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Indice
Abajo

Desafíos de la ficción

Jorge Volpi

Andrés Ibáñez

Carlos Cortés

Edmundo Paz Soldán

Rafael Courtoisie

Pablo de Santis

Marcelo Birmajer



Cubierta



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ArribaAbajoPresentación

Entre los días 3 y 5 de octubre de 2001, se celebró en la Casa de América de Madrid el II Congreso de Nuevos Narradores Iberoamericanos, organizado por la Casa de América, el Ministerio de Asuntos Exteriores, el Ministerio de Educación y Cultura, a través de la Secretaría de Estado de Cultura y la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas, y la editorial Ediciones Lengua de Trapo, y en el que asimismo colaboraron las editoriales Alfaguara, Debate, Destino, Ediciones B y Plaza y Janés. Este segundo congreso era continuación del I Congreso de Nuevos Narradores Hispánicos celebrado también en la Casa de América de Madrid entre el 3 y el 6 de mayo de 1999.

El Congreso de Nuevos Narradores Hispánicos fue un ambicioso proyecto cultural que Ediciones Lengua de   —10→   Trapo puso en marcha en 1998. La intención fundamental fue desde el primer momento crear un espacio de encuentro entre los narradores de los diferentes países de lengua española que permitiera el intercambio de ideas y la discusión sobre los problemas fundamentales que afectan a la narrativa en español, problemas que han tenido mucho que ver con la dificultad que estos autores encontraban para traspasar sus fronteras nacionales y que impedía una más que deseable comunicación cultural entre las literaturas de cada país. Desde el comienzo, Ediciones Lengua de Trapo encontró la colaboración entusiasta de dos instituciones que han sido esenciales para que este proyecto se convirtiera en una realidad. La Dirección General del Libro y la Casa de América, además de ofrecer el apoyo imprescindible para su realización, aportaron nuevas ideas que sirvieron para definirlo y hacerlo más atractivo.

Una vez celebrado con un rotundo éxito el primer congreso (que cumplió sobradamente su objetivo fundamental: convertirse en un foro de intercambio de experiencias y puntos de vista acerca de los problemas y desafíos que rodean a la producción narrativa en España y Latinoamérica), en su segunda edición se pretendió ampliar los campos de análisis y de discusión e incorporar nuevas secciones. Se constituyeron mesas de trabajo en la que los autores y autoras pudieron confrontar análisis y opiniones con diferentes sectores del mundo del libro: agentes literarios, editores, libreros y críticos. Asimismo, se incluyeron en el programa una serie de mesas de ponencias   —11→   en las que algunos narradores llevaron a cabo diferentes análisis de más profundo calado sobre temas de especial significación dentro de la narrativa del presente. Este volumen recoge siete de las nueve ponencias presentadas en el segundo congreso; la calidad de estos textos demuestra que merece la pena dar continuidad a un proyecto como éste que desde el principio se planteó como un plan de largo alcance. Todos los implicados en él esperamos que los más de ciento veinte autores que se logró reunir entre las dos primeras ediciones se vayan multiplicando en los años que siguen gracias a la celebración de nuevos encuentros.

Por último, es preciso agradecer a la Universidad de Alicante y en concreto al Centro de Estudios Iberoamericanos Mario Benedetti y al proyecto de investigación Relaciones entre el mundo cultural español y el hispanoamericano en el siglo XX, subvencionado por la Generalitat Valenciana y dirigido por la doctora doña Carmen Alemany Bay, las facilidades ofrecidas y el entusiasmo con el que acogieron la posibilidad de publicación del presente volumen.



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ArribaAbajoPrólogo

Una de las características de la literatura de la modernidad ha sido sin duda la reflexión sobre su propio papel en el contexto histórico, social y cultural de los dos últimos siglos. Ahora mismo no parece que estemos seguros del todo si vivimos los últimos estertores de lo moderno o si más bien nos encontramos instalados ya definitivamente en una época posmoderna (incluso hay quien dice, y quizás no le falte razón, que esta última también ha pasado ya). Todo ello podría considerarse indicio de unos tiempos confusos, típicos de un período de transición caracterizado por la incertidumbre. Pero tampoco hay que exagerar: toda época es incierta, ambigua y escurridiza si se la mira y analiza desde su propia contemporaneidad.

No obstante, últimamente sí se han revitalizado ciertas discusiones en el campo literario que en algunos casos han   —14→   sido recurrentes en el transcurso de la modernidad, mientras que en otros aspectos vienen dadas por el nuevo contexto histórico. La muerte de la novela, el papel de la literatura dentro de un universo mediático cada vez más densamente poblado y que cada vez produce con mayor velocidad y variedad nuevas formas de ficción, las nuevas percepciones de la realidad a que nos invita la irrupción estruendosa de internet y de las nuevas tecnologías y, más recientemente, las exigencias y desafíos que se generan desde las nuevas coordenadas de la globalización, son algunos ejemplos reseñables de esta encrucijada. No sé si estos parámetros convierten al presente en un momento de especial significación en la evolución del género, pero indudablemente sí constituyen factores que llenan de interesantes contenidos la discusión sobre los diferentes problemas a los que ha de enfrentarse la ficción narrativa en la actualidad.

Los trabajos que se presentan en este volumen testimonian de manera clara lo dicho hasta aquí. La invitación que se les hizo a sus autores para que reflexionaran sobre aspectos muy concretos de la narrativa se convirtió en excusa para abordar, desde diversos puntos de vista, la problemática más general del papel de la ficción en el presente. Así, Jorge Volpi utiliza el análisis de las relaciones entre ciencia y literatura para trazar un panorama general de los hitos fundamentales de la escritura narrativa del siglo XX. En su conclusión, el texto de Volpi rechaza los augurios pesimistas de los que insisten en enterrar el género novelesco y defiende su vigencia en los albores del   —15→   nuevo milenio, sin necesidad expresa de dotarla de nuevas pautas y reivindicando por contra aquellas características que la convirtieron en el género literario por excelencia de la modernidad: su rango epistemológico, su capacidad para invitarnos a la reflexión densa y profunda sobre el mundo y la libertad que la atraviesa de principio a fin. Andrés Ibáñez insiste también en su trabajo en las relaciones entre ciencia y literatura con el fin de realizar una propuesta de lo que debería ser la literatura tras el pasaje de la posmodernidad. En su propuesta final de lo que él mismo llama literatura simbiótica se adivina la reivindicación de una escritura totalizadora, capaz de indagar en una realidad polimórfica y de nutrirse de las más variadas ramas del saber. Con esta literatura Andrés Ibáñez propone el protagonismo de la imaginación, entendida no como mero fantaseo sino como fuerza de la psique humana en cuyo lenguaje es posible encontrar una vía de acceso a un modo de aproximación al mundo más plenario y revelador.

Carlos Cortés, Edmundo Paz Soldán y Rafael Courtoisie, por su parte, emprenden un agudo análisis de las consecuencias y las paradojas que el nuevo mundo globalizado proyecta sobre la ficción narrativa. Cortés, dentro de una época según él más de géneros que de estilos, donde el libro se ha convertido en un objeto de consumo y ya nunca más de culto y en la que la idea de universalidad se encuentra desaparecida a causa de una globalización que, paradójicamente, nos ha vuelto más locales, individualistas y narcisistas, defiende en su artículo, no sin   —16→   ciertas dudas, la necesidad de no renunciar a las ambiciones que impulsaron la narrativa moderna, pues para Cortés en la pequeñez y la trivialidad actuales se esconden también el infinito y el absoluto, lo que obliga al novelista a su rescate. Edmundo Paz Soldán señala en su ensayo la posición actual del narrador latinoamericano respecto a épocas inmediatamente anteriores y define la actual coyuntura como un panorama de hechizo y espanto en el que la sensibilidad del escritor se encuentra zarandeada por los nuevos códigos del cosmos mediático y tecnológico del presente. Sin embargo, para Paz Soldán, ello no debe desembocar en actitudes apocalípticas sino que, en medio de ese espacio de apariencia caótica, la novela debe seguir cumpliendo su función de constituirse en laboratorio textual de experimentación con las nuevas subjetividades que emergen en nuestro tiempo. El desafío del narrador del nuevo siglo está, para Edmundo Paz Soldán, en tratar de acompañar al mundo sin quedarse en el mero eco de su bullicio. Rafael Courtoisie analiza las consecuencias que la cultura de la imagen está proyectando sobre la escritura narrativa. El predominio de lo icónico viene imponiendo nuevas formas de expresión y de recepción que tienen que ver sobre todo con la ruptura de lo secuencial y de lo lineal en la narración. No obstante, ello no supone la necesaria renuncia del escritor al material esencial de su arte; puesto que en las entrañas de la literatura existe siempre, según Courtoisie, un espacio que es imposible traducir en imágenes digitales o electrónicas, de   —17→   ahí que el novelista deba exigirse a sí mismo emprender sus búsquedas a partir de lo que yace en forma indeclinable en la construcción de ficción a partir de palabras.

En los dos últimos textos del volumen, Pablo De Santis y Marcelo Birmajer abordan dos temas de indudable interés dentro de la creación literaria. De Santis expone un lúcido análisis del que quizá sea el tema fundamental de la historia literaria: la búsqueda de un lenguaje capaz de revelar los secretos del mundo. Si los oráculos y los hechizos representan la nostalgia del escritor por ese lenguaje perdido; en la actualidad ese tema se revela en la toma de conciencia por parte del escritor de la pérdida de significados que caracteriza al mundo actual. Pablo De Santis recorre ciertos hitos de la tradición cultural y literaria (la Torre de Babel, los jeroglíficos egipcios, la traducción de la piedra Rosetta por Champollion, la literatura de Shakespeare, Kafka, Beckett, Ionesco y Borges, entre otros) para demostrar de manera incontestable la permanencia del problema. Marcelo Birmajer, en el texto que cierra el libro, emprende una decidida defensa de la figura del héroe en la ficción contemporánea. Renegando de las voces que ensalzan su nulo valor, Birmajer muestra por el contrario su vigencia, y no sólo en la literatura sino asimismo en el cómic, el cine y los dibujos animados, pues dentro de esa categoría caben tanto Don Quijote, Ripley, Philip Marlowe e Ignatius J. Reilly como Asterix y Homero Simpson. La reivindicación del héroe de ficción en Birmajer supone, en la línea de muchas de las ideas expuestas por todos los   —18→   escritores reunidos en este libro, una resistencia a renunciar a rasgos y figuras esenciales del arte de narrar de cualquier época.

En esta línea, el factor que unifica todos los textos incluidos en el presente libro no es otro que el convencimiento de estos autores respecto a la necesidad de salvaguardar la especificidad de la ficción narrativa, sin que ello suponga cerrarse a las nuevas modalidades de narración que en la actualidad emergen desde otros ámbitos. Al fin y al cabo, ésa ha sido siempre la ventaja de este género: su capacidad para apropiarse y reelaborar códigos y registros en principio ajenos a ella. Gracias a ello fue, es y podrá seguir siendo siempre profundamente tradicional y absolutamente contemporánea a un tiempo.

Nada resta por decir, la valoración sobre el alcance y la profundidad de las reflexiones que se presentan a continuación queda para el lector; este libro sólo pretende ofrecerle una ventana a la que asomarse para apreciar y calibrar las ideas desde las que algunos autores de especial significación en el panorama actual y futuro de la narrativa en español abordan su propia labor creadora. Ahora mismo, son nombres como Volpi, Ibáñez, Cortés, Paz Soldán, Courtoisie, De Santis y Birmajer, entre una extensísima lista, los que mejor pueden trazar los rumbos por los que discurrirá la narrativa en español de los próximos años. Démosles la palabra.

Eduardo Becerra





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ArribaAbajoCiencia y literatura. El principio de la novela

Jorge Volpi1


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Se supone que en esta mesa redonda yo debería hablar sobre las relaciones entre ciencia y literatura. Como además soy autor de una novela entre cuyos temas centrales se encuentra un momento preciso de la historia de la física, esta decisión podría parecer incluso natural. No obstante, prefiero realizar un balance más amplio del arte de la novela y de su función a principios del tercer milenio, aunque no por ello deje de considerar a la ciencia y a la literatura -y, en todo caso, a eso que aquí se llama «discurso narrativo»- como una especie de telón de fondo de estas reflexiones.




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Si realizáramos un somero balance, al menos en los dos temas que nos ocupan, habría que convenir en que, después de intensas y largas polémicas, obstáculos entre los que se cuentan dos guerras mundiales y algunas devastadoras experiencias totalitarias, un sinfín de desacuerdos y un no menos tiránico mercado mundial, el siglo XX ha   —22→   quedado señalado, al menos en los terrenos que nos ocupan, como uno de los períodos de más fecundo desarrollo científico y literario de la historia. A la primera mitad del siglo recién concluido le debemos la teoría de la relatividad y la física cuántica, por nombrar sólo dos de sus aventuras culminantes, y, por el lado de la narrativa -o de lo que prefiero llamar, con Kundera, el arte de la novela-, las obras de Proust, Kafka, Joyce y Mann...

Mientras el conocimiento científico alcanzaba sus mayores logros -la humanidad nunca conoció tanto sobre sí misma y sobre el universo que la rodea-, y al tiempo en que descubría sus límites con las paradojas dentro de la teoría cuántica o la incompletitud de las matemáticas anunciada por Gödel, por citar sólo dos ejemplos, los novelistas acometían una tarea paralela, explorando hasta sus mínimos detalles las relaciones entre la sociedad y el individuo (Proust), la absurda y terrible relación que se establece entre el individuo y el poder (Kafka), los laberintos y paradojas del lenguaje y los meandros del inconsciente (Joyce) y, por fin, las tensas e imposibles relaciones entre el individuo y la historia (Mann). Al menos hasta mediados del siglo XX, y a pesar de todas las dificultades que he resumido antes, ciencia y literatura siguieron rutas paralelas, tan renovadoras y críticas en una como en otra disciplina.




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Proust, Joyce y Kafka fueron los verdaderos responsables de la mayor revolución de la novela moderna con su   —23→   profundo cuestionamiento de los modelos narrativos precedentes. Sin que acaso él mismo hubiera podido imaginarlo, la invención lingüística de Joyce, además de a las infinitas versiones más o menos experimentales de discurso narrativo que van de Beckett al nouveau roman, también dio lugar a esas otras variedades de la literatura que son el estructuralismo y la deconstrucción, mientras que su exploración del monólogo interior, paralela a las investigaciones de Freud, sirvió de aliciente a casos tan paradójicos como Faulkner o el psicoanálisis lacaniano. Kafka, por su parte, fue el primero en articular una rica tradición que, mezclando las convenciones del relato fantástico con aquellas provenientes del discurso realista, trastocó por completo el modelo de realidad empleado hasta el momento.

Por si ello no bastara, gracias a Joyce y Kafka la idea de que el lenguaje refleja la realidad del mundo quedó finalmente desmentida, lo mismo que la mera posibilidad de describir adecuadamente la realidad que nos circunda. La glosolalia del Finnegan's Wake llevó a sus últimas consecuencias la riqueza y pluralidad del lenguaje hasta volverlo, por ello mismo, prácticamente incomunicable. Al mismo tiempo, las desventuras de los personajes de Kafka, a fuerza de adelantarse a una realidad imposible, contribuyeron a concebir verdaderos mundos paralelos que poco después serían copiados por las dictaduras que habrían de llenar la historia del siglo.

Thomas Mann por su parte, al aglutinar todos los conocimientos y recursos de su época, y al empeñarse en   —24→   reflejar la historia de su tiempo, se convirtió en el novelista emblemático de la primera mitad del siglo XX. Al condensar toda la tradición previa del arte de la novela en obras como La montaña mágica o Doctor Faustus, Thomas Mann no buscó experimentar, ni siquiera cuestionar su tradición, pero sí alterar la naturaleza del género hasta llevarlo a los límites del ensayo. En una época dominada por el conocimiento científico, tecnológico y cultural, Mann se esforzó en impedir que la novela se escapara de las grandes corrientes de pensamiento de nuestra época, manteniéndola en el centro mismo de las discusiones intelectuales de su momento.

Si el corto siglo XX, como lo llamó Howsbaum, se inició y terminó en Sarajevo, devolviéndonos a un mapa y a una situación geopolítica que hacen pensar que los ochenta años que median entre una fecha y otra no fueron más que un prolongado y trágico error, con la novela ha acontecido algo semejante. En materia novelística, el siglo XX va de Proust a Mann. Es decir, del enfrentamiento del individuo con la sociedad al enfrentamiento de la sociedad con el individuo.




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Algunas de las mayores consecuencias de los descubrimientos científicos de principios del siglo XX tienen que ver con el fin de las verdades absolutas. Como demostraron la física cuántica y las matemáticas modernas, la ciencia dejó de representar el ideal de un conocimiento   —25→   absoluto para pasar a convertirse, simplemente, en la mejor aproximación a la realidad de que disponemos. La ausencia de una verdad absoluta -de un punto de vista unívoco- no significó, sin embargo, la imposibilidad de acercarse a ella.

De modo paralelo, a partir de mediados del siglo XX, en esa etapa de la literatura que Harold Bloom ha dado en llamar «irónica», las novelas ya nunca han podido considerarse como espejos de la realidad, como sistemas unívocos que hacen referencias a mundos reales, como maquinarias narrativas provistas de un solo centro y un solo punto de vista. Al centralismo decimonónico le ha seguido, necesariamente, la pulverización del estilo, de los puntos de vista y de la estructura. Sin embargo, luego de una fase de experimentación sin límites que, tras pasar por experiencias tan ricas como el Oulipo, el minimalismo o el nouveau roman, la novela ha terminado por regresar a un modelo que, si bien no deja de poner en duda la realidad -y, gracias a autores como Borges o Calvino, a jugar con las propias reglas internas del relato-, al menos formalmente ha terminado por regresar al discurso narrativo precedente.

Olvidándose de su naturaleza siempre perturbadora y crítica, a partir de la segunda mitad del siglo XX el arte de la novela ha encontrado su peor enemigo en ella misma: en la indiscriminada proliferación de novelas que no buscan otra cosa que prolongar los modelos anteriores, conformándose con servir como un mero vehículo de entretenimiento similar al cine o la televisión.



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¿Qué se puede hacer después de Proust, Kafka, Joyce y Mann? La pregunta fue mejor formulada por Adorno, cuando se cuestionaba qué podía decirse después de Auschwitz. Por desgracia, la respuesta que ha dado la segunda mitad del siglo XX ha sido tan variada como banal. Como si se quisiera probar que después de Auschwitz queda mucho por decir, llevamos cincuenta años de una explosión de obras y autores, de corrientes y registros que se han multiplicado con la misma rapidez con la que han aumentado los consumidores. Entre éstas destacan, claro está, numerosas propuestas arriesgadas, numerosos desafíos honestos y valientes, numerosas tentativas de devolverle a la novela su valor. Porque, en contra de lo que suponía Adorno, lo que se perdió tras Auschwitz no fue la literatura, sino la importancia y la capacidad revulsiva que la literatura siempre ha tenido como uno de sus motores esenciales.




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Una y otra vez, a lo largo de su dilatada historia, se ha hablado del inminente fin del género novelístico. Los agoreros de la catástrofe narrativa han ofrecido diversas causas para sustentar su escatología: unas veces han esgrimido argumentos políticos o sociales, otras motivos estéticos y, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo, razones tecnológicas. Las primeras, directamente involucradas con las tensiones de la primera mitad del siglo XX, han sido   —27→   suficientemente desmentidas como para considerarlas de nuevo. Por más que haya evolucionado la sociedad y el arte, la novela se ha mantenido, en contra de las opiniones de sus críticos, como un elemento vivo de la cultura humana; y su decadencia, precedida por cuestiones ideológicas, no ha sido más que una de tantas ilusiones frustradas del idealismo decimonónico. Independientemente de si se considera a la narrativa como un medio de expresión realista o como el espacio para la imaginación fantástica, no cabe duda de que millones de lectores avalan suficientemente su permanencia y sus posibilidades venideras.




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Por su relativa novedad, quizás valga la pena considerar con más detenimiento las críticas de quienes consideran que la evolución de los medios electrónicos y audiovisuales es el mayor peligro que enfrenta la novela en nuestros días. Quienes piensan así caen en un error de principio que es necesario desmentir desde ahora. Sólo puede creerse que ésta desaparecerá debido al desarrollo de los medios audiovisuales si se asume de antemano que la novela no es un fin en sí mismo, sino apenas una escala en la evolución de la ficción narrativa. En este esquema, no habría más remedio que convenir en que la única función de la novela es la de satisfacer la necesidad de narrar historias y aceptar con resignación que, al menos en este papel, el cine y la televisión y las nuevas tecnologías son capaces de cumplir esta tarea con tan altas o incluso mejores credenciales que los   —28→   libros. En efecto, si lo único que uno quiere es ver y escuchar -es decir: revivir- una historia ajena, la novela no tiene mucho más que ofrecer. Es cierto que, a diferencia de lo que sucede con el espectador de una película, permite al lector una mayor libertad para imaginar y recrear situaciones y personajes, pero esta sola defensa no parece suficiente para asegurarle una larga vida. El argumento está equivocado de principio: la novela no es un paso intermedio que puede ser superado gracias a la tecnología y, por lo tanto, tampoco resiente su competencia; por el contrario, la novela posee el mayor grado de perfeccionamiento posible dentro de su propio ámbito. Es una de las mejores y más cuidadosas invenciones humanas.




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La pregunta crucial es, entonces: ¿cuál es la característica esencial de la novela que la distingue de cualquier otro medio? ¿Qué la hace tan particular y asegura, por tanto, su supervivencia? Para responder a estas interrogantes, quizás haya que deslindar algunas de las funciones que cumple la novela. Nadie pone en duda que su origen épico subyace en la necesidad de contar historias que, gracias a la imaginación de sus autores, entraban en el terreno de la ficción. Gracias a ellas, los seres humanos fueron capaces de conocer directamente el pensamiento de otros seres humanos, de vivir existencias ajenas, de interpretar la realidad con distintas perspectivas. Además, la novela se volvió una fuente de entretenimiento: una forma de llenar las   —29→   horas y de escapar, por unos instantes, de la monotonía o el horror del mundo. Y Cervantes, por su parte, le incorporó un elemento indispensable: no sólo el humor, ya presente en las narraciones anteriores, sino la capacidad de criticar y cuestionar no sólo el sentido de la realidad, sino el de la propia literatura. De este modo, la novela cumple con tres cometidos básicos: intercambiar historias, divertir y provocar la reflexión.




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Los críticos de la novela se han dado cuenta de que cada una de estas funciones básicas, sin embargo, puede ser realizada de otras formas. La posibilidad de conocer y revivir historias ajenas es llevada a la práctica con idénticos resultados por medio del cine y la televisión; el entretenimiento lo logran estos medios en igual medida, lo mismo que los deportes, los juegos y, desde luego, internet; por último, la capacidad de analizar y conocer a fondo diversos temas se produce naturalmente en el campo de la investigación científica, de la academia y del periodismo. De hecho, resulta que el cine es mucho mejor que la novela para resucitar historias; los videojuegos y la televisión divierten mucho más que la narración más amena, y la ciencia, la filosofía o la psicología resultan siempre mucho más profundas que la más sesuda de las novelas de ideas a la hora de describir y analizar un momento histórico, el destino de la humanidad o el carácter de una persona. Si es así, ¿para qué sirve la novela actualmente?



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Lo cierto es que la novela no necesita defensa alguna. Pese a la furia de sus detractores, está ahí, presente, y en realidad nadie en su sano juicio puede afirmar que está en vías de extinción. Por ello, lo único que vale la pena es resaltar sus virtudes, las claves que han mantenido vigente el arte de la novela como una de las creaciones esenciales del último milenio. Y éstas radican, justamente, en la libertad de acción que permite y que la hace única y, por tanto, irremplazable. Al igual que el cine, la televisión y los demás medios electrónicos, la novela tiene la capacidad de contar historias, de modelar personajes, de divertir y de entretener. Así ha sido desde siempre y así continuará siendo. No hay nada de malo en ello. Sólo que, si sólo nos atuviésemos a esta condición, no cabe duda de que la novela pronto terminaría por ser desplazada por los otros medios o, peor aún, se banalizaría tanto como ellos. De hecho, esto es lo que ocurre con los llamados best-sellers, cuya única intención es la de competir, en este nivel, con sus parientes tecnológicos. Pero resulta que la novela, además, posee una característica propia que le permite algo que ni las películas ni los programas multimedia pueden tener: un espacio natural para la reflexión, para la crítica, para la investigación.

De Cervantes a Joyce y de Rabelais a Mann, la novela también es -como la ciencia- un vehículo de conocimiento. Una forma de explorar el mundo y, en especial, a nosotros mismos. Debido a que utiliza historias y las convierte   —31→   en ficción y a que puede atrapar al lector desde el inicio y llevarlo por el largo viaje de sus páginas, la novela tiene el poder, asimismo, de cuestionar la realidad, de variarla y transformarla. Los medios electrónicos, debido a su mayor interés por las imágenes, nunca serán capaces de proponer una reflexión suficientemente densa sobre los problemas que trata; la ciencia y la filosofía, por su parte, están demasiado constreñidas a su rigor técnico como para permitirse imaginar o jugar con sus posibles conclusiones. La novela, como género, es la única que puede combinar adecuadamente estos principios y llevarlos a sus últimas consecuencias. Nada la supera en este sentido. Y por ello, siempre y cuando se mantenga fiel a su naturaleza múltiple, nada permite adivinar su fin.





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ArribaAbajoPaisaje para después de la posmodernidad

Andrés Ibáñez2


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Si queremos pintar un paisaje para después de la posmodernidad, la palabra clave debe ser ecología. También simbiosis.

La ecología es el estudio de los ecosistemas, pero una verdadera ecología debería integrar también las ciudades, las máquinas, la cultura, el pensamiento y las creaciones de la imaginación, porque todo es parte del ecosistema. Todo es real. Todo está vivo. Todo interactúa.

A lo largo del siglo XX se produjo un fenómeno curioso: la ciencia, por un lado, y las ciencias humanas, por otro, llegaron a la conclusión de que el pensamiento lineal y mecanicista que heredamos del siglo XVII y XVIII resultaba insatisfactorio, y que la realidad había que explicarla en términos de procesos y sistemas. Lo fascinante es que la biología y la lingüística han llegado a las mismas conclusiones sin saber la una lo que hacía la otra.

A principios de siglo, la publicación del Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure en 1916 creó una nueva forma de ver los fenómenos humanos que se   —36→   llamó estructuralismo. Saussure estudia el lenguaje como un sistema, un sistema de signos, cuyos elementos adquieren su valor no de sus propiedades intrínsecas, sino de sus relaciones con otros elementos. Ese año, 1916, señala, por tanto, el final del pensamiento lineal y mecanicista. En los años treinta, los lingüistas de la escuela de Praga aplicaron el estructuralismo de Saussure y su distinción entre «lengua» y «habla» al sistema de los sonidos de una lengua, y se creó la distinción entre fonología (el estudio del sistema) y fonética (la realidad física de los sonidos de una lengua). Las relaciones entre los elementos del sistema fonológico son, como lo serían luego los de los sistemas cibernéticos, binarias: un elemento se define por sus respuestas sí/no a una serie de parámetros. Más tarde, el estructuralismo se extendería con desigual fortuna a la antropología, al estudio de la cultura, al análisis literario, a la psicología, etcétera.

Estudiar los fenómenos humanos como estructuras o sistemas ha tenido un curioso efecto deshumanizador. Porque los elementos de un sistema no son otra cosa que haces de relaciones. El sistema no es una suma de elementos, sino una suma de relaciones entre elementos. Los elementos de un sistema no son, en realidad, nada. El estructuralismo y sus sucesivas encarnaciones, postestructuralismo, deconstrucción, etcétera, describieron así un mundo sin presencia, un mundo que no era más que una serie de redes y sistemas que interactúan entre sí. Este es el mundo posmoderno. Un mundo sin presencia, sin yo, sin   —37→   sujeto. Un mundo compuesto por sistemas que no son en última instancia otra cosa que construcciones: construcciones sociales, construcciones arbitrarias.

El estudio de sistemas se llamó en lingüística «estructuralismo». En la ciencia se llama, más adecuadamente, «teoría de sistemas», y podemos remontar su origen a los tres tomos de la Tektología de Alexander Bogdanov, aparecidos entre 1912 y 1917, las mismas fechas que la publicación del Curso de lingüística general de Saussure. La «tektología» trata de la organización de «complejos», lo que más tarde serían llamados «sistemas», que Bogdanov estudia y agrupa según sean más o menos caóticos u ordenados. La Teoría general de sistemas, del biólogo Bertalanffy, se publicó en otra fecha mítica para el estructuralismo: 1968. Bertalanffy comenzó sus investigaciones en los años veinte, y fue un precursor de la cibernética, cuyo desarrollo comienza en los años cuarenta con las famosas conferencias Macy de Nueva York. De la cibernética provienen los conceptos de «retroalimentación» y «bucle de retroalimentación», que hacen referencia a sistemas que se regulan a sí mismos.

Otros conceptos importantes aportados por la teoría científica de sistemas son: el de «red» y «patrón», el de «autoorganización» de Walter Pitts y Warren McCulloch; las «estructuras disipativas» de Ilya Prigogine, que postula que los sistemas se ordenan cuando están al borde del caos, y el concepto de «autopoiesis» de Humberto Maturana y Francisco Varela, cuya diferenciación entre «organización»   —38→   (redes de relaciones abstractas entre elementos) y «estructura» (la materialización concreta de esas relaciones) es idéntica a la que hace el estructuralismo entre «lengua» y «habla» o entre «fonología» y «fonética». «Autopoiesis» es la capacidad que tienen los sistemas vivos de crearse a sí mismos o de crear réplicas de sí mismos.

Todas estas ideas preparan la aparición de la hipótesis Gaia de James Lovelock y Lynn Margulis, que postula que la biosfera es un organismo autorregulador y autopoiésico o, dicho de otra forma, más inexacta aunque mucho más espectacular, que la Tierra es un ser vivo.

En realidad, las ciencias puras y las humanidades estuvieron durante todo el siglo XX estudiando las mismas cosas sin saberlo y sin comunicarse entre sí. Las dos elaboraron su propia visión sistémica del mundo. Así, no es una casualidad que a la hora de analizar las creaciones de la cultura posmoderna, los términos y conceptos elaborados por la ciencia nos resulten a veces tan útiles, o incluso más, que los de las ciencias humanas.

Por poner un ejemplo, creo que los conceptos de «red» y «patrón», que provienen de la ciencia, son los que mejor explican la novelística del escritor posmoderno por antonomasia, Thomas Pynchon. Porque en las novelas de Pynchon los verdaderos personajes, las verdaderas unidades narrativas, los verdaderos constituyentes del texto, tanto sincrónica como diacrónicamente, no son ni los actantes, ni sus acciones, ni tampoco ningún tipo de «motivación» psicológica, sino las «redes» y los «patrones»   —39→   que recorren el texto en todas direcciones, de una forma no lineal, no psicológica y definitivamente autorreferencial.

Por poner otro ejemplo, ¿cómo no poner en relación la famosa «autorreferencialidad» de la literatura posmoderna, su carácter «metaliterario», con las nociones de «autorreferencialidad», «retroalimentación» o «autopoiesis» venidas de la ciencia? Libros como El gabinete del coleccionista o La desaparición, de Georges Perec, o Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino, el ejemplo supremo del libro que «se hace consciente de sí mismo», no son otra cosa que sistemas autorreferenciales y autopoiéticos en los que operan numerosos y complejos bucles de retroalimentación.

Sin embargo, existe una diferencia radical entre el tipo de pensamiento sistémico desarrollado por la ciencia y el desarrollado por las humanidades. El pensamiento sistémico de la ciencia ha llegado hasta un nivel global y ecológico, mientras que el pensamiento sistémico de las ciencias humanas se ha quedado atrapado en un mar de falsa erudición, fárrago incomprensible y nihilismo ingenioso. El discurso literario se ha convertido en post-literario y post-humanista y ha elaborado una poética de la muerte y de la ausencia. La ciencia, más ingenua, más literal, se ha tropezado con el ser vivo más grande y abarcador que existe: la biosfera, Gaia, nuestro planeta. El discurso post-humanista describe la ausencia del sujeto, los infinitos condicionamientos que intervienen en cada uno de nuestros actos. La   —40→   ciencia, más ingenua, se adentra con valentía en el estudio de la conciencia.

Pensemos, entonces, en la posibilidad de una literatura que se mueva también en esas dos direcciones: en la dirección del mundo externo, la ecología, el pensamiento holístico, la simbiosis, y también en la dirección del mundo interior: el estudio y la cartografía de la conciencia.

Al principio decía que la palabra clave era «ecología» y también «simbiosis». En realidad, las dos significan lo mismo, pero yo prefiero usar la palabra simbiosis porque tiene menos connotaciones. Simbiosis de sistemas vivos y de máquinas; simbiosis de descripciones de la realidad; simbiosis de naturaleza y de técnica; de objetividad e imaginación.

¿Es posible esta literatura simbiótica? ¿Es posible una literatura integrada en una simbiosis de máquinas, flores, ciudades, templos? ¿Es posible conciliar las palabras del poema con las del manual científico, la del pájaro y la del ángel?

Es posible, pero sólo a través de la imaginación.

Y aquí comienza la verdadera tarea: comprender qué es la imaginación, cómo funciona, para qué sirve. He aquí algunos apuntes.

La literatura es un arte de la imaginación y no de las palabras. La imaginación es una potencia de nuestra psique distinta del intelecto y también un lenguaje distinto del lenguaje articulado. Es un lenguaje específico, tan específico como el de las palabras o como el de la ciencia.   —41→   La literatura utiliza las palabras como soporte, pero su verdadero idioma es la imaginación. (En realidad, ningún lenguaje puede manifestarse en estado puro: todos los lenguajes aparecen como combinaciones de lenguajes: hasta el de la música, que parece el más «puro».)

El lenguaje de la imaginación se parece al de la ciencia en su capacidad sintética. El lenguaje verbal procede por distinciones y conceptos. El de la ciencia, lenguaje sintético, trabaja con cantidades. El de la imaginación, también lenguaje sintético, utiliza semejanzas e imágenes. La teoría de Darwin no es más verdadera que la historia de Adán y Eva. Ni más verdadera, ni menos: pertenece a otro lenguaje. La teoría de Darwin, si es que es cierta, explica unos hechos que tienen que ver con la evolución biológica, mientras que la historia de Adán y Eva es una explicación mítica del origen de la conciencia y del funcionamiento del cerebro y un mapa energético del ser humano. Los propios científicos tienen que recurrir al lenguaje de la imaginación cuando quieren explicarse: ¿qué es la noción de «agujero negro» más que una imagen de la imaginación, la creación de un nuevo mito que ayuda a explicar, de forma sintética, lo que de otra manera no sería más que un inextricable amasijo de fórmulas y ecuaciones?

Sabemos mucho de la ciencia y sabemos mucho del lenguaje, de la lógica, de la filosofía, porque sabemos mucho del lado izquierdo del cerebro. Del lenguaje de la imaginación sabemos poco. El carácter sospechoso que en nuestra civilización tienen la magia o la espiritualidad han   —42→   dejado reducida a la imaginación a una especie de función decorativa. Vivimos en una imaginación degradada y de segunda clase.

Creo que nuestra tarea consiste en integrar las diversas facetas de lo humano en una visión polimórfica de la realidad, parecida a la de los ojos multifacéticos de las libélulas. Los animales depredadores tienen los ojos situados enfrente para ver la presa. Las vacas, los antílopes, los peces y los otros animales que son comidos, tienen los ojos a los lados, para ver de dónde puede venir el cazador. Los cazadores ven sólo lo que tienen delante, y los cazados ven todo menos lo que tienen delante. Ha llegado el momento de que dejemos de mirar el mundo como depredadores, de que dejemos de observar con apasionada intensidad un solo punto preguntándonos si podemos o no comérnoslo. Algunos pensarán que esta propuesta es muy estúpida. En efecto, sería verdaderamente estúpido ser un leopardo y desear convertirse en una vaca. Lo que yo propongo es que nos convirtamos en libélulas, cuyos ojos múltiples les permiten ver al mismo tiempo distintas versiones de la realidad.

Propongo, para terminar, una breve lista de obras de arte simbiótico. En casi todas ellas aparecen combinados los cuatro elementos, el natural, cultural, psicológico y mecánico o, por decirlo de otra forma, la naturaleza, la cultura, la mente y las máquinas; o, por decirlo de otra forma, la realidad física, las creaciones culturales, la realidad interior y las creaciones mecánicas: la flor, el libro, el ángel y el ordenador.

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Un importante precedente cinematográfico: 2001 de Kubrick-Clarke, donde la evolución de las especies se relaciona con la presencia en nuestro planeta de máquinas extraterrestres, y donde el tema de la máquina autoconsciente (el ordenador Hal 2000, que se vuelve loco) se combina con el del viaje por el interior de la conciencia, y las máquinas, la ciencia, y la exploración interior postulan un casi inconcebible estado superior de la evolución.

Teatro: The day before, de Robert Wilson, por ejemplo en la última escena, donde la máquina humana (máquina de los recuerdos, cine) se combina con la naturaleza (imágenes del mar), el ángel, que es quizá un ángel andrógino (además del texto sobre la reunión de opuestos, Shiva y Shakti), el arte (el viejo actor de Chéjov, los zapatos de Magritte), la historia (la bomba atómica), etcétera.

Manga: Ghost in the Shell, donde el sistema de información se hace autoconsciente y el cyborg, el ser que es en parte humano y en parte máquina, descubre al ángel en el interior de su conciencia a través de un éxtasis de conciencia ampliada.

Artes visuales: el «Jardín de televisiones», por citar sólo una obra de Nam June Paik, artista y compositor coreano, donde la naturaleza y la máquina se unen en un jardín que es ya lo que Lezama llamaba «sobrenaturaleza», lo que Lyotard llama la «segunda corteza».

Literatura «infantil»: la trilogía Materia oscura, de Philip Pullman, donde se combinan los animales inteligentes (el país de los osos polares), con el clan de las brujas del   —44→   norte, la máquina inteligente (la «brújula dorada»), los ángeles, la física cuántica, la antropología, la teoría de los universos paralelos, el gnosticismo, etcétera.

Literatura: Mason & Dixon, de Thomas Pynchon, donde la máquina se hace humana (el pato robot, el perro automático, los relojes que hablan, una máquina que es un país en el proceso de hacerse autoconsciente), y donde la ciencia de los topógrafos se une con la magia de los indios americanos y las voces de los habitantes del interior de la tierra (la voz de Gaia).

Ciencia-ficción: Vurt, donde Jeff Noon crea un mundo compuesto a partes iguales por la opresiva tecnología propia del ciberpunk, los sueños (el universo onírico de Vurt, que crea una realidad paralela), y donde hay seres humanos que son mitad animales (los perros hombres), mitad espíritus (las sombras), mitad muertos (los zombies), mitad máquinas (los robots), además de seres humanos «puros», los más raros.

A esta lista apresurada y provisional me gustaría añadir también El mundo en la Era de Varick, de Andrés Ibáñez, una novela muy mal comprendida y donde se combinan la reflexión sobre el lenguaje (las «indeterminaciones»), la teoría de los universos alternativos (el «planeta análogo»), la búsqueda espiritual (la historia del monasterio perdido), la ecología (el propio Varick como metáfora de la voz de Gaia), la era de la comunicación (el Centro Internacional de Transmisiones que canaliza los mensajes de Varick), la imaginación como «realidad segunda», etcétera.



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ArribaAbajoNarrativa y globalización: el fin de la literatura universal y el hilo de Ariadna

Carlos Cortés3


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Después de los primeros signos de cansancio del boom -¿podremos perdonarlo algún día?-, a mediados de los años setenta comenzaron a sucederse una serie de posboomes, al punto de que ahora es posible enumerar, quizá, unos tres, hasta llegar a lo que no fue el boomerán. Muy pocos de ellos, evidentemente, pasaron de la etiqueta, con excepción de lo que yo considero que fue el verdadero posboom o, más bien, lo que vino después del boom: la incorporación del kitsch, la cultura de masas, el humor, la ironía y el melodrama, en vez del barroco, a la tragicomedia latinoamericana, que fue representada por Puig, Bryce Echenique y Sergio Ramírez, y cuyo principal paralelo o antecedente simultáneo fue Cabrera Infante. Hoy entendemos que un fenómeno como el boom tiene, tuvo predecesores, por supuesto, pero no puede tener continuadores.

Desde entonces mucha tinta ha corrido bajo el puente de la modernidad. Con el boom muere la literatura universal y nace la literatura global. Como he dicho en otro sitio, el boom fue la última gran manifestación literaria   —48→   moderna que tuvo una recepción totalizadora: mercado masivo, impacto mediático y legitimidad académica. De paso, creó un megarrelato: esa ficción que llamamos Latinoamérica. Es decir, un discurso generado por otro discurso y en relación con otros nudos textuales: revolución universal -proletarios del mundo, etcétera- y particular -la cubana-, descolonización, Tercer Mundo, dependencia, imperialismo, subdesarrollo y todos sus contrarios, porque la realidad es binaria y antes era dialéctica.

Si Bloom -no confundir con su gemelo, Harold boom- hubiera escrito su famoso canon hace unas décadas, estoy casi seguro que no lo hubiera llamado occidental sino universal. Pero hoy queda muy poco de lo que Goethe llamó la weltliteratur en 1827, la literatura universal, como una especie de quintaesencia de la Ilustración que mezclaría la búsqueda de la verdad con una idea absoluta del mundo y del universo -el alma del mundo, la llamará el romanticismo; el mapa del universo, la llamará Borges; la enciclopedia universal, Calvino y Eco-, el todo que es nada.

Si Occidente pasó de la alegoría a la novela popular, la literatura moderna nació cuando el mundo dejó de ser una metáfora. La novela como género se objetivó en la encrucijada de la revolución industrial, la democracia burguesa y la sociedad urbana. Como herencia de su pasado medieval, consagró la búsqueda del absoluto al mismo tiempo que descubrió que la realidad era una ficción.

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Este absoluto se encarnó en la vanguardia radical. En el fondo, Proust, Joyce, Kafka y Musil, al ficcionalizar la memoria, el día como unidad de vida, la burocracia racional como absurdo y el intelecto como dimensión espiritual, no hacen sino intentar apresar el tiempo mítico y escapar al hastío impuesto por la secularización moderna. La modernidad literaria intentó salirse de la modernidad, hasta la globalización.

La búsqueda de la novela infinita en Occidente se clausura y se abandona con el boom (también lo ensayaron Cortázar, Calvino y Pérec), aunque podamos encontrar su agónico reflejo en la brillante proyección literaria que hace Jorge Volpi en En busca de Klingsor (1999) de la paradoja de Gödel: «En una galería de cuadros un hombre mira el paisaje de una ciudad, y este paisaje se abre para incluir también la galería que lo contiene y el hombre que lo está mirando» -dicho en palabras de Calvino-, y así sucesivamente. Es decir, la novela total, la historia que se cuenta a sí misma porque incluye al lector.

Con su lucidez escalofriante, que lo convirtió en el mejor prosista de la lengua alemana, Nietzsche lo dejó dicho en 1888: «El mundo, por el contrario, se ha vuelto para nosotros por segunda vez infinito: tanto que no podemos refutar la posibilidad de que contenga interpretaciones hasta el infinito. Una vez más el gran estremecimiento nos sobrecoge, pero, ¿quién tendrá afán de divinizar de nuevo, inmediatamente, a la antigua, este monstruo de mundo desconocido? ¿De adorar quizá   —50→   desde entonces esta incógnita objetiva?». La muerte de Dios no es otra cosa que la muerte del sentido del absoluto y la irrupción de la incertidumbre: «¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! ¡Y somos nosotros quienes lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaremos nosotros, los asesinos de los asesinos? Lo que el mundo ha poseído hasta ahora de más sagrado y más poderoso se ha perdido bajo nuestro cuchillo... ¿La grandeza de este acto no es demasiado grande para nosotros? ¿No estamos obligados a volvernos nosotros mismos dioses para por lo menos parecer dignos de los dioses?».

Este intento imposible lo ficcionalizó la literatura moderna -el narcisismo, la enfermedad del yo, la invención de la originalidad y de la función autor en contraposición con la tradición- durante todo el siglo XX: fundir el arte y la vida, ser dueños del tiempo y del espacio, de la memoria y del sueño. En una sociedad regida por la tradición no existe el plagio ni el copyright y don Camilo José Cela no tendría tantos problemas para ser original sin volver a ver atrás o adelante. Otra perversión de la dizque democracia literaria es el malentendido de creer que todos deben ser publicados, que el éxito está prometido y asegurado para todos los llamados.

En La voluntad de poderío Nietzsche parece que habla de la actualidad cuando habla de la ebriedad de la libertad: «Somos más libres que nunca y podemos lanzar la mirada en todas direcciones; no percibimos límite por ninguna parte. Tenemos esta ventaja de sentir alrededor de nosotros   —51→   un espacio inmenso, pero también un vacío inmenso. Y el ingenio de todos los hombres superiores de este siglo consiste en triunfar de este terrible sentimiento de vacío. Lo contrario de este sentimiento es la embriaguez en la cual el mundo entero nos parece haberse concentrado en nosotros, y donde sufrimos de una plenitud excesiva». Es decir, el yo de nuevo.

De ahí proviene la larga querella de la vanguardia con el modernismo integrado al capitalismo. Pero la literatura contemporánea, después de intentarlo todo y el todo, pasó del Café Voltaire al fast-food. Si con la modernidad «la literatura es todo lo que se lea como tal» -en palabras de G. Caín-, con la globalización «la literatura es todo lo que se venda como tal». El Make it new del modernismo -según Pound- se transformó en la novedad del mes. La globalización no es la negación sino la modernidad devorada por sí misma.

¿Queda algo del proyecto de literatura universal tal y como lo entendió Occidente en el siglo XIX? Yo creo que no. Queda la economía del terror expresada en las recientes palabras de un práctico de la globalización, George W. Bush: «Cuando pasemos a la acción no vamos a disparar un misil de dos millones de dólares sobre una tienda vacía de diez dólares para darle en el culo a un maldito camello». Moraleja: hay que dar en el blanco. Quedan las anécdotas: el entierro de Lady D. fue televisado a la mitad del planeta y un año después volvió a la íntima comodidad de la sala familiar inglesa. Sergio Ramírez cuenta que un nicaragüense   —52→   perdió su empleo por seguir los funerales durante una semana con tal de identificarse con su esposa muerta, de nombre Diana, de profesión adúltera y de destino bastante menos inmortal. Los afganos, después de treinta años en guerra, incluyen en sus tapices tradicionales helicópteros soviéticos, tanques de combate, granadas y ametralladoras AK-47 al lado de los símbolos geométricos, zoomorfos y florales del Islam. Moraleja: las identidades globales se construyen tomando más o menos lo que uno pueda. Quedan los vasos comunicantes: Salman Rushdie y Arundhati Roy confiesan que basaron su literatura en Cien años de soledad; Naguib Mahfuz ha sido adaptado al cine mexicano en mexicano; Vikram Seth describe a un tibetano diciendo que le recuerda a un peruano. Moraleja: la globalización no tiene moralejas ni moralinas, tiene moralidades, identidades, especificidades difíciles de aprehender, pero en una oferta dominada por la demanda la imaginación individual prevalece de vez en cuando sobre el sistema global.

La oferta es local y la red es global: a la literatura globalizada se le superpone aún la literatura internacional heredada del primer sistema de circulación creado tras la Segunda Guerra Mundial, con la emergencia de la sociedad de clases medias, la segmentación de los mercados, la personalización de las necesidades, y que dio paso al libro de bolsillo, al best-seller, al libro como objeto de consumo, no de culto -como en la sociedad tradicional-, y al marketing.

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Lo que caracteriza a la modernidad globalizada es la imposibilidad de inscribir la actualidad dentro de la tradición. Todo es posible, pero, o no hay antecesores o no se sabe de qué lo son, qué es lo que anteceden, qué es lo que viene después, cuál es ese pasado mañana que se está deslizando dentro del presente. Esta urgencia de perseguir ansiosamente una nueva modernidad -el presente que se escapa del presente, la modernidad que hay que reconstruir al día siguiente; en definitiva, el mito del progreso permanente-, un nuevo paradigma más o menos estable, es una herencia de la vanguardia, pero desposeída de su carga explosiva contracultural y de su visión utópica.

Borges hizo un descubrimiento literalmente fantástico: descubrió la literatura como biblioteca de Babel, descubrió que la literatura contemporánea es parte de la literatura clásica, que es como decir que Dios está en todas partes sin estar en ninguna: «porque todo él está en todo el mundo y en cada una de sus partes infinita y totalmente», en palabras de Calvino. Borges bordeó el vacío con el juego, es decir, lo saltó, haciendo no sólo como si su escritura fuera escrita por otro sino como si ya hubiera sido escrita anteriormente, no por el autor, sino por la tradición -no por el yo autor-. La literatura, entonces, se convierte en una serie de fantasías finitas que incluyen fantasías infinitas -el mundo a la vez como enciclopedia y como modelo abstracto del mundo-, siendo a la vez absolutamente moderno -modestamente moderno, digamos- y potencialmente posmoderno, como lo dice en   —54→   El jardín de senderos que se bifurcan: «Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma».

Con Borges volvemos a la literatura de artificio, pero también a la fábula. La literatura contemporánea vuelve a los géneros porque volver a las reglas del arte es reencontrarse con las estructuras primarias del sentido -el cuento como nostalgia organizada del absoluto- y oponerse a la arbitrariedad y desmaterialización del mundo. Es volverlo tangible de nuevo. El mundo no como utopía sino como ajedrez, cábala o albur, en una época más de géneros que de estilos, como había sido medio siglo atrás. Saltar el abismo saltando a la cuerda o jugando a la rayuela o a la gallina ciega. Pero no hay nada más serio y terrible que el juego. El hilo de Ariadna, que es el hilo de la narración, nos saca del laberinto.

Y hablando de nostalgias, en la metáfora que es internet -metáfora de metáforas- creo percibir una especie de nostalgia imaginada por el alma del mundo y por volver a enlazar el arte y la vida, el tiempo y el espacio, más allá del tiempo y del espacio. Ante este panorama es difícil   —55→   trazar o intentar trazar o adelantar un panorama de la ficción actual. Yo quisiera finalizar, quizá, estableciendo una pequeña clasificación, posible o imposible, de lo que podría ser la novela del siglo XXI ante el infinito finito de la fábula infinita: una primera opción sería retomar la novela como gran construcción, como metáfora del mundo -tal y como la entendería Javier Marías, Enrique Vila-Matas, o entre nosotros Jorge Volpi-; una segunda opción sería extasiarse y recrearse en el carnaval humano -Antonio Muñoz Molina, Roberto Bolaño- o volver a la fábula, a la historia primigenia como reducto de la vida cotidiana entremezclada con la tradición vivida -Manuel Rivas-.

He pensado durante mucho tiempo si las palabras de William Faulkner al recibir el premio Nobel, cuando habla de «partir de los materiales del espíritu humano», «los problemas del alma humana en conflicto consigo misma», tienen aún algún sentido o nos recuerdan alguna suerte de misión idealista pero no programática: «El escritor debe ponerse en contacto nuevamente con estos conflictos... [con] las verdades universales de otros tiempos, que cuando están ausentes hacen de cualquier historia algo efímero y vano: el amor y el honor; la piedad y el orgullo; la compasión y el sacrificio». ¿Dicen algo aún?

Hay que huir de los programas, sin duda, pero no de las visiones, aunque sean amargas y pesimistas. Objetivar lo subjetivo. Si ya no es posible unir la poesía y la verdad, como deseaba Goethe, sí al menos la ficción y el testimonio.   —56→   Decirlo todo, contar, reabrir las heridas de la posibilidad, decía alguien, aunque sea en contra. No hay verdades, pero sí hay testigos, sobrevivientes. Asumir la presencia del presente con riesgo, aunque sea a favor. Arriesgarse, ponerse en peligro, condenarse, intentarlo de nuevo, continuar, permanecer entre la zozobra y la extenuación (Faulkner). Intentarlo de nuevo.

A pesar del exhibicionismo, el individualismo y el narcisismo imperantes, a pesar del fin de cierto concepto de literatura universal y de algunos conceptos generales -y la hegemonía de otros-, recordar que la humanidad es una abstracción probablemente necesaria, que los personajes son individuos que piensan el mundo, que incluyen el alma del mundo en su hipotética, improbable alma; el infinito en su fuego interior; el absoluto en su miserable pequeñez; la inmortalidad en sus escasísimas horas de vida.



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ArribaAbajoEntre la tradición y la innovación: globalismos locales y realidades virtuales en la nueva narrativa latinoamericana

Edmundo Paz Soldán4


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Este principio de siglo es un momento adecuado para hacer un alto en el camino, mirar a ambos lados y contar nuestras provisiones, los elementos de que disponemos para vadear el río y afrontar el desafío de los nuevos tiempos.

Entre la tradición y la innovación, nuestra narrativa se halla en un compás de espera. Se lee más y se escribe más, aunque eso no significa que se lee y se escribe mejor. Se publica más, pero eso tampoco quiere decir que se publiquen obras de mayor calidad. Los libros han pasado a formar parte de la cultura del espectáculo y del hipermercado, como sugiere Álvaro Mutis, lo cual no es algo de por sí negativo; apenas, la constatación de la circunstancia histórica en la que nos encontramos. La calidad promedio de las novelas ha mejorado, pero es cada vez más difícil encontrar un texto que nos renueve de golpe y plumazo. Perdidos en un universo massmediático, en un torrente de imágenes y frecuencias digitales, pugnamos   —60→   por hacernos oír. Nos parecemos a ese poeta de un cuento de Darío, que fue a decirle al rey burgués que cantaba el himno del porvenir, que veía lo que los demás no podían ver. El rey burgués, por toda respuesta, lo contrató de organillero y lo envió al jardín del palacio, donde el poeta terminó encontrando la muerte, olvidado, aterido de frío.

Pero no es cuestión de desesperar. Al menos, no tanto como para evitar el necesario autoanálisis. Hay un lugar común que dice que el XIX fue el gran siglo de la novela. Y sí, lo fue, pero sólo para unos cuantos países: Inglaterra, Francia, Rusia, uno que otro más. Para la mayoría, la novela siempre ha pertenecido a los márgenes de la sociedad. En ese sentido, quizás la situación no haya cambiado mucho, aunque se podría sugerir que, en un universo saturado de discursos mediáticos, nuestra marginalidad se ha intensificado hoy. Un punto de partida necesario para afrontar el nuevo siglo sería, entonces, el de intentar extraer de esta marginalidad nuestra fortaleza. Desde la novela se puede ejercer con mayor libertad que desde otros medios la crítica de nuestro tiempo y nuestra sociedad. Con la novela se puede explorar las minucias de la conciencia y del inconsciente del ser humano, en diálogo con su contexto histórico y al mismo tiempo trascendiéndolo. La novela es un laboratorio textual de experimentación de nuevas subjetividades, de nuevas formas de relaciones interpersonales, de renovación de nuestra amenazada sensibilidad.

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Esta exploración y experimentación deberían partir del único compromiso esencial del escritor: con el lenguaje y la imaginación. Pese a los grandes cambios tecnológicos, pese a que escribir con una computadora no es lo mismo que hacerlo con una máquina de escribir o a mano, nuestras armas básicas son las de siempre. Ese es el principal desafío: buscar en la confusa velocidad de nuestros tiempos el punto ciego donde las palabras y la imaginación nos ayudan a atrapar la duda que cuenta, la interrogante que sirve, la leve certeza que nos ayuda a andar por algunos días.




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Las tradiciones que no se renuevan constantemente se anquilosan. No hay nada más saludable para una cultura que una actitud de reconocimiento hacia las grandes obras artísticas del pasado, y a la vez de juguetona descortesía, de parricidio constante hacia ese mismo pasado. Creo reconocer este doble gesto en la actitud de la mayoría de los escritores latinoamericanos con los que me ha tocado en suerte compartir este viaje. Nosotros somos profundos, declarados y agradecidos deudores de Jorge Luis Borges o Mario Vargas Llosa, y tenemos por ahí un cariño especial por Cervantes o Quevedo. Son nuestros clásicos, y no dejamos que se acumule el polvo en ellos, pues los renovamos con cada lectura. A la vez, somos irreverentes, y los llevamos de paseo con compañías que los hubieran escandalizado, o quizás, por ahí, los admiramos   —62→   como lectores pero nos negamos a seguirles la pista como escritores. Nos conocemos de memoria todos los trucos de Gabriel García Márquez y hemos caído en ellos de la mejor manera, con ingenuidad y maravilla. Pero hay flujos y reflujos, y a nosotros nos ha tocado darle la espalda a su modo de narrar, que de tan mágico ha terminado por saturarnos y por exotizar a un continente que tiene mucho de extraordinario pero en el que, por desgracia, en palabras de un amigo escritor, los desaparecidos no vuelven. Flujos y reflujos. Estoy seguro que ahora mismo hay en algún país latinoamericano un niño, un adolescente, que acaba de leer Cien años de soledad y, todavía preso del influjo, garabatea unas líneas en un cuaderno, las de su primer cuento, y va preparando la insurrección a la insurrección, el paciente regreso de García Márquez.

Como sea. Nuestras búsquedas hoy tienen otros nombres, todos ellos, como suele ocurrir, algo inexactos. Realismo virtual, dijo alguien por allá. Realismo sucio, dijo alguien más acá. Postmodernismo costumbrista, dijo otro acuñador de etiquetas. ¿Un nuevo realismo? ¿Y qué de la literatura fantástica? ¿Una nueva narrativa? No del todo, nunca del todo. Varios andares por los mismos caminos, varias búsquedas por tierra incógnita, un sano eclecticismo en que conviven la voz serpenteante y cálida de Mayra Santos, la voz desaforada de Rodrigo Fresán, la voz introspectiva de Iván Thays, la voz perversa y desapasionada de Mario Bellatín, la voz entre grotesca y esperpéntica   —63→   de Carlos Cortés, la voz cruda y certera de Alberto Fuguet. Varios proyectos sólidos que se van consolidando, que van madurando ante nuestros ojos y que prometen expandir aún más los ya diversos registros de lo que se entiende por literatura latinoamericana.

Dentro de este panorama tan variado y todavía algo disperso, hay algunos puntos de encuentro. Hay, por ejemplo, la voluntad explícita de romper con esa obligación que ha tenido el escritor latinoamericano de ser el portavoz de la nación, y de buscar en sus textos, de forma obsesiva, la configuración de la identidad nacional, la esencia del país. Como conciencia moral de la nación, el escritor ha dicho, en palabras de Pablo Neruda, que por su voz hablarán los sin voz. Hoy, preferimos que esa obligación sea tan sólo una opción. No se trata de abdicar a las responsabilidades morales del escritor de sociedades como las nuestras, en crisis permanente. Se trata tan sólo de no intentar autolegitimarse hablando por otros que jamás lo han designado a uno representante de nada. Se trata de cortar las ataduras de esa asociación tan estrecha que existe en el continente entre literatura y nación.

Quizás por eso nos encontremos con esa andanada tan sorprendente de novelas y cuentos ambientados en paisajes no latinoamericanos. La lista es extensa: Jorge Volpi y la Alemania nazi y postnazi en En busca de Klingsor; Ignacio Padilla y los imperios austro-húngaro e inglés en Amphytrion y Las antípodas o el siglo, respectivamente;   —64→   Leopoldo Brizuela y la Inglaterra de Shakespeare en Inglaterra; Iván Thays y las islas griegas del Mediterráneo en El viaje interior; Mario Bellatín y Japón en El jardín de la señora Murakami. En este gran momento de fuerzas globalizadoras en tensión, los bordes del estado-nación se hallan más erosionados que nunca, y si bien algunos intentan recluirse en un defensivo culto de lo local, algunos novelistas latinoamericanos han preferido acordarse de algo que dijo Borges hace más de medio siglo: nuestro patrimonio es el universo. Eso, por supuesto, no implica escapismo, una fuga de las crueles vicisitudes de nuestra historia o del presente de neoliberalismo salvaje, ni tampoco significa darle la espalda a lo local. El viaje en busca de otras geografías y otros temas permite, más bien, el regreso a lo nuestro con una mirada más libre, menos atada a ciertas obsesiones de nuestra tradición literaria que con los años se han convertido en obligaciones. Flujos y reflujos. No es la primera vez que esto ocurre. La voluntad cosmopolita de los modernistas, la mirada excéntrica de las vanguardias, son algunos de los antecedentes de este nuevo movimiento del péndulo.




3

La biblioteca es el símbolo emblemático de la formación del escritor, el espacio que muchos de nosotros hemos querido igualar con el universo. Sin embargo, la biblioteca nunca estuvo sola en nuestra formación. Los realistas del siglo XIX aprendieron a narrar en las galerías   —65→   de arte. Y es larga la lista de los novelistas que durante este siglo aprendieron a narrar yendo al cine. Si alguna vez Darío pudo decir que la torre de marfil llegó a tentar su anhelo, hoy habrá que decir que esa tentación no está muy presente en la nueva generación de escritores. La presencia de la tecnología y los medios de masa en nuestras vidas es cada vez más abrumadora y, aparte de influir de manera determinante en la configuración de nuestras identidades, impide que nos aislemos aunque quisiéramos. No es que queramos hacerlo. Somos caminantes en la ciudad, viajeros en el cine y la televisión, navegantes frente a la computadora. Nos hemos dejado seducir por las nuevas tecnologías digitales, a veces muy fácilmente, sin llegar a articular ningún tipo de mirada crítica a la forma en que transforman nuestras subjetividades y nuestras sociedades. En la famosa ecuación de Umberto Eco, hemos sido muy integrados. No se trata de ir ahora al otro extremo y abrazar la mirada apocalíptica de nuestro entorno. Sin embargo, nuestra fascinación por las nuevas tecnologías debe dar paso a una actitud mesurada y crítica que intente dar cuenta de esa persistente radiación de fondo que nos impide encontrarnos con nosotros mismos o con los otros. De nada sirve tampoco el repliegue ante el avance incesante de la cultura audiovisual. La novela, a riesgo de la irrelevancia, debe acompañar al mundo en sus grandezas y miserias. Pero debe enfrentarse a este mundo en sus propios términos: el apogeo de la cultura rápida no implica necesariamente que nos dediquemos a escribir una literatura   —66→   rápida, de fácil consumo. ¿Cómo acompañar al mundo sin quedarse en el mero eco de su bullicio? Ese es el gran desafío de los escritores en este principio de siglo. Respetemos y a la vez juguemos con la biblioteca. Invadamos el club de vídeo. Perdámonos en la marejada de la computadora y su red de redes. Traduzcamos el idioma de las nuevas tribus urbanas, pero hagámoslo con el lenguaje y la imaginación arriesgadas de toda literatura que aspira a quedarse. Exploremos las oscuridades de nuestro inconsciente para llegar al fondo de lo que nos rodea. Describamos nuestra aldea, pero hagámoslo cada vez más conscientes de nuestra pertenencia a la gran aldea global. Son muchos los desafíos para el novelista contemporáneo, y muchas las tentaciones para desviarse del camino. No hay respuestas fáciles a tanta incertidumbre. Este panorama de hechizo y espanto es quizás el mejor incentivo para continuar en busca del cada vez más escurridizo lector.





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ArribaAbajoCrisis o vigencia de los géneros narrativos: literatura transgénica, transgenérica, transmediática

Rafael Courtoisie5


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La narrativa latinoamericana contemporánea muestra claras señales del impacto constante de lo que se ha dado en llamar la cultura de la imagen. Esto plantea una suerte de mutación genérica, quizá solo aparente. Por otro lado, la erosión de los géneros entendidos como taxonomías, como marcos rígidos, es verificable en ciertos casos. Así, por ejemplo, narración, reflexión y poesía pueden ir de la mano en el presente.

¿Desde donde se articula parte del pensamiento reflexivo hoy en día? ¿Desde el aparato académico, desde la poesía, desde el relato? ¿Existe un fenómeno intergenérico o transgenérico? ¿Hay una narrativa intrínsecamente literaria o transmediática vigente? En este punto deben examinarse dos de los múltiples aspectos del proceso. Por un lado el cambio significativo en la recepción. Después de varias décadas de cine europeo y norteamericano, la historia ya no se percibe como antes; el constante percutir de ficciones audiovisuales, cinematográficas, televisivas, ha terminado por alterar la disposición perceptiva del lector.   —70→   Ya no puede contarse una historia como se contaba en las épocas del folletín semanal publicado por los diarios del siglo XIX o principios del XX. Algo ha cambiado.

El discurso narrativo es tributario a inicios del tercer milenio de la serie, de la telecomedia, del culebrón (en la vertiente latinoamericana), de la soap opera (en la yanqui), del sit-com. Pero ese aporte se une de modo extraño, tal vez, al caudal primigenio cervantino. La épica, la epopeya, la historia de aventuras se redescubren en el fulgor de una nueva oralidad y de un proyecto que pone en movimiento de otro modo lo que Jakobson llama «la función poética» del lenguaje.

Al decir del teórico Walter Ong, la cultura de la imagen impone un paradigma tecnológico que a la vez afecta y redefine el paradigma de la tecnología escritural. Según Ong la escritura, la misma caligrafía, constituye una tecnología tan artificial como la que puede ejercitarse y usufructuarse a través de una terminal de computadora, de un procesador de palabras o de una isla de edición de vídeo. No puede hablarse de una crisis del género narrativo en literatura a menos que se entienda crisis como «oportunidad y riesgo». Oportunidad de cambio, riesgo inherente a la libertad. El horizonte de la novela es el de la libertad de creación. Ese es su límite, su preceptiva. Vivir en una cultura de la imagen no significa olvidar el universo abstracto de la letra. Por el contrario: ahora más que nunca el poder de la letra vuelve por sus fueros. Si bien buena parte de la narrativa latinoamericana   —71→   contemporánea es tributaria de la cultura de la imagen, una entera otra parte es efecto inextricable de la sintaxis escritural, del producto puramente abstracto de la escritura.

Una diferente «razón» narrativa asoma en la década del noventa en el horizonte literario. Se abandona el sentido lato de una «literatura comprometida». Los escritores cuestionan la posibilidad de fórmulas racionales últimas, totalitarias. En la reciente narrativa latinoamericana se advierte una marcada influencia de la estética del parpadeo o estética del videoclip: lo secuencial y lineal han sido en parte desplazados por el concepto de un relato multilineal: escenificación simultánea, aceleración de los tiempos narrativos, contracción de la dimensión temporal de la ficción. Todos estos procedimientos quizás estén relacionados con la idea de caos y/o exaltación de los sentidos no necesariamente anárquica, no necesariamente racional, sino tributaria de una razón poética diferente.

Otro de los puntos de contacto entre el universo de la imagen y los productos de ficción literaria más recientes se da en la elección de una suerte de subgénero literario denominado fanta-ciencia o ciencia-ficción. Según la crítica Carina Blixen, «la ciencia-ficción autóctona puede leerse como una manifestación más de ese entredicho con la razón. El término "ciencia-ficción" es útil porque es el más frecuente, pero en realidad en los cultores prácticamente nada hay del reducto racional de "ciencia" del término compuesto, y mucho de una subjetividad que expresa   —72→   temor, angustia y también condena ante la situación presente. Los tonos, las modulaciones en que se expresa este conflicto con la razón son variadísimos: hay ataques frontales realizados desde dentro, a partir de la explicitación de sus mecanismos; hay sutilísimos juegos que representan una puesta entre paréntesis, una suspensión». También se relaciona lo ficcional audiovisual y lo literario a través de ciertos procedimientos calificados por los especialistas con una variada batería de adjetivos que van desde «manierista» hasta «neobarroco», y que en muchos casos son remedos o epígonos de códigos propios de ciertas piezas emitidas por la MTV en una suerte de signo generacional. Continúa Carina Blixen: «Una inquietud profundamente moral "recorre" o "estremece" (si volvemos a la figura cara a Ángel Rama y Baudelaire) a la narrativa uruguaya. Los juegos, los malabarismos, las parodias, las ambigüedades, no ocultan la visión del horror del mundo. Lo que NO existe es el lugar desde donde se juzga. No es posible excluirse y señalar al otro».

Por otro lado para muchos creadores, resulta obvio que los universos filmables, susceptibles de ser reducidos a guión cinematográfico, no necesariamente se compadecen con el arte vivo de la literatura. Desde que el mundo es mundo, los medios suelen sumarse y no restarse. Ningún medio, en el sentido que dio a esta palabra el teórico canadiense Marshall McLuhan, ha desaparecido. Los medios no desaparecen, se transforman. Si un remoto filósofo proveniente de la cuasi prehistoria consideró negativa la   —73→   escritura puesto que este infernal ingenio habría de imponerse y terminar con la maravilla de la memoria; si un lejano agorero, considerando las consecuencias del arte de escribir, erró, es probable que se equivoquen también quienes vaticinan la muerte de la letra atemorizados por la imponencia multicolor e incorpórea de la imagen. Es cierto que existe una relación narrativa lineal, secuencial, una relación de hechos que surgen uno tras otro en cierto orden más o menos lógico. Pero también es cierto que subsiste una materia inherente a la palabra escrita, algo que se concreta, algo que toma materia y cuerpo solamente a partir de la invocación literaria.

Buena parte de la narrativa latinoamericana más reciente resulta tributaria de algunos productos de la industria cinematográfica. Pero se devuelven como productos transformados, transgénicos, como Rubén Darío devolvió a Europa de manera medularmente hispanoamericana sus primeras influencias francesas. Si Perros de la calle (Reservoir dogs), de Quentin Tarantino, resulta un remedo de Shakespeare, de prolija factura icónica, es cierto, conducida a producto comercial; si El Rey de Nueva York, de Abel Ferrara, es también una obra cinematográfica mayor, producida en la megalópolis; también es cierto que algunos cuentos, algunas más o menos largas narraciones producidas en el sur del continente americano bajo el imperio de la cultura de la imagen conservan intacta la pureza de su dicción, la esencia de la palabra. Entre la mímesis audiovisual y el producto puro de alma escritural   —74→   (también mimético) se sitúa la obra de muchos narradores rioplatenses contemporáneos. Al decir de Umberto Eco, «todo discurso es mímesis, es construcción de una realidad, aislando del interior de un campo de sucesos ciertas experiencias en función de nuestros intereses más acuciantes, de nuestras disposiciones morales o emotivas en el momento de la observación».

Lo cierto es que la tecnología, cualquier tecnología, de por sí no puede otorgar credenciales de escritor. La palabra es intransferible. Quienes trabajan con la palabra pueden ganarse el pan urdiendo guiones cinematográficos. Quienes trabajan con la palabra pueden ganarse el pan escribiendo para la televisión o para la radio. Pero en las entrañas de la literatura existe un espacio que es imposible traducir en imágenes digitales o electrónicas. En mi adolescencia cayó en mis manos Cien años de soledad, del colombiano Gabriel García Márquez, publicado por editorial Sudamericana de Buenos Aires. Lo leí de una vez, en una tarde, no me costó ningún esfuerzo. Jamás lo memoricé. Sin embargo, sus primeras palabras quedaron prendidas en mi memoria como extraños vegetales o abrojos: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Prendidas, como abrojos, como si algo de lo que hubiera sido yo en un tiempo remoto formara parte de esas palabras. Pero ahora ya es otro siglo, ya es otro milenio, y el hielo que conoció el coronel Aureliano Buendía está en   —75→   parte derretido por el calor de la selva que se ha convertido en selva cibernética, informática.

Las llamadas autopistas de la comunicación y la andanada informática han percutido hasta el punto de promover un cambio en el modo de sensibilidad. Dice Carlos Fuentes: «Lo cierto es que el proceso de saturación de noticias quizás atentó contra la novela, pero también contribuyó a abrir un nuevo capítulo, disolviendo la frontera artificial entre "realismo" y "fantasía" y situando a los novelistas, más allá de sus nacionalidades, en la tierra común de la imaginación y la palabra».

En este instante pulso la tecla STOP del vídeo.
Voy hacia atrás. Pulso REWIND, escucho un zumbido.
STOP.
PLAY.

Avanza la historia, la narración, el vídeo, la película. La historia original se basa en un relato de un escritor norteamericano cuya traducción al español podría volcarse en las siguientes palabras: Sólo los androides sueñan con ovejas mecánicas. Las palabras del relato original de Phillip K. Dick han sido transformadas en el film en un universo de imágenes ordenadas según el código que le es propio al medio. Pero el relato original sigue atento (más allá de la fábula y la trama) a su propia esencia. Esto es: el relato original es «intraducible» en términos mediáticos. Está hecho exclusivamente de palabras. Este hecho advertido por   —76→   muchos jóvenes ha redimensionado la potencialidad sugerente de la palabra: más allá de la gestualidad icónica y el montaje, en ocasiones snob, se ha dado también una resignificación de la poética del relato literario, una búsqueda de lo que yace en forma indeclinable en la construcción de ficción a partir de palabras.



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ArribaAbajoEl oráculo y el hechizo

Pablo De Santis6


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En la literatura fantástica, el lenguaje como tema de la ficción ocupa un lugar esencial. Todos recordamos historias de hechizos, de palabras misteriosas pronunciadas por fantasmas, conjuros para devolver a un muerto a la vida o para convocar demonios. A menudo, en los relatos fantásticos aparece una lengua olvidada que irrumpe en el presente, y que puede estar hecha de palabras incomprensibles, o acaso de términos familiares cuyo sentido se ha pervertido. La literatura fantástica busca constantemente el punto donde el lenguaje deja de ser traducible, donde la palabra comunica en forma directa con otros mundos.

Este contraste entre aquello que es traducible y lo que no lo es atraviesa la historia de la literatura. Los mensajes misteriosos que se esconden bajo las narraciones son en esencia de dos clases: el mensaje oracular y el hechizo. El mensaje oracular es siempre enigmático: las antiguas sibilas hablaban con palabras oscuras que admitían interpretaciones muy distintas. Ese lenguaje antiguo y futuro a la   —80→   vez está en el corazón mismo de la tragedia clásica. La tragedia ha sido caracterizada como el enfrentamiento entre el héroe y la voz de los muertos o de los dioses. Edipo derrota a la esfinge y se convierte en rey de Tebas. Pasan los años y una nueva peste se abate sobre la ciudad. Se consulta a un oráculo, y el viejo Tiresias da una versión de las palabras de la sibila. Edipo no entiende, prefiere no entender. Continúa investigando la muerte de Layo hasta que encuentra la correcta interpretación del mensaje, y ese resultado es su perdición.

También el Macbeth de Shakespeare se apoya, para su ascenso al poder, en el diálogo con lo ultraterreno. Al inicio de la tragedia las brujas lo saludan con títulos futuros y promesas de gloria. Macbeth aprende a ser un eficaz intérprete de la profecía, excepto de los versos destinados a describir su fin. Las brujas le auguraron a Macbeth que sería derrotado cuando el bosque visitara su castillo, y que habría de asesinarlo un hombre no nacido de mujer. Macbeth, que entiende todo el resto de la profecía, no alcanza a descifrar estos últimos versos. El héroe acaba por comprender el mensaje a costa de su vida. La derrota es el precio de la traducción.

El lenguaje oracular presente en la tragedia tiene, por así decirlo, un plus de significado respecto al lenguaje común. A pesar de que está en contacto con lo ultraterreno, todavía echa raíces en las palabras conocidas. Podemos decir que es un lenguaje que alude a la magia, sin ser él mismo mágico. El hechizo, en cambio, es la forma extrema   —81→   del lenguaje: la palabra mágica, la palabra que puede cambiar la realidad por sí misma, la palabra sin traducción posible.

La rosa de Paracelso, uno de los últimos cuentos de Borges, está construido alrededor de la posibilidad de un hechizo. En las primeras líneas del relato, Paracelso, antes famoso como alquimista y ahora viejo y solo, ruega a Dios por un discípulo. En el momento en que Paracelso olvida su plegaria, golpean a la puerta. Se presenta un joven que asegura haber caminado tres días y tres noches para llegar allí, y que pone todo su dinero en la mesa a cambio del conocimiento. Quiere, ante todo, una prueba, un milagro en particular, porque ha oído que el maestro puede quemar una rosa y hacerla resurgir con una palabra. Paracelso se niega a hacer el milagro. El muchacho, para desafiarlo, arroja una rosa sobre las brasas y deja que se consuma. Espera el prodigio, que no se produce. Entonces el discípulo siente una profunda vergüenza: ha obligado al viejo maestro a confesar que es un fraude. Recupera las monedas que dejó, para no ofenderlo con una limosna, y se va para siempre. En el último párrafo del cuento leemos: «Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió».

La aparición de hechizos en los cuentos revela la nostalgia por un lenguaje primigenio, puro. En ese lenguaje cada cosa puede ser llamada de un solo modo, y ese modo   —82→   participa de la naturaleza misma de la cosa. Vivimos en un mundo donde el lenguaje permite toda clase de ambigüedades (y traducir es siempre la exploración de las infinitas capas de ambigüedad que encierra cada frase). En ese mundo la literatura es la encargada de soñar una lengua donde las cosas puedan decirse de una sola manera.

En el centro de la historia de esa aspiración a una lengua primera y pura está el mito de la torre de Babel. Hasta el siglo XII las interpretaciones desplegaron un aspecto del mito: en la soberbia del hombre está su caída. La multiplicación de las lenguas es una forma de castigo, y no algo esencial en el relato. Pero este elemento marginal del cuento se convirtió luego en central y cambió así el tema del mito. Comenzó a leerse el texto bíblico como un relato sobre el paso de una lengua única y original a la multiplicidad de lenguas que inunda el mundo. Los intérpretes se preguntaban: ¿hubo una lengua original, cuya gramática se correspondía exactamente con la naturaleza? ¿Es esa lengua alguno de los idiomas existentes, por ejemplo el hebreo? ¿Hay algún modo de sanar esa vieja herida entre las palabras y las cosas? Esta cuestión fue central en el pensamiento del Renacimiento, donde abundaron las respuestas al problema de la lengua perfecta.

La literatura fantástica nunca olvida del todo la Torre de Babel. Nos dice que hay palabras que son más que palabras. Drácula debe pronunciar cierta fórmula de bienvenida y dejar que el visitante cruce libremente el umbral el castillo para convertirlo en su prisionero. «Bienvenido a   —83→   mi casa, entre usted libremente. Salga con un buen augurio y deje en este lugar un poco de la felicidad que trae con usted». En el famoso cuento La pata del mono, de W. W. Jacobs, sobre el tema clásico de los tres deseos, los pedidos deben ser formulados con claridad, en voz alta, mientras se aprieta con fuerza el amuleto. Vemos que mientras nos han enseñado que las cosas se pueden decir de una manera o de otra, y que por eso podemos traducir, la literatura fantástica todo el tiempo juega con la idea de que hay cosas que sólo se pueden decir de una única manera. Esa nostalgia por un lenguaje en el que x significa x y sólo x debió haber sentido cierto emperador chino del siglo II a. C., que promulgó un edicto a través del cual el pronombre en primera persona singular, que hasta entonces había sido de legítimo uso popular, quedaba reservado para su empleo personal. Nadie más podía decir yo.

La literatura contemporánea ha llevado de nuevo lo intraducible al centro de la escena, pero no por un aumento de significado (como ocurría con el hechizo o el oráculo), sino por una sustracción de significado. La tensión ya no se da entre el héroe y el lenguaje de los muertos, sino entre el héroe y el murmullo apagado y sin sentido de lo cotidiano. El lenguaje pierde día a día su significado, y no se puede traducir aquello que nada significa. Ese vacío del lenguaje es visible en la obra de Kafka, y su enfrentamiento con la jerga oficinesca o judicial. En Beckett, en Joyce, en Ionesco, las palabras sin sentido, la imposibilidad de expresión, ocupan un lugar fundamental. ¿Cómo se relaciona   —84→   el hombre con un mundo donde las palabras han dejado de significar? Ya no se trata de la búsqueda de una lengua perfecta, sino de perseguir un código mínimamente significativo. Estamos rodeados de lenguaje, pero ese lenguaje está gastado. El héroe (por ejemplo, el Josef K. de El proceso) trata de encontrarle un sentido al río de discurso que lo arrastra. Pero no llega, como Edipo o Macbeth, a hacer una interpretación cuya tardía aparición finalmente lo pierde. Su perdición está en que no encuentra ningún significado.

Los griegos de la época clásica llamaron bárbaros a los extranjeros, porque hablaban algo que no entendían. La expresión barbaroi es de raíces fonéticas. Ese estar fuera del lenguaje de la polis era visto como una falta. Sin embargo, en los siglos siguientes el lenguaje incomprensible adquirió un particular interés. Las palabras desconocidas parecían estar llenas de significado. A veces, cuando escuchamos hablar a extranjeros, cuanto más cerrado e incomprensible es su idioma, más seria y profunda nos parece su conversación. El prestigio de los misterios de Egipto a lo largo de la historia de Occidente se basó en que nadie sabía descifrar sus jeroglíficos, y esa falta de comprensión llenó la imaginación durante siglos con promesas de maravillas. Sin embargo, podemos decir que la ausencia de significación de las palabras se convierte en una gran metáfora, que atraviesa siglos y siglos de literatura. Ahí donde se nos dice que nada es comprensible, ahí comprendemos. Macbeth exclama en el final de su tragedia   —85→   que la vida no es más que un cuento lleno de sonido y de furia, contado por un idiota, y que nada significa. Es al hablar de la falta de significación cuando el discurso alcanza su significado máximo. En las enigmáticas palabras del Bartleby de Melville, «Preferiría no hacerlo», que parecen no decir nada, está el secreto de toda la literatura contemporánea. En el momento en que el idioma se revela impotente, y dice que no dice nada, la significación encuentra su máximo poder. El lector sabe que también son suyas la falta de palabras y la sensación de haber perdido, en su diálogo con el mundo, toda posibilidad de traducción.

Hay una imagen clásica entre el diálogo entre la tradición occidental y los misterios de Oriente: el instante en que Jean-François Champollion termina de descifrar la piedra de la Rosetta y acaba así con cientos de años de oscuridad. Pero hay otra imagen secreta, que es la historia de esa misma oscuridad. Los egipcios habían sido conquistados por los griegos y luego por los romanos. Perdieron sus costumbres, sus dioses, su lengua. Encerrados en sus templos, los últimos sacerdotes continuaron trazando sus jeroglíficos, lejos ya de la lengua oral. Complicaron cada vez más su escritura; jugaban solos, con su idioma incomprensible, destinado a nadie. Así entraron en las sombras.

La literatura parece tentada por estas dos escenas: por un lado, la búsqueda de la traducción, que aparezca la luz sobre los viejos misterios, como quiso Champollion. Por otro, el juego con las palabras, para hacer que la sombra   —86→   avance y el significado quede dormido y sepultado. En suma, por un lado, la confianza en la traducción, y por el otro, la búsqueda de una lengua siempre intraducible, secreta y pura.



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ArribaLa novela sin héroes: ¿Acaso alguien quiere que atrapen a Ripley?

Marcelo Birmajer7


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Me gustan las novelas con héroes. He escrito algunas, pero sobre todo me gusta leerlas. Por lo tanto, comienzo impugnando el título de mi ponencia con una digresión doblemente negativa (puesto que no es una novela y sí es un héroe): hablaré unos segundos de una historieta con héroes, Asterix. En Asterix en Helvecia el cuestor Claudius Sinusitus es envenenado por el gobernador romano de Condate, Ojoalvirus. Supongo que todos conocerán la historieta Asterix. Ocurre cincuenta años antes de Cristo y los romanos ocupan toda la Galia. ¿Toda la Galia? ¡No! Una aldea poblada de irreductibles galos resiste todavía al invasor. Pues bien, en Asterix en Helvecia Ojoalvirus, un poderoso enemigo de Asterix, envenena a Sinusitus, un agente fiscal igualmente enemigo de Asterix, porque Sinusitus ha descubierto unas cuentas negras: Ojoalvirus le está robando al César. Lo interesante de esta aventura es que Asterix y Obelix viajan a Helvecia para conseguir una flor de la cual se destilará el antídoto que salvará a Sinusitus. Los dos galos viven toda su aventura para salvar a un   —90→   enemigo. Le salvarán la vida tautológicamente, porque sí, porque valoran su vida en tanto ser humano. No es un jabalí, por poner un caso; es una persona. No se trata de poner la otra mejilla -recordemos que esta historia transcurre cincuenta años antes de Cristo- sino de que puesto que Sinusitus no pone coyunturalmente en riesgo la vida ni la libertad de los galos, y visto que conocen la manera de salvarlo, ¿por qué no ayudarlo? Pongo de ejemplo este episodio porque nos presenta un héroe inusual: no es el Asterix capaz de vencer a diez legiones romanas en un minuto, sino el Asterix convencido de dedicar días, trabajo y lucha a salvarle la vida a un enemigo indefenso y herido. Sé que la moraleja goza de muy mala prensa en las últimas décadas, pero negar la eficacia de un relato por la inclusión de una moraleja es simétricamente necio a negar la calidad de un buen relato carente de ella. No son pocas las veces en que la buena marcha de una trama depende, precisamente, de su fuerza ética real. Sin embargo, ahora mismo, hablaré de todo lo contrario. Yo no creo que en la novela contemporánea escaseen los héroes sino que, al menos desde el Quijote en adelante, la idea de héroe en la novela es en abundantes casos opuesta a lo que consideramos un héroe en la vida real. El Quijote, por ejemplo, un antihéroe tanto en la trama como en una posible personificación en la realidad, es no obstante el más famoso héroe literario y, a su manera, el precedente de Marlowe, el detective de Raymond Chandler, del Ignatius J. Reilly de Kennedy Toole, de Homero Simpson y de Hannibal Lecter.   —91→   Es el Quijote antepasado de todos ellos por distintos motivos; de algunos de ellos, en parte, porque vive su épica basado en un mundo ideal, las novelas de caballería, al que homenajea y parodia al mismo tiempo. Casi como una declaración de que no hay homenaje que no incluya parodia, y de que los ideales pueden ser elevados, pero su ejecución nunca dista mucho del disparate. Y lo mismo le ocurre a Marlowe intentando hacer justicia que a Homero intentando llevar adelante a su familia. Un hombre puede ser totalmente malo, pero no existe ninguno totalmente bueno. Continuando con los parentescos deformados, permitámosnos un vistazo a Hannibal Lecter: no es un bienhechor confuso, sino un malvado convencido; y de todos modos es nuestro héroe. ¿Acaso alguien quiere que lo atrapen antes de que termine la novela? ¿O acaso alguien quiere que atrapen al Ripley, de Patricia Highsmith? En la novela, héroe es aquel personaje que logra crear para nosotros un campo ético ilusorio, que dura lo que dura la novela, y dentro de ese campo vive una épica que nos mantendrá atrapados y deseosos de que triunfe. Gustar del Mal es un placer que la literatura nos permite sin contraindicaciones. Los más pacíficos de entre mis amigos han crecido disfrutando de series televisivas violentas y leyendo con incansable placer novelas con héroes malvados; mientras que la mayoría de las personas realmente malvadas que conozco nunca han seguido los capítulos de una serie ni tienen idea de los malvados literarios, ni de Fantomas, ni de Lecter ni de Ripley. Por muy estúpida   —92→   que sea la programación televisiva, no podemos acusarla de estupidizar: lo que ocurre es que también los estúpidos miran televisión. Pero ya eran estúpidos desde antes. Siempre me indigna cuando se acusa de todo a la serpiente de la Biblia. La serpiente apenas sí le hizo una sugerencia a Eva: no la obligó, no la coercionó. Lo único que falta: que le echemos la culpa a la serpiente. Y los malvados literarios no generan malvados reales: ocurre que los cretinos de todas las épocas siempre han encontrado algún libro con el cual justificar sus desmanes. Nos hemos resignado a aceptar que la buena literatura no necesariamente mejora las condiciones económicas de una sociedad ni cambia una sistema político; pero también podemos afirmar, al menos, que no los empeora. Por el contrario, mientras alguien lee no puede estar haciendo nada peor. Aunque ha recibido muy malas críticas, a mí me ha encantado Hannibal, el último de Lecter, de Thomas Harris. Y he descubierto que si hasta ahora una de las aristas que ensalzaban al héroe masculino occidental contemporáneo era su capacidad para acostarse con mujeres, Lecter lleva este rasgo inesperadamente lejos en el mismo sentido: se las come. Cuando invita a una chica a cenar a su casa, va más lejos que cualquier galán.

Por algún motivo, la bondad tiene dificultades para funcionar literariamente, pero no es imposible, como he señalado en el caso de Asterix, o en el Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi. Pero la idea héroe-antihéroe no es, como le gustaría sugerir a un sociólogo o a un estructuralista,   —93→   un resultado del occidente contemporáneo, en tanto un mundo donde los intelectuales disfrutan de libertad criticándola y disfrutan de su confort despreciándolo, y pueden renegar del patriotismo gracias a que su patria los protege como ciudadanos; sino que nos viene por lo menos desde el Quijote, cuando las papas quemaban y las hogueras también.

Tampoco los héroes del Viejo Testamento son unilaterales: una de las interpretaciones de las acciones del rey David puede llevarnos a la conclusión de que manda a la primera fila de la batalla a un hombre sólo para quedarse con su esposa.

Saliendo de la novela, yo utilizaría los cuentos de Cortázar como ejemplo de relato literario, ahora sí, sin héroes. Pues si en la literatura el héroe es aquel que concita nuestra atención, que nos impacta, nos invita a reflexionar o a reír, en los cuentos de Cortázar el héroe es la trama. A excepción de El Perseguidor, y de muy pocos cuentos más, en la mayoría de los cuentos de Cortázar el héroe es la trama. Recordamos la trama y olvidamos hasta el nombre de los personajes.





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