡Qué ficha! Tres horas no te las has pasado tú azotando calles... A otro con esas... ¿Te crees que somos bobos? Como si uno se fiase de estos que vuelven del campo...

Las súplicas de la precavida Leocadia me zumbaban aún en los oídos, y me creí en el deber de afirmar que sí, que callejeando y vagando había entretenido el tiempo.

-¿Y tú? -redargüí-. Rezando el Rosario, ¿eh?

-¡Yo, en mi domicilio!

-¿Domicilio y todo?

-Sí, hijo; no un palacio... Pero, en fin, allí se cobija uno... La fonda de la Braulia, ¿no sabes?

Sabía perfectamente. Muy cerca de la casa de mi tía Elodia: una infecta posaducha, de última fila. Y en el mismo segundo en que recordaba esta circunstancia, mis ojos distinguieron, colgando de un botón del derrotado chaqué de Laureano, un hilo que resplandecía. Era una larga cana brillante.

Me creerán o no. Mi impresión fue violenta, honda; difícilmente sabría definirla, porque creo que hay sobradas cosas fuera de todo análisis racional. Fascinado por el fulgor del hilo argentado sobre el paño sucio y viejo, no hice un movimiento, no solté palabra: callé. A veces pienso qué hubiese sucedido si me ocurre bromear sobre el tema de la cana. Ello es que no dije esta boca es mía. Era como si me hubiesen embrujado. No podía apartar la mirada del blanco cabello.

Al final de la cena, el buen humor de Laureano se abatió, y a la hora del café estaba tétrico, agitado; se volvía frecuentemente hacia la puerta, y sus manos temblaban tanto, que rompió una copa de licor. Ya hacía rato que el viajante nos había dejado solos en el comedor lúgubre, frente a los palilleros de loza que figuraban un tomate, y a los floreros azules con flores artificiales, polvorientas. El mozo, en busca de la propia cena, andaría por la cocina. Cabrera, más sombrío a cada paso, sobresaltado, oreja en acecho, apuraba copa tras copa de coñac, hablando aprisa cosas insignificantes o cayendo en acceso de mutismo. Hubo un momento en que debió de pensar: «Estoy cerca de la total borrachera», y se levantó, ya un poco titubeante de piernas y habla.

-Conque no vienes «allá», ¿eh?

Sabía yo de sobra lo que era «allá», y sólo de imaginarlo, con semejante compañía y con la lluvia que había empezado a caer a torrentes... ¡No! Mi camita, dormir tranquilo hasta el día siguiente y no volver a ver a Laureano. Le eché por los hombros su capa, le di su grasiento sombrero y le despedí.

-¡Buenas noches... No hay de qué... Que te diviertas, chico!

Dormí sueño pesado que turbaron pesadillas informes, de esas que no se recuerdan al abrir los ojos. Y me despertó un estrépito en la puerta: el dueño del parador en persona, despavorido, seguido de un inspector y dos agentes.

-¡Eh! ¡Caballero! ¡Que vienen por usted!... ¡Que se vista!

No comprendí al pronto. Las frases broncas, deliberadamente ambiguas, del inspector me guiaron para arrancar parte de la verdad. Más tarde, horas después, ante el juez, supe cuanto había que saber. Mi tía Elodia había sido estrangulada y robada la noche anterior. Se me acusaba del crimen...

Y véase lo más singular... ¡El caso terrible no me sorprendía! Dijérase que lo esperaba. Algo así tenía que suceder. Me lo había avisado indirectamente «alguien», quién sabe si el mismo espíritu de la muerta... Sólo que ahora era cuando lo entendía, cuando descifraba el presentimiento negro.

El juez, ceñudo y preocupado, me acogió con una mezcla de severidad y cortesía. Yo era una persona «tan decente», que no iban a tratarme como a un asesino vulgar. Se me explicaba lo que parecía acusarme, y se esperaban mis descargos antes de elevar la detención a prisión. Que me disculpase, porque si no, con la Prensa y la batahola que se había armado en el pueblo, por muy buena voluntad que... Vamos a ver: los hechos por delante, sin aparato de interrogatorio, en plática confidencial... Yo debía venir a pasar la noche en casa de mi tía. Mi cama estaba preparada allí. ¿Por qué dormí en el parador?

-De esas cosas así... Por no molestar a mi tía a deshora...

¿No molestar? Cuidado: que me fijase bien. He aquí, según el juez, los hechos. Yo había ido a casa de doña Elodia a eso de las siete. La criada, sorda como una tapia, no quería abrir. Yo grité desde la mirilla: «Que soy su sobrino», y entonces la señora se asomó a la antesala y mandó que me dejasen pasar. Entré en la sala y la criada se fue a preparar la cena, pues tenía órdenes anteriores, por si yo llegase. Hasta las nueve o más no se sabe lo que pasó. Pronta ya la cena, la fámula entró a avisar, y vio que en la salita no había nadie: todo en tinieblas. Llamó varias veces y nadie respondió. Asustada, encendió luz. La alcoba de la señora estaba cerrada con llave. Entonces, temblando, sólo acertó a encerrarse en su cuarto también. Al amanecer bajó a la calle, consultó a las vecinas; subieron dos o tres a acompañarla, volvió a llamar a gritos... La autoridad, por último, forzó la cerradura. En el suelo yacía la víctima bajo un colchón. Por una esquina asomaba un pie rígido. El armario, forzado y revuelto, mostraba sus entrañas. Dos sillas se habían caído...

-Estoy tranquilo -exclamé-. La criada habrá visto la cara de ese hombre.

-Dice que no... Iba embozado, con el sombrero muy calado. No le vio. ¡Y es tan torpe, tan necia, tan apocada! Medio lela está.

-Entonces soy perdido -declaré.

-Calma... ¡Cierto que son muchas coincidencias! Ayer llegó usted a las seis. A las seis y cuarto habló con un amigo en la calle de los Bebederos. Luego, hasta las nueve, no se sabe de usted más. A las nueve cena usted en el parador con el mismo amigo, y un viajante que estaba allí declara que le molestaba a usted la pregunta de ¿dónde había pasado esas horas?, y que afirmaba usted haberlas pasado en la calle, lo cual no es verosímil. Llovió a cántaros de ocho a ocho y media, y usted no llevaba paraguas... También decía que estaba usted así..., como preocupado... a veces, y el mozo añade que rompió usted una copa. ¡Es una fatalidad...!

-¿Ha declarado el que cenó conmigo?

-Si por cierto... Declaró la calamidad de Cabrera... Nada, eso; que le vio a usted un rato antes; que, convidado, cenó con usted, y que se retiró a cosa de las once.

-¡Él es quien ha asesinado a mi tía! -lancé firmemente-. Él, y nadie más.

-Pero ¡si no es posible! ¡Si me ha explicado todo lo que hizo! ¡Si a esas horas estuvo en su posada!

-No, señor. Entraría, se haría ver y volvería a salir. En esa clase de bujíos no se cierra la puerta. No hay quien se ocupe de salir a abrirla. Él sabía que me esperaba la tía Elodia. Es listo. Lo arregló con arte. Está en la última miseria. Cuando me encontró, en los Bebedores, me pidió dinero, amenazándome con volarse los sesos si no se lo daba. Ahora todo es claro: lo veo como si estuviese sucediendo delante de mí.

-Ello merece pensarse... Sin embargo, no le oculto a usted que su situación es comprometida. Mientras no pueda explicar el empleo de ese tiempo, de seis a nueve...

Las sienes se me helaron. Debía de estar blanco, con orejas moradas. Me tropezaba con un juez de los de coartada y tente tieso... ¿Coartada? Sería una acción sucia, vil, nombrar a Leocadia -toda mujer tiene su honor correspondiente-, y además, inútil, porque la conozco. No es heroína de drama ni de novela y me desmentiría por toda mi boca... Y yo lo merecía. Yo no era asesino, ni ladrón, pero...

La contrición me apretó el corazón, estrujándolo con su mano de acero. Creía sentir que mi sangre rezumaba... Era una gota salada en los lagrimales. Y en el mismo punto, ¡un chispazo!, me acordé del hilo brillante, enredado en el botón del raído chaqué.

-Señor juez...

Todavía estaba allí la cana cuando hicieron comparecer al criminal... El «gato» de la tía Elodia se halló oculto entre su jergón, con la llave de la alcoba... Sin embargo, no falta, aun hoy, quien diga que el asunto fue turbio, que yo entregué tal vez a mi cómplice... Honra, no me queda. Hay una sombra indisipable en mi vida. Me he encerrado en la aldea, y al acercarse la Navidad, en semanas enteras, no me levanto de la cama, por no ver gente.

«Los contemporáneos», núm. 106, 1911.




ArribaAbajoLa cita

Alberto Miravalle, excelente muchacho, no tenía más que un defecto: creía que todas las mujeres se morían por él.

De tal convencimiento, nacido de varias conquistas del género fácil, resultaba para Alberto una sensación constante, deliciosa, de felicidad pueril. Como tenía la ingenuidad de dejar traslucir su engreimiento de hombre irresistible, la leyenda se formaba, y un ambiente de suave ridiculez le envolvía. Él no notaba ni las solapadas burlas de sus amigos en el círculo y en el café, ni las flechas zumbonas que le disparaban algunas muchachas, y otras que ya habían dejado de serlo.

Dada su olímpica presunción, Alberto no extrañó recibir por el correo interior una carta sin notables faltas de ortografía, en papel pulcro y oloroso, donde entre frases apasionadas se le rendía una mujer. La dama desconocida se quejaba de que Alberto no se había fijado en ella, y también daba a entender que, una vez puestas en contacto las dos almas, iban a ser lo que se dice una sola. Encargaba el mayor sigilo, y añadía que la señal de admitir el amor que le brindaba sería que Alberto devolviese aquella misma carta a la lista de Correos, a unas iniciales convenidas.

Al pronto, lo repito, Alberto encontró lo más natural... Después -por entera que fuese su infatuación-, sintió atisbos de recelo. ¿No sería una encerrona para robarle? Un segundo examen le restituyó al habitual optimismo. Si le citaban para una calle sospechosa, con no ir... La precaución de la devolución del autógrafo indicaba ser realmente una señora la que escribía, pues trataba de no dejar pruebas en manos del afortunado mortal.

Alberto cumplió la consigna.

Otra segunda epístola fijaba ya el día y la hora, y daba señas de calle y número. Era preciso devolverla como la primera. Se encargaba una puntualidad estricta, y se advertía que, llegando exactamente a la hora señalada, encontraría abiertos portón y puerta del piso. Se rogaba que se cerrase al entrar, y acompañaban a las instrucciones protestas y finezas de lo más derretido.

Nada tan fácil como enterarse de quién era la bella citadora, conociendo ya su dirección. Y, en efecto, Alberto, después de restituir puntualmente la epístola, dio en rondar la casa, en preguntar con maña en algunas tiendas. Y supo que en el piso entresuelo habitaba una viuda, joven aún, de trapío, aficionada a lucir trajes y joyas, pero no tachada en su reputación. Eran excelentes las noticias, y Alberto empezó a fantasear felicidades.

Cuando llegó el día señalado, radiante de vanidad, aliñado como una pera en dulce, se dirigió a la casa, tomando mil precauciones, despidiendo el coche de punto en una calleja algo distante, recatándose la cara con el cuello del abrigo de esclavina, y buscando la sombra de los árboles para ocultarse mejor. Porque conviene decir, en honra de Alberto, que todo lo que tenía de presumido lo tenía de caballero también, y si se preciaba de irresistible, era un muerto en la reserva, y no pregonaba jamás, ni aun en la mayor confianza, escritos ni nombres. No faltaba quien creyese que era cálculo hábil para aumentar con el misterio el realce de sus conquistas.

No sin emoción llegó Alberto a la puerta de la casa... Parecía cerrada; pero un leve empujón demostró lo contrario. El sereno, que rondaba por allí, miró con curiosidad recelosa a aquel señorito que no reclamaba sus servicios. Alberto se deslizó en el portal, y, de paso, cerró. Subió la escalera del entresuelo: la puerta del piso estaba arrimada igualmente. En la antesala, alfombrada, oscuridad profunda. Encendió un fósforo y buscó la llave de la luz eléctrica. La vivienda parecía encantada: no se oía ni el más leve ruido. Al dar luz Alberto pudo notar que los muebles eran ricos y flamantes. Adelantó hasta una sala, amueblada de damasco amarillo, llena de bibelots y de jarrones con plantas. En un ángulo revestía el piano un paño antiguo, bordado de oro. Tan extraño silencio, y el no ver persona humana, fueron motivos para oprimir vagamente el corazón de nuestro Don Juan. Un momento se detuvo, dudando si volver atrás y no proseguir la aventura.

Al fin, dio más luces y avanzó hacia el gabinete, todo sedas, almohadones y butaquitas; pero igualmente desierto. Y después de vacilar otro poco, se decidió y alzó con cuidado el cortinaje de la alcoba de columnas... Se quedó paralizado. Un temblor de espanto le sobrecogió. En el suelo yacía una mujer muerta, caída al pie de la cama. Sobre su rostro amoratado, el pelo, suelto, tendía un velo espeso de sombra. Los muebles habían sido violentados: estaban abiertos y esparcidos los cajones.

Alberto no podía gritar, ni moverse siquiera. La habitación le daba vueltas, los oídos le zumbaban, las piernas eran de algodón, sudaba frío. Al fin echó a correr; salió, bajó las escaleras; llegó al portal... Pero ¿quién le abría? No tenía llave... Esperó tembloroso, suponiendo que alguien entraría o saldría. Transcurrieron minutos. Cuando el sereno dio entrada a un inquilino, un señor muy enfundado en pieles, la luz de la linterna dio de lleno a Alberto en la cara, y tal estaba de demudado, que el vigilante le clavó el mirar, con mayor desconfianza que antes. Pero Alberto no pensaba sino en huir del sitio maldito, y su precipitación en escapar, empujando al sereno que no se apartaba, fue nuevo y ya grave motivo de sospecha.

A la tarde siguiente, después de horas de esas que hacen encanecer el pelo, Alberto fue detenido en su domicilio... Todo le acusaba: sus paseos alrededor de la casa de la víctima, el haber dejado tan lejos el «simón», su fuga, su alteración, su voz temblona, sus ojos de loco... Mil protestas de inocencia no impidieron que la detención se elevase a prisión, sin que se le admitiese la fianza para quedar en libertad provisional. La opinión, extraviada por algunos periódicos que vieron en el asunto un drama pasional, estaba contra el señorito galanteador y vicioso.

-¿Cómo se explica usted esta desventura mía? -preguntó Alberto a su abogado, en una conversación confidencial.

-Yo tengo mi explicación -respondió él-; falta que el Tribunal la admita. Vea lo que yo supongo, es sencillo: para mí, y perdóneme su memoria, la infeliz señora recibía a alguien..., a alguien que debe ser mozo de cuenta, profesional del delito y del crimen. El día de autos, desde el anochecer, la víctima envió fuera a su doncella, dándole permiso para comer con unos parientes y asistir a un baile de organillo. El asesino entró al oscurecer. Él era quien escribía a usted, quien le fijó la hora y quien, precavido, exigió la devolución de las cartas, para que usted no poseyese ningún testimonio favorable. Cuando usted entró, el asesino se ocultó o en el descanso de la escalera, o en habitaciones interiores de la casa. A la mañana siguiente, al abrirse la puerta de la calle, salió sin que nadie pudiese verle. Se llevaba su botín: joyas y dinero. ¿Qué más? Es un supercriminal que ha sabido encontrar un sustituto ante la Justicia.

-Pero ¡es horrible! -exclamó Alberto-. ¿Me absolverán?

-¡Ojalá!... -pronunció tristemente el defensor.

-Si me absuelven -exclamó Alberto- me iré a la Trapa, donde ni la cara de una mujer se vea nunca.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 48, 1909.




ArribaAbajoNube de paso

-Jamás lo hemos averiguado -declaró el registrador, dejando su escopeta arrimada al árbol y disponiéndose a sentarse en las raíces salientes, a fin de despachar cómodamente los fiambres contenidos en su zurrón de caza-. Hay en la vida cosas así, que nadie logra nunca poner en claro, aunque las vea muy de cerca y tenga, al parecer, a su disposición los medios para enterarse.

Salieron de las alforjas molletes de pan, dos pollos asados, una ristra de chorizos rojos, y la bota nos presentó su grata redondez pletórica, ahíta de sangre sabrosa y alegre. Nos disputamos el gusto de besarla y dejarla chupada y floja, bajo nuestras afanosas caricias de galanes sedientos. Los perros, con la lengua fuera y la mirada ansiosa, sentados en rueda, esperaban el momento de los huesos y mendrugos.

Cuando todos estuvieron saciados, amos y canes, y encendidos los cigarros para fumar deleitosamente a la sombra, insistí:

-Pero ¿ni aun conjeturas?

-¡Conjeturas! Claro es que nunca faltan. Cuando se notó que el pobre muchacho estaba muerto y no dormido; cuando, al descubrirle el cuerpo, se vio que tenía una herida triangular, como de estilete, en la región del corazón -la autopsia comprobó después que esa herida causó la muerte-, figúrese usted si los compañeros de hospedaje nos echamos a discurrir. Entre otras cosas, porque, al fin y al cabo, podíamos vernos envueltos en una cuestión muy seria. Como que, al pronto, se trató de prendernos. Por fortuna, la tan conocida como vulgar coartada era de esas que no admiten discusión. En la casa de huéspedes estábamos cinco, incluyendo a Clemente Morales, el asesinado. Los cuatro restantes pasamos la noche de autos en una tertulia cursi, donde bailamos, comimos pasteles y nos reímos con las muchachas hasta cerca del amanecer. Todo el mundo pudo vernos allí, sin que ninguno saliese ni un momento. Cien testigos afirmaban nuestra inculpabilidad y, así y todo, nos quedó de aquel lance yo no sé qué: una sombra moral en el espíritu, que ha pesado, creo yo, sobre nuestra vida...

-Ello fue que ustedes, al regresar a casa...

-¡Ah!, una impresión atroz. Era ya de día, y la patrona nos abrió la puerta en un estado de alteración que daba lástima. Nos rogó que entrásemos en la habitación de nuestro amigo, porque al ir a despertarle, por orden suya, a las seis de la mañana, vio que no respondía, y estaba pálido, pálido, y no se le oía respirar... ¡O desmayado, o...! Fue entonces cuando, alzando la sábana, observamos la herida.

-¿Qué explicación dio la patrona?

-Ninguna. ¡Cuando le digo a usted que ni la patrona, ni la Justicia, ni nadie ha encontrado jamás el hilo para desenredar la maraña de ese asunto! La patrona, eso sí, fue presa, incomunicada, procesada, acusada...; pero ni la menor prueba se encontró de su culpabilidad. ¡Qué digo prueba! Ni indicio. La patrona era una buena mujer, viuda, fea, de irreprochables antecedentes, incapaz de matar una mosca. La noche fatal se acostó a las diez y nada oyó. La sirvienta dormía en la buhardilla: se retiró desde la misma hora, y a las ocho de la mañana siguiente roncaba como un piporro. El sereno a nadie había visto entrar. ¡El misterio más denso, más impenetrable!

-¿Se encontró el arma?

-Tampoco.

-¿Tenía dinero en su habitación la víctima?

-Que supiésemos, ni un céntimo; es decir, unos duros..., que es igual a no tener nada, para el caso... Y esos allí estaban, en el cajón de la cómoda, por señas, abierto.

-¿Se le conocían amores?

-Vamos, rehacemos el interrogatorio... No tenía lo que se dice relaciones seguidas, ni querida, ni novia; no sería un santo, pero casi lo parecía; por celos o por venganza de amor, no se explica tan trágico suceso.

-Pero ¿cuáles eran sus costumbres? -insistí, con afán de polizonte psicólogo, a quien irrita y engolosina el misterio, y que sabe que no hay efecto sin causa-. Ese muchacho -¿no era un hombre joven?- tendría sus hábitos, sus caprichos, sus peculiares aficiones...

-Era -contestó el registrador, en el tono del que reflexiona en algo que hasta entonces no se había presentado a su pensamiento- el chico más formal, más exento de vicios, más libre de malas compañías que he conocido nunca. Retraído hasta lo sumo, muy estudioso; nosotros, por efecto de esta misma condición suya, le tuvimos en concepto de un poco chiflado. Ya ve usted: todos fuimos aquella noche a divertirnos y a correrla, menos él, y si hubiese ido, no le matan... Para dar a usted idea de lo que era el pobre, se acostaba muy temprano, y encargaba que le despertasen así que amanecía, sólo por el prurito de estudiar.

-¿Recuerda usted dónde estudiaba?

-¡Ah! Eso, en todas partes. A veces se traía a casa libros; otras se pasaba el día en bibliotecas on sabe Dios en qué rincones.

-Amigo registrador -interrumpí-, que me maten si no empiezo a rastrear algo de luz en el sombrío enigma.

-¡Permítame que lo dude!... ¡Tanto como se indagó entonces!... ¡Tantos pasos como dieron la justicia y la policía, y hasta nosotros mismos, sin que se haya llegado a saber nada!

Callé unos instantes. El celaje de la tarde se encendía con sangrientas franjas de fuego, incesantemente contraídas, dilatadas, inflamadas o extinguidas, sin que ni un momento permaneciese fija su terrible forma. Pensé en que la sospecha, la verdad, la culpa, el destino se disuelven e integran, como las nubes, en la cambiante fantasía y en la versátil conciencia. Pensé que si nada es inverosímil en la forma de las nubes, nada tampoco debe parecérnoslo en lo humano. Lo único increíble sería que un hombre fuese asesinado en su lecho y el crimen no tuviese ni autor ni móvil.

-Registrador -dije al cabo-, todos mueren de lo que han vivido. El muchacho estudiaba sin cesar: en sus estudios está la razón de su muerte violenta. No diga usted que no sabe por qué le mataron: lo sabe usted, pero no se ha dado cuenta de lo que sabe.

-Mucho decir es... -murmuró-. Sin embargo...

-Lo sabe usted. En cuanto me conteste a otras pocas preguntas se convencerá de que lo sabía perfectamente: lo sabía la parte mejor de su ser de usted: su instinto.

-¡Qué raro será eso! Pero, en fin... pregunte, pregunte lo que quiera.

-¿A qué clase de estudios se dedicaba Clemente?

-A ver, Donato, haz memoria -murmuró el registrador, rascándose la sien-. Ello era cosa de muchas matemáticas y mucha física... ¡Ya, ya recuerdo! ¡Pues si el muchacho aseguraba que, cuando consiguiese lo que buscaba, sería riquísimo, y su nombre, glorioso en toda Europa! Creo que se trataba de algo relacionado con la navegación acrea. Advierto a usted que murió como vivía, porque fue el hombre más reconcentrado y enemigo de enterar a nadie de sus proyectos.

-¿Tendría muchos papeles, cuadernos, notas de su trabajo?

-¡Ya lo creo! A montones.

-¿Dónde los guardaba?

-¡En la cómoda! Y su ropa andaba tirada por las sillas y revuelta.

-¿Aparecieron esos papeles después del crimen?

-Se me figura que sí. Pero confirmaron lo que creíamos: que el pobre no estaba en sus cabales. Eran apuntes sin ilación, y algunos, borradores que nadie entendía.

-¿Tenía algún amigo Clemente, enterado de sus esperanzas? ¿Alguien que conociese su secreto?

La cara del registrador sufrió un cambio análogo al de las nubes. Primero se enrojeció; palideció después; los ojos se abrieron, atónitos; la boca también adquirió la forma de un cero.

-¡Rediós! -gritó al cabo-. ¡Y tenía usted razón! Y yo sabía, es decir, yo tenía que saber... ¡Tonto de mí! ¿Cómo pude ofuscarme?... ¡Qué cosas! Había, había un amigo, un ingeniero belga, que le daba dinero para experiencias... ¡Un barbirrojo, más antipático que los judíos de la Pasión! ¡Y hasta judío creo que era! ¡Seré yo estúpido! ¡No haber comprendido! ¡No haber sospechado! ¡El bandido del extranjero fue, y para robarle el fruto de sus vigilias! ¡Dejó los papeles inútiles y cargó con los que valían, y sabe Dios, a estas horas, quién se está dando por ahí tono y ganando millones con el descubrimiento del infeliz! ¡Y a mí la cosa me pasó por las mientes; pero... no me detuve ni a meditarla, porque... no se veía por dónde hubiese podido entrar el asesino!

-¡Bah! Esa es la infancia del arte -contesté-. Entró con una llave falsa, que había preparado, o con el propio llavín de su víctima; estuvo en el cuarto de ésta hasta tarde, hizo su asunto, se escondió y de madrugada se marchó.

-¡Así tuvo que ser! ¡Bárbaros, que no lo comprendimos! ¡Requetebárbaros!

-No se apure usted... Quizá estamos soñando una novela.

-No, no; si ahora lo veo más claro que el sol... Soy capaz de perseguir al asesino...

-¿Cuántos años hace de eso?

-Trece lo menos...

-Déjelo usted por cosa perdida... Aun en fresco no se averigua nada... Conténtese con el goce del filósofo: saber... y callar.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 22, 1911.




ArribaAbajo«Drago»

Algunas o, por mejor decir, bastantes personas lo habían observado. Ni una noche faltaba de su silla del circo la admiradora del domador.

¿Admiradora? ¿Hasta qué punto llega la admiración y dónde se detiene, en un alma femenil, sin osar traspasar la valla de otro sentimiento? Que no se lo dijesen al vizconde de Tresmes, tan perito en materias sentimentales: toda admiración apasionada de mujer a hombre o de hombre a mujer para en amor, si es que no empieza siendolo.

La admiradora era una señorita que no figuraba en lo que suele llamarse buena sociedad de Madrid. De los concurrentes al palco de las Sociedades, sólo la conocía Perico Gonzalvo, el menos distanciado de la clase media y el más amigo de coleccionar relaciones. Y, según noticias de Gonzalvo, la señorita se llamaba Rosa Corvera, era huérfana y vivía con la hermana de su padre, viuda de un hombre muy rico, que le había legado su fortuna. Considerando a Rosa, más que como a sobrina, como a hija; resuelta a dejarla por heredera, le consentía, además, libertad suma; y no pudiendo la tía salir de casa -clavada en un sillón por el reúma- la muchacha iba a todas partes bajo la cómoda égida de una de esas que se conocen por carabinas, aunque oficialmente se las nombra damas de compañía, institutrices y misses. Rosa era una independiente; pero no podía Perico Gonzalvo (que no adolecía de bien pensado) añadir otra cosa. La independencia no llegaba a licencia.

Quizá la admiración vehemente mostrada al domador -que en los carteles adoptaba el título de vizconde de Praga, enteramente fantástico, imposible de descubrir en cancillería alguna- fuese la primera inconveniencia cometida por Rosa. Sin duda, el hecho constituía una exhibición de mal gusto en una joven soltera, y más en España, donde es sospechosa para el honor cualquier excentricidad de la mujer. Lo cierto es que Rosa llamaba la atención, y su actitud empezaba a darle notoriedad. Se discutía su figura, su modo de vestir; se convenía en que, sin ser una belleza, no carecía de encanto. Rubia, alta, bien formada (extremo que la moda ceñida hace muy fácilmente demostrable), la hermoseaba, sobre todo, la expresión como de embriaguez divina que adquiría su semblante al salir el vizconde de Praga a desempeñar su número: el encierro en una jaula con un sólo león, pero terrible: Drago, que, indómito, vigoroso, valía por seis de los criados en cautiverio.

-Las bacantes, en los misterios órficos, tendrían ese gesto -decía Tresmes, que había leído todo lo concerniente a anomalías amorosas y perversiones antiguas y modernas.

Pero Tresmes, en este punto, confundía. El gesto de Rosa, lejos de expresar nada impuro, sólo dejaba trasmanar el entusiasmo heroico. Eran nobles, hasta la sublimidad, los sentimientos que asomaban a aquel rostro de mujer, y si el amor entraba a la parte, sería con el carácter más espiritual, como transporte ante la nobleza del valor viril. Por otra parte, Rosa no practicaba el menor disimulo.

Abonada a diario a dos sillas, las más próximas al sitio en que se colocaba la jaula de Drago, entraba poco antes que comenzase el trabajo del domador, y, concluido éste, se levantaba con desdeñosa indiferencia, envolviéndose en un abrigo de última moda y pasando por entre los espectadores sin mirarlos. Su lindo landaulet eléctrico esperaba siempre a la puerta. Y, sin cuidarse del run-run curioso que alzaba a su paso, retirábase, pálida aún de la emoción.

El domador había notado lo que todos notaban. Era un hombre joven, aunque no tanto como parecía, por la robusta esbeltez de su cuerpo y la finura acentuada de sus facciones, debida a la sangre georgiana. Nada más airoso que su torso, nada mejor delineado que sus pies y manos, a no ser su bigote o los rizos naturales de sus cabellos negrísimos. No era el tipo del dandy, del elegante que se ha formado su distinción a fuerza de alta vida y de hábitos de lujo; era un ejemplar de las razas humanas aristocráticas de abolengo, perfectamente arianas.

Consciente del efecto que producía en Rosa, el domador adoptaba posturas románticas, quebraba la cintura como un torero, avanzaba la pierna, nerviosa y de perfecta forma, cautiva en el calzón de punto gris perla, y sacudía con gentileza los bucles de su frente, húmeda de sudor, enviando a la señorita una sonrisa y un ligero signo de inteligencia. Por señas, que en el palco de los elegantes, este signo fue considerado indicio de algo serio, y sólo cambiaron de opinión al exclamar Tresmes:

-¡Qué tontería! Si se entendiesen, ella no vendría ya a exhibirse aquí. Os digo que, a pesar de las apariencias, ese hombre y esa mujer no han cruzado palabra. Pongo la mano derecha a que no.

Y razón tenía el calvatrueno, sagacísimo conocedor del alma de la mujer. El domador no había dado un paso por ponerse en contacto con su apasionada, por una razón prosaica y sencilla, era casado. Vivían su esposa y sus dos hijos en una casita, al borde del lago de Como, y la fortuna de la señorita española -fortuna de la cual, por otra parte, ella no podía aún disponer- no le resolvía problema alguno. Halagábale, ciertamente, aquella devoción, aquel homenaje; aunque otra cosa diga la leyenda, no es tan frecuente que las espectadoras se enamoren de tenores, domadores y cómicos. Semejante fascinación, no oculta, acababa por envanecer al supuesto vizconde, llamado realmente Marco Diáspoli. Pero una aventura, de pasada, no se podía intentar. La contrata iba a terminar, y el domador era esperado en Viena. Y como, fuera de la aventura no existía finalidad, el domador se limitaba a dejarse acariciar por los magnéticos ojos fijos en él.

-¿En él? He aquí una pregunta que su vanidad de histrión heroico no le permitió formular, pero que el ducho Tresmes lanzó, con gran extrañeza del auditorio.

-¿Estáis seguros de que a esa muchacha quien la entusiasma es el domador? Porque yo, que la estudio mucho, he llegado a dudar ¡si no será más bien el león!

Se rieron. Sin embargo, Drago reunía todas las condiciones para producir eso que en Italia se nombra il fascino. Si hay un género de belleza sublime que se funda en la energía, nada más bello que Drago.

No era la fiera rendida, cansada, pelada, de los demás domadores, y en eso consistía la originalidad del trabajo temerario. Drago, con su bravura y fuerza, por su talla no común, lo enorme de su cabezota, lo rutilante y abundoso de su melenaza, imponía una especie de respeto, al cual se unía atracción misteriosa. Sus actitudes conservaban la gracia terrible y natural de la fiera que está en su propio ambiente, en el cálido desierto, y detrás de la majestuosa masa de su cuerpo se hubiese deseado ver extenderse el rojo rubí del celaje líbico. Su rugido infundía pavor, y sus ojos de venturina derretida, en que el sol de África parecía haberse quedado cautivo, tenían un encanto peculiar, amenazador y feroz. Drago había sido cogido no hacía seis meses en el Atlas. La única defensa del domador con aquel felino era la temeridad, la sorpresa. En realidad, ni estaba habituado a la sugestión y al olor del hombre ni a la obediencia de la varita. Acordábase de sus soledades, de que bajo sus dientes habían crujido costillas de caballos, ¡quién sabe si de jinetes moros!... El interés de la labor de Praga estaba en eso: en que cada noche sostenía un duelo a muerte.

Y así se podía explicar la palidez constante de Rosa, sus ojos dilatados de susto, su mano con tanta frecuencia llevada al corazón, como si no pudiese contener su latido, y hasta aquella especie de éxtasis con que seguía los incidentes de la lucha. Marco entraba en la jaula de pronto, y a los rugidos del rey de los animales contestaba con gritos estridentes de mando, de reto, de furor. El león le miraba y él arrostraba su mirada aterradora. Íbase acercando, ganando terreno, sin más armas que un latiguillo de puño de pedrería. Los rugidos se hacían menos roncos. El león bajaba la cabeza, como si no pudiese afrontar los ojos del hombre. Por último se tendía, siempre rugiendo sordamente, y Praga, un momento, alargando la bella pierna y el pie, calzado con reluciente bota de borlita, lo apoyaba en los lomos del vencido, y en rápida vuelta, antes que su enemigo se rehiciese, salía de la jaula, sonriendo, alzando el látigo, enviando besos a la multitud que aplaudía...

Dos noches antes de la última, pudieron notar algunos espectadores que Drago estaba de muy mal talante. Revolvíase inquieto en la estrecha prisión, y sus rugidos estremecían por lo hondos y roncos. Cuando el domador franqueó la puerta de la reja, la fiera, sin darle tiempo a nada, se lanzó contra él de un brinco feroz. Otras veces lo había hecho; pero al punto retrocedía, dominado, como a pesar suyo.

Algo distinto debía suceder aquella noche, porque Praga vaciló y se puso blanco. No tenía, sin embargo, más defensa que la valentía absoluta, y, vibrando el latiguillo, avanzó resuelto. Pero la fiera se había dado cuenta de aquel desfallecimiento momentáneo...

Un rugido tremebundo envió al rostro del domador el hálito bravío del felino. Sin intimidarse, Praga descargó el látigo, silbante, en las orejas del animal. Más que el imperceptible dolor, el ultraje enardeció a la fiera. Como una masa cayó sobre su enemigo; sus garras hicieron presa en un hombro, y sus dientes en el costado. En el circo se alzó un grito de horror, formado de mil clamores. No había modo de intervenir. Drago, que había probado la sangre, la bebía con áspera lengua en el mismo cuello de su víctima...

Y Rosa, la admiradora, de pie, transportada, electrizada, ya fuera de sí, sin atender a ningún respeto, aplaudía al vencedor.

-¡Bravo, Drago! ¡Bravo! ¡Drago, Drago, así!...

Por eso suele decir Tresmes:

-Yo bien lo sabía. No era el domador, era el león el que a la muchacha le parecía hermoso... Y acertaba; opino lo mismo que ella. Pero, ¡caramba con las mujeres! ¡Ponerse a aplaudir, a vitorear! Bueno fue que, como todo el mundo chillaba, sólo nosotros oímos la atrocidad... Si no, la linchan.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 47, 1911.




ArribaAbajoLa tigresa

El joven príncipe indiano Yudistira, famoso ya por alentado y justo, alegría de sus súbditos y terror de los enemigos de Pandjala, tenía momentos de tristeza honda, por recelar que su fin estaba próximo y que moriría de muerte violenta. Un genio, en un sueño, se lo había pronosticado, y Yudistira, en medio de su existencia de semidiós -siempre victorioso y siempre adorado de las mujeres y del pueblo, que veía en él a una encarnación de Brahma-, ocultaba en el pecho la roezón de la inquietud, y cada día, al despertar, se preguntaba si aquél sería el postrero.

La mayor amargura era no saber por dónde vendría el peligro. Cuando se ignora lo que se teme, el temor se exalta. No por esto vaya a creerse que Yudistira fuese un cobarde miserable. Al contrario, hemos dicho que Yudistira era un héroe. De él se referían cien rasgos de temeridad en batallas y cacerías; especialmente en la del tigre -en los selvosos montes de Bengala- había realizado prodigios de temeridad y recibido heridas, de que guardaba señales en su cuerpo.

Pero así es el hombre: cuando se arroja al peligro, le sostiene la esperanza de desafiarlo victoriosamente; y, en cambio, un agüero fatídico le rinde. No le importa exponerse a morir, ni aun morir, si le acompaña la ilusión de la vida.

En sus horas de meditación, el propio Yudistira reconocía esta verdad, y se increpaba, y resolvía lanzarse como antes a continuas y aventuradas empresas. ¿Qué conseguía con retirarse, con vegetar encerrado en su palacio? El destino, cuando nos busca, sabe encontrarnos dondequiera que nos ocultemos. No obstante, el príncipe continuaba bajo la protección de su guardia, al amparo de su alcázar inexpugnable, donde sólo penetraban personas de cuya adhesión estaba seguro.

Abrumado, no obstante, por fatídico presentimiento, resolvió llamar a un penitente que tenía fama de leer en el porvenir como en abierto libro. El asceta contestó que, si el príncipe deseaba consultarle, tendría que venir a su retiro, del cual había hecho voto de no salir nunca. Aunque quisiese, no podría moverse de aquel sagrado lugar, pues para librarse de tentaciones, para no seguir a las apsaras, ninfas bellísimas que venían a hacerle momos, se había amarrado con cadenas al suelo, y ya las cadenas, cubiertas por una costra petrificada, no podían ser rotas.

Decidióse entonces Yudistira a emprender la fatigosa jornada hasta la montaña, en cuya cima se alza un templo consagrado a la misteriosa Trimurti. Llevó fuerte escolta, adoptando cuantas precauciones se le ocurrieron para ir resguardado y seguro.

Al llegar a la soledad, donde el asceta le aguardaba, Yudistira alejó su séquito, postrándose ante el hombre santo. Éste se hallaba sentado al pie de una roca, de la cual manaba un hilo de agua, formando remanso, donde los grandes lotos blancos y azules bañaban sus hojas gruesas, alentejadas, de un verde limpio y terso, como jade bruñido. En medio de una vegetación tan lozana, el penitente parecía hecho de raigambre tortuosa y desecada por el sol. Yudistira, previas las fórmulas de veneración y respeto, expresó el objeto de su venida.

Con hueca voz, que parecía salir de un tubo de barro, respondió el asceta:

-Lo primero que debo decirte, ¡oh príncipe!, es que has hecho mal en venir a verme. En general, es dañosa la acción, y el hombre sólo acierta cuando se está quieto y espera sin interés el fin de su existencia, la cual no es sino apariencia, sombra vana. Pero todavía debe el hombre precaverse doblemente contra la acción, si pesa sobre él un augurio, una amenaza del destino. Entonces no debe ni respirar, pues cuanto haga servirá únicamente para apresurar lo que esté decretado.

Yudistira bajó la cabeza. Un escalofrío corrió por el árbol de su vida, por la médula de sus huesos.

-Quisiera, al menos -murmuró débilmente-, que tu ciencia rasgase el velo del peligro que me amarga. Se me figura que, conociéndolo, sin temor alguno lo arrostraré. Lo que hace sufrir es lo ignorado. Dame luz, y acepto cuanto venga.

El asceta calló un momento. Sus ojos, de una fijeza extática, buscaron a lo lejos la revelación. Una chispa brilló en ellos, como estrella que cayese en un pozo.

-Príncipe -dijo al fin-, el peligro que te amenaza consiste en que una hembra se acuerda sin cesar de ti; no te olvida un minuto. ¡Ay del hombre cuando la hembra lo recuerda, sea con amor o con aborrecimiento, que viene a ser lo mismo!

-¿Una hembra? -preguntó, sorprendido, Yudistira-. A ninguna he amado profundamente, y, por lo mismo, no creo haber hecho daño a ninguna.

-Haz memoria -advirtió el penitente- de que una te clavó en el brazo su zarpa y sus dientes en el hombro, mientras su ruda lengua bebía tu sangre con delicia...

-¡Ah! -respondió el príncipe-. ¿Hablabas de la tigresa que me hirió en una cacería, dos años hace? Mis gentes la mataron.

-No; no la mataron, príncipe. La dejaron medio muerta: no atendieron más que a curarte a ti. Tú no ignoras que cuando el tigre llega a probar la carne del hombre, desdeña ya y mira con repugnancia cualquier otro alimento; pero -todos nuestros montañeses lo dicen- cuando es una tigresa la que gusta el manjar, no sólo lo prefiere a todo, sino que años enteros va tras el rastro de la misma persona a quien hincó el diente, apasionada, con terrible violencia de su sangre. El olfato sutil de la fiera no se engaña. Ya has oído, Yudistira, por dónde viene el hado para ti...

El príncipe dejó caer entre las manos la cabeza, y doliente suspiro salió de su pecho. Gemía por su juventud, sentenciada inexorablemente.

-¿No habrá ningún medio de evitarlo? -preguntó afanoso.

-Hay uno. Deja tu reino, deja tu gloria, quédate aquí conmigo, haciendo la misma penitencia. Sólo así consentiré en desquiciar el cielo, que fuerzo con mi voluntad y mi virtud, para salvarte. Si lo hiciese para dejarte donde estuviste hasta ahora en tu palacio, en tu orgullo, en tu poder, te esperaría algo peor de lo que te espera. Acabarías por ser esclavo de otras hembras, de otras tigresas más feroces -de tus pasiones-, que están próximas a desencadenarse. Hasta hoy te han llamado el Justo. Se acerca la hora en que te llamarían el Tirano. Tú no comprendes que esto pueda suceder; yo sé de cierto que sucedería, porque te mordería la fiera de la soberbia y llegarías a no tener de hombre más que la forma. Yudistira, agradece a la diosa Kali que te transporte a diferente existencia. Levanta el corazón, siéntate al borde de esta fuente y no te muevas hasta que los pájaros hagan nido en tu cabellera perfumada.

El príncipe iba a seguir el consejo del asceta, iba a convertirse en penitente humilde; pero vio que una mosca repugnante se le metía en los ojos al solitario, y que éste, superior a las apariencias y a las formas, no la espantaba... No tuvo valor de adoptar semejante género de vida: sin abluciones, sin túnicas blancas que remudar, sin bebidas frescas para las horas en que el sol asciende... Levantóse, llamó a su gente, y a fin de que no les sorprendiese la noche, emprendieron el viaje de regreso.

Al pasar por un bosque muy enmarañado, un momento se dispersó la escolta. El príncipe, aterrado, gritó para reunirla, ordenando que no cesasen de cubrir su cuerpo... Era tarde. De un seto intrincadísimo acababa de saltar una tigresa vigorosa, con brinco elástico y firme, y Yudistira sentía y reconocía los dientes blancos y agudos, que esta vez no habían hecho presa en el hombro, sino en el cuello, en cuyas venas la lengua ardiente absorbía la sangre cálida y roja.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 43, 1909.




ArribaAbajoDurante el entreacto

El silencio de la alcoba -silencio casi religioso- se rompió con el sonar leve de unos pasos tácitos y recatados, que amortiguaban la alfombra espesa. El bulto de un hombre se interpuso ante la luz de la lamparilla, encerrada en globo de bohemio cristal. La mujer que velaba el sueño del niño, dormidito entre los encajes de su cuna, se irguió y, anhelante de ansiedad, miró fijamente al que entraba así, con precauciones de malhechor.

-¿Traes eso?

-¡Chis! Aquí viene.

-¿Se han fijado?

-Nadie. El portero, medio dormido estaba. El criado abrió sin mirar. Le dije que venía a ver a la parienta...

-Como de costumbre. ¡Digo yo que no habrán extrañao...!

-Que no, mujer. Ni ¿cómo iban ellos a pensarse...?

-No se les ocurrirá, me parece...

-¡Ea! ¡No moler! ¿Qué se les va a ocurrir, imbécila? Ni ¿quién lo averigua luego? De un tiempo son y en la cara se asemejan: ¡casualidás!

El hombre se desembozó. La mujer, envalentonada, hizo girar la llave de la luz eléctrica, y la lámpara, astro redondo formado por sartitas de facetado vidrio, alumbró la suntuosa estancia. Forradas de seda verde pálido las paredes; de laca blanca, con guirnaldas finas de oro, el lecho matrimonial; de marfil antiguo el Cristo que santificaba aquel nido de amor, y en cuna también laqueada, con pabellón de batista y Valenciennes, la criaturita fruto de una unión venturosa... Los ojos del hombre registraron con mirada zaina, artera, el encantador refugio, y se posaron en el chiquitín, que ni respiraba.

-Desnúdale ya -ordenó imperiosamente a la mujer.

Ella, al pronto, no obedeció. Temblaba un poco y sentía que se le enfriaban las manos, a pesar de la suave temperatura de la habitación.

-Miguel -articuló por fin-, miá lo que haces antes que no haiga remedio... Miá que esto es mu gordo, Miguel.

El hombre había depositado sobre la meridiana de brocado rameado, igual al que vestía la pared, un bulto informe. Era algo envuelto en raído y pingajoso mantón.

-¿Ahora me sales con esas? -articuló, mascando un terno-. ¿No vale lo tratado? Entonces se hará otra cosa mejor, que nos aprovechará a nosotros, aunque no le sirva de ná a nuestro nene... La ocasión es que ni encargá. Solos estamos y ahí guardan los amos sus alhajas y de fijo que monises... ¡Caya! ¡La órdiga! ¡Abierto se lo han dejao y colgás las yaves!

Un movimiento de feroz codicia impulsaba ya a Miguel hacia el mueblecito de boule moderno, incrustado y recargado de bronces de artística cinceladura; ya hacía descender la tapa, descubriendo el interior, lleno de cajoncitos, cuando la mujer le paró la acción.

-¡Eso no!... ¡Maldita sea! Si tal barbaridá cometes, ¡como soy Ginesa, que grito y llamo y nos perdemos pa toa la vía!... Malo será lo otro, pero es en bien de nuestro nenito... Esto sería robar, y yo no nací pa ladrona, ¿te enteras? Aunque estuviesen ay los tesoros de San Creso, seguros estaban por mí, ¿lo oyes?

Miguel había retrocedido, lívido.

-¡Caya, loca, no escandalices, que va a venir gente!... Y despacha, ¿entiendes?, y avívate, que son las once, y si a tus amos les da la manía de volver trempano... ¡Me caso en...! ¡Si se recuerdan que han dejao puestas las yaves!... ¡Me...!

-¡Quiera Dios y la Virgen la Paloma no sea hoy cuando nos hundamos, Miguel!...

Con manos inciertas, la mujer emprendió la labor, asaz complicada. El marido permanecía en acecho, temeroso de una sorpresa, que no sería, por otra parte fácil evitar... Ginesa desempeñaba y desfajaba al niño de sus amos, que gruñía y lloriqueaba, despertado súbitamente. Ya desnudito, con todo su cuerpo de rosa encima de la nitidez de la sábana, le amamantó para calmarle.

-¡Vivo, vivo, no tanto cuajo! -repetía, con terrible expresión de zozobra, la voz del hombre.

Del lío abandonado sobre la meridiana salió un vagido confuso. Dentro del cobijo de trapos había otra criatura. Ginesa, al oír aquella especie de gemido dulce y tierno, como balar de ovejilla desamparada, recobró valor, actividad, serenidad. Era la queja de su crío, a quien, necesitada, hubo de dejar por un hijo ajeno. Y amante de la criatura como una leona madre, Ginesa le daría, no leche, sangre de las venas brotando de heridas que doliesen mucho.

Y lo tenía entregado a manos indiferentes, sin cuidados, criado a biberón sabe Dios cómo, encanijándose tal vez; y el chorro de dulzura que surtía de sus senos era para un chiquillo rico, que podía comprarlo.

Ella no robaría un céntimo jamás; pero, vamos, que tampoco esto era justo. Y pensaba con salvaje gozo en que, desde aquel punto y hora, el chiquillo de sus entrañas sería quien bebiese el jugo de su vida, todo, sin tasa, a oleadas de amor...

Emprendió la otra tarea: la de desnudar a su rorro. Cada prenda que le quitaba, tibia del calor del corpezuelo, se la ponía al hijo de los señores. Embriagada ya en la temeraria acción, repetía mofándose:

-Toma..., toma... Toma ropa de pobres, a ver si te gusta...

El niño, satisfecho con la mamadura reciente, entornando sus ojitos, se adormecía... Lo soltó Ginesa sobre el mantón astroso, y vistió al otro con las prendas delicadas, que marcaba una coronita minúscula de marqués. La voz del marido, ronca por un terror que iba graduándose, insistía:

-Pero, ¿acabas u no, mardita? ¡Qué güelvan y nos piyen en la faena!...

Terminó el trueque, Miguel se acercó y contempló a su hijo, yacente en la elegante cuna. Se dilató su rostro de vanidad, de malignidad, de pasión satisfecha. Y, bajándose, riendo, le colocó un gran beso, a bulto.

-¡Adiós, marqués! -murmuró, irónico-. Pué que argunos haya por el mundo como tú...

-Por muchos años sea -exclamó Ginesa, vehemente.

-¡Menuda vía se dará el tunantón! -añadió, a guisa de comentario, Miguel.

Y recogiendo de la meridiana el bulto, cargó con él de nuevo, rezongando:

-¡Tú, ala pa mi casa!... A ver si te paece mejor que esta.

Ginesa, ya sin miedo ni escrúpulo alguno, le echó la capa sobre los hombros y le embozó en ella, empujándole, a fin de que no se demorase ni un segundo más... Habían salido bien del lance; no lo enredase el diablo...

Y sería el diablo o quien fuese, pero al punto mismo en que Miguel transponía el umbral, cara a cara se halló con el señor marqués en persona.

-¿Qué es esto? ¿Quién va? ¡Alto!... ¡Quieto!... ¡A desembozarse!...

Dos puños de hierro, de fuerte sportman, sujetaban, zarandeaban al presunto ladrón...

-¡Ginesa! ¡Ama Ginesa! ¿Quién es este hombre?

Y serena, sin perder la presencia de espíritu, Ginesa avanzó, se arrodilló, gimoteando:

-Señor marqués... Perdón... No es nadie, señor; es mi marío... Señorito, no goverá a suceer... Quince días que no veía a mi nene, y me lo ha traío pa que le diese un beso... Muy mal hecho fue; pero, señorito, una es madre...

-¿No le habrá dado usted de mamar? Ya sabe que hemos convenido...

-¡Ca! No, señor... Ya sé que eso es «otra cosa»... Pero una miradiya...

-Estas no son horas -reprendió, severamente, el marqués- de venir ni de traer al chico... Se solicita permiso, se viene por la tarde...

-Así se hará, señor -respondió Miguel, que agasajaba al niño contra su pecho cariñosamente-. No tenga cuidao. Y, con su licencia, me llevo al pequeño, que la noche está muy fría.

-Lléveselo cuanto antes... ¡Me gusta la ocurrencia! ¡Y ese portero! Ya me oirán... ¡Ea! Andando...

Cuando se alejó el marido del ama, apretando bajo la capa a la criatura, el marqués se volvió hacia Ginesa:

-Dé usted gracias a Dios que he venido solo. Si me acompaña la señora, mañana busca otra ama.

Y tendría razón de sobra. Y es lo que merecían ustedes. ¡Pues hombre!

Ginesa se echó a llorar, con un dolor que no podía ser más verdadero. ¡Ahora que tenía allí al nene suyo! ¡Irse! ¡No verle! ¡No criarle!

-Bueno; no se apure, no se le ponga mala leche; por esta vez, pase; que no se repita... Diga usted... ¿Ha estado usted siempre aquí?

-Sin moverme. ¿Lo ice el señorito por las yaves, que se quedaron puestas? Ya sabe que aunque hubiese ahí miyones...

-Ya sé, Ginesa, que es usted fiel... Sus amos antiguos respondieron por usted...

Y el marques recogió el manojillo, reparando el olvido que había motivado su vuelta impensada.

Bajando las escaleras aprisa, saltó en el mismo coche que le había traído, para llegar al teatro Real, a tiempo de no perder el último acto del Crepúsculo, la entrada de los dioses en la Walhalla.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 26, 1911.




ArribaAbajoLa resucitada

Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.

Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce la impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía -como se percibe entre sueños- lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios..., y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.

Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena... Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.

Era suya: pertenecía a su familia en patronato. Dorotea alumbraba perpetuamente, con rica lámpara de plata, a la santa imagen de Nuestro Señor de la Penitencia. Bajo la capilla se cobijaba la cripta, enterramiento de los Guevara Benavides. La alta reja se columbraba a la izquierda, afiligranada, tocada a trechos de oro rojizo, rancio. Dorotea elevó desde su alma una deprecación fervorosa al Cristo. ¡Señor! ¡Que encontrase puestas las llaves! Y las palpó: allí colgaban las tres, el manojo; la de la propia verja, la de la cripta, a la cual se descendía por un caracol dentro del muro, y la tercera llave, que abría la portezuela oculta entre las tallas del retablo y daba a estrecha calleja, donde erguía su fachada infanzona el caserón de Guevara, flanqueado de torreones. Por la puerta excusada entraban los Guevara a oír misa en su capilla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió, empujó... Estaba fuera de la iglesia, estaba libre.

Diez pasos hasta su morada... El palacio se alzaba silencioso, grave, como un enigma. Dorotea cogió el aldabón trémula, cual si fuese una mendiga que pide hospitalidad en una hora de desamparo. «¿Esta casa es mi casa, en efecto?», pensó, al secundar al aldabonazo firme... Al tercero, se oyó ruido dentro de la vivienda muda y solemne, envuelta en su recogimiento como en larga faldamenta de luto. Y resonó la voz de Pedralvar, el escudero, que refunfuñaba:

-¿Quién? ¿Quién llama a estas horas, que comido le vea yo de perros?

-Abre, Pedralvar, por tu vida... ¡Soy tu señora, soy doña Dorotea de Guevara!... ¡Abre presto!...

-Váyase enhoramala el borracho... ¡Si salgo, a fe que lo ensarto!...

-Soy doña Dorotea... Abre... ¿No me conoces en el habla?

Un reniego, enronquecido por el miedo, contestó nuevamente. En vez de abrir, Pedralvar subía la escalera otra vez. La resucitada pegó dos aldabonazos más. La austera casa pareció reanimarse; el terror del escudero corrió al través de ella como un escalofrío por un espinazo. Insistía el aldabón, y en el portal se escucharon taconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, al fin, el claveteado portón entreabriendo sus dos hojas, y un chillido agudo salió de la boca sonrosada de la doncella Lucigüela, que elevaba un candelabro de plata con vela encendida, y lo dejó caer de golpe; se había encarado con su señora, la difunta, arrastrando la mortaja y mirándola de hito en hito...

Pasado algún tiempo, recordaba Dorotea -ya vestida de acuchillado terciopelo genovés, trenzada la crencha con perlas y sentada en un sillón de almohadones, al pie del ventanal-, que también Enrique de Guevara, su esposo, chilló al reconocerla; chilló y retrocedió. No era de gozo el chillido, sino de espanto... De espanto, sí; la resucitada no lo podía dudar. Pues acaso sus hijos, doña Clara, de once años; don Félix de nueve, ¿no habían llorado de puro susto cuando vieron a su madre que retornaba de la sepultura? Y con llanto más afligido, más congojoso que el derramado al punto en que se la llevaban... ¡Ella que creía ser recibida entre exclamaciones de intensa felicidad! Cierto que días después se celebró una función solemnísima en acción de gracias; cierto que se dio un fastuoso convite a los parientes y allegados; cierto, en suma, que los Guevaras hicieron cuanto cabe hacer para demostrar satisfacción por el singular e impensado suceso que les devolvía a la esposa y a la madre... Pero doña Dorotea, apoyado el codo en la repisa del ventanal y la mejilla en la mano, pensaba en otras cosas.

Desde su vuelta al palacio, disimuladamente, todos la huían. Dijérase que el soplo frío de la huesa, el hálito glacial de la cripta, flotaba alrededor de su cuerpo. Mientras comía, notaba que la mirada de los servidores, la de sus hijos, se desviaba oblicuamente de sus manos pálidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa del vino, los muchachos se estremecían. ¿Acaso no les parecía natural que comiese y bebiese la gente del otro mundo? Y doña Dorotea venía de ese país misterioso que los niños sospechan aunque no lo conozcan... Si las pálidas manos maternales intentaban jugar con los bucles rubios de don Félix, el chiquillo se desviaba, descolorido él a su vez, con el gesto del que evita un contacto que le cuaja la sangre. Y a la hora medrosa del anochecer, cuando parecen oscilar las largas figuras de las tapicerías, si Dorotea se cruzaba con doña Clara en el comedor del patio, la criatura, despavorida, huía al modo con que se huye de una maldita aparición...

Por su parte, el esposo -guardando a Dorotea tanto respeto y reverencia que ponía maravilla-, no había vuelto a rodearle el fuerte brazo a la cintura... En vano la resucitada tocaba de arrebol sus mejillas, mezclaba a sus trenzas cintas y aljófares y vertía sobre su corpiño pomitos de esencias de Oriente. Al trasluz del colorete se transparentaba la amarillez cérea; alrededor del rostro persistía la forma de la toca funeral, y entre los perfumes sobresalía el vaho húmedo de los panteones. Hubo un momento en que la resucitada hizo a su esposo lícita caricia; quería saber si sería rechazada. Don Enrique se dejó abrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros y dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas del espíritu; en aquellos ojos un tiempo galanes atrevidos y lujuriosos, leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro de su cerebro, ya invadido por rachas de demencia.

-De donde tú has vuelto no se vuelve...

Y tomó bien sus precauciones. El propósito debía realizarse por tal manera, que nunca se supiese nada; secreto eterno. Se procuró el manojo de llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales a un mozo herrero que partía con el tercio a Flandes al día siguiente. Ya en poder de Dorotea las llaves de su sepulcro, salió una tarde sin ser vista, cubierta con un manto; se entró en la iglesia por la portezuela, se escondió en la capilla de Cristo, y al retirarse el sacristán cerrando el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta, alumbrándose con un cirio prendido en la lámpara; abrió la mohosa puerta, cerró por dentro, y se tendió, apagando antes el cirio con el pie...

«El Imparcial», 29 de junio de 1908.




ArribaAbajoEl tesoro de los Lagidas

El esclavo nubiano, portador de la lámpara de arcilla, la colocó cuidadosamente sobre la estela de ónix, y el reflejo de la luz proyectó en las paredes de la cámara sepulcral, decoradas con pinturas prolijas y jeroglíficos misteriosos, las altas sombras de la reina, del gran sacerdote y del mismo fornido esclavo.

Cleopatra, sobre la túnica de gasa violeta, llevaba una sola joya, el collar de escarabajos de turquesas y esmeraldas, célebre por su significación y su procedencia; perteneciente a Psamético primero, robado por Tolomeo Lago, el fundador de la dinastía de los Lagidas, transmitido a los sucesores de la corona, era como emblema de aquel poder de los reyes de Egipto, que se llamaría ilimitado si no lo contrastase la teocracia. Los soberanos de la dinastía griega, sintiéndose usurpadores, habían exagerado el culto de la tradición, y el collar, al cual se atribuían virtudes sobrenaturales, salía a relucir en los momentos críticos, cuando se invocaba al Dios creador y conservador de la tierra del buitre.

Aparte del collar, otro escarabajo de cambiante esmalte, sencillo y primoroso, ceñía con sus alas las sienes de la reina, oprimiendo los bucles negros que se escapaban como racimos de uvas maduras. El esclavo miraba con éxtasis. Una sonrisa silenciosa, de ventura, dilataba sus gruesos labios y hacía brillar su dentadura juvenil. Él sabía a punto fijo que no era cierto que Cleopatra abriese sus brazos únicamente al general romano que había perdido la batalla de Accio. Aquella sonrisa, a la vez de adoración y de insulto, hizo fruncir el entrecejo a Cleopatra. Extendió el dedo y señaló a una puerta baja, maciza, oscura.

-Apoya los hombros, Elao -ordenó-. Aprieta con fuerza hasta que la puerta gire.

El esclavo obedeció y cuando la puerta giró sobre sus goznes de bronce, las espaldas negras eran rojas. Gotas de sangre del esclavo teñían la superficie del metal.

-Enciende las lámparas.

Entrando en el recinto que cerraba la puerta, Elao prendió con la lámpara que había traído las mechas de otras preparadas ya, y la reina y el sacerdote penetraron también en la primera cámara del tesoro. Detuviéronse en el umbral a contemplar tanta magnificencia, mientras el esclavo iluminaba el segundo recinto. El gran sacerdote, que no conocía el tesoro sino por la leyenda secular, alzó las manos en forma de copa y exhaló un grito de admiración. Lo de menos eran las barras de oro apiladas en el suelo.

Desde hacía trescientos años, los reyes Lagidas reunían, ocultándolas en las profundidades del sepulcro que los aguardaba, las joyas más raras y de más exquisita labor. Preseas que pertenecieron a Alejandro; objetos salvados de los saqueos de ciudades desaparecidas; collares y brazaletes de princesas que dormían el sueño eterno; vasos sagrados de cultos que ya nadie practicaba; estatuas de oro de dioses de olvidado nombre; perlas únicas, ofrecidas antaño a divinidades monstruosas; cetros regios, coronas afiligranadas, broches que cerraron mantos imperiales, se hacinaban en hornacinas abiertas en la pared y revestidas de telas y chapas de dorada madera, y se desbordaban en montones por las esquinas y hasta colgaban del techo, dentro de espuertas finísimas de palma.

La luz de las lámparas, incierta y parpadeante, hacía de pronto emerger de la sombra detalles de maravillosa ejecución, adornos perfectos, líneas de belleza que convidaban a arrodillarse, y Cleopatra, volviéndose al sacerdote, pronunció:

-Aquí se guarda lo mejor del mundo. Los romanos, que han saqueado tantos reinos, nada poseen comparable a este tesoro. Todos mis ascendientes, en su sangre griega, llevaban el amor al arte, y lejos de las miradas profanas, que no deben posarse en la suprema hermosura, juntaron lo que no tiene precio, lo que ardientes momentos de inspiración fijan en la materia y pacientes trabajos perpetúan. Vencida, amenazada, casi prisionera ya, todavía la reina de Egipto es dueña de algo que envidiaría Octavio, y que además, Octavio necesita para pagar a sus tribuni militum, a quienes debe cantidades, y a las legiones de Antonio, que acaban de sometérsele. ¿No crees que, por este tesoro, Octavio me devolvería libremente mi corona?

El sacerdote reflexionaba, atusándose la barba ondulada en canalones simétricos. Sus ojos ovales, negrísimos, expresaban la incertidumbre y la inquietud. El poder sacerdotal había decaído mucho bajo los Lagidas, reyes impuestos por la conquista alejandrina, y ahora, ante la arrolladora fuerza de los romanos y el imperioso y caprichoso manto de Cleopatra, era apenas una sombra y un recuerdo.

-¿Sabe alguien dónde ocultas tu tesoro, reina? -preguntó, al fin, gravemente.

-Tú y yo no más.

Los ojos de forma de almendra, de oblicua mirada, designaron al esclavo, inmóvil como una estatua de basalto negro.

-No hablará; es una tumba -murmuró Cleopatra, envolviendo en su fulgurante ojeada al nubiano.

-Entonces, reina, Octavio aceptará tus condiciones o...

-O muerta yo, y en caso necesario, tú harás desaparecer el tesoro de los Lagidas. Que no se apodere de él Octavio, ¿entiendes? Que no llegue a ponerle encima la mano. Destruye, entierra, arroja a lo más hondo del mar... Todo menos entregárselo al romano vencedor.

-Se hará así... No nos queda otra esperanza.

-Aún queda otra... Ven.

La reina pasó al segundo recinto. Era una cámara más chica, circular, acribillada de hornacinas también, en las cuales objetos de formas extrañas, heteróclitas, se apiñaban confusamente.

-Son amuletos, talismanes, fetiches, mandrágoras, piedras del cielo, bezoares, uñas de la gran bestia, redomas de encantamientos y filtros... Han sido traídos de todos los países, recogidos sobre cadáveres, en santuarios quemados, en guaridas nocturnas de hechiceras de Tesalia; han sido arrancados, robados, comprados a peso de oro... Puesto que los dioses del Egipto nos abandonan, ¿no habrá ahí un Dios o un genio que nos salve? ¡Considera la cantidad de poder sobrenatural que encierran tantas cosas prodigiosas!

El sacerdote respondió, meneando la cabeza:

-Nuestros dioses nos castigan, reina, por haber pactado alianza con el extranjero, por la profanación de unirte a un general romano y hacerle monarca de Egipto. Hemos merecido que nos abandonen, y nos abandonan. Contra su cólera no pueden nada esas piedras y esos líquidos, esas raíces y esos despojos, que reciben su poder del universal creador, de Ptah el eterno.

-Ptah el eterno no puede impedirme morir, y entre esos amuletos hay venenos tan rápidos y sutiles, que la muerte que producen debe llamarse dulce sueño. Las joyas más preciadas de este tesoro son los instrumentos de mi libertad. En ningún caso figuraré en el triunfo de mis enemigos.

El estremecimiento del esclavo hizo volverse a la reina.

-Tú no quieres que yo muera, Elao...-articuló con aquella sonrisa que era un abismo de gracia y coquetería, acercándose con movimiento felino, acariciador-. Tú, que eres un poco de arcilla, no quieres que perezca la hija de los Tolomeos... ¿Prefieres que me humillen? ¿No sabes que la muerte es muy bella? No hay nada más hermoso que la muerte y el amor. Tranquilízate, Elao. Busca en esa pared el resalte de una cabeza de serpiente de metal y oprímela... Así...

Elao apretó sin recelo. Un trozo de pavimento se hundió rápidamente, arrastrando consigo al esclavo. Remoto, sordo, mate, como el amortiguado por el agua, se oyó el ruido de su caída. Ya ascendía otra vez el pavimento y se encajaba en su lugar, silenciosamente.

-No hablará -dijo Cleopatra-. El secreto nos pertenece a nosotros solos.

No hizo el sacerdote observación alguna. La vida de un esclavo no merecía el trabajo de abrir la boca. Y dejando encendidas las lámparas, que de suyo se apagarían, abandonaron aquel lugar, escondido en las fundaciones de un sepulcro y construido con tal arte, que arrasarían la ciudad entera sin dar con él.

..............................

El esclavo era joven, hercúleo, y nadaba como los peces. Por milagro consiguió no ahogarse al caer en un canal profundo, comunicado con la bahía de Alejandría. Y fue él quien reveló a Octavio vencedor el secreto del inestimable tesoro de los Lagidas, que Octavio derritió en el horno brutalmente, apremiado por la urgencia de acallar con dinero a sus legiones, abriéndose camino al Imperio de Roma. Privada de sus instrumentos de libertad, Cleopatra tuvo que pedir un cesto de fruta, donde había una serpezuela cuya mordedura liberta también.

«El Imparcial», 24 de junio de 1907.



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