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De mala raza

Drama en tres actos y en prosa

José Echegaray



PERSONAJES
 
ACTORES
 
CARLOS,   25 años. SR. VICO.
ADELINA,   18 años. SRTA. GAMBARDELA.
DON ANSELMO,   60 años. SR. CIRERA.
PAQUITA,   22 años. SRTA. CASADO.
VISITACIÓN,   45 años. SRA. GONZÁLEZ.
DON NICOMEDES,   50 años. SR. PARREÑO.
DON PRUDENCIO,   46 años. FERNÁNDEZ.
UN CRIADO. MELGARES.
 

Época contemporánea.

 




ArribaAbajoActo I

 

La escena representa la sala baja de una quinta o casa de recreo próxima a San Sebastián. Rompimiento en el fondo; se ve un jardín; el mar, a lo lejos; un cielo espléndido. Decorado y mueblaje, ricos y alegres, cual conviene a propietarios bien acomodados y a la estación de verano. Es de día.

 

Escena I

 

VISITACIÓN, PAQUITA, DON NICOMEDES y DON ANSELMO. Aparecen sentados en mecedoras o butacas y formando dos grupos. VISITACIÓN y PAQUITA, a un lado; al otro, DON ANSELMO y DON NICOMEDES. Puede darse movimiento a la escena levantándose y paseando alguno de los caballeros de cuando en cuando, o agrupados de varios modos los personajes, según indique el diálogo.

 

DON NICOMEDES.-  Conque, querido Anselmo, francamente, dime lo que piensas de nuestro hotel.

DON ANSELMO.-  Pues pienso, querido Nicomedes, todo lo bueno imaginable; nada malo. Un lugar de delicia, sin mezcla de mal alguno.  (Con tono algo burlón.) 

DON NICOMEDES.-  Bien dicho: un paraíso; ésa es la palabra. ¿Y el jardín? ¿Y las vistas al mar? Pues ¿y la situación?

VISITACIÓN.-  Hombre, ni que pusieras en venta la finca tendrías mayor empeño en cantarnos sus alabanzas.

DON NICOMEDES.-  Es que lo merece, y si no, que lo diga tu hermano. Dilo tú, Anselmo; repítelo, que Visitación no te ha oído.

DON ANSELMO.-  ¿Yo?

DON NICOMEDES.-  Sí, tú, que eres persona de gusto, y que lo has probado, ¡vaya si lo has probado! ¿Verdad, Paquita? Al escoger a usted por compañera demostró mi hombre que sabía escoger, y que es, tan esforzado militar como artista de alto sentido estético y varón de prudencia y juicio.  (Inclinándose con galantería ante PAQUITA.)  Y ahora atrévete a llevarme la contraria, según costumbre, mujer de Dios.  (A VISITACIÓN.) 

VISITACIÓN.-  Pero ¿qué tiene que ver la boda de Anselmo con las excelencias o imperfecciones de nuestra modestísima vivienda?  (Dirigiéndose siempre a su marido.)  La prueba de que Paquita le gustó es que se casó con ella, a pesar de sus años (los de Anselmo)  (DON ANSELMO se mueve con impaciencia.)  y de sus viudeces (las de mi señor hermano, valeroso brigadier en situación de retiro)  (DON ANSELMO se levanta y pasea.)  y a pesar de tener un hijo como Carlos, mi sabio, severo y simpático sobrino.  (DON ANSELMO se pasea más aprisa.) 

DON NICOMEDES.-  Visitación, que descarrilas.

VISITACIÓN.-  El que va a descarrilar, si no modera la marcha, eres tú. Echa los frenos, hermano.

DON ANSELMO.-  Esos te pondría yo, y con uno bueno me bastaría si era de serreta.  (Aparte. Se sienta con enojo.) 

VISITACIÓN.-  Bueno, pues, como iba diciendo, le gustó Paquita y se casó; pero no le gusta tu hotel, casa de campo o lo que fuere, y se marcha.  (A DON NICOMEDES.) 

DON NICOMEDES.-  ¡Defiéndete, Anselmo, y defiéndeme! ¿Es verdad que nos dejas? ¡Pues si no hace ni mes y medio que estás con nosotros! ¡Si apenas empieza el verano! ¡Vamos, di algo!

DON ANSELMO.-  Pero ¿qué he de decir, señor, si no me dejan ustedes poner palabra en su sitio?  (Con todo de mal humor.)  El hotel me parece encantador, ¿estás contento?  (A DON NICOMEDES.)  Vuestra compañía me es sumamente agradable, ¿oyes tú?  (A VISITACIÓN.)  Pero tengo asuntos en Madrid, y son de importancia, y me voy.  (Pequeña pausa.)  ¡Toma, toma! ¡Corno que hay novedades! ¡El amigo íntimo de mi Carlos, su compañero de colegio, el acaudalado marqués de Vega-Umbrosa, le presenta diputado. ¡Ya veréis, ya veréis!  (Restregándose las manos.)  El chico tiene ambición; pero, entendámonos: ambición noble y digna. Nada; que siente con bríos y dice: «¡Yo he de hacer algo muy grande!» ¡Vaya, mi Carlos vale mucho! ¡Cuando yo digo que vale mucho! ¿Verdad, Paquita?

PAQUITA.-  Carlos es hijo tuyo. ¿Qué más puede decirse?  (Sonriendo.) 

DON ANSELMO.-  ¡Qué buena eres!  (Haciéndole una caricia.) 

VISITACIÓN.-  ¡Hola, hola! ¿Arrullos conyugales?

DON ANSELMO.-  Me parecen preferibles a conyugales arañazos.

DON NICOMEDES.-  ¿Y tu viaje a Madrid se relaciona con esos planes políticos de Carlos?

DON ANSELMO.-  Casi, casi; pero no del todo. La política corre de su cuenta. Yo soy espectador entusiasta; aunque seré, si es preciso, severísimo censor. ¡Oh! Carlos no se me ha de separar ni una línea del camino recto! ¡Ya sabe él lo que soy, y que en cuestiones de dignidad y de honra no transijo con nadie ni por nada!

VISITACIÓN.-  Por sabido; en efecto, eres un puerco espín o un espino silvestre, a escoger.

DON ANSELMO.-  Eso quiero ser para muchos.

DON NICOMEDES.-  Pues hagamos un trato. Te vas cuando quieras, pero nos dejas a tu hijo.

VISITACIÓN.-  Y a tu mujer.

DON ANSELMO.-  Si ellos quieren...  (Mirando a PAQUITA.) 

VISITACIÓN.-  Yo respondo de que no se aburren. Vendrán a vernos todos los amigos de Madrid; ya llegaron a San Sebastián las de Linares, los de Aguilar, el marqués de Casa-Fuente, y también su amigo de ustedes, Víctor Cienfuegos, tan gallardo y tan impetuoso como de costumbre.

PAQUITA.-  No, Anselmo; yo no te dejo.  (Con cierta precipitación y abrazando con mimo a su esposo.)  Yo, contigo.

DON ANSELMO.-  Sí, Paquita; los dos nos iremos, y que se quede Carlos.  (Cariñosamente.) 

VISITACIÓN.-  ¿Empiezan otra vez los mimos? ¡El espino silvestre sólo guarda sus flores, para Carlos y para Paquita!

DON ANSELMO.-  Para quien las busca con cariño.

DON NICOMEDES.-  Pero, en fin, has dicho que nos dejas a Carlos.

DON ANSELMO.-  No tengo inconveniente ninguno.

VISITACIÓN.-  Pues trato hecho. Nos quedamos con tu hijo. Y así conocerá a nuestra Lola, que ha salido del colegio y que llegará uno de estos días.

DON ANSELMO.-  ¿Cuántos años tiene ya?

DON NICOMEDES.-  Dieciocho años.

VISITACIÓN.-  Catorce años.  (Casi al mismo tiempo que su marido.)  ¡Catorce, hombre! Tú nunca sabes lo que te dices  (Incomodada.)  ¡Y qué niña! ¡Un ángel, hermano, un ángel.  (A DON ANSELMO.)  ¡No hay nada parecido! Una criatura, lo dicen todos, que no ha nacido para este mundo.  (Enterneciéndose algo y secándose los ojos.)  ¡Si sabré yo lo que vale mi Lolilla!

DON NICOMEDES.-  ¡Vamos, mujer! Más modestia.

VISITACIÓN.-  ¡Modestia! La que tuviste tú hace rato, y la que tuvo ése hace poco. ¡Toma, toma! Cada cual alaba lo suyo: tú la finca; Anselmo, a su Carlos, y yo, a mi Lola. ¡Y qué educación, Anselmo! Ella sabe francés, ella sabe inglés, ella sabe tocar el piano, ella sabe dibujar...

DON ANSELMO.-  ¡Vamos, ella lo sabe todo!

VISITACIÓN.-  Como que ha estado ocho años en uno de los primeros colegios de París, ¡digo si sabrá! Y aquí en confianza, ya que estamos en familia y que ninguno nos oye... ¡Una preciosidad!  (Bajando la voz.)  Y talento..., ¡tanto como tu Carlos!

DON ANSELMO.-  ¿Saben ustedes que si alguien nos oyese quedaba en cinco minutos enterado de toda la familia, con sus accesorios, rústicos y urbanos? Nada: una exposición de comedia. Dos matrimonios: primer matrimonio, vosotros, Nicomedes y Visitación, con su hija Lolilla en lontananza; personajes secundarios, el coro de la tragedia griega.  (Riendo.)  Segundo matrimonio, ésta y yo, y, además, mi hijo Carlos; personajes principales. ¡Hola, hola!...

PAQUITA.-  Mucho enumerar personajes, como decía Anselmo, y olvidan ustedes el más interesante.

VISITACIÓN.-  ¿Cuál?

DON NICOMEDES.-  ¿Quién?

PAQUITA.-  La pobre Adelina.

VISITACIÓN.-   (Con cierto despego.)  ¡Ah!

DON NICOMEDES.-   (Lo mismo.)  Sí.

DON ANSELMO.-  Dice bien mi mujer: la pobre Adelina.  (Como buscando camorra.) 

VISITACIÓN.-  ,¿Pobre? ¡Ya lo creo! Por caridad la recogimos; que sin nosotros, ¿qué hubiese sido de ella?

PAQUITA.-  ¡Y tan linda!

DON NICOMEDES.-  No es fea.

VISITACIÓN.-  ¡Pchs! Buen cuerpo, como todas las flacas. Y un palmito regular. No hay dieciocho años feos.

DON NICOMEDES.-  Pues yo he conocido algunos.

VISITACIÓN.-  ¡Qué has de conocer tú! Tú nunca conoces nada.

PAQUITA.-  ¡Y tan cariñosa, tan dulce, tan humilde!

VISITACIÓN.-  Hija, la que está en su situación no puede hacer alardes de soberbia. A saber lo que haría si fuese dueña de su casa.

ANSELMO.-  Pues a mí me parece muy simpática y muy buena.

VISITACIÓN.-  Sí, tienes razón: es simpática; la desgracia lo es siempre. Y, hasta el día, tampoco es mala.

DON ANSELMO.-  ¿Por qué dices hasta el día? ¿Por qué supones...?

VISITACIÓN.-  Por nada. ¡Pobre chica! ¡Dios no lo quiera! Y con la educación que ha recibido en mi casa, y estando muy a la mira...

DON ANSELMO.-   (Con impaciencia.)  Pero ¿por qué has de estar a la mira?

VISITACIÓN.-  Porque la cabra tira al monte, y de casta le viene al galgo...

DON ANSELMO.-  ¿Qué quieres decir con todo eso, que yo no lo entiendo?

DON NICOMEDES.-  ¿Tú no sabes la historia de Adelina; mejor dicho, de su familia?

VISITACIÓN.-  ¿Nunca te hemos contado en qué circunstancia la recogimos?

DON ANSELMO.-  Algo he oído..., pero vagamente...

VISITACIÓN.-  Pues oíd, oíd. Aquí, más cerca, no sea que entre de pronto y nos sorprenda.  (Todos rodean a VISITACIÓN en actitudes diversas.)  Pues, señor... Pero... no..., no puedo. Cuenta tú, Nicomedes. A mí, estas cosas..., como en mi casa, jamás..., en buena hora lo diga... Vamos, tú tienes la palabra.

DON NICOMEDES.-  Habéis de saber que érarnos muy amigos de los padres de Adelina.

VISITACIÓN.-  No; de su madre, no.

DON NICOMEDES.-  De su padre quise decir.

VISITACIÓN.-  Eso es distinto.



Escena II

 

Dichos y DON PRUDENCIO, por el fondo.

 

DON PRUDENCIO.-  ¿Secretos tenemos? ¿Consejos de familia? Entonces me retiro prudentemente.  (Deteniéndose. Todos se levantan.) 

VISITACIÓN.-  ¡Don Prudencio!

DON NICOMEDES.-  ¡Hola, don Prudencio! Entre usted, entre usted.

DON PRUDENCIO.-  Mi señora doña Visitación... Paquita... ¡Conque tan bueno...!  (A DON NICOMEDES.)  Don Anselmo, siempre suyo...  (Saludando a todos.)  Lo dicho: si son asuntos reservados, por donde vine me voy.

DON NICOMEDES.-  ¡Calle usted, por Dios!

VISITACIÓN.-  Con usted no hay secretos; usted es como nuestro. ¿Verdad, Nicomedes?

DON NICOMEDES.-  ¡Ya lo creo! Es usted como de la familia.

VISITACIÓN.-  Conque, siéntese usted; aquí, a mi lado.

DON PRUDENCIO.-  Pues si no estorbo...  (Todos se sientan.) 

VISITACIÓN.-  ¡Estorbar usted! Al contrario. Precisamente viene usted muy a punto para pedirle un favor.

DON PRUDENCIO.-  Es, que vengo a despedirme. Parto ahora para mi quinta; pero no quise marcharme sin cumplir deberes sagrados de amistad.  (DON PRUDENCIO habla siempre con cierto énfasis y en todo solemne.) 

VISITACIÓN.-  Pues precisamente por eso.

DON PRUDENCIO.-  Y ese favor...

VISITACIÓN.-  Se relaciona con el asunto de que tratábamos.

DON PRUDENCIO.-  ¿Y de qué trataban ustedes...? Ya que he de saberlo, que de otro modo, yo no me permitiría...

VISITACIÓN.-  De Adelina.

DON PRUDENCIO.-  Ya. ¡Pobre chica! Bien, pues continúen ustedes tratando de esa joven.

DON NICOMEDES.-  Como Anselmo no estaba al corriente... Por eso...

VISITACIÓN.-  Por eso le contábamos la historia de los padres de Adelina.

DON PRUDENCIO.-  Ya. Una triste historia la de esa familia, y una tristísima herencia la de esa niña.

DON ANSELMO.-  ¿Heredó algo?

VISITACIÓN.-   (A DON PRUDENCIO.)  ¿Pregunta si heredó? ¡Qué inocente!

PAQUITA.-  ¿Por qué?

DON PRUDENCIO.-  ¿Nunca oyó usted hablar del naturalista, del gran naturalista Darwin, ni de sus admirables experiencias sobre palomas y otras aves? ¿No sabe usted cómo de padres a hijos se transmiten las cualidades y los defectos; en suma, los rasgos característicos de cada individuo? ¿No le explicaron a usted la gran ley de la herencia, ni llegó a su noticia, mi simpática y respetable amiga, la fuerza incontrastable con que lo que pudiéramos llamar la fatalidad orgánica circula por toda la escala biológica. a través del tiempo? ¿Eh?

PAQUITA.-  ¡Ay, no señor! Yo no sé nada de eso, ni Dios lo permita.

DON PRUDENCIO.-  ¿Por qué?

PAQUITA.-  Porque me dan miedo esas cosas.

DON ANSELMO.-  Pues a mí no me dan miedo; pero el diablo me lleve si he comprendido una palabra.

VISITACIÓN.-  Pues más claro: que la madre de Adelina fue... ¿Cómo diré yo?... Una desdichada.

DON ANSELMO.-  Ya; eso está más claro.

PAQUITA.-  Sí; que su esposo la hizo desdichada.

DON NICOMEDES.-  No, al contrario: que ella hizo a su esposo todo lo desdichado que puede ser un hombre de honor en ciertos casos.

DON PRUDENCIO.-  Precisamente; porque, fíjese usted, Paquita: doña Visitación, hablando con la exactitud que le es propia, no ha dicho «fue desdichada», sino «fue una desdichada», ¿eh?

VISITACIÓN.-  Más clara todavía: la madre de Adelina empezó por tener un amante..., y luego..., Dios lo sabe.

DON ANSELMO.-  Ahora sí que está perfectamente claro.

PAQUITA.-  ¡Jesús! ¡Qué tristezas!

DON PRUDENCIO.-  La ley de herencia, señora mía. La madre de Adelina tuvo varios extravíos amorosos; Pues la madre de esta madre, es decir, la abuela de Adelina, no tuvo menos; y la bisabuela, célebre en los círculos galantes de fines de siglo próximo pasado, padeció varias veces esta misma enfermedad, o, mejor dicho, este exceso de salud; y subiendo por la línea femenina, siempre encontramos en todos sus individuos este mismo carácter filogenético, llamémoslo así.

VISITACIÓN.-  ¡Conque figúrense ustedes qué catástrofe cuando se supo! ¡Un escándalo monumental! ¡Un desafío a muerte! ¡Ella que huye y se hunde más en el fango! ¡El padre de Adelina que rechaza a su hija! Y en fin, la pobre niña que hubiera ido al Hospicio si nosotros, que debíamos grandes favores a su familia, no nos hubiéramos hecho cargo de la pequeñuela.

DON ANSELMO.-  ¡Muy bien hecho!

PAQUITA.-  ¡Rasgo generoso!

VISITACIÓN.-  Se hace lo que se puede.

DON PRUDENCIO.-  Esa es la verdadera fórmula: se hace lo que se puede, en los límites de la prudencia. La caridad, el altruismo diría yo...

DON ANSELMO.-  ¿El qué?

DON PRUDENCIO.-  El altruismo...

DON ANSELMO.-  ¡Ah, sí!  (Aparte.)  ¿Qué será eso?

DON PRUDENCIO.-  Pues bien: la caridad, si usted prefiere esta palabra, debe practicarse en todo mundo civilizado, sin duda alguna; pero sin exageraciones. Creo que ustedes opinarán como yo.

VISITACIÓN.-  Justamente a eso vamos, y he aquí el consejo que Nicomedes y yo pedimos a ustedes, y el favor que esperamos de usted, amigo don Prudencio.

DON ANSELMO.-  Pues no comprendo qué relación pueda haber...

DON PRUDENCIO.-  Yo..., algo vislumbro. Siga usted, siga usted, mi buena amiga. Usted es mujer de juicio, y algo por toda manera discreto va usted a decirnos.

VISITACIÓN.-  Pues me cuesta mucho trabajo decirlo. Porque yo tengo buen corazón, aunque esto sea alabanza propia, y al fin y al cabo, hemos tenido a nuestro lado a Adelina doce años! Pero las circunstancias..., con la venida de Lolilla..., de mi hija..., van a cambiar dentro de poco totalmente.

DON PRUDENCIO.-  Totalmente, es decir, en totalidad. Muy bien pensado y muy bien dicho.

DON NICOMEDES.-  No es decir que Adelina nos pese.

VISITACIÓN.-  ¡Ah!, eso, no; pero la infeliz niña tiene un pasado lastimoso.

PAQUITA.-  ¡Ella no!

VISITACIÓN.-  Su familia he querido decir. La opinión pública es muy severa; y cuando llevemos a sociedad a nuestra hija, preguntarán todos: «¿Quién es esa que va con Lola?» «¿Es su hermana?» No. «¿Es su prima?» Tampoco. «¿Pues cómo vive con los señores de Espejo?» Porque la sociedad es muy preguntona; y el caso es que siempre hay quien conteste a tales preguntas. Y preguntando aquí y escudriñando allá se sabrá toda la historia, y, créanme ustedes, no faltará quien diga con asombro, y quizá con razón: «¿Cómo dejan los señares de Espejo que su hijá tenga tales amigas?»

DON PRUDENCIO.-  Muy bien. No dirán «tal amiga», sino «tales amigas». ¡Oh!, la sociedad tiene gran potencia generalizadora.

DON ANSELMO.-  ¡Bah!, sueñan ustedes. Nadie dirá eso, ni se le ocurrirá a nadie culpar a una niña inocente por los antiquísimos regocijos de unas cuantas abuelas.

DON PRUDENCIO.-  ¡Ah!, no conoce usted el carácter mortífero que afectan todas las luchas morales en los que pudiéramos llamar ocultos senos del medio social, señor Anselmo.

VISITACIÓN.-  En fin, ¿qué quieren ustedes que les diga? Serán exageraciones de una madre...

DON ANSELMO.-  Exageraciones; tú lo has dicho.

DON NICOMEDES.-  No son exageraciones.

DON PRUDENCIO.-  No lo son. La tradición del vicio es tan incontrastable como la ley física que determina la transmisión del movimiento de unos cuerpos a otros.

PAQUITA.-  Pues yo no entiendo de todo eso; pero digo que Adelina es muy buena.

DON ANSELMO.-  Y lo mismo digo yo, señor don Prudencio, a pesar de todas sus leyes, transmisiones y herencias, zarandajas que no valen un comino cuando una mujer dice: «Soy buena porque soy buena», y un hombre agrega: «Soy honrado porque sí»

DON PRUDENCIO.-  Dispense usted, señor don Anselmo. Usted discurre como militar; yo, como hombre de estudio. Son discusiones muy delicadas.  (A VISITACIÓN.)  Conque vengamos a la conclusión, amiga mía.

VISITACIÓN.-  Pues la conclusión es que habíamos pensado éste  (Por DON NICOMEDES.)  y yo en alejar a Adelina de nuestro lado antes que viniese Lola.

DON NICOMEDES.-  ¿Comprende usted bien? Alejarla... Abandonarla, no.

VISITACIÓN.-  ¡Jesús, María y José!... ¡Abandonarla! ¡Eso, nunca!

DON PRUDENCIO.-  Muy bien pensado, amigos míos. No se abandona a esa niña, pero se la aleja. Algo así como el aislamiento moral: el gran remedio contra todo elemento infeccioso.

VISITACIÓN.-  Es el caso que en la aldea, cerca de su quinta de usted, don Prudencio, tenemos una casita muy mona...

DON PRUDENCIO.-  Lo sé; deliciosísima en su sencillez primitiva.

VISITACIÓN.-  Pues en ella vive la nodriza de Lola con su rnarido; gente muy honrada y de toda, confianza.

DON PRUDENCIO.-  ¿Y bien?

VISITACIÓN.-  Que allá pensamos enviar a Adelina.

DON ANSELMO.-  ¿Por mucho tiempo?

VISITACIÓN.-  No. Mientras Lolita se colocase; cinco o seis o siete años. Casada que fuese nuestra hija, probablemente recogeríamos de nuevo a Adelina, a no ser que, comprendiendo su especialísima y triste situaeión, prefiriese entrar en un convento. Conque ustedes dirán qué les parece nuestra idea.  (Pequeña pausa.) 

DON PRUDENCIO.-  A mí, muy acertada. Esta es mi opinión en puridad de verdad.

DON ANSELMO.-  Pues a mí, detestable. Dicho sea con tanta puridad y tanta verdad como don Prudencio.

PAQUITA.-  ¡Pobre Adelina! ¡Parece tan buena!

VISITACIÓN.-  ¿Quién no lo es a los dieciocho años?

DON PRUDENCIO.-  Deje usted, deje usted que los gérmenes se desarrollen. ¡Triste verdad! ¿Quién sabe? Quizá en ese cuerpo tan bello estarán ahora mismo en su período de incubación las repugnantes larvas del vicio.

PAQUITA.-  ¡Por Dios, no diga usted esas cosas! ¡Adelina tiene un fondo excelente, y su carácter es tan dulce, y la pobre niña es tan dócil.

DON PRUDENCIO.-  Dócil, a veces, quiere decir débil. ¡La debilidad, ¡Otro peligro!

PAQUITA.-  ¡Y está siempre tan triste!

VISITACIÓN.-  Pues nosotros nada le hacemos que pueda entristecerla. Es que Adela es mimosilla y tiene sus pretensiones de Poética. Yo la quiero mucho, pero hay días en que no se la puede tolerar.

DON ANSELMO.-  Pero ¿qué mal ha hecho esa criatura, ni qué culpa tiene de lo que pudieran hacer sus ascendientes?

VISITACIÓN.-  ¿Y qué culpa tenemos nosotros ni tiene mi hija de su desgracia? Porque la hemos recogido y la hemos criado, ¿hemos de sacrificar a sus conveniencias el porvenir de Lola?

DON NICOMEDES.-  Eso, de ningún modo; yo no sufro que se perjudique a mi hija por una persona extraña a nuestra familia.

DON ANSELMO.-  Pero ¿en qué perjudica a tu hija la pobre Adelina?

VISITACIÓN.-  ¡En todo!

DON PRUDENCIO.-  En todo, digo yo también: La sombra de lo pasado pesará fatalmente sobre ambas jóvenes, si la previsión maternal no las separa, y esto no sería justo. Y digo más: si andando el tiempo, cuando lazos encantadores de amistad unan sus almas inexpertas, llega a ser Adelina lo que la imperiosa ley de su organismo tradicional exige, tal amistad y tal ejemplo, podrán ser funestísimos para nuestra querida niña. Pero, entrando en otro orden de ideas, digo más todavía: yo observo que Adelina es... ¡una preciosidad!, y pudiera ser... un entorpecimiento..., para la colocación ventajosa de Lola. ¿Me explico? ¿Me comprenden ustedes? Este es un punto delicado, en que tal vez no ha pensado usted, mi señora doña Visitación.

VISITACIÓN.-  Sí, señor; he pensado, porque una madre debe pensar en todo y debe mirarlo todo, Sí, señor; hablando en plata, yo no quiero que Adelina le quite novios a mi hija. ¡Ea, ya lo dije!

DON PRUDENCIO.-  ¡Encantadora ingenuidad!

DON ANSELMO.-  Pues ya no suelto palabra. Allá ustedes. Pero esto no quita para que me parezca inicuo lo que van ustedes a hacer con esa infeliz criatura.

VISITACIÓN.-  Si tanta lástima te inspira, cásala con tu hijo.

DON ANSELMO.-  ¿Qué?¡Con mi hijo! ¿Una mujer de tales antecedentes, en su familia? ¡Pues no faltaba otra cosa! Para mi Carlos, la mujer más honrada, y más hermosa, y más rica, y de familia más noble, y de línea masculinas y femeninas más limpias hasta la centésima generación. ¡Pues ya lo creo! ¡Tú no sabes lo que es mi Carlos ni lo que merece!  (A VISITACIÓN.) 

VISITACIÓN.-  No es más que mi hija. Y lo que no es bueno para tu Carlos, no lo es para mi Lola.

DON ANSELMO.-  ¡Está por ver!

VISITACIÓN.-  ¡Está visto!

PAQUITA.-  Vamos, Anselmo...

DON NICOMEDES.-  Por Dios, Visitación...

DON PRUDENCIO.-  Calma, señoras y señores, calma. Esta animada discusión prueba que, en el fondo, están ustedes conformes que la verdad, al fin, por su propia fuerza, se impone, y que don Anselmo, a pesar de sus instintos generosos, que yo alabo como deben ser alabados, en el terreno de la práctica opina como nosotros. ¿No es esto? ¿Hay duda? ¡Yo creo que no! Pues, entonces, estamos conformes, como antes dije, y perdonen ustedes la repetición.  (Aparte, a VISITACIÓN.)  Me parece que le he cogido, ¿eh?

DON ANSELMO.-   (En voz alta.)  Pues no, señor; no estamos conformes; y si llegara el caso, ya veríamos...  (Aparte.)  ¡Diablo de hombre!

DON PRUDENCIO.-  Conque ahora, vamos...

VISITACIÓN.-  Al favor que tenemos que pedirle.

DON PRUDENCIO.-  Ustedes dirán.

VISITACIÓN.-  A mí me gusta pensar las cosas y hacerlas. Yo soy así.

DON PRUDENCIO.-  Madurez en la concepción. En la ejecución, rapidez. Perfectamente.

VISITACIÓN.-  Quiero decir que, sin que Adelina lo sepa, lo tengo todo preparado para su viaje. Y ya que usted va a su quinta, y que está tan cerca de la de usted nuestra casa...

DON PRUDENCIO.-  Comprendido.

VISITACIÓN.-  Podría usted dejar a Adelina, si no le causase gran molestia, en poder de Juana.

DON PRUDENCIO.-  ¡Ah señores! Coadyuvar a una buena obra fue siempre cosa de sumo agrado para mí.

VISITACIÓN.-  Pues manos a la obra, y llamemos a Adelina.  (Toca un timbre y aparece un criado.)  Antonio, que venga al momento la señorita Adela.

DON ANSELMO.-  Pues, señor, digan ustedes lo que quieran, la despedida será muy triste.

VISITACIÓN.-  Ya lo creo; para todos.

DON ANSELMO.-  Pero repartidas esas tristezas entre muchos, toca menos a cada cual, ¿no es esto? Aritmética del egoísmo.

VISITACIÓN.-  Aritmética del sentido común.

DON PRUDENCIO.-  Ley universal de los seres, cuantitativos, que lo son todos para el caso que tratamos.

DON ANSELMO.-  Todo eso está muy bien: pero lo que yo veo es que nos reunimos aquí cinco personas de edad y respeto, y caritativos por añadidura, para buscar la mejor manera de poner en conocimiento de una pobre niña que la vamos a sacrificar sin compasión.

DON NICOMEDES.-  Silencio, que ella viene.

DON ANSELMO.-   (Sentándose junto a PAQUITA.)  Veamos qué maña se dan ustedes para consumar con mimo y dulzura el sacrificio.



Escena III

 

Dichos y ADELINA, por el fondo.

 

VISITACIÓN.-  Ven aquí, hija mía.  (Con mucho cariño.) 

ADELINA.-  ¿Me llamaban ustedes?  (Con timidez.) 

VISITACIÓN.-  Sí, querida; ven, acércate.

ADELINA.-  Buenas tardes, don Prudencio.

DON PRUDENCIO.-  Muy buenas, Adela.

DON NICOMEDES.-  Siéntate aquí, a nuestro lado.

VISITACIÓN.-  Entre los dos.  (ADELINA se sienta entre DON NICOMEDES y VISITACIÓN.)  ¡Qué cara tan risueña traes! ¡Tan animada! ¡Tus mejillas son dos rosas!

ADELINA.-  Estaba en el jardín..., y el calor...

VISITACIÓN.-  ¿Te paseabas?

ADELINA.-  Sí, señora.

VISITACIÓN.-  ¿Solita, como siempre? ¿Meditando? ¿Allá con tus fantasías?

ADELINA.-  No, señora.

VISITACIÓN.-  ¿No meditabas?

ADELINA.-  ¡Yo! ¿En qué había de meditar?  (Algo asustada.) 

DON NICOMEDES.-  No te apures; si no te vamos a reñirte.

ADELINA.-  ¡El jardín estaba tan hermoso!

DON NICOMEDES.-  ¿Te gusta la soledad?

ADELINA.-  A veces..., sí..., mucho. Pero también me gusta estar con ustedes, que son tan buenos para mí.  (A DON NICOMEDES y VISITACIÓN.) 

VISITACIÓN.-  ¿Lo estás oyendo, Anselmo? ¡Que tan buenos somos para ella!

DON ANSELMO.-  Sigue, sigue, que ya veo que tienes buen pulso para cirujano.

VISITACIÓN.-  Es decir, ¿que estabas a tus solas en el jardín?

ADELINA.-  No; sola, no.

VISITACIÓN.-  Pues ¿con quién, hija mía?  (Pausa.)  Responde, hija; no seas tan encogida.

ADELINA.-  Con Carlos.

DON ANSELMO.-  ¿Eh? ¿Con mi hijo?

ADELINA.-  Sí, señor. Bajé sin saber que iba a encontrarle..., pero le encontré..., y luego paseamos juntos..., como otras veces.

DON ANSELMO.-   (Aparte.)  ¡Diablo!

VISITACIÓN.-  Oye, hermano, ¿quieres tú explicarle el asunto...? Porque yo..., la verdad, me da mucha pena.  (Con cierta sorna en la primera parte.) 

DON ANSELMO.-  ¿Yo?... ¡Bah!.. Eso es cuenta tuya.

ADELINA.-   (Muy alarmada.)  ¡No comprendo! ¿Ocurre algo?... ¿Quizá una desgracia?...

VISITACIÓN.-  No, por cierto. ¿Desgracia? Ninguna.

ADELINA.-  Hablan ustedes de penas..., y yo..., la verdad..., creí...

VISITACIÓN.-  Penas, sí. Tenemos mucha pena. Vamos Paquita, explícale tú... Ella te quiere mucho..., y en tus labios, la vez de la razón... ¿No es verdad, don Prudencio?

DON PRUDENCIO.-  Ciertamente, la voz de la razón... ¡Gran voz!

ADELINA.-  ¡Ay Dios mío! ¡Algo ocurre! ¡Me miran ustedes de un modo! ¡Vamos, Paquita, la verdad!

PAQUITA.-  Pero yo..., ¿cómo he de decirle? Mira, Adelina, yo siento muchísimo separarme de ti.

ADELINA.-   (Sin poder contenerse.)  ¡Ah!... ¡Se va usted!... ¿Y don Anselmo también,? ¿Y también Carlos?

VISITACIÓN.-   (Con malicia.)  ¡Anda, anda! Ya se fueron aquellas rosas que trajiste. Al jardín se han vuelto.

DON NICOMEDES.-   (Aparte.)  A buscar a Carlos.

VISITACIÓN.-  Sí, Paquita y Anselmo nos dejan; pero se queda su hijo.

ADELINA.-   (Sonriendo; ya le pasó la tristeza.)  ¡Ah!... Conque ustedes... ¡Tan pronto!

PAQUITA.-  Dentro de tres o cuatro días.

DON PRUDENCIO.-  Más rápida es, o, mejor dicho, más próxima está mi marcha, querida Adelina.

ADELINA.-   (Con toda la indiferencia que permite la cortesía.)  ¿Sí?

DON PRUDENCIO.-  Yo parto ahora mismo.

ADELINA.-   (Como antes.)  Ya... Cuánto lo siento... Pues nada, don Prudencio... Feliz viaje.

VISITACIÓN.-  No, Adelina; de don Prudencio es inútil que te despidas.

ADELINA.-  ¿Por qué?... ¿Pues no dice que ahora mismo?

VISITACIÓN.-  Sí..., pero tú...

DON NICOMEDES.-  Tú, hija mía...

ADELINA.-  ¿Qué?

VISITACIÓN.-  Tú..., ¿sabes, monina?... Tú acompañas a don Prudencio.

ADELINA.-   (Sin comprender todavía.)  ¿Hasta dónde?

VISITACIÓN.-  Hasta que encontréis a Juana, a quien ya hemos anunciado tu viaje.

ADELINA.-   (Muy acongojada.)  Pero ¿cómo?... ¿Voy a separarme de ustedes?... ¿Y ahora?... Dios mío, ¿por qué?

VISITACIÓN.-   (Con severidad.)  Vamos, vamos... Una niña bien educada no pregunta ni a sus padres ni a sus bienhechores los motivos que tengan para resolver en este o en aquel sentido. ¡Vaya!

DON NICOMEDES.-   (Con cierta dureza.)  Se trata de tu bien, de tu porvenir; en fin, lo hemos resuelto.

ADELINA.-  ¡Ay madre mía!... Ya lo veo claramente: están ustedes enfadados conmigo... Pero ¿qué hice?... ¡Yo no sé!... ¡Yo no adivino!...

VISITACIÓN.-   (Aparte, a ADELINA, con severidad.)  Mira que hay gente extraña; modérate.

DON PRUDENCIO.-   (Aparte, a DON ANSELMO.)  Estas escenas de familia hay que abandonarlas a sí mismas, ¿eh?  (En voz alta.)  Pues yo..., si ustedes me lo permiten, voy a despedirme de Carlos. Entre tanto..., ustedes resuelven.

VISITACIÓN.-  Sí, vaya usted. En el jardín ha dicho Adelina que estaba.

DON PRUDENCIO.-  Unos instantes no más..., y al punto soy de ustedes...  (Aparte.)  ¡Oh, esta niña..., esta niña!



Escena IV

 

PAQUITA, DON ANSELMO, DON NICOMEDES, ADELINA y VISITACIÓN, en este mismo orden.

 

VISITACIÓN.-  No está bien lo que haces. Debes someterte sin protestar a lo que hemos resuelto.

ADELINA.-  Si yo...

VISITACIÓN.-  Sin alardes de desesperación...

ADELINA.-  Pero, señora...

VISITACIÓN.-  Con docilidad, con juicio. ¡Vaya con la niña! Que me has dado un rato delante de don Prudencio... Gracias a que él es la prudencia misma, y se fue.

DON NICOMEDES.-  Y, además, no te separas para siempre de nosotros.

ADELINA.-  ¿Verdad que no?

DON NICOMEDES.-  Dentro de cuatro o seis años, ya veremos.

ADELINA.-  ¡Ay Jesús mío! ¿Qué dice usted? Entonces es para siempre..., ¡para siempre!  (Rompe a llorar.) 

VISITACIÓN.-  Adela, Adela... ¡Mira que me enfado!...  (A DON ANSELMO.)  Pero ¿ves qué falta de resignación?

DON ANSELMO.-  Lo que veo es que no quiero ver estas cosas... Ven, Paquita.  (Se levantan DON ANSELMO y PAQUITA y se preparan para salir.) 

DON NICOMEDES.-  ¿Os vais?...

DON ANSELMO.-  Sí... Tenemos que escribir unas cartas... ¿Verdad, Paquita?

PAQUITA.-  Seguramente.

DON NICOMEDES.-   (Levantándose.)  Pues, aguarda... Ahora que tú lo dices..., recuerdo que yo también tengo que despachar mi correspondencia.  (A ADELINA.)  Vamos, picaruela; tengamos juicio... Luego saldremos todos a despedirte; ya lo creo, todos; pues no faltaba más. Conque no llores..., no hay motivo..., ¡qué diablo! Nadie se muere... Adiós, querida.  (DON ANSELMO, PAQUITA y DON NICOMEDES se dirigen juntos a la puerta de la derecha.) 

PAQUITA.-  ¡Pobre Adelina!...

DON NICOMEDES.-  Hija, es preciso.

DON ANSELMO.-  Es preciso..., pero es mucha crueldad.



Escena V

 

VISITACIÓN y ADELINA.

 

VISITACIÓN.-  ¿No te da vergüenza? Delante de esos señores, ¡llorar como una niña! Y todo, ¿por qué? Ya te lo decía Nicomedes: ¿es caso de muerte?

ADELINA.-  Quién sabe.

VISITACIÓN.-  ¡Bah! ¡Ya salieron tus romanticismos! ¡La joven de dieciocho años que se muere de pena porque va a pasar una temporadita en una preciosa aldea! ¡En una aldea encantadora! Yo estuve allí cuando era muchacha, y te digo que no hay más allá. ¡Qué árboles! Todos verdes, en primavera. ¡Ah! Un encanto.¡Y qué río!..., con su agua que corre... Una delicia. ¡Y qué pájaros!..., que vuelan que es un asombro; vaya si vuelan. ¿Te gustan mucho los pájaros? Pues te hartarás de coger gorriones. Ya no lloras, ¿verdad? ¿Estás más consolada?

ADELINA.-  Consolada; Pues no. Ustedes mandan: es su derecho; yo obedezco: es mi deber, agradecerles lo que por mí han hecho. ¿Qué obligación tenían ustedes?

VISITACIÓN.-  Muy bien. Eso ya es otra cosa.

ADELINA.-  Podían ustedes arrojarme a la calle; se contentan con enviarme con Juana. Pues ¿de qué me quejo? Quien no tiene padres..., vive..., de limosnas de cariño, claro está. Yo nada pido; ustedes algo me dan. Que Dios se lo pague..., que por poco que sea..., ya es mucho para mí.

VISITACIÓN.-  No digas esas cosas... ¡Tienes unas ocurrencias!

ADELINA.-  ¿Y cuándo... han decidido ustedes... que sea la marcha?

VISITACIÓN.-  Ahora mismo. Ya ves, hay que aprovechar el viaje de don Prudencio.

ADELINA.-  Bien está. Siento que sea tan pronto porque no puedo concluir de arreglar a mi gusto...

VISITACIÓN.-  ¿De arreglar... qué?

ADELINA.-  El cuarto de Lola. ¡Yo me había esmerado tanto! Le llevé mi espejo y mi Cristo de marfil... Pero, en fin, hay que tener paciencia.

VISITACIÓN.-  No, hija mía. Todo eso es tuyo. Se te enviará a la aldea.

ADELINA.-   (Levantándose.)  ¿Para qué?

VISITACIÓN.-  ¿Adónde vas?

ADELINA.-  A preparar mi ropa. Don Prudencio espera...

VISITACIÓN.-  No, querida, no lo consiento... Quédate aquí... y yo misma... ¡Que no lo consiento...! No quiero que te molestes... Siéntate y espera, y aquí se te traerá todo.  (Se dirige a la derecha. Aparte.)  ¡Pobrecilla!... Pero nada: ¡primero es mi Lola!



Escena VI

 

ADELINA, sola.

 

ADELINA.-  Hay que obedecer..., ¿qué remedio? Bien me dijo Pascuala, allá a su manera: «Créame usted, señorita: los amos no quieren que se junte usted con su hija.» Es verdad; ahora lo veo. Pero ¿por qué? ¿Por qué, Dios mío? ¿Tan odiosa soy?  (Se queda pensativa.)  Pues los criados bien me quieren; y el perro del pastor me come a caricias; y las golondrinas que anidan en mi ventana acuden a mi voz y comen de mi mano, ¡conque no seré tan antipática! Y Carlos..., Carlos..., ése dice que me quiere más que todos. Pues se acabó; ya no le veré más. ¡No verle!... ¡Ah!, es injusto, muy injusto, lo que hacen conmigo. Quisiera resignarme, pero la voluntad no me basta para contener el dolor. El, a Madrid..., y yo, a mi aldea; y Carlos me olvidará, ¿no ha de olvidarme? ¡Valgo yo tan poca cosa!  (Llorando.)  Verá a otras mujeres más hermosas que yo, y les dirá lo que me ha dicho a mí, y ellas le contestarán lo que yo..., que sí, que le quieren mucho, y la pobre Adelina, como si no hubiese existido. ¡Y, al fin, una de esas mujeres, como a ella no la llevarán a ninguna aldea, se casará con mi Carlos!... ¡Ah, no! Eso, no. ¡Eso no lo sufro!... Cuando pienso en estas cosas comprendo que tienen razón: soy una mala. ¡Dios mío, soy una mala!, porque quisiera que todos sufriesen como yo sufro, que todos llorasen como me hacen llorar a mí, que a todos les mandasen a mi aldea... ¡Todos, todos conmigo!... ¡Conmigo! ¡Conmigo! ¡Allí!... ¡Allí!... ¡Y sin ver a Carlos!... ¡Dios mío! Tú, que eres tan bueno, ¿por qué no eres bueno conmigo? ¡Ay, Virgen mía, y qué penas tan grandes hay en el mundo!  (Rompe a llorar amargamente.) 



Escena VII

 

ADELINA y CARLOS.

 

CARLOS.-  ¿Por qué lloras?

ADELINA.-  ¿Y tú me lo preguntas? ¡Ingrato! ¡Olvidarme por otra mujer!

CARLOS.-  ¡Olvidarte yo!

ADELINA.-  Sí, por ella.

CARLOS.-  Pero ¿quién es?

ADELINA.-  Todavía no se sabe quién será. ¿Cómo quieres que se sepa? Pero yo lo sabré cuando llegue el caso.

CARLOS.-  Tú sueñas.

ADELINA.-  ¡Ojalá

CARLOS.-  Adelina, vuelve en ti. No llores. Mírame.

ADELINA.-  ¿De qué sirve que te mire, si ya no te veré más?

CARLOS.-  ¿Por qué?

ADELINA.-  ¿No lo sabes? Porque me llevan. Así lo han dispuesto.

CARLOS.-   (Con ironía.)  Lo sé todo; tanto como tú; más que tú, pobre niña. Don Prudencio acaba de hacerme relación circunstanciada del suceso y de las causas.

ADELINA.-  ¡Y te veo alegre! ¡Casi risueño! ¡Cuando a mí me ahoga la pena! Bien ha dicho: ¡soñaba! ¡He despertado! ¡Adiós!

CARLOS.-  ¿Adónde vas?

ADELINA.-  A donde mis protectores han dispuesto. Estoy sola en el mundo, y, claro está, cualquiera dispone de mí. Adelina nació para obedecer, y obedece.

CARLOS.-  ¡No, no es verdad! ¡Adelina nació para quererme, y no me quiere como yo la quiero!

ADELINA.-  ¿Que yo... no...? ¡Ahora sí que reiría yo también, si no tuviese tantas ganas de llorar! ¡Yo, más! ¡Mil veces más! Sólo que tú sabes decir esas cosas y yo no acierto a explicarlas; las siento, me ahogan, me enloquecen..., pero se quedan aquí..., en el corazón!

CARLOS.-  Mal se conoce.

ADELINA.-  ¿Por qué?

CARLOS.-  Porque tú te resignas, y yo no me resigno; porque tú consientes en dejarme, y yo no te dejo; porque tú sólo tienes lágrimas, y yo tengo amor; porque yo te digo: «Ven a mí», y tú, con don Prudencio te vas. ¡Buena prueba de cariño! Porque tú murmuras lánguidamente: «Suframos», y yo te respondo con gritos del alma: «Luchemos»; porque tú piensas que voy a ser de otra mujer, y yo quiero hacerte mía para siempre; porque tú, gimiendo como una niña, me mandas un adiós, muy desconsolado, eso sí, pero muy terminante, y yo loco, como un hombre que ama, te sujeto aquí, a mi lado, entre mis brazos, contra mi corazón, por siempre y para siempre, ¡mi bien, mi ilusión, mi esposa, mi todo, mi Adelina!

ADELINA.-  ¡Calla, calla..., que pierdo el juicio! ¡No hasta que me echen de aquí por mísera; será preciso que me arrojen por demente, si me hablas de ese modo...! ¡Pero, no; sigue, sigue, Carlos, que si esto es la locura, más vale, mucho más, que la razón!

CARLOS.-  Y ahora, ¿les obedecerás a ellos o a mí? A ver: escoge.

ADELINA.-   (Se acerca a él y le abraza.)  Ya está.

CARLOS.-  ¿Cómo está?

ADELINA.-  Estando en tus brazos. ¿No estoy en ellos?

CARLOS.-  Pues así, así. Y ahora, calma, calma, mucha calma; finge que te resignas; prepárate para el viaje... Sonríe..., y goza de antemano..., y ponte alegre...

ADELINA.-   (Sonriendo.)  Sí..., ya lo estoy... Acaba.

CARLOS.-   (Enumerando con cierta sorna.)  Porque vendrán todos, y delante de todos, de doña Visitación, de don Nicomedes...

ADELINA.-   (Con espontáneo regocijo.)  Sí...

CARLOS.-  Y de don Prudencio, ¡tan sabio!

ADELINA.-   (Riendo.)  ¡Y tan grave!

CARLOS.-  Y de Paquita, y de mi padre, diré yo: «¡Adelina es mi esposa...!»

ADELINA.-   (Abrazándose a él.)  ¡Carlos...

CARLOS.-  Y mañana, delante de quien vale más que todos ellos, delante de nuestro Dios, diré otra vez: «¡Adelina es mi esposa...!» Y después a ti sola, también te diré: «¡Adelina, al fin eres mi esposa! ¡Di ahora que tu Carlos mentía!»

ADELINA.-   (Separándose de él y cubriéndose el rostro con las manos.)  ¡Ay Dios mío, y qué bueno eres para mí! ¡Ay Virgen mía, y qué dichas tan grandes hay en el mundo!



Escena VIII

 

Dichos, VISITACIÓN, DON NICOMEDES y DON PRUDENCIO, por el fondo.

 

VISITACIÓN.-   (Dirigiéndose a los demás y señalando a ADELINA, que tiene el rostro cubierto por las manos, y creyendo que llora.)  ¡Otra vez! ¡Más lagrimitas! ¡Por San Nicomedes, que esto es ya demasiado! Será preciso que me incomode. ¡Ha visto usted, don Prudencio! qué chica tan voluntariosa y tan inconsiderada!

DON PRUDENCIO.-  Vamos, hija mía; ya estoy a tus órdenes.

DON NICOMEDES.-  Adela..., Adelina..., que don Prudencio aguarda.

VISITACIÓN.-  Arréglate y vuelve en seguida, que es muy tarde.

DON PRUDENCIO.-   (Mirando al reloj.)  Muy tarde; ya lo creo.

VISITACIÓN.-  ¡Vamos, Adelina, pronto...! Y nada de lloriqueos... Y, si es preciso, delante de los criados finges alegría... ¡Cuenta conmigo!

ADELINA.-   (Mostrando su rostro risueño, verdaderamente radiante de felicidad.)  ¡Sí, señora, sí! Ya voy... No se incomode usted; no hay motivo. No lloro. Estoy muy alegre; ya lo creo.  (Riendo.)  ¡Llorar! Ya pasó; al contrario. Adiós... Volveré en seguida... Perdóneme usted... Un beso... Otro... Adiós...  (Sale dando muestras de gran contento. VISITACIÓN, DON NICOMEDES y DON PRUDENCIO se contemplan con asombro. CARLOS los observa con ironía.) 



Escena IX

 

VISITACIÓN, CARLOS, DON NICOMEDES y DON PRUDENCIO.

 

VISITACIÓN.-  Pero ¿ha visto usted este cambio, don Prudencio?

DON PRUDENCIO.-  ¡Ya, ya!

DON NICOMEDES.-  ¡Qué cabeza!

DON PRUDENCIO.-  ¡Qué volubilidad!

VISITACIÓN.-  ¡Antes, una Magdalena, y ahora, contenta como unas pascuas!

DON PRUDENCIO.-  Falta de carácter; seres insustanciales: ésta es la palabra: insustanciales. ¿No cree usted?

VISITACIÓN.-  Lo mismo que usted, don Prudencio.

DON PRUDENCIO.-  Algo le habrá consolado el ir conmigo; porque Adelina «me distingue mucho», para emplear la frase usual.

DON NICOMEDES.-  Puede ser, porque Adelina es muy rara.  (Sin saber lo que dice.) 

VISITACIÓN.-  ¿Qué diecs, hombre...?

DON NICOMEDES.-  Quiero decir que por cualquier cosa...  (Algo aturdido.) 

DON PRUDENCIO.-  Bueno. Ahora lo que importa es que despache pronto y que salgamos en seguida, porque la hora pasa.  (Mirando el reloj.)  A poco que nos entretengamos, perdemos el tren.

CARLOS.-  ¿Tiene usted mucha prisa, don Prudencio?

DON PRUDENCIO.-  ¡Ya ve usted! Son las cuatro; el tren pasa a las cinco... Una hora para ir a la estación... Lo preciso... ¡Al segundo!

CARLOS.-  Pues, entonces, lo mejor que puede usted hacer es irse sin esperar a Adelina.

VISITACIÓN.-  No; eso, no. Ya que hemos andado lo peor del carrino, hay que concluir de una vez.

DON NICOMEDES.-  Precisamente: de una vez.

DON PRUDENCIO.-  Es lo mejor, en mi concepto: de una vez; un, último impulso...

CARLOS.-  Pues por eso: entra usted «de una vez», en su coche, sacude firme a sus potros varias veces, toma usted «impulso..., ¿eh...?, y camino adelante... ¡Hala, hala! Al tren..., y a su preciosa quinta..., y a descansar tan ricamente..., y a meditar en las evoluciones del cosmos, ¿eh?

VISITACIÓN.-  Pero ¿y Adelina?

CARLOS.-  ¡Ah, sí! Pues Adelina se queda con nosotros.

DON NICOMEDES.-  ¡Carlos, por Dios...! Yo creo..., que tú no estás enterado.

CARLOS.-  De todo. Pero no se alarmen ustedes: Adelina se queda en esta casa por muy poco tiempo. Hasta el día de la boda.

DON PRUDENCIO.-  ¿De qué boda habla?  (A VISITACIÓN.) 

VISITACIÓN.-  No sé.

CARLOS.-  Y luego, ella, a su casa, y todos contentos. Contentos ustedes, a quienes ya pesaba la pobre niña... Vaya, no lo nieguen; sería inútil... Contento su marido, que la espera con ansias de amor. Contento el mismo cielo, que se ensanchará de placer con la dicha de ese ángel. Y contenta Adelina, que, con toda esta máquina, ya no va a esa encantadora aldea que ustedes le propinaban.

DON NICOMEDES.-  ¿Qué dice este chico?

VISITACIÓN.-  ¡Qué sé yo! ¡Tonterías!

DON PRUDENCIO.-  Dijo su «marido». Hay que fijarse en esta palabra.

VISITACIÓN.-  ¿Qué estás hablando de un marido para Adelina?  (A CARLOS.)  ¿Dónde está ese ser misericordioso?

CARLOS.-  Quizá muy cerca.

VISITACIÓN.-  ¿Eh...? ¿Muy cerca...? ¡Tú bromeas!

CARLOS.-  No, queridísima tía; ya sabe usted que mi carácter no es bromista. Digo que muy en breve pedirán a usted, con la solemnidad que corresponda, la mano de Adelina.

VISITACIÓN.-  ¿Qué?

DON NICOMEDES.-  ¿Cómo?

DON PRUDENCIO.-  ¡A ver, a ver!

CARLOS.-  Pues vamos allá.  (Adelantándose con solemnidad cómica.)  Don Carlos Ferrer Mendoza, hombre de honor, de veintiocho años cumplidos, con carrera acabada y decidida voluntad, tiene la honra de pedir la mano de Adelina, a sus protectores respetabilísimos. Ahí tienen ustedes.

VISITACIÓN.-  Pero, ¿has oído, Nicomedes?  (Con asombro.) 

DON NICOMEDES.-  ¿Oye usted, don Prudencio? ¿Comprende usted esto?  (Lo mismo.) 

DON PRUDENCIO.-  Vamos despacio. Lo que este joven dice podrá apreciarse de esta o de aquella manera en cuanto a sus fundamentos y consecuencias; pero, en mi concepto, la idea es perfectamente clara: Carlos pretende casarse con Adelina. Digo, me parece.

CARLOS.-  Justamente. No hay como tener talento para comprenderlo todo al primer golpe. ¡Digo, si don Prudencio penetra las cosas!

VISITACIÓN.-  ¿Pero tu padre lo sabe?  (A CARLOS.) 

DON NICOMEDES.-  ¿Y consiente tu padre?

DON PRUDENCIO.-  ¡Ah! Eso ya es otra cosa. Su padre ni lo sabe ni consiente; ya lo verán ustedes.  (Aparte, a VISITACIÓN y a DON NICOMEDES.) 

CARLOS.-  Mi padre es un hombre de honor y un corazón nobilísimo. Me quiere con toda su alma, y cuando se convenza de que yo no puedo ser feliz sin Adelina, consentirá. Sobre todo, pronto saldremos de dudas, porque hacia aquí viene.

VISITACIÓN.-  Pero ¡qué resuelto!  (A DON NICOMEDES, refiriéndose a CARLOS.) 

DON NICOMEDES.-  Con el geniecito de papá, sus ideas sobre el honor y los antecedentes de Adelina, buena se prepara.  (A VISITACIÓN.) 

DON PRUDENCIO.-  De todas, maneras yo agradecería que ustedes resolvieran pronto.  (Consultando el reloj.) 



Escena X

 

Dichos y DON ANSELMO, por la derecha.

 

DON ANSELMO.-  ¿Pasó la tempestad?

VISITACIÓN.-  Aquélla pasó; pero no es mala la que te espera.

DON ANSELMO.-  ¿A mí?

VISITACIÓN.-  A ti precisamente; a cada cual le espera su turno. Acércate y oye lo que dice tu hijo.

DON NICOMEDES.-  Vamos, sobrino. ¿No estabas tan resuelto?

VISITACIÓN.-  Repite a tu padre lo que nos decías hace poco.

DON NICOMEDES.-  Ya ves tú: nosotros, no podemos resolver sin que él reitere en debida forma la petición.

DON ANSELMO.-  A fe que no entiendo una palabra. Hablan ustedes en griego. Usted, don Prudencio, que todo lo sabe, ¿quiere usted traducirme este intrincado pasaje?

DON PRUDENCIO.-  Es traducción peligrosa, amigo mío, y, sobre peligrosa, innecesaria. Como le hable a usted su hijo con tanta claridad como a nosotros, ya le entendera, usted sin necesidad de intérprete.

DON ANSELMO.-  Pues habla tú, Carlos, que soy hombre de poca paciencia, y antes acabaron estos señores con toda la provisión del día.

CARLOS.-  ¡Padre!

DON ANSELMO.-  ¿Qué aire de doctrino es ése? ¿Qué temes de mí? ¿Tan poca fe te inspira mi cariño que necesitas medianeros y recomendaciones? ¿Pues no sabes que soy tuyo con alma y vida?  (Con arranque de cariño.) 

CARLOS.-  ¡Sí, padre mío; lo sé! ¡Dame los brazos!  (Se abrazan estrechamente.) 

DON ANSELMO.-  ¡Diablo! ¡Me voy alarmando! ¿Es cosa seria? ¡Pronto, hijo mío, ábreme tu corazón!

CARLOS.-  ¡Padre mío!

DON ANSELMO.-  ¿Has hecho alguna calaverada? Imposible. Pues ¿por qué nos miran todos así, con cierto aire de burla?

CARLOS.-  ¿Deseas mi felicidad?

DON ANSELMO.-  ¡Vaya una pregunta! ¿Qué es mi fortuna, qué mi vida, ante tu felicidad? Menos la honra, pídemelo todo, que todo es tuyo.

CARLOS.-  ¡Sí, padre! ¡Y yo, todo por ti, hasta mi propia honra! ¡Tú verás, tú verás, si llega la ocasión!

DON ANSELMO.-  ¡Eh! No se dice eso. A la honra no se toca; lo demás, bueno.

CARLOS.-  ¡Todo, todo por ti! No hay que reírse...  (A los demás.)  No hay que mirarme con aire burlón; no hay que pensar: «Ya está engañando con mimos a su papá.» Déjalos, déjalos a ellos..., y entendámonos los dos. Tú me crees. ¿Verdad que me crees?

DON ANSELMO.-  ¡Pues no! Pero ¿adónde vamos a parar con estos preámbulos?

VISITACIÓN.-  ¿Conque no adivinas adónde conducen esos tortuosos caminos?

DON ANSELMO.-  ¡Qué demonio he de adivinar!

VISITACIÓN.-  ¡Pues a la Vicaría, caro hermano!  (Riendo.) 

DON ANSELMO.-  ¿Qué...? ¿Tú...? ¿Pensabas...? ¿Era eso...?

CARLOS.-  Sí, padre; eso era.

DON ANSELMO.-  ¡Caramba, qué idea!... ¡Vaya con el chico!... ¿Conque casarte?

VISITACIÓN.-  Sí, hermano mío; se casa tu Carlos.

DON NICOMEDES.-  Sí, querido Anselmo; y muy pronto.

VISITACIÓN.-  ¡Qué sorpresa! ¿Eh?

DON ANSELMO.-  ¿Y qué? ¿Qué tiene de extraordinario? ¿No me he casado yo dos veces? Pues justo es que se case él, al menos una..., por el pronto.

CARLOS.-  ¡Padre del alma!...

DON ANSELMO.-  Ven acá; no hagas caso de esos zumbones, y hablemos los dos como viejos amigos. ¿Es buena?

CARLOS.-  ¡Un ángel!

DON ANSELMO.-  ¿Es hermosa?

CARLOS.-  ¡Un Cielo!

DON ANSELMO.-  ¿Es rica?

CARLOS.-  Es pobre.

DON ANSELMO.-  ¡Qué lastima!

CARLOS.-  ¿Qué importa?

DON ANSELMO.-  Importar..., no importa mucho; pero, tratándose de mi Carlos, no estaría de más una fortunita...

CARLOS.-  ¡Padre!...

DON ANSELMO.-  Bueno, no insisto. ¿Y su familia?

CARLOS.-  No la tiene.

DON ANSELMO.-  ¡Menos malo!

VISITACIÓN.-  Pero la tuvo.

DON ANSELMO.-  ¿Y qué?

VISITACIÓN.-  Nada; por nuestra. parte, nada.

DON ANSELMO.-  Vamos, clarito: ¿quién es la novia?

VISITACIÓN.-  Carlos..., ¿a qué esperas?... ¿Te da miedo pronunciar su nombre?

CARLOS.-  ¡Miedo! ¿A mí?... No. Padre, la mujer a quien amo es Adelina.

DON ANSELMO.-  ¡Ella!... ¡Adelina!... ¡Ave María Purísima!

VISITACIÓN.-  Ni más ni menos.

DON ANSELMO.-  Pero eso que dice no es verdad.

DON PRUDENCIO.-  Verdad incuestionable, amigo mío. Conque decida usted, porque la urgencia de mi partida es cada vez mayor.  (Mirando el reloj.) 

DON ANSELMO.-  Carlos..., hijo mío..., yo no puedo consentir... Esa boda es una locura.

DON PRUDENCIO.-  ¿No lo dije yo?  (Aparte, a VISITACIÓN.) 

CARLOS.-  ¿Por qué?  (Con voz sorda.) 

DON ANSELMO.-  ¿Por qué? Un hijo..., un buen hijo, no pide a su padre la razón de sus mandatos. Los oye, los respeta, los cumple.

CARLOS.-  Un hijo, a quien su padre hiere en el corazón, se deja herir y abre los brazos para que la herida sea más honda. No resiste, no. No lucha tampoco. Pero cuando siente la agonía, pregunta: «Padre, ¿por qué me matas?» ¡Pues no he de preguntarlo! ¡Lo preguntó el Impecable, el Augusto, el Hijo de Dios, sobre la Cruz!... ¡Y- no he de preguntarlo yo! ¡No tanto padre no tanto!

DON ANSELMO.-  ¡Ah! ¡Te me rebelas!

CARLOS.-  ¡Eso no!

DON ANSELMO.-  ¿Quieres saber por qué no consiento en la boda?

CARLOS.-  Sí.

DON ANSELMO.-  Pues bien: porque esa mujer no es digna de ti.

CARLOS.-  ¡Padre!

DON PRUDENCIO.-  Muy bien dicho.  (Estas frases se las dicen unos a otros. pero en voz alta.) 

DON NICOMEDES.-  Muy bien pensado.  (Ídem.) 

VISITACIÓN.-  Esa es la verdad.  (Ídem.) 

CARLOS.-  ¡Ah! ¡No..., callad! ¡Ni una palabra que la ofenda. ni una sola palabra! Porque Adelina es mi vida, mi alma, mi única dicha... ¡Con ella, todo! ¡Sin ella, nada!

DON ANSELMO.-  ¡Ah! ¿Qué es esto? ¿Me prohíbes que diga lo que pienso de Adelina? ¿Tú me lo prohíbes?

CARLOS.-  No..., no era a ti... Era a ellos. Tú puedes decirlo todo..., porque tú puedes golpearme en el rostro..., y arrojarme a tus pies..., y pisotearme el corazón...

DON ANSELMO.-  ¡No, hijo mío, no!... ¡Eso nunca!...  (Queriendo abrazarle y enternecido.) 

CARLOS.-  ¿Nunca? ¡Ahora mismo! Todo eso has hecho con una sola palabra. ¡Adelina, indigna de mí! ¡No, padre; no la conoces!... ¡Te digo que no la conoces! ¡A la pobre Adelina!  (Cae en una silla, desesperado y lloroso.) 



Escena XI

 

VISITACIÓN, CARLOS, DON NICOMEDES, DON PRUDENCIO y DON ANSELMO, ADELINA, por la derecha.

 

ADELINA.-  Ya estoy... Ustedes dispondrán... Pero ¿que es esto? ¡Carlos!

CARLOS.-  ¡Adelina!

ADELINA.-  ¡Ah! ¡Qué palidez!... ¡Qué dolorosa contracción!... ¿Quién ha sido?

DON ANSELMO.-  Yo; yo he sido, señorita.

ADELINA.-  ¡Usted!... ¡Su padre!... ¡Y decía usted que le quería tanto! ¡Dios mío, y yo que pensé que los padres no hacían nunca llorar!

DON NICOMEDES.-  Y parecía tímida y miedosa... ¡Anda, anda!...  (Formando grupo.) 

VISITACIÓN.-  ¡El tigrecillo afila las uñas!  (Ídem.) 

DON PRUDENCIO.-  ¡El instinto de raza! ¡Encuentra condiciones de lucha en el medio biológico! ¡Y la energía latente hace explosión!  (Ídem.) 

VISITACIÓN.-  ¡Su madre! ¡Como su madre!

DON ANSELMO.-  Valerosa es la niña. Casi me va gustando.  (Aparte.) 

ADELINA.-  Perdone usted, don Anselmo; no supe lo que decía. Perdone usted, Carlos; yo no quiero que sufra usted por mí. Ustedes tenían razón; yo no sé por qué, pero soy funesta para todos... Don Prudencio, si a usted le parece... Adiós, don Anselmo; no me guarde usted rencor... Hace usted bien... Es natural... ¿Qué soy yo? A ustedes sólo gratitud les debo... Seré mala, muy mala, ya que ustedes lo dicen...; pero ingrata, no... ¡Adiós, Carlos..., adiós!  (Acercándose a él y en voz muy baja.)  ¡Cuánto te quería! ¡Adiós para siempre!

CARLOS.-   (Levantándose y sujetándola.)  ¡No! ¡Déjarme tú! ¡Arrancarte de mis brazos!... ¡Nadie!...

DON ANSELMO.-  ¿Ni yo tampoco?  (Adelantándose.) 

ADELINA.-  ¡El, sí, Carlos! ¡Obedece!

CARLOS.-  ¡Tú, sí, padre mío!

VISITACIÓN.-  ¡Pues no faltaba otra cosa!

DON NICOMEDES.-  ¡Resistir a su padre!

DON ANSELMO.-  ¡Si no resiste! ¿No lo estáis viendo?... Llego, y los separo..., y nada..., entre mis manos..., como cera...  (Separando a ADELINA de CARLOS.) 

DON NICOMEDES.-  Así; muy bien hecho. Y ahora, Adelina, sal inmediatamente.

VISITACIÓN.-  ¡Y tú, Carlos, cuidado con faltar a tu padre!

CARLOS.-  ¡Padre!... ¡Padre mío!

VISITACIÓN.-  ¡Basta, Carlos!

DON ANSELMO.-  ¿Qué es eso? ¡Yo no necesito que nadie me hostigue contra mi hijo! ¡Ni necesito curadores! ¡Hola, hola! ¡Yo haré lo que me plazca!... ¿Quiero separarlos? Los separo. ¿Quiero unirlos? Los uno... Adelina, tenga usted la bondad de no marcharse. ¡Carlos, haz el favor de faltarme y de desobedecerme!

CARLOS.-  ¡Padre!...

DON ANSELMO.-  ¿No te estoy mandando que me desobedezcas?... ¿Qué es eso? ¡Pronto!... ¡Abraza a Adelina!

CARLOS.-  ¡Adelina!  (Se abrazan estrechamente.) 

ADELINA.-  ¡Carlos!  (Ídem.) 

VISITACIÓN.-  ¡Por Dios, hermano!

DON ANSELMO.-  Y no la dejes marchar.  (A CARLOS, con terquedad, al verse contrariado.) 

DON NICOMEDES.-  Pero ¿lo has pensado bien?

DON ANSELMO.-  ¡Y cásate con ella!  (Como antes.) 

DON PRUDENCIO.-  ¡Don Anselmo!

DON ANSELMO.-  ¡Y ahora mismo, a buscar los papeles!  (Cada vez más terco y decidido.) 

CARLOS.-  ¡Ay padre mío, qué bueno eres!

ADELINA.-  ¡Ay don Anselmo, yo... no sé explicarme... lo que siento!... ¡Dios mío, qué bueno es usted!

DON PRUDENCIO.-  ¡Acabóse!



Escena XII

 

VISITACIÓN, CARLOS, DON ANSELMO, DON NICOMEDES, DON PRUDENCIO, ADELINA y PAQUITA, por el fondo.

 

PAQUITA.-  ¡Anselmo!... ¡Anselmo!... ¡Ven!... ¡Pronto!...

DON ANSELMO.-  ¿Qué es eso?... ¿Qué ocurre?... ¡Estás inmutada!...

PAQUITA.-  ¿Yo?... ¡Qué idea!... Vine de prisa..., casi corriendo... Por eso...  (Procurando sonreír.) 

DON ANSELMO.-  Pero ¿qué hay?

PAQUITA.-  Una visita.

DON ANSELMO.-  ¿Quién?

PAQUITA.-  Víctor.

DON ANSELMO.-  ¡Ya! Sal tú y entretenle.

PAQUITA.-  Yo sola..., no; ven tú también.  (Con ansia mal contenida.) 

DON ANSELMO.-  No puede ser; nosotros estamos muy ocupados con una boda.

PAQUITA.-  ¿Con una boda?

DON ANSELMO.-  Sí; observa.  (Señalando a ADELINA y CARLOS.) 

PAQUITA.-  ¡Adelina, Carlos!... ¡Ah, qué felicidad!... ¿Y vivirán con nosotros?... ¡Siempre a mi lado!... ¡Adelina, abrázame!... ¡Serás mi hermana, mi hija!...

ADELINA.-  ¡Sí, Paquita!

DON ANSELMO.-  ¡Qué buena es! ¡La quiero tanto  (Refiriéndose a PAQUITA.)  como a ese pícaro!

VISITACIÓN.-  ¡Ya lo creo que es buena! ¡Como que es de buena raza!

CARLOS.-  ¡Padre, nuestra vida, una existencia entera..., hasta la última gota de mi sangre..., hasta el último latido de mi corazón..., todo tuyo!... ¿Verdad, Adelina?

ADELINA.-  ¡Sí, padre!... ¡Permítame usted darle este nombre!... ¡Los dos mirándonos en usted!

PAQUITA.-  ¡Los dos!... ¡No seáis egoístas!... ¡Los tres!  (CARLOS, ADELINA y PAQUITA rodean a DON ANSELMO.) 

DON ANSELMO.-  ¡Los tres!... No son bastantes... ¡Necesito alguno más!

CARLOS.-  ¡Ay padre del alma!

DON ANSELMO.-  ¡Ah tunante!

VISITACIÓN.-  ¡Pues ya está hecho!

DON PRUDENCIO.-  ¡Al porvenir!

CARLOS.-  ¡Ay padre mío, cuánta felicidad te debo! ¡Y cuánto cariño! ¡Y cuánta gratitud!



 
 
TELÓN
 
 


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