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ArribaAbajoNúmero XXII. Desafío a los calumniadores


ArribaAbajo1. Oficio al redactor del Diario de Cádiz

Sr. Redactor:

Entretanto que la falta de viento favorable nos detiene en esta bahía, los rumores que corren en esa ciudad contra los individuos que compusieron la pasada Suprema Junta Central, llegan aquí, para hacernos más penosa nuestra situación. Pudiéramos despreciar las imputaciones que difunden, o por vagas, pues que no determinan cargos ni señalan delincuentes, o por inverosímiles, porque son indignas de toda creencia o asenso racional; pero nuestra delicadeza no nos permite callar en medio de tantas y tan indiscretas hablillas. Si las calumnias de los enemigos de la Junta han podido excitarlas, y las últimas desgracias del ejército hacerlas admitir, estamos bien ciertos de que pasada la primera sorpresa, la verdad ocupará su lugar en la opinión pública, la cual investigando tranquilamente las causas y los instrumentos de aquellas desgracias, hará la justicia que es debida a un gobierno compuesto de honrados y celosos patriotas, a quienes pudieron faltar luces, medios y fortuna para hacer que los ejércitos de la patria triunfasen siempre de los enemigos, pero nunca faltó ni el deseo más vivo, ni la aplicación más constante, ni la firmeza más enérgica para proporcionarles esta ventaja. Llegará sin duda un día en que sin necesidad de apologías ni manifiestos, la nación reconozca los servicios que le han hecho estos dignos patriotas; pero entretanto nuestro pundonor y nuestra conciencia no nos permiten esperar un juicio tan tardío. Por lo mismo, con la confianza que ellos nos inspiran, apelamos al juicio de nuestros contemporáneos, y si entre los ruines calumniadores o detractores alucinados de la Junta Central hay alguno que se atreva a censurar la conducta pública de los dos individuos que hemos venido a ella por representación del Principado de Asturias, desde luego le desafiamos y provocamos, por medio de este escrito, a que declare los cargos que pretendiere hacernos, bien sea ante el Supremo Consejo de Regencia o ante el tribunal que S. M. se dignare nombrar, o bien por medio del diario de usted, o de cualquiera otro escrito público, pues en cualquiera forma que sea, estamos prontos a desmentirle y confundirle, demostrando que en nuestros escritos y nuestras opiniones, y todo el curso de nuestra conducta pública, no sólo hemos acreditado constantemente la más asidua aplicación, el más heroico desinterés y el más sincero patriotismo, sino que por ellos nos hemos hecho tan superiores a toda censura, como acreedores al aprecio y gratitud de la nación.

Tenga usted, pues, la bondad de insertar esta carta por suplemento a su diario, y seguro de nuestro reconocimiento, sírvase de mandarnos como a sus más atentos servidores, que besan su mano.

Bahía de Cádiz, a bordo de la fragata Cornelia, 20 de febrero de 1810.-Gaspar de Jovellanos.-El Marqués de Camposagrado.




ArribaAbajo2. Otro al gobernador de Cádiz

Exmo. Sr.:

Con esta fecha dirigimos al redactor del Diario de esa ciudad la carta de que la adjunta es copia, y esperamos que V. E., a quien toca dar la licencia para su impresión, no tendrá reparo en concedérsela. Esto, que esperamos de la justicia de V. E., se lo rogamos encarecidamente, pues que reducidos ya a la condición de personas privadas, nada debe interesarnos tanto como la conservación de nuestro buen nombre, ni nada puede sernos más precioso que el uso de aquellos medios de asegurar la que las leyes permiten a todo ciudadano. Agregue V. E. a esto la necesidad en que estamos, al restituirnos a nuestro Principado, de llevar a él en toda su integridad aquella buena opinión a que debimos la alta confianza que depositó en nosotros cuando nos nombró para representarle en la Junta Suprema.

Con este motivo ofrecemos a V. E. la seguridad del íntimo aprecio que le profesamos, y del sincero afecto con que rogamos a nuestro Señor guarde su vida muchos años.

Bahía de Cádiz, a bordo de la fragata Cornelia, 20 de febrero de 1810. Exmo. Sr.-Gaspar de Jovellanos.-El Marqués de Camposagrado.-Exmo. Sr. D. Francisco Venegas.




ArribaAbajo3. Respuesta del Gobernador

Exmos. Sres.:

Recibí, con el oficio de VV. EE., la copia de su carta, dirigida al redactor de este Diario, con el fin de que diese mi licencia para insertarla en él. Nada hay indiferente para mí de cuanto es relativo a dos personas tan beneméritas de la patria y tan dignas de consideración bajo cualquiera aspecto en que se considere a VV. EE., y prescindiendo de este esencial motivo, hay para mí otro no menos atendible, cual es el de un conocimiento y amistad tan antigua con VV. EE., que me ha hecho reconocer y admirar sus respectivas virtudes y nobles cualidades. Estos antecedentes no me hubieran dejado suspender un sólo momento la licencia para la impresión, pero reasumidas estas facultades, en las presentes circunstancias, por la Junta Superior de Gobierno, hube de presentar en ella la carta de VV. EE., y aunque todos sus individuos manifestaron unánimes el convencimiento de las prendas de VV. EE., creyeron no convenía esta especie de manifiestos en la actualidad.

Yo me persuado que el Principado, que depositó en VV. EE. la alta confianza de su representación, no podrá vacilar en su acertado y justo juicio, siendo tan notorios los principios de ilustración y patriotismo de VV. EE.

Dios guarde a VV. EE. muchos años. Cádiz, 25 de febrero de 1810.-Exmos. Sres.-Francisco Venegas.-Exmos. Sres. D. Gaspar de Jovellanos y Marqués de Camposagrado.




ArribaAbajo4. Respuesta del redactor

Exmos. Sres.:

No pudiendo publicar en mi periódico ninguna noticia sin la aprobación de la Junta Superior de Gobierno de esta plaza, pasé el escrito que me fue entregado de parte de VV. EE. a dicha Junta, cuya contestación copio:

«La Junta Superior de Gobierno ha visto el oficio de usted fecha 21 del corriente, y escrito que le era adjunto, cuya publicación en el Diario no estima conveniente por ahora la misma Junta, pues el reino tiene sus tribunales donde deben provocarse instancias de esta naturaleza. Dios guarde a usted muchos años.

Cádiz, 24 de febrero de 1810.-D. Fernando Jiménez de Alba.-D. Miguel de Lobo, vocales.-Sr. editor del Diario de Cádiz.»



Lo pongo en noticia de VV. EE. para su inteligencia y gobierno, deseando se me proporcionen ocasiones en que manifestar a VV. EE. mis respetos y de que me empleen en cosas que sólo de mí dependan.

Dios guarde a VV. EE. mucho años. Cádiz, 25 de febrero de 1810. El Barón de Bruere, Vizconde de Brie, editor.-Exmos. Sres. D. Gaspar de Jovellanos y Marqués de Camposagrado.




ArribaAbajo5. Carta confidencial del Gobernador

Cádiz, 8 de febrero de 1811


Exmo. Sr.:

Mi muy amado amigo: Es una cosa triste que a las desgracias de la patria se agregue haberse uno de separar o ponerse a mayor distancia de las personas que tanto como usted merecen el amor y el aprecio de los que le conocemos. Me queda el consuelo de que va usted a su país nativo, donde le esperan la consideración y la confianza pública. Ojalá que variando la situación de la patria, pueda yo algún día disfrutar la amable sociedad de usted y que podamos desquitarnos de las aflicciones que hoy apuran nuestros ánimos.

Hice presente en la Junta de este Gobierno el oficio de usted, y aunque por las circunstancias no accedieron en el momento a dar la harina, se convencieron de la justicia de la demanda, y están en franquearla si entrando nuevas harinas o trigos, no hubiere recelos de inmediata escasez.

Sea vm. tan feliz como merece y como le desea su apasionado amigo y afectísimo servidor.-Francisco Venegas.-Exmo. Sr. D. Gaspar de Jovellanos.






ArribaAbajoNúmero XXIII. Arribada a Galicia y sus consecuencias


ArribaAbajo1. Oficio del Capitán General contestando al aviso de llegada

Excmos. Sres.:

El oficio de V. EE. de 7 del corriente me cerciora con satisfacción mía, de que habiendo salido de Cádiz con destino al puerto de Gijón, las noticias que tuvieron V. EE. de la ocupación del Principado, les obligaron a arribar a ese puerto y detenerse en él. Felicito a V. EE. por su feliz llegada, y para que durante su mansión en esa villa, no carezcan de los auxilios y protección correspondiente, prevengo con esta fecha a esa justicia lo conveniente a este objeto.

No puedo manifestar a V. EE. el verdadero estado del Principado, porque carezco de noticias próximas oficiales. Únicamente sé por las recibidas últimamente, que los enemigos ocupan los pueblos principales, sin que por ahora haya apariencias de desalojarlos de ellos. Si recibiese alguna noticia satisfactoria la comunicaré a V. EE. He dirigido al Sr. obispo de Orense sin pérdida de momento, el pliego que al efecto se sirven V. EE. incluirme, de cuyo contenido me he enterado, y doy a V. EE. muchas gracias por los duplicados impresos que han tenido la bondad de dirigirme para mi inteligencia. Dios guarde a V. EE. muchos años.

Coruña, 10 de marzo de 1810.-Excmos. Srs.-Ramón de Castro.-Excmos. Sres. D.-Gaspar de Jovellanos y Marqués de Camposagrado.44




ArribaAbajo2. Oficio al Obispo de Orense

Excmo. y Illmo. Sr.:

Acabando de arribar a este puerto desde la bahía de Cádiz, de donde salimos el 26 del pasado, y no sabiendo que haya aportado a Vigo la fragata Cornelia que trae pliegos de oficio para V. E. y está encargada de conducirle a la Isla de León, nos apresuramos a comunicarle las noticias que contienen los adjuntos impresos, por lo que interesa al bien de la patria en que sean cuanto antes conocidas de V. E. Nosotros estamos tan persuadidos a que agregado V. E. a un gobierno reconcentrado y compuesto de personas de mérito tan eminente podrá concurrir al restablecimiento de los negocios públicos, como gozosos de haber concurrido a esta saludable providencia y acertada elección, y felicitándole por ella muy sinceramente, no podemos dejar de dirigirle las más vivas instancias, a fin de que dando a nuestra patria afligida y a nuestra santa religión ultrajada una nueva prueba del ardiente celo que siempre ha inflamado su noble y virtuoso corazón por la gloria de una y otra, acuda ahora a su defensa y gobierno, llenando así los deseos y las esperanzas que la nación ha depositado siempre en su digna persona.

Al mismo tiempo comunicamos a V. E. que la instalación del Supremo Consejo de Regencia se verificó muy prontamente, exigiéndolo así las circunstancias, como también el que se admitiese la renuncia que hizo de su nombramiento el Excmo. Sr. D. Esteban Fernández de León, y que en su lugar fuese sustituido por representación de las Américas el Excmo. Sr. D. Miguel de Lardizábal y Uribe. Nosotros, destinados al Principado de Asturias, nos embarcamos en la fragata Cornelia para navegar en ella hasta Vigo, pero hallándose pronto a dar la vela para el puerto de Gijón el bergantín Covadonga preferimos el trasbordarnos a él, para llegar más pronto a nuestro destino. Oyendo ahora que el Principado de Asturias se halla nuevamente invadido por el enemigo, damos cuenta a S. M. de esta novedad y de nuestra situación, esperando su real resolución, acerca del punto en que debemos emplear nuestro celo en bien de la patria y en ejecución de sus reales órdenes.

Con este motivo ofrecemos a V. E. el profundo respeto y estimación, que profesamos a su benemérita persona, y deseosos de emplearnos en su obsequio, rogamos a nuestro Señor la prospere por dilatados años.

Muros, 7 de marzo de 1810.-Excmo. Sr.-Gaspar de Jovellanos.-El Marqués de Camposagrado.-Excmo. y Illmo. Sr. Obispo de Orense.




ArribaAbajo3. Su respuesta

Excmos. Sres.:

Muy señores míos:

He recibido con la de VV. EES. los adjuntos papeles, que informan de la instalación del Supremo Consejo de Regencia, su reconocimiento por la Junta de Cádiz, y proclama de la Suprema Junta Central; y en el día también la provisión del Consejo de Castilla respectiva a lo mismo.

Los papeles públicos y particulares noticias informaban ya en parte de lo acaecido, y no ha podido dejar de sorprenderme la nominación, y memoria, que se ha hecho de mí en tan críticas circunstancias; y cuando la Suprema Junta Central estaba instruida de mi debilidad, avanzada edad y casi imposibilidad de desempeñar un cargo de esta naturaleza. Lo he hecho presente invitado repetidas veces a que aceptase el empleo de inquisidor general, y me pusiese en camino para Sevilla; y he creído que ejecutado, sería en perjuicio de la Iglesia, y de la nación, por no poder desempeñarlo. ¿Qué haré, cuando se me quiere imponer una carga más pesada, y mucho más difícil?

No sé cómo VV. EES. y los otros señores de la Suprema Junta queriendo honrarme, y favorecerme tan particularmente han olvidado excusas tan legítimas; y no pensando por su notorio celo, sino en el bien de la nación, han hecho una elección que tanto puede perjudicarle.

Dios puede hacerlo todo, y dar fuerza inesperada; y sólo mirando esto como un efecto particular de su providencia, podrá verificarse un sacrificio, necesario en mí, si puede ser útil, y lleno de imprudencia, si contase con lo que me prometen la edad, mi debilidad y cortos talentos.

Ruego y rogaré al Señor me dirija, y dé luz para el acierto; doy a VV. EES. las gracias por sus honras y favor; aprecio esta ocasión de manifestarles mi afecto, mi estimación y mis respetos; y deseo de que me proporcionen ocasiones de emplearme en su obsequio, y de que nuestro Señor, como se lo suplico, dé a VV. EES. toda felicidad y guarde su vida muchos años.

Orense y marzo 12 de 1810. Excmos. Ses. B. L. M. de VV. EES. su atento servidor y capellán, Pedro, obispo de Orense.-Excmos. Sres. D. Gaspar de Jovellanos y Marqués de Camposagrado.




ArribaAbajo4. Queja al Capitán General

Excmo. Sr.:

Tan llenos de sorpresa, como de dolor, hacemos presente a V. E. que en la mañana de ayer se presentó en nuestra posada el coronel D. Juan Felipe Osorio, acompañado de un escribano real, y sin que precediese recado de atención, ni otra formalidad, nos pidió nuestros pasaportes; y no contento con reconocerlos, ni con tomar copia de ellos, como solicitamos, aseguró tener orden para recoger los originales, y así lo verificó. Al despedirse, indicó que tenía otra diligencia que practicar por la tarde, sin indicar cuál fuese; y en efecto se presentó de nuevo a las cuatro y media, y nos intimó estar comisionado por la Junta Provincial de Santiago para la ejecución de una orden de la Junta Superior del reino de Galicia, reducida a reconocer y recoger nuestros papeles. Las protestas que sobre esto hicimos, y fundamos, fueron escritas y firmadas por nosotros ante su escribano; y aunque por obsequio a la autoridad de donde dimanaba la comisión, condescendíamos que se reconociesen nuestros papeles, y se copiasen los que se creyesen necesarios para cualquier objeto de bien público, que se pudiese proponer aquella autoridad, declaramos abiertamente que de ningún modo consentiríamos se nos despojase de una propiedad tan importante, y preciosa para nosotros.

No creemos necesario encarecer a V. E. la extrañeza y enormidad de este atentado; bástanos exponerle a su consideración para que las conozca, y para que, como primera autoridad de este reino, nos proteja contra él, y contra cualesquiera otros que puedan seguirle. V. E. que nos conoce, y conoce nuestro carácter, nuestros servicios, nuestro buen nombre, y la estrecha situación en que nos hallamos, penetrará también, que si tenemos algún enemigo personal que nos persiga, ninguno puede serlo que no lo sea de la patria. Aunque sólo sujetos a la Suprema Regencia del reino o al tribunal que S. M. nombrare para juzgarnos, no rehusaremos responder en juicio a cualquier cargo que se quiera proponer contra nosotros; cuando nada valgan en nuestro favor las leyes, sólo la fuerza armada nos obligará a sufrir injusticias y atentados tan contrarios a ellas. Si pues V. E. debería al más infeliz ciudadano la protección que dispensan las leyes para un caso semejante, ¿con cuánta más razón la reclamaremos nosotros? Así lo hacemos una, dos y tres veces, confiados en que la justificación y rectitud de V. E. no nos la negará.

Muros, 26 de marzo de 1810.-Excmo. Sr. Gaspar de Jovellanos.-Marqués de Camposagrado.-Excmo. Sr. D. Ramón de Castro.




ArribaAbajo5. Representación a la Regencia

Señor:

Llenos de aflicción por el atentado cometido contra nuestro estado y personas, y temerosos de otros más graves, aunque la urgencia del tiempo no nos permita dar de ellos a V. M. una razón más cumplida, aprovechamos la ocasión de un buque que va a partir a Cádiz para elevar a sus reales manos la adjunta copia del oficio que con fecha de ayer hemos dirigido al Capitán General de este reino.

El comisionado de la Junta de Santiago, oídas nuestras protestas, ha suspendido sus procedimientos, sin duda para consultar a las autoridades de que dimana su comisión, pues que aún permanece en este pueblo con no poco escándalo de él, y peligro nuestro.

Nada hay que no podamos temer de la Junta Superior de este reino, no sólo por la tropelía que intentó hacer con nosotros, y la que sufrieron nuestros compañeros en el Ferrol, sino porque so pretexto de consultar el dictamen de otras Juntas, ha suspendido el reconocimiento de la autoridad suprema de V. M. y publicado por impreso, el acta de esta suspensión; lo cual supone algún impulso, contra el cual debe V. M. guardarse.

Señor, aunque reducidos al mayor desamparo, pobres desairados y rodeados de amargura y peligros, nada es superior a la tranquilidad de nuestra conciencia y a la firmeza de nuestro carácter, sino la idea de que los atentados cometidos contra nosotros puedan poner en duda aquella buena fama, que con mucho afán y largos servicios, habíamos conseguido hasta ahora. A V. M. sola toca protegerla, y en ninguna otra autoridad podremos buscar nuestro desagravio. A ella imploramos y de ella le esperamos, porque si V. M. calla, ¿qué otra voz hablará en nuestro favor? Su silencio no sólo sería ofensivo a nuestro honor y nuestra justicia, sino también a la suprema autoridad de V. M., porque ningún Gobierno en que no hallen protección las leyes y amparo la inocencia, puede ser respetado ni conservado.

Pedimos asimismo a V. M. que si por desgracia no se verificare la evacuación de Asturias por el enemigo, de que corren ya algunas voces, se sirva V. M. mandar que volvamos a su lado, como tiene ya acordado respecto de uno de nosotros, para que podamos continuar nuestros servicios al público con el decoro y seguridad a que juzgamos ser acreedores. Nuestro Señor conserve en prosperidad a V. M.

Muros, 27 de marzo de 1810. Sr. Gaspar de Jovellanos.-Marqués de Camposagrado.




ArribaAbajo6. Oficio al comisionado

Sr. Coronel:

Habiendo pasado cinco días sin que V. S. nos haya comunicado ninguna resolución acerca de las protestas que hicimos, en las diligencias practicadas con nosotros en el 25 anterior, y no sabiendo si V. S. ha concluido ya su comisión, o si trata de continuarla, pasamos a sus manos las adjuntas copias para que sirvan de explicación a nuestros pasaportes y nuestras protestas; y pedimos a V. S. se sirva agregarlas al expediente de dicha comisión. Al mismo tiempo pedimos a V. S. se sirva mandar, que el escribano de la misma comisión nos dé testimonio literal, así de la orden con que se procede contra nosotros, como de dichas protestas, por cuanto necesitamos uno y otro, para nuestra seguridad y preservar nuestro derecho. Nuestro Sr. guarde a V. S. muchos años.

Muros, 30 de marzo de 1810. Gaspar de Jovellanos.-El Marqués de Camposagrado.-Sr. D. Juan Felipe Osorio45.




ArribaAbajo7. Contestación

Así que he llegado a esta villa practiqué con VV. EE. las diligencias necesarias en orden a sus respectivos pasaportes y papeles, a consecuencia de comisión dimanada del Excmo. Sr. presidente y vocales de la Junta Superior de este reino, y al siguiente día le he dado cuenta de sus resultas sin ulterior resolución hasta ahora; por cuya razón conocerán VV. EE. que no está en mi mano más que incorporar, como lo haré, a mi comisión el oficio de VV. EE. fecha de hoy y las copias de documentos adjuntas y rubricadas.

Nuestro Señor guarde a VV. EE. muchos años.

Muros, a 30 de marzo de 1810.-Juan Felipe Osorio.-Excmos. Sres. D. Gaspar de Jovellanos y Marqués de Camposagrado.




ArribaAbajo8. Consulta que le hizo el comisionado a la Junta del reino

Como delegado de V. E. nombrado en 22 del corriente, a consecuencia de su orden del 19 por la Junta Provincial de Santiago para el examen y averiguación de los pasaportes de los Excmos. Sres. D. Gaspar de Jovellanos, y Marqués de Camposagrado, destino con seguridad de sus personas en un punto decente no estando revestidos de ellos, aprehensión de éstos, y de los papeles que les hubiesen acompañado desde Cádiz, y censura de la omisión incurrida por el alcalde y Ayuntamiento de esta villa, en no haber dado parte a V. E. de los efectos de las diligencias que le previno sobre el particular, recogí e incorporé al expediente formado en el asunto, los pasaportes originales que me entregaron dichos Sres. en el día de ayer, cuyo testimonio acompaña, bajo el que me pidieron y les mandé franquear inmediatamente, y habiendo procurado me manifestasen y entregasen también los demás papeles, no pude conseguirlo, por las razones y pretextos que contienen las respuestas insertas en el testimonio citado, y hoy acabo de adquirir en consistorio pleno las indicaciones conducentes a identificar los motivos, y cómplices de su omisión, las que asimismo incluye el propio documento.

La diversidad de aspecto que ha tomado este negocio y la importancia y conexión de sus antecedentes e incidentes, me representan muy superiores a mis luces y términos generales de mi comisión, la delicadeza y oportunidad de cualquier trámite ulterior con respecto a dos personas de las circunstancias de los Sres. Jovellanos, y Camposagrado habilitados con pasaportes absolutos, expedidos para la libertad, y seguridad de su tránsito y fijación de domicilio por el serenísimo señor presidente y más señores del Consejo de Regencia, y también en orden a la culpa que pueda considerársele al Ayuntamiento, y por no aventurar un yerro en materia tan difícil, suspendí todo procedimiento sin separarme de esta villa, y creí indispensable dirigir a V. E. como lo hago en diligencia estas noticias, para que se sirva dictarme las reglas precisas y terminantes de mi conducta sobre cada uno de los puntos indicados, como lo espero. Nuestro Señor guarde a V. E. muchos años.

Muros y marzo 26 de 1810.-Excmo. Sr.-Juan Felipe Osorio.-Excmos. Sres. presidente y más señores de la Junta de Armamento y Subsidios de este reino de Galicia.




ArribaAbajo9. Oficio del comisionado y resolución de la Junta Superior del reino

La Junta Superior del reino de Galicia me dice y ordena lo siguiente:

«Enterada esta Junta Superior de cuanto contiene el oficio de V. S. fecha 26 y testimonio que le acompaña relativo a las particulares que comprende, dice lo primero, que da a V. S. gracias por el celo, moderación y discreción con que se ha conducido en esta comisión, y que hallándose ya concluida puede retirarse cuando guste a Santiago, cuya Junta Provincial abonará a V. S. los gastos que le haya motivado este servicio.

Devolverá V. S. los pasaportes originales a esos señores Jovellanos y Camposagrado, previniéndoles que cuando les acomode y como gusten, pueden internarse, e irse a sus destinos o donde mejor les conviniese. Les asegurará V. S. también que la intención de esta Junta nunca ha sido vejarles, sino un justo desempeño de su deber en la averiguación de cuantos entran en su reino; y que si desde el principio se hubieran dirigido a ella como debían, manifestándola que traían los correspondientes pasaportes, se hubieran terminado en el instante estas diferencias, pero que no habiéndolo hecho así ni tampoco ese Ayuntamiento, no han debido ni deben extrañar las resultas. Hágales V. S. igualmente entender que esta Junta Superior no lo es sólo de los objetos que citan, sino también de vigilancia y seguridad; y que aunque ha usado con moderación en todos los ramos, no estaba desnuda de la autoridad suprema puesto que hasta ayer no ha reconocido otra desde que la Junta Central abandonó a Sevilla. Sentados estos principios se lisonjea esta Junta que esos señores no sólo comprenderán que han sido omisos y se han excedido en sus contestaciones, sino también de que les ha guardado particulares consideraciones en sus providencias.

Ese Ayuntamiento no satisface a las órdenes dadas por esta Junta ni ha desempeñado sus deberes, y por consiguiente se ha hecho acreedor a una seria providencia; pero usando de benignidad y en la confianza de que en los casos sucesivos serán más exactas y puntuales, lo suspende por ahora y se lo hará V. S. entender, advirtiéndoles que en lo sucesivo impidan internar sólo a aquellas personas que no traigan pasaportes o vengan de parajes sospechosos, en cuyo caso darán parte a la Junta Provincial de Santiago, cerrando con esto su comisión y proceso.

Dios guarde a V. S. muchos años.

Coruña, 30 de marzo de 1810.-Por ocupación del Presidente.-El Marqués de Villagarcía.-Por acuerdo de la Junta Superior del Reino.-José Antonio Rivadeneyra, vocal secretario.-Sr. D. Juan Felipe Osorio.



Lo que comunico a V. EE. para su inteligencia, y en su cumplimiento acompañan los pasaportes originales que recibí de V. EE. esperando su contestación y recibo.

Dios guarde a V. EE. muchos años. Muros a 1 de abril de 1810.-Juan Felipe Osorio.-Excmos. Sres. D. Gaspar de Jovellanos y Marqués de Camposagrado.




ArribaAbajo10. Respuesta al comisionado

Hemos recibido ayer tarde el oficio de V. S. con los pasaportes que se sirve restituirnos, y contestando a las prevenciones que la Junta Superior de este reino, le manda hacernos, en su orden de 30 del pasado, debemos decirle, para que lo exponga a la misma junta, que nosotros no exhibimos nuestros pasaportes, porque nadie los pidió; ni lo creímos necesario, porque sólo entramos en este puerto para evitar un naufragio, y sin ánimo de internarnos en el país; que no se debe ni puede tacharnos de omisos, cuando al siguiente día de nuestra arribada dimos parte de ella al Sr. Capitán General, a quien, por tal, y por presidente de la Junta reconocimos como primera autoridad de Galicia; que consideramos a la Junta como superior, y no como suprema, porque en este concepto fue instituida, y permaneció; que reconocemos su autoridad respecto a la vigilancia y seguridad pública, y alabamos su cuidado en ella, como muy recomendable y necesario en estos tiempos; pero que no podían ser objeto de este cuidado dos personas de carácter tan público, y circunstancias tan notorias, que la Junta no podía ignorar, como tampoco su legítima procedencia ni su destino; que por lo mismo debió parecernos no sólo una vejación, sino también un atropellamiento, la orden de recoger nuestros pasaportes, sin contentarse con su presentación, y mucho más la de reconocer y recoger nuestros papeles, encargados a una comisión que viniendo asistida de asesor y escribano y escoltada con tropa, no podía dejar de excitar la expectación pública, aun cuando fuese dirigida a personas menos visibles. En fin sírvase V. S. hacer presente a la Junta Superior de este reino que cuando esperábamos que reconociese la falta de justicia y miramiento con que fuimos tratados en este procedimiento, y nos acordase una satisfacción que pudiese reparar nuestro agravio, poner a salvo nuestro decoro, y disipar el escándalo que pudo causar en el público, nos debe parecer muy extraño, y sernos muy doloroso, que sólo haya buscado pretextos para cohonestar sus providencias, y hacernos prevenciones tan infundadas, como indecorosas.

Y pues que la misma Junta Superior ha puesto fin a este desagradable negocio, y a la comisión de V. S. le recordamos la instancia que tuvimos el honor de hacerle por nuestro oficio de 30 del pasado, a fin de que mandase darnos testimonio literal de la orden de comisión y de nuestras protestas; el cual le pedimos de nuevo, muy confiados en que V. S. no agravará con negarle, la razón de nuestra queja.

Nuestro Señor guarde a V. S. muchos años. Muros, 2 de abril de 1810.-Sr. D. Juan Felipe Osorio.




ArribaAbajo11. Último oficio del comisionado

En contestación al oficio que V. EE. se han servido pasarme con fecha de este día, debo decir, que queda unido a mi comisión, y en ella verá la Junta Superior, a quien voy a remitirla, las observaciones que V. EE. le hacen, y que así como no pude franquear a V. EE. en 30 de marzo inmediato el testimonio literal de la orden de comisión y sus protestas por tener entonces pendientes mis facultades de consulta hecha a aquella superioridad, del mismo modo ahora me considero sin ellas para complacer a V. EE. en la instancia que renuevan sobre el asunto por hallarse el negocio concluido en todas sus partes.

Dios guarde a V. EE. muchos años. Muros y abril 2 de 1810.-Juan Felipe Osorio.-Excmos. Sres. D. Gaspar de Jovellanos y Marqués de Camposagrado.






ArribaAbajoNúmero XXIV. Representación dirigida desde Muros de Noya en marzo de 1810 al Consejo Supremo de Regencia

Por los vocales de la Junta Suprema D. Gaspar de Jovellanos y Marqués de Camposagrado, y extendida por el primero


1. Sr. Con fecha de 6 del corriente dimos noticia a V. M. de nuestra arribada a este puerto, y de la situación a que nos había reducido la invasión de nuestro país por las tropas enemigas; pero como esta desgracia, por más que ponga en peligro nuestro Estado, y existencia, sea para nosotros más llevadera, que la mengua de nuestra fama y buen nombre, nos vemos forzados a molestar de nuevo la atención de V. M. depositando en su piadoso seno la amargura que nos oprime, y buscando nuestro desagravio en su suprema justicia.

2. V. M. Señor, nos debe este desagravio; V. M. nos le ofreció, cuando al trasladar en sus manos la suprema autoridad, que con tan pura intención habíamos ejercido, pusimos nuestro honor a cargo de su justicia. En fe de ello renunciamos al derecho de permanecer cerca de V. M. en el punto que nos ofrecía mayor seguridad y conveniencia, y resolvimos retirarnos a nuestras casas con el consuelo de haber servido fielmente a la patria, y la esperanza de gozar en ella de aquella serena tranquilidad, que es siempre fruto de la buena conciencia.

3. Pero embarcados en la fragata de S. M. Cornelia tardamos poco en conocer, que los rumores inventados en Sevilla por los enemigos de la Junta Central, y difundidos en Cádiz por los emisarios que enviaron allí, no sólo se aumentaban y corrían libremente, sino que se confirmaban más y más por la larga detención de la fragata en aquella bahía, donde ya en el concepto de la tripulación, y aun de los oficiales, éramos mirados y tenidos como arrestados por el Gobierno, haciéndose así cada día más violenta y vergonzosa nuestra situación.

4. Hartos ya de sufrirla, determinamos trasbordarnos al bergantín Covadonga, que iba a partir para la villa de Gijón, de lo cual dimos noticia a V. M. y buscando entre tanto algún desahogo a nuestra inquietud, dirigimos al redactor del Diario de Cádiz el papel de que incluimos copia con el número 1.º y recomendamos su publicación al gobernador de aquella plaza por un oficio; del cual, de su respuesta y de la del redactor son copia los números 2, 3 y 4 adjuntos.

5. Prescindimos ahora de la extraña razón en que la Junta Superior de Cádiz, arrogándose una autoridad que no la pertenece, fundó su resistencia a la publicación de este papel, privándonos con ella de la protección que las leyes conceden a todo ciudadano; pues que a todos permiten imprimir libremente cuanto no sea contrario a la religión, a la moral, o a las regalías de V. M. Mas no podemos prescindir de la noticia que al punto de nuestra salida recibimos, de ciertos pasos oficiosos dados contra los individuos de la Junta Central por la misma Junta de Cádiz, del expediente consultivo formado a consecuencia de ellos, ni del dictamen que se dice dado a V. M. por el Consejo; pues que en todo esto se comprometió más y más la reputación de los individuos del Gobierno, de que fuimos parte, y se dio ocasión a los atentados y atropellamientos personales que sufrieron después; y sobre los cuales hemos representado separadamente a V. M. lo que se refiere a nuestras personas, reduciéndonos aquí a los agravios, en que somos indistintamente envueltos con nuestros compañeros.

6. Elevando a V. M. nuestras justas quejas, nos es doloroso comprender en ellas al Supremo Consejo reunido; pero aunque no le atribuyamos el origen de nuestra persecución, no podemos desconocer el apoyo que ésta halló en su dictamen. Sabemos que siguiendo los más sólidos principios del derecho público y de la justicia privada, consultó a V. M. que la Junta Suprema Central en la totalidad de sus miembros, sólo podía ser juzgada por la nación, y que si éstos fuesen acusados de algún delito particular, lo podrían ser por el tribunal que V. M. nombrare. Pero sabemos también que se olvidó de aquellos principios, para proponer a V. M. especies y precauciones que son tan ajenas de ellos, como de las máximas de equidad y prudencia, que en otros tiempos realzaron tanto la dignidad de este tribunal.

7. Hemos entendido que el Consejo, no contento con censurar en su exposición la conducta de la Junta Central, se propasó a poner en duda la legitimidad de su poder. Especie que se nos hubiera hecho increíble, si ya en otras consultas no lo hubiesen propuesto sus fiscales; desentendióse entonces la Suprema Junta por razones de prudencia que no son del día; pero no podemos nosotros desentendernos ahora. Porque, si a las groseras calumnias que se difunden contra el Gobierno pasado, se agregase el concepto de ilegítimo, que vale tanto como tiránico; y este concepto se apoyase en el dictamen del primer tribunal del reino ¿cuál sería la seguridad de los que fuimos parte en él? ¿ni cuál de nosotros evitaría la censura pública en un cargo, en que, por lo menos tendríamos la culpa de haberle autorizado y consentido?

8. Ni menos comprendemos, cómo se pudo esconder al Consejo, que atacando aquella autoridad, atacaba también la de V. M. y la suya propia; puesto que ni V. M. tiene otro poder que el que la Junta Suprema depositó en sus manos, ni el Consejo otro ser, que el que ella le dio al restaurarle; y era bien obvio, que si la autoridad creadora fuese ilegítima, tal sería cualquiera autoridad creada y instituida por ella.

9. Esta opinión del Consejo reunido no puede referirse al origen del Gobierno central; porque el Consejo de Castilla, no sólo reconoció la autoridad de las Juntas Provinciales que formaron aquel Gobierno, sino que se gloriaba de haberlas movido y excitado a formarle. Instalado ya el mismo Consejo, le reconoció como gobierno legítimo, y le prestó y juró obediencia voluntariamente, y no por efecto de fuerza o coacción. Toda la nación hizo al mismo tiempo igual reconocimiento, y le hizo en medio de aquel regocijo, que excitó en ella tan ilustre testimonio de lealtad y generosidad española, cuando todas las provincias corrían unánimes a depositar en un centro común la autoridad soberana, que separadamente habían ejercido. ¿En qué pues fundará el Consejo la ilegitimidad de aquel Gobierno?

10. Si se atiende a sus indicaciones, parece que creyendo legítimo el origen del Gobierno pasado, tuvo por ilegítima su institución. ¿Pero con qué apoyo? Los poderes que trajeron de las Juntas Provinciales los constituyentes de la Central, eran amplios e ilimitados. Estos poderes, a excepción de alguno, se referían todos a la reunión, y no a la elección de un Gobierno central. En ninguno se prescribía la forma en que se debía instituir este Gobierno. Fueron pues libres los diputados de las provincias, de constituirse en la forma que estimasen más conveniente, y cuando de la que adoptaron se pueda decir que era imperfecta, jamás se podrá decir que fue ilegítima.

11. Una Ley de Partida muy sabia, aunque no tanto acomodada a las circunstancias, deslumbró al Consejo, cuyo celo sería más laudable, si de ella no hubiese sacado tan siniestras consecuencias. Nosotros, pues, que desde el principio hemos opinado como el Consejo, por la formación de una Regencia de pocos, para dar al Gobierno toda la unión, actividad, vigor y secreto que las circunstancias requerían; nosotros, que con toda franqueza y desinterés esforzamos este dictamen ante el cuerpo de que éramos miembros, y produjimos en su apoyo la misma ley y los mismos fundamentos que después alegó el Consejo; nosotros, que nos expusimos a no pequeña odiosidad, por la constancia con que insistimos siempre en esta opinión, bien tendremos ahora el derecho de decir, que el Consejo, o no entendió bien, o aplicó mal aquella ley, y el de rechazar un error, que en las circunstancias del día, en que nada importa tanto como consolidar y hacer respetable la autoridad de V. M. puede ser muy pernicioso.

12. La Ley de Partida, señalando la forma en que se deben nombrar tutores para un rey niño, dice, que verificada la vacante del Trono, se deben reunir en la Corte los prelados, grandes y hombres honrados de las ciudades, y nombrar una, tres o cinco personas de las calidades que menudamente señala, para que gobiernen el reino a nombre del rey menor. La consecuencia, pues, que de esta ley nace, no es, que la Junta Central debió nombrar estas personas para el Gobierno, sino que debió congregar las Cortes, para que las nombrasen. Diga pues el Consejo de buena fe, si cuando estaba dividido en trozos el ejercicio de la soberanía, dislocado y mal seguro el Gobierno interior, y no bien sosegada la primera inquietud de los pueblos; cuando se trataba de reunir las fuerzas que separadamente levantaban las provincias, y de organizar un ejército que acabase de arrojar al enemigo de nuestras fronteras; cuando este enemigo rabioso de ver batidos, rechazados o rendidos por todas partes sus ejércitos hacía los más poderosos esfuerzos para volver sobre su presa; cuando en medio de la mayor penuria de fondos era necesario vestir, armar, proveer y auxiliar a más de ciento y cincuenta mil soldados; en fin si cuando tantos y tan urgentes cuidados llamaban la atención de un Gobierno que acababa de nacer, ¿era la sazón oportuna para convocar al reino en Cortes generales?..., ¿para arreglar la nueva forma, que las circunstancias de esta reunión requerían?, ¿para resolver las arduas cuestiones que ofrecía la ejecución de tan gran designio?, ¿y para preparar los planes de reforma, y mejoras que debían presentarse a una nación, que cansada ya de sufrir opresiones y abusos, sólo suspiraba por la reforma de su constitución, y por la entera recuperación de su libertad?

13. Dirá el Consejo, que lo que en aquel caso pudieron hacer las Cortes, lo pudo hacer la Junta Central. Así es, y nosotros le concederemos, no sólo que pudo, sino que debió hacerlo porque tal fue siempre nuestra opinión. Pero inferir de aquí que por no haberlo hecho fue nulo cuanto hizo, y ilegítima la autoridad que instituyó, es una consecuencia, que hace tan poco honor a la lógica, como a la buena fe del Consejo. Para la Junta Central, la necesidad de formar un Gobierno de pocos, no nacía de la disposición de la ley, sino de la naturaleza de las circunstancias; no era una necesidad de derecho y justicia, sino de prudencia y política. La Junta obraba con plena y legítima autoridad; puesto que el Consejo le atribuye toda la que la ley atribuye a las Cortes. Podrá pues, decir, que no adoptó la institución más perfecta; pero no que se constituyó ilegítimamente.

14. Por ventura si las Cortes congregadas con aquel fin hubiesen nombrado para el Gobierno a los mismos diputados de las provincias o bien otra Junta tan numerosa como la Central ¿se podría decir que habían creado una autoridad ilegítima, sólo porque se habían excedido del número señalado en la Ley de Partida? Nuestra historia responderá a esta pregunta. Ella nos dice, que las Cortes nunca se atuvieron al número señalado en aquella ley por más que alguna vez lo desearon. Nos dice, que siempre regularon sus resoluciones por aquellas máximas de prudencia, que dictaban las circunstancias. Nos dice, que ya para emplear en el mando a los hombres de mérito, ya para temporizar con los poderosos aspirantes a él, ya para conciliar los partidos excitados por unos y otros, o para condescender con los deseos de las provincias; o en fin para organizar un Gobierno (porque vale más un Gobierno imperfecto, que una monstruosa anarquía) aumentaban más o menos el número de los tutores; y que alguna vez lo aumentaron en tanto grado, que el Consejo de Regencia nombrado por las Cortes de 1390 para gobernar en la menor edad de Enrique III, era más numeroso aun, que la Junta Central. Lo que fue tanto más notable, cuanto estaba a su frente un hombre, que valía por todos, el ilustre Infante de Antequera, tan célebre por sus virtudes, como por sus victorias46.

15. Ni estas consideraciones de prudencia que seguían en otro tiempo las Cortes, faltaron del todo a los vocales de la Junta Suprema, que no opinaban por el nombramiento de una Regencia de pocos. Temían que esta providencia desagradase a las Juntas Provinciales que los habían nombrado para componer una Junta Central, y no para formar otro Gobierno. Y temían que se disgustasen los pueblos viendo volver sin mando a sus provincias a aquellos, de cuyo celo tenían tan reciente experiencia en la activa y vigorosa conducta, con que los sacaron de las garras del enemigo en su primera irrupción; y cuando se hubiesen engañado en este concepto, o se hubiesen movido por razones ajenas de él, nunca se puede creer ni decir que miraban como ilegítima la constitución que prefirieron.

16. No hemos molestado la atención de V. M. con tan prolijas reflexiones por obsequio del Gobierno pasado sino para que demostrando su legitimidad, se afiance más y más la de V. M. de quien tantos bienes se puede prometer la nación. Cumpliendo pues este deber, rogamos a V. M. oiga benignamente lo que se refiere a la defensa de nuestra reputación personal.

17. Después de haber opinado el Consejo que los individuos de la Suprema Junta sólo podían ser juzgados en común por la nación, y en particular por el tribunal que V. M. nombrare, era consiguiente que mientras la voz de la nación o de algún acusador no los llamase a juicio, los considerase a todos y cada uno de ellos en la plena posesión de su fama y libertad, y que toda medida que pudiese alterar una u otra, fuese a sus ojos ofensiva e injusta. Pero si no miente la voz pública, el Consejo no pensó así, sino que creyó necesario que V. M. tomase con ellos ciertas precauciones que seguramente son tan ajenas de prudencia como de justicia. Se nos ha asegurado que consultó a V. M. 1.º que los individuos de la Junta Suprema podían volverse a sus provincias y aunque no en calidad de arrestados, con obligación de avisar el lugar de su residencia; precaución que supone un destierro y equivale a una confinación; 2.º que no pudiesen reunirse muchos en un punto: precaución que supone una desconfianza de sus sentimientos y autoriza una sospecha contra su conducta; 3.º que aunque podrían mudar de residencia, no se les debía permitir pasar a la América, y esta precaución contiene un verdadero despojo de su libertad.

18. Cuando el Consejo dictaba a V. M. semejantes medidas, tal vez no previó que con ellas iba a excitar los peligros contra nuestra seguridad y las sombras sobre nuestra reputación, de que ya nos hallamos rodeados, y que nos seguirán a todas partes, si la poderosa mano de V. M. no las disipa. ¡Que volvamos a nuestras provincias, cuando las más de ellas se hallan invadidas o amenazadas por los satélites del enemigo! ¡Que determinemos nuestra residencia, cuando no hay alguna que no sea incierta, ninguna que esté libre de los peligros de la guerra! ¡Que no nos reunamos muchos en un punto, cuando hay tan pocos en que buscar seguridad, y cuando la pobreza y desamparo de unos, sólo podrá hallar socorro y consuelo en la amistad y caridad de los otros! ¡Y en fin que no podamos pasar a América cuando la suerte de las armas vacila, y cuando puede no quedar otro asilo en el continente a los que proscriptos y perseguidos por el tirano, aspiren al consuelo de morir en su patria! ¡Y esto contra todos! ¡Y esto sin excepción ninguna! ¡Y esto sin la menor consideración a la edad, al estado, al carácter, a los servicios, ni a la reputación de tantos dignos individuos como se hallaban en el seno de la Junta!

19. No servirán para disculpar tales precauciones las calumnias inventadas en Sevilla y difundidas en Cádiz contra nosotros; porque ¿quién conocía mejor que el Consejo su origen y sus autores? ¿Ni a quién eran más manifiestos los agentes que las propagaban y los torpes fines a que se dirigían? ¿Acusar de infidelidad a un cuerpo entero y tan numeroso; a un cuerpo escogido en todas las provincias por su amor a la patria; a un cuerpo cuyos individuos se habían ofrecido a la proscripción y a la muerte por defenderla; a un cuerpo en fin, en que la unión de todos era posible para el bien, pero imposible para el mal? ¡Acusar de robos y concusiones a tantas y tan caracterizadas personas! ¡A los que habían abandonado su fortuna y existencia a la codicia y al odio de los bárbaros! ¡A los que acababan de publicar la inversión de los fondos que habían venido a sus manos! ¡A los que convocaban la nación, para darle cuenta exacta de ellos y de su administración! En fin, a los que acababan de dar tan ilustre ejemplo de desinterés resignando el Gobierno en otras manos, y retirándose pobres y desnudos, sin pretensión, ni esperanza de otra recompensa que la de la pública estimación.

20. Señor, si la defensa no fuese necesaria contra tan groseras calumnias, nos contentaríamos con invocar a nuestro favor el testimonio de V. M. que tiene en su mano las actas de todos nuestros decretos y providencias, y todos los documentos y noticias en que está consignada nuestra conducta. Invocaríamos a los ministros que V. M. tiene a su lado, y en su mismo seno, y que fueron ejecutores de aquellas providencias, y continuos testigos del celo y pureza de intención que las dictaron. Invocaríamos el testimonio del mismo Consejo cuyos individuos colocados a nuestro lado, ya por su ministerio, ya por los negocios que trataron, ya por antiguas relaciones de trato y comunicación, conocen el carácter y sentimientos de la mayor parte de nosotros. Invocaríamos en fin el testimonio de la nación entera, pues que serán muy pocos entre nosotros los que por sus anteriores destinos y servicios, su conducta pública, o su reputación personal, no sean conocidos en las provincias, muy pocos que no lo sean, no sólo como superiores a tan indignas calumnias, sino como libres de toda nota y censura individual y muy acreedores a la estimación pública.

21. Bien conocemos que pudieron mover también al Consejo las misteriosas deliberaciones, y los pasos oficiosos de la Junta de Cádiz, pero en nada será menos disculpable que en haber temporizado con ella. Porque, ¿quién conocía mejor la falta de autoridad con que aquella Junta se entrometía a censurar la conducta del último Gobierno, y la falta de consideración con que abrigando los susurros de la calumnia y los dicharachos de sus fautores, solicitaba providencias extensivas a todos sus individuos? Que las promoviese contra algún individuo particular, si para ello tenía motivo justo, pudo ser un efecto de celo, pero que una junta erigida para el armamento y defensa de la plaza de Cádiz, con un objeto tan determinado, en un distrito tan reducido y sin ninguna representación para el resto del reino se mezclase en los negocios del Gobierno, y se arrogase tan extraordinaria autoridad, es una especie de atentado, cuya temeridad y ligerez, sólo se pueden comparar con la atrocidad de su injusticia.

22. Por último, Señor, no disculpará las extrañas precauciones dictadas a V. M. por el Consejo, el que todos los individuos de la Suprema Junta seamos responsables a la nación de nuestra conducta, porque esta responsabilidad es una obligación, no es un cargo, porque ella supone la acción, pero no supone la culpa. El Gobierno más justo y virtuoso es responsable a la sociedad de sus operaciones, sin que del examen de su conducta pueda resultarle más que gloria y alabanza. Esta responsabilidad alcanza a todas las autoridades del reino, y alcanza al Consejo mismo, sin que de aquí se infiera la necesidad de anticipar medidas para asegurarla. Cuando la nación se congregue, todo poder, toda autoridad le será sometida, todas las justicias serán juzgadas por ella, y los que compusieron la Junta Suprema, como los demás instrumentos del Gobierno, aparecerán en este juicio universal con aquella seguridad o aquel temor que preste a cada uno el testimonio de su conciencia.

23. ¿Y qué cuerpo se presentará con más confianza ante aquella augusta asamblea, que el que había resuelto congregarla, consagrado ocho meses de continuo estudio y tareas a su preparación; llamado en torno de sí, y buscado las luces y el consejo de tantas personas de talento, experiencia, y celo público para hacerla más fructuosa y en fin, convocándola para depositar en ella su autoridad, darla cuenta de su administración, y someterla a su supremo examen? ¿Que el que había acordado reunirla no en la forma arbitraria e imperfecta, que imaginó el Consejo, sino en la que conciliaba mejor nuestras antiguas instituciones, con sus derechos imprescriptibles, con unos derechos que nunca pudo perder y que por decirlo así acababa de reconquistar? ¿Que el que había extendido el derecho de representación a todas las clases del Estado, y a todos los padres de familia del reino? ¿Que el que no sólo había preservado sino mejorado la representación del clero y nobleza, reuniendo todos los prelados, y todos los grandes en un solo estamento para hacerle medianero entre el pueblo y el soberano, y darle más fuerzas así contra los enemigos de la libertad, como contra los de la constitución? ¿Que aquel, en fin, que antes de resignar su autoridad exigió de V. M. el solemne juramento de verificar, cuanto antes fuese posible, esta gloriosa reunión, que él no tuvo la dicha de ver realizada? ¡Ojalá, Señor, que el día suspirado para ella amanezca cuanto antes! Entonces examinando la conducta de la Junta Central, hallará tal vez en ella errores y defectos, porque se componía de hombres, y no de ángeles, pero ciertamente no hallará manchas, ni delitos, porque se componía de hombres honrados y celosos patriotas. Entonces sus verdaderos amigos, los que hemos consagrado a su bien y su gloria nuestros cortos talentos, y nuestras largas vigilias; los que hemos sacrificado nuestra salud, nuestra fortuna, y nuestro reposo por defender su libertad, en vez del premio de amargura y de infamia que nos prepararon nuestros enemigos, hallaremos aquella recompensa de aprecio, y gratitud pública, que es la única que basta a las almas nobles, y que si no tenemos la dicha de gozarla en nuestros días, no podrá faltar a nuestra memoria y nuestras cenizas.

24. V. M. Señor no podrá extrañar la amargura de nuestra queja cuando haya sabido las nuevas humillaciones y atropellamientos que nos ha hecho sufrir la Junta Superior de este reino, dispuestos sin duda a propósito para agravar nuestra injuria y hacer más vergonzosa nuestra situación. Nosotros los miramos como un efecto necesario de las maquinaciones fraguadas en Sevilla, fomentadas en Cádiz, abrigadas por aquella Junta Superior, y no combatidas ni disipadas por el Consejo; y por lo mismo que no estamos distantes de atinar con la inspiración que las extendió desde allá, y con la que aquí las acogió y dio valor y estímulo, no podemos dejar de referirlas a aquel monstruoso y depravado origen. Cuando faltara otra prueba de ello, cuando no lo fuese muy evidente la injusta detención, y arresto de nuestros inocentes compañeros en el Ferrol, después del vergonzoso espectáculo a que fueron expuestos en la bahía de Cádiz, lo convencería la naturaleza misma de la violencia ejecutada con nosotros. Porque ¿levantar pesquisas y procedimientos contra dos hombres públicos arrojados aquí por el naufragio, y sólo detenidos por la noticia de hallarse sus casas y bienes ocupados por los bárbaros; contra dos consejeros de Estado conocidos aquí, como en el resto de España, no sólo por las altas funciones que acababan de ejercer, sino también por su carácter personal, y sus pasados servicios, destinos y conducta?... Y ¿para qué? Para recoger unos pasaportes que hubiéramos exhibido a cualquiera que los pidiese, y que no presentamos porque nadie los pidió, y porque no siendo este nuestro destino, nos pareció bastante avisar, como avisamos de nuestra arribada al capitán general del reino... Y ¿para qué? Para reconocer y recoger nuestros papeles... Y ¿cómo? ¿Por medio de una comisión confiada a un militar, acompañada de asesor y escribano, escoltada con tropa, y asistida de todo el aparato de la justicia y de la fuerza con que son investigados los delitos, y perseguidos los delincuentes? Cinco días ha, Señor, cuando esto escribimos que se halla aquí esta comisión, sin haber determinado cosa alguna sobre las vigorosas protestas que hemos opuesto a tan violento atentado, y mientras que la Junta Superior de este reino decide sobre nuestra suerte, nuestro honor, nuestra reputación, y acaso nuestra existencia se hallan comprometidos y arriesgados. Porque ¿qué juzgará este pueblo? ¿Que, todo el reino de Galicia, donde nuestro atropellamiento va resonando ahora, de dos hombres, contra quienes se procede tan escandalosamente, y de un procedimiento que empieza por el despojo de sus papeles, de su propiedad más sagrada, de la que está más enlazada con su probidad y sus sentimientos? ¿Acaso la Junta de Galicia quiere renovar las escandalosas escenas con que el autor de los males públicos afligió a la nación en otro tiempo?

25. Señor este tiempo, el tiempo de la tiranía debe haber pasado ya, y no debe volver para España, ni suceder a él, una época de anarquía y desorden que le fuera todavía más funesta. Si nosotros resignamos en V. M. el ejercicio del poder soberano que nos habían confiado las provincias, fue para que le pudiese ejercer sobre toda la nación con más vigor y severidad, no para que las Juntas Provinciales le menguasen o pusiesen en duda. Si tal se permitiese, no será menester que los bárbaros destruyan la nación; ella perecerá por sus propias manos. Esto es Señor, lo que nos aqueja; esto lo que da más fuerza a nuestra voz, no la humillación y violencia que personalmente nos oprime. Aunque acostumbrados a sufrir injusticias y ultrajes por el abuso del poder supremo; aunque pobres, desamparados, sin hogar ni refugio en nuestra patria; aunque condenados al desprecio, a la proscripción, y a la muerte por su pérfido tirano, nada nos aflige tanto como el ver desconocida y despreciada en nosotros la soberana autoridad de V. M. Dígnese pues V. M. de volver por ella, volviendo por nuestra causa; dígnese de vengar sus ultrajes en los nuestros; dígnese de cubrir nuestro honor con el escudo de su autoridad, y de escarmentar a los que le ofenden con la espada de su justicia; y no guarde V. M. por más tiempo un silencio, que si es muy funesto para nosotros, lo puede ser mucho más para esta nación generosa, que de su justo y rígido gobierno se debe prometer su libertad y su gloria.

Muros 29 de marzo de 1810.-Señor Gaspar de Jovellanos.-El Marqués de Camposagrado.

Resolución.

Excmo. Sr.:

Con esta fecha comunico al Capitán General de Galicia la real resolución siguiente:

«El Consejo de Regencia de España e Indias se ha enterado de los atropellamientos que el Sr. D. Gaspar de Jovellanos y el Marqués de Camposagrado han sufrido en Muros de Noya por el coronel D. Juan Felipe Osorio, comisionado de la Junta Provincial de Santiago para ejecutar una orden de la superior de ese reino. En su vista ha tenido a bien reprobar S. M. la conducta observada por la Junta y por Osorio; pues ni aquélla debió mandar procedimientos ilegales, ni Osorio faltar en la ejecución a los actos, que exige la atención y previene el derecho con respecto a las personas de las circunstancias del Sr. Jovellanos, y Camposagrado. Lo participo a V. E. de real orden para su noticia, y que haga saber esta soberana resolución a los referidos interesados, a la Junta Superior de ese reino, a la de Santiago, y al coronel Osorio.»



De la misma Real Orden lo traslado a V. E. para su inteligencia y satisfacción. Dios guarde a V. E. muchos años. Isla Real de León 27 de abril de 1810.-Nicolás María de Sierra.-Sr. D. Gaspar de Jovellanos.




ArribaAbajoNúmero XXV. Resolución del expediente de registro

Por el señor secretario del Despacho de Gracia y Justicia se ha pasado al primero de Estado la real orden siguiente:

Excmo. Sr.:

Sin embargo de que jamás se persuadió el Consejo de Regencia, que no habiendo manejado caudales públicos los vocales de la Junta Central, que estaban a bordo de la fragata Cornelia, en el mes de febrero de este año, pudieran haber ocultado en sus equipajes las cantidades que se denunciaron al Gobierno; entendió S. M. que convenía no desatender desde luego la delación, sino por el contrario tratar de averiguar lo cierto, por el orden y medios legales, para que el público no aventurase conceptos equivocados, y pudiesen acrisolar el suyo los citados vocales. En su virtud se remitió la delación al tribunal de policía y seguridad pública, con orden de que se procediese a la formación de la competente causa, y al más escrupuloso registro de los equipajes de aquéllos, todo lo cual se cumplió, constando en el expediente, que los vocales embarcados en dicha fragata eran, el Conde de Gimonde, el Vizconde de Quintanilla, D. Lorenzo Bonifaz, D. Sebastián Jocano, D. Francisco Castanedo y D. José García de la Torre; que la delación dada por D. Francisco de Noceda de que tenían como 300 baúles de oro y plata era calumniosa, que según declaraciones de varios individuos empleados en la fragata, los baúles eran de 14 a 15, y algunos cajones, y su peso, arreglado al tamaño; y que como 7 u 8 se habían trasbordado igualmente que el señor D. Gaspar de Jovellanos y el Marqués de Camposagrado, al bergantín mercante Nuestra Señora de Covadonga; que habiéndose procedido al reconocimiento de los baúles, se halló en uno de Bonifaz como 2500 reales en dinero, en otro de Jocano como 4000, en otro de García de la Torre 46000 en monedas de oro; en uno de Quintanilla 2000 reales y en una petaca varias piezas de plata antiguas; en otro de doña Antonia Coca, hermana política del anterior, varias piezas de una vajilla antigua; que en otro de Castanedo había tres talegos con dinero, como unos 60000 reales en pesos fuertes, y plata menuda, expresando que tenía en esta cantidad la mayor parte D. José Cevallos, vecino de Almagro su hermano político; que en otro baúl del Conde de Gimonde como 18 cubiertos de plata; en otro de un familiar de Castanedo dos talegos, uno con 8000 y otro con 22000 reales propio que, dijo, eran de D. Antonio Bustamante racionero de Jaén que se hallaba presente; que al concluirse esta diligencia entregaron los vocales un memorial pidiendo que se les oyese en justicia contra el delator; que el referido tribunal de policía en vista de todo consultó, que reservando su derecho a los individuos de la Junta Central, se les manifestase que la opinión pública y las circunstancias actuales exigían las providencias que fueron acordadas; que se hiciese público el resultado de la sumaria imponiendo silencio a los delatores; que se apercibiese a D. Francisco Noceda que fue el delator, se abstuviese en lo sucesivo de suplantar especies desnudas de fundamento sólido, y lo mismo al contador de la fragata Cornelia D. José María Croquer, en cuya presencia, así como en la de Noceda se procedió al reconocimiento; que habiéndose dado cuenta de todo esto a S. M. lo mandó pasar al Consejo, para que consultase la providencia que debería darse en justicia contra los delatores, y el modo de desagraviar a los sujetos, tan falsamente calumniados; pero el Consejo únicamente consultó, conformándose con el dictamen fiscal; que para que tuviese efecto la soberana voluntad, era necesario dar a la causa otro estado diferente, y tal, que pudiese dar margen a una providencia capaz de indemnizar el honor ultrajado de los interesados, y castigar la falta de precaución, o ligereza de los delatores, pues no resultando aún plenamente convencidos éstos de su malicia de ninguna manera debían tenerse por reos, mayormente cuando no se les habían tomado declaraciones por preguntas de inquirir, ni se les habían hecho los cargos correspondientes, como lo había reconocido el propio tribunal de seguridad; creyendo por lo mismo el Consejo, que en este negocio era importante se administrase rigurosa justicia; y que no teniendo para ello estado la causa, se podía devolver al tribunal de seguridad, para que sustanciándola legalmente, la determinara según derecho; que habiéndose conformado S. M. con este dictamen, se pasó efectivamente la causa a dicho tribunal, y posteriormente a la Real Audiencia de Sevilla, subrogada en lugar de aquél, y en donde dando curso al proceso conforme a lo resuelto por S. M. a consulta del Consejo, después de oído el fiscal, se mandó conferir traslado a los interesados, que es el estado en que se halla. En él han ocurrido los interesados exponiendo que no aspiran al castigo de los calumniadores, y sí sólo a que se desagravie su honor, y se haga pública su pureza de conducta y su inocencia. Y habiéndose conformado S. M. con tan moderada solicitud, ha resuelto, que pase a V. E., como lo ejecuto, una minuta de lo que resulte del referido expediente, para que se publique en la Gaceta.

Dios guarde a V. E. muchos años.

Cádiz 10 de agosto de 1810.-Nicolás María de Sierra.-Señor secretario de Estado y del Despacho. Suplemento a la Gaceta de la Regencia del martes 14 de agosto de 1810.




ArribaAbajoNúmero XXVI. Resumen de los servicios y persecuciones del autor

Lista de servicios y persecuciones de D. Gaspar de Jovellanos


En 29 de noviembre de 1767 fui nombrado alcalde del crimen de la Real Audiencia de Sevilla, y promovido después a oidor de la misma audiencia, desempeñé estos cargos hasta octubre de 1778. Fui entonces nombrado alcalde de casa y corte, y ejercí aquel empleo hasta el de 1780.

Promovido al Real Consejo de las Órdenes Militares y armado caballero de la de Alcántara, tomé posesión de mi plaza en julio del mismo año.

En 1778 había sido nombrado individuo de la Sociedad Patriótica de Madrid y de la Real Academia de la Historia, y en 1781 fui admitido en la Real Academia Española y nombrado académico de honor, y después consiliario de la de las Nobles Artes, y concurrí con frecuencia y aplicación a los trabajos de estos ilustres cuerpos.

En 1782 hice, en virtud de Real Orden, la visita del real convento de San Marcos de León, de la Orden de Santiago, cuya nueva biblioteca fundé y cuyo archivo hice arreglar.

En el mismo año pasé, de Real Orden, al Principado de Asturias, con encargo de disponer el señalamiento, apertura y construcción de un camino de cinco leguas desde el puerto de Gijón hasta la ciudad de Oviedo. Reconocí y señalé la línea e hice levantar el plano del camino y sus obras, nombré una junta y formé la correspondiente instrucción para la dirección de ellas; en 18 de setiembre coloqué la primera piedra de la puerta que da entrada a Gijón, y dando principio a los trabajos por sus dos puntos extremos, continuaron sin interrupción hasta quedar concluida una hermosa y sólida carretera, con tres puentes, tres fuentes, muchos murallones de retén y otras obras de comodidad y ornato.

En 1783, después de informar al gobierno sobre la continuación del mismo camino hasta la ciudad de León y sobre la necesidad de abrir otros dos por los puntos de Leitariegos y Ventaniella, para dar a los concejos de oriente y poniente de Asturias comunicación con Castilla, formé, de Real Orden, una instrucción general para la dirección, construcción, conservación y adorno de aquellos y otros caminos, cuenta y razón de los fondos destinados a ellos, establecimiento de peones camineros, casas de posta, posadas, pontazgos, y demás relativo a su objeto.

En el mismo año fui nombrado ministro de la Suprema Junta de Comercio, Moneda y Minas, al despacho de cuyos negocios asistí con asiduidad mientras residí en Madrid.

En 1789 fui nombrado por S. M. para visitar el colegio militar de la Orden de Calatrava en la universidad de Salamanca, y arreglar su disciplina interior y estudios; cuya comisión desempeñé desde abril hasta agosto de 1790.

Al mismo tiempo fui encargado de disponer la construcción de un nuevo colegio para mi orden de Alcántara. Obtenido el terreno y señalado el sitio por el ilustre ayuntamiento de Salamanca, llamé un arquitecto de Madrid, que levantó el plan de un hermoso edificio; formé la junta que debía entender en la dirección de la obra, y le dejé la correspondiente instrucción impresa; hice la solemne colocación de su primera piedra y se dio principio a los trabajos; pero ruines intrigas de una comunidad vecina, poderosamente protegidas en la Corte, lograron embargarlos, y privaron al colegio de una decorosa y cómoda morada y a la ciudad de Salamanca de uno de sus mejores ornatos.

Al mismo tiempo fui también encargado de arreglar el antiguo archivo del convento de comendadoras de Sancti-Spiritus, de la Orden de Santiago, en la misma ciudad, y con arreglo a una instrucción que hice imprimir a este fin, fue desempeñad o este trabajo por D. José Acebedo Villarroel, y quedó aquel archivo bien preservado y ordenado, con los extractos e índices correspondientes.

El año anterior de 1789, después de haber informado al gobierno, en virtud de Real Orden, expedida por el Ministerio de Marina, sobre las ventajas que podía producir a la nación el cultivo de las minas del carbón de piedra de Asturias, había sido nombrado también por S. M., a propuesta de la Suprema Junta de Estado, para pasar a aquel Principado a examinar el estado de dichas minas, con el encargo de proponer al gobierno cuanto estimase conducente para dar a este ramo de comercio interior y exterior todo el impulso y extensión posible; cuya comisión reservé para después de cumplida la de Salamanca. Pero vuelto a Madrid, en agosto de 1790, para dar cuenta al Consejo de la visita del colegio de Calatrava, una intriga de Corte trató de hacerme salir de allí. El motivo fue entonces bien conocido. Había empezado la cruel persecución que el ministro Lerena excitó contra el Conde de Cabarrús, haciéndole encerrar en el castillo de Batres, y sin duda ofendía en Madrid la presencia del que era contado entre sus mejores amigos. En la noche del solemne día de San Luis me hallé con una Real Orden, en que, suponiéndose que había abandonado la comisión de la visita y vuelto a Madrid sin permiso de S. M., se me mandaba que inmediatamente me restituyese a Salamanca. Contesté en la misma noche, demostrando, con la orden del Consejo, que, lejos de abandonar mi comisión, concluida ya, había vuelto a dar cuenta en él de la visita y del plan de estudios formado para el arreglo del colegio de Calatrava, y con la real licencia, expedida por el Ministerio de Marina, de donde dimanaba la comisión de Asturias, que no había vuelto sin permiso. Descubierta que fue la impostura, se revocó la orden; pero se me previno que, dado que hubiese cuenta de mi primera comisión, pasase inmediatamente a Asturias a desempeñar la segunda. Así lo cumplí, habiendo obtenido antes la aprobación de la visita y todos sus autos, y la del plan de estudios, que fue mandado llevar a ejecución.

Convencido por este incidente de que no se me quería en la Corte y de que la última orden era un honesto destierro de ella, y no descontento de ir a vivir en mi casa y a trabajar en beneficio de la nación, pasé a Asturias en setiembre inmediato, y desde luego emprendí la visita de todas las minas del carbón de piedra que se cultivaban en sus diferentes concejos, reconocí su situación, anchura, calidad de sus carbones, facilidad de su saca y transporte, sus precios al pie de la mina y puntos de extracción, fletes de conducción por mar, objetos y puntos de consumo interior y exterior, con lo demás necesario al buen desempeño de mi encargo.

Tomada esta instrucción de hecho, y leídos con cuidado los tratados de Mr. Morand, sobre el arte de beneficiar las minas de carbón fósil, y de Mr. Venel, sobre su aplicación a los usos domésticos e industriales, dirigí mi informe al gobierno, en mayo de 1791, en diferentes memorias. En la primera di una idea general y exacta de la riqueza y favorable situación de las carboneras de Asturias y de las muchas y grandes ventajas que podía sacar la nación de su cultivo y comercio, y procuré llamar la atención del gobierno a tan importante objeto, proponiendo los medios que me parecieron más oportunos para dar el mayor impulso a este ramo de industria interior y de comercio activo de España. En la segunda satisfice a una representación remitida a mi informe del director general de Minas, D. Francisco Angulo, que pretendía que las minas de carbón pertenecían a la corona, contra lo declarado por Real Cédula de 25 de diciembre (si no me engaña mi memoria) de 1789, expedida en virtud de mi primer informe. Desvanecí los argumentos de Angulo, aseguré la propiedad de las minas a los dueños de las tierras en que se hallan, con lo que la Real Cédula de 89 fue confirmada por otra de agosto de 1792. En la tercera propuse la abertura de un camino breve y cómodo desde las minas de Langreo, que son las mejores y más abundantes de Asturias, al puerto de Gijón, para facilitar y abaratar la conducción de los carbones y de fomentar su exportación y comercio exterior. En la cuarta expuse la necesidad de fomentar en Asturias el estudio de la mineralogía, para aprovechar mejor estas y otras diferentes minas, de que abunda aquel país, y a este fin la de establecer allí la enseñanza de las matemáticas físicas, y propuse la combinación de esta enseñanza con la de las ciencias náuticas, mandada establecer en Gijón, como puerto habilitado para el comercio libre. En la quinta y sexta propuse lo s medios de costear el camino y dotar la enseñanza ya indicada, y en la séptima las providencias y estímulos que convenían para fomentar la exportación marítima de los carbones y criar una abundante marina carbonera, que diese el mayor impulso a este objeto y produjese las grandes ventajas que había logrado sacar la sabia economía de los ingleses en el tráfico de sus carbones.

En el mismo año de 1791, después de remitidas mis memorias, pasé, de Real Orden, a visitar los colegios militares de Santiago y Alcántara de la Universidad de Salamanca; verifiqué su visita, arreglé su disciplina interior, apliqué a entrambos el plan de estudios que había formado el año anterior; y aprobadas mis providencias por S. M., a consulta del Real Consejo de las Órdenes, me restituí a Asturias a esperar la resolución sobre las proposiciones contenidas en mis memorias, según se me prevenía en la Real Orden.

En 1792 fui nombrado subdelegado general de caminos en el Principado de Asturias, y desde luego informé y propuse al superintendente general de este ramo cuanto era necesario para la continuación de la carretera de Asturias a León, dando una amplia idea de las ventajas que esta comunicación prometía para el comercio de las dos provincias.

En noviembre de 1793 se me mandó medir la distancia del camino desde el punto en que estaba construido hasta la altura que divide las vertientes y señala el límite meridional del Principado, y asistido de buenos arquitectos, verifiqué la medida y la nivelación de la pendiente de dicha altura hasta el lugar de Puente los Fierros, que está en lo inferior de su falda, e hice formar el plan y cálculo de sus obras, que dirigí, con mi informe, a la Superintendencia General.

En el mismo año, aprobado el establecimiento de la enseñanza arriba indicada, formé el plan del Real Instituto Asturiano y la ordenanza provisional en que se prescribía el orden y método de su gobierno, disciplina y estudios; y aprobado todo por S. M., y removidos diferentes obstáculos que se oponían a la ejecución, verifiqué la solemne instalación de aquel establecimiento y la apertura de sus estudios el 7 de enero de 1794, en la forma que consta de la Noticia del Real Instituto Asturiano, que bajo la protección de nuestro deseado rey, entonces príncipe de Asturias, di a luz en el mismo año. A la enseñanza de las matemáticas puras, cosmografía y navegación, lenguas y dibujo natural y científico, agregué en 1796 la de humanidades castellanas, en un plan que abrazaba, no sólo los principios de gramática general, propiedad de la lengua, poética y retórica castellana, sino también los de dialéctica y parte de lógica que pertenece a ella. Y como yo hubiese fundado anteriormente en Gijón, por encargo y como heredero fiduciario de D. Fernando Morán Lavandera, abad de Santa Doradia, una escuela gratuita de primeras letras para niños pobres, propuse a S. M. la incorporación de esta escuela con el Real Instituto, aunque sin confundir sus rentas, para completar así el plan de estudios de tan útil establecimiento.

En 1797, después de haber instalado la ya dicha enseñanza de humanidades castellanas, recibí dos reales órdenes, expedidas por los Ministerios de Estado y Marina. En la primera, aprobando los arbitrios que, de acuerdo con la Diputación General del Principado, había yo propuesto para continuar el importante camino de León, se me mandaba ya dar principio a sus obras. Por la segunda, que pasase reservadamente a reconocer el estado de los montes de Espinosa y fabricación de carbones en La Cavada y el de la mina de fierro en Jarrezuela, en Vizcaya, destinada para el mismo establecimiento; y con remisión de un voluminoso expediente, formado en la vía reservada de Marina, se me mandaba informar sobre una muchedumbre de recursos y quejas, así de los pueblos de Espinosa, acerca de los perjuicios causados por las cortas de leñas y maderas de aquellos montes, como del Señorío de Vizcaya, que pretendía ser contra sus fueros la adjudicación hecha a S. M. de aquella mina para las dichas fundiciones de La Cavada.

Deseoso de reunir el desempeño de ambos encargos, salí de Gijón, acompañado de dos arquitectos, al punto en que concluían las últimas obras del camino; hice señalar, medir y dividir por trozos la porción de línea que debía construirse para su continuación, y dejando a los arquitectos trabajando el plan particular para las obras de cada trozo, y sus cálculos, a fin de proceder a su remate, me trasladé a la ciudad de León. Allí, conferenciando privadamente con los regidores y personero del común de León, les expuse y demostré las ventajas que hallaría aquel reino, si adoptando los mismos arbitrios que Asturias, promoviesen ante S. M., no sólo la construcción de la parte de carretera perteneciente a su distrito, sino también su extensión hasta Toro, Zamora, Salamanca y Ciudad Rodrigo; idea que fue admitida por el ayuntamiento de León, y propuesta y aprobada por S. M.

Desde allí, tomando el pretexto de un viaje de placer y curiosidad, mientras mis arquitectos desempeñaban su trabajo, emprendí mi camino por la falda meridional de las montañas de León y Burgos, hasta llegar a la raya de Francia, volviendo por la costa de Cantabria hasta Santander, doblando después a La Cavada y saliendo otra vez por Villacarriedo y Torrelavega a Reinosa. En cuya comisión, no sólo reconocí y pisé todos los puntos relativos a ella, sino también las diferentes fábricas de clavazón, de anclas y palanquetas que hay en aquella costa, y los hornos de cementación, funderías y otros establecimientos de esta clase, y el de Jarrezuela y las riquísimas minas de Somorrostro, para poder informar al gobierno con más conocimiento, como lo hice en el mismo año, estando ya en El Escorial; debiendo prevenir que para costear mis viajes y desempeñar tantos encargos, ni yo pedí, ni el gobierno me dio, la menor gratificación ni ayuda de costa.

Vuelto al punto en que se hallaban mis arquitectos concluyendo su trabajo, un capricho de la Corte me separó de tan agradables y provechosas ocupaciones. Se me nombró entonces para pasar a Rusia con el carácter de embajador, que por primera vez se señaló al ministro plenipotenciario de España a aquella Corte; pero a cosa de un mes después recibí otra Real Orden, en que se me llamaba a Madrid para servir el Ministerio de Gracia y Justicia. Estaba yo entonces ocupado en otra empresa, encargada también por el gobierno, y era la de construir un edificio para el Real Instituto Asturiano que ocupaba provisionalmente una casa propia de mi familia, que mi hermano había franqueado a este fin. Quise antes de partir dejar emprendida esta importante obra; señalé y demarqué su sitio, dejé acopiados muchos materiales con las instrucciones convenientes a la ejecución del plan, formado por un arquitecto de la Real Academia de San Fernando, y habiendo colocado solemnemente la piedra angular del nuevo edificio en el día 12 de noviembre, emprendí mi viaje a la Corte.

En agosto de 1798, exonerado del Ministerio de Gracia y Justicia, fui nombrado consejero de Estado y se me mandó volver a Asturias y continuar en el desempeño de mis primeras comisiones; es decir, a mi antiguo, honesto y suspirado destierro.

En 1799 agregué a la enseñanza del Real Instituto una cátedra de geografía histórica, cuya dotación había hecho S. M. en el año anterior, nombrando para servirla al Vizconde de Nais, y en consecuencia, abrí solemnemente esta nueva enseñanza. En 1800 hice la solemne apertura de la enseñanza de física experimental, y en principios de 1801 la de los elementos de química.

En la madrugada del 13 de marzo de 1801 fui sorprendido en mi cama por el regente de la Audiencia de Asturias, que, a consecuencia de Real Orden, ocupó todos mis papeles, sin otra excepción que los del archivo de mi familia. Fue sellada mi librería, cuyo escrutinio se hizo posteriormente por un oidor de la misma Audiencia; fui separado de toda comunicación aun con mis criados, y antes de amanecer el siguiente día fui sacado de mi casa, y con la escolta de la tropa que la rodeaba, conducido a León; allí, recluso por diez días en el convento de San Froilán; de allí llevado, en medio de una partida de caballería, hasta Barcelona y recluso en el convento de la Merced; desde allí embarcado en el correo de Mallorca y conducido a Palma, y desde allí llevado inmediatamente a la cartuja de Jesús Nazareno, sita a tres leguas de la capital, en el valle de Valdemuza, a donde llegué el 18 de abril a las tres de la tarde.

Las órdenes dadas a este fin (ninguna de las cuales se entendió directamente conmigo) eran de que viviese recluso en la clausura de aquel monasterio y privado de comunicación exterior; y pues que no se señalaba plazo ni término a esta pena, es claro que iba a sufrirla por toda mi vida. Hallándome, pues, con tintero a la mano, formé la representación que, con fecha 24 de abril (Apéndice, número III), hice dirigir a mi buen amigo D. Juan Arias de Saavedra. Había ofrecido el Marqués de Valdecarzana, mi primo, ponerla en manos del Rey; llegada que fue, no se atrevió a presentarla, y como Arias de Saavedra hubiese salido ya desterrado a Sigüenza, tampoco pudo proporcionar su entrega.

Sabido esto, formé la representación de 8 de octubre siguiente, e incluyendo copia de la anterior, las dirigí a Gijón al presbítero D. José Sampil, mi capellán, que se había ofrecido a venir a Madrid para ponerla en manos del Rey. Hubo de traslucirse el designio de su viaje; partieron dos postas, una al camino de León y otra a Sigüenza, en busca de Sampil; no dieron con él; pero al entrar en Madrid fue sorprendido con las representaciones por los esbirros del juez de policía Marquina, arrestado en la cárcel de corona, oprimido allí con molestos interrogatorios y amenazas por espacio de siete meses, y al fin llevado por alguaciles a Asturias y confinado a la capital, con obligación de presentarse diariamente al obispo, y sin poder hacerlo en su casa ni en la mía.

Casi al mismo tiempo era arrestado en Barcelona por el regente de la Audiencia, D. Antonio Arango, mayordomo de mi buen amigo el Marqués de Campo Sagrado, sin otro motivo que haberse hallado entre los papeles de Sampil una carta suya indiferente, pero amistosa, y sólo por la simple sospecha de que siendo yo amigo de su amo, y él de Sampil, podía haber tenido parte en el envío de las representaciones. Sufrió Arango en Barcelona por espacio de ciento veintinueve días las mismas molestias y vejaciones que Sampil en Madrid, y no resultando el menor indicio que confirmase tan vana y cavilosa sospecha, fue puesto en libertad.

Pero el autor de las representaciones era yo, y en mí fue castigado con mayor rigor el enorme delito de haber reclamado en ellas la justicia del Rey. El 5 de mayo de 1802 el sargento mayor de Dragones D. Francisco del Toro vino a arrancarme de la tranquila y santa reclusión en que estaba, y me trasladó al castillo de Bellver, situado en un alto cerro, a cosa de media legua al poniente de Palma. El rigor y estrechez del encierro que sufrí allí se pueden ver en la consigna dada para mi custodia por el gobernador del castillo (Apéndice, número III), según las órdenes del Capitán General, que fueron cumplidas a la letra, et ultra.

El viaje de los reyes padres a Barcelona en aquel verano, para celebrar el matrimonio de los desgraciados príncipes de Asturias, me hizo esperar que a lo menos se mitigaría algún tanto el rigor de mi encierro, pero sucedió lo contrario. En el solemne día 14 de octubre, destinado para celebrar el cumpleaños y las bodas del Príncipe y para derramar con profusión las gracias que alcanzaron a los más infelices delincuentes, y al mismo tiempo en que las salvas de la plaza y las banderas de los buques empavesados anunciaban tan grande celebridad y alegría, un nuevo destacamento de distinta tropa subía el cerro para relevar el antiguo, y otro gobernador venía a reemplazar al que antes mandaba el castillo. Entrados en él, un riguroso registro se hizo en mi cuarto, cama y muebles, y se estrechó más y más el rigor y la vigilancia de mi encierro. Fue ocasión de esta nueva violencia una orden del ministro Caballero, en que, suponiéndose que yo había hecho dos representaciones a S. M., se culpaba al Capitán General y al Gobernador de falta de vigilancia en mi custodia y se les reencargaba el cumplimiento de las órdenes anteriores. No pudiendo referirse esta orden a las representaciones del año anterior, pues que ellas habían dado motivo a mi traslación a Bellver, y no habiendo hecho yo, ni por mí, ni por interpuesta persona, ninguna otra representación, di por seguro que se había inventado tan indigna falsedad para agravar, en vez de dar alivio a mi triste situación; pude engañarme, y en efecto me engañé, si fue cierto lo que se me aseguró en carta que recibí en Aranjuez, en noviembre de 1808, de un pretendiente que buscando mi influjo, exponía por mérito que condolido de mi triste suerte, había puesto en manos de S. M. una copia que conservaba de mis representaciones del año anterior; torpeza que pudo ser inocente, aunque también amañada, pero que como quiera que fuese, sólo sirvió para agravar mi opresión y mi sufrimiento.

Me hallaba yo entonces enfermo de resultas de la inflamación de una parótida junto a la oreja izquierda, que producida por la falta de ejercicio y por el calor y poca ventilación del cuarto en que vivía encerrado, había hecho necesaria una operación dolorosa para abrir el tumor, y una larga curación para curar la herida. Con este motivo el comandante interino de la plaza, D. Juan Villalonga, representó, con certificación de facultativos, la necesidad de que se me permitiese algún desahogo y ejercicio, remitiendo el expediente al Capitán General, que se hallaba en Mahón, para que le dirigiese a la Corte. Pero hablaba a sordos; estos oficios no tuvieron contestación alguna, ni yo el menor alivio.

Un principio de cataratas que asomó el año siguiente en mis ojos, por efecto de la misma situación, confirmado con dictamen de facultativos, movió al Capitán General a que solicitase para mí el permiso de tomar baños de mar. Defirió la Corte a esta instancia; pero señalándose para los baños un sitio expuesto a la vista del paseo y camino público de Portupí, y las más indecentes precauciones para mi custodia, rehusé con indignación este alivio, queriendo más privarme de él que ofrecerme en espectáculo de lástima y desprecio a la vista de las gentes.

El permiso de baños, renovado por la Corte, aunque con las mismas precauciones, se verificó en el año siguiente en lugar más retirado y oportuno, y desde esta época los baños sirvieron de pretexto para que pudiese pasar en compañía del capitán de la guardia la mayor parte de las tardes del año; único alivio que disfruté, más bien debido a la humanidad del general Vives, que a la indulgencia de mis opresores.

En una palabra, para pasear un poco dentro del castillo, para confesarme, para hacer testamento, para comunicar en cartas abiertas con mis hermanos sobre negocios de familia, fueron necesarias órdenes de la Corte; cuyo indecente tenor, que se podrá ver en el Apéndice ya citado (número III), hará patente a todo el mundo la bajeza con que el Marqués Caballero servía al odio implacable de los autores de mi desgracia.

De esta relación, y de lo dicho en la segunda Parte de la Memoria, resulta que después de haber servido con buen celo a mi rey y a mi patria en varios destinos y comisiones, desde 1767 hasta 1801, y desde 1807 hasta el presente, ya atendido, o ya olvidado del gobierno, y ahora ensalzado sin mérito, ahora ultrajado y oprimido sin culpa, llegando al sesenta y ocho de mis años, tengo todavía que buscar mi tranquilidad en aquella máxima de Cicerón47: «Conscientiam rectae voluntatis maximam consolationem esse rerum incommodarum: nec ullum maximum malum praeter culpam». (Ad famil. Ep. 4, Lib. VI.)




ArribaAbajoNotas a los Apéndices


ArribaAbajoPrimera nota

Nadie se escandalice al leer una proposición, que parece tan contraria a la que ha sancionado el Supremo Congreso Nacional en sus primeros decretos, antes de examinar la exposición que voy a hacer del sentido en que fue concebida y escrita; la cual, si no me engaño bastará no sólo para desvanecer toda apariencia de contrariedad, sino también para disipar varias dudas y escrúpulos, que por falta de advertencia, o de meditación, han excitado aquellos augustos decretos.

Pero si, por desgracia, hecha esta explicación, se hallare todavía mi dictamen poco conforme con el que han sancionado las supremas Cortes, (cosa que ciertamente no espero) mi deber será respetar la autoridad de los sabios representantes de mi nación, como humilde, y sinceramente lo hago; pero mi opinión particular será siempre la misma; sin que por eso tema ofenderlos. Porque habiendo decretado también la libertad de opinar, y escribir, mis errores podrán merecer su compasión, o su desprecio; pero nunca su odio.

Si tanto divagan las opiniones de los políticos acerca de la residencia de la soberanía, es sin duda por las diferentes acepciones en que se toma esta palabra, y tengo para mí que sólo con determinar su significación, se conciliarían los pareceres más encontrados, sobre la idea que enuncia. Cuando las palabras indican seres inmediatamente percibidos por los sentidos, las ideas que excitan en nuestro espíritu pueden ser claras y distintas; aunque también en esto cabe alguna confusión y oscuridad, ya por el mal uso, y ya por la imperfección de los idiomas. Mas cuando indican nociones formadas por reflexión, y conceptos a que hemos dado en nuestro espíritu una existencia meramente ideal, entonces toda la inexactitud, y confusión, que cabe en la perfección de estas nociones, cabe también en las palabras que las indican. ¡Qué de disputas no se agitaron entre los antiguos dogmáticos escépticos y académicos, que se hubieran disipado sólo con que se acordasen sobre la significación de la palabra verdad! ¿Y es otro por ventura el origen de esta interminable y eterna lucha de cuestiones y disputas, que se agitan a todas horas en las ciencias o facultades metafísicas, en que, discutiéndose siempre unas mismas dudas nunca se descubre, ni fija la verdad? Pues otro tal sucede con la palabra soberanía, la cual, como voy a explicar, se puede tomar en dos principales y muy diferentes sentidos.

Si por soberanía se entiende aquel poder absoluto independiente y supremo, que reside en toda asociación de hombres, o sea de padres de familia (pues que la autoridad patriarcal parece derivada de la naturaleza) cuando se reúnen para vivir y conservarse en sociedad, es una verdad infalible que esta soberanía pertenece originalmente a toda asociación. Porque habiendo recibido el hombre de su Criador el poder de dirigir libre, e independientemente sus acciones, es claro, que no puede dejar de existir en la asociación de algunos o muchos hombres, el poder que existe en todos, y en cada uno de los asociados. Pero es menester confesar que el nombre de soberanía no conviene sino impropiamente a este poder absoluto; porque la palabra, soberanía es relativa y así como supone de una parte autoridad, e imperio, supone de otra sumisión y obediencia; por lo cual nunca se puede decir, con rigurosa propiedad, que un hombre o un pueblo es soberano de sí mismo.

Otro tanto se podría decir de la soberanía política si por tal se entiende aquel poder independiente, y supremo de dirigir la acción común, que una asociación de hombres establece al constituirse en sociedad civil; porque desde entonces la soberanía ya no reside propiamente en los miembros de la asociación, sino en aquel, o aquellos agentes, que hubiere señalado la constitución, para el ejercicio de aquel poder, y en la forma que hubiere prescrito para su ejercicio.

De aquí es, que de ninguna nación constituida en sociedad civil, se podrá decir con rigurosa propiedad que es soberana, porque no se puede concebir una constitución, en que el poder independiente de dirigir la acción común haya quedado en la misma asociación, tal como estaba en ella antes de constituirse. Aun en la más libre democracia este poder soberano no reside propiamente en los ciudadanos ni cuando dispersos, y dados a sus privadas ocupaciones, ni cuando reunidos accidentalmente, o de propósito para su defensa, para sus ritos, o para sus espectáculos y diversiones, sino que residirá en todos, o en los que todos hubieren elegido, cuando se hallaren solemnemente congregados, en la forma acordada por la constitución, para el fin de determinar y dirigir la acción común.

Sin embargo, el lenguaje ordinario de la política da el título de soberano a un pueblo así constituido, y no sin buena razón porque ora sea que sus individuos se hayan reservado el derecho de congregarse, para determinar y dirigir la acción común, ora hayan confiado este encargo a cierto número de personas, si éstas fuesen elegidas sucesivamente por todos ellos, siempre se entenderá que todos dirigen aquella acción, ya inmediatamente o ya por medio de sus representantes; y por tanto se podrá decir sin repugnancia, que se han reservado la soberanía puesto que en ellos queda, virtualmente existente.

Por último todavía se podría decir lo mismo cuando los constituyentes, reservándose el poder de hacer las leyes necesarias para mantener la constitución, y proteger los derechos de los ciudadanos hubiesen confiado a una sola, o a pocas personas, el poder de dirigir la acción común según ellas, con tal que esta persona o personas fuesen elegidas, y renovadas periódica y sucesivamente por todos los ciudadanos. Porque entonces este poder, no sería propiamente de las personas que le ejerciesen, sino de la nación que se le confiaba, y renovaba por medio de las elecciones sucesivas, y por cuya autoridad, y a cuyo nombre le debían ejercer. Y por lo mismo, no a ellas, sino a la nación convendría mejor el título de soberano, pues que en ella residiría virtualmente la soberanía.

Pero si una nación, al constituirse en sociedad abdicase para siempre el poder de dirigir la acción común, y le confiriese, a una, o pocas personas determinadas; y si de tal manera se desprendiese de él, que su traslación sucesiva, de unas en otras, se hiciese por derecho hereditario, o en otra forma cualquiera, independiente de la voluntad general, entonces ya no podría decirse ni en el sentido natural, ni según el lenguaje de la política, que la soberanía quedaba existente en la nación. La constitución en este caso, ya no sería, ni se diría democrática, sino monárquica, o aristocrática, y según la propiedad del idioma político, se diría que la soberanía se hallaba en aquella persona, o cuerpo, encargado de dirigir permanentemente la acción común, y no en la nación así constituida.

Ni este lenguaje y concepto serían repugnantes cuando los asociados, al constituirse en sociedad política, se hubiesen reservado aquella parte del poder supremo, que tiene por objeto el establecimiento de las leyes; porque no a este poder, sino al llamado ejecutivo se atribuye el título de soberano en el estilo ordinario de los políticos. Y la razón es, porque aunque las leyes sean las reglas, o dictados, a cuyo tenor se debe arreglar la acción común, no son ellas, ni sus autores quien la dirige, sino aquella persona, o cuerpo a quien la constitución concede el poder de gobernar. El poder legislativo declara, y estatuye; pero el ejecutivo ordena y manda; y cuando manda por establecimiento perpetuo y a nombre propio, como en el caso de que voy hablando, él es el que dirige soberanamente la acción común, por más que la dirija conforme a las leyes.

Porque debe advertirse, que el poder ejecutivo no se cifra solamente en la mera función de ejecutar las leyes, sino que se extiende a cuantas son necesarias para dirigir la acción común; esto es para regir, y gobernar la sociedad, y aun por esto tengo yo para mí, que su más propia denominación sería la de poder gobernativo, porque es un poder vigilante y activo que se supone incesantemente ocupado en el gobierno y conservación de la república. Por lo mismo, considerado en su propia y esencial naturaleza abraza y supone funciones, que de ninguna manera convienen al poder legislativo, y que no sin grande inconveniente se pueden reunir con él. Aunque las naciones se gobiernen según sus leyes, más que por ellas se gobiernan por una continua, incesante serie de órdenes, y providencias, que se refieren no sólo a la ejecución de las mismas leyes, y a su habitual observancia, sino a la dirección de la fuerza y a la administración de la renta del Estado; a proveer a las ocurrencias eventuales que la conservación del orden y sosiego interior, y la comunicación y seguridad exterior exigen; al nombramiento, dirección, y conducta de los agentes, que sirven al desempeño de sus funciones; y en fin, a la constante vigilancia sobre la conducta pública de los ciudadanos, cuya protección, y defensa está confiada a su inmediata acción. Así es, que mientras el poder legislativo de una nación delibera tranquilamente sobre las leyes y reglamentos que conviene establecer, para el bien de la sociedad, y los decreta, en los períodos, y ocasiones señalados por la constitución (pues que una vez establecida la legislación nacional, la necesidad de hacer nuevas leyes no puede ser, ni diaria, ni frecuentemente) la vigilancia y acción del poder ejecutivo son continuas, diarias, incesantes, en la persona o cuerpo que le ejerce, y en sus agentes. Y como para todas ellas sean necesarios mando, y imperio superior, y independiente, de aquí es que al poder que ejecuta estas funciones se da, y conviene el concepto, y título, y se adjudican los atributos de la soberanía.

Débese advertir también, que no porque la constitución señale límites, y prescriba condiciones al ejercicio del poder ejecutivo permanentemente establecido, se podrá negar que es independiente, puesto que realmente lo será siempre y mientras obre, y se contenga dentro de su esfera. No podrá ciertamente salir de ella, ni traspasar los límites, ni quebrantar las condiciones, que se le hubieren señalado; pero cuando los respetare y guardare, la misma constitución que los señaló, y impuso protegerá su independencia en el ejercicio de la autoridad que le hubiere confiado, y le asegurará su conservación.

Esto supuesto, nadie dudará ya del sentido, en que fue asentada la proposición que voy explicando; sin que sea necesario contraer esta doctrina a la constitución o leyes fundamentales de España, a que se refería mi dictamen sobre la convocación de las Cortes. Porque cuáles sean, según estas leyes el poder y derechos legítimos de nuestros monarcas, es generalmente conocido que por ellos fueron siempre distinguidos con el título y denominación de soberanos, ninguno me parece lo negará. Ninguno tampoco que pasa por un dogma constante de la política sancionado por nuestras leyes, que la soberanía es indivisible. Luego en el sentido en que se dice, que nuestros reyes son soberanos, será una herejía política decir que la soberanía reside en la nación.

Pero he prevenido ya que no es uno sólo el sentido en que se puede tomar la palabra soberanía; y que haya otro, en que se pueda decir que España, u otras naciones igualmente constituidas es soberanía, es lo que espero demostrar ahora, con razones tomadas de los más conocidos principios de la política. Empeño que no desaprobarán mis lectores, por el honesto y recomendable fin con que emprendo esta breve discusión.

Pueden la violencia y la fuerza crear un poder absoluto y despótico; pero, no se puede concebir una asociación de hombres, que al constituirse en sociedad, abdique para siempre tan preciosa porción del poder supremo como la que pertenece a la autoridad gobernativa, para depositarla en una, o en pocas personas, tan absolutamente, que no modifique esta autoridad, prescribiendo ciertos límites y señalando determinadas condiciones para su ejercicio.

Prescritos, pues, estos límites, y señaladas estas condiciones, en una constitución establecida por pacto expreso, o aceptada por reconocimiento libre, si se supone en la persona, o cuerpo depositario de esta autoridad, un derecho perpetuo de ejercerla, con arreglo a los términos de la constitución, es preciso suponer también en ellos una obligación perpetua, de no traspasar estos términos. Y, como los derechos y las obligaciones de los pactos sean relativos, y recíprocos, de tal manera, que no se pueda concebir en una parte derecho, que no se suponga en la otra obligación, ni obligación, que no suponga derecho recíproco, resultará que si la nación así constituida tiene una obligación perpetua de reconocer, y obedecer aquel poder, mientras obre según los términos del pacto, tendrá también un derecho perpetuo para contenerle en aquellos términos, y por consecuencia, para obligarle a ello, si de hecho los quebrantare; y si tal fuere su obstinación, que se propasare a sostener esta infracción con la fuerza, la nación tendrá también el derecho de resistirla con la fuerza, y en el último caso, de romper por su parte la carta de un pacto, ya abiertamente quebrantado por la de su contratante, recobrando así sus primitivos derechos.

Por dura que parezca esta doctrina, no sólo es conforme a los principios generalmente admitidos en la política, sino también a nuestra constitución, como se puede probar con ejemplos y autoridades domésticas. Los españoles la han profesado siempre, y usado del derecho que les atribuye, como de un derecho perfecto, y legítimo; y si fueron siempre dechado de amor, respeto, y fidelidad a sus reyes, lo fueron también de resolución y constancia en la conservación, y defensa de sus fueros y libertades.

Cuando provocados por la despótica y soez insolencia de los ministros franceses y flamencos que trajera consigo el joven Carlos I; cuando irritados con el desprecio, con que fueron tratadas sus reclamaciones en las espurias Cortes de La Coruña de 1518, se vieron forzados a tomar las armas, en uso y defensa de este derecho, entonces, las principales ciudades y villas de Castilla, congregadas por medio de sus representantes en la famosa Junta de Ávila, después de señalar los artículos en que sus libertades y las leyes que las protegían fueran quebrantadas, enviaron al Rey un mensaje, cuya sustancia era: «que si separaba de su lado a los malos consejeros, autores de aquella infracción, y convocadas unas Cortes libres, confirmase con su real asenso la reparación de sus agravios, otorgando las peticiones que le presentaban conformes con las leyes, y antiguas costumbres del reino, que S. M. había jurado cumplir, desde luego, depondrían las armas, que contra su inclinación se vieran forzados a tomar, y serían en adelante ejemplo de fidelidad y obediencia a su persona y Gobierno.» La causa de la nación fue vencida entonces por la intriga y la fuerza; pero su razón no pudo serlo.

Más clara y resuelta había sido la intimación que Pedro Sarmiento hizo a Juan II a nombre de la ciudad de Toledo, como cabeza de las demás ciudades, y villas de Castilla; la cual no repito aquí porque puede verse en el escrito a que se refiere esta nota. Y si todavía se desearen otros ejemplos en confirmación de esta doctrina, la historia de nuestras Cortes los suministrará a cada paso, así en las de Castilla, como en las de Navarra, Aragón, Cataluña y Valencia.

Pero nada es tan decisivo en la materia, como la Ley 10.ª, Título I de la Partida II, que se ha copiado en la primera parte de esta Memoria; en la cual, describiéndose al tirano usurpador de un reino, aplica nuestro sabio legislador su doctrina al rey legítimo que abusare de su autoridad y poder, por estas memorables palabras: «otro si decimos que maguer alguno no oviese ganado señorio de regno por alguna de las derechas razones que digiemos en las leyes ante de esta, que si el usare mal de su poderio en las maneras que digiemos en esta ley, aquel puedan decir las gentes tirano; ca tornase el señorio que era derecho, enorticero, asi como dijo Aristotiles en el libro que fabla del regimiento de las ciudades, et de los regnos.»

Ahora bien si se considera el carácter, y esencia de este derecho se hallará, de una parte; que es una porción de aquel poder absoluto, e independiente; que dijimos residir, originalmente en toda asociación de hombres, o padres de familia, reunidos para constituirse en sociedad política; y de otra, que es por su naturaleza, un poder independiente, y supremo; puesto que en su caso es superior a todo poder constitucional. Cualquiera otro poder político tiene su origen en el pacto social; éste sólo es original, primitivo, e inmediatamente derivado de la naturaleza. Es además un poder político puesto que está reservado y asegurado en la constitución. Si pues es supremo, y si dentro de su esfera y en todo lo que pertenece al logro de su objeto puede obrar, no sólo con total independencia, sino con superioridad a cualquiera otro poder derivado de la misma constitución. ¿Quién dudará que puede ser distinguido también con el dictado de soberano?, y por más que en el lenguaje común tenga esta voz otro sentido y acepción, si por ella se quiere enunciar una superioridad e independencia de poder, ¿a cuál convendrá mejor atendido el origen y la naturaleza de los derechos políticos que a este poder supremo que pertenece a todas las naciones constituidas en sociedad, y del cual ni el tiempo, ni el descuido, ni la ignorancia, ni la fuerza las pueden despojar, ni ellas mismas pueden despojarse?

Ahora, si prescindiendo de su naturaleza se reduce la discusión a saber si el dictado de soberanía está más bien aplicado en uno que en otro sentido, ¿quién no ve que ésta será ya una mera cuestión de voz? Es verdad que estas cuestiones nunca son indiferentes cuando nacen no tanto del uso y aplicación de las palabras, cuanto de la imperfección del lenguaje científico, como en la presente materia. En efecto, siendo tan distintos entre sí el poder que se reserva una nación al constituirse en monarquía, del que confiere al monarca para que la presida y gobierne, es claro que estos dos poderes debían enunciarse por dos distintas palabras, y que adoptada la palabra soberanía para enunciar el poder del monarca, faltaba otra diferente para enunciar el de la nación. De aquí es que enunciado este último poder por la misma palabra hayan creído algunos que se despojaba al monarca del poderoso derecho que le daba la constitución, cosa que me parece del todo ajena del espíritu del real decreto. Parecía por tanto que para evitar equivocaciones, y disipar escrúpulos, se podría adoptar otra palabra que indicase específicamente el poder nacional. Y no es de ahora este mi modo de pensar. Me acuerdo que conversando un día sobre esta misma materia con mi sabio y digno amigo Lord Wasall-Holland cuando se hallaba en Sevilla por el verano de 1809, le manifesté que este poder supremo original, y imprescriptible que tenían las naciones, para conservar y defender su constitución, no me parecía bien definido por el título de soberanía; puesto que esta palabra enunciaba en el uso común, la idea de otro poder, que en su caso, era inferior, y estaba subordinado a él. Por lo cual me parecía que se podría enunciar mejor por el dictado de supremacía, pues aunque este dictado pueda recibir también varias acepciones, es indubitable que la supremacía nacional es en su caso, más alta y superior a todo cuanto en política se quiera apellidar soberano o supremo.

Como quiera que sea este supremo poder de que he hablado hasta aquí, es a mi juicio el que está declarado a la nación en el decreto de las supremas Cortes bajo el título de soberanía. Éste y no otro. Porque ¿quién podrá persuadirse a que los sabios y celosos padres de la patria, que acababan de jurar la observancia de las leyes fundamentales del reino quisiesen destruirlas? ¿Ni arruinar el gobierno monárquico, los que entonces mismo le reconocían y le mandaban reconocer? ¿Ni menos despojar de sus legítimos derechos al virtuoso y amado príncipe a quien habían ya reconocido y jurado, como soberano, y a quien con tanta solemnidad y entusiasmo, proclamaron y juraron de nuevo en el mismo acto, por único y legítimo rey de España? Piensen, pues, otros lo que quieran, ni yo entiendo ni creo que se pueda entender en otro sentido aquel augusto decreto.

Pero cuales sean los límites de esta supremacía, o sea soberanía nacional, es otra cuestión sobre que oigo discurrir con mucha variedad, y no me atrevería a tocarla, si la necesidad de explicar otras proposiciones no me obligase a añadir sobre ella algunas palabras. Pocas serán, porque aunque la materia pudiera tratarse muy a la larga, suponiendo en una nación el poder necesario para conservar y defender el pacto constitucional, las dudas acerca de este poder sólo pueden versar sobre dos puntos. 1.º, ¿tiene toda nación el derecho no sólo de conservar sino también de mejorar su constitución? 2.º, ¿tiene el de alterarla y destruirla para formar otra nueva? La respuesta a mi juicio es muy fácil, porque tan irracional me parecía la resolución negativa del primer punto como la afirmativa del segundo.

En efecto cuando una nación señala límites e impone condiciones al ejercicio de los poderes que establece, ¿cómo podrá creerse que reservándose el poder necesario, para hacerlos observar y cumplir, no se reservó el de establecer cuanto la ilustración y la experiencia le hiciesen mirar como indispensable para la preservación de los derechos reservados en el pacto? ¿Ni cómo que pudo proponerse el fin sin proponerse los medios de conseguirle? Podrá por tanto la autoridad encargada de velar sobre el mantenimiento del pacto; esto es el poder legislativo expresando la voluntad general, explicar y declarar sus términos, y asegurar su observancia por medio de sabias leyes y convenientes instituciones. En una palabra podrá hacer una reforma constitucional, tal y tan cumplida cual crea convenir al estado político de la nación y a su futura prosperidad. ¿Y quién será el hombre que después de tantas infracciones de nuestras más sagradas leyes, y de tantas violaciones de nuestras más venerables costumbres, después de tantos abusos del poder gobernativo y de tantas opresiones y agravios, como la arbitrariedad de los ministros, y el despotismo de los privados hicieron sufrir a los españoles; después en fin de tan tristes experiencias y de tan costosos desengaños, niegue a esta generosa y desgraciada nación el derecho de precaverse para en adelante contra tamaños males, reformando, mejorando y perfeccionando su constitución?

Pero supuesta la existencia de esta constitución y su fiel observancia por las autoridades establecidas en ella, ni la sana razón, ni la sana política permiten extender más allá los límites de la supremacía, o llámese soberanía nacional; ni menos atribuirle el derecho de alterar la forma y esencia de la constitución recibida, y destruirla para formar otra nueva, porque ¿fuera ésta otra cosa que darle el derecho de anular por su parte un pacto por ninguna otra quebrantado, y de cortar sin razón y sin causa los vínculos de la unión social? Y si tal se creyese posible, ¿qué fe habría en los pactos? ¿Qué religión en los juramentos? ¿Qué firmeza en las leyes? ¿Ni qué estabilidad en el estado y costumbres de las naciones? ¿Ni qué seguridad, qué garantía tendría una constitución, que sancionada, aceptada y jurada hoy pudiese ser desechada y destruida mañana por los mismos que la habían aceptado y jurado? He aquí ¡porqué en mi voto sobre las Cortes desaprobé el deseo de aquellos que clamoreaban por una nueva constitución, y he aquí porqué en la exposición que hice de mis principios en la 2.ª parte de esta Memoria indiqué que el celo de los representantes de la nación debía reducirse a hacer una buena reforma constitucional! Ni creo yo que sea otro el espíritu de los sabios decretos que se refieren a la constitución del reino. Lo contrario sería tan ajeno del celo y lealtad, como de la prudencia y sabiduría de los ilustres diputados de Cortes, y lo sería también del voto de una nación, tan generosa y religiosa como la nuestra, y tan amante de su rey; de una nación tan constante en el propósito de defender su libertad y sus derechos, como enemiga de las peligrosas innovaciones, que so pretexto de felicidad, la pudiesen conducir a su ruina.

Tales eran los principios que guiaban mi pluma cuando pronuncié en la Junta Central mi dictamen sobre la convocación de las Cortes, muy ajeno de la necesidad de publicarle y ahora los expongo con el mismo candor, y buena fe, con que los asenté entonces. No me motivo a explicar el empeño de sostener mis opiniones, porque ¿qué pueden valer en el público las de un solo hombre privado? Me movió el deseo de conciliarlas con otros, que tal vez son menos contrarias a ellas de lo que aparecen; el de remover algunas dudas, y escrúpulos que, en materia tan importante, pudieran producir no poca inquietud, y turbación; y en fin el de reunir y atraer en torno de la augusta representación nacional, la opinión de los sabios y celosos patriotas, para que les sirviese de apoyo, y fuerte escudo contra los ataques de la ambición, y las preocupaciones de la ignorancia. Si estos deseos fueren cumplidos, me tendré por dichoso; pero si todavía mis opiniones desagradaren, mi desgracia será tanto mayor, cuanto respetar las ajenas, está en mi mano; asentir a ellas no. El respeto es libre, pero la convicción no lo es.




ArribaAbajoSegunda nota

He indicado ya cuán difícil es explicarse con exactitud en materias de política por la imperfección de su nomenclatura; y si de este defecto nacieron las dudas suscitadas sobre la residencia de la soberanía, de él, también otras sobre la del poder legislativo.

El sabio Marina le atribuyó a nuestros reyes; yo en mi Memoria, le atribuyo también a nuestras Cortes. Debo pues, en explicación de mis principios, decir alguna cosa para ilustrar este punto.

Desde luego presupongo, que el poder legislativo es divisible, a diferencia de la soberanía, que no lo es. La razón de esta diferencia se halla en la esencia de uno y otro poder. La soberanía, supone mando, y el mando no admite división. Dividirle, es debilitarle, embarazarle y destruirle. El poder legislativo supone deliberación, y ésta, lejos de repugnar la división, la requiere; porque es más perfecta cuando repetida y más meditada. De donde nació aquella máxima política, acreditada ya por la razón y la experiencia, que reconoce que el poder legislativo es más perfecto cuando repartido en dos cuerpos, que cuando acumulado en uno solo.

Pasando después a analizar la naturaleza de este poder, se hallarán en él tres funciones esenciales; la iniciativa, la resolución y la sanción. Si estas funciones se reunieren en una sola persona o cuerpo, allí solamente residirá el poder legislativo; mas si se dividen y comunican, y mezclan, allí residirán, donde se hallare el ejercicio de estas funciones.

Ahora bien, es indubitable que nuestros reyes tenían la iniciativa de las leyes, pues que expedían sus decretos motu proprio, y sin necesidad de ajena proposición. Lo es, que tenían la resolución, pues que las decretaban con consulta, o sin ella; y lo es, en fin, que tenían la sanción, pues que las promulgaban a su nombre, y mandaban obedecer y cumplir, ora fuesen decretadas por ellos, ora a propuesta de las Cortes. Y he aquí porqué el sabio Marina atribuyó solamente al Rey el poder legislativo.

Mas si se consideran con atención las funciones que ejercían las Cortes en esta misma materia, se hallarán en ellas todos los caracteres del poder legislativo. Tenían la iniciativa, pues que proponían al Rey todas las leyes que creían necesarias, o convenientes para el bien del Estado; y esto en tal manera, que se negaban a deliberar sobre las concesiones propuestas por el Rey, hasta tanto que el Rey resolviese las peticiones que debían presentarle. Tenían la resolución, pues que estas proposiciones eran libres, y separadamente movidas, discutidas y acordadas por los diputados de Cortes, antes de elevarse a la sanción del Rey. Y no porque el respeto les diese el nombre de peticiones perdían aquel carácter; que también los auxilios propuestos por el Rey a las Cortes para los objetos de administración y defensa pública se distinguieron siempre con el nombre de pedidos. Tenían en fin la sanción, porque el mismo Marina reconoce que ningún decreto real podía elevarse a ley permanente sin que fuese aprobado por las Cortes; lo cual era un verdadero y perfecto equivalente del derecho de confirmación, o sanción, que ejercían los reyes cuando las leyes eran propuestas por las Cortes. Es pues claro, que ni se puede negar que nuestros reyes gozaban del poder legislativo, ni tampoco que le gozaban las Cortes, y lo es por consiguiente que este poder residía conjuntamente en el Rey y en la nación congregada en Cortes. Verdad, que hace el más alto honor a la sabiduría de nuestros padres, que con tanta prudencia y previsión supieron enlazar el ejercicio de las funciones de este precioso poder. Porque si todas hubiesen sido exclusivamente confiadas a los reyes, los derechos de la nación hubieran quedado sin fianza, ni defensa, y ido siempre a menos; y si todas exclusivamente a las Cortes, el poder ejecutivo se hubiera ido cercenando, y confundiendo y amalgamando poco a poco con el legislativo; y en ambos casos hubiera perecido la constitución, declinando en absoluta monarquía, o en perfecta democracia.

Ampliar esta doctrina y confirmarle con autoridades y ejemplos fuera fácil, pero ni es necesario ni lo permite una nota; me basta haber desenvuelto el sentido de mis proposiciones.




ArribaAbajo Tercera nota

El origen de la representación popular es tan antiguo como nuestra constitución, según se ve en las Actas de los concilios o cortes góticas, cuyos decretos se promulgaban solemnemente ante el pueblo de la capital, y eran aceptados y como sancionados por él.

Los reyes de Asturias, restableciendo el sistema político de los godos, conservaron esta antigua y loable costumbre, pues se halla que a la solemne confirmación de la donación que Alfonso II, llamado el Casto, hizo a la iglesia de Lugo, concurrieron no sólo los prelados y grandes, sino también el pueblo.

Los reyes de León dieron mayor extensión al derecho de asistencia a las Cortes que tenía el pueblo, ampliándole a otros fuera de la capital. En las Actas del Concilio de León, celebrado en 1108, después de decirse que asistió con el Rey el glorioso colegio de los obispos, primados y barones del reino, se añade civium multitudine, destinatorum a singulis civitatibus, considente. Consta además que a la confirmación del concilio de Oviedo de 1119 asistieron, con la reina doña Urraca y sus hijos, y sus hermanas Geloira y Teresa, y los hijos de éstas, no sólo los obispos y grandes, sino también gran número de personas de los territorios de Asturias, León, Astorga, Zamora, Campos de Toro, Galicia, Castilla, Montaña y Vizcaya; y aunque las firmas dan bastante a entender la diferencia de estados, consta más claramente la asistencia del popular por esta cláusula del prefacio: congregatis principibus, et plebe totius predictae regionis.

Esto era en el siglo XII, pero en el XIII se halla ya legalmente reconocido este derecho de representación popular, pues que la Ley de Partida que trata del establecimiento de los tutores del rey pupilo dice expresamente: «Debense ayuntar alli do el Rey fuere todos los mayores del regno, asi como los perlados et los ricos honres, et otros homes buenos é honrados de las villas, et desque fueren ayuntados», etc.; de cuya cláusula se puede colegir, no sólo la asistencia del pueblo a estas asambleas, sino también que concurría con derecho de deliberación en ellas, y de consiguiente, que era ya un estamento representativo en las Cortes.

No consta cómo el pueblo elegía entonces sus diputados; pero la costumbre sucesiva de venir a las Cortes procuradores de los concejos hace creer que esta elección se hacía por los individuos de sus ayuntamientos, como representantes habituales del pueblo.

Este derecho de representación era sin duda general por aquellos tiempos, pues la asistencia de ciudades y villas a las Cortes en el siglo XIII, XIV y XV consta de algunos ejemplos y documentos que no son desconocidos. Mas como los reyes tuviesen la facultad de convocar las Cortes, vino a suceder con el tiempo, no sólo que se contentasen con llamar a ellas los procuradores de las ciudades, seguros de que su asenso se tendría por bastante para obligar a todos los pueblos de sus distritos, sino que redujeron la convocación a ciertas y determinadas capitales, las cuales de tal manera miraron esto como un derecho propio y exclusivo de asistir y votar en las Cortes, que al otorgar los servicios de millones, pactaron con el Rey que no le extendería a otras ciudades. Y he aquí lo que, en falta de memorias más exactas, se puede decir del privilegio de voto en Cortes, que tanto menguó el derecho de la representación popular, hasta que al fin la venalidad de los oficios concejiles le arruinó del todo. Pero estaba reservado al celo e ilustración de la Junta Central restituir mejorado este precioso derecho al pueblo español, para que, asegurado con la sanción de sus augustos representantes, sea en adelante el mejor y más seguro garante de su libertad.




ArribaCuarta nota

La prisa con que se escribió esta representación, y la falta de libros, nos hicieron caer en un anacronismo, que la buena fe exige que deshagamos aquí. El Infante de Antequera no presidió las Cortes de Madrid en 1390, en cuyo tiempo estaba aún en la edad pupilar, así como su hermano Enrique III, de cuya tutoría se trató entonces. Las Cortes que presidió fueron las congregadas en Toledo en 1406, hallándose su hermano enfermo de la dolencia de que falleció durante ellas.

Pero deshaciendo nuestra equivocación, no debo omitir que estas últimas Cortes, no sólo fueron señaladas por el concurso grande de todos los estados, como dice Mariana, y porque en ellas se disputó largamente sobre el valor del testamento del Rey y la confirmación de los tutores que nombrara para su primogénito, sino por un hecho harto notable en nuestra historia, en el cual se vio la grande extensión que los miembros de los tres brazos reunidos daban al poder y derechos de su representación. Después de largas discusiones sobre estas materias, un partido poderoso y bien apoyado, fomentando el descontento que había excitado en el reinado anterior la creación de corregidores, con despojo del derecho que tenían los pueblos para nombrar sus magistrados, y so pretexto de las nuevas turbaciones y peligros con que amenazaba la larga tutela de un rey niño de veintidós meses, obtuvo que se ofreciese la corona a su tío el Infante D. Fernando. Un poco de ambición y de condescendencia de parte de este príncipe la hubieran asegurado en su cabeza; pero su heroica virtud la desechó con aquella memorable respuesta, que le dio más gloria de la que pudieran darle todas las coronas de la tierra: «La ambición y la codicia (dijo, respondiendo al Condestable de Castilla, que le hablaba a nombre de las Cortes) no son bastante poderosas sobre mí para arrastrarme a la inhumana y bárbara acción de robar la corona a un inocente huérfano, que es hijo de mi difunto hermano».







 
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