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De Paz, Neruda y el fin de siglo

Luis Sáinz de Medrano Arce





Como es bien sabido, las relaciones entre Octavio Paz y Neruda fueron bastante conflictivas en el plano personal. De tales relaciones habló con mucha frecuencia el mexicano, mientras que el chileno, lo hizo muy exiguamente. En Confieso que he vivido no hace sino aludir a la llegada de Paz a España para participar en el 11 Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que se celebraría en Valencia, merced a su propia gestión: «En cierto modo me sentía orgulloso de haberlo traído: había publicado un solo libro que yo había recibido hacía dos meses [se refiere a Raíz de hombre, 1937] y que me pareció contener un germen verdadero. Entonces nadie lo conocía»1. Cierto que Neruda no se mostró demasiado expresivo en cuanto a la información de sus relaciones con hombres de letras en esas memorias que, como las de Rubén Darío, nos dejan un sabor a algo demasiado incompleto, tal vez, en este caso, porque su autor no se propuso deliberadamente ir mucho más allá de una gran declaración de principios. Parece que el chileno no era hombre fácil para olvidar desavenencias, pero llaman la atención sus clamorosos silencios, en su obra impresa, sobre Octavio Paz, teniendo en cuenta sus apasionados comentarios sobre cuanto México representó para él de auténtica revelación, durante su permanencia en ese país como cónsul de Chile entre agosto de 1940 y agosto de 1943: «No hay en América, ni tal vez en el planeta, país de mayor profundidad humana que México y sus hombres»2 -escribe en el capítulo dedicado a la nación azteca, para no mencionar, a pesar de ello, entre los intelectuales con los que convivió sino a los muralistas José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. El resto queda definido por este significativo párrafo cargado de intención: «Las artes y las letras se producían en círculos rivales, pero ay de aquél que desde afuera tomara partido en pro o en contra de alguno o de algún grupo: unos y otros le caían encima»3.

La historia de sus iniciales desavenencias con Octavio Paz ha sido contada por muchos, incluyendo al propio mexicano. Y no hay que dejar de recordar en primer lugar que Paz arranca de una admiración y un reconocimiento hacia el chileno, como poeta -con las salvedades que se quiera- y como valedor inicial, que nunca dejó de manifestar. Así, entrevistado por Alfred Mac Adam, declara a este respecto: «Naturalmente la gran revelación de ese primer período de mi vida literaria fue la poesía de Pablo Neruda»4. Enseguida se referirá al viaje a España en 1937, para asistir al Congreso de Valencia, por invitación, aceptada con entusiasmo, de Neruda, «uno de los primeros en reparar en mis poemas y en leerlos con simpatía»5, invitación secundada por Alberti y Serrano Plaja. Para simplificar destacaremos estas palabras de Paz en una valoración global sobre la obra de Neruda, recogida por Jorge Edwards, a quien manifestó en Madrid en 1990 haber leído el año anterior las obras completas del chileno, excepto -entendemos- las no publicadas en la edición de Losada de 1973, con este resultado: «Mi conclusión es que Neruda es el mejor poeta de su generación. ¡De lejos! Mejor que Huidobro, mejor que Borges y que todos los españoles»6. Paz en este caso quiso dejar claro que su admiración por el chileno iba más allá de Residencia en la tierra, obra que había elogiado siempre. Esta conversación incluye también recuerdos del mexicano sobre la recepción que Neruda le hizo en París, camino de España, en la ocasión aludida. Claro que no dejó de aparecer en aquella la permanente objeción del mexicano respecto al chileno: «Su error fue la política»7.

Entre estos dos momentos, Octavio Paz hizo, en muy diversas circunstancias comentarios sobre sus divergencias -sin dejar de mencionar su respeto, con notorios matices, por Neruda. Por ejemplo, en la antes mencionada entrevista habla de las suspicacias que, por diferencias de temperamento, y «por divergencias estéticas y sobre todo políticas», se levantaron entre ellos en la etapa consular de Neruda en México. «A medida que él se hacía más y más estalinista yo me desencantaba de Stalin. Acabamos por pelear -casi a golpes- (precisa) y dejamos de hablarnos. Escribió algunas cosas no del todo simpáticas sobre mí, incluyendo un odioso poema. Respondí con vituperios parecidos. Y allí paró todo». Siguió una enemistad de más de veinte años, duramente fomentada -según Paz- por Neruda, que sólo se atenuó en contactos breves aunque expresivamente emocionales -una entrevista en Londres, con Matilde y Maríe-José, el intercambio de sendos libros- en los últimos años de la vida del chileno8.

Los sucesos de México, que, en su aspecto no político fueron motivados por las discrepancias en torno a Laurel. Antología de la poesía moderna española, sugerida por Neruda y preparada por Xavier Villaurrutia, Juan Gil Albert, Emilio Prados y José Bergantín, de la que, a petición propia fueron excluidos Pablo Neruda y León Felipe. Paz, disgustado con los que llevaron a cabo el proyecto, se vio enfrentado también con el poeta chileno. Lo cuenta Elena Poniatowska: «Una semana después de la aparición de Laurel asistes a una cena en honor a Neruda; el encuentro termina casi a golpes cuando Neruda lanza "una interminable retahíla" de injurias en contra de Laurel, Bergamín y, claro, contra los otros autores de la maldita antología»9. En el escrito que poco después hizo público Octavio Paz10, y reproduce parcialmente Ponjatowska, dice entre otras cosas, algo que evidencia el trasfondo de la cuestión: «Su literatura está contaminada por la política, su política por la literatura y su crítica es con frecuencia mera complicidad amistosa, y así, muchas veces, no se sabe si habla el funcionario o el poeta, el amigo o el político [...] Neruda no representa a la Revolución de Octubre; lo que nos separa de su persona no son las convicciones políticas sino, simplemente la vanidad y el sueldo»11. Era, desde luego uno de los momentos álgidos de la fe comunista de Neruda, producto de la cual son sus dos "cantos" a Stalingrado.

A partir de aquí, frente al predominante, no total, silencio nerudiano. Octavio Paz se refirió con bastante frecuencia a Pablo Neruda para reprobar su línea política, incluso cuando ya el chileno había dado muestras de condenar los horrores del estalinismo. Por ejemplo, al hablar de la muerte en Venecia de Ezra Pound en 1972 no pudo dejar de recordar la vinculación de éste con el fascismo, una paradoja, como la de Eliot admirador de Maurras, «no menos grotesca y trágica que el estalinismo de un Neruda y un Aragón»12. En El ogro filantrópico, donde recogió Paz su denuncia de los gulags soviéticos, publicada en Sur de Buenos Aires en marzo de 1951 («Los campos de concentración soviéticos»13), pasa revista a determinados hechos, como el pacto entre Hitler y Stalin, poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, y se refiere a la ruptura con Neruda que «fue total y dolorosa»14. «Empezaron -añade, refiriéndose al poeta chileno y a otros de sus correligionarios como Aragon y Eluard- de buena fe sin duda»15, pero señala la dificultad de explicarse que se dejaran envolveren mentiras y perjurios «hasta que perdieron el alma»16. Por María Esther Vázquez, sabemos que Neruda acusó a Sur de editar «la obra de espías internacionales» y «colonialistas», a principios de los años 50, en oposición a la defensa que de la revista había hecho Octavio Paz desde el principio, al definirla como «la libertad de la literatura frente a los poderes terrestres»17. Esto, obviamente, no excluye su condena del «acto abyecto»18 del saqueo de la casa de Neruda al inicio de la dictadura pinochetista y también de esta dictadura. Para evitar equívocos, Paz afirma compartir la utopía marxista siempre que en ella se insertaran dos tradiciones, «la libertaria y la poética»19, algo que, desde luego, considera imposible; cree, en definitiva, en un socialismo en libertad, nada parecido, por supuesto, al vigente en la Unión Soviética y países satélites, porque «es quizá la única salida racional a la crisis de occidente»20

Ahora bien Paz no escatimó los elogios al poeta Neruda cuando lo creyó necesario. Ya mucho antes, en El arco y la lira, le concede el papel de un mítico Darío vanguardista en la época de Cantos de vida y esperanza (mientras Huidobro correspondería a la de Prosas profanas). Lo recuerda cuando habla de la influencia de Tagore en los poetas de lengua española, y sobre todo, destaca la admirable geología mítica de Residencia en la tierra, cuya modernidad radica en ser «una antigüedad no histórica. La abolición de las fechas»21. Por alguna razón no fácilmente entendible -o no bien explicada- Paz no consideró a Neruda como surrealista, como tampoco a Alberti y Aleixandre, pero Residencia en la tierra surge siempre en la crítica del mexicano como «libro esencial», a la par que reconoce que su influencia fue «como una inundación que se extiende y cubre millas y millas -aguas confusas, poderosas, sonámbulas, informes»22.

En cuanto al Canto general, no fue, por cierto, la obra nerudiana preferida por Paz. Ya en El arco y la lira alude a sus «largos y desencuadernados pasajes», resultado de mezclar el relato con los versos libres, aunque reconoce el acierto de «Alturas de Machu Picchu» porque «ese poema no es descripción ni relato sino canto»23. En Postdata lo calificará de «oratoria pintada», idea que hay que situar en el contexto de su visión crítica del muralismo mexicano24, y lamentará que «el gran Neruda» -son sus palabras exactas- haya practicado «esta oratoria en verso»25. En Los hijos del limo se referirá de nuevo al Canto general como «enorme, descosido, farragoso, pero atravesado aquí y allá por intensos pasajes de gran poesía material: lenguaje-lava y lenguaje marea»26. Nunca transigió sino parcialmente con este libro, por razones más estéticas que políticas, aunque evidentemente, éstas no dejaron de influir en su valoración.

En La otra voz (1990), libro que abunda en consideraciones sobre el chileno, refleja datos de una estrecha amistad inicial con él: recuerda, por ejemplo, que éste le instó a leer ciertos pasajes de La Araucana cuando se disponía a escribir, por cierto, el Canto General; lectura, la del poema de Ercilla, «fatigosa y conmovedora»27. Reconoce como justa la importancia del poeta de los Veinte poemas de amor... y no duda de que lo que prevalece en un poeta equivocado ideológicamente es su maestría (llámese Kipling, Paul Claudel, Neruda, Aragon o Eluard). Encarece una vez más el poderoso impacto de Residencia en la tierra, y hay otras alusiones positivas, que en lo político alcanzan a la comprensión de la legitimidad y vigencia de las preguntas sobre el orden social que gentes como Neruda se hicieron, con independencia del fracaso de sus programas.

A los primeros tiempos de Neruda como embajador en París parece corresponder, sin embargo, el momento en que el chileno condenaba al mexicano «a todos los demonios del infierno de los reaccionarios, de los pedantes, de los malos poetas»28, cosa que, visto lo anterior, cabe atribuir a meras razones de distanciamiento político.

A los 20 años de la muerte de Neruda, Octavio Paz publica en Vuelta29 un poema, «Discurso de las liras», que considera, con razón, muy desconocido por haber aparecido -son sus palabras- «en una revista de escasa circulación» (se refiere a Taller, 1939), con la aprobación a posteriori de su autor. Se trata de un poema de los días madrileños del chileno, salvado por José Bergamín, que incomprensiblemente, ya que hubo ocasión para ello, no entró en la Tercera residencia. Este poema muestra -dice Paz- «un sostenido sentimiento de la forma [...] aliado a esa visión sonámbula del mundo -sigue Paz- que dio a su poesía, en esos años, una gravedad que la distingue de todo lo que se escribía entonces. Gravitación del lenguaje atraído por un obscuro magnetismo hacia una región de sensaciones y latidos, reinos subterráneos del ser, evidencias que podemos tocar pero no pensar...». Cortamos la cita que va seguida de una sentida evocación de la figura humana de Pablo Neruda, lo que no excluye anécdotas que propiciaron sus divergencias abocadas a una ruptura definitiva. Los párrafos finales de este artículo giran noblemente en tomo a la nostalgia por la figura de aquel de quien termina diciendo: «Musito el nombre de Pablo Neruda y me digo: "lo admiraste, lo quisiste y lo combatiste. Fue tu enemigo más querido"».

Visto todo esto, creemos que una parte importante de las divergencias tenía que ver tambien con hechos extrapolíticos: Neruda consideró a Paz, como a Borges y Huidobro, según nos cuenta Edwards, entre los escritores «intelectualistas a su manera, pertenecientes a una "familia" contraria, [...] proclive [...] a dejarse deslumbrar por los paraísos artificiales desplegados en los cenáculos y en las vitrinas de occidente»30, más o menos como uno de los "poetas celestes" contra los que arremetió en el Canto general.

Para Octavio Paz la poesía no debía ser relato sino canto, según vemos en su discreta apreciación de La Araucana y en la razón por la que salva «Alturas de Machu Picchu» en el infraestimado Canto general. Seguramente veía la poética de Neruda asociada demasiado radicalmente al concepto machadiano de «palabra en el tiempo», mientras, como dice Guillermo Sucre, «toda la obra de Paz [...] tiende a privilegiar el instante», porque «en el instante, el tiempo deja de ser opacidad sucesiva y reasume su fluir de tiempo original»31, se inserta en el presente que «es perpetuo»32, al decir del propio Paz. Neruda ciertamente se había sumergido en el presente incesante, que incluía la contemplación infinita de la destrucción no culminada por la misericordia de la muerte, en las Residencias. Luego buscó la historia, en busca de un paraíso futuro, y muchos no advirtieron la pervivencia del mito irrenunciable, de la eterna utopía de volver a la naturaleza, en ese empeño historicista demasiado ostentoso a veces. Cuando el chileno afirmó, con referencia a Borges: «Borges me parece más preocupado por los problemas de la cultura y de la sociedad que no me seducen, que no son humanos [...]. Tengo hasta cierto desprecio por la cultura como interpretación de las cosas: me parece mejor un conocimiento sin antecedentes, una absorción física del mundo, a pesar y en contra de nosotros»33, lanzaba un desafío que para muchos pudo subrayar injustamente su imagen de poeta «de la realidad», que no es lo mismo que poeta «de la materia», y el propio Neruda jugaba con este reto. Por lo demás él tampoco entendió seguramente que en el trascendentalismo de Paz había un humanismo nada "intelectualista" si usamos este término en el peor sentido. No lo podía haber en quien, como él, descubrió al otro en España y lo dijo con estas imperecederas palabras: «Recuerdo que en España, durante la guerra, tuve la revelación de otro hombre y de otra clase de soledad: ni cerrada ni maquinal, sino abierta a la trascendencia [...] En aquellos rostros españoles había algo como una desesperación esperanzada, algo muy concreto y al mismo tiempo muy universal. No he visto después rostros parecidos» [...] «El sueño español fue luego roto y manchado [...] Pero su recuerdo no me abandona. Quien ha visto la esperanza no la olvida. La busca bajo todos los cielos y entre todos los hombres»34.

Un observador de la obra de los dos poetas, Edgar O'Hara, ha señalado una particular forma de la repercusión de la obra de Neruda en la de Paz. Fue para el mexicano -como para muchos otros hispanoamericanos, añadiremos, y baste para ello revisar el libro de de Mario Benedetti Los poetas comunicantes35 -«un modelo por evitar. O, primordialmente, por superar»36. Así sucede con la negación del yo en el mexicano, frente al egocentrismo de Neruda que no pudo llegar a ser nunca «el hombre invisible» como lo pretendió en Odas elementales, aunque ambos hayan negado que «el poeta es un pequeño dios». «El poeta -ha dicho Paz- desaparece detrás de su voz. Una voz que es suya porque es la voz del lenguaje, la voz de nadie y la de todos»37. Y lo ha cumplido en mucha mayor medida que ningún otro de los que Yurkievich llamó «fundadores de la nueva poesía latinoamericana»38, en coincidencia con el axioma de Martí en Flores del destierro -clara herencia simbolista, por otra parte- de que «el universo / habla mejor que el hombre» ("Dos patrias"). O'Hara no duda en calificar al primer Paz como «nerudiano hasta el tuétano», y en afirmar que mantuvo un esfuerzo permanente desde 1945 para «desterrar ese yo genésico/histórico y también repulir toda palabra que acusara rezagos de las sustancias (las materias) nerudianas de Residencia en la tierra». De este modo, Piedra de sol (1957) sería una respuesta a Canto general (1950) [desde ese sacrificio del yo], «así como Blanco (1967) sería el opuesto (en el nivel del Yo biográfico) de Memorial de Isla Negra [...] Del mismo modo, Pasado en claro (1975) tiene que ver, de manera indirecta, con un silencio: la muerte de Neruda en 1973»39.

Apuntadas todas estas cuestiones, todavía quiero señalar una divergencia y otras convergencias entre Neruda y Paz. La primera es su posición ante la palabra: el chileno nunca tuvo problemas con el lenguaje, caso que en lo contemporáneo tal vez sólo pueda compararse con el de un Darío o un Lugones. Dominó a las palabras, como siervas dóciles, incluso en los instantes más turbulentos de las Residencias. Paz las persiguió con obstinación, con lucha, desde la obsesión ascética de un poeta puro y la desazón de un apasionado surrealista que quiso merecer lo que soñaba (recuérdese «Hacia el poema» de ¿Águila o sol?). Nadie, que yo sepa, como Paz ha llamado «putas» a las palabras en toda la literatura hispánica. Nadie ha pedido como él -ni siquiera Vallejo- que las palabras sean cogidas del rabo, azotadas, pinchadas, capadas, desplumadas, destripadas, autotragadas, etc. («Las palabras», de Calamidades y milagros). Pero por otra parte, su concepto de la poesía y del poema dentro de una violenta dialéctica de contrarios («pan de los elegidos, alimento maldito. Aísla, une, [...] invitación al viaje, regreso a la tierra natal; el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía [...]. Expresión histórica de razas, naciones, clase. Niega a la historia [...] Experiencia, [...] intuición. [...] Hija del azar, fruto del cálculo, [...] Pura e impura, sagrada y maldita [...]» tal como lo expresa al comienzo de El arco y la lira40, no solamente converge con el manifiesto nerudiano «Por una poesía sin pureza» sino que me atrevo a decir que lo desborda en algunos aspectos.

Y hay más: una posición compartida puede señalarse en el hecho de haber coincidido ambos en la aceptación de sus contradicciones y en no haberlas escondido. «Tienes una cosa muy buena. Octavio -le dijo Elena Poniatowska-, no eres nada impermeable ni definitivo».- La repuesta fue: «Yo no creo en los juicios definitivos. Una de las cosas que más me molesta del cristianismo es la idea del Juicio Final»41. Algunas contradicciones del mexicano ya han podido ser percibidas, pero vale la pena insistir en ellas: son, en primer lugar, su búsqueda de un desprendimiento del yo y su frecuente regreso al yo; su huida de la historia en persecución del instante privilegiado de eternidad y su incapacidad -félix culpa- para no insertarse en la historia. Ningún ejemplo mejor de esto que los versos en tipografías alternadas de «Himno entre ruinas», en una tensión que se deshace cuando «la conciencia-espejo [como el espejo de Huidobro] se licúa». Por lo demás él lo ha explicado paladinamente, y hasta lógicamente (si se admite este término espurio en poesía): «Hay instantes que estallan y son astros, / otros son un río detenido y unos árboles fijos, / otros son ese mismo río arrasando los mismos árboles» («Semillas para un himno», de Semillas para un himno). Pero no nos resistimos a añadir otro ejemplo en el que deja corto otra vez al propio Neruda -luego veremos por qué-: me refiero al fragmento de Piedra de sol en el que evoca la fuerza del erotismo como germen de eternidad, de inexorable comienzo, de triunfo de la vida: «Madrid, 1937», en el que un hombre y una mujer se aman como respuesta al horror de las bombas: «porque las desnudeces enlazadas / saltan el tiempo y son invulnerables, / nadie las toca, vuelven al principio / [...], el mundo nace cuando dos se besan».

Tras esto queremos destacar una nueva cuestión que marca otras similitudes y desajustes entre Octavio Paz y Neruda: algo que tiene que ver con la propuesta básica de la reunión a la que hemos sido convocados estos días, es decir, su análisis respectivo de la centuria que se acaba.

Empezando por el chileno, es bien sabido que hay una serie de causas personales (sus relaciones amorosas, algunos síntomas de lo que sería su mortal enfermedad) y políticas (el impacto de la revelación de los honores del estalinismo. la afrentosa censura que le hicieron los intelectuales cubanos en 1956, los sucesos de Hungría y, posteriormente, de Praga) que motivan en Neruda una crisis que, en lo literario, tiene su representación inicialmente en Estravagario (1958), libro cargado de escepticismo e ironía que, sin embargo irán atenuándose o desapareciendo hasta que resurjan, con mayor gravedad en Fin de mundo ( 1969), donde va a examinar otra vez su itinerario y también, con pesimismo, acontecimientos muy heterogéneos de un siglo que, aunque a 31 años de su final, considera liquidado por mucho que se obstine en no concluir: «¡Qué siglo permanente! / Preguntamos; / ¿Cuándo caerá? ¿Cuando se irá de bruces / al compacto, al vacío, / a la revolución idolatrada / o a la definitiva / mentira patriarcal?» («La puerta»). Está claro que Neruda, pese al elogio hecho en el libro del malogrado Che Guevara («Tristeza en la muerte de un héroe»), ha perdido su fe, como sucedía en los altos aparatos del comunismo internacional, en lo que llamó en Aún la «tierna indigestión de guerrillas»42 y, como es obvio, no le hacía feliz la segunda opción que afianzaba sus posiciones en todo el planeta.

No es un difícil enlazar el desaliento de este libro, que, subrayémoslo, no se titula Fin de siglo sino Fin de mundo, con el nunca suficientemente evaluado tema de la postmodernidad, con la clausura de los grandes relatos -ya antes del análisis de Lyotard- de lo que se derivaba que muchos condenaran el Canto general al cementerio de los elefantes43, con la amenaza de la siniestra aldea global, encubridora de la nueva urbe imperial en la que se habían desvanecido la lluviosa Temuco, las nieves de antaño de París, el glorioso Madrid del 37, bajo la mirada implacable del gran hermano que ya iniciaba su dictamen sobre el fin de la historia, un fin de siglo totalmente contrario al de la utopía nerudiana.

Así, el gran verbalizador no puede dejar de organizar un inventario de afrentas y estragos emanados de esta centuria, que preludian lo que en su momento Machado definía en Campos de Castilla (CXLII) como «ese mañana / que nacerá tan viejo», y que Neruda plasmará en su tremendo libro póstumo: 2.000, tiempo en el que «el mundo seguirá tosiendo / envuelto en su sueño y su crimen» («El siglo muere»).

El siglo XX aparece así como el siglo de la Bomba, de la infamia de Stalin, personaje antes sacralizado y ahora desacralizado por Neruda, lo mismo que Mao Tse Tung; de la aplastada primavera de Praga, del Viet-Nam depredado por el país que otrora generó a Lincoln y a Whitman, de catástrofes naturales y de guerras calientes y frías, de ruinas que prolongan las de España en el corazón, de mutilaciones, destrucción de los idealistas -Ben Bella, Ben Barka, Lumumba-... Lo más sorprendente es que Neruda se rebela también contra las grandes figuras que siguen presidiendo de modo que le resulta abrumador la cultura del siglo XX: Mozart, Dostoyevski, Rimbaud, Verlaine, Baudelaire, el propio Withman, Balzac, Hugo, Zola, Emily Brontë, Mallarmé, ante cuya persistencia invoca el rotundo exorcismo de Alfred Jarry y su escatológica exclamación en Ubu roi. Hasta hay un irónico rechazo del azul modernista, que seguramente, por oirá parte, habría suscrito el propio Darío, y una curiosa mirada, entre el mal humor y el reconocimiento final a los grandes creadores del boom, con especial repulsa al «pornosófico monólogo» (X) de Lezama Lima.

Por lo demás, amargo, desolado, infatigable, Neruda juega con la memoria en torno a sus vivencias en el inolvidable sur chileno para anhelar convertirse en un coleóptero que pueda ocultarse bajo una piedra.

«El siglo de los desterrados» el «tristísimo siglo», merece ser atestiguado en «el libro» (XI), sostiene el poeta. Este propuesto libro arquetípico, parece tener resonancia del de los siete sellos del Apocalipsis, sustituida la bestia por la Bomba, un libro que, desellado, va mostrando progresivamente las pavorosas formas de la cólera divina. Cuando Neruda escribe: «rompiendo los astros recientes, / golpeando metales furiosos, / entre las estrellas futuras, / endurecidos de sufrir» (XI), estamos casi ante el terrible espectáculo que muestra San Juan: «Cuando el cordero abrió el séptimo sello se produjo un terremoto violento, el sol se oscureció como un saco de crin, la luna se hizo toda como de sangre y las estrellas del cielo se cayeron»44.

Si Borges pudo escribir una biografía, la de Tadeo Isidoro Cruz, con sólo lo ocurrido en una noche al sargento del Martín Fierro, y unos pocos relatos le sirvieron para dar cuenta de la historia universal de la infamia o la de la eternidad, admitamos que la sinécdoque de Neruda: 123 poemas para definir el abominable siglo XX, símbolo, por otra parte, de todo un mundo -Neruda habla de cien años ya vividos- no parece objetable como método.

Cierto que al terminar Fin de mundo aventura, con la retórica de quien acaso quiere dar una nota de esperanza, algunas predicciones positivas: habla así de «mi esperanza irreductible», de que «sobrevive el hombre infinito» y de un futuro en que «algo debe germinar» (XI). ¿Se ha ido deslizando el poeta insensiblemente hacia la preconización del advenimiento, como en San Juan, de una «Jerusalén Celeste»? Más bien percibimos una de las típicas reacciones nerudianas dentro de la dinámica del morir-renacer, bien marcada en el Canto general, un puro acto voluntarista, fiel a su antigua misión -como señala Bellini- «al deber de afirmar por encima de toda desilusión y de todo fracaso al "hombre infinito"»45.

Lo que sigue son años cruciales para un Neruda asediado. En 1970 publica un libro que puede sorprender después de éste, La espada encendida, nueva apuesta por el futuro, cual si él mismo diera respuesta a las inquietudes anteriores: una pareja, Rhodo y Rosía, supervivientes últimos de la destrucción universal, se refugian instintivamente en el amor para refundar a la humanidad. De nuevo el mecanismo del morir-renacer, pero adviértase que en este caso ello se ha hecho posible acudiendo al mito, a la «deshistorización», algo que no tuvo que hacer Octavio Paz en 1957 en su antes recordado poema «Madrid 1937». Si el texto nerudiano se coloca en la dinámica de los innumerables mitos sobre el fin del mundo y la posterior vuelta al paraíso de que nos habla Mircea Eliade46, en Paz la relación amorosa en medio de una catástrofe, el beso que hará renacer el mundo, se instala en una situación real, el bombardeo que se desencadena cuando «en la plaza del Ángel las mujeres / cosían y cantaban con sus hijos»47.

Dos títulos del chileno posterior a éste, entre el cúmulo de libros, en su mayoría de sabor elegiaco, que le siguieron, Introducción al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena (1973) y el ya mencionado 2.000 (1974) representan mejor que ninguno de los otros el testamento nerudiano consecuente con el dictamen de Fin de mundo. Introducción al nixonicidio es una declaración de guerra numantina en la que Neruda sacrificó, al convertirlas en amias arrojadizas, su cristalería y sus porcelanas, en fin, sus siempre dúctiles palabras, porque era la hora de convertirse en «palanquero, rabadán, alarife», etc., etc., según declara en el preámbulo o «Explicación perentoria» en la defensa de la última quimera americana del siglo XX. Y en 2.000, libro especialmente sombrío, se alinea con la posición de un Orwell en la concepción de un siglo XXI tan deshumanizado como el anterior en el que resucitan, quevedianamente, los viejos difuntos cuyos prototipos están en «La tierra se llama Juan» del Canto general, para asociarse a los inmediatos, previsibles muertos del nuevo siglo. Nada de Jerusalén celeste. Y poco importa que la voz del poeta trate al final de volver a entonar grandes augurios, con el patetismo del amor en los tiempos del espanto.

Por lo que a Octavio Paz respecta, podríamos hacer un seguimiento de las perspectivas de futuro que se desprenden de sus reflexiones en verso, y más en prosa, durante muchos años. Nos limitaremos a observar un libro ya citado, muy significativo, que creemos poder considerar depositario de un testamento no rectificado» sentido desde una profunda emotividad, cuya vigencia es particularmente notoria, aunque hayan pasado sobre él ya algunos años. Nos referimos a La otra voz. Poesía y fin de siglo.

Este libro, no menos detonante que el Fin de mundo de Neruda, pero no menos íntimo, contiene sobre todo reflexiones sobre la poesía, como su título completo anuncia. Ahora bien, si tenemos en cuenta lo que para Octavio Paz representa la poesía como instrumento profundamente ligado al ser humano y a la vida en el ansia de «fundar un reino perdurable» (son palabras de la parte final de El arco y la lira48 escritura incial paciana de un inmenso palimpsesto en lo que al valor de la creación poética se refiere), apreciaremos con justeza la significación de estos ensayos.

En La otra voz, Paz comienza por declarar, algo en lo que coincide sin duda con el chileno: la fe en el progreso, la esperanza puesta en una tierra prometida perteneciente al futuro en sustitución de un tiempo arquetípico instalado en el pasado se ha desvanecido. De este modo el ocaso de la Revolución coincide con el de las vanguardias artísticas y poéticas. Los capítulos dedicados a los poemas extensos como expresión de nuestra época, pueden parecer, demasiado "técnicos". No lo son en cuanto constituyen un perspicaz análisis de las relaciones entre poesía y sociedad hoy y en el pasado. Y no se trata de cómodas correlaciones. Por ejemplo, como bien dice Paz, «en el siglo XVIII nace ya plenamente la modernidad pero no la poesía moderna», por lo que esa centuria está más lejos de nosotros, en lo poético, que las dos anteriores. Asentar el principio de que la modernidad no es única y en que la nuestra comienza cuando acaba la propiciada por Witham y Mallarmé -tema que por otra parte ya se encontraba en Los hijos del limo- es algo que va más allá de una valoración «pericial» de la poesía. Es notable, por ejemplo, su análisis del Romanticismo como convivencia y trangresión de la modernidad a través de la analogía y la ironía y la valoración de la modernidad y la vanguardia en el siglo XX en el que la contemporaneidad representa la etapa última de la crisis de la modernidad. Los poetas, en un sentido amplio, de nuestro tiempo, como Joyce, nos han enseñado a sabernos solos en el universo. La poesía recoge la desolación de la ciudad en Baudelaire, el deslumbramiento de tranvías, autos y trasatlánticos en el futurismo, rescata máscaras africanas y sabidurías antiguas, descubre el simultaneísmo, pero la modernidad «se alimenta de las sucesivas negaciones que engendra», y a partir de cierto momento, en nuestro siglo, esa modernidad, herida de muerte, descubre lo implacable del horror: «El temple de este siglo -afirma Paz- hace pensar a veces en los tenores del Año Mil o en la sombría visión de los aztecas que convivían con la amenaza del cíclico fin del cosmos. La modernidad nació con la afirmación del futuro como tierra prometida y hoy asistimos al ocaso de esa idea. Nadie está seguro de lo que nos espera y muchos se preguntan: ¿saldrá mañana el sol para los hombres? Son tantas las formas en que se manifiesta el descrédito del futuro que cualquier enumeración resulta incompleta». Aquí el mexicano habla de agotamiento de recursos naturales, hambrunas, petrificaciones totalitaristas, riesgos atómicos ineludibles aun si se evitan las confrontaciones (este texto es de 1986). Y habla también del paralizante riesgo del fin de la estética del cambio, en cuanto el arte, la literatura ha convertido sus negaciones en «repeticiones rituales», sus rebeldías en «fórmulas» y en «ceremonias» sus transgresiones. De nada vale que nos llamemos posmodernos, término que más que un nombre es «un antifaz», o en el mundo anglosajón se hable de «modernism» y «postmodernism». En fin, entendemos que el último balance de nuestro siglo es que el rey está desnudo. Sólo cabe esperar que la poesía de nuestro tiempo, desaparecida la "tradición de la ruptura" logre su fin de ser «arte, de la convergencia», búsqueda de «la intersección de los tiempos», «poesía de la reconciliación: la imaginación encarnada en un ahora sin fechas». Paz se asocia a Baudelaire cuando afirmaba que «la ruina universal (o el progreso universal: poco me importa el nombre) no se manifestará en las instituciones políticas sino en el envilecimiento de las almas», y se asocia a Eliot, quien noventa años después declaraba en sus Four Quarters, tras mencionar en larga lista genérica los eminentes hombres que mueven el mundo mientras -en peculiar parangón con las Danzas de la muerte, apostillamos- se encaminan al oscuro y al vacío: «Todos vamos con ellos al silencioso funeral, / el funeral de nadie, porque no hay nadie a quien enterrar».

Las numerosas disquisiciones de Paz son, a partir de aquí, apuestas por salir, de todos modos, de ese lúgubre pronóstico. Desvanecida la quimera revolucionaría, la poesía aportará no ideas nuevas sino la memoria de lo esencial: la otra voz, la que debe nutrir, como en otro tiempo ocurrió, el pensamiento de filósofos, sociólogos e historiadores. En el capítulo «Poesía y fin de siglo» se anotan promisorios datos sobre el despegue de la receptividad hacia la poesía en el mundo anglosajón y otros países. Sin duda también aquí hay mucho voluntarismo y algunas contradicciones por parte de Paz, porque ¿cómo puede influir la poesía en la burguesía que después del romanticismo la rechaza porque se enfrentan dos conceptos distintos de modernidad (lo que nos hace pensar en Calinescu)? La nostalgia de la poesía como palabra fundadora de los pueblos -ahí están el poema del Cid y las mitologías aztecas- busca sostener una fe en que el fenómeno perdure. Pero lo cierto es que ya la poesía se replegó en el XIX a sus catacumbas y es difícil que se repita el caso de Freud y Einstein, devotos de los clásicos. Y ¿qué esperar de una crítica literaria más detectivesca que sensible, o del extremado caso contrario: la mera lectura del texto literario como documento social?

A partir de aquí las posturas de Octavio Paz giran en un remolino donde lo centrifugo y lo centrípeto se alternan. Son, ciertamente, impagables y más aún, conmovedoras, su defensa de lo que don Francisco de Quevedo llamó «conversación con los difuntos» en la que los ojos sirven para escuchar y de la condición salvífica de la poesía. Pero al finalizar este siglo el poeta descubre que su virtualidad para enlazar el ayer con el mañana se convierte en un puente «suspendido entre dos abismos: el del pasado que se aleja y el del futuro que se derrumba». Aun a riesgo de reiteraciones, los capítulos finales sirven para cargar de razón al crítico, digamos mejor al poeta, sobre lo ya dicho e insistir en que debe haber una salida para que la poesía no deje de cumplir su alta misión. Es bastante predecible que el autor de Blanco (1967), Discos visuales (1968), Topoemas (1971), defienda el uso de los nuevos medios de comunicación -cine, grabaciones, televisión- para la expansión de la poesía. El último capítulo. «La otra voz», es una diatriba contra «las crueles utopías que han ensangrentado nuestro siglo» y la necesidad de culturización y humanización de las sociedades capitalistas liberales. Ahora sólo falta que la poesía triunfe sobre el también cruel mercado que «sabe de precios, no de valores» y, en consecuencia, su «pesadilla circular» sea vencida por la fraternidad, y -como poco antes ha dicho- se nos permita volver a la regeneración basada en la recuperación del "origen" frente a los agoreros de "el fin de la historia". Porque la poesía es la otra voz, «la del hombre que está dormido en el fondo de cada hombre», ese que es «nuestro abuelo, nuestro hermano y nuestro biznieto». A la hora de luchar contra la destrucción de la ecología para que sobreviva la especie humana, ha de erguirse, en fin, el poema: sólo él, frente a las fuerzas destructoras, «muestra la hermandad entre los astros y las partículas, las sustancias químicas y la conciencia». La poesía prevalecerá, porque «si el hombre olvidase la poesía, se olvidaría de sí mismo. Regresaría al caos original». No insistiremos en las contradiciones -hijas decorosas de un pensamiento que no se resigna a la desesperanza- que este libro encierra. También el contradictorio Neruda habría firmado las últimas líneas.

Y tal vez ambos habrían sucrito con Mario Benedetti que «este fin de centuria es el desquite / de los rufianes y camaduleros / de los callados cuando el hambre aúlla / [...] de los abismos cada vez más hondos»49. Sin embargo sentimos que Paz y Neruda, en cualquier caso, no nos han dejado un mensaje de abatimiento. Por el contrario, tanta y tan admirable obstinación compartida para buscar y defender la entraña de lo humano por la virtud demiúrgica de la palabra nos motivan para decir a cada uno de nosotros, con palabras, otra vez, del admirado Quevedo, que los libros que encierran los versos y las prosas de estos americanos universales están ya en esa privilegiada región desde donde se emite la otra voz, y han asumido, por lo tanto, la misión de «sugerir, inspirar e insinuar»50, es decir, volviendo al por ambos admirado Quevedo, enmendarán o fecundarán por siempre los asuntos humanos y hablarán despiertos al sueño de la vida.





 
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