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«De Nueva York al Niágara» (1867) de Alberto Blest Gana: a todo vapor fuera de occidente

Alvaro Kaempfer





En enero de 1867, el escritor chileno Alberto Blest Gana (1830-1920) fue enviado a Estados Unidos como encargado de negocios. Desde allí pasó, al año siguiente, a Inglaterra y luego a Francia, como embajador de Chile. Desde Europa, sólo volvió una vez a las Américas y fue para asistir al Congreso Panamericano de 1901, en México, como miembro de la delegación oficial chilena. Al zarpar desde el puerto de Valparaíso, en diciembre de 1866, Blest Gana emprendió un viaje sin retorno. Tenía, entonces, 36 años y había publicado, entre otras obras, La aritmética en el amor (1860), Martín Rivas (1862) y El ideal de un calavera (1863). A su paso por Estados Unidos, escribió De Nueva York al Niágara, donde narra un viaje que hizo en septiembre de 1867. Luego de este libro, publicado inmediatamente en Chile, su próximo trabajo apareció treinta años después. Este fue Durante la reconquista (1897), seguido por Los trasplantados (1904), El loco Estero (1909) y Gladys Fairfield (1912).

De Nueva York al Niágara, por lo tanto, se ubica entre dos grandes momentos de la producción y de la vida de Alberto Blest Gana. Alfonso Escudero y A. Fuenzalida Grandón coinciden en que es la única manifestación literaria que ofrece Blest Gana desde que asume responsabilidades políticas en 1864 hasta su jubilación diplomática (Escudero XV; Fuenzalida Grandón 27). Sin embargo, este postrer saludo a las letras, como lo llama Hernán Díaz Arrieta, antes de hundirse en el silencio y en su labor diplomática, ha sido casi completamente ignorado por la crítica (58-9). Escaso ha sido el interés por las páginas que Hernán Poblete Varas reconoce como las «únicas que rompen el silencio literario en el largo periodo de su carrera diplomática» (176-77). El texto, por una parte, es una narrativa de ruptura e ingreso al silencio. Por otra, es la travesía textual de un intelectual que reflexiona sobre el lugar de su escritura a mediados del siglo XIX. Ambos aspectos convergen en la contemporaneidad y la simultaneidad de las referencias con las que el texto arma una totalidad histórica y traza sobre ella un imaginario de paso. Como consecuencia, la narración articula una hermenéutica cultural con la que su autor liga escritura, sociedad e historia tras un mismo y uniformador criterio rector: la moda. Esta, la moda, dinamiza así el relato del viaje en función de una mirada cultural e histórica con la que Blest Gana se lee a sí mismo y, al hacerlo, cartografía su propia occidentalidad en el marco más general de las escrituras de la modernidad.

Al inicio del texto, Blest Gana dice que su viaje a las cataratas expresa su docilidad frente «a los decretos de la moda», su deseo de pagar «tributo de admiración a la gran maravilla americana» (253). Precisa, además, que su propósito final es poder decir, luego, que ha visto el Niágara (259). En este sentido, el viaje responde, sobre todo, al deseo de ver y decir. Con este propósito, aborda un barco a vapor que zarpa desde el muelle de la calle 43 de New York hacia Albany, desde donde cubrirá en tren las restantes trece horas al Niágara. En la primera parte del viaje, la escritura que remonta el Hudson se detiene para hacer una apología de Fulton, a quien pone junto a Colón y a Galileo (266). Fulton, cincuenta y ocho años antes, contra la corriente e incorporando la energía de vapor a la navegación, es allí pura voluntad. Lo es, específicamente, para un Blest Gana que dice carecer de la suya mientras, arrastrado por la moda, ve a orillas del río sus propios recuerdos del sur de Chile (265).

Fulton, el Hudson y el barco a vapor enmarcan la «natural e invencible inclinación a estudiar por todas partes las escenas de la humana comedia» de Blest Gana (258). El barco que a todo vapor y contra la corriente remonta el Hudson es, para Blest Gana, la sociedad estadounidense misma (274). El recorrido es, además, una incursión a sus recuerdos de un país que, sin saberlo entonces, nunca verá de nuevo. La jornada desde Albany al Niágara las cubre, al otro día, en «carros enteramente iguales a los usados en el ferrocarril del Sur» de Chile (275). El gentío, sin embargo, contrasta con el vacío de los trenes chilenos «poblados apenas por unos pocos individuos, que llegan en su aislamiento a mirarse con la simpatía de compañeros de infortunio» (257). Fuera de eso, hasta las detenciones para comer en el trayecto le resultan parecidas a las que se hacen en San Francisco o en Llay-Llay, al viajar de Santiago a Valparaíso (277).

A pesar de la repetición, quiero destacar dos diferencias observadas por Blest Gana, y que quiero relacionar luego con el final del texto. Estas son, una, el contraste entre la sociedad estadounidense y la chilena respecto del espacio y el futuro; y, dos, el orden que observa entre las gentes en uno y otro país. Sobre el primero, Blest Gana afirma que «[d]onde quiera que uno aquí dirija sus pasos en este ancho mundo que se llama Estados Unidos, ve esa misma grandeza, esas mismas promesas para el porvenir, esa vitalidad exuberante, inextinguible, que va haciendo, y concluirá por hacer de este pueblo el más poderoso de la tierra» (271). Si la voluntad define la sociedad norteamericana, la reproducción de esa voluntad sobre un territorio inmenso le otorga su unidad, proyección histórica y poder político. Esa mismidad que se repite al infinito, además, no puede sino hacerlo en una trayectoria lineal y unidireccional. Tras esta caracterización, continúa Blest Gana, «involuntariamente se piensa en la patria, en aquel jardín de la América del Sur, con sus dos millones de habitantes, su estrecho territorio y [...] el rayo de melancolía penetra el corazón» (271). No quiero detenerme a destacar que es otro acto involuntario el que define a Blest Gana ni que el objeto de ese pensamiento involuntario es su patria. Sólo quiero destacar aquí que para esa patria la estrechez territorial y su escasa población poseen una relación inversamente proporcional a su unidad y proyección histórica. Frente a ella, el asombro visual y la magnitud del espectáculo adquieren la interna congoja de la melancolía. La segunda diferencia tiene que ver con la gente. Blest Gana subraya que tanto en el barco como en el tren, lo ha sorprendido la mezcla de gente y de clases sociales. La carencia de un orden y de una jerarquía que indique la condición social de todos y cada uno de los sujetos que viajan es algo que no tenía considerado ver. Aunque, al mismo tiempo, el fenómeno le resulta natural «pues las costumbres democráticas del pueblo [norteamericano] no admiten las distinciones establecidas en los nuestros» (275). Si la primera diferencia contrasta espacio/vitalidad con estrechez/precariedad y lo arrastra a la melancolía, la segunda dibuja los agentes sociales de ambas referencias nacionales a partir de la sorpresa del desorden democrático.

Cuando, luego de su ya largo viaje, llega al Niágara y se encamina a su objetivo, «[e]ran las diez, una noche de luna, y el dieciséis de septiembre» (283). Blest Gana, narrador, finalmente, iba a ver la catarata «alumbrada por la luz de la luna, y evocando en mi memoria los días sagrados de la Patria, a los que todo chileno rinde el fervoroso culto de sus recuerdos, aunque el tiempo y la distancia llamen sus pensamientos a los objetos presentes» (283). Así, bajo una noche de sospechoso romanticismo, la escritura construye un sujeto que, en tanto observador (visual) y observante (fervoroso) se define en función de dos lugares. Por un lado, allí, frente a él, están las cataratas que, desde el comienzo del viaje y desde el inicio de la escritura reclamaban «tributo de admiración» (253). Por otra parte, en el recuerdo y en la memoria concebida como santuario, está la Patria, aquella a la que «todo chileno rinde el fervoroso culto de sus recuerdos» (283). La primera es un ser ahí al que se contempla tras un viaje a través de la técnica, la maquinaria. El otro ha sido generado como consecuencia residual del viaje y obedece al peso de la memoria que resiste la apropiación plena del presente al amenazar al sujeto que observa con desintegración cultural e histórica. La memoria surge a contrapelo del viaje a la moda y como nostalgia melancólica por algo que ya no está ahí, la patria, definida ahora como un acto de fe.

Frente a la amenazante disolución de sus referencias, frente al Niágara, Blest afirma que «[t]odo en esta escena nocturna, tenía para mí la solemne majestad de la grandeza y del misterio» (284). En ese instante de plenitud, el Niágara y la patria surgen como experiencias simultáneas cuya contemporaneidad está dada por la escritura a la que se aferra un sujeto cuyos recuerdos son el texto mismo. Si el relato ha dejado claro que pocas cosas vistas le son ajenas, es porque sólo ahora, frente a las aguas del Niágara, la visión se llena de fugaz y radical otredad. Allá, en el pasado y la memoria, la patria es melancólica nostalgia y acto de fe. Aquí, el Niágara es la plenitud de una mirada a la naturaleza. Allá el jardín estrecho, acá la voluntad inmensa.

El impacto de esta visión del Niágara surge con la primera mirada a la catarata, la que, dice, «me hizo salir violentamente de la conciencia de la vida material, y lanzarme en alas de una fantasía caprichosa al través de un mundo imaginario, en que lo real y lo ideal, los recuerdos y los antojos del cerebro se combatieron por algunos instantes el dominio de mi espíritu» (285). Cabe recordar que al inicio del texto dijo que la moda doblegó su voluntad y lo llevó a emprender un viaje al Niágara, ahora, en este viaje al corazón de la noche, la naturaleza amenaza con hacerlo perder incluso su lucidez. Es preciso escapar, aunque esta primera visión del Niágara y sus nocturnos juegos de imaginación impliquen que «[e]sa visita a la catarata fue como una idea precursora de la realidad» (286).

Sin embargo, la presunción de una realidad de la que la catarata sería la puerta de entrada es también la amenaza de la pérdida de voluntad, la de su lucidez. Blest Gana renuncia a seguir adelante. Opta por la luz del día, del día siguiente; el objetivo de su viaje aún es ver (287). Al otro día, al cruzar a territorio canadiense «[p]ara tener una vista completa de ambas cataratas», vuelve a la medida lucidez ante el paisaje, al asombro calculado ante las maravillas técnicas y a la observación cuidadosa de las costumbres de los lugareños que viven de la atracción turística de las cataratas (287-8). Sin embargo, la prosa obedece al mismo impulso de plenitud que rozara la noche anterior. Al contemplar las aguas, dice, «el alma se baña ansiosa en esa corriente eterna. La imaginación se paraliza, subyugada por ese movimiento y por ese fragor perennes» (291). A lo que agrega que, allí, «[e]l mundo es la catarata, y se la sigue contemplando sin verla, mientras se mira en otra dirección, o mientras se habla, hasta que al cabo, como en todas las cosas, el espíritu empieza a familiarizarse y cesa el encanto de la novedad» (291-2). De manera que el mundo mismo posee allí la fluidez de las aguas y lo único que se le contrapone es la inmovilidad que llega con la familiaridad. Esta trae consigo la pérdida de la novedad y reduce la moda misma a un rito fugaz, como el rayo de melancolía que lo cruzó al contrastar su patria con los Estados Unidos, concebidos como movilidad perpetua.

Desaparecida la novedad, la familiaridad trae los relatos e historias que giran en torno a las cataratas, ya que «[e]stos hechos, y cien otros, forman la leyenda trágica del Niágara. Ese sitio de placeres tiene también su tradición de dolor, como cualquier rincón del mundo» (293). La secuencia es clara: en ascenso, moda, viaje y experiencia de plenitud; luego, familiaridad, pérdida de novedad, historias contadas y oídas, dolor. Desde allí sólo se puede reproducir e intensificar lo que ya se ha experimentado. Por eso, el paso final de su viaje es entrar a la Cueva de los Vientos, «la más grande emoción del lugar, después de la vista de las cataratas» (297). Pero, para bajar a ella, es necesario usar un traje impermeable «que da a las personas el aire de lapones, [y que] no tiene por cierto ninguna analogía con la elegancia moderna» (299). Es decir, el imaginario que estructura norte y sur como una totalidad que limita con la nostalgia y con el asombro, incorpora ahora el oriente cuya definición es la ausencia misma de moda. Para dejarlo más claro aún, agrega que «[l]as damas que se atreven a bajar a la Cueva de los Vientos, porque hay muchas que lo hacen, impulsadas por la curiosidad, este aguijón terrible de las acciones femeniles, confiesan que ha menester de más valor para vestir aquel traje, que para desafiar los peligros de la excursión» (299). Es decir, la continuación del viaje debe dar un paso más y ese paso es fuera de Occidente, dentro de la tierra y bajo las aguas. Luego de esto, el ciclo se repite y lo único que quedan son los relatos.

Luego de la incursión a la Cueva, cada persona recupera su apariencia al cambiar sus ropas y con ello su «aspecto raro por el común» (303). Tras esto, cada visitante recibe una «patente de viajero intrépido» que certifica que ha estado allí y cuyo texto, traducido por Blest Gana, dice: «Cueva de los Vientos.- Lado Americano. Por el presente se certifica que N. N. N. ha pasado al través de la Cueva de los Vientos al pie de la Isla del Cabro, por atrás y por enfrente de la Cascada Central-Deane Hermanos. Cataratas del Niágara, septiembre 18 de 1867» (303). Ese relato que precede el texto mismo del viaje de Blest Gana y que es subsumido en este como la traducción del paso que dio fuera de occidente tiene la fecha en que se celebra desde el siglo XIX la independencia de Chile. La patria, allá en los recuerdos y estampada como fecha, como efeméride, que acredita un viaje fuera de occidente, está al otro extremo de sí misma. Pero, claro, el texto y el viaje sólo tienen entonces un solo objetivo y es el que le permite exclamar a Blest Gana, finalmente: «¡He visto el Niágara!» (303).






Bibliografía

  • BLEST GANA, Alberto. «De Nueva York al Niágara». Costumbres y viajes. Ed. José Zamudio. Santiago de Chile: Editorial Difusión, 1947. 253-303.
  • DÍAZ ARRIETA, Hernán. Don Alberto Blest Gana. Biografía y crítica. Santiago de Chile: Editorial Nascimento, 1940.
  • ESCUDERO, Alfonso M. «Prólogo». El loco Estero. Santiago de Chile: Ediciones Jackson, VII-LVIII.
  • FUENZALIDA GRANDÓN, A. Alberto Blest Gana y su arte de novelar. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1921.
  • POBLETE VARAS, Hernán. Genio y figura de Alberto Blest Gana. Buenos Aires: EUDEBA, 1968.


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