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Delmira Agustini y la crítica hispanoamericana

Magdalena García Pinto





El Modernismo literario en Hispanoamérica es un período de importancia capital para el desarrollo de nuestra cultura literaria; sin embargo, su desarrollo, significación y duración han sido objeto de variada interpretación por parte de la crítica. Una de las formulaciones que esperan corrección es la de interpretar el Modernismo como movimiento renovador, fundamentalmente masculino, practicado y teorizado a lo largo del continente como una estética propugnada por el imaginario viril de los hombres de letras de fin de siglo, con lo cual la participación de las mujeres ha sido siempre considerada marginal, y en todo caso, siempre emuladora de los grandes talentos de un Rubén Darío, o de un Leopoldo Lugones, o de un Julio Herrera y Reissig, entre otros:

La obra de los llamados Modernistas hispanoamericanos, la de Darío, Lugones, Jaimes Freyre, José Asunción Silva, José Martí, la de Julio Herrera y Reissig y Julián del Casal, por sólo citar los más conocidos, es mucho más que un movimiento puramente formal y representa, consiguientemente, mucho más que una renovación formal de la lengua poética. La «nueva sensibilidad» de que se habló entonces resumía... los efectos del cambio de forma de vida social y a su vez los elementos de que constaba dicho cambio: la secularización, la hipersensibilidad de la vida urbana y su carácter intelectualista. Estos elementos de la nueva forma de vida social son el presupuesto de la renovación formal modernista1.


Este fenómeno de marginalización que practica la crítica es bastante complejo, y en parte, inherente a la cultura de su tiempo, y no es privativo de nuestras letras ni de nuestra historia literaria (aunque aún se siga practicando), lo cual no disminuye las consecuencias nefastas para el estudio de la literatura femenina y su contribución al desarrollo del canon literario en Hispanoamérica. En este trabajo, analizaré algunos argumentos elaborados por la crítica hispanoamericana con respecto a la producción literaria femenina de fin de siglo para mostrar cómo se ha construido su marginalización, fenómeno que se puede ilustrar elocuentemente en la figura de Delmira Agustini.

En una reciente antología del Modernismo (The Gender of Modernismo) en lengua inglesa, Binnie Kime Scott señala el mismo fenómeno para las mujeres literatas de los Estados Unidos e Inglaterra:

Modernism as it was taught at midcentury was perhaps halfway to truth. It was unconsciously gendered masculine. The inscriptions of mothers and women, and more broadly of sexuality and gender, were not adequately decoded, if detected at all. Though some of the aesthetic and political pronouncements of women writers had been offered in public, they had not circulated widely and were rarely collected for academic recirculation. Deliberate or not, this is an example of the politics of gender. Typically, both the authors of original manifestos and the literary historians of modernism took as their norm a small set of its male participants, who were quoted, anthologized, taught, and consecrated as geniuses. Much of what even these select men had to say about the crisis in gender identification that underlies much modernist literature was left out or read from a limited perspective. Women writers were often deemed old-fashioned or of merely anecdoctal interest2.


La situación señalada por Bonnie Kime Scott es bastante similar a la que encontramos en la literatura hispanoamericana de fin de siglo. Por lo general, se puede afirmar que la posición de la crítica con respecto a la producción literaria femenina es deplorablemente segregacionista, según la vemos reflejada en las antologías e historiografía del Modernismo en Hispanoamérica. Dos criterios son los que suelen aplicarse: el de compartimientos estancos, o el de exclusión. En el primer caso, se aísla el grupo de escritoras de los otros miembros de su generación, y se les dedica una sección especial a la curiosa erupción literaria de las poetisas en el momento crepuscular del Modernismo -también llamado modernismo tardío, modernismo decadente, o postmodernismo- por lo general representado por el famoso cuarteto «Gabriela, Delmira, Alfonsina y Juana». El segundo criterio, el de exclusión parcial o total: se menciona a alguna mujer de paso, o no se menciona a ninguna.

Se suele señalar, para justificar estos criterios, que la selección es necesaria e inherente a la realización de una antología; por tanto, la representación tiende a ser casi exclusivamente masculina porque la obra poética de las mujeres de fin de siglo no se considera lo suficientemente representativa, o antologable para el caso, como veremos más abajo. La tendencia a aplicar los criterios señalados -marginalizante o excluyente- en las historias de la literatura tiende a tener el mismo contorno, lo cual plantea necesariamente un problema para nuestra historiografía literaria en su práctica de la marginalización genérico-sexual de la producción literaria femenina.

Para sustentar mi posición e ilustrar los dos criterios que llevo apuntados, me referiré primero al criterio que se aplica en la composición de una antología. De las varias existentes, selecciono la que creo es la más reciente y más valiosa, la de José Olivio Jiménez, Antología crítica de la poesía modernista hispanoamericana, de 1985. De esta selección inteligente y bien pensada de la producción poética del período no tendría nada que objetarse, si J. O. Jiménez no hubiera aplicado el criterio marginalizante. En su selección incluye a Martí, Silva, Casal, Gutiérrez Nájera, Nervo, González Martínez, Darío, Lugones, Herrera y Reissig, Jaimes Freyre, Valencia, Santos Chocano, Eguren y a Delmira Agustini. La inclusión de Agustini lleva una explicación que dice así:

Aparte, y antes de los que en seguida se mencionarán a pesar de haber sido de nacimiento más tardío: Delmira Agustini. Esta poetisa [sic] uruguaya encarna el erotismo más interesante asumido entre los aquí incluidos, salvo acaso Darío (y nótese que todos ellos fueron hombres), y anuncia la abundante poesía escrita por mujeres americanas en el siglo XX3.


Esta explicación debe entenderse teniendo en cuenta que el criterio de la selección de la antología tiene por objeto «destacar las indiscutibles figuras mayores del modernismo y las que mayor repercusión han conocido»4. La cuestión es que cuando se aplica el criterio selectivo tradicional, las obras de mujeres quedan relegadas a un mínimo. Naturalmente, la implicación es que las que dan forma al canon son las obras de los hombres. Es decir que lo que Bonnie Kime Scott señala para la literatura modernista en inglés tiene igual vigencia en la literatura modernista hispanoamericana.

Si la selección antológica escoge unos y desecha otros, y, por lo tanto, en número de voces de mujeres debe ser mínimo, reza el criterio selectivo estándar, nos preguntamos ¿dónde, entonces, debe ser recogida y estudiada la producción literaria de las mujeres de letras de fin de siglo? El sentido común nos indica que deberían estar presentes en las historias literarias. Sin embargo, si revisamos las más recientes historias de la literatura hispanoamericana, veremos que estos dos criterios marcados en la factura de las antologías, siguen inexorablemente vigentes en esta otra área del quehacer literario, aunque a veces asumen una apariencia de «modernización» en el uso del criterio tradicional. El criterio de agrupación por generación es el más frecuente; sin embargo, su práctica tiende a caracterizarse por su ambigüedad, cuando no arbitrariedad. Vemos las instancias más recientes.

Tomemos primero la Historia de la literatura hispanoamericana, Tomo I y Tomo II -el Tomo III no ha sido publicado todavía- de 1983 y 1987, respectivamente, y cuya coordinación estuvo a cargo del crítico chileno Luis Íñigo-Madrigal. El segundo tomo está dedicado al siglo XIX: Del Neoclasicismo al Modernismo (incluye tres secciones: Neoclasicismo, Romanticismo y Modernismo). En la tercera sección se incluye a los siguientes escritores: Díaz Mirón, Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, Silva, Darío, Díaz Rodríguez, Jaimes Freyre, Nervo, Rodó, Valencia, Lugones, Herrera y Reissig, Santos Chocano y Carlos Pezoa Véliz. Esta reconstrucción historiográfica no da cuenta de la contribución femenina al modernismo hispanoamericano, aunque dichas escritoras nacieran en el siglo XIX. ¿Cuál es el criterio en vigencia? No es posible saberlo con certeza, ya que el tercer tomo no ha salido, pero podríamos imaginar que Delmira Agustini, que es la poeta de la que nos ocupamos aquí, no está incluida por haber nacido en 1886, y por lo tanto no pertenece a la «última» generación modernista. Sin embargo, veremos que según otra versión del criterio generacional que aplica Alberto Zum Felde, Delmira Agustini y María Eugenia Vaz Ferreira pertenecen a la generación de 1900 uruguaya, junto a Julio Herrera y Reissig, aunque en la mayoría de las antologías e historias de la literatura no se consideran como miembros de la misma generación. En este Tomo II los nombres de las dos poetas uruguayas aparecen citados una sola vez, en una nota al pie en el artículo sobre Rodó de Mabel Moraña.

La segunda historia de la literatura reciente es la que preparó otro crítico chileno, Cedomil Goic, Historia y crítica de la literatura hispanoamericana, en la cual las ausencias de mujeres de letras son realmente sorprendentes a lo largo y ancho de los tres tomos de esta supuesta «historia» de nuestra literatura. Sin entrar aquí en la polémica que el trabajo de Goic merece, me ocuparé solamente del caso del Modernismo, el tema de este trabajo. Cedomil Goic maneja un criterio demasiado rígido para periodizar el Modernismo. De los seis capítulos que se dedican a la literatura de fin de siglo, uno de ellos, el capítulo 9, se titula «Gabriela Mistral y la poesía postmodernista». En la introducción a dicho capítulo, hace una revista de la generación que Goic denomina «mundonovista» o sea, los/las poetas nacidos/as entre 1875 y 1889. Con este criterio, Julio Herrera y Ressig pertenece a la misma generación que Agustini, con lo cual vemos que está en desacuerdo con Íñigo-Madrigal. Concluye su introducción con la siguiente observación: «También está el brote repentino de la poesía femenina, por momentos muy específicamente feminista, de D. Agustini, Gabriela Mistral y de las más jóvenes, Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou»5. El fragmento seleccionado sobre la poesía de Agustini es una breve sección del estudio preliminar de Manuel Alvar a su edición de Poesías completas de Agustini de 1971, en el que se refiere al uso de los adjetivos.

La Historia de la literatura hispanoamericana del crítico italiano Giuseppe Bellini es el tercer ejemplo. Fue publicada en España en 1986 y dedica dos capítulos a la literatura de fin de siglo: el capítulo XI, «Del Romanticismo al Modernismo» y capítulo XII, «Darío y la difusión del Modernismo». Bellini incluye prácticamente a los mismos autores que incluye Íñigo-Madrigal, y concluye el capítulo XII con un encabezamiento, similar a la categorización de Goic, «Postmodernismo», seguido del subtítulo «Poesía de mujeres», bajo el cual se explica la peculiaridad de la literatura femenina como «un singular florecimiento poético femenino». Creo que en este caso, la palabra clave es singular. La creación literaria femenina es un fenómeno singular, y separado de la producción literaria «normal» (?) masculina. En dos páginas y media aborda la compleja contribución de las mujeres al Modernismo. Debo decir a su favor que Bellini tiene el buen criterio de al menos mencionar a tres escritoras del período: Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira y Alfonsina Storni.

No sorprende que cada historiador utilice diferentes criterios, pero lo curioso es que parecen coincidir en cuanto a la aplicación de los criterios de marginalización y exclusión para la obra poética femenina. Ambos refuerzan la preeminencia de la visión falocéntrica y patriarcal de la historiografía de la literatura hispanoamericana para tratar el movimiento modernista.

Esta manipulación segregacionista no acaba en la práctica de la marginalización, como sería en el caso de Delmira Agustini, sino que se extiende a otras prácticas críticas cuyas consecuencias son aun más insidiosas. Para ilustrar esta postura de la crítica, es necesario revisar los juicios -inconscientemente elaborados, supongo- de la crítica falocéntrica según la practicaron no sólo los hombres sino también algunas mujeres de clara inteligencia como Luisa Luisi o Clara Silva6, ambas uruguayas, dedicadas al estudio de la cultura literaria de su país. Esta crítica sienta un fuerte precedente en el Uruguay, el cual recién ahora comienza a cuestionarse.

En el estudio preliminar a la edición de las Poesías de Delmira Agustini preparada por Ovidio Fernández Ríos, Luisa Luisi con la mejor intención del mundo y la admiración grande que le profesa a su compatriota observa:

Si Delmira hubiera nacido en un medio intelectual, y sus fuerzas dionisíacas hubieran sido disciplinadas por el estudio y la cultura, habría sido acaso una cabeza luminosa bien organizada, un talento claro que se hubiera destacado en cualquier actividad intelectual... pero no habría producido esa poesía suya desmelenada e impetuosa como un torrente, avasalladora y deslumbrante, de la cual están muy lejos de haber sido extraídos aún todos los tesoros. Porque esos tesoros invalorables, de cuyo precio no pudo ella misma darse cuenta, estaban más allá de su propia inteligencia, en el mundo en que se movía como una alucinada, fuera de la lógica simple de su vulgar existencia de muchacha burguesa.


(25-26, énfasis mío, salvo la letra gruesa, que es la de la propia Luisi)7.                


Este juicio de valor de Luisa Luisi en 1944, repetido con alguna variación por otros críticos uruguayos de renombre sobre la obra de Delmira Agustini, deja estupefactas a las lectoras contemporáneas que se interesan en la cultura literaria femenina. ¿A qué se debe que la obra de Agustini -o de otras autoras- genere este tipo de lectura que establece un corte tajante entre la autora y su producción? ¿Por qué se insistió tanto en la carencia de percepción por parte de Agustini para entender la dimensión de su propia obra? ¿Qué implicaciones tiene esta interpretación de la capacidad intelectual y racional de Agustini para entender su obra? El conflicto reside, al parecer, en la batalla entre la intuición, propia de la mujer, y la razón, propia del hombre, según asume la cultura patriarcal dominante. No obstante, este mismo discurso crítico no deja de ser notablemente ambiguo.

Ya la primera edición de El libro blanco (Frágil) de 1907 había arrancado las más insólitas declaraciones que una mujer de letras pueda esperar8. Ésta era la primera colección de poemas que compagina Agustini en libro, si bien para esa fecha ya había publicado numerosos poemas en diarios, revistas y antologías9.

Los poemas de El libro blanco (Frágil) se insertan dentro de la estética modernista de fin de siglo, el de los paisajes multifacéticos de cultura, según los definiera Pedro Salinas en su estudio sobre Rubén Darío10. Esto es, la materia poética que alimenta y configura una buena parte de estos poemas está constituida por fragmentos de otras creaciones artísticas transformados por la imaginación antirrealista y antinaturalista en su expresión más amplia. Estos fragmentos recogen en bricolage elementos provenientes de la cultura helénica, del siglo dieciocho francés a través de la visión de los parnasianos franceses, y elementos de la estética barroca transfigurados desde las artes plásticas. Incluso una nueva versión que mezcla ambos ingredientes. Asimismo, la actividad de bricoleur fin de siècle reconstruye fragmentos históricos con sabor y textura medievales o reconstituye temas y figuras mitológicas griegas y escandinavas, es decir, que Agustini trabaja como material poético los hilos temáticos más importantes que había desarrollado una poética modernista y de la cual Agustini va a partir. Pero este recorrido por la cultura precedente con intención recolectora no obedece a una modalidad incorporativa y recreativa romántica, sino que constituye más bien un deseo de reestructurar el arte y la realidad inestables sobre una base nueva, metafórica, en vez de metonímica, mediante la incorporación de motivos, ritmos y patrones pertenecientes a la tradición mítica o histórica11.

A esta poeta le llegan estos paisajes de cultura mediatizados por la literatura de fin de siglo; en particular, había leído muy bien a Rubén Darío, a D'Annunzio, a Samain, a Nervo y a Lugones, entre ellos. Poco sabemos de su contacto directo con la cultura francesa, por ejemplo, pero no sería exagerado decir que su conocimiento de la cultura europea fue probablemente adquirido a través de éstas y otras lecturas cuyo inventario no se ha encontrado todavía entre los papeles de la poeta. Este proceso de apropiación de los elementos culturales no puede ser interpretado por la crítica solamente en base a la función de la intuición femenina.

Ésta es la situación vital de Delmira Agustini a los veintiún años, cuando decide publicar su primer libro de poemas en 1907, año que los lectores recordarán es también el de la exposición de Les Demoiselles d'Avignon de Picasso en París y que inaugura el cubismo en Europa. Y el pintor uruguayo Torres García, por ejemplo, ya trabajaba con Gaudí en Barcelona.

En el Montevideo de esta época, el ambiente cultural y artístico es el del modernismo fin de siglo, influenciado por la estética visual del Art Nouveau cuyos signos pictóricos de la línea asimétrica, ondulante y vegetal se iban incorporando progresivamente al paisaje arquitectónico de la ciudad rioplatense.

Este Montevideo de principios de siglo es el que va a sentirse fascinado por la figura de la joven poeta Delmira Agustini, y que se pronuncia con exaltado fervor sobre su belleza y juventud a la vez que ensalza los méritos literarios intuitivos de la poeta. Icono femenino, pitonisa de Eros, poetisa centellante, núbil flama egregia, son algunos de los epítetos que Delmira Agustini ha inspirado acerca de su persona, cuya exuberancia ha tenido el efecto negativo de haber sido estudiada fragmentariamente, y de haber reemplazado, en cierta manera, probables estudios sobre su poesía, sólo comentada en esbozos biográficos basados sobre lo poco que se sabe y lo mucho que se ha especulado acerca de su vida personal. En breve, lo que abunda es el comentario breve y epocal.

Sin embargo, al reflexionar sobre las implicaciones de este tipo de recepción a la obra de Agustini, comienza a surgir una serie de interrogantes de entre los silencios e intersticios del comentario crítico sobre la figura pública y literaria de esta notable poeta uruguaya.

El primero de estos interrogantes tiene que ver con el lugar que ocupa en el círculo intelectual de su generación y con la percepción del lugar que Agustini ocupa en la estimación de sus contemporáneos, entre los que se destaca Alberto Zum Felde, en particular, por su doble papel de testigo, historiador y crítico de la generación de 1900, a la que pertenece Delmira Agustini.

Como un té moin du siècle, conoció personalmente a Delmira cuando se acababa de separar de su marido, y fue uno de los que percibió su poesía, que, de manera original, expandía el discurso poético modernista a terrenos todavía no explorados. Escuchemos el entusiasmo y la emoción de la palabra de Zum Felde:

[...] traéis a la vida la misión de decir lo que nadie había dicho como vos, porque habláis el lenguaje nuevo de una realidad hasta ahora muda12.


Más tarde, en 1931, cuando publica Proceso intelectual del Uruguay, obra clave para la historia intelectual del Uruguay, publicada en 1930, Zum Felde agrupa en una misma generación a los escritores y escritoras que en el Uruguay comparten una marca común, la de proponer un cambio en el rumbo de esa literatura, y entre ellos está Agustini:

Así, bajo el desolado signo de la Decadencia apareció en el crepúsculo del siglo aquella generación intelectual que, no obstante, habría de dar a las letras uruguayas nombres y obras de categoría superior a las logradas hasta entonces; tales los de Rodó, Reyles, Viana, los dos Vaz Ferreira, Herrera y Reissig, Delmira Agustini, Florencio Sánchez, Horacio Quiroga13.


El acertado criterio de Zum Felde asigna a esta generación el doble sino de ser una de las más brillantes del Uruguay, al tiempo que su mirada crítica la ubica «bajo el desolado signo de la Decadencia». Esta noción de decadencia, tomada de Europa, define también en Uruguay a esta época «dorada» de la producción literaria de principios de siglo. Zum Felde la entiende en el sentido histórico-cultural en que este término se emplea con respecto a la época que comprende los últimos lustros del siglo XIX (y primeros del XX), no significa en modo alguno decaimiento e inferioridad literaria, sino acaso lo contrario. Épocas de decadencia (énfasis de Zum Felde), en el sentido de la potencialidad biológica o de los valores ideales, época de curva descendente, de fatigado retorno, de «tedium vitae», épocas otoñales en que una voluptuosidad de soñar parece haber sustituido a la voluntad de vivir en la épocas jóvenes y ascendentes, tiene una madurez semejante a la de los frutos que ya van a desprenderse del árbol, amoratando su brillo y adquiriendo un ambiguo sabor más deleitoso14.

E insiste en su visión antitética:

Precisamente, en tales decadencias (énfasis de Zum Felde) suele aumentar la riqueza de la filosofía y del arte, no en la creación de obras fundamentales, quizás, pero sí en el lujo, más compleja, más sutil, y más suntuosa en las formas todas de su cultura que ésa del «fin de siglo» XIX, cuyo imperio crepuscular se prolonga amortiguándose, dos décadas de nuestro siglo15.


Dos rasgos adicionales que asigna a esta generación son el escepticismo y el individualismo; es una generación de artistas dominados por la incertidumbre que produce el vacío metafísico, a la vez que carece de fe y de visión en el futuro. De allí que Zum Felde construya el esteticismo de estos poetas en base a figuraciones de una estética del vacío: apariencia, sueño, soledad: el esteticismo de Herrera y Reissig es «áureo juego exquisito con las bellas apariencias del Universo, sin todas las esencias (énfasis de Zum Felde); «el erotismo trágico de Delmira Agustini» es «grito angustioso del sueño perdido en la selva oscura del instinto» (énfasis de Zum Felde); y el pesimismo de María Eugenia como «nocturno clamor de la soledad sin esperanza».

Zum Felde, como ya lo indicamos, había percibido certeramente la nueva visión y el lenguaje erótico de Agustini: «habláis el lenguaje nuevo de una realidad hasta ahora muda». Agustini había construido una poética que interrogaba la función de la sexualidad en el pensamiento poético: lo erótico reside en la posibilidad de incursionar más allá de los límites a los que el yo se siente, o está, restringido, al tiempo que realiza un acto de transgresión. En la traslación del yo a la casa oscura y clara del deseo, habitada por seres cuyas voces articulan la visión del imaginario erótico poético femenino.

Delmira Agustini desestabiliza el pensamiento crítico de sus contemporáneos, entre ellos, el de Zum Felde. La consecuencia se lee en el discurso crítico que genera su persona y su obra, que se preocupa específicamente de enmarcar el discurso poético de Agustini dentro de un halo de precocidad, misterio y conocimiento intuitivo portentoso, y persuasivamente, logra dejar su trazo indeleble en toda la crítica posterior (Luisi, Silva, Cáceres). Esta crítica buscaba mitigar el contenido erótico de esta poesía, que había producido tanta admiración en un comienzo y tanto desconcierto después entre los contemporáneos de Agustini. No era posible, ni aceptable, este discurso abiertamente erótico de la sexualidad femenina. Desafiaba la creatividad masculina, viril, vigorosa, de la experiencia sexual femenina articulada en voz de mujer desde el imaginario masculino, es decir, precisamente, desde la experiencia falocéntrica. Observemos la construcción del discurso crítico de Zum Felde, cuyos conceptos claves subrayo a continuación:

El libro blanco es, como su título lo indica, el casto libro de su adolescencia. Una alba vestidura virginal -traje de marmóreas vestales o de seráficas eucaristías- oculta, tras las alas plegadas del pudor, toda carnal desnudez y todo instinto erótico. La poesía aparece en él, como hecha de puro pensamiento; sus motivos y sus imágenes sólo expresan el grave vuelo de las ideas sobre la realidad del mundo; y sus sueños son del más puro platonismo moral. Una alta facultad de abstracción ideal se manifiesta en la virgen adolescente16.


En seguida, se articula la teoría principal en los siguientes términos: «En términos vulgares, podría decirse que en ella el cerebro habló antes que el corazón»17.

Retomemos la insistencia del discurso en percibir El libro blanco como un casto libro de adolescente. Los poemas están hechos de las ideas sobre la realidad del mundo y están sostenidos en el más puro platonismo moral. Más adelante explica que propone esta interpretación porque de otro modo no se la juzgaría bien si se la tomara simplemente como una poetisa erótica, en el sentido corriente del término. Eso sería juzgarla no sólo superficial sino groseramente, acaso. Su erotismo es de raíz metafísica y está como sublimizado por la tortura del espíritu, porque su voluptuosidad es dolorosa y sombría, y su pasión suprema de vida se alimenta más del sueño evasivo que de la realidad concreta18.

En este y otros momentos de su crítica subyace la intención de minimizar el erotismo, y puede que haya sido motivada por una preocupación moral, pero también revela el envés que inquieta al crítico y al discurso falocéntrico, el que una mujer «virgen y adolescente» inscriba un discurso erótico desde la imaginación de una mujer. Una manera de recuperar el componente erótico falocéntrico es construirlo como erotismo trascendente y viril. La trascendencia y la virilidad son sólo atribuibles al varón. Escuchemos a Zum Felde una vez más:

Profundamente femenina, femenina hasta las raíces más oscuras y misteriosas del ser, la poesía de Delmira es también, no obstante, de una virilidad de pensamiento, por así decirlo, no alcanzada por ninguna otra poetisa, sólo encontrable en ella. La palabra virilidad parece, en este caso, dura, contradictoria y hasta absurda; quizá lo sea; pero, en verdad, no se halla otra, en nuestro limitado lenguaje de definiciones, para significar esa facultad suya de abstracción metafísica y de energía verbal características de la mentalidad masculina19.


Aquí la contradicción se la puede entender de la siguiente manera: la habilidad de un espíritu casto y virginal para imaginar la experiencia erótica se apoya en la «alta facultad de abstracción» con que se maneja la «virgen adolescente». Esa alta facultad para el pensamiento abstracto es sólo atribuible a la «mentalidad masculina», que es también capaz de des/erotizar el contenido del poema. Podríamos pensarlo como un desplazamiento del cuerpo, del deseo y de su productividad para inscribirlos en un registro abstracto y generalizador20. En otras lecturas, por ejemplo, la de Arturo Visca, se explica partes del texto del poema: «un verdadero estado de agonía» o de «vivir en la muerte», originado en «un pensamiento mudo como una herida» de este modo:

Quizá quepa observar con menos engolamiento pero mayor exactitud la poetisa debió escribir «sentimiento» en vez de pensamiento, (fue genial por su capacidad para sentir pero no por su capacidad para pensar)21.


Esta recepción nos hace retornar a la inteligente pregunta de Virginia Woolf: «Who shall measure the heat and violence of the poet's heart when caught and tangled in a woman's body?»22. Esta práctica marginalizante del discurso crítico plantea una serie de problemas para la crítica feminista, que viene realizando «una labor resemantizadora y sobre todo revaloradora... frente a las tácticas excluyentes del discurso hegemónico»23. Para continuar con esta práctica de resemantización y revaloración propuesta por Kemy Oyarzún, hay que tener en cuenta adicionalmente que:

Leer las prácticas femeninas (literarias o no) más allá de lo sintomático es empezar a trabajar con la mujer como sujeto plural y autogestionador (mujer-persona). Ver solamente sus vacíos, interrupciones, ausencias y carencias es ver aún con los ojos de Edipo, para quien la mujer será siempre Echo (reproductora de las voces de Narciso)24.


Oyarzún nos está abriendo una vía de acceso más esclarecedora para la crítica literaria que reflexiona sobre la especificidad de la literatura femenina. Lo estimulante de su pensamiento reside en las implicaciones de su propuesta: «trabajar con la mujer como sujeto plural y auto-gestionador (mujer-persona)». Por ello también es que retoma la tan conocida reflexión de Virginia Woolf acerca del espacio que requiere la escritura: A Room of One's Own, para identificar un concepto capital de una teoría de expresión femenina, en la cual el valor del espacio para la mujer tiene doble significado, espacio vital, temporal y concreto para la realización de la tarea, y espacio en la literatura donde se inscribe su sistema expresivo desde el imaginario femenino:

crear «cuartos» para la mujer es asumir la capacidad generadora y transformadora que como personas tenemos; sobre todo si por «cuartos» entendemos también signos, discursos, prácticas, instituciones. Frente a lo hegemónico, una actitud productiva: resemantizar los textos usurpados, reapropiarse de los espacios allanados. Sobre todo no internalizar la marginalización25.


Resemantización de los textos usurpados y reapropiación de los espacios allanados es una tarea de la crítica feminista, cuyo punto de partida está localizado en un proceso hermenéutico que ausculta las entrelíneas del discurso crítico masculino, del modernismo en el caso que aquí he mostrado, para identificar, por una parte, los criterios marginalizadores y/o excluyentes, semejantes a los que he revisado arriba, y por otra, poner en marcha el proceso de reapropiación de los espacios allanados por la crítica falocéntrica para abrir el espacio crítico que, de hecho, la literatura femenina ha construido para sí en la cultura literaria hispanoamericana, pero que ha sido pobremente representada en su historiografía, para «no internalizar la marginalización»26.





 
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