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ArribaAbajoEl café de las seis

Se quitó la gabardina dejando que sus hombros desnudos tomen el color acaramelado de la lámpara. Llevaba puesto un vestido entubado de color negro, las botas que a él le gustaban.

-Mi mujer siempre tenía un par -le dijo Mauricio Dego la tarde que se las vio puestas.

Su mujer. La8 nombraba a veces, pero se quedaba en los bordes. Como si algo que, quizás era él mismo, no lo dejase sacársela de adentro.

-Alguien que se te muere es un poco de polvo en tu mesa. Si soplás fuerte el polvo se esparce en el aire y te lastima. Si alguien limpia tu mesa dejás de verlo hasta que un día abrís una ventana y miles de pequeñas partículas aparecen volando en la claridad. ¿Entendés que desde ese instante ya no tenés nada que hacer?

Y no, no le entendía, pero aplastaba su rubia cabellera contra el empapelado carmín del Plaza Café y se dejaba envolver en su voz, en su tono encerrado. (Como si le estuviese hablando detrás de una puerta.) ¿Estaba enamorada? Le divertía pensar que sí, que tal vez, que por qué no. ¿Le tenía miedo a los más de sesenta años de él y a los veintinueve   —82→   de ella? Si pudiese decirle que se animaba. Que ella le haría el amor, o le lamería las piernas, o sólo le besaría la boca hasta que él la apartase con sus manos huesudas. Sus manos corridas por piolas azuladas que, avergonzado, él metía dentro de los bolsillos del saco.

-Hola. ¿No tenés frío?

Mauricio Dego se agachó hasta sus mejillas. Tenía los labios húmedos.

-Ya comenzó a garuar -advirtió.

Traía puesto un traje azul noche de lanilla, una bufanda gris, su cabello entrecano peinado al costado, la corbata. Detrás suyo, la tarde se hundía en un todo de ceniza y sombras.

Sí, ahora podía decirlo. Le atraía. Y era por algo que le endurecía los senos debajo del vestido (no llevaba corpiño) mientras él, que por supuesto se daba cuenta, disimulaba su arrebato con una pregunta que venía al caso.

-¿Vino o cerveza?

Se conocieron hacía tres meses. Allí mismo, en el cafecito de ventanales anchos de la avenida República. Llegó dispuesta -¿eran las seis de la tarde?- a terminar con Alejandro (su amante desde hacía años) pero no así, no sintiendo que él la dejaba porque se había convertido en una pieza que no se dejaba sujetar como a él le convenía. «Si me das un tiempo», rogó Alicia. «Si me dejás acostumbrarme a la idea».

El amante no quiso. Y entonces vinieron las lágrimas. Él, queriendo irse de una vez. Buscando la billetera para pagar la cuenta. Pidiendo que no le haga ese papelón cuando podían resolver las cosas como personas   —83→   adultas. Su «por favor, esperá» tan inútil. Y lo último, esa persecución indigna hasta la calle.

-¿Podés entender que se acabó? Yo no te llamo, vos no me llamás. Es sólo esto. Además, vos debés estar acostumbrada a estas cosas -dijo él antes de tirarla a la acera. Es verdad. Fue ella quien tomó el picaporte del auto, pero era para forzar un último abrazo. Un gesto amable antes del fin.

-¿Por qué le importa lo que le pasa a una desconocida? -le preguntó a Mauricio minutos más tarde, con la cara ya lavada, los labios remarcados con rouge y ese vaso de whisky que le aceptó no sabía por qué. O sí. Fue por no llegar a casa y quedarse sola consigo misma. No todavía. Pero un desconocido, Alicia. ¿Acaso tenía sentido?

-Yo preguntaría para qué. ¿Sabés que a la hora de encontrar respuestas los «para qué» son más tortuosos que los «por qué»? Mi «para qué» fue quizás tenerte en mi mesa, frente a mi whisky, todo de esta manera como es ahora -le dijo Mauricio.

Tirada en el piso escuchó cómo el auto del hombre que alguna vez fue el motivo de sus cosas se deslizaba sobre los charcos azulados del asfalto. Recordó su cuerpo, abierto sobre ella. El primer encuentro tan alocado. Esa fiebre a horarios inusuales, las escapadas de fines de semana, los besos como mechas prendidas quemando su carne. Una mano firme la tomó del brazo. Había un anciano agachado sobre ella. Alicia se dejó levantar por el desconocido y tuvieron que pasar unos minutos para que esa primera imagen se diluya y la figura espigada de Mauricio Dego la sustituya por siempre.

-Venga. Entre conmigo que no está en condiciones de irse a ninguna parte -le dijo. (Dejó de tutearla desde que cruzaron la puerta del café.)

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Se presentó con nombre y apellido antes de indicarle en qué mesa la esperaría. Luego pidió al mozo que acompañe a la señorita hasta el pasillo iluminado con luces de neón que daba al sanitario de mujeres.

Así se comenzaron a ver los martes y jueves después del trabajo de ella, después de las caminatas de él, siempre en la misma mesa del Plaza Café. Al principio iba cuando no tenía nada que hacer, total, él siempre estaría allí por si se le ocurría darse una vuelta. Después comenzó a saltear sus compromisos, antes de las seis y después de las ocho, hasta que una tarde de mayo supo que sus citas con Mauricio Dego eran lo único que tenía en la vida.

-¿Sabés hace cuánto que nos vemos? Tres meses...

-Huy, eso debe ser una eternidad para vos.

-No te burles -dijo Alicia estirando el brazo que fue recibido del otro lado de la mesa.

Era un brazo cubierto de una pelusilla dorada que cosquilleaba cuando los labios de él se acercaban. El beso en los dedos, en las uñas. Las miradas encontradas en mitad de la mesa, suspendidas por encima de la llamita de la vela que cabeceaba con el soplo de las bocas.

-Mauricio, ¿te puedo preguntar algo?

-A ver...

-¿Por qué no podemos vernos en otro lugar? En tu casa, por ejemplo.

Fue eso lo que no entendió de él. Ese gesto de alarma, como si un peligro cuya dimensión sólo conocida por él lo pusiese en guardia cuando ella intentaba ir más allá, más lejos del Plaza Café y de los paseos por el parque. ¿Acaso no era viudo y vivía en algún lugar que se cuidaba mucho de mencionar?

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-Y entonces, Mauricio, ¿o tenés miedo de mí? Prometo no meter las manos donde vos no me las pongas.

Pero nunca le dijo. Salía con ella a la calle, la llevaba a la parada de taxi número siete y todavía con más frecuencia le hacía notar las estrellas, o la llovizna, o el movimiento de las ramas empujadas por los vientos de la costanera.

-A veces, Alicia, me despierto sin saber si respiro o es la memoria de mi respiración la que levanta mi pecho bajo las sábanas. Y no sé si la oscuridad es eso o soy yo convertido en una noche esparcida9 dentro de los recuerdos que guardo de mí -le dijo una vez.

Cuando le hablaba de esa manera su voz se ponía espesa, reservada, tan para dentro de sí que la muchacha se pegaba a su sobretodo y respetaba ese silencio que le salía de un fondo secreto, de su cara recién afeitada, de sus pasos sobre la garúa cuadriculada de la acera.

Así desviaba la conversación y la metía en un taxi sin decirle por qué no podía llevarla con él, qué terrible impedimento le obligaba a hacer el resto del camino sólo cuando podía tenerla más allá de las ocho de la noche y de esa despedida que comenzaba a molestar en serio.

-Mi vida no es lo que vos pensás, Alicia.

-¿Ah, no? ¿Y qué es lo que pienso?

Mauricio Dego se acomodó en el respaldo de la silla. Todavía retenía entre las suyas las manos de la muchacha. Era 18 de julio y el vino no llegaba. El mozo trajo unas rosquillas de miel para disculparse por la demora. «El corcho se rompió. Ya le estamos abriendo otro», explicó.

Alicia sintió el ruedo del vestido acariciándole las piernas debajo de la mesa. Bajó una mano hasta su cintura y se sintió estremecer.

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-¿No me contestás, Mauricio? Ya sé. La casa donde viviste con tu mujer es una catedral a la cual no estoy invitada. ¿Es algo así? Porque es muy típico...

-No, no entendés, no sabés cómo se siente entrar a un lugar donde cada objeto agoniza en una muerte en la que también vos tenés que ver. Vos también estás involucrado. Allí nada se salva, Alicia, por eso me escapo. Por eso me meto en la vida aunque ya no esté invitado, aunque nadie me mire a los ojos y me reconozca, aunque a nadie le recuerde nada y tampoco ellos me recuerden algo a mí.

-Ya comenzaste. Ya me vas a embarullar con tus frases complicadas. Mirá, Mauricio, vos me gustás. ¿Así vamos mejor?

-No es tan simple.

-Tampoco es simple decirte lo que te estoy diciendo. Estoy dejando de lado mi orgullo. ¿Te das cuenta de eso?

El vino llegó en ese momento. Las dos copas fueron reubicadas en el centro de la mesa. «Yo sirvo», dijo Mauricio. Tomó la botella y derramó el líquido morado que fue arrastrando su sonido de ojos en el espejo, de alfombras iluminadas con la única luz que llegaba de una ventana antigua, de portarretratos amarillentos, de vacinillas agriándose en los pasillos.

-Los sonidos evocan imágenes que no siempre queremos, Alicia.

-¿Sabés que no? Esta vez no te voy a permitir que me quites del tema. Quiero respuestas, Mauricio. Quiero saber por qué te escondés de mí.

-Quizás porque comencé a quererte.

-Genial, yo también comencé a quererte. ¿Y entonces cuál es el problema? No soy una nena, Mauricio, y si nunca me preguntás es porque sabés que tuve mis tropezones en la vida. Sabés de Alejandro, por ejemplo...

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Mauricio sintió la mano sobre la rodilla. Una mano caliente, con urgencias que también eran las suyas. La dejó allí, sudando sobre la tela de lanilla de su pantalón, hasta que Alicia la retiró enojada.

-Quiero caminar -dijo.

La garúa adquirió su consistencia de plomo y agua, de paraguas flotando en las esquinas de la catedral. Mauricio se levantó el cuello del sobretodo. A su lado, Alicia esperó que baje las manos para enredar entre ellas sus dedos.

-Vamos -dijo él.

Cruzaron la avenida República, entraron en el parque y no dejaron de caminar hasta que apareció ante ellos el bulto circular del mirador. Era una construcción de madera con techo de zinc que en verano se llenaba de petirrojos y mariposas, pero ahora sólo servía para guarecer de la lluvia a los perros moribundos.

Veinte minutos más tarde, acurrucada en el asiento trasero de un taxi, Alicia no podía contener las lágrimas recordando lo que allí pasó.

Se hubiese conformado con un beso. La boca oliendo a vino. Los labios acercándose mientras en el mínimo espacio que separaba sus miradas, sus párpados, sus pómulos, cabía el río hecho un mismo color con el cielo, con ellos.

Pero Mauricio no se lo dio. No le dijo que no, simplemente acarició su pelo, la miró hasta el fondo y la atrajo hacia su pecho supliendo con un abrazo todo lo que cabía en ese momento.

-Perdoname -dijo sabiendo que para Alicia nada era suficiente sino ese beso, el que venía queriendo desde que los encuentros en el café   —88→   significaron algo más que un buen momento. Algo más que la conversación apacible al lado de un hombre cuya tristeza le atraía de manera extraña.

-Por favor, dé la vuelta. Quiero volver.

El taxista le echó una mirada desde el espejo retrovisor. Sin hacer preguntas, giró el volante y cambió de carril.

Fue un impulso. Una manera de no aceptar el gesto apagado de Mauricio metiéndola al taxi. «Es mejor así», dijo él. Quizás tenía razón. Quizás era mejor llegar a casa, tomar el teléfono y llamar a Alejandro. «Quiero verte», podía decirle, «te extraño». Pero no sería verdad. Ya no.

Eran las nueve de la noche cuando el taxi la dejó de vuelta frente al Plaza Café. Alicia miró desde la puerta de vidrio antes de entrar. No quería encontrarse con Mauricio.

-Disculpe, busco a un mozo, el que siempre nos atiende. No sé el nombre, pero... ¡Es aquél! Sí, es ése.

-¡Manuel! Te buscan.

Alicia notó la vacilación del hombre. En ese momento se dio cuenta de que por primera vez lo veía. La camisa blanca se le abultaba entre los dos últimos botones del chaleco encarnado.

-Ya viene -le dijo la voz detrás del mostrador-. Si quiere puede esperarlo en una mesa.

-No, es sólo un momento.

Mauricio le contó que cuando aún no la conocía, el mozo se sentaba con él en sus ratos libres, pero nunca le dijo de qué hablaban. «Es un   —89→   hombre agradable», fue lo único que comentó en un momento en que Alicia no podía imaginar la importancia que tendría en su vida todo lo que tuviese que ver con él.

El mozo dejó la bandeja sobre el mostrador y le preguntó en qué podía ayudarla. Alicia se sintió afiebrada y descompuesta.

-Hola Manuel, perdone que le moleste. ¿Se acuerda de mí, verdad?

-La amiga del señor Mauricio.

-Exacto. Bueno, le decía que no quería molestarlo, pero resulta que me urge hablar con Mauricio y como se me perdió la dirección, me preguntaba si usted sabría decirme dónde vive. Pensé que podía saberlo... Él me dijo que era amigo suyo.

-Yo no sé dónde vive, señorita.

-¿Un teléfono quizás? -Quería irse. No entendía cómo llevó tan lejos su obsesión por aquel hombre.

-No... Bueno, la verdad es que tengo una tarjeta con un teléfono.

Le explicó que hacía unos meses Mauricio se indispuso y le pidió que llame al número que figuraba allí. Él guardó la tarjeta por si volvía a presentarse esa situación. La tenía en la billetera, sí, allí estaba, pero no sabía si debía...

-¿Por quién le dijo que pregunte?

-Aquí dice: Elvira Guzmán. Si quiere le copio el número, pero no diga de dónde lo sacó.

No se acordaba de ella. No, tampoco sabía si era pariente de Mauricio. Pero vino a buscarlo y se lo llevó tomado del brazo después de pagar la cuenta. ¿Qué cómo era? Una mujer mayor, quizás unos 48 o 50 años.

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Alicia volvió a la calle con una sensación que reconoció más tarde: quería llorar. ¿Tres meses viéndose con un hombre que podía estar comprometido con otra mujer? No tenía derecho a sentirse traicionada. Entre ellos ni siquiera hubo aquel beso, ni nada, sólo una atracción que ya no estaba en condiciones de saber si era recíproca.

Las cosas comenzaban a tener sentido ahora. La preocupación de Mauricio cuando le pedía que la lleve a su casa, cuando le daba señales desesperadas de querer ser parte de su vida. Y él, retirado en ese silencio insalvable.

Decidió esperar hasta la mañana para discar los seis números anotados en la servilleta de papel. Hubiese querido tomar el teléfono apenas llegó a su pisito de la calle Constitución, pero no lo hizo. ¿Para qué apurar lo que de todas formas terminaría sabiendo?

Tampoco tuvo ganas de quitarse la ropa. Prendió la lámpara de la mesita de luz, y con todo el peso de sus acontecimientos, se tiró de cara sobre la sábana arrugada. Un aroma a lavanda la inundó.

En los instantes que siguieron el pulso del minutero en la rueda plateada del reloj resucitó en su mente imágenes sueltas. La boca de Alejandro sobre esa misma cama, las horas vacías en la oficina, Mauricio, sus ojos, su cuerpo latiendo bajo el pantalón de lanilla.

Durmió un poco, pero mal. Mareada por la somnolencia caminó hasta la puerta cuando el sonido del timbre explotó en el departamento. No sabía qué hora era, pero le emocionaba saber que faltaba poco para que pudiese tomar el teléfono y hacer su llamada.

En los segundos que tardó en doblar la llave por el lado correcto, el espejo de la pared le devolvió una imagen confusa de sí misma. Tenía el pelo desarreglado y la ropa arrugada.

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-Mauricio.

-Hola.

Era él. Su mirada blanda. Su paraguas chorreando la lluvia que no había cesado. Todavía era de madrugada.

-Te estás congelando -dijo él viendo en sus pies que comenzaban a mojarse con las gotas que bajaban por la comisura del techito de la entrada. La luz de un relámpago alumbró en la cuadra. Un taxi esperaba en la oscuridad. Alicia le dio la dirección alguna vez, pero no recibió la suya a cambio. Y nunca una visita, una llamada telefónica, nada que le diese motivos para soñar con tenerlo así, en la entrada de su casa. Sólo aquellos encuentros en el café cuyas posibilidades de sobrevivir eran mínimas después de lo que pasó.

Alicia hubiese querido colgarse de su cuello, pero él no le dio la confianza para eso: «No tengo mucho tiempo», le dijo, y si bien entró con ella parecía que no fue por ganas sino para no dejarle pescar un resfriado.

-No voy a verte más, Alicia...

No lo dejó seguir. Se cubrió el rostro con las manos y se permitió ese llanto que venía tragándose desde hacía horas. Se sentía enferma de tristeza, desolada, acorralada por sentimientos que le aguijoneaban por dentro y por fuera. Necesitaba querer desesperadamente a ese hombre, o quizás a cualquier hombre. A fin de cuentas, no era más que una mujer perdida en un pisito donde, le aterraba admitir, su vida dejó de tener sentido muchas veces.

Mauricio no se acercó a ella. No la tocó. Tampoco habló más, pero le hubiese gustado tomarla en sus brazos, decirle mi amor, y si no lo hizo fue porque no podía. No tenía derecho. Ella era el último milagro, la magia final, el sabor dulce en la boca cuando todo el cuerpo estaba amargo. Alicia hermosa, Alicia chiquilla, adiós Alicia.

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El ruido del taxi permaneció en sus oídos mucho después de que él se fue. Se quedó un largo rato de pie, escuchando su llanto. Una vez más, Alicia, llorando por un hombre. ¿Cómo pudiste exponerte así, por qué dejaste que sucediera, por qué dejaste que se te fuera de las manos?

Llegó a la cama temblando de frío y de rabia contra ella misma, pero esta vez ya no pretendió dormir. A las siete de la mañana tenía el teléfono sobre su regazo. El primer tuuuuu le dio seguridad de que no debía hacer aquello, pero siguió adelante.

-Buenos días, ¿en qué le puedo servir?

El clap tuvo la fuerza de un latigazo. ¿Y si él y la tal Elvira Guzmán vivían juntos? Ése podía haber sido el motivo que Mauricio no se animó a darle, que calló para no quedar tan mal parado ante el amor que ella le ofreció y que él no pudo aceptar. Pero sin embargo, hacía unas horas, le había llamado mi amor. ¿O lo había soñado?

Volvió a discar.

-Hola, habla Elvira, ¿quién es? Hola, ¿hola?

No habló porque no supo qué decir, pero decidió enfrentar las cosas de una vez. Consiguió la dirección llamando a la oficina de informaciones de la telefónica. Se sorprendió. ¿A unas calles del Plaza Café? Claro. Él siempre la subía al taxi y se iba caminando. ¿Cómo no se le ocurrió que podía vivir por allí?

Conocía esa cuadra de residencias añosas, sus jardines delanteros corpulentos y profundos. En las aceras, la doble fila de árboles formando un techo de ramas por donde la lluvia caída a la madrugada todavía se descolgaba. Pasó por allí tantas veces. Miró su reloj. Eran las ocho de la mañana cuando un taxi la bajó en la calle que le indicaron. Buscó la   —93→   casa 517. Las hojas aleteaban suavemente con el soplo de sus pasos. Vio la verja taponada de arbustos aceitunados, el caminero de rosas, los árboles de tarumá. «Villa Guzmán» decía una placa de madera incrustada en el acceso a los portones batientes. Y algo más: «Hogar de ancianos».

Ni siquiera se animó a entrar. Se quedó allí, frente al cartelito de madera, y se hubiese ido sin preguntar si el portero no hubiese aparecido. «Sí, el señor Dego vive aquí. ¿Es usted un pariente? Ellos se ponen felices con las visitas. Por favor, déjeme anunciarle. ¿Vendrá más tarde? Bueno, pero vuelva, señorita, que el pobre está malito y tendrá que guardar cama por unos días».

Mauricio decidió que no bajaría a cenar. Quería quedarse así, semidormido, custodiado por los retratos que su hijo le ubicó en la cabecera de la cama cuando fue a dejarlo. Dobló las piernas debajo de las frazadas. Allí estaba, intacta, la comezón que Alicia le devolvió después de tantos años. Cerró los ojos. En el pasillo, el rumor de los internos dirigiéndose al comedor le entristeció.

(Mayo de 1999)



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ArribaAbajoEs lo mismo

Un escritor leyendo un libro es lo mismo que un mago en día de franco. La caminata sin rumbo por los parques, el barcito en el camino, el círculo humeante del café extraviando la vista tras las luces anaranjadas que comienzan a prenderse en las calles.

Luego, la caminata de nuevo, el desconocimiento de sí mismo en medio del tráfico de las siete y media de la noche, el letrero, de pronto: «Gran show de magia. El maestro de lo imposible, el gran profesor Arturo. Entradas a precios rebajados. Última función».

Un momento de vacilación. Pero es el día libre. Pero no se puede ser tan fanático. Pero la cena espera en casa. Y luego la resignación. El convencimiento de que el hombre es esclavo de sus fijaciones. La fila que no es larga (nunca lo es), los billetes arrugados cruzando la ventanilla, el pasillo iluminado con foquitos de colores y el recinto, detrás de las cortinas de pana roja.

El semicírculo escalonado donde se ubican las quince o veinte personas traídas algunas por el frío, otras por las ganas de decir una vez más que estos shows son un fraude y que hubiese sido mejor quedarse en casa, lo reciben.

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El mago busca un asiento en quinta fila. Las luces del escenario se prenden y se apagan las de platea. El mago se acomoda, cuenta tres y una melodía alegre inunda la sala. El mago ríe: «Siempre contando tres después que se ilumina el escenario», piensa.

Y el show empieza. Las flores de tela debajo del pañuelo, la paloma en la caja de cartón que el público pudo ver estuvo vacía, el abracadabra retumbando bajo las luces calientes. El delirio, cuando el conejo sale del sombrero de copa.

El mago aplaude al mago. Se levanta. Se seca las lágrimas que le brotaron antes del acto de las palomas. Sigue de pie cuando las luces se prenden, cuando ya todos abandonan la sala.

Nadie creería que él nunca ve la mano, el truco, los dobles fondos. Él cree en la magia. Desde que tenía cinco años. O quizás antes. Por eso es mago.

Al escritor le ocurre lo mismo.



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ArribaAbajoEl rostro de quién

Apenas despertó (era de siesta) buscó el inhalador, buscó un enchufe, se tiró sobre la alfombra y aspiró el humo mentolado que la fue liberando de la constipación. Boca arriba, la vista del techo sin su cielorraso de yeso le recordó que no estaba en casa.

-Salió a revisar los linderos con la peonada -le dijo Gladys, la sirvienta, cuando preguntó por su marido. No dejó dicho a qué hora volvería, lo que era una mala señal para su condición de señora sin noche de bodas. Sí, todavía era virgen. Después del casamiento nadie (excepto ella) pensó en un hotel. De la iglesia fueron al puerto y se embarcaron. Le tranquilizó que así fuese, por otra parte, y no por miedo a él. Estuvo de novia cuatro meses y hubo manos corridas bajo la falda en el jardín de su casa paterna. Era sólo saber que Diego Bernales, su marido, la tendería en esa cama de dos plazas y que ella no podía imaginar la dimensión exacta que tomarían sus sentimientos cuando eso ocurriese. Tampoco, y lo que era peor, si su asma sería capaz de soportarlos.

Llegaron a la mañana en la fragata que llevaba personal militar a la frontera. Rosario no soportó el fresco de la travesía, se descompuso y el capitán la acomodó en su camarote que era el único con calefacción. No puedo respirar, le dijo a su marido. Tranquila, amor, que pronto   —98→   llegamos, la consoló él. Se durmió después de la inhalación y lo único que recordaba de la travesía era un fajo de estrellas pegadas a la claraboya del camarote y su traje de novia que no se quitó hasta que Diego le dijo que estaban llegando.

-Se llama como yo -dijo cuando su marido la bajó de la mano al puerto donde los esperaban los peones. Era un día luminoso.

Diego no prestó atención al comentario. A su lado, su mujer leía las letras en molde negro pintadas en el cartel de zinc: «Puerto Del Rosario».

Ella le contó la historia cuando se enamoró de él. A su papá lo trasladaron a la regional que la empresa tenía en el Chaco, después que se casó. Su mamá quería dar a luz en la capital, de manera que cuando se cumplieron los nueve meses vinieron para el parto. Ella no resistió. Murió de una hemorragia cuando el barco ancló frente a Puerto Rosario para pedir un médico. Su papá le puso el nombre.

-¿Este puerto será el mismo de la historia de mis padres? -preguntó en el momento en que echaba una última mirada al cañonero varado en mitad del río. Una vez más, su marido no le respondió.

Rosario vagó por la casa abriendo puertas y revisando armarios en su primer día de señora casada. Encontró a Gladys en la cocina, limpiando el pollo para la cena. Ya no le tenía miedo como cuando la vio por primera vez, aunque no dejaba de sentir algo respecto a ella que no lograba entender.

Había otra sirvienta en la casa, una muchacha de rostro aindiado, que no le inspiró confianza. Prefirió a Gladys, tan calladita viéndola desde la ventana de la cocina cuando bajaron de la camioneta.

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-¿Desde cuándo estás aquí? -le preguntó.

Aunque no la vio entrar, la sirvienta no se sorprendió cuando la tuvo a su lado, acodada en la mesa de lavar platos.

-¿En la estancia dice usted?

-Sí.

-Desde siempre, señora. Casi diría que nací aquí.

-¿Pero en dónde vivís? ¿Por qué no te quedás en la casa a la noche?

-En la casita que se ve desde la playa. No, no la va a ver desde aquí. Hay que bajar hasta el río.

-¿Sola? ¿No tenés hijos, marido?

El silencio de la mujer le hizo cambiar de tema.

-¿Por qué a Diego le gusta tanto este lugar, Gladys?

-No sé. Desde que era chico le gustaba -respondió la sirvienta arrancando de un tirón las tripas que aparecieron en su mano con su aspecto espantoso. La mujer arrojó la cosa viscosa en una bolsa de plástico y metió el pollo bajo el chorro de agua de la canilla.

-¿Vos sabés por qué?

-Usted debería preguntarle a él -dijo. No le habló de mala manera. Su voz sonaba casi maternal.

Ella fue quien le dio permiso para que curiosee en la casa. Nunca va a sentirla como suya hasta que no la ponga boca para abajo, le advirtió. Rosario le hizo caso.

A las cinco de la tarde estaba en mitad de la sala, los ojos mudos frente al retrato ubicado encima del retablo de la chimenea. Lo descubrió en su paseo por la casa. (Quizás lo vio antes, pero recién ahora se fijó.) Era el dibujo de una muchacha hecho en lápiz negro. ¿Era ella? Sí, lo era. Su pelo negro, su rostro blanquísimo, su boca, sus diecinueve años, pero   —100→   había algo que no reconocía. Trajo a Gladys de la cocina y le preguntó si era ella.

-Debe de ser, si se le parece tanto -le respondió la mujer volviendo a desaparecer en el pasillo.

Diego la encontró mirando el dibujo.

¿Soy yo, amor? Sí, sos vos. Pero ¿vos dibujás? Sí, de vez en cuando. ¿Y esa ropa? Yo nunca usé una ropa así. Bueno, se me habrá ocurrido. ¿Dónde estoy, me pintaste aquí? Sí, puede ser. ¿A la orilla del río? ¿Es la orilla del río? Rosario se encontró con los ojos de Gladys cuando giró la cabeza.

-La cena está lista, señora. Comienzo a servir mientras se dan una ducha.

Lo vio desnudo por primera vez minutos más tarde, cuando Diego se sacó la ropa sin darse la vuelta. Pensó que se hubiese quedado en la sala, así no se quedaba colorada frente a él. Él se rió, la llamó boba y entró a bañarse. Ella le acercó una toalla limpia. (Esquivó la mirada cuando se abrió la cortina de plástico.) Luego, se tiró en la cama, metió la cara entre las almohadas almidonadas y cuando le tocó el turno fue hasta el baño vestida como estaba. Recién cuando cerró la puerta se desabotonó la blusa y se bajó el bikini.

Todo lo estoy haciendo mal, pensó. A ese paso no podría entregarse a su marido sin evitarle una tonta escena de primeriza.

Cuando salió, él no estaba. Había una esquela pinchada al tallo de un pimpollo encarnado, sobre la cama: Te espero en la sala, decía.

Rosario escuchaba la música que se filtraba debajo de la puerta. Cubierta con una toalla, se acercó a la enorme ventana desde donde se   —101→   presentía, allá abajo, la sombra alargada del río. Un rostro la miró. Era el suyo, claro, pero por un segundo pensó que no.

Después de ver cómo arrancaban sus vísceras la chica no pudo comer el pollo. Se conformó con las entradas de pancitos caseros, el queso derretido y los platos de ensalada. Gladys se retiró después de avisar que había más vino en la nevera.

Hacía calor, pero Rosario no quiso salir de la casa. Diego la estrechó en sus brazos, la sacó al corredor, le hizo bajar los escalones que llevaban a la playita, la acercó a estirones hasta el río. La luna, con su ojo sin párpado, no los perdía de vista. Rosario se sacó los zapatos copiando a su marido, metió los pies en el agua, hundió sus dedos en la arena mojada. Su corazón tiritó.

-Quiero entrar a la casa -dijo tratando de soltarse, pero Diego ya le envolvía la cintura, ya se desvestía tirando la ropa sobre la arena, ya buscaba sus senos bajo la solera, el cierre, los labios finísimos empujándola, haciéndole perder pie bajo el agua, tumbándola.

-Tengo tanto frío -dijo sin que él la escuche. Su pelo se desparramó en el agua. Encima suyo, de espaldas al universo, su marido se adueñaba de su cuerpo con gestos feroces.

-Ay, Nina, por fin Nina -balbuceó el amante en su arrebato.

Frotó su cara en la almohada sintiendo su pelo, todavía mojado, pegado a su espalda. Gladys abrió las cortinas y se acercó a la cama.

-Es casi mediodía, señora -dijo acercándole la bandeja del desayuno que esperaba sobre la mesita.

-No me llames así. Decime Rosario.

La mujer le acomodó la bandeja sobre las piernas. Vio su pelo mojado, pero no dijo nada. Las ropas cubiertas de arena ya no estaban en el piso. Ni los zapatos embarrados. Todo estaba limpio y en su lugar.

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-Gladys, ¿vos me contarías algo en confianza? Sé que apenas me conocés, pero no tengo a quien preguntarle.

-Claro que sí, señora.

-¿Quién es Nina? ¿Vos sabés?

La mujer estaba parada al lado de la cama, las dos manos encima del delantal a cuadros. Su pelo entrecano recogido por detrás con una cinta de tela. Desnuda bajo la colcha, Rosario sostenía la punta de la sábana con una mano y con la otra levantaba el pocillo hasta tocar sus labios. El café con leche quemaba.

-No se quede aquí, señora. Este lugar no le hace bien a Diego -le dijo. En sus ojos había lo mismo que Rosario vio cuando la conoció, pero todavía no podía saber qué significado tenía.

Le preguntó si se trataba de una novia de juventud. La sirvienta no se quedó para responderle. Era una mujer delgada, de 57 años según le contó Diego, vestía con ropas limpias y opacas, sus zapatos de tela no hacían ruido cuando caminaba. Tenía los ojos negros y muertos.

-No seas maleducada, Gladys. No me dejes hablando sola.

Sin volverla a mirar, la mujer salió de la pieza. Rosario dejó la bandeja sobre la mesita de luz. La sirvienta sabía algo, estaba segura. Fue niñera de Diego, o por lo menos eso fue lo que él aseguró.

-Ah, ya la conociste -dijo él cuando le preguntó.

-Ella me miró no sé cómo, Diego.

-Ella es así. No le hagas caso.

-¿Creés que nos vamos a llevar bien? No quiero que diga que soy una creída.

-Si ya te habló, es que le caés bien. Si no, ni se hubiese acercado.

-¿Estás seguro, Diego?

-Sí.

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Recordó esa conversación para convencerse de que lo que sea que le pase a Diego, ella lo sabía. Y no se lo quería decir. ¿Por qué? Le molestaba esa sensación de que en tan poco tiempo había muchas preguntas sin respuestas dando vueltas a su alrededor.

No se levantó en todo el día. Cuando Diego llegó, abrió la puerta del dormitorio y se tiró a su lado. Estuve con los peones, le dijo. Olía a sudor. Amor, ¿qué te pasa?, le preguntó. ¿Por qué estás tan callada?

-¿Quién es Nina, Diego?

-¿Qué cosa?

-Vos me llamaste así en la madrugada, en el río. Me dijiste Nina, Diego.

-No puede ser.

-Contame, Diego. Decime antes de que me entere por allí.

El muchacho bajó los pies de la cama, se sacó las botas, dijo que no se acordaba pero que de niño inventaba nombres para llamar a las personas. Era un juego. Algo que pensó que ya no hacía. ¿Estaba molesta por eso? Qué boba. Pero si eran cosas que pasaban en medio del amor. ¿O acaso ella no lloró y él no le preguntó por qué lo hacía?

Fue a bañarse mientras, hundida en la cama, su mujer recordaba un detalle más de la madrugada. Pasó algo en el río. Algo que devuelto por el recuerdo parecía no tener sentido ahora, pero en aquel momento ella hubiese jurado que se vio a sí misma. Fue un segundo, cuando se agarraba al temblor de su marido para soportar su propio estremecimiento. Una sombra detrás de sus párpados cerrados cubrió la luz de la luna (como si alguien, además de su marido, estuviese encima suyo). Cuando abrió los ojos se vio a sí misma. Era ella, como en el cuadro, pero diferente.

  —104→  

-¿Todavía no te vestiste? Mirá que te llevo desnuda hasta el comedor, así disfruto del espectáculo -le tentó su marido que abría el placard para buscar una remera.

Rosario supo que llamó su papá porque el peón vino a buscar a su marido. No había teléfono en la casa, pero la radio estaba en la casilla de entrada a la estancia y había que ir hasta allí para atender. ¿Es papá?, preguntó. Hacía una semana estaba en cama.

-Ya voy, amor.

-Decile que venga, Diego. Decile lo que me pasa. Decile dónde queda la estancia.

Era el asma. Pero esta vez el silbido en el pecho vino con fiebre y mareos. Diego bromeó acerca de un embarazo. Claro que no, le dijo Rosario, es demasiado pronto.

La vio un médico del puesto de salud local.

-¿Te dijo que volvamos a la capital? -preguntó Rosario.

-No, sólo dio los horarios para las inhalaciones y una nueva medicación -le desilusionó Diego.

No lo vio cuando volvió. No le pudo preguntar si era su papá, qué dijo, cuándo venía. Sólo se veía a ella misma, una y otra vez, caminando por el borde del río, el ruedo del camisón blanco (¿dónde vio ese camisón antes?) chorreando agua, sus pies en el río, el frío, el ojo sin párpado de la luna vigilándola desde su agujero amarillo.

El médico entró y salió de la casa hasta que se pidió auxilio a una embarcación que llegaría al puerto a la madrugada para llevarse a la enferma. Diego vagaba por la playa con la mirada perdida en los dibujos del agua. No quería que lleven a su esposa, pedía más tiempo, pero el médico anunció que el caso estaba fuera de sus manos.

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En el dormitorio, Rosario despertó. Gladys estaba a su lado. Le alargó la mano desmayada, quiso hablarle pero ella le hizo el gesto de que no haga el esfuerzo. Pidió el inhalador, dejó que la sirvienta le coloque la mascarilla, aspiró el vapor caliente y dejó que las lágrimas le corran cuando la voz de Gladys sonó en sus oídos, casi dentro de ella:

-Yo sé lo que le pasa, señora. Yo tengo la culpa de que usted esté así ahora. Yo tenía que haber evitado que esto llegue tan lejos. Tenía que haberle dicho sobre...

Nina.

Fue ella misma quien le habló de Nina. Eran vacaciones de verano y Diego fue con su papá a pasear sus once años por la estancia. No tenía necesidad de contarle nada, de acercarse tanto, pero lo hizo quizás porque él la miró a los ojos y le dio la confianza.

-No creo en fantasmas -advirtió el muchacho después de escuchar el relato. Estaban en la cocina, él tomando un vaso de leche, ella salando la carne para las milanesas de la cena.

Gladys le aclaró que le hubiese gustado decir lo mismo, pero así como ella existía, Nina también. Todos en Puerto Rosario conocían su historia. Además, el cura párroco que oficiaba una misa en su memoria cada 7 de febrero (día del cumpleaños de usted, señora) conoció al hombre que la enterró en la playa. Era un funcionario del ministerio que llevaba a su mujer para dar a luz en la capital. El barco que los transportaba atracó en Puerto Rosario para buscarle un médico.

Ella murió, al igual que uno de sus bebés. (Se da cuenta, Rosario, su mamá tuvo mellizos.) El que sobrevivió fue llevado por su padre. El que se quedó era Nina. Los del pueblo la adoptaron cuando se dieron cuenta de que nadie más se ahogó en Puerto Rosario desde que ella estaba en la playa.

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-Yo la veo en las madrugadas, cuando no puedo dormir y salgo a mirar el río -le confesó Gladys. La voz se le volvió un susurro.

-¿Y cómo es?

-Tiene los ojos oscuros como los pozos que viven en el fondo del río, el pelo le flota en la espalda, su piel da frío cuando se toca.

-No creo nada de eso. Son mentiras -dijo Diego, pero desde aquel día se instaló en la playa y cuando terminaron las vacaciones no quiso volver con su padre. Lo enviaron una vez al mes, para tranquilizarlo, y en las vacaciones de invierno y verano.

Gladys los solía ver juntos en la playa. Nina con su camisón blanco y su ruedo siempre sucio de barro. Diego con ese amor que le iba creciendo y que le ruborizaba cuando miraba el río.

-Hace cuatro años yo le dije a Diego que vaya a la comisaría y busque en los libros guardados en cajas. Le di el año y el mes. Él me hizo caso, ahora lo lamento. Él encontró la anotación que hizo el padre de usted, señora. Allí daba su autorización para que su recién nacida y su esposa muerta sean enterradas en Puerto Rosario y, como firmaba con nombre y apellido, mi patrón lo buscó en la capital.

Y la encontró a ella, y ella se enamoró y se dejó llevar hasta ese río donde también vio a Nina, aunque en ese momento no supo que era ella. No sabía ni siquiera que existiese. Su papá nunca le dijo que tuvo una hermana. Nina en el retrato, Nina en el vidrio de la ventana, Nina en su momento más íntimo.

-Déjeme terminar, señora, deje que le diga que usted se tiene que poner fuerte para que ella no la perjudique. Ella no le quiere al patrón, señora. Ella sólo quiere tomar su lugar para no estar tan sola en el río.

Rosario tosió.

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El camisón del retrato. El camisón con el que caminaba, en sueños, al lado del río. Ahora lo recordaba. Lo vio en el armario que su papá tenía cerrado con llave. Una vez lo dejó abierto y Rosario miró dentro. De quién es el camisón, le preguntó. Él no se enojó. Es de mamá, le dijo. Le dejó mirar de nuevo y no volvió a cerrar el armario con llave. La enferma volvió a toser.

Sin que la puerta se mueva, una sombra entró a la habitación. Rosario vio la sombra y perdió el conocimiento. Fueron unos segundos que terminaron cuando la enferma empujó la mascarilla con la mano. Fue su último gesto. Lo que pasó después ya no tenía que ver con ella.

-Por favor, Gladys, abrime esa ventana y andate a descansar a tu casa que ya es tarde -le dijo la voz desde la cama.

La sirvienta no se demoró. Reconoció el olor a luna que se metió en la habitación apenas despegó de su tranquilla las dos hojas de vidrio. Se fue a la cocina, se fue sin volverse para mirar a la enferma porque sabía lo que encontraría en su lugar si lo hacía. Buscó la bata y el bolsón y salió. Afuera la sombra, la otra sombra, la esperaba.

-Gladys, tengo tanto frío -le dijo.

La mano impalpable se refugió en sus brazos.

-Venga señora, vamos a mi casa. Venga que usted ya no tiene nada que hacer aquí.

-No me digas señora, Gladys. Decime Rosario.

-Y usted no me diga Gladys, señora. Dígame mamá.



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ArribaAbajoPuta vida, carajo

La primera cuenta del rosario se entibiaba bajo los dedos blancos de Lola. ¿Dónde podía estar? No faltó al rosario desde los años del instituto Santa Marta. Y el misterio doloroso. El de la pasión y muerte del Señor.

Justina, parada a su lado, hundía los ojos en la llama alargada de la vela de cebo fingiendo una devoción que no sentía. Conocía demasiado a su hermana para rogar, por debajo de las avemarías, que viniese de una vez.

A las seis, cuando colocaron las velas en el altarcito de la sala de costura, Lola preguntó por ella. Estaba vestida de luto cerrado y, por la boca torcida a un lado de la cara, se descontaba su malhumor. Dijo que en esa casa se rezó a las siete desde que tenía memoria y que en lo que a ella respecta así seguiría siendo.

Cuando el plazo se cumplió, tomó el rosario de cuentas negras y cadena de plata, cerró los ojos que le quemaban la cara, aspiró la frescura de los ramitos de crisantemos apretados en el florero y se dejó envolver en la tristeza de su propia voz.

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Paradas frente al altar donde el santo crucifijo tallado en palo santo se agigantaba con la llama de cebo de la vela, las ancianas eran bultos ululantes custodiadas a la diestra por la imagen del Ángel de la Guarda, a la siniestra por el San Miguel Arcángel. Rostros sin vida las vigilaban desde los portarretratos ubicados entre floreros e imágenes de santos.

Aquellas mujeres, más la que no llegaba para unirse de una vez por todas al rosario, vivieron en la casona de la calle Irrazábal toda la vida. Lola era la mayor, Justina, la viuda, la seguía, y después estaba Angelita, a quien los vecinos recordaban por la obstinación con que buscó un hombre cuando todavía podía hacerlo.

Con los años, como le ocurre a todo el mundo, la casa fue perdiendo a sus habitantes hasta que sólo quedaron ellas. Lola y Angelita amparadas en la pensión que recibieron en calidad de hijas solteras de un jubilado -Angelita tenía además sus clases particulares-, y Justina con lo poco que le sacaba al alquiler de su casa de casada.

-Dice que al marido lo mataron en un bar -comentaban los que conocían la historia cuando la veían ir y venir con su bolsón de hilo y su mirada desolada. Ella nunca supo cómo fue. Tampoco dejó que se lo dijesen. Recordaba la noche en que lo trajeron muerto, el olor a rosas que se le quedó en el cuerpo después del velorio, esa necesidad de él que se fue apagando hasta que llegó la resignación, el sosiego después del Ave María Purísima, cuando el rosario llegaba a su fin y, agachada hasta el resplandor de las velas, se dejaba envolver en aquel olor antiguo, en ese sonido de ángeles rozándose en las esquinas.

-Son las ocho.

-Menos cuarto, Lola. Todavía falta para las ocho.

-Igual. Debió llegar hace rato. ¿No te dejó un número de teléfono o la dirección del alumno?

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-No te preocupes, hermana, que en cualquier momento aparece.

Deseaba con toda el alma que así fuese. Ellas tenían sus grandes diferencias, sus días sin dirigirse la palabra, sus ya estoy harta de que te creas la dueña de la casa.

-No sean así, señoras. ¿Acaso no debemos dar gracias aunque sea por tenernos unas a otras? -intervenía Justina sabiendo que no la contradecían porque la respetaban, pero bastaba una cama desarreglada, el envoltorio de la pasta dental en el piso, el volumen del televisor, cualquier cosa, para renovar la discusión.

-Siempre fuiste promiscua, Angelita. Siempre quisiste hombres y si ahora estás sola es únicamente porque nadie te tomó en serio.

-A lo mejor tenés razón, Lola, pero por lo menos no soy una solterona que no conoció varón, como hay alguna en esta casa.

Nunca llegaron a los golpes. Sabían que levantar la mano contra la sangre era pecado, así que se conformaban con ese pulseo rutinario, ese decirse cosas por la pura satisfacción de malograrse el día.

Justina convenció a su hermana de que le vendría bien recostarse antes de la cena. Quería tenerla fuera de su vista mientras llegaba Angelita, así no se esforzaba por disimular su propio quebranto... Angelita. ¿Dónde podía estar a esa hora?

La mano sobre el manual de inglés escapó hasta caer sobre la falda plisada10. Él la miró, divertido. Era un atorrante de 18 años, ojos verdes y piel bronceada, un nene con casa de dos pisos, auto propio y esa boca oliendo ridículamente a pasta dental de frutilla.

Angelita le pidió que repita su conjugación. Señaló con el bolígrafo la línea impresa en el libro, golpeó suavemente con la lapicera fuente,   —112→   insistiendo, pero al final tuvo que levantar la mirada y sostener la suya para que él la obedezca.

Hacía cuatro días, después que empujó el botón del timbre y escuchó el dong de la campana temblando tras las cortinas de encaje, su vida comenzó a perder seguridad entre las cinco y las seis de la tarde. Entre jugos de piña y café con crema. Parada frente al número 247 grabado en el metal bruñido de la puerta, ella no era más que una mujer escapando de casa para no morirse de la misma tristeza que estaba acabando con sus hermanas.

-Señorita Ángela, gracias por venir.

Apareció detrás del guardapolvos a cuadros de la muchacha de servicio. Era la dueña de casa. Una dama estirada por todas partes, oliendo a perfume dulce y solerita de gasa resbalando sus bordes sobre ese cuerpo moldeado con saunas y gimnasia localizada.

Serían unas clases de refuerzo de una hora al día, nada que pudiese exigir demasiado a Manuel. Se llama Manuel, señorita. Es un chico maravilloso, aunque un poco irresponsable. Ya sabe. A esta edad nadie piensa en el futuro. ¿Verdad señorita que a fuerza de golpes se hace la gente? Espere aquí, por favor. Se lo mando enseguida.

-¡Eugenia! Avisale a mi hijo que la profesora lo espera... Bueno, decile entonces que vaya a secarse y que venga.

Estaba en la pileta. Ella podía verlo desde el estarcito donde la dejaron. Miró su reloj. Pasaban de las cinco. Manuel apareció unos minutos después. Vestía zapatillas, bermudas y remera de los Rollings. Angelita se avergonzó de lo que pensó cuando lo vio.

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-Buenas tardes, sos Manuel, ¿verdad? Yo soy la señorita Ángela, tu profesora de refuerzo.

-Sí, mamá me dijo. ¿Querés que traiga los manuales?

-Por favor.

Era un bello ejemplar masculino. La prudencia le ordenaba no pensar así, claro, pero lo hizo antes de que pudiese censurarse. Tenía el pelo negro, la boca rosada.

Cuando volvió con los manuales y la miró directo a los ojos, algo pasó.

-¿Por qué me mirás así? -le preguntó.

Manuel le tuteó desde la presentación reciente, así que ella se tomó la libertad de responderle de igual manera.

-¿Te molesta? -preguntó Manuel.

-No. Sólo que pensé que era por algo.

Perdió la costumbre. Era eso. Nadie ve a los ancianos a los ojos, aunque, a sus 54 años y con ese cuerpo que conservaba sus encantos, en realidad no se sentía anciana. Lola le decía que lo era, pero, como actuaba movida por la amargura, sus observaciones no merecían crédito.

Manuel pidió recreo. Dijo que quería hablarle de algo personal. Angelita cerró el manual, se sacó los anteojos y esperó.

-Quiero saber por qué una mujer tan linda como vos está sola.

-Se terminó el recreo. Volvamos a las conjugaciones.

Manuel la miró, todavía más atrevido. Pidió perdón. Dijo que no quería ofenderla; sólo estuvo pensando en ella esa noche, y como su   —114→   mamá le dijo que nunca se casó... Además, no tenía aspecto de mujer que pudiese vivir sin compañía.

Molesta consigo misma por haber permitido esa conversación, Angelita no se sintió capaz de encontrarse con el chico el miércoles, así que faltó y pidió por teléfono que le envíen a la doméstica para retirar las lecciones del día. Manuel la llamó esa noche.

-Puedo ir a verte, así me aseguro de que estás bien.

Ella le prometió que no faltaría a la clase del día siguiente.

-¿Por qué te importa cómo estoy? -le preguntó antes de cortar.

-No sé. Sólo me importa.

-¿Quién te llamó, Angelita? -curioseó Lola durante la cena.

-Una amiga. Quería saber cómo estaba.

Comieron como si la otra no estuviese al lado. Justina la vio caminar por el jardín, luego. El círculo encendido del cigarrillo bajaba y subía a la boca mientras los perfumes de la noche mojaban el corredor. ¿Por qué mintió? Justina le pasó la llamada y, aunque no la descubrió frente a Lola, sabía que quien habló era el alumno. ¿Por qué lo ocultaba?

Justina abrió un par de frascos y mientras prendía las hornallas echó una mirada a la calle; todo estaba tan callado a esa hora. Metió el pan en el horno, revolvió el estofado y buscó la canasta de naranjas para preparar el jugo. Entonces escuchó el rechinar del portón. Un minuto más tarde Angelita estaba frente a ella. Cargaba sus libros de encuadernación desteñida, el bolso de mano. Sus mejillas lucían encarnadas y descompuestas.

-Tengo fiebre -anunció.

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Lola no fue verla, aunque supo que no estaba bien. A las diez llegó el médico. Cuando terminó de revisarla mandó cuarenta gotas de novalgina, para bajar la fiebre, y una dieta a base de arroz y jugo de manzanas.

-No sé por qué seguís dando esas clases. Mirá cómo te ponen -le dijo Justina mientras le desabrochaba las hebillas del pelo.

-No son las clases, Justina, sino una gripe malparida que me tomó por el camino. Pero ya oíste al doctor, no es nada, así que dejá de plaguearte y dejame dormir.

No tocó la cena. Justina retiró la bandeja como la dejó.

Antes de irse, colocó la botella de agua y el vaso sobre una silla que arrimó sin hacer ruido. De espaldas a la puerta, con la frazada hasta los hombros, Angelita respiraba con dificultad.

Lola estaba sentada en la cocina, frente a un tecito de manzanilla, cuando su hermana entró con la bandeja.

-No comió -le participó. La anciana no la miró-. El médico dice que tiene más de 41 de fiebre. Vos la conocés a Angelita, ¿acaso tendrá algo grave?

-Remordimiento, quizás, aunque me extrañaría viniendo de ella.

-No seas así, Lola. Sé que te preocupa. Ella no es como vos ni como yo, pero es nuestra hermana y tenemos que cuidarla.

-Me voy a acostar. Me duele la cintura.

Justina la vio irse. Caminaba con las piernas un poco separadas, los pies arrastrando ese dolor de huesos que le apareció en su último cumpleaños, la cabeza alta, dirigida en ese momento hacia la oscuridad como si cumpliese el mandato de su destino.

  —116→  

Comenzó a delirar a la madrugada, Justina escuchó el estallido del vidrio sobre la baldosa, buscó la bata de franela y corrió descalza por el pasillo. Lola también estaba despierta.

-Habrá echado el vaso -dijo con su voz de espectro, desde algún rincón del corredor.

Era verdad. Había pedazos de vidrio cerca de la cama, pero también un vómito de color ceniza que manchó la punta de la sábana y el ponepiés de terciopelo.

-Tranquila, Angelita, decime qué te duele.

Tenía los ojos entrecerrados y volaba de fiebre. Esta vez Lola tuvo que llamar al doctor mientras Justina se ocupaba de los vidrios y secaba con una lona el líquido inmundo regado en el piso.

El médico mandó paños fríos en la frente, unas gotas para el malestar estomacal y los tecitos de anís y boldo que nunca faltaban en la casa. Cuando Justina preguntó si era grave, el médico dijo con tono de quien quiere irse de una vez: «Hay que ver cómo evoluciona».

Lola lo acompañó a la calle. Parada en la puerta del dormitorio, Justina observaba el rostro inconsciente de la enferma.

Si sus hermanas la hubiesen visto. Se animó porque no había nadie en la casa, porque a la vuelta podía entrar por la puerta del costado y ellas no se enterarían de nada. Cuando bajó del colectivo, el jeans ceñido a sus piernas le hizo sentir tan bien que le alegró haberse animado. Cuando la doméstica le abrió la puerta, su cara de sorpresa completó su dicha. Esto ocurrió en la tarde del jueves.

-El señor Manuel pide que lo espere un rato. Está con sus amigos en la pileta, pero ya viene.

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Bajó el bolso sobre la mesa de vidrio. Del patio trasero llegaban voces alegres. Angelita sacó la cabeza en la terraza. Había música, refrescos en vasos multicolores, bikinis con argollas a los costados y rodillas redondas puestas al sol.

-Ya vengo, profe. No se preocupe; mis amigos se arreglan sin mí.

Estaba parado en la puerta del estarcito. Mojado y apenas cubierto con el minúsculo traje de baño. Antes de irse, la miró como si recién la descubriese.

-Está muy linda, profe.

Angelita se dio cuenta recién cuando lo tuvo sentado a su lado. No era el olor, porque su agua de colonia lo inundaba todo. Más bien su mirada imprecisa.

-Manuel, ¿qué estuviste tomando?

-Te diste cuenta, ¿verdad? No te pude engañar a vos, pero mamá ni se fijó. Profe, ¿te puedo hacer una pregunta?

-Siempre que tenga que ver con las clases, sí.

-¿Hace cuánto no hacés el amor?

Estaba borracho, claro, y entonces se creía con derecho a avergonzarla de esa manera. Ella no tenía por qué aguantar esos desplantes por una platita que ni siquiera necesitaba. Claro que no. Podía irse en ese mismo momento, y era justamente lo que iba a hacer.

Tomó su bolso de la silla y se levantó, pero Manuel estuvo a su lado antes de que hubiese dado el primer paso hacia el corredor que llevaba a la calle.

-¿Qué es esto, Manuel? ¿Qué querés de mí?

-No sé, profe, no sé qué quiero.

  —118→  

Angelita sintió su boca cortándole el aire, sus brazos sudando sobre la blusa, ese mareo tan antiguo, esa sensación de desamparo total que produce el deseo. Lo empujó suavemente, no sabiendo si quería que se quede o si en serio necesitaba sacárselo de encima.

Todo esto ocurrió antes de que entre la dueña de casa con la merienda. Angelita pidió disculpas por retirarse temprano. Dijo que tenía a un alumno esperando en casa, pero que de todas formas Manuel estaba casi preparado para el examen. Se fue tan rápido como pudo, pensando quizás encontrar en la calle su antigua vida, esa vida sin Manuel y sin sabor a frutilla en la boca.

Esa noche no atendió el teléfono. Le dijo a Justina que se acostaría temprano, así que la dieron por dormida antes de la cena.

-Ya está dormida. Pero puede llamarla mañana temprano. Sí, cómo no. Le digo que llamó.

La voz de Justina le llegaba por la puerta entreabierta.

Cuando las luces de la casa se apagaron, hubo una mano empujando la colcha. Unos pies que caminaron descalzos hasta la sala, hasta el teléfono, hasta la estupidez.

-Hola... ¿Hola? ¿Quién habla?

Manuel la reconoció en el silencio del tubo antes de que ella pudiese colgar.

-Sos la profe. ¿Verdad que sos la profe?

-Eh, sí, Manuel. Llamé porque me dijeron que hablaste. Muy amable de tu parte.

-No, me llamaste porque estás igual que yo. Me deseás, y es recíproco.

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-No, Manuel, vos lo que querés es jugar con una vieja solterona. ¿Cómo podría pensar que te vas a fijar en mí si tenés a las chicas que querés?

-Te quiero a vos, Ángela.

En un gesto desesperado, como si él pudiese verla, Ángela se cubrió las piernas que colgaban desde el corte de encajes del camisón.

-Querés satisfacer un capricho, que es distinto. ¿Para qué, Manuel? ¿Para reírte de mí cuando se lo contás a tus amigos?

Ángela quiso cortar, de nuevo:

-Creés que soy un nene, verdad. Creés que juego con todo, que no me importan tus sentimientos. No soy así, Ángela. Deberías dejarme que te muestre que no soy así.

Ángela soltó el tubo del teléfono como si le quemase. Buscó sus cigarrillos en el bolsillo del salto de cama, caminó por los pasillos ensombrecidos hasta la cocina y salió al corredor. Un vientecito fresco subió por sus piernas.

-Puta vida, carajo. No sé qué querés de mí, Dios, pero hacémelo saber antes de que haga una pavada.

Y amaneció el viernes, el último día del repaso, aquel mismo en que Angelita no apareció para el rosario. Se fue temprano, después del almuerzo, cuando sus hermanas hacían la siesta.

Hubo varios accesos de vómitos antes de que termine de amanecer. Lola no quiso volver a la cama, pero estuvo dormitando en la sala hasta que la luz, cortada en tiras por el enrejado, le picó en los ojos. Entonces fue a cambiarse la ropa y a lavarse la cara. Cuando entró a la   —120→   cocina, el desayuno se estaba por servir y en la pava hervía alguna hierba medicinal que agriaba el aire.

-Está peor, verdad -preguntó.

-No sé, Lola. Podés verla y de paso le preguntás si necesita algo.

-No, mejor la dejamos dormir.

-¿Qué pasa, Lola? Te ves mal.

Estiró una silla y se dejó servir el café con leche. A las ocho de la mañana volvieron los vómitos y la fiebre en el cuarto de Angelita. Justina habló de llevarla al sanatorio. Fue después que se fue el médico, cuando pensó que estaba dormida.

-Déjenme aquí. Déjenme en paz -balbuceó la voz delirante. Después se durmió verdaderamente, lo que se aprovechó para poner en orden la casa y analizar qué convenía hacer si las cosas empeoraban.

-¿Pensás que se va a morir? -preguntó Lola.

-Dios me libre y guarde. No hables así, hermana, que a la desgracia se la llama con la boca.

Las dos mujeres descansaban en la salita de costura.

Pensaban en lo mismo, pero fue Lola quien se atrevió a desafiar el silencio.

-Pensé que iba a ser yo, Justina.

-¿Qué cosa?

-Ya sabés, la primera en irme. Pero ahora... Ella está tan mal, ¿verdad?

-Si no mejora mañana la llevamos al sanatorio. No vamos a dejar que...

-Que se muera, ¿verdad Justina?

  —121→  

No olvidaron el rosario del día sábado ni el nombre de Angelita a la hora del «te lo pedimos, Señor». Cuando terminaron, Lola se dejó llevar por ese nudo que le dolió todo el día. Se cubrió el rostro con las mangas del luto, y se entregó al llanto desordenado de los que olvidaron cómo llorar... «Yo fui tan mala, hermanita, tan mala».

Justina la llevó a su dormitorio, la cubrió con una manta y fue a traerle un té de tilo. Los sonidos de la noche llenaban la casa. No supo por qué en ese momento, pero después entendió que era un presentimiento, decidió darle una mirada a Angelita.

El cuarto estaba a oscuras. La palidez de la lámpara hizo aparecer de a poco las cosas sin que entre ellas estuviese Angelita. Ni en la cama, ni en el baño, ni en los demás cuartos que Justina fue revisando. Volvió al dormitorio como tratando de adivinar lo que allí había pasado.

Finalmente se refugió en la cocina y trató de imaginar qué iba a decirle a Lola cuando pregunte.

-Cuando abrí la puerta de su dormitorio vi la cama vacía. No sé dónde está -eso le diría. Nada más. Seguramente Lola preguntaría dónde fue, por qué y en ese estado, pero ella no podía mencionar al alumno. Después de todo, no sabía si tenía que ver con él. Aunque imaginaba que sí.

Los grillos comenzaron a silbar en los techos. Hubo un chispazo de luz en el pasillo, y luego la voz. Era Lola. Todavía faltaba para que su rostro aparezca en el rectángulo de la puerta. Todavía había tiempo de imaginar qué decir, cómo.

-No debí venir.

-No seas boba, Ángela. Claro que ibas a venir. ¿Ya estás mejor? Dejáme tocarte... Hum, todavía tenés la cara caliente.

  —122→  

-Vos me pusiste así, Manuel, vos me embromaste la vida.

-Genial. Pero en serio, mirá que si no llegabas en diez minutos iba a buscarte.

-¿Y después qué, Manuel? ¿Después soy un chiste más que le vas a contar a tus amigos, la vieja estúpida a quien le regalaste una noche?

-Vení, Ángela, vení.

La boca húmeda se abrió sobre ella, se hizo una sola sustancia estremecedora con su propia humedad pegajosa, caliente. El auto, estacionado a dos cuadras de la casa, era todo lo que necesitaban. Antes de abandonarse en el abrazo definitivo, todavía con los ojos cerrados, Angelita murmuró:

-¿Sabés una cosa, Manuel? Al diablo con todo.

Lola entró en la cocina en ese momento.



  —123→  

ArribaAbajoDejale lavar a mamá

Chela no le encontró nada de especial a esa mañana de enero que, como fruta pasada, se descomponía en el patio. El calor no cedió en la noche, pero siempre era mejor tener a la luna encima antes que a ese sol que se encumbraba tan temprano. Tan cuando todavía daban ganas de echarse un ratito más.

El bebé estaba despierto desde hacía rato. Lo escuchó cantar en los pies del catre, voltearse de uno y otro lado, seguramente para escapar de los mosquitos que le tenían supurando las picaduras infectadas.

Ella se los espantaba hasta que hastiada de esa lucha tan desigual, de ese empujar el bollo sibilante que volvía apenas la mano dejaba de mecerse en la oscuridad, lo abandonaba confiada en que el sueño lo ponga a salvo del tormento.

Nadie entendió por qué no le dio el pecho después que lo parió. Chela dijo que era cosa suya y, aunque su respuesta no conformó a nadie, por lo menos se sacó de encima el compromiso de decir la verdad.

Eran sus ojos. Su mirada como ese agujero sin estrellas donde una vez estuvo.

  —124→  

Cuando la partera lo puso en sus brazos supo que no podía hacerlo. Imposible no traer a la memoria otra lengua, otro fuego quemando los senos, las noches oscurísimas de Puerto Pinasco hundidas en su cintura. Mandó sacar del ropero el biberón y no hubo quien la convenciese de aprovechar la leche que le manchaba el camisón.

Pobre santo. Se mantenía al margen de su vida. Nunca lloraba, no sabía reír y, aunque Chela lo escuchó decir «mamá» mientras jugaba en el galpón, jamás pronunció la palabra en su presencia.

Tenía once meses, el rostro aindiado (también como él), los primeros dientes habían aparecido, el pelo echado encima de la frente con hebras duras y desiguales. Resignado a las raciones de té de hojas de naranja cuando no había dinero para la leche, el bebé se encorvó un poco con la pérdida de peso. Pero estaba sano y hasta las gripes las soportaba con sobrada energía.

Desde que nació Chela lavó ropa ajena para pagar la cuenta del almacén. Antes le bastaba con tenerlo a él (al papá del bebé), con esperarlo desnuda en el catre para sostenerse en su amor. Cuando se fue, nada en la vida tuvo sentido, ni siquiera el bebé que le dejó en el vientre.

-Hola nene, ¿querés levantarte?

Del otro lado del catre el canto cesó. Chela puso los pies en el piso. Aquel sería un día verdaderamente caluroso. Se sacó por arriba el camisón, buscó una remera limpia, se calzó la bermuda, recogió su pelo en una coleta y salió al galponcito que le servía de cocina. Eran apenas las seis de la mañana, pero todo estaba amanecido.

No tenía necesidad de sostenerlo en su regazo para darle el café con leche. Le pasaba el biberón y él levantaba el brazo para tomar el recipiente de plástico. No se lo llevaba a la boca enseguida. Esperaba que   —125→   Chela se olvidase de él para hacerlo y entonces volvía a dormitar un rato más, hasta que ella venía a buscarlo.

Esa mañana fue igual. El bebé se quedó en el catre hasta que Chela terminó de remojar la ropa sucia en agua enjabonada.

-Vamos nene. Vení con mamá.

Lo tendió en el catre para sacarle el pañal mojado y ponerle un shorcito de algodón y una camisilla. Solía pasarle a menudo en esos momentos, que no sabía qué decirle. No le miraba a los ojos por miedo a encontrar nunca supo qué, pero ese silencio entre los dos era tan molesto que hacía todo enseguida para salir de una vez al patio y olvidarse de él hasta el mediodía.

Una vecina le dio la idea. Ella no se animó al principio, pero necesitaba trabajar y no podía encerrarlo en la pieza sabiendo cómo hervían las paredes cuando el sol se ponía alto. En los primeros tiempos le daba una ojeada cada media hora, pero después tanto el bebé como ella se acostumbraron al corralito de tierra cavado bajo el yvapovõ.

Era un hoyo de medio metro de profundidad. Si quería hasta podía salir empujándose con los brazos y las rodillas, pero el bebé era tan dócil que sólo se incorporaba cuando las piernas se le acalambraban. Se quedaba entonces mirando a Chela por un buen rato. Ella, volcada sobre las bateas de la ropa, sabía que lo hacía, por eso no se fijaba.

-Ay nene, hoy va a ser un día terrible.

Cruzaron los quince metros que separaban la casa del yvapovõ. El bebé todavía tenía sueño. Chela fue por una toalla vieja que pudiese servirle de almohada, la abolló con el brazo y se la dio. El bebé la puso bajo su cabeza y se recostó enseguida, un poco decaído seguramente por   —126→   el sol que comenzaba a requemar el aire. Chela lo volvería a ver una vez antes del mediodía, cuando todo parecía estar tan en su lugar.

Le llevó un pedazo de pan y el biberón con agua fresca. El bebé la miró con esos ojos de saberlo todo de ella, de haberla visto por lugares que ni ella conocía, de ser todavía ella de alguna manera. Tenía el shorcito mojado. Chela le pidió que se lo saque y él lo hizo, aunque los ojos le temblaron cuando escuchó su tono de enojo.

-¡Te vas a quedar así, ¿me escuchás?! ¡¿Acaso te cuesta sacarte la ropa antes de ensuciarte?!

Se calló porque no tenía sentido descargar su furia con quien ni siquiera le entendía. En el fondo, claro, pensaba que sí, que le entendía, que se mojaba con pis para castigarla, para hacerle la vida imposible, para recordarle al hombre cuyos ojos no dejaban de mirarla ni siquiera cuando el bebé volvía a echarse sobre la toalla y le daba la espalda.

La escuchó alejarse camino al pozo, sus pies arrastrando las zapatillas con su sonido gomoso, triste. Sentía la viscosidad tibia bajo sus nalgas, lo que le pasaba siempre que se mojaba estando en el hoyo. La tierra se le pegaba a las partes y comenzaba a irritar, a dar comezón, a meterse en la piel con su filo redondo, a dolerle cuando se rascaba.

Se puso boca arriba. El techo movedizo del yvapovõ le mareó. La gran masa viva resistía al incendio que filtraba sus puntas blancas hasta que un nuevo hamaqueo de ramas recomponía las piezas sueltas del follaje. Podía escuchar el sonido ronco de los gajos. El ir y venir de las hojas en su fricción de siglos. El bollo de pan se humedecía en su mano. No tenía hambre. Ni sed. Y se hubiese quedado así, tendido boca arriba, hasta que Chela volviese por él (¿se le habría pasado el enojo?) si no hubiese sido por el dolor.

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El aguijoneo se le hundió en la carne como un puñal. El bebé dejó caer el biberón. Algo detrás suyo empujaba, retrocedía y empujaba, le sacaba el aire, le hacía buscar con la mano la punta de lo que se estaba metiendo dentro suyo. Logró sentir la piel resbalosa yéndosele de las manos. Fue entonces que buscó la orilla del hoyo con desesperación. El primer chorro de sangre le manchó las piernas. Arañó las paredes secas del hoyo, se empujó con los codos hacia afuera, hacia afuera, y ese algo que seguía cabeceando dentro suyo, ese algo asqueroso que estaba entrando en él.

Chela bajó la palangana donde las ropas ya enjuagadas se apilaban, cuando lo vio tirado al lado del hoyo. Desde lejos notó la palidez de su rostro entregado al desmayo. Como una coleta repulsiva, la culebra todavía temblaba en medio del líquido que no dejaba de brotar de las nalgas desnudas del bebé.

Fue entonces que lanzó el primer grito.



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ArribaAbajoEspejo (Historia de un vampiro)

«Debimos haber muerto con él», dijo la muchacha al tiempo que se tumbaba en el sillón cubierto -como los demás muebles- con una manta de color oscuro. Los pies le ardían. Se los restregó en la alfombra hasta dejar libres sus dedos que comenzaban a hincharse bajo la media de nylon.

La mujer a quien se dirigía caminaba en aquel momento hasta el botón del velador que anaranjó el saloncito con su luz tristísima. El negro de la ropa contrastaba con sus mejillas blancas y regordetas. Era la tía Constanza.

Sin girar la cabeza, con una voz que se mantuvo a medio tono desde que Federico Urrutia entró en la etapa final de su enfermedad, anunció que el té estaría listo en un momento. Colocó el pañuelo y el monedero sobre el aparador, cerró los ojos y se llevó la mano a la frente. Estaba sudando. También parecía a punto de llorar, pero lo pareció todo el día y como jamás lo hizo Candela distrajo su atención de ella -por un momento- y se hundió en esa especie de sopor en el que flotaban sus pensamientos.

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Cuando la buscó, ya no estaba.

Candela fue la última Urrutia que conversó con Federico.

Habían crecido juntos en la casa de la tía Constanza sus once primeros años -tenían la misma edad- y tres más de la etapa que comenzaba a pertenecer a la adolescencia. Allí vivió la abuela Urrutia, y antes la bisabuela, y la madre de ésta, mujeres que, según la tía Constanza, no se casaron para evitar que desaparezca el apellido de la familia.

Rodeado de un jardín espeso y descuidado, la casa de tres niveles guardaba secretos que los niños fueron descubriendo en los baúles, en la biblioteca que perteneció al tío Eugenio -no lo conocieron-, en dormitorios de paredes peladas por la humedad, en cajas de fotos y en roperos donde colgaban trajes y sombreros que alguna vez no olieron a naftalina.

Las siestas eran11 deliciosas. La tía Constanza calafateaba las puertas para que el sol no se escurra por las rendijas, quemaba azaleas secas en un recipiente de barro y acomodaba su enorme cuerpo al lado de los niños. Entonces hablaba y, además de su voz, no había más sonido que el picoteo de los pájaros en el techo y los mangos del barrio achicharrándose a la intemperie.

Les contaba historias que nadie más recordaba en el mundo y que ella retuvo con la persistencia de quien, sospecha, sólo tendrá en la vida los recursos de la memoria.

-¿Qué dijo antes de... la desgracia? -preguntó la mujer. No habían dado las seis de la tarde. El comedor estaba ubicado en el lado Este de la casa. Una larga mesa de madera lustrada ocupaba el centro del salón iluminado con una araña de cristales azulados. Las sillas de   —131→   respaldo alto y de asientos acolchados extendían sus sombras humanas sobre el piso de parqué. Una serie de cuatro ventanas cubiertas con enrejados de madera dibujada, dejaban ver el jardín en donde Federico -hacía tan poco- juntaba azahares para la tía Constanza.

-No quería morir.

-¿Lloró?

-No.

La mujer retiró la silla haciendo el gesto de levantarse. Sus ojos desfallecían. Candela le pidió que se vaya a descansar. Prometió retirar todo, y lo hacía en el instante en que un sonido atrajo su atención. Venía de la sala. Caminó con no menos temor que el que había tenido durante todo el día. Empujó la puerta. A sus pies, el monedero que la tía Constanza dejó sobre el aparador -como movido por manos invisibles- daba pequeños giros.

La muchacha lo levantó en un solo gesto, lo puso en su lugar y regresó al comedor para terminar de retirar los cubiertos. Sabía cómo sería, pero ahora no estaba segura de poder enfrentar los acontecimientos que sentía se adueñaban de su espíritu.

El primer día que entraron a la biblioteca tenían poco menos de diez años. La tía Constanza preparaba galletitas de canela en la cocina. Fue ella quien les dio, además del permiso, una llave de cabeza cuadrada que el herrumbre comenzaba a despintar, y la historia: «El finado Eugenio, mi hermano, no servía para nada excepto para encerrarse en esa pieza y llenarse la cabeza de boberías. Murió comido por la leucemia. El médico dijo que el encierro debilitó su sangre».

Sin embargo, no era la primera vez que subían a la última habitación de la casa. La tía los dejaba esperando -una vez por semana- en la puerta mientras pasaba el trapo de piso y abría las ventanas para espantar la humedad. «Este lugar no es para niños», les advertía, pero al final cedió ante la insistencia de Federico.

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Fue él quien decidió que aquel lugar cambiaría sus vidas.

Y así fue.

La biblioteca

A diferencia de la escalera que llevaba a las habitaciones principales ubicadas en el segundo nivel, la del tercero, mal iluminada por una lamparita que no hacía sino deformar la visión de las cosas, era tan estrecha que Federico subía primero. Detrás suyo, Candela sentía cómo un silencio puesto allí desde antes -¿tendría que ver con el tío Eugenio?- los marcaba para siempre.

Un pequeño pasillo protegido de un lado por barandales de fantasía y cubierto por el otro, por la pared lisa de la habitación en cuyo centro una puerta cuadriculada y pesada cerraba el paso, se completaba con la punta del techo que se unía en triángulo sobre la cabeza de los niños.

(El clack de la llave corrida en doble vuelta sonó a definiciones profundas que en aquel momento ni Federico ni Candela estaban en condiciones de interpretar, y que tan sólo el recuerdo devolvía con tanta claridad, con tanto sentido.)

La biblioteca consistía en estantes de madera -rebosados de libros- adheridos a los cuatro lados de la habitación, más tres baúles, un escritorio viejo, una caja de vidrio que alguna vez sirvió de portavelas -los restos de cebo pegados a la superficie lo delataban-, carpetas apiladas en los rincones, una silla con el forro deshilado y un sillón de mimbre ubicado al lado de una de las ventanas -había dos- probablemente destinada a la observación de los juegos de estrellas que los niños aprendieron a nombrar con la guía «Estampas de oro», que fue lo primero a lo que echaron mano.

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-¿Y ésas, Fede?

-Las siete cabrillas.

-¿Por qué se llaman así?

-El libro no dice. A lo mejor porque son blancas.

-No son blancas. Son amarillas.

-No seas boba, Candy. Todo el mundo sabe que las estrellas son blancas. ¿Sabés por qué? Porque son cristales congelados. Como el hielo. Nada más que brillan. Es normal. Todo lo que está en el cielo brilla. Hasta Dios.

Acodados en la ventana, los niños experimentaban esa sensación de eternidad que produce la vista de una noche abrasada de estrellas.

Una mañana Federico se ocupó de los estantes altos. ¿Y aquellas cajas?, preguntó. Ni la mesa ni los demás muebles a mano fueron suficientes para salvar la distancia, pero sí la curiosidad. Aprovechando la ausencia de la tía Constanza -iba a misa de miércoles- subieron la escalera de madera destinada a bajar naranjas que la tía recostaba en el galpón, y se apropiaron de los cinco enormes bultos apartados por el tío Eugenio -más tarde sabrían por qué-.

Aquella noche Candela soportó las peores pesadillas de su vida -no dejaba de ver las horribles portadas que se pasaron la tarde limpiando con paños humedecidos en alcohol-, pero al día siguiente estaba lista para tirarse al lado de su primo, en el piso, y escuchar de sus labios historias de almas en pena, encrucijadas habitadas por espíritus malvados, perros hurgando tumbas en la medianoche de los días viernes, tesoros custodiados por duendes horribles.

Las cajas contenían ejemplares «prohibidos» -así rezaban las etiquetas- de las Ciencias del Ocultismo, Tratados de Alta Magia y Manuales de Hechicerías. Los niños deliraban. Frente a aquellos relatos, los de la tía Constanza pecaban de inocentes.

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Federico tomó un interés casi obsesivo por el Manual de Vampirismo, un libro cuyas hojas cocidas a mano y manchadas por algo que los niños concluyeron era caca de bichos, se despedazaban en una vuelta brusca. Llegó al colmo de sacar el ejemplar de la biblioteca -tenían prohibido hacerlo- para leerlo en la cama, debajo de las sábanas, con la luz de una linterna que prendía las letras dándole una inmerecida resurrección.

-¿Vos creés en los vampiros, Candy?

-No sé.

-Yo no te digo el de la tele. Yo digo en vampiros de verdad.

-¿Cómo son los vampiros de verdad?

-Son personas que se mueren sin querer. Por eso vuelven del más allá, pero como ya no son como nosotros tienen que vivir escondidos.

-¿Eso leíste en tu libro?

-Sí. Dice que cualquiera que conozca el «gran secreto» puede convertirse en vampiro.

La conversación fue interrumpida por los gritos de la tía Constanza -el chocolate estaba listo y no quería que se enfríe-. Federico escondió el libro en uno de los estantes, lo cubrió con un ejemplar de la enciclopedia «Conozca su mundo» y se apresuró en buscar la sandalia. Candela lo esperó, algo perturbada por la conversación reciente, en el corte de la puerta.

Señales

A las ocho y media de la noche Candela tomó el teléfono y llamó a su madre. «No puedo dejar a la tía Constanza. Está mal», le explicó.

-¿Y vos cómo estás? -le preguntó aquella voz que últimamente le costaba reconocer como parte de su vida.

-¿Y qué creés? Fede se murió, ma, ¿te acordás? -respondió en tono agresivo.

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Su madre era hermana de la tía Constanza. Hermana del padre de Federico. ¿Tan poco le conmovía la existencia de estas personas -para ella, la vida misma- que tenía que hacerle una pregunta como ésa? Bajó el tubo -su rostro se descompuso con un llanto que hubiese querido evitar-. Una sombra en la pared la sobresaltó.

-¡Candela!

El grito de la tía Constanza sonó en toda la casa. Estaba parada en el mismo lugar de donde había desaparecido minutos antes, el rostro sin color, los labios envejecidos. Despeinada y con un salto de cama de color negro, señalaba hacia el lugar que Candela siguió hasta que su mirada tropezó con el tubo del teléfono que había tenido en sus manos.

Sostenido en el aire, el tubo se movía en círculos a treinta centímetros de su soporte. La muchacha, en puntas de pie, alcanzó el auricular, dio un pequeño tirón y lo colocó donde correspondía. Detrás del clack, la tía Constanza se desvaneció.

Cuando despertó, poco tiempo después, olía a vinagre aromático y hojas de ruda. Seguía en el piso -Candela no hubiese podido arrastrarla- pero su cabeza reposaba sobre un almohadón suave y estaba cubierta con una colcha.

-¿Qué fue eso?

La muchacha no respondió. La ayudó a subir hasta su dormitorio, le preparó un tecito de anís y la dejó dormirse en sus brazos. Cuando la arropó, rozó su frente con un beso y caminó hasta la puerta. Ojalá no despertase. Ojalá jamás supiese lo que en esa casa estaba comenzando a suceder.

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Proceso

Esta vez sí fue difícil convencer a la tía Constanza. «Cambiar las cosas de lugar trae mala suerte», se quejaba, pero una vez más dio el gusto a los niños.

Querían el espejo de cuerpo entero que, cubierto con un paño de franela, se mantenía al pie de la cama de la abuela Urrutia. Con terminaciones ovaladas y con un soporte de madera de palo santo, la lámina en plata viva resplandecía como un charco de agua de lluvia bajo la luz del alumbrado. Lo subieron entre todos -la tía Constanza presentía un accidente que no se produjo- y lo colocaron en el centro de la biblioteca -más tarde Candela y Federico se encargaron de arrimarlo a la ventana-. Mientras lo empujaban, la imagen de los niños tembló en la pantalla de metal.

Por entonces habían cumplido sus doce años. Candela era una muchachita delgada, morena, el pelo lacio caído por debajo de los hombros, el flequillo flotando sobre la frente, los ojos negros y demasiado grandes para aquel mentón que terminaba en punta. Vestía una remera amplia, jeans despintados -la tía Constanza se los desteñía con baños de lavandina-, iba descalza.

A su lado, Federico Urrutia reproducía sus facciones. Parecían hermanos. Un poco más alto que ella, también delgado, el rostro un poco más alargado y los labios más finos -la pelusa de un vello naciente se le escapaba por el cuello de la remera-. Vestía igual que Candela y, como ella, caminaba descalzo.

La idea era dar poder mágico al espejo cargándolo con la luz de la luna. Candela no creía nada de eso, pero le divertía ayudar a su primo en la difícil tarea de encontrar un supuesto «ángulo correcto» que terminó siendo tan estrafalario como peligroso.

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Después de la cena y haciéndoles prometer que bajarían antes de las once, la tía Constanza los despidió en la escalera que llevaba a la biblioteca. Federico no encendió las luces -la luna ardía en el fondo del cuarto-, trancó la puerta y tanteó en la oscuridad hasta encontrar la mano de su prima.

-¿Y si se cae?- preguntó Candela viendo la lámina plateada tendida sobre el travesaño. Una mitad dentro de la pieza, la otra en el vacío.

-No se va a caer. Lo que quiero es inclinarlo un poco, para que se refleje mejor.

Permanecieron mucho tiempo -olvidaron cuánto- sosteniendo la punta del retablo de palo santo, cuando Candela sintió un dolor afilado en los ojos. Quiso apartarse de la ventana, pero Federico la previno.

-Ahora no te podés ir. Ya es tarde -le dijo.

En aquel momento la luna se paró en ángulo recto sobre el espejo. Como fuegos artificiales, pequeñas explosiones de luz flotaron en la superficie enceguecedora. Duró un segundo, pero fueron varios los días que tanto Candela como Federico sintieron la picazón de los ojos.

Enfermedad

Aquel invierno fue el más memorable de la casa Urrutia. Una llovizna perpetua marcaba con sus púas transparentes los vidrios de las ventanas, mientras afuera los árboles perdían hojas y ramas en los asaltos porfiados de los vientos helados -la tía Constanza quemaba carbones en un brasero de hierro que más tarde colocaba en el centro de la cocina para darse calor-. El sonido de las vainas de ingá rebotando en el patio le recordaban su niñez.

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Federico y Candela aprovechaban las vacaciones en el Liceo para encerrarse en la biblioteca, más convencidos que nunca -cada cual- acerca de la lectura escogida. Llevaron dos catres de lona para evitar el piso frío, y allí, envueltos en frazadas de lana, debatían largamente acerca de lo leído.

-¿Por qué no te gustan las historias de amor, Fede?

-Son bobas.

-¿Y eso que te pasás leyendo acerca de vampiros y de tumbas?

-Eso no es bobo.

-Claro que sí.

-No sabés de lo que hablás.

-¿Por qué siempre creés que tenés la razón?

-No siempre. Sólo ahora.

-¿Ah, sí? ¿Y se puede saber qué hay de especial ahora?

-Que nosotros también vamos a morir.

-¿Y qué?

-Pero no tenemos por qué irnos. Podemos quedarnos si queremos.

-¿Convertidos en vampiros?

-No te burles.

El aullido de un relámpago enmudeció a los adolescentes. Se miraron, y en sus ojos resplandeció la duda -en los de ella- y la fatalidad -en los de él-.

Federico permaneció lejos de la casa por una semana. Le dio gripe -la fiebre lo postró-. Una cantidad de descongestivos y jarabes lo devolvieron a la biblioteca con el semblante reanimado, aunque la tía Constanza parecía preocupada. «No debiste venir», repetía, pero estaba feliz de tenerlo en la casa.

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Candela volvió al colegio una semana más tarde, sola. Federico tuvo una recaída. El médico que lo atendió reprendió a sus padres por no haberlo llamado en la primera gripe. Dijo que unos antibióticos hubiesen resuelto el problema, pero ahora se enfrentaban a una infección mal curada de consecuencias impredecibles.

Unos meses más tarde le diagnosticaron fiebre reumática. Los malestares inocentes del principio se volvieron insoportables en los albores de la primavera. Federico volvió a la casa de la tía Constanza, pero ya no subió a la biblioteca. Candela bajaba los libros hasta la sala y allí se quedaban tumbados en el sillón, saboreando el olor a flores del aire y el sonido de las aves rasgando el atardecer.

Definición

Candela sintió el piso frío -se había sacado los zapatos al llegar del sepelio- bajo las medias. Encendió la luz del corredor sabiendo que no debía hacerlo. Buscó con una mano el broche del vestido negro, lo abrió, corrió el cierre y vio cómo la ropa de luto se deslizaba por su cintura -sus senos de niña se erizaron ante la sorpresa de la desnudez.

Se acercó a la escalera. Estaba oscuro. Subió como la primera vez -su vida podía ser distinta si tan sólo se quedaba con la tía Constanza-, la pausa de un paso interrumpido por el nacimiento del otro.

Adivinó en la oscuridad lo que necesitaba: la puerta de la biblioteca, el picaporte, el sillón hasta donde se dirigió en medio de la soledad más temible. Su respiración, como algo vivo, le arañaba el pecho.

Emergiendo de las tinieblas, el cuarto que la rodeaba se clareó con la luz de la luna. Frente a la muchacha, la lámina plateada del espejo la reflejó borrosamente.

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-¿Qué te pasa, Fede? -le preguntó hacía dos meses. El muchacho tuvo los primeros padecimientos cardíacos en el colegio. Le mandaron reposo. Candela se tuvo que acostumbrar a visitarlo en su casa.

-Estoy mal.

-Pero te vas a mejorar.

-No; por eso quiero que me hagas un favor. ¿Te acordás cuando teníamos siete años y la abuela murió? Vos y yo ayudamos a la tía Constanza a tapar con tela negra los espejos de la casa. Si yo muero, no dejes que nadie se acerque a mi espejo.

-No digas eso.

-No, Candela, dejame hablar. Si el día del entierro llueve, olvidate de todo lo que te digo. Pero si es día abierto, no permitas que acerquen flores silvestres. Sólo rosas, de las que compran en las florerías. ¿Entendés?

-¿No querés que llame a tu mamá? No te veo bien, Fede.

-Por favor, sentate y escuchame.

-¿No estarás pensando en las tonterías de la biblioteca...?

-Puedo hacerlo, Candy. Me preparé mucho. Leí todo lo que hay que saber. Si no es verdad, de todas maneras voy a estar muerto, y si es verdad, voy a poder seguir contigo.

Un acceso de tos acabó con la conversación. La última vez que estuvo con él, Candela recibió las instrucciones que faltaban.

Federico murió una noche de abril. Su padre prohibió la formolización del cuerpo -¿cumplía los deseos del muchacho?-. Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, la familia Urrutia abandonaba en el cementerio a uno de sus miembros más queridos.

Eran las diez y media de la noche. Faltaba poco. Si en los minutos siguientes nada pasaba, Candela volvería sobre sus pasos, buscaría su ropa, prepararía agua caliente para el té de la madrugada. Probablemente podría entonces llorar la muerte de su primo -por fin-, podría   —141→   dormir un poco y, al amanecer, cubriría el espejo de palo santo y sabría cómo es vivir el resto de la vida sin Federico.

Resurrección

Candela llegó a la casa de la tía Constanza -eran las seis y media de la tarde- con un gesto de preocupación en el rostro. La familia confiaba en la mejoría del chico, pero él le habló de todo aquello, del espejo, de las flores sobre la tumba. ¿Se estaba muriendo y los Urrutia no querían darse cuenta?

Buscó a la tía en la cocina y la apartó de las cacerolas para sentarse con ella a la mesa.

-Tía, ¿por qué se tapan los espejos cuando alguien muere?

-¿No querés un pedacito de pan? Quiero que me digas si está rico.

-Bueno, sólo un poquito. ¿Y, tía?

-¿Por qué me preguntás eso?

-Fede me hizo acordar que cuando éramos chicos y se murió la abuela, nosotros te ayudamos a tapar los espejos.

-¿Por qué lo recordó?

-No sé.

-¿Habló de morirse?

-No, sólo de los espejos.

-Ah... No hay mucho que decir. Es sólo una costumbre.

-Sí, pero tiene que ser por algo.

-Claro que es por algo, pero no tiene importancia ahora.

-Quiero saber por qué.

-Bueno, antes se decía que para comenzar su camino hacia el más allá, el finado tiene primero que aceptar que murió. Eso es difícil, Candela, porque nadie quiere abandonar a sus seres queridos. Entonces el espíritu recorre la casa donde vivió buscando algo que le recuerde cómo era -lo primero que busca es su sombra, pero los muertos no   —142→   tienen sombra-. Si fracasa, el espíritu se va, pero si ve su imagen en un espejo puede convertirse en ánima y quedarse en la casa.

-¿En ánima o en vampiro?

-No sé, mi hija. Eso se decía antes. Ahora nadie cree en esas cosas. ¿Te pido una cosa, Candela? No hables de esto con Fede. Él está mal, pobrecito. Se podría impresionar.

Alguien tocó a la puerta. Las mujeres enmudecieron. En el patio las estrellas comenzaban a prenderse. Eran noticias de Federico. Lo llevaron al hospital.

Candela volvió a mirar el reloj. Eran las once menos cuarto. El rayo alargado de la luna se metió en aquel instante por la ventana, calcó su círculo sobre las baldosas y se posó, etéreo, frente a los ojos vacíos de la muchacha.

Las partículas de algo que comenzó pareciendo polvo, flotaban en el halo. Candela recordó las palabras de Federico, alguna vez, en ese mismo cuarto. «Ahora no te podés ir. Ya es tarde». Entonces lo escuchó, no en su recuerdo sino a él, allí mismo, a las once menos diez del día que lo enterraron. «Candy, no te asustes. Estoy aquí». No lo veía, pero reconocía su voz. Lenta, como si arrastrase las vocales; ronca, como si el dolor de garganta no lo hubiese abandonado. Estaba del otro lado del rayo.

Alucinaciones

Candela no se movió. Soltó los senos que hasta entonces tapó con sus brazos -estaba avergonzada- para llevarse las manos a la cara. Sus oídos, lastimados por un silbido persistente, comenzaban a doler. Cerró los ojos. La paz de una noche interior la regocijó.

¿Volaba? Imposible. ¿Estaba soñando? Era lo más probable. Por encima del análisis de la situación -que no pudo evitar-, sin mover los   —143→   pies, la muchacha avanzó hacia la claridad entreabierta de una puerta. No la tocó. Un sonido tan familiar, tan dentro de sus recuerdos, le trajo la tranquilidad que le faltaba.

Música de Strauss. Los sillones, la alfombra de pelusa encarnada, los retratos de las mujeres Urrutia en las paredes, todo indicaba que estaba en la sala de la casa. Un ramito de rosas se refrescaba en el agua de una vasija transparente ubicada sobre el aparador -el monedero y el pañuelo de la tía Constanza seguían allí-. El sonido de la música jugueteaba en el aire, caía en pendiente para luego remontarse con el vuelo desigual de las aves, se deshacía como un hechizo y resucitaba, limpio, encima de los muebles. La tía les ponía aquel vals cuando tenían cuatro años. Apartaba los muebles, se sacaba los zapatos, los tomaba de las manos y les enseñaba a girar, una y otra vez, la risa de Federico, los ojos agrandados de Candela, los pasos desordenados siguiendo las teclas, el violín, hasta sucumbir al cansancio.

Algún mecanismo que no alcanzaba a comprender la llevó hasta allí. ¿Dónde estaba Federico? Con horror, la muchacha notó que seguía desnuda. Fue él quien se lo pidió: «No quiero verte con luto», le dijo. El momento que se cubría los senos -una vez más- coincidió con la esperada aparición.

Parado al lado del tocadiscos, el muchacho la miraba. Sus ojos, ahora sin brillo, eran los mismos. Su pelo oscuro.

Por primera vez desde que tuvieron cinco años y dejaron de bañarse juntos, Candela lo vio desnudo. Le extrañó que no se avergonzase. Un órgano sexual rígido -era el de un hombre- la hizo sonrojar. Miró sus labios con temor. Nada en ellos había cambiado.

-Vení -dijo él tendiéndole una mano pálida. Candela le hizo caso. Cuando la alcanzó, Federico tomó sus brazos y se los abrió:

  —144→  

-Siempre soñé con tus senos. Sabía que eran así -le dijo. La muchacha se arrimó a él. Estaba tan frío. Se sentaron uno al lado del otro. El vals había enmudecido.

-¿Estás vivo, Fede?

-Vos sabés que no.

-¿Dónde estamos? Yo te esperaba en la biblioteca.

-Es mejor así, Candy. Hay cosas que tenés que saber antes de que volvamos.

-¿Sos un vampiro? No parece.

-Todo pasó como te dije.

-¿Y ahora qué vamos a hacer?

-Me vas a ayudar a morir, como me ayudaste a vivir.

-¿Por qué? ¿Qué salió mal?

-¿Sabés por qué te traje aquí? Porque no te podía mostrar cómo soy en realidad. No soy como me ves. Hay cosas que cambiaron en mí.

-No me importa.

-Decís eso porque no sabés de qué te estoy hablando.

-¿Qué sentiste, Fede? Vos me dijiste que me ibas a contar todo.

-No es malo, Candy. Es muy especial. Es algo que tenemos que dejar que pase.

-¿Cómo es?

-Como ir a la escuela. Tenés miedo, pero igual te llevan. Conocés otros niños, les enseñás tus juegos, ellos te enseñan otros y a la mañana siguiente ya te querés quedar.

-¿Duele?

-Sí. Duele no estar contigo, Candy. Por eso volví, pero ahora me doy cuenta de que de esta manera no sirve. Si no me ayudás a morir voy a tener cuarenta días para ver cómo lastimo a quienes más quiero.

-¿No vas a vivir para siempre?

-No. Sólo puedo vivir cuarenta días.

-¿Por qué no esperás, te quedás conmigo...?

-No entendés, Candy. Te puedo hacer daño: a vos o a tía Constanza. Yo puedo traerte aquí, puedo encender un relámpago, hacer que   —145→   llueva, remedar sonidos, puedo desaparecer o entrar por una cerradura, mover el monedero de la tía en la sala, hacer que anochezca en pleno día, dirigir el tiempo a mi antojo, pero hay cosas que no puedo controlar. Quiero irme antes de que algo malo pase.

-¿Qué querés que haga?

-Quiero que cierres otra vez los ojos, que camines hasta la puerta, que te metas en la oscuridad y que levantes los párpados. Yo voy a estar a tu lado.

Otra vez el silbido en los oídos. El retorno. Desandar cada espacio. El silencio, antes del horror.

Decisión

Como un espectro, la biblioteca apareció ante la muchacha con su rayo de luna atravesando el cuarto, con sus libros formando bultos desiguales en los estantes, con su espejo de plata, su sillón de mimbre, su quietud.

-Fede, vení, no tengas miedo -dijo sintiendo cómo sus palabras asumían una inesperada intensidad. Un perro ladró en la cuadra. Candela se estremeció. En esa otra parte del cuarto donde la noche parecía cerrarse sobre sí misma, algo se movió-. No me hagas eso. Si sos vos, vení.

La imagen diluida en la oscuridad comenzó a definir sus líneas, a llenar sus huecos, a completarse. Una mano terrible voló sobre la luz del halo que en aquel momento cambiaba de posición sobre las baldosas.

Si no supiese que era él, Candela hubiese muerto de miedo.

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Un pulgar grande y largo, las uñas amarillas, afiladas, quebradas en hendiduras oscuras. Una palma blanca y huesuda. Fue apenas el principio.

Naciendo de las sombras, el cuerpo se daba a luz movido por contracciones suaves. Un pelo echado a mechones sobre los hombros, los ojos -seguían siendo los suyos- agrandados e inyectados de sangre, los labios encarnados, la nariz sin aletillas, las orejas pequeñas y puntiagudas sobresaliendo bajo el cabello. Pálido como la luna, el sexo rígido -por segunda vez en espacio de minutos, Candela se ruborizó al no poder apartar los ojos.

El mimbre del sillón se retorció al perder el peso de la muchacha. De pie, Candela examinó a Federico.

-Sos feo -le dijo levantando la mano para acariciar su rostro deforme.

-No te acerques, Candy. No me hagas sufrir más -murmuró la aparición.

Bautizados por aquel momento íntimo, los adolescentes -uno vivo y otro muerto- se hincaron bajo el peso de sus sentimientos. Entonces hablaron.

-Ahora ya ves en lo que me convertí, Candy.

-No me importa. Sos vos y basta.

-Soy y no soy. Por eso me tenés que ayudar.

-No. No te voy a matar.

-Candy, escuchame. Yo ya estoy muerto. No te asustes. No tenés que clavarme una estaca ni quemarme.

-Nunca te haría eso.

-Ya sé. Por eso te digo, Candy. Lo único que quiero es que vayas al cementerio, que derrames agua sobre mi tumba y que pongas un   —147→   ramito de flores silvestres encima. Con eso basta. Después, volvé a casa, encendé las azaleas de la tía en cada rincón y devolvé el espejo al dormitorio de la abuela. No te olvides de cubrirlo, Candy.

-¿Eso te va a matar?

-No voy a poder salir otra vez. Con el tiempo, descansaré.

-No, Fede. Quiero que te quedes conmigo -traspasando la distancia que lo separa de Federico, la muchacha busca su pecho. Él la aparta. Su mano, como una garra, la detiene en el aire.

-Por favor, escuchá lo que te digo. La sangre es la vida o es la muerte. Si no elijo la muerte voy a tener que buscar sangre para simular que vivo. No quiero hacerte daño, Candy. No dejes que te haga daño.

-Te quiero, Fede. Quiero que me beses. Quiero probar tu boca. No me importa lo que pase.

La muchacha se acerca. Sus manos coinciden con el sexo crecido. Una lágrima del color del aire se derrama por su mejilla virginal. Un relámpago la fulmina.

Ocaso

Eran las seis y media de la tarde -una vez más-. Candela reconoció la cocina, el aire oliendo a pan recién horneado, la tía Constanza limpiando trastos. En el patio, las estrellas comenzaban a prenderse.

-¿No querés un pedacito de pan? Quiero que me digas si está rico.

La mujer se dirigió a la mesa. La lámpara alumbraba su rostro. Se sentó, colocó el bollo delicioso en un platillo de loza ubicado frente a la muchacha y con ojos bondadosos esperó el veredicto.

Candela retiró la silla y le bastó mirar a su alrededor para saber que todo eso ya había pasado. Que lo último que le ocurrió fue Federico. Que, como esa lámpara, un rayo de luna los encandilaba hacía un momento,   —148→   en la biblioteca. Pero la frase escapó de sus labios con la naturalidad de las cosas que tenían que ser.

-Bueno, sólo un poquito. ¿Y, tía?

La misma explicación sobre los espejos. Las frases moduladas de la manera como el recuerdo devolvía. Los labios de la tía repitiéndose como una película en reverso.

Pero esta vez al golpe en la puerta y a la voz diciendo que llevaron a Federico al hospital reemplazaron el grito estremecedor de Candela, el asco, su boca escupiendo los restos del pan que, impregnados de sangre, caían al piso en forma de coágulos. La tía Constanza había desaparecido y ella estaba desnuda.

Apoyada en los muebles que encontraba a su paso atravesó el pasillo, subió las escaleras, se abrió paso hasta la biblioteca. Todavía hincado en el cono de la luna, Federico se desangraba. Una herida profunda a la altura del corazón le manchaba el pecho.

-El último secreto, Candy. Ese pan que te llevaste a la boca, mezclado con mi sangre, me devuelve de donde no debí salir. Tuve que hacer eso, amor. Tuvimos que hacerlo.

La luna volvió a mover su halo. Tras su desplazamiento, la sombra atormentada de Federico, se incorporó a las tinieblas. Definitivamente.



  —149→  

ArribaTambor

Tus hijos no son buenos, le dijo la tarde que lo encontró podando las granadas del cerco. Él no la miró. Si no le gustan12 no se acerque a ellos, respondió sin apartar los ojos de sus tijeras.

Nunca antes se lo había dicho y, como realmente pasó, estaba segura de que no lo volvería a hacer.

Julio era su hijo. Suyo y de don Esteban Madelaire, el hombre a quien no había dejado de querer en esos quince años que llevaba de haberlo perdido.

Enriqueta Madelaire tenía 71 años cuando dejó la casa donde vivió desde 1942, cuando contrajo nupcias a las seis de la tarde de un verano saturado de mariposas blancas (había tantas). Su hijo la vendió. Podía hacerlo dado que los Madelaire registraron la propiedad a su nombre cuando aún era un mocete despreocupado de lo que iría a pasarle en la vida.

Enriqueta no se enojó con él porque sabía que actuó movido por el amor. ¿Acaso ella no hizo todo en la vida por la misma causa? No, qué iba a enojarse.

  —150→  

Se trataba de una mujer, claro. El día que Julio la llevó para que la conozca, la casa se sazonaba en el olor a guayabas que en esos días maduraban en el patio. Enriqueta notó su aire altanero cuando le acercó la bandejita de plata donde, tapadas con una servilleta de encajes, sus galletitas recién horneadas despedían su aroma a limón y vainilla. «Gracias», dijo quien iba a ser su nuera, retirando la bandeja con la punta de los dedos.

Ella volvió a su casa una última vez. Mamá, mi esposa va a elegir algunos muebles que estamos necesitando, pero quiero que entiendas que lo demás se tiene que vender, porque no tenemos espacio para tanto, le explicó Julio. Hagan lo que quieran, respondió Enriqueta.

La nuera recorrió los dormitorios limpiándose los zapatos en las alfombras para ver si no se deshilachaban. La anciana la ayudó a separar lo que quería, mientras con una mirada inadvertida se despedía de sus cosas.

Sin jubilación porque en la vida no fue más que esposa de Esteban Madelaire y madre de Julio, Enriqueta tuvo que dejar la casa para irse a vivir con ese único hijo en quien tanta confianza puso alguna vez.

La ubicaron en una piecita que tenía una cocinita, un bañito, un galpón donde ubicó lo único que llevó consigo: su sillón de mimbre. Cruzando el zaguán podía entrar a la casa de su hijo por la puerta del costado, lo que ella no pensaba hacer a menos que tuviese una urgencia inevitable.

En su primer día en casa de su hijo, la anciana se ocupó de la limpieza de su nuevo hogar, preparó su sopa de verduras y a mitad de la mañana tomó su lugar en el galpón, adormecida con el sube y baja de su abanico con rebordes de satén, regalo de Esteban Madelaire en el último cumpleaños que pasaron juntos. Cerró los ojos y su patio   —151→   sombreado de guayabos, los naranjos agrios, los cocoteros que escoltaban la entrada marmolada, la recibieron como si hubiesen estado esperando por ella desde hacía rato.

La mansión perteneció a los Madelaire por tres generaciones, y cuando llegó a Esteban aún conservaba sus aires dieciochescos, sus enormes columnatas jónicas cercadas por murallones de jazmines, las galerías de baldosas negras y blancas donde ella y Esteban Madelaire salían a sentarse apenas entraba la noche. Enriqueta abrió los ojos. El calor era insoportable. Sintió un dolor punzante en la cintura, consecuencia de haberse quedado dormida quien sabe por cuánto tiempo. Buscó en el regazo, en el piso, detrás del sillón. Su abanico había desaparecido.

Su nuera hablaba por teléfono cuando empujó la puerta de tela metálica. Con un gesto descortés le dio la espalda para darle a entender que la llamada era privada. Enriqueta sintió cómo un cansancio desacostumbrado le enfermaba el cuerpo. Dejó la cocina y volvió al zaguán. Por curiosidad se acercó a la ventana en donde sabía dormía la madre de su nuera. Los vidrios estaban abiertos, así que no tuvo más que asomarse un poco para ver lo que había en la habitación.

Una mujer semidesnuda y obesa dormía sobre una cama de dos plazas. El ventilador daba giros pesados. Había una mesita de luz donde se amontonaban jarabes y tabletas vacías, una silla, una alfombra, ropa esparcida encima de un armario. La mujer se movió y un eructo explotó en su boca. La sábana descompuesta con el movimiento dejó al descubierto el abanico que en ese momento cayó al suelo.

Las cosas quedaron claras desde aquel día. Cualquier reclamo que viniese de su parte era mal recibido incluso por su hijo, y su nuera no quiso más que aprovechar el incidente para aclarar que tenía todo el derecho de cuidar a su madre por amor, y a ella por obligación, y de ser sincera diciéndoselo de entrada.

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No le devolvieron el abanico pero le aseguraron que no fue la anciana quien se lo13 robó sino los niños, tan amorosos siempre con su abuela materna.

Eran tres pilluelos con diez, ocho y seis años y medio. Enriqueta no se acercaba a ellos. No la dejaban. Su nuera aseguraba que los niños no la querían, y ella, claro está, no podía obligarles a que lo hicieran.

Jamás insistió.

Se conformaba viendo los ojos de Esteban en las criaturas y agradeciendo a Dios que él no estuviese allí para presenciar cómo aquella sangre de su sangre despreciaba a la mujer que él tanto amó.

De todo, lo que Enriqueta menos soportaba era el calor. En la casa de su hijo no había14 árboles, no había jardín, sólo las matas de granadas de las cercas. La construcción moderna con su entrada para auto y su terraza tenía al sol encima primero por un lado, luego por el otro.

Poco importaban15 a los niños, siempre dados a las travesuras, esas cosas. Enriqueta solía escucharlos jugando en el patio trasero. La casa era nueva, de manera que este patio servía de depósito de tablas, escombros y latas de pintura que dejaron los albañiles, y que eran utilizados por las criaturas para sus juegos. También quedaron abandonados los tambores donde se apagaba cal, a estas alturas herrumbrados por las lluvias y el descuido.

Enriqueta veía todo esto sin decir una palabra. Si hubiese sido su casa mandaba voltear los tambores para que el agua de las lluvias no se acumule en su interior convirtiéndolos en ollas a presión cuando el sol de mediodía quemaba.

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Mandaba esparcir los escombros y levantar los hierros para evitar que los niños se lastimen. Pero se callaba, porque no era su casa. Se callaba y esperaba que llegue la noche para que el calor se atenúe.

En diciembre la temperatura llegó a 44 grados. Julio le prometió un ventilador de mesa que nunca trajo. Cuando venía a verla le decía que pasaría por el centro para traerle el aparato de una vez por todas: «Este calor mata, doña Enriqueta», observaba, obviando el «mamá» tan apreciado por la mujer que lo trajo al mundo.

Al mediodía, el sol abrasaba con tal intensidad que los techos chorreaban un tufo caliente y enfermo. Enriqueta tenía que abandonar el dormitorio a esa hora. Arrastraba su sillón hasta el galpón, mojaba una toalla en agua y se lo ponía encima de la solera de algodón. El corazón se le moría dentro.

Fue igual aquel sábado que a la siesta se convirtió en una bola de fuego que lo quemaba todo. La casa se cerró para el descanso a la una de la tarde.

Enriqueta vio cuando los niños, ayudados por algún mueble que recostaron por la ventana de la cocina, se lanzaron al patio. Siempre lo hacían. Atacada por la somnolencia, los perdió de vista y los hubiese olvidado por completo si un tirón suave en el hombro no la hubiese despertado.

Era su nieto, el mayor. Aterrado y comido por las lágrimas, pedía ayuda. «Mi hermanito se cayó dentro del tambor, abue», sollozaba.

Enriqueta lo siguió lastimándose los pies en los desniveles del piso. Se moría de horror pensando en el estado en que encontraría al chico. Quería correr, pero apenas podía arrastrar los pies comidos por la eczema y el reuma.

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¿Dónde?, preguntó cuando vio los tambores ubicados uno al lado del otro en el fondo del patio.

El niño le señaló un recipiente. Enriqueta se acercó, uno, dos pasos, tres. No llegó a ver dentro del tambor. Un empujón la arrojó contra la lámina de metal que se metió en su carne como una plancha puesta al fuego. Quiso escapar, pero apenas logró darse vuelta sintiendo cómo la carne se le despegaba del cuerpo con el movimiento.

En el instante en que la vista se le nubló, los rostros de sus nietos (los tres) observándola, la llenaron de asombro. Pensó que habría bastado con que esos chicos la conociesen, aunque sea un poco, para que la hubiesen amado.

(Febrero 1997)