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De Victor Hugo a Mallarmé (con permiso de Godard). Influencias de la Nouvelle Vague en la Escuela de Barcelona

Esteve Riambau i Möller





Sería necesario aplicar un criterio muy amplio para poder definir globalmente los Nuevos Cines surgidos en Europa a partir de los años cincuenta bajo el concepto de «cine de vanguardia». Ciertamente, la Nouvelle Vague, el Free Cinema, el Junger Deutsche Film o el Nuevo Cine Español rompieron muchos de los esquemas -industriales y expresivos- establecidos por la generación inmediatamente anterior. Pero no debe olvidarse que sus experiencias fueron siempre tuteladas por el papel de los respectivos Estados, conscientes de la necesidad de responder a una creciente presión social mediante su interesada inversión cultural en una serie de jóvenes cineastas. En España, esa tutela fue mucho más aparatosa debido a la intransigencia de un régimen que acrecentó las precauciones en torno a un cine que, si ciertamente fue «nuevo», dudosamente puede ser considerado de «vanguardia».

Habría que esperar algunos años -como también sucedió en otros países- para que, después del optimismo inicial, surgiera la conciencia de la frustración ante unos límites decididamente insuficientes. En nuestro país, cuando aquellos realizadores que habían comenzado a dirigir, entre 1962 y 1963, consiguieron estrenar sus segundos largometrajes, la fragilidad del proyecto de José María García Escudero quedó en evidencia y las nuevas hornadas, surgidas de un ámbito profesional cada vez más caldeado, interpretaron la situación desde posibilismos menos confortables. Fue en este contexto donde nació el llamado «Cine Español Independiente», heterogéneo cajón de sastre que contiene todos aquellos films mayoritariamente realizados en condiciones en las que no deben confundirse los términos de marginalidad y vanguardismo, y la Escuela de Barcelona, mimética reproducción de algunos estigmas procedentes de los Nuevos Cines occidentales, aplicados -con una decidida voluntad suicida- a la realidad española del momento.




ArribaAbajoCuestión de etiquetas

Mucho se ha escrito -casi siempre peyorativamente- sobre este movimiento, reiteradamente criticado por una serie de características que, paradójicamente, no hacía sino reproducir las bases de otros movimientos que, en algunas ocasiones (como Jean-Luc Godard en Francia o la Escuela de Nueva York), habían generado un cine plenamente vanguardista. Ha llegado, por tanto, el momento de aclarar algunos equívocos a la luz de las influencias europeas -especialmente la Nouvelle Vague- recibidas por la Escuela barcelonesa.

El primer punto de discusión se refiere a la etiqueta. Mientras el término Free Cinema fue acuñado por un artículo de Alan Cooke - publicado en la revista Sequence-, donde se refería a algunos cortometrajes independientes norteamericanos, y el de Nouvelle Vague aparecía por vez primera en 1957 en un artículo de L'Express, donde Françoise Giroud escribía sobre los primeros cortometrajes de los miembros de la redacción de Cahiers du Cinéma, la Escuela de Barcelona fue bautizada oficialmente -a imagen y semejanza de la de Nueva York, el más vanguardista de los Nuevos Cines occidentales- en un artículo insertado en la columna que Ricardo Muñoz Suay publicaba semanalmente en Fotogramas1.

Pierre Kast escribió: «No era una escuela, como el manierismo o el impresionismo. Tampoco el siniestro realismo socialista, producto contra natura de Aragón y de Jdanov, con la Lubianka como decorado de fondo y un icono para San Lyssenko. Tampoco era un grupo estructurado, como el grupo surrealista, con sus exclusiones y sus cismas, o algunas ejecuciones que, por suerte, permanecieron a nivel de simulacros.

»Ni siquiera el expresionismo alemán, tal como lo describió Lotte H. Eisner, o el neorrealismo italiano, que Sadoul, Aristarco o Zavattini quisieron encerrar dentro de los límites de una definición.

»Si miramos a los viajeros de ese tren de recreo apenas remolcado por la célebre locomotora de la historia, veremos claramente que entre ellos no había en común ni ideología, ni estética, ni metafísica, ni religión, ni posición política, ni siquiera -las más de las veces- gustos comunes. Eran, fueron y siguen siendo, aunque de otro modo, extremadamente distintos en su estilo de vida, en sus costumbres, en sus hábitos, en sus relaciones con las mujeres o las bebidas, en su relación, crítica o no, reservada o no, con la sociedad, con las estructuras sociales y económicas.

»Entonces... ¿qué ocurre?

»Elemental, mi querido Watson. Eran de un lugar y de un tiempo, sometidos a las mismas condiciones cinematográficas de temperatura y presión. A las mismas climatologías de la producción, de la distribución y de la explotación de los films»2.

La cita, insisto, es de Pierre Kast, y si me he permitido reproducirla en toda su extensión es porque no se refiere a la Escuela de Barcelona, sino a la Nouvelle Vague, pero sus palabras son estrictamente aplicables al movimiento barcelonés.

Por tanto, ninguna de las dos tendencias fue nunca un coto cerrado. Desde el punto de vista cronológico no hay, en ninguno de los dos casos, una fecha que defina el punto de partida. En Francia, Jacques Rivette realizó Le Coup du berger y Roger Vadim Y Dios... creó a la mujer, un año antes de que la etiqueta Nouvelle Vague viera la luz. En Barcelona, la definición de Muñoz Suay fue propuesta a finales de 1966 pero, unos meses después, y en 1967, Joaquim Jordà incluía Fata Morgana -el segundo largometraje de Vicente Aranda, producido en 1965- en la lista de diez films realizados «con características muy concretas y comunes»3. Tampoco la nómina de miembros que pertenecieron a uno y otro grupo tiene unos límites muy precisos, ya que tanto los franceses como los catalanes «legítimos» poseían en su entorno un nutrido complejo de relaciones que enriquecía indefinidamente el respectivo entramado. Jaime Camino y Jorge Grau pertenecieron, por tanto, a la Escuela de Barcelona en la misma medida que Louis Malle o Philippe de Broca lo hicieron a la Nouvelle Vague; siguiendo con los ejemplos -que no pretenden ser tendenciosos-, Aranda podría ser considerado entonces como Alexandre Astruc barcelonés y Gonzalo Suárez el equivalente de Marguerite Duras.

Mientras Kast se refería a la Nouvelle Vague como «un tren de recreo», Muñoz Suay también recurrió a una metáfora ferroviaria para definir una Escuela ya agonizante «como un vagón de Metro del que la gente entra y sale cuando quiere»4. En Barcelona, algunos de sus pasajeros se excluyeron mutuamente -Jordà calificó a Grau de «caso aparte», mientras Pere Portabella afirmó estar «muy al margen de todo ello»- y otros -como Jacinto Esteva- murieron sin haber descendido nunca. Por tanto, lo que importa no son tanto los nombres, sino una serie de films y de proyectos realizados bajo una de terminada conciencia colectiva -después volveremos sobre ella- que, a finales de la década de los sesenta, imperó en ciertos sectores cinematográficos barceloneses.




ArribaAbajoBurgueses, demasiado burgueses

Una de las críticas más reiteradas que se esgrimieron contra la Escuela de Barcelona fue el origen burgués de sus miembros. Desde el ala izquierda del Nuevo Cine Español, el realizador vasco Antxon Ezeiza recordaba que «la mayoría de nosotros somos de extracción fundamentalmente humilde, o de la pequeña burguesía, que llegamos a Madrid a luchar por la vida (...) En cambio, la inmensa mayoría del grupo de la Escuela de Barcelona se autofinancia, es el dinero de su padre el que produce la película»5. Concretamente, el foco de producción del que surgió la Escuela de Barcelona fue Films Contacto, la empresa creada por Esteva. Muñoz Suay, su jefe de producción, asumía esta contradicción cuando confesaba que esta entidad «era eminentemente familiar, financiada exclusivamente por la familia de Esteva, lo cual era grave dificultad por la ausencia de una estructura industrial.

»(...) Otro gran problema era que FilmsContacto, pese a sus oficinas, empleados y yo mismo como jefe de producción, no era más que una apariencia, porque todo dependía de que el padre de Jacinto Esteva diera dinero para los proyectos de su hijo. A éste, por otra parte, sólo le interesaba producir sus propios films, lo cual representaba una lucha constante por mi parte para que fuese también un auténtico productor. Con los otros pasaba lo mismo. Durán producía sus películas con la ayuda de amigos y familiares, lo mismo que Aranda y Bofill, siendo Nunes el único distinto, el paria de todos nosotros con su autodidactismo que contrastaba mucho en su ideología y en su manera de vivir con el resto del grupo»6.

Sin entrar en un análisis detallado de las circunstancias económicas de cada uno de los componentes de los respectivos movimientos, ciertamente nadie tuvo reparos en acogerse a los beneficios derivados de la categoría de «Interés Especial» o a la exhibición en las nuevas salas de «Arte y Ensayo» propuestas por la Administración. Por otra parte, el ejemplo de la Nouvelle Vague francesa, a la que nadie ha discutido su carácter renovador a causa de sus raíces económicas, vuelve a ser enormemente ilustrativo, ya que, en el seno de una pluralidad de orígenes sociales, destacan algunos casos realmente significativos. Louis Malle, por ejemplo, nunca ocultó ser hijo de una de las familias más poderosas en la industria francesa, hasta el punto que, cuando L'Express -en 1952- le presentó un cuestionario que preguntaba «¿qué película haría usted si tuviera cien millones?», fue el único que pudo responder «Yo los tengo». El propio Godard, hijo de padre médico y con un abuelo banquero, tuvo una juventud no excesivamente ortodoxa, tal como reveló Paul Gégauff en una vitriólica entrevista en la que denunciaba los robos del cineasta a una emisora de «la Radio suiza y, más tarde, a su rico papá, cirujano de Lausanne», así como los interesados matrimonios de Claude Chabrol -que hizo Le Beau Serge gracias a un herencia de su mujer- y François Truffaut, «que se buscaban sin reparos esposas ricas para producir sus films»7.

Por otra parte, los orígenes profesionales de los integrantes de la Escuela de Barcelona tampoco distaron del de sus colegas europeos. Mientras Jordà abogaba por la «formación no académica ni profesional de los realizadores», en un tono similar al que empleó Chabrol cuando afirmó que «todo lo que hay que saber de la mise-en-scène se aprende en cuatro horas»8, la realización de ambos movimientos era substancialmente diversa. El propio Jordà estuvo dos años en la EOC, mientras Carlos Durán se diplomó en el IDHEC -el centro parisino del que habían surgido Malle y otros extranjeros, como Peter Fleischmann, Paulo Rocha o Anja Breinen-, y Grau estudió en el Centro Sperimentale de Roma, junto con Marco Bellocchio, István Gaál o Gustavo Dahl. Como Chris Marker, Vilgot Sjöman o Bo Widerberg -además de Alain Robbe-Grillet y Marguerite Duras-, que habían escrito novelas antes de situarse tras la cámara, Suárez fue periodista y escritor antes que cineasta, en tanto que Camino, además de ser finalista del «Premio Nadal», escribía asiduamente en Nuestro Cine, parangonando a los muchos críticos europeos que aprovecharon esta plataforma para acceder a la realización.

Como en el caso de la Nouvelle Vague, los miembros de la Escuela de Barcelona alternaron repetidamente sus funciones, de modo que Jordà -el más polifacético miembro del grupo- podía aparecer indistintamente como realizador, guionista, actor o miembro del equipo de producción. Del mismo modo, Suárez fue también actor, guionista y realizador, mientras Durán realizaba los más diversos cometidos en cada uno de los rodajes del grupo. A Muñoz Suay se le debe atribuir, en cambio, el papel exclusivo de productor, en una tradición que, a través de los ejemplos de Georges de Beauregard -que trabajó en España como productor de Muerte de un ciclista y Calle Mayor- y Pierre Braunberger -distribuidor de Un perro andaluz y La Edad de Oro, antes de hacer lo propio con los principales títulos de la Nouvelle Vague-, nos conduce a la figura de Luis Buñuel, en una reivindicación cercana a la Escuela de Barcelona por la vía del propio Muñoz Suay y Portabella -responsables de la producción de Viridiana-, así como al recuerdo de un cineasta que realizó un film de quien nadie duda de su condición de vanguardia -Un perro andaluz- gracias a los recursos económicos de su familia.

Para finalizar este apartado, según el axioma de que no hay Nuevo Cine sin Manifiesto, la Escuela de Barcelona también tuvo el suyo en el casi decálogo -constaba de nueve puntos- que Jordà publicó en 19679. Su texto, claramente inspirado en el del New American Cinema Group y mucho más conciso y operativo que los homólogos de Truffaut, Lindsay Anderson y Oberhausen referidos a otros Nuevos Cines europeos10, proponía las siguientes características:

«1.ª Autofinanciación y sistema cooperativo de producción.

2.ª Trabajo en equipo con un intercambio constante de funciones.

3.ª Preocupación preponderantemente formal, referida al campo de la estructura de la imagen y de la estructura de la narración.

4.ª Carácter experimental y vanguardista.

5.ª Subjetividad, dentro de los límites que permite la censura, en el tratamiento de los temas.

6.ª Personajes y situaciones ajenos a los del cine de Madrid.

7.ª Utilización, dentro de los límites sindicales, de actores no profesionales.

8.ª Producción realizada de espaldas a la distribución, punto este último no deseado, sino forzado por las circunstancias y la estrechez mental de la mayoría de los distribuidores.

9.ª Salvo escasas excepciones, formación no académica ni profesional de los realizadores.




ArribaAbajoUn nuevo lenguaje para Babel

Paradójicamente, uno de los principales puntos de contactos existentes entre la Escuela de Barcelona y la Nouvelle Vague surge a partir del sexto apartado del Manifiesto, que establece una inequívoca distancia entre el cine de Barcelona y el realizado en Madrid. Dicha confrontación es aparentemente insólita en otros Nuevos Cines, pero, en realidad, no cumplía otra función que la de enmascarar la oposición entre la influencia neorrealista fuertemente arraigada en Madrid, a partir de los precedentes constituidos por Juan Antonio Bardem, Luis G. Berlanga y Marco Ferreri, y las características de la Escuela de Barcelona, nacida, en cambio, a veinte años vista del neorrealismo y en el seno de unos Nuevos Cines mucho más desarrollados que cuando apareció el movimiento de renovación en Madrid.

Entre esta fecha -1962- y 1965, se estrenaron títulos -como La bahía de los ángeles de Demy, Vivre sa vie, Los carabineros, Le Mepris, Bande à part, Lemmy contra Alphaville y Pierrot el loco de Godard, Muriel de Resnais, La Commare secca y Antes de la Revolución de Bertolucci, Las manos en los bolsillos de Bellocchio, El Evangelio según San Mateo de Pasolini, El cuchillo en el agua y Repulsión de Polanski, Señas particulares: ninguna de Skolimowski, El ingenuo salvaje de Anderson, Los amores de una rubia de Forman, ¡Qué noche la de aquel día! y ¡Socorro! de Lester- que influyeron decisivamente en el nuevo movimiento, desengañado -desde su propio nacimiento- del posibilismo realista con el que había surgido el Nuevo Cine Español. En 1967, Durán atacó frontalmente la opción mesetaria afirmando que «en el cine de Madrid aparecen como personajes mujeres feas, que dan la sensación de oler mal y que después de la más mínima escena amorosa quedan siempre embarazadas y viven grandes tragedias»11. Posteriormente, después de amargas protestas de Ezeiza y Regueiro, Durán intentó limar diferencias al matizar que «no existe antagonismo entre la Escuela de Barcelona y los cineastas de Madrid. Ellos intentan un cine de acuerdo con la realidad que les rodea. Aquí queremos quizás organizar esta realidad transformándola en lo que nos gustaría que fuese, sin que por ello pueda llamársele un cine de escape»12.

Por tanto, los motivos de divergencia no eran tanto geográficos como lingüísticos y, en último término, ideológicos. Jordà y Esteva, con motivo de la presentación de Dante no es únicamente severo en el Festival de Pesaro, hablaron en francés, pero todo el mundo captó el significado de la frase «Aujord'hui n'est pos possible de parler librement de la realité de l'Espagne, nous tendons donc de décrire son imaginaire». No obstante, a causa de los rumores que llegaron de la ciudad italiana, Fraga Iribarne multó a Jordà con doscientas mil pesetas por negarse «a emplear el español y utilizar el catalán, que es una lengua incomprensible»13. En consecuencia, cuando éste repitió la sentencia para una revista barcelonesa, la revistió metafóricamente hasta convertirla en un eslogan -Como no podemos hacer Victor Hugo, hacemos Mallarmé- que es una verdadera definición de principios. Su posibilismo, basado en el criterio de que «la experimentación dejaba automáticamente de preocupar a los censores»14, fue duramente criticado. No obstante, dicha tolerancia fue tan relativa como la que sostuvo el Gobierno francés con la Nouvelle Vague, cuando Godard incluyó alusiones a la Guerra de Argelia en Le Petit soldat. En nuestro país, la censura intervino reiteradamente cortando la secuencia del cortometraje de Jordà, Día de muertos, en la que aparecen tumbas de diversos intelectuales de izquierdas en el cementerio civil de Madrid. Al propio Jordà le retuvieron los guiones Cosmos y El jardín de los ángeles -que nunca se llegaron a rodar- y le censuraron algunos diálogos de Dante no es únicamente severo. Otro cortometraje de Durán, Raimon, fue también prohibido, del mismo modo que Liberxina 90 viviría una rocambolesca historia jamás resuelta. En el terreno no ya de las obras, sino de las personas, mientras Jordà acabó autoexilándose en Italia, Serena Vergano fue detenida en Sitges durante las I Jornadas Internacionales de Escuelas de Cinematografía.

Aún y así, durante un cierto período, la Escuela de Barcelona vivió un espejismo de libertad que se manifestó esencialmente en el aspecto formal. Una de sus posibles influencias se debió a la presencia de Umberto Eco, al frente del grupo Sessantatrè, en unas jornadas sobre «Vanguardia y arte comprometido», celebradas en Barcelona en 1965. Por otra parte, las conexiones de muchos de sus miembros con diversas manifestaciones de la vanguardia contemporánea eran evidentes. En este sentido, Bofill y Esteva eran arquitectos y habían mantenido diversos contactos internacionales. Durán, como fotógrafo de modas, estaba vinculado con la escuela catalana formada por Leonardo Pomés (descubridor de Teresa Gimpera y Romy), Xavier Miserachs, Oriol Maspons o Colita. Si el surrealismo era genéricamente invocado por Dante no es únicamente severo -con la escena de una intervención de cataratas que recuerda la sección del ojo en Un perro andaluz-, la manifestación catalana de este movimiento de vanguardia -representada, por la vía del dadaísmo, en el grupo «Dau al Set», al que pertenecían Brossa, Tharrats, Tàpies o Cuixart- se hallaba en la base de No compteu amb els dits y Nocturno 29, los dos primeros films de Portabella con guión del propio Brossa y la aparición de Tàpies como actor. Entre los proyectos no realizados, Jordà -que no dudó en definir sus films como cultura catalana- escribió un guión -El jardín de los ángeles- en colaboración con la novelista María Aurèlia Capmany, mientras Durán -quizá el más ecléctico del grupo- resumió la vinculación existente entre la Escuela de Barcelona y el contexto cultural del país con la siguiente alegoría: «Me siento cerca de Tàpies, por ejemplo, y no por su tipo de pintura, sino por el amor y la insatisfacción que rezuman sus cuadros, una insatisfacción culta, con la cultura que se impregna en las piedras y en los rostros de los campesinos. No conozco demasiado la cultura de los libros, pero sí conozco la cultura de las calles que han visto pasar a tantos pueblos distintos. Y sé que nuestro pueblo es un pueblo insatisfecho y desesperado y que se refugia en un deseo de bienestar, en un oscuro anhelo de tumbarse en la playa, junto al mar, derrotado por la evidencia del tiempo, añorando ya la misma vida que vive y que sabe ha de perder. Somos un pueblo de locos insatisfechos que tratamos de resbalar por el dolor buscando desesperadamente la alegría de vivir»15.

Fruto de esta insatisfacción fue, en consecuencia, la necesidad de buscar parcelas de libertad en otras culturas y realidades. Para la Escuela de Barcelona, París quedaba mucho más cerca que Madrid y, por tanto, es en la capital cultural europea donde deben buscarse las principales influencias del grupo. En el terreno literario, si el título de Dante no es únicamente severo procede de una obra de Ehrenburg, entre sus citas se encuentran Baudelaire y Cortázar. Cosmos, otro guión prohibido de Jordà estaba basado en una novela de Witold Gombrowicz, mientras Suárez invocaba a Boris Vian y Franz Kafka como referentes de su estilo. Musicalmente, J. S. Bach aparecía como tema de fondo en Los felices sesenta y Circles, pero son también constantes las referencias al jazz autóctono -Tete Montoliu y Lou Bennett, además de Carles Santos- o al estilo «pop» introducido por Eddy y Os Duques en Noche de vino tinto o Cada vez que..., según los cánones procedentes de los films de Lester realizados con The Beatles.




ArribaAbajoHijos de Godard

Lógicamente, más allá de las artes plásticas o de la literatura, el primer referente de la Escuela de Barcelona fueron los Nuevos Cines europeos en general y la Nouvelle Vague en particular. Especialmente permeables a este movimiento, los cineastas del grupo barcelonés asimilaron sus proposiciones a la realidad de los medios que disponían y, de este modo, confirieron una cierta entidad a una etiqueta injustamente acusada de vacía.

Indudablemente, uno de los puntales estéticos de la Escuela fue el mundo de las modelos y la publicidad. Godard lo había explotado indirectamente en Una mujer casada (1964) y Jacques Demy lo haría después, de un modo más frontal, en Estudio de modelos (1968), pero Barcelona se benefició de un excelente caldo de cultivo del que surgieron actrices como Teresa Gimpera, Romy o Serena Vergano. La Escuela generó pues su propio star-system -estas tres actrices monopolizan el noventa por ciento de los títulos del movimiento- y mantuvo la tendencia de la Nouvelle Vague consistente en recurrir a actrices extranjeras, ya que si Barcelona tuvo sus musas en las italianas Serena Vergano y Lucía Bosé o en la francesa Mijanou Bardot, en París triunfaron la norteamericana Jean Seberg, la canadiense Alexandra Stewart, la danesa Anna Karina o la marroquí Macha Méril. Por otra parte, los cineastas barceloneses tampoco tuvieron reparos -cuando el presupuesto lo permitía- en contratar algunas figuras emblemáticas de los Nuevos Cines, como Jacques Doniol-Valcroze -redactor de Cahiers du Cinéma y miembro de la Nouvelle Vague- como protagonista de Los felices sesenta, o Enrique Irazoqui -el protagonista de El Evangelio según San Mateo- en Dante no es únicamente severo y Noche de vino tinto.

Desde un punto de vista geográfico se buscaron también las correspondientes equivalencias, siempre basadas en el axioma de preferir el rodaje en exteriores a la utilización de estudios. En este caso, Londres -antes que París- fue el punto de referencia citado por Fata Morgana -un enigmático rótulo inicial advierte que «esta fábula tiene lugar después de lo acontecido en Londres»-, Después del diluvio -los dos jóvenes huyen a esta ciudad para escapar de Paco Rabal- e, indirectamente, por el intento de convertir la calle Tuset -Tuset Street, por supuesto- en el Carnaby barcelonés. Por eso, cuando el protagonista de este film de Grau, mirando una revista francesa, contempla el paso de una banda de música exclama indignado: «Cómo vamos a reproducir lo que dice la revista, pero si esto es la Plaza Mayor de Colmenarejo!». La imagen que la Escuela quiere ofrecer de Barcelona es, en cambio, la del Parque Güel y la Pedrera de Cada vez que..., o las obras que adelantan el futuro en Dante no es únicamente severo. Se buscan escenarios urbanos insólitos -un campo de fútbol o un apartamento amueblado pero sin paredes- y cuando los personajes abandonan la ciudad, el Cadaqués de Los felices sesenta -acogiendo el piropo que le lanzó la revista Elle- trata de ofrecer una imagen sospechosamente parecida a Saint Tropez.

El idioma, por último, fue otro de los signos de identidad del movimiento. Desde sus sectores nacionalistas catalanes se le reprochó no haber seguido el ejemplo -también posibilista, pero en otro sentido- de films como María Rosa (1964), En Baldiri de la costa (1968) o L'advocat, el batlle i el notari (1968-1969). Al margen de que en Los felices sesenta también aparecía Joan Capri y hablaba catalán -igual que el camarero del bar que, al final del film, se convierte en el único personaje «positivo»-, está claro, sin embargo, que los tiros de la Escuela apuntaban en otra dirección. Después del castellano, el francés fue su segunda lengua, prolíficamente empleada en escenas como la de Dante no es únicamente severo en la que Serena Vergano declama a Baudelaire, los títulos de crédito de Tuset Street -donde aparece un comic con rótulos en ese idioma-, las canciones de Barbara y Adamo en Circles o el largo monólogo de Mijanou Bardot en Después del diluvio, que provocó las airadas protestas de crítico de El Alcázar, indignado ante un personaje que «utiliza exclusivamente el francés sin que nadie se haya preocupado de colocar algún tipo de subtítulo que aclarara lo que dice, como si todo espectador estuviera obligado a ser políglota»16. En beneficio de su estado de ánimo, es probable que este inquisidor lingüístico no viera, en cambio, el cortometraje Bibici Story, una inocente revisión de Durán sobre la iconografía revolucionaria ilustrada por una banda sonora propia de una elemental lección de inglés.

Desde la miseria cultural de la España franquista pero con todos esos elementos en la mano -insólitos en cualquier otra circunstancia del cine español-, los miembros de la Escuela de Barcelona se atrevieron pues a invocar directamente las influencias de la Nouvelle Vague. Recientemente, Aranda ha reconocido explícitamente que algunos de los descubrimientos de la Escuela «no eran más que repeticiones de lo que se había descubierto en Francia con la Nueva Ola. La clave de Barcelona también puede estimarse como epifenómeno de este movimiento nacido en Francia»17. Ya entonces, sin embargo, las citas y homenajes a algunos de los miembros de la Nouvelle Vague fueron evidentes, especialmente en el caso de Dante no es únicamente severo respecto a Godard. Jordà declaró, no sin cierto patetismo, estar «muy influido por Skolimowski, Straub y toda esa gente, pero a través de una interpretación muy personal, puesto que todas las ideas que tengo sobre ellos son muy literarias. Leo sus declaraciones y las críticas que se publican en revistas extranjeras y me hago una idea de ellos y creo que sus preocupaciones, en general, coinciden con las mías»18. Sí debía haber visto, en cambio, A bout de souffle, ya que su aparición en Cada vez que..., con gafas oscuras y semioculto tras una revista, es un directo homenaje a la presencia de Godard en su célebre «opera prima». Por otra parte, si en el film de Durán se asociaban conceptos a determinados films -boomerang a A bout de souffle, los neumáticos a Jules et Jim, los teléfonos a La aventura o los billetes a Pierrot el loco, en Dante no es únicamente severo- el juego consistía en puntuar algunos films, con el siguiente resultado: «Pierrot le fou: preciosa, un 4. My Fair lady: superespectáculo, un 3. Ascensor para el cadalso: un poco pasado, un 2. Don Quijote: ¡esos rusos!, un 1. Mientras haya salud: no me gusta nada, ¡Viva Buster Keaton!, un 0».

Suárez, pese a confesar no haber visto Made in USA, mostró, en Ditirambo vela por nosotros, Ditirambo y Fata Morgana, una idéntica fascinación a la de Godard, Truffaut o Chabrol por la novela policíaca. No obstante, también hubo quien se distanció del realizador francés.

Nunes, que había seguido los pasos de A bout de souffle en No dispares contra mí, calificó después a Godard de «director que confunde a las masas»19. para reivindicar, en cambio, los nombres de Jean Epstein y Luigi Chiarini.

Portabella, finalmente, siempre al margen de la Escuela de Barcelona, no dudó en adscribirse a la de Nueva York, «de la que forman parte gente que trata de llevar la ruptura a las últimas consecuencias»20.




ArribaAbajoAlgunas reflexiones sobre la mirada

En Pesaro, dos años antes, el propio Jonas Mekas había calificado Dante no es únicamente severo como el mejor film español que había visto nunca. La Escuela obtenía así un certificado de reconocimiento internacional negado, en cambio, por una crítica francesa celosa de cualquier aproximación a sus propios mitos21.

Desde sus limitaciones y contradicciones, el movimiento barcelonés siempre pretendió, no obstante, alinearse con las posturas más vanguardistas de los Nuevos Cines, las mismas que -en el caso de Straub o Godard- también levantaron ampollas entre algunos de sus coetáneos, subidos al carro de la modernidad por motivos estrictamente oportunistas. De hecho, desde un punto de vista formal, las raíces con el llamado Cinéma Verité -consecuencia de la vanguardia documental de Jean Vigo- también fueron comunes con la Nouvelle Vague, ya que mientras Durán iniciaba su trayectoria con el cortometraje Raimon, Esteva dirigió los cortos Notes sur l'emigration -epígono de la godardiana Operation Béton- y Alrededor de las salinas, donde proponía un curioso mecanismo de representación basado en la observación de las reacciones de un campesino a quien le comunican la falsa noticia de la muerte de un compañero. Por otra parte, si el proyecto inicial de Dante no es únicamente severo «fue hacer una película de sketches en 16 milímetros, a la manera de París vu par... para ampliarla luego a 35 milímetros»22, la tentación de rodar sin guión fue también común a ambos movimientos. No obstante, tanto en la Nouvelle Vague como en la Escuela de Barcelona se trató antes de una definición de principios que rompiera con la tradición del cine literario que una práctica real. Resulta evidente, por ejemplo, que los abundantes juegos de palabras contenidos en Dante no es únicamente severo no podían ser fruto de la improvisación, aunque ésta surgiera en ocasiones aisladas. Según Aranda, hubo intentos de hacer guiones sin ninguna coherencia, con un cierta nota alcohólica que seguía después no sólo durante el rodaje, sino también en el doblaje: se decían cosas tan bárbaras que en Voz de España hicieron una vez una grabación de una de esas sesiones, concretamente de una película de Jacinto Esteva, que, en caso de haber llegado a las autoridades, prácticamente todo el equipo hubiese dado con los huesos en la cárcel»23.

Detrás de todo ello lo que había era, en todo caso, una decidida reivindicación de la imagen. En este sentido, si Ditirambo vela por nosotros se abre con una cita de Antonio Machado -El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve-, Dante no es únicamente severo invocaba de nuevo a Godard cuando proponía una lúdica reflexión sobre la mirada, resumible en las siguientes frases extraídas de los diálogos del film: «A partir de una imagen se puede inventar una historia. Luego fluyen las ideas, pero es necesaria una imagen. Una imagen puede conducir a una historia. Una historia jamás a una imagen, sino a una multitud confusa de imágenes». Para ello, la Escuela contaba con el respaldo formal de la tradición del cine publicitario catalán. «Viendo aquellas películas -recuerda Muñoz Suay- te das cuenta de hasta qué punto son films publicitarios con los típicos esquemas de los spots comerciales, pero que afortunadamente, en lugar de anunciar una crema, anuncian un juego surrealista intelectual más o menos en clave»24.

En No compteu amb els dits, Portabella llevó esta práctica a sus últimas consecuencias, convirtiendo este mediometraje en una sucesión de subversivos films lets realizados sobre el modelo de los mensajes publicitarios habitualmente proyectados en los cines. Fata Morgana, Cada vez que... y Dante no es únicamente severo -siguiendo el ejemplo godardiano de plagar sus films con motivos iconográficos distorsionadores- contienen también explícitas parodias de la publicidad, especialmente divertidas en el film de Jordà y Esteva, que incluye un rótulo en el que un anuncio académico advierte que «se suspende la proyección de la película hasta el total restablecimiento del orden. La Autoridad confía en que el buen sentido y la sensatez de la mayoría no tardarán en imponerse sobre las intenciones subversivas e inconfesables de unos pocos».

Por otra parte, esa reivindicación del grafismo -que sincronizaba con las corrientes europeas del «pop art» y se manifestaba en la cuidada fotografía de Juan Amorós- condujo también a la Escuela de Barcelona por los senderos del comic. Tuset Street y Fata Morgana comienzan con unas viñetas que orientan el sentido de la historia. Los personajes de este último film son además absolutamente caricaturescos y se mueven en unas coordenadas fantásticas que multiplican sus recursos físicos en el espacio y en el tiempo. También en Dante no es únicamente severo uno de los personajes -el chofer de un coche- habla directamente con los bocadillos.

Plenamente conscientes de la utilización de un lenguaje rupturista en relación con los códigos habituales, los miembros de la Escuela de Barcelona jugaron no sólo con las leyes del montaje -proliferan los falsos raccords y los saltos de eje- o de la representación, sino con la simultánea destrucción de los mitos. El recurso a los cuentos infantiles -Alicia y Caperucita Roja en Fata Morgana o la Cenicienta y el Príncipe azul en Dante no es únicamente severo- proporcionó, en este sentido, un substrato cercano a la fábula -de la que tampoco escapa Ditirambo- que permitía todo tipo de licencias narrativas, incluida la consciente destrucción de la propia anécdota ante los ojos del público.




ArribaCrónica de un suicidio anunciado

Tal como ocurrió con la Nouvelle Vague, pronto se hizo evidente la imposibilidad de reivindicar un cine vanguardista desde los mecanismos de una industria conservadora -especialmente en el caso de la distribución- o desde la tutela de una Administración decididamente antidemocrática en el caso español. Agotados los ímpetus iniciales, las cifras de recaudación obtenidas por los films de la Escuela -reducidos al ghetto del «Arte y Ensayo»- hablaron por sí solas en términos francamente desoladores25. Quien quiso mantener la coherencia del primitivo espíritu vanguardista abandonó el cine -caso de Esteva- o radicalizó sus posturas en el cine militante, como hicieron Jordà y Portabella siguiendo los pasos de Godard. Los demás se integraron progresivamente en las diversas ramas de la industria: Muñoz Suay siguió en la producción; Durán, después del incendiario cortometraje Bibici Story y desengañado por el affaire de Liberxina 90, también recondujo su carrera hacia ese terreno; por último, Aranda, Camino, Grau y Suárez siguieron -igual que sus colegas franceses- su trayectoria como realizadores por caminos más convencionales.

Ninguno de ellos -hoy convertidos en excelentes profesionales del cine español- abjura, sin embargo, de aquella experiencia sobre la que la etiqueta -como en el caso de Nouvelle Vague- desempeñó el papel de un arma de doble filo y siempre pesó -según el axioma «estamos de acuerdo en no estar de acuerdo»26- por encima de sus individualidades. Ya en 1969, Suárez enterró prematuramente el movimiento matizado lúcidamente que «no ha muerto en la medida que pienso que no ha sido más que una etiqueta. lo que entendemos por Escuela de Barcelona desaparece porque ya ha cumplido con su misión. La Escuela de Barcelona como etiqueta, no tiene vigencia. Al menos, yo, concretamente, no pienso usarla. La muerte de esta etiqueta es muy positiva: pasamos a otra cosa. Hemos evolucionado»27.

Quince años después, Jordà reivindicaba además que el espíritu de la Escuela -vanguardista o no, pero en todo caso irritante para muchos sectores de la sociedad española- seguía vigente. Su epitafio de Jacinto Esteva -Juntos montamos aquel tinglado llamado Escuela de Barcelona (tinglado que pese a su endeblez, y por mucho que molestara y moleste, fue y sigue siendo la única cosa sonada que Catalunya ha hecho en cine en los últimos veinte años, sin y con autonomía)28- no fue ninguna boutade, sino, más bien, un reto que da pie a la reflexión.





 
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