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Decisiones...

Lucía Scosceria de Cañellas



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ArribaAbajoPrólogo

El departamento de Itapúa es una privilegiada región de nuestro país donde la consolidación de las colonias multiétnicas presenta un pluralismo cultural y con el florecimiento de su diversidad va profundizando un proceso de integración entre el teko ñande' reyva de la inmigración y el ñande reko nacional. Encuentro de culturas que se ha iniciado con el evangelizador San Roque González de Santa Cruz y los aborígenes, al son de la peregrina sinfonía de las vertiginosas aguas del río Paraná.

La ciudad de Encarnación florece en un clima de fulminante explosión de nuevas realidades que la enfrenta a desconcertantes e imprevisibles transformaciones. Además del pluralismo cultural, tiene gravitaciones inexorables el Puente «San Roque González de Santa Cruz» y la represa hidroeléctrica «Yacyretá». La selva húmeda y prodigiosa que durante siglos fue Itapúa se estremece en un ritmo de progreso notable, y tal vez dramático, al abandonar a su suerte a los habitantes más indefensos, en el decisivo juego de los intereses creados.

La integración cultural multiétnica que va estructurando la identidad de la región sufre el impacto de la desigualdad que origina el progreso, en el cual no tiene protagonismo el desarrollo humano y el bienestar común. O lo tiene en un nivel que aún resulta insuficiente.

Con todo, en la ciudad de Encarnación, crece una inquietud cultural que se traduce en múltiples manifestaciones. En el plural espectro de las mismas, la literatura se abre camino.

Lucía Scosceria de Cañellas, con apasionada convicción, rescata en la literatura la memoria de su comunidad. Con profunda sinceridad penetra en la condición humana de sus personajes para construir sus narraciones. En este sentido, para la escritora, narrar es ir al encuentro de la realidad que transcurre en la ciudad de Encarnación o si se quiere, en el departamento   —6→   de Itapúa. En su imaginación habitan los habitantes de su ciudad. Y la ciudad habita en su imaginación, con su ayer, su hoy y su mañana.

Lucía se identifica con su ciudad. Y la ciudad le impregna con su identidad. Con sus barrios, con sus familias, con sus matrimonios, con sus niñas y sus niños, con sus ancianos y sus ancianas, con sus estudiantes y sus empleados, con sus atletas y sus fantasmas.

Lucía Scosceria de Cañellas tiene la virtud de penetrar en el ser de los personajes que narra. Y tiene la virtud de integrarnos a la vida del acontecer que narra que de pronto es también el acontecer de nuestra vida. Para la escritora, narrar es compartir la fiesta de la vida. Y al decir vida, también estamos diciendo su fin, cuando sobreviene la fatalidad.

Los cuentos que en este libro se reúnen son vidas que se cuentan. A medida que las vidas transcurren se van diciendo con una intensidad, entregando en cada palabra la clave de su pasión, de su esperanza, de su frustración o su alegría. Desearían tal vez esas vidas, contar con más de sí mismas, pero los cuentos también son vidas que tienen un origen y tienen un fin.

Lucía Scosceria de Cañellas nos hace respirar el cielo y la comunidad de Encarnación en sus cuentos. Cuentos que identifican realidades de la condición humana.

Tal vez el más firme testimonio de la literatura encarnacena en nuestros días.

GABINO RUIZ DÍAZ TORALES

(Rudi Torga)

Director Departamento de Cultura Popular





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ArribaAbajoLa canción de la pobre María

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María apenas había conciliado el sueño. Se despertaba cada hora y salía a mirar a qué altura había llegado el agua en el lugar donde antes había estado la calle.

El río Paraná había llegado a lamer el escalón que separaba a la vereda de la puerta de madera carcomida de su humilde casa.

Notó que sus vecinos también estaban despiertos. Voces y murmullos ininteligibles se confundían con los sonidos propios producidos por el río, protestando tal vez porque el hombre había decidido darle un camino diferente al que le había dictado la naturaleza por tiempos inmemoriales.

Tenía veintiocho años, pero aparentaba muchos más. Los sufrimientos en la infancia y la adolescencia le marcaron el rostro, curtiéndolo y arrugándolo prematuramente.

Una tira oscura del horizonte cedió su lugar a otra de un color más claro que la anterior, en cada metamorfosis los tonos se volvían más alegres, hasta que el alba, con pies ligeros, tomó el lila y lo convirtió en fucsia, rosa y naranja. El cielo adquirió un   —12→   matiz magenta después de dejar al violeta.

Sería un día claro y soleado.

Salió al patio. Buscó el brasero y le colocó unos carbones, bajo los cuales puso una hoja de un diario viejo y unas ramitas secas. Acercoles un fósforo y trató de encenderlos.

Cuando el humo grisáceo amenazaba extinguir la débil llama, acercaba el rostro al carbón y soplaba con todas sus fuerzas a fin de que no muriera.

Al (sic) tenía el fuego encendido. Se prendió con chispas danzarinas que emitieron chasquidos groseros, como besos de comadres.

Trajo de una caja de pino que hacía las veces de fiambrera, una gran pava negra, le cargó agua del balde que había juntado el día anterior y la puso a calentar.

Diez minutos más tarde, la claridad de los rayos solares besaba todo los objetos que se ponían a su alcance y con su ósculo, se delinearon con precisión todos los elementos del paisaje.

Casas pobres, caminos llenos de barro, animales que buscaban alimentos, cerdos que caminaban o rodaban en el lodo, gallinas y pollos que piaban, la vaca Águeda de doña Tomasa, que mugía mientras era ordeñada.

Los sonidos peculiares en un barrio marginal. El llanto de un niño. Los gritos de una persona mayor. La mañana se pobló de ruidos como una plaza de fiesta.

La figura familiar del viejo puente que los unía con la ciudad, donde todos iban para rebuscarse a fin de encontrar changa, emergía fantasmal sobre la niebla, como si fuese el vómito de alguna boa constrictora.

María estaba pasando momentos muy difíciles. No sólo porque era madre soltera y debía trabajar y criar al mismo tiempo a sus dos pequeños, sino porque la tecnología la había dejado sin trabajo.

Ella se había ganado la vida lavando ropa ajena. En la ciudad le pagaban bien por su trabajo, pero poco a poco lo perdió y todos le daban la misma explicación, como disculpándose.

-Me compré un lavarropas automático.

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No se desesperó. Los proxenetas del barrio le ofrecían el oro y el moro si ella aceptaba trabajar para ellos, pero no les hizo caso y nunca decayó su espíritu.

Encontró otras actividades que convirtió en sustento para sus hijos.

Recogió botellas vacías de los basurales y las vendía a una embotelladora. A veces las compraba y otras, si tenía suerte, se las regalaban. También juntaba cartones que llevaba donde un camión pasaba cada tarde y se los compraba.

Pero ahora quedaría sin techo.

La gran represa de Yacyretá que se estaba construyendo aguas abajo, traería el progreso y el bienestar al pueblo, según los políticos, daría energía al país y éste la vendería con lo cual traería divisas a la región. Los responsables de la empresa hidroeléctrica se apresuraban a explicar que no era suya la culpa de la crecida de las aguas, ya que aún no habían cerrado las compuertas. Se debía a la naturaleza.

¡Pobre naturaleza, la hallaron culpable, pues había desatado tantas lluvias torrenciales en el Matto Grosso!

A María no le interesaba ninguno de esos argumentos. Ella temblaba ante la idea de no tener dónde cobijar a sus hijos.

El Gobierno había dicho: la hidroeléctrica debe reubicarlos.

Los empresarios decían que todavía no estaban en la cota que exigía la relocalización.

Los oleros que tenían sus casas en la orilla del río hacían manifestaciones de protesta porque los empresarios los llevarían a un lugar donde no habría arcilla de la misma calidad que la que dejaban en su tierra y con la que hacían tejas y ladrillos, trabajo que daba comida, educación y salud a sus hijos.

Pero el río había crecido tanto que puso fin a todas las discusiones. Todos debían irse de ahí. No sabían por cuánto tiempo.

-Mamá, mamá, ¡tengo hambre!

-Sí, mi amor, ya va tu mamá. -Buscó unas galletas que había guardado la noche anterior y se las llevó a sus dos hijos: Martín de cinco años y Juanita de cuatro.

-Mamá, tengo hambre -canturreó Martín, remedando a Juanita.

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-Comé tu dedo grande -respondió María.

Era un juego que siempre jugaban. Había nacido en forma jocosa.

El año pasado, mientras ella lavaba la ropa en el río, Martín le había pedido algo de comer. Cuando ella dijo que le esperara un poquito, que ya prepararía el almuerzo, él volvió a quejarse.

-¡Mamá, mamá, tengo hambre!

Y ella, siguiendo el estribillo que había aprendido en la escuela cuando era pequeña, le había respondido:

-Comé tu dedo grande.

Ella iba a continuar con la canción cuando él, inocentemente, dijo:

-¡Pero, me duele!

Se había mordido el dedo siguiendo la orden de la mamá.

Quedó como una anécdota de la niñez de Martín.

Siempre cantaban:

-Mamá, mamá, tengo hambre.

-Comé tu dedo grande.

-¿Y si me da calambre?

-Comé alambre.

Desayunaron el cocido que ella preparó con la yerba. Le agregó un poco de leche en polvo. Mientras ellos comían recogía sus escasas pertenencias.

Los camiones de la Municipalidad pasarían a recoger a las personas que no tenían otro lugar donde vivir.

Muchos fueron a casa de parientes, en otros barrios y otros fueron trasladados a un caserón gigante que alguna vez fue una gran fábrica.

Cada tres metros extendieron bolsas de plástico negro, separando así los lugares que le correspondía a cada familia.

Se hicieron letrinas y se consiguió luz del estado.

Pasó el tiempo. Una semana, dos.

El río no bajaba. La fábrica se convirtió en una ciudad donde vivían mezclados más de cien individuos.

Cuando volvían de la ciudad, María y sus hijos cultivaban una huerta en un recodo del enorme patio. Mientras trabajaban   —15→   cantaban y reían. El viento traía retazos de su canción, que todos repetían sonriendo:

-¡Mamá, mamá, tengo hambre!

-Comé tu dedo grande.

-¿Y si me da calambre?

-Comé alambre.

Y pronto tuvo verduras que compartió con mucha gente.

Cada vez eran más numerosos los «damnificados» como se los llamaba a los que quedaban sin hogares por la crecida del río, por lo que las autoridades del lugar habilitaron otro galpón y lo dividieron en secciones.

Una noche vino una gran tormenta. Las luces se habían apagado. Un ruido inmenso vino de la Sección A. Todo el gentío estuvo de pie para ver qué había pasado.

Lloriqueos de niños se confundían con los horribles truenos y los zigzagueantes relámpagos.

Por fin amainó la lluvia. Fueron a ver todos cuál había sido la causa del estruendo.

Habíase derrumbado gran parte del techo.

¡Gracias a Dios nadie había muerto!

De milagro se habían salvado los miembros de la familia Benítez.

Políticos opositores al Gobierno aprovecharon la oportunidad para arreciar con las críticas destacando la miseria y la falta de apoyo a la gente pobre, pero tampoco ofrecían algún tipo de ayuda.

El ejemplo de María con la huerta creció rápidamente.

Otras familias comenzaron a cultivar una porción de tierra y tuvieron sus verduras y legumbres.

Todos sabían cuándo María cultivaba su huerta. Cantaba con sus hijos:

-¡Mamá, mamá, tengo hambre!

-Comé...

Pasaron tres meses. El río había vuelto a su nivel normal. Muchos habían regresado a sus hogares. Pero María y otras personas, cuyas casas estaban construidas con cartones y otros elementos precarios, habían desaparecido con las aguas,   —16→   optaron por quedarse en los galpones de la fábrica.

Una noche, el cielo se oscureció con nubes bajas y oscuras. A lo lejos se oían truenos y se veían relámpagos azules cortando el horizonte.

Fuertes vientos sacudieron las copas de los árboles, algunos se derrumbaron quedando con las raíces al cielo como brazos pidiendo misericordia.

Se había desconectado la electricidad y la oscuridad sólo se veía rota por la luz poderosa de algún rayo.

Un sonido estremecedor sacudió los galpones. Todos quedaron con el corazón en vilo. Había caído alguna pared o techo.

El viento amainó de golpe. La lluvia torrencial perdió su fuerza y dio paso a una llovizna persistente, pero mansa.

En silencio, los habitantes del lugar fueron a investigar qué lugar del galpón había cedido.

Era la Sección donde vivía María. Se la veía destechada y parte de la pared había desaparecido.

La madrugada llegó fría y plomiza.

Los bomberos retiraron los escombros hasta que aparecieron los cadáveres.

Eran diez.

Algunos estaban irreconocibles. Sólo tres fueron rápidamente identificados. María abrazando a sus dos hijos.

Unas tablas habían evitado que sus cuerpos fueran aplastados, pero no pudieron evitar la muerte por asfixia.

El velorio fue triste.

A la noche volvió a llover. Cuando pasó la lluvia, se elevaron en el patio, cerca de la huerta que había sido de María, voces familiares.

-¡Mamá, mamá, tengo hambre!

-Comé tu dedo grande.

-¿Y si...?

Desde ese funesto día, los parias que aún habitan ese lugar, saben que cuando llueva, oirán voces cantando «La canción de la pobre María».



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ArribaAbajoGente fina

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El rostro amarillento de doña Ana emergía del ataúd con una expresión severa. Sus labios muy finos se veían apretados y morados, como si tuvieran el deseo de evitar que salieran de ellos palabras que debían ser prisioneras en su boca.

Su nariz aguileña lucía desmesurada en su cara ahora rígida y fría. La muerte no había borrado ese rictus de prepotencia que tuviera en vida y parecía como siempre, enojada por algo o con alguien.

El olor de los crisantemos llenaba el recinto y se mezclaba con el de la cera de las velas encendidas.

-Mis pésames.

-Gracias -respondió Luis con un tono emocionado.

Josefa, su esposa, correspondió a las condolencias con un abrazo, sin derramar ninguna lágrima.

-¿Quieren tomar café o té? -preguntó servicialmente a las mujeres.

-Té para mí -dijo Rebeca, haciendo un ademán con sus dedos, vestidos casi todos ellos con anillos de oro.

-Para mí, café, gracias -pidió Ofelia en tono amable.

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A pesar de que Josefa vivió toda su vida en el campo y se había casado sin terminar la primaria, estaba muy bien vestida con su pollera y camisa negras. Sus zapatos eran bajos, pero elegantes.

De todo eso se percató Ofelia, hermana mayor de la finada. Su parecido con ella era innegable, especialmente los labios finos y la nariz ganchuda.

Tomó asiento en el sillón que le habían ofrecido y se volvió a su hermana Rebeca para comentarle en voz baja:

-Ojalá que el café sea bebible, porque por estos lares no sabemos cómo lo harán.

-¿Te fijaste en la esposa de Luis? Se nota que es una campesina que se las quiere dar de gran dama.

-Sí, se ve enseguida que es gente tan común. -Y acomodó su enorme humanidad en el sillón, que a pesar de ser de sólida madera emitió un tenue quejido de protesta ante el gran peso de su ocupante.

-Con razón murió tan pronto Ana. Su único hijo, casarse con una empleada doméstica, para colmo del campo. Seguro que es analfabeta.

Guardaron silencio bruscamente ante la llegada de Josefa. Tomaron el café en silencio. La gente iba y venía. Algunos tomaban las manos de la muerta y movían los labios orando en silencio, luego se retiraban hacia algún rincón de la sala. Se oyó el rosario como una letanía. Las hermanas también rezaron.

-Si quieren descansar un rato antes de la cena, sus habitaciones están listas.

-Gracias, querido.

Se levantaron con cierta dificultad y siguieron al joven que las llevó a un corredor que daba a varias puertas. Se detuvo en la que estaba al fondo y les abrió para hacerlas entrar.

-El baño queda a la derecha. Si necesitan algo, pídanlo.

Se prepararon para el baño. Ofelia fue la primera en bañarse. Cuando volvió, dijo a su hermana:

-¡Ay, yo no podría vivir aquí sin agua corriente!

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-Deja ya de lamentarte -dijo Rebeca.

La pieza era amplia, de unos quince metros cuadrados. Tenía dos camas antiguas y una cómoda con un espejo cuadrado en la parte superior. Un ropero de cuatro cuerpos tomaba toda la pared de la derecha. Una ventana abierta dejaba entrar un viento suave del este.

-Pero... ¡qué idea de mal gusto la de alojarnos en la recámara de Ana! -dijo Ofelia.

-Creo que no puedes ser tan delicada con el hospedaje. Son gente de campo, no conocen normas de etiqueta, no todos son de nuestra alcurnia -repuso Rebeca mientras se dirigía a bañarse.

Ambas mujeres estarían ya en su sexta década y se les notaba.

Josefa no podía disimular el alivio que sintió al recibir la noticia de la muerte de su suegra, aunque no se lo demostró a su marido. Tenía la sensación de que le hubieran sacado de los hombros una carga muchas veces superior a la que ella podía soportar.

Se vio a sí misma, tres años antes, cuando acudió a la casa de la señora a solicitar trabajo como doméstica.

Sus deseos de realizar bien las tareas, su empeño nunca reconocido por la déspota mujer.

Pero el sueldo era bueno y lo soportaba todo.

Dos meses después todo cambió. Para ella, no para doña Ana.

Su hijo Luis comenzó a cortejarla. Se sintió halagada y temerosa. Pero sobre todo tan enamorada que nunca pudo decir «no» al joven.

Vivía como en un sueño, hasta que la pasión fue descubierta por la mujer.

Antes de echarla la trató como una piltrafa y la humilló lo indecible.

-¡Mosquita muerta! ¿Por qué no ponés los ojos en los de tu clase?

Los insultos y los improperios fueron tantos que trató de olvidarlos   —22→   para no vivir odiándola. Ella amaba tanto a Luis que jamás le dijo nada. Ni siquiera sobre su embarazo.

Cuando él volvió del trabajo y se enteró de lo ocurrido fue a buscarla a Capitán Miranda, se internó en la campiña y, preguntando, llegó hasta la casa de Josefa.

Cupido había hecho un centro total en su corazón. Un mes después se casaron.

Doña Ana puso el grito en el cielo, no asistió a la boda y como represalia, vendió la enorme casa y la estancia que tenía en las afueras de la ciudad.

Liquidó sus bienes y fue al Canadá a vivir con su hija mayor.

Luis trabajó con ahínco en el banco de la localidad.

Por medio de un préstamo construyó una casita donde vivía feliz con su mujer y su hijita Jorgelina.

Pasó un año. El correo trajo una carta de doña Ana. No era feliz en Canadá. Su hija Miguela pasaba todo el día en su trabajo y sus nietos no hablaban ni una palabra en español, por lo que se sentía muy sola y había decidido volver a Asunción.

Así lo hizo. Volvió y se mudó con sus hermanas Ofelia y Rebeca.

Dos meses después recibió otra carta donde ella decía extrañarle mucho y lo perdonaba por haber cometido un desliz tan grande.

Luis contestó diciendo que la seguía respetando y amando, pero que ella debía respetar también a su familia.

La correspondencia fue más fluida. Cada mes se recibía una carta de la mujer. Las últimas hacían veladas alusiones sobre volver a vivir en Encarnación y su arrepentimiento estaba latente sobre la venta de la casa.

Un tiempo después expresó claramente su deseo: volver a vivir con su hijo, pues no se llevaba bien con sus hermanas.

Luis no tenía el coraje de pedirle a su esposa que recibiera a su madre. No obstante, él se sinceró y ella, con su bondad natural dijo que el pasado estaba olvidado y no lo separaría de su madre.

Fue así que doña Ana volvió a vivir con su hijo y su familia.

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La diabetes la había dejado ciega y sus hermanas la habían dejado sin dinero. Sólo había conservado sus alhajas, algunas ropas finas y dos relojes de mesa, muy caros, que habían sido regalos de su hija.

Tuvo una pieza privada y vivió con ellos como si nunca hubiera habido un altercado en la familia.

Pero la muerte llegó una mañana y se la llevó.

Luis había dado la noticia a sus tías, quienes se apresuraron a viajar para acompañar a la difunta en su último viaje.

Josefa tenía veintitrés años. Era bondadosa, bella y simple.

Amaba a su familia.

Siempre tuvo el deseo de estudiar y ser alguien más para no desentonar con su marido, que tenía una instrucción universitaria.

Cuando habló con las tías de su marido sintió que eran personas muy finas, que vestían y hablaban muy bien y que le gustaría ser como ellas.

Fue a preguntarles si necesitaban algo y ellas les dijeron que estaban muy bien y que les gustaría que ella les contase sobre los últimos días de su «amada hermana».

Josefa quedó ante un terrible dilema. ¿Debería decirle a estas elegantes y amables damas lo que doña Ana decía de ellas cuando las recordaba? ¿Cómo tomarían ellas las palabras de la finada? Pues no se cansaba de repetir que eran personas muy educadas, pero que sus cuidados duraron mientras duró su dinero, que éste terminó más rápido de lo que debía y que ellas se lo habían robado descaradamente. Aunque doña Ana hablaba mal de todos y no siempre decía la verdad.

-Ella siempre tenía deseos de visitarlas, días atrás dijo que si mejoraba de salud iría a Asunción para pasar unos días juntas. -Josefa estaba mintiendo tan descaradamente que ella misma se sintió sorprendida.

-Sí -dijo Ofelia-. Éramos muy unidas las tres. Nuestros padres nos dieron una buena educación y en ella siempre nos inculcaban que la familia siempre debe estar unida y sus miembros   —24→   deben ser leales entre ellos.

-¡Ay, mi querida Ana! ¡Ya no estarás con nosotras! -un sollozo salió angustiado de la garganta de Rebeca mientras abrazaba a su hermana.

Josefa las dejó solas. Fue a la sala, donde la gente se estaba aglomerando. Su marido se encontraba con el rostro pálido y ojeroso.

Mientras maquinalmente atendía a los vecinos, amigos y compañeros de trabajo de su marido, pensaba que terminaría la primaria. Después etiqueta y buenos modales.

Sí, quería ser como las tías de Luis, tan finas, tan bien vestidas, con una conversación tan interesante.

El día amaneció lluvioso para despedir a doña Ana de este mundo. Las hermanas lloraban en silencio, mientras secaban sus ojos con diminutos pañuelos de encaje blanco.

Luis dejaba que las lágrimas salieran libres de sus ojos despidiendo a su madre.

Una larga caravana fue hacia el cementerio.

El regreso fue callado. Luis y Josefa lucían cansados y tristes.

-Se fueron las señoras -dijo Pablina a Josefa cuando llegó a la cocina.

-¿Cuándo?

-Hace una hora por ahí. Me pidieron que les despidiera de usted y de Luis, porque el ómnibus no les daba tiempo a hacerlo.

Josefa se dirigió hacia la habitación donde habían estado las hermanas.

Le pareció de muy mala educación que no se hubieran despedido, porque a pesar de no tener instrucción, siempre supo que al retirarse de una casa se debe despedir de los dueños.

No señor, eso estaba muy mal. Pero... tal vez habrían dejado una carta disculpándose. ¡Claro que sí, eso era!

Pero no, no había ningún sobre en la pieza. Tampoco estaban los relojes de doña Ana y ninguna de sus alhajas. También   —25→   faltaban los vestidos de la finada y su juego de porcelana.

Josefa decidió dejar en suspenso sus deseos de seguir el curso de etiqueta. Después de todo, pensó con filosofía, no todo lo que brilla es oro.



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ArribaAbajoLa apuesta

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Era un viernes trece. A nadie le llamaba la atención la fecha, ya que en el Paraguay el día supersticioso era el martes trece. Pero como los films norteamericanos habían saturado el mercado con películas de horror sobre el tema, no faltó que algunos de los muchachos de la barra dijeran:

-Che, hoy es viernes trece.

-¿Y qué?

-Bueno, podríamos jugar de una vez «el cruce».

Me pregunté por qué un viernes, pero Noli enseguida dijo:

-Me parece bien, así el que gana puede tener un fin de semana divertido.

Los sábados íbamos a la disco, a cualquiera de las muchas que habían proliferado en la ciudad, en la década del noventa.

Pipón preguntó si podía llevar a un amigo que había venido de Posadas, a lo que contesté que sí, siempre y cuando tuviera el dinero para pagar la apuesta.

En realidad, era algo infantil nuestro juego.

Una semana atrás, había ocurrido un suceso raro en la comunidad. Los medios de comunicación, buscando una noticia   —30→   sensacionalista, habían publicado un hecho algo morboso: Un vecino de la ciudad, muerto trágicamente en un accidente de tránsito, había sido enterrado el mismo día del suceso. El finado, de nombre Egidio, había sido colocado en el panteón de su familia.

Todo normal hasta aquí, pero el boom se dio cuando el encargado del cementerio, llamado Fulgencio, dijo que se oían sonidos raros que provenían del ataúd. La gente comenzó a difundir el rumor, hasta que llegó a la prensa.

El cuidador, encantado de aparecer en la televisión, afirmó que había oído voces que llamaban a una tal Atilia, que resultó ser la viuda de Egidio.

Tanto se habló del hecho, que el juez de paz se presentó en el lugar para ver qué de cierto había en los comentarios.

Frente a la autoridad, Fulgencio no tuvo empacho en narrar los tipos de ruidos que había oído: uñas raspando el ataúd, voces ahogadas y lamentos constantes.

Cuando se abrió el panteón, se oyó un murmullo apagado de asombro de los presentes. El féretro tenía en la parte superior un vidrio que se hallaba roto en toda su extensión.

La viuda cayó en brazos de su compadre, que gracias a Dios era corpulento y pudo evitar que cayera al suelo y los periodistas se agolparon para obtener una buena fotografía, pero el juez y el médico forense calmaron a todos diciendo que los ruidos oídos con anterioridad se debían a los fluidos del cuerpo, del cadáver en descomposición, metido en un cajón más pequeño que su ocupante.

A pesar de las explicaciones científicas, la mayoría de la gente no creyó nada y afirmaban que a Egidio se lo había enterrado vivo, víctima de un ataque de catalepsia.

Bueno, el tema era que habíamos leído todo lo que se había publicado sobre el asunto y el pueblo era un hervidero de chismes y conversaciones sobre los aparecidos y cosas por el estilo.

Cuando estábamos estudiando en la casa de Noli, las mujeres de la casa no dejaron de comentar la noticia.

Nosotros nos reíamos con incredulidad y burla, hecho que   —31→   molestó a Doris, que enfadada, nos dijo que si éramos tan valientes no tendríamos reparos en cruzar el cementerio a las doce de la noche, sin ninguna luz, en toda su extensión de norte a sur.

Con risitas melifluas y burlonas, aseguramos que eso sería lo más fácil para nosotros y que lo haríamos cuando ella quisiera, como para que dejara de hablar sobre el tema, que a esa altura, ya nos tenía cansados. Pero en vez de terminar ahí la conversación, se le unió su amiga Corina, una chica que era toda una belleza y de la cual casi todos estábamos medio enamorados. Ambas insistieron en que no nos atreveríamos a hacerlo, que no teníamos las agallas suficientes.

Vimos que la cosa iba en serio, por lo que aceptamos la apuesta.

Las chicas trabajaban en venta de publicidad y tenían siempre efectivo. Se establecieron las bases de la apuesta: además del dinero, el que perdía debía pagar tres semanas seguidas la entrada en la disco. En la mente del grupo había más cosas para pedir, pero por respeto a la familia nos contentamos con eso. Ellas nos seguirían en auto hasta la entrada del campo santo, que tenía una extensión aproximada de dos hectáreas. Darían la vuelta a la manzana y nos esperarían en la parte norte, para corroborar que habíamos cruzado realmente.

Nos avisamos todos los participantes que esa noche se realizaría el cruce, como quedamos en llamarlo y que pasaríamos por ellas a las once para que fueran testigos.

Cerca de la hora llegó Pipón con un morocho de ojos brillantes y cejas muy anchas que supusimos era el posadeño. Noli estaba conmigo desde las nueve, haciendo unos trabajos que nos había pedido la profesora de Lógica. Mis padres ya estaban dormidos.

Subimos todos al auto y enfilamos hacia la casa de Corina. Salió a recibirnos con su hermana mayor, de unos dieciocho años, a quien llamábamos 'Lechuza' por sus párpados caídos que le daban a sus ojos saltones la apariencia de un búho. Doris estaba callada hojeando una revista en la sala.

Llegamos en los dos vehículos al campo santo. Éste se encontraba   —32→   como en todos los pueblos viejos, en las afueras.

Nos bajamos dispuestos a demostrar a las muchachas que no teníamos ningún miedo de fantasmas ni aparecidos.

Pero allá muy adentro, sentía un extraño temor supersticioso por lo que haríamos, tal vez influenciado por los hechos comentados sobre la muerte de Egidio, o el día viernes trece que me estaba trabajando en el fondo. Me di cuenta que la mirada risueña de Pipón encerraba miedo disfrazado con risitas nerviosas.

Noli tenía el rostro taciturno a pesar de estar bromeando y sus ojos vivaces y expresivos parecían huidizos. Para colmo de males, una neblina tenue, casi igual a las que solíamos ver en las películas de terror comenzó a levantarse del suelo. Tensos, nos trasladamos todos hasta el gran portón del sur.

Las chicas esperaron que nos introdujéramos por la parte superior del enorme portón de hierro negro que impedía la entrada, ya que estaba cerrada.

Con el motor encendido, ellas nos vigilaban.

Recuerdo que Noli dijo que no tenían necesidad de hacerlo, pues para salir por el lado que ellas habían elegido, no había otra opción que cruzar todo el cementerio de sur a norte.

El último en saltar fue Pipón, que cayó mal y se dobló un tobillo. Cuando todos estuvimos adentro, nos dirigimos hacia el camino mayor, que en forma zigzagueante, nos llevaría al lugar de salida. Nos dirigimos lentamente hacia allí.

Al momento, nos quedamos helados por el susto.

A nuestra derecha, a unos diez metros bajo los tupidos cipreses mezclados con frondosas obenias y altas moras que obscurecían más si se quiere el lugar, divisamos una pequeña luz que se prendía y apagaba.

-¡Yo me vuelvo! -dijo con voz cargada de espanto Noli, iniciando la vuelta.

Pipón lo tranquilizó diciendo que no pasaría nada ya que la luz que nos había asustado, prendiéndose y apagándose en la oscuridad, era sólo una luciérnaga, que inocente al terror que nos había hecho pasar, se deslizaba a ras del suelo como un pequeño relámpago de plata.

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Seguimos caminando en un apretado grupo, en fila india, porque la senda era estrecha. Apenas nos distinguíamos unos a otros debido a la oscuridad que era espesa bajo los árboles y me maldije en voz baja por haber aceptado venir sin linterna.

Una música suave se elevó sobre la niebla y llegó apagada hacia nosotros. Una ráfaga de viento la hizo audible perfectamente para todos. Nos detuvimos en seco y quedamos oyendo: Traté de mantener quieta mi pierna derecha que con iniciativa no muy oportuna quiso temblar por el miedo que mi cuerpo estaba sintiendo.

-¡Es la «Quinta Sinfonía de Beethoven», «No temo a la muerte»! -dijo Noli con un susurro apenas audible, donde se mezclaba la admiración, la curiosidad y sobre todo el pavor.

Sólo a un melómano como a él se le ocurriría darnos el nombre de la pieza musical que estábamos oyendo, en instantes como esos.

-¿Qué hacemos? -dije tratando de dominar el temor en mi voz.

-Seguimos -dijo por primera vez el amigo de Pipón. Y adelantándose a todos, se colocó a la cabeza de la fila y dando el ejemplo se dirigió directamente al lugar donde se hacían cada vez más audibles las notas musicales: Un alto panteón.

Súbitamente dejó de oírse la melodía. Volvimos a quedarnos quietos. Nuestro valor quedó muy mal parado, cuando ante el sonido de unos pasos que se arrastraban directamente hacia nosotros, prorrumpimos en un grito agudo, involuntario, muy parecido a los aullidos histéricos de una damisela.

-¿Quién anda ahí? -se oyó una voz grave, cavernosa, como de ultratumba, emergiendo detrás de un breve círculo de luz artificial.

No supimos qué contestar o no pudimos, debido al terror que nos dominaba.

-¿Cómo entraron aquí y a estas horas? -volvió a oírse la voz, ahora ya familiar para mí.

-¿Usted es don Fulgencio? -atiné a interrogar.

Cuando contestó afirmativamente suspiré con alivio. Nos dijo que estaba prohibido entrar al campo santo de noche y que   —34→   debíamos salir antes de que llegara su relevo. Ante nuestras afirmaciones de que ya nos íbamos, nos dejó ir por el camino que llevábamos, aunque estoy seguro de que el viejo no tenía armas y también se estaba muriendo de miedo, pero no de los finados, sino de nosotros.

Seguimos ya sin ningún percance hasta llegar al alambrado que nos llevaría a la salida. A unos treinta metros, después del último árbol de mora, se veía la luz de la calle donde terminaba el cementerio, en parte amurallado y en otras separado de la acera por cuatro tiras de alambre de púas.

A salvo en la vereda, disimulando nuestro alivio, nos reímos contentos por haber salido del lugar y de haber ganado la apuesta.

Cuando pensé que me gustaría que Corina fuera conmigo a la discoteca el sábado, su voz me volvió a la realidad.

-¿Dónde está Miguel? -se refería al posadeño.

Me volví para llamarlo y ahí me di cuenta que efectivamente no estaba. Primero pensamos que se había escondido, o que quería hacernos una broma y por último nos preocupamos.

Lo esperamos unos minutos, pero después nos preguntamos si le habría ocurrido algo «raro» ahí dentro.

Para averiguarlo debíamos regresar. La verdad es que teníamos miedo de hacerlo. Pero no podíamos dejar al pobre tipo solo en un lugar así, porque si le hubiera pasado algo, debíamos ayudarlo.

Con rabia nos volvimos hacia el cementerio.

Los altos árboles de mora se mecieron ante una ráfaga imprevista de viento que remedó una risita chillona que tuvo el efecto de estremecernos a todos y de erizarnos los vellos de los brazos.

Caminamos unos cincuenta metros y vimos una silueta clara cerca de un panteón. Podría ser nuestro amigo... Tal vez había sufrido un desmayo...

El miedo se trocó en alivio por haberlo hallado tan pronto.   —35→   Apresuramos el paso, mientras lo llamábamos. Doblamos por un sendero húmedo y cuando al fin llegamos a él, no estaba. La sombra blanca era un periódico abandonado sobre una tumba. Quizás alguien lo había desplegado para sentarse arriba. Los nervios nos jugaron una mala pasada y nos pareció una figura humana.

Lo buscamos por todo el lugar que habíamos recorrido juntos, pero nada, no lo encontramos.

Volvimos muy angustiados. Las chicas, calladas, no supieron qué decir.

-¿Dónde vive Miguel? -pregunté a Pipón.

-No sé, en Posadas, seguro.

-Ya sé que en Posadas, pero ahora no sabemos qué le pasó ni a quién preguntarle.

Decidimos averiguar al día siguiente, pues las emociones habían sido muchas esa noche. A la final, el juego no había sido nada divertido.

Amaneció un día muy ventoso. Me preparé para ir al trabajo.

Mientras desayunaba leí un resto de periódico que estaba sobre la mesa. Mi mirada distraída se detuvo en una fotografía: con sorpresa me di cuenta de que era ¡Miguel! Sus cejas anchas le cubrían casi todos los ojos que brillaban como si tuviesen una luz diabólica especial. Debajo decía: Querido Miguel: hoy, 13 de julio, a un año de tu sentida desaparición, tu recuerdo sigue imborrable en tus familiares.

Las letras de las exequias parecían bailotear frente a mí. Con el diario en la mano me dirigí al cementerio y busqué el lugar donde creímos haber visto a Miguel.

La fotografía del posadeño, en un marco oval, idéntica a la que estaba en el diario, mostraba unos ojos brillantes y burlones sobre la lápida.

A pesar de que ganamos la apuesta, después de lo que nos había pasado, no tuvimos ganas de ir a la disco ese fin de semana.

  —36→  

Corina es ahora mi novia. El noviazgo nació a los pocos días que ella me visitara para consolarme sobre el hecho, para mí infausto, de que en un día mi cabellera se quedara totalmente blanca a pesar de tener sólo veinte años.



  —[37]→  

ArribaAbajoEl jardinero

  —[38]→     —39→  

La fiesta había sido aburrida, como todas las que se hacían en casa de Rosario. Sólo una cosa fue diferente. Conoció a una persona interesante.

El sobrino de Maruca, que pasaría un mes en la ciudad, la había impresionado. Alto, de cuerpo atlético, ojos negros y labios sensuales. Miraban con una fijeza casi grosera, con un mensaje que no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones.

Se lo presentaron y se dio cuenta de que le había gustado al muchacho. Claro que ella le llevaba unos cinco años, pero eso pareció no importarle, por los esfuerzos que hizo para parecer simpático e inteligente. Zulma rió sus chistes y bailó con él. Hasta le hizo olvidar de Adolfo, su marido, que seguía hablando muy entusiasmadamente en una sala contigua con una mujer muy hermosa, a pesar de que ya habría pasado los treinta y cinco años. Rió mucho esa noche. Orlando la hizo sentirse tan bien que si no estuviera enamorada de su cónyuge, lo estaría de alguien como él.

Volvió a sentirse deseada mientras bailaban y conversaban.   —40→   Supo que había pasado al segundo curso en la facultad de Medicina en Corrientes y que este mes descansaría de los estudios. Cuando finalizaba la fiesta pidió verla de nuevo. Ella le dijo que sería imposible, pues era casada. A él pareció no importarle.

-Zulma, quiero verte mañana, en cualquier lugar, no me importa tu marido, no me importa nada ni nadie.

Se fijó en la sala adyacente a ver si su esposo la estaba mirando. Pero no. Estaba muy ocupado con la rubia oxigenada, reía muy contento mientras seguía bebiendo.

-Cualquier cosa con tal de estar a tu lado. Cualquier cosa. Si querés que sea tu amigo, tu esclavo, tu amante. Lo que quieras. Tomá mi número. Llamame. Sólo tenemos este mes.

Estaban sentados en un sofá, conversando inocentemente, pero un campo de magnetismo los rodeaba completamente. Se despidió de ella con una sonrisa y se alejó. Guardó discretamente el papelito que él le había deslizado en la palma de la mano cuando se despidió y lo puso en su monedero.

Adolfo estaba algo bebido al terminar la velada, por lo que ella tuvo que manejar hasta la casa. Llegaron antes de quince minutos y él fue directamente hacia el dormitorio.

Después de darse un baño, Zulma no pudo dejar de pensar en Orlando. ¡Pero qué buen mozo! La hizo sentir exactamente como Adolfo lo hacía, pero cinco años atrás, cuando eran novios. Trató de no pensar más en el joven. Tal vez su marido tenía razón. Era hora de que tuvieran un hijo. ¡Ya tenía veintitrés años!

Pero no se sentía preparada, ni comprendida por su esposo. Algo se estaba rompiendo dentro de su matrimonio. Una sensación de soledad la invadía desde mucho tiempo atrás.

El sueño tardaba en llegar, espantado por los ronquidos cada vez más fuertes de su marido. Al fin, piadoso, apareció en los brazos de las primeras luces del alba.

Un cálido rayo solar la despertó al entrar por una de las rendijas de la ventana. ¡Qué bien se estaba en las sábanas tibias! Con pereza, Zulma se acurrucó nuevamente en la mullida cama, girando su cuerpo hacia la izquierda.

  —41→  

Tocó el lugar donde debía estar Adolfo. Se encontraba vacío.

Él estaba tan frío con ella en los últimos meses. ¿Sería suya la culpa? Tal vez los problemas que se estaban presentando en su trabajo lo habían cambiado. Los créditos que había solicitado para que el banco invirtiera en los proyectos del hotel no habían tenido buenos resultados, al menos, eso fue lo que había alegado cuando ella le había cuestionado sobre su abulia e indiferencia.

Apartó esos pensamientos de su mente, pero ya no pudo dormirse. Se levantó, tomó su salto de cama para ir al baño. Un sonido de voces y cuchicheos le llamó la atención.

Por el espacio libre que quedaba por la puerta entornada oyó unas risitas reprimidas.

Curiosa, se deslizó sin producir ruido hacia el lugar del cual creía procedían los susurros. Sigilosa, llegó hasta la cocina, de donde le llegó claramente el chasquido de un beso. ¿Sería Librada?

Pensó anticipadamente en la reprimenda que le daría a la chica, si la encontraba con algún muchacho, pues la prohibición de recibir visitas masculinas había sido condición indispensable para emplearla en la casa.

Pero todo el sermón que había ensayado mentalmente se vino abajo, como un edificio que explota al ser dinamitado, ante la sorpresa que recibió.

Ahí estaba la chica, aparentemente moliendo maíz, mientras, siguiendo el vaivén de su cuerpo al girar el mango del molino, Adolfo la cubría totalmente, abrazándola por atrás.

No pudo asegurar Zulma que el hombre la estuviera besando en el cuello, pero que estaba sobre ella, lo podía asegurar.

Nunca supo qué exclamación pronunciaron sus labios. El rostro de su marido al verla reflejó sorpresa, pero reponiéndose rápidamente, tomó un pedazo de pan tostado de la panera, que estaba sobre la mesa cubierta con un mantel de cuadros naranja y blancos y se dirigió hacia su estudio como si ahí no hubiera pasado nada.

La muchacha, al verla, tuvo una reacción muy diferente a   —42→   la de su marido. Sus mejillas se arrebolaron al instante mientras una gota de sudor se ubicaba sobre su labio superior.

-¡Qué temprano se levantó hoy! -dijo con voz falsamente alegre, sin poder impedir cierta sorpresa.

-¿Qué estabas haciendo con mi marido?

-¿Yo? Nada, desayunó y estaba contando chistes.

-Bueno, pues el chiste que te contó fue el último. Prepará tus ropas y te vas a tu casa.

Librada la miró con un relámpago de cólera en sus ojos. Quedó indecisa unos momentos y después decidida se dirigió hacia su pieza que quedaba en el quincho, fuera de la casa.

Zulma notó con sorpresa que los ojos negros de la chi de unos quince años, no eran tan ingenuos como le habían parecido cuando la había empleado unos tres meses atrás.

Su aparente calma se convirtió en ira. Comenzó a temblar de rabia e impotencia, a duras penas se dominaba, esperando que la muchacha preparara sus ropas y se fuera de la casa para pedir las explicaciones necesarias a su marido.

Cuando al fin la chica se retiró después de cobrar su sueldo, decidió hablar con Adolfo.

La última pelea había sido sobre el mismo tema, meses atrás. Consideraba humillante que su marido tuviera relaciones con cuanta empleada doméstica trajera a la casa. Era la quinta vez que tenían problemas por esta situación. ¿Qué hacer? Ya sabía de memoria lo que le diría. Que ella era demasiado celosa, que veía lo que quería ver. Cuando fue in fraganti la traición, había pedido perdón y entre lágrimas había dicho que sería la última vez, que le habían buscado y no había podido negarse, que su hombría, que esto y que lo otro.

Su hermana mayor, de unos veinticinco años, le había dado un consejo que no había podido seguir: el divorcio.

Primero porque no podía vivir sin él, después porque se ilusionaba pensando que no volvería a hacerlo, y ahora... no sabía qué pensar.

¡Qué idiota era! ¡Tener miedo de vivir sin él! Si ya lo estaba haciendo. Se sentía sola todo el día, de noche casi no hablaban y cuando se acostaban lo sentía roncar y moverse en   —43→   sus sueños, mientras ella estaba con los ojos abiertos, esperando que le llegara el sueño.

Después de la tercera vez que lo sorprendió con otra mujer se dio cuenta de que no cambiaría. Estaba tan arraigado en él ser infiel, que se arriesgaba en su propia casa.

¿Cómo sería en la oficina, llena de mujeres, donde ella no lo veía?

¡Ja, con razón su beso de buenas noches le sonaba a Judas, y era tan casto como los de un abuelo!

Una idea descabellada iba naciendo en su mente, pero insistentemente volvía a ella. Después de unos instantes ya no le pareció nada mal lo que se le había ocurrido.

Su ira lentamente se disipó. Sus ojos parecían reír ahora. Volvió al dormitorio. Se dio un baño, se vistió con una camisa sexy y un vaquero desteñido que sabía le quedaba muy bien.

Fue hacia el estudio de Adolfo con paso decidido. Éste leía el diario, como si fuese la cosa más importante del mundo.

-¿Adolfo?

-¿Sí? -Su voz sonó algo intranquila. ¿O a ella le pareció?

-Voy a contratar un jardinero para este mes. Don Eduvigis no podrá venir porque la artritis lo tiene muy mal y es época de plantar las rosas.

-Como quieras. -La miró a los ojos directamente y con su voz aterciopelada que usaba cuando se quería hacer perdonar algo dijo:

-Con relación a la chica...

-Ya la despedí, así que no hay nada que decir.

Le pareció aliviado, aunque notó unas chispitas de extrañeza en sus ojos negros, ahora más tranquilos.

-Bueno, dame un beso entonces.

Ella se acercó y lo besó levemente en los labios.

Fue a la sala y buscó su monedero. Lo abrió y sacó de él un papelito arrugado. Sonrió. Discó decidida, sin vacilaciones. Una voz conocida la saludó desde el teléfono. Ella preguntó:

-¿Puedes trabajar un mes de jardinero en mi casa? -Con voz muy sexy agregó:

-La paga es buena.

Orlando respondió que sí.



  —[44]→     —[45]→  

ArribaAbajoCarne amarga

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Don Rafael subió a la mesa rústica de madera, que emitió un crujido amenazador de protesta por el peso extra, se irguió estirando el cuerpo tratando de ganar estatura, que no alcanzaba un metro setenta, y alzando los brazos hacia el cielo, como vio hacerlo en la tele a los grandes predicadores, exclamó con su voz pegajosa de ebrio:

-Cuando Colón llegó a América dijo...

Hizo una pausa y con sus ojos estirados y hundidos en lo profundo de sus órbitas abarcó a todo su auditorio. Se hizo un extraño silencio sólo interrumpido por el canto de las chicharras en la arboleda cercana. Por lo visto que la expectativa creada le pareció suficiente, por lo que añadió con voz orgullosa:

-¡Yo soy paraguayo!

Risitas ahogadas detrás del mostrador no lograron interrumpir su discurso patriótico, que era el remate obligado de todas sus borracheras.

-Vamos, don Rafael, si quiere lo acompaño hasta su rancho. A mí también se me hizo tarde y llevo el mismo camino.

  —48→  

-Cómo no, mi hijo. Vamos a ir juntos, pero invitame una última cañita y te voy a contar una historia que le contó mi abuela a mi mamá.

-Bueno, pero me cuenta en el sulky, mientras regresamos -dijo Tiburcio, su yerno.

Con sus fuertes brazos, lo ayudó a caminar, pues con sus torpes pasos, amenazaba ir al suelo. Lo alzó en el vehículo que los llevaría de vuelta hacia sus casas.

Tiburcio estaba casado con la hija menor de don Rafael, María Pabla. Ella se empeñaba en que el viejo dejara de tomar, sin ningún resultado. El médico había dicho que tenía el hígado en un estado calamitoso y que se agravaría hasta causarle la muerte si persistía en beber, pero desde que había quedado viudo, dos meses atrás, no había estado del todo sobrio un solo día.

-Sabés, Tiburcio, esta historia que te voy a contar es verídica. Mi abuela Nicolasa se la contó a mi mamá y ella me la contó a mí. -Un hipido interrumpió sus palabras.

El joven fustigó a «Diablo», el negro caballo que llevaría el sulky a destino, que pegó un respingo e inició la marcha por el polvoriento camino.

El sol estaba cerca del horizonte, detrás de unas nubes rosadas y negras que semejaban las fauces abiertas de un lobo. Una ráfaga de viento sopló desde el sur, trayendo algo de alivio al calor propio del mes de enero.

Como el viejo seguía en silencio, Tiburcio creyó que se había dormido.

Lo miró de reojo. Venía con los ojos entrecerrados, la tez roja, en parte debido al sol caliente del verano y en parte a los efectos del alcohol, respirando pesadamente.

Repentinamente habló con voz calmada.

-Nunca conté esta historia, porque sé que al que la cuenta le queda muy poco tiempo de vida.

Con voz monótona, inició su relato.

-Mi abuela Nicolasa tenía veinte años cuando era cocinera de un gran hacendado, muy poderoso. Faltaba sólo un año para que comenzase la guerra grande. Ella estaba orgullosa de   —49→   trabajar en esa gran estancia, cerca de la capital. Gracias a que doña Salú la había llevado de pequeña con ella, se había convertido rápidamente en una de las mejores cocineras de Asunción. Incluso competía con Gastón, un francés que había llegado al lugar para preparar exquisiteces europeas. Pero la verdad era que el patrón se deleitaba con sus comidas típicas.

Era morocha, de baja estatura, de rostro vivaz y espíritu alegre. Muy querida por la numerosa servidumbre, peones y empleados que servían de alguna manera a la familia.

Todos sabían que las órdenes de don Franco jamás serían desobedecidas, sean cuales fueran éstas.

Un día, llegó a la cocina un pedido extraño: la preparación de un estofado diferente, singular, con carne muy tierna, a fin de que el patrón pudiera deleitar su paladar con un manjar jamás probado anteriormente.

La orden de conseguir la carne tierna fue dada a un peón con las características especiales que debía tener y que muy pronto se supo que provenía de un varoncito de los alrededores, sacrificado y enviado a Nicolasita para que hiciera de él el mejor estofado que pudiera.

Muchas lágrimas derramó la joven ante la acción que se había cometido, así como todo el personal que conocía el terrible secreto. Pero el miedo a perder la vida era tan grande que nadie se animó a iniciar ningún tipo de comentario.

Cuando a las once de la mañana estuvo preparada la comida, venciendo su repugnancia, Nicolasita probó lo que había cocinado, con el deseo de que el sabor no fuese bueno, a pesar de que podía hacerse acreedora de algunos latigazos si lo hecho no era del gusto del amo.

Pero desgraciadamente, el estofado era sabroso. La carne era tierna, sazonada y con un gusto exquisito, diferente.

Nicolasita desesperada, llamó a Gaspar, el que le había traído al niño y en silencio, con los ojos le invitó a probar la nueva comida. Después de unos segundos, cuando el gusto de lo que había ingerido le llegó al cerebro, palideció bajo su piel cetrina.

Salió de la cocina y volvió inmediatamente con Salú, Ceferino   —50→   y Bernardino. Todos sabían de qué estaba hecho el estofado. Lo probaron en silencio, uno detrás de otro.

Bernardino habló con voz grave:

-Es increíble, nunca comimos algo tan sabroso, a pesar de que sabemos su origen.

Y agregó con desesperación:

-Debemos proteger a nuestros niños, no podemos llevar esta comida a don Franco.

Todos asintieron, doña Salú lloraba pensando en la numerosa prole de nietos que tenía, de entre los tres meses y los cuatro años.

Nicolasita dijo que tenía las vísceras en una cacerola y que si le ponían la hiel podrían amargar el sabor de la carne, que a pesar de ser tierna, se hizo desagradable comerla.

Llenaron la mesa de chipa guazú, sopa paraguaya, carne de novillo con mandioca nueva entre las ensaladas de berro fresco y otras comidas.

Con miedo y sintiendo que sus corazones saltaban dentro de sus pechos, el personal de la cocina esperaba el llamado del patrón. Pasaron lentamente los minutos, los segundos, hasta que el negro Tomás volvió con la gran fuente que contenía el estofado. Todos se precipitaron sobre ella. La destaparon. Estaba llena.

Requerida por don Franco, Nicolasita entró sin hacer ningún ruido al comedor, las manos fuertemente unidas sobre su blanco delantal. Iba serena, pensando que si perdía la vida, por lo menos habría salvado la de numerosos inocentes.

-La carne del estofado era muy amarga, imposible de comer. -Se hizo un silencio sólo roto por la respiración agitada del pecho de la joven cocinera.

-Gaspar traerá unas aves mañana... espero que mejore el gusto.

-Sí, señor -contestó con una reverencia Nicolasita, mientras se retiraba de la lujosa estancia, libre de castigo.

En la cocina, las seis personas que se encontraban en ella, juraron que jamás contarían el secreto de la carne amarga.

Doña Salú, que era algo payesera, agregó que aquel que   —51→   contara el secreto, estaría llamando a la muerte.

Nicolasita se lo contó a su hija cuando ella tenía sesenta años y murió a la semana siguiente.

-Mi mamá me contó la historia cuando estaba en su lecho de muerte -terminó su relato don Rafael. Extrañamente, su voz no parecía la de un beodo.

El sol se había sumergido en el horizonte, salpicando de gotas naranjas y fucsias el cielo. La luna esperaba su turno, escondida detrás de un tayú para brillar. La cinta asfáltica se veía al final de la picada por la que venían.

Cruzaron la ruta. Ahora sólo faltaban cinco kilómetros para llegar a la casa.

Don Rafael quiso bajar del sulky para atender a sus necesidades fisiológicas.

Se detuvo y unos metros más allá, se dirigió hacia un matorral, introduciéndose en la maleza hasta llegar a un alto árbol.

Cuando regresaba, faltando unos metros, emitió un grito.

-Algo me picó -dijo con dolor.

Tiburcio bajó para ayudar al viejo. Éste se quejaba y al subir al vehículo, le miró el tobillo.

Se veía un orificio rojo del cual manaba una gotita de sangre. Además, se comenzaba a hinchar.

-Era una víbora -dijo con resignación su suegro.

Tiburcio se sacó el cinto y se lo ató en la parte superior de la herida, a fin de que el veneno tardara más en llegar al corazón.

Don Rafael no había visto qué tipo de reptil era, lo cual dificultaría el uso de antídoto.

Con el cuchillo Tiburcio le hubiera podido hacer un corte cerca de la picadura y succionarle la sangre infectada, pero tenía una herida en la boca y con ello lo único que lograría sería envenenarse también él.

Entonces optó por llegar rápido a Paraguarí, que quedaba a unos cinco kilómetros de ahí, donde encontraría algún doctor y una farmacia.

Desesperado, dejó el sulky y comenzó a hacer señas a todos los vehículos que transitaban por la ruta.

  —52→  

A los quince minutos se detuvo un camión. Alzaron al viejo que deliraba. Su pierna izquierda estaba totalmente inflada.

Llegaron al fin a una farmacia, desde donde se llamó a un doctor, que llegó ya para certificar la muerte de don Rafael.

En el velorio, Tiburcio relataba una y otra vez la forma en que el viejo había sido picado por la víbora.

Eso sí, se abstuvo muy bien de contar la historia de Nicolasita que le había narrado el finado.

No es que la creyera, pero por las dudas...



  —[53]→  

ArribaAbajoMadurar

  —[54]→     —55→  

El mar estaba dormido. Un carguero bostezaba exhalando espirales de humo gris en el cielo estival, formando una diminuta mancha que se esfumaba en forma lenta, casi indolente, en el horizonte.

Los veraneantes que se encontraban en la playa se hallaban bajo grandes sombrillas multicolores buscando refugio de los rayos del sol del mediodía, que caía a plomo.

Sonia venía saltando en la arena imitando a un canguro, para evitar quemarse las plantas de los pies. Laura la seguía con Marilia, cargando bolsos y reposeras. Cuando encontraron un lugar apropiado, a unos diez metros de la orilla del mar, se detuvieron.

La hermana mayor perforó la arena con el mango de la sombrilla, lo hundió con fuerza hasta que quedó firme. Colocó una toalla grande bajo su sombra y ordenó a las pequeñas que se sentaran sobre ella.

El mes de febrero llegaba a su fin. No obstante, el calor parecía no darse por aludido, debido a las altas temperaturas que asolaban la costa.

  —56→  

Laura tendría unos quince años y era muy bonita. Su rostro albergaba a dos luceros que parecían tomarle toda la cara. La boca carnosa y gruesa tenía un tono rojo natural que la hacía verse muy sensual a pesar de su corta edad. Parecía morocha por el bronceado, pero su piel era trigueña. Su pelo encrespado lo llevaba sujeto con una goma naranja formando una cola de caballo. Sus pechos eran voluminosos, pero armónicos. Eran muy notorios debido a su cintura de avispa. Todavía no se acostumbraba a las miradas admirativas de los hombres ni a las envidiosas de las mujeres que se centraban sobre ella cuando caminaba por la playa.

Se encontraba en un estado ansioso. Anoche había pasado algo que no estaba en sus planes. Miró hacia la barra sur: no había rastros de Roberto. Dio una ojeada a su reloj: la una y media. Había dicho que estaría para las dos.

Colocó bronceador y protector solar a sus hermanitas. Marilia comenzó a hacer un castillo de arena. Sonia fingía dormir.

Volvió a sentarse. Cerró los ojos.

La sangre se le alteró en el cuerpo al evocar retazos de la noche anterior. ¡Si su madre supiera!

Un parloteo cerca suyo la sacó de sus pensamientos.

Sonia estaba conversando con dos mujeres rubias, sentadas bajo una sombrilla azul y roja. ¿Cómo pudo levantarse tan aprisa de donde ella había ordenado que se quedara?

-No molestes a las señoras, Sonia.

-No nos molesta, déjela aquí con nosotras -dijo una de las turistas con un marcado acento porteño.

Sonia puso su clásica carita de ángel cuando quería salirse con la suya e imploró a Laura con la mirada que la dejara jugar con los dos niños que acompañaban a las señoras. Marilia se unió a los ruegos visuales para conseguir el ansiado permiso para compartir con los chicos.

Laura entornó las pestañas y se llenó del suave y rítmico sonido de las mansas olas del mar.

Roberto no aparecía y sus pensamientos reproducían escenas de lo que había ocurrido ayer...

-¡Pero qué niña tan inteligente! ¿Cómo sabes que es invierno en Europa?

  —57→  

-Porque mi tío está en París y me escribió diciendo que cuando allá es verano, acá en Brasil es invierno -y su mirada estaba cargada de orgullo.

Laura se puso los lentes oscuros de sol y buscó en su mochila la novela que había traído del hotel para leer, pero no podía concentrarse.

Pero... ¿cómo pudo haber pasado...? ¿cómo no pudo detener a Roberto? Tantas enseñanzas sobre moral y religión en el colegio de monjas no habían servido para nada. Ni siquiera se resistió...

Voces familiares le hicieron levantar la vista.

Con un bolso en una mano y dos sillas playeras en la otra venía caminando indolentemente el hombre que ocupaba sus pensamientos. A pesar de que no era muy alto, un metro setenta y siete, tenía un físico espectacular. Sus brazos se veían musculosos y fuertes. La vio, pero su mirada se resbaló en ella con indiferencia.

La alegría que le produjo verlo se trocó rápidamente en decepción. Venía con Violeta. Su mujer. La brisa mecía la bata liviana que marcaba perfectamente su voluminoso vientre que ostentaba un embarazo de cinco meses. Juan Carlos y Manuela, sus hijos, corrieron alegres cuando vieron a Sonia y Marilia.

Sus padres venían atrás. Su mamá no aparentaba los treinta y tres años que tenía. Era muy hermosa. Todos decían que Laura había heredado sus rasgos y su cuerpo. Su papá tenía cerca de cincuenta años y los aparentaba. Su gordura incluso lo hacía más viejo. Pero nada tanto como su calvicie para avejentarlo.

Cuando la vieron, la saludaron y se instalaron cerca de ella, depositando botellas y un termolar sobre la arena.

Roberto llevó a sus hijos al mar. María, que así se llamaba su madre, y Violeta se sentaron y comenzaron a conversar.

Sus hermanas habían visto a su papá y abandonaron su incipiente castillo y lo habían obligado a que las llevara a nadar.

Oyó que su mamá hablaba sobre el lugar donde irían esa noche. No quería estar cerca de ellas. Diciéndoles que iría al   —58→   mar, se despidió y caminó lentamente, mirando con disimulo hacia Roberto. El contraste del agua fría con su piel caliente la hizo estremecer.

Laura se sintió despechada por la falta de atención del hombre. Lo que había ocurrido la enfadaba y al mismo tiempo la desorientaba. Estaba consciente de que no debía enamorarse de su padrino, no, no era por la diferencia de edades. Tenía treinta, no eran muchos. Se sentía perdida, confusa, sin tener a nadie a quien pedirle consejos. Intuía que debía dejar de pensar en él, pero su voluntad flaqueaba cuando lo veía tan apuesto. Lo que más le molestaba era su indiferencia, como si no la viera, como si fuera una niña. ¿Por qué la había amado si así lo creía?

Por la noche no pudo dormir. Pero el insomnio le dio una solución. Debía ahogar su amor, olvidarlo antes de que se supiera lo que había ocurrido. No debía seguir pensando en él. Su mamá siempre le había dicho que la moral debía primar sobre los deseos. Debía olvidarse de todo. Tal vez aceptaría salir a caminar con Mac y su grupo mañana al atardecer.

Pero antes pediría consejo a su madre. Siempre tuvo una buena relación con ella, eran buenas amigas. Pero... ¿se atrevería a contarle «todo»? Un rubor involuntario le llenó de calor el rostro. Bueno, no entraría en detalles. Le hablaría de sus sentimientos y la situación del galán maduro que la hacía suspirar, sin decirle quién era, por supuesto.

El día siguiente fue igual al anterior, cálido y soleado. Le pareció ver en el rostro de Roberto una sonrisa cómplice a la hora del almuerzo, pero no estaba segura.

Por la tarde, su mamá dijo que no iría a la playa, pues haría compras en el supermercado y prepararía una cena que asombraría a todos, según sus textuales palabras.

El grupo entero fue al mar. Roberto se despidió al llegar a la orilla, diciendo que trotaría por lo menos los cinco kilómetros de distancia que había hasta llegar al otro extremo del balneario. Su madrina se recostó en su silla plegadiza y se puso a leer.   —59→   Mac la vio de lejos y la invitó a jugar voleibol, pero estaba tan desconcentrada que tuvo que dejarlo.

Decidió ir a hablar con su mamá. En su mochila tenía las llaves que le había dado su papá cuando fue con sus hermanitas al agua. El hotel estaba desierto a esa hora. Abrió la puerta, la televisión estaba encendida. Se dirigió a la cocina, pero María no se encontraba ahí. Pensó que tal vez no hubiera vuelto aún, pero vio sobre la mesa del comedor varios paquetes con provistas que ostentaban propaganda del supermercado que estaba cerca del alojamiento. ¿Habría vuelto a la playa? Para averiguarlo decidió regresar ahí. Ya encontraría un momento de intimidad para hablar con ella. Antes de salir entró en el baño.

Abrió la puerta. Roberto y su mamá pegaron un respingo. Ella estaba ridícula con su pelo mojado, tratando de taparse los senos y su sexo. Él tenía los ojos tan abiertos por el asombro que parecía haber visto un fantasma.

Una amalgama de sentimientos se arremolinaron en el alma de la joven. Sorpresa, susto y rabia se trenzaron en su estómago. Inexplicablemente, comenzó a reír con carcajadas histéricas.

Roberto, sin decir esta boca es mía, salió del baño. Como si hubiera esperado la salida del hombre, las lágrimas comenzaron a salir de sus ojos mezclándose con las gotas tibias del agua de la ducha.

María, envolviéndose con una toalla, le hablaba, pero no entendía lo que decía, hasta que por fin, como en sueños, entendió que le pedía que no dijese nada a su padre.

Las arcadas la doblaron en dos. Su mamá le limpió la cara con una esponja húmeda, la acostó en la cama y le preparó un té.

Ese verano maduró de golpe.



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