Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Deshumanización y novela

Mariano Baquero Goyanes





Cabe en la novela una deshumanización comparable a la que se ha dado en las artes plásticas, tal como Ortega la describió en 1925? El que en ese año sus Ideas sobre la novela aparecieran como apéndice, en cierto modo, de La deshumanización del arte podría inducir a la creencia de que algún paralelismo o contacto había entre uno y otro tema. Más factible, sin embargo, parece creer que si Ortega agrupó en un solo volumen esos dos ensayos, fue por versar ambos sobre temas artísticos -plástica y literatura-, pero no porque las transformaciones reseñadas en el campo de la novela tuvieran demasiado que ver con las presentadas por la pintura y la escultura.

Claro es que siempre cabría hablar más o menos traslaticiamente de novela deshumanizada, entendiendo por deshumanización no la prescindencia de acciones y seres, convertidos casi en pretexto para el despliegue de un virtuosismo técnico que aspira a sostenerse por sí mismo y no por el valor e interés de la anécdota humana. Una novela deshumanizada vendría a ser, en definitiva, la que también cabría llamar una novela de laboratorio. Deshumanización equivale entonces a frialdad, carencia de calor cordial por parte del novelista, inhumano ante sus criaturas de ficción por cálculo y quizá como réplica contra los excesos del romanticismo novelesco y de todas sus secuelas.

Cosa distinta es la pretensión que se descubre en algunos novelistas franceses actuales de crear un nuevo tipo de novela sin historia ni personajes. Tal es la radical fórmula que Alain Robbe-Grillet ha empleado en distintas ocasiones para definir sus obras o, a lo menos, su empeño. «La afirmación a priori -ha dicho Bernard Pingaud- puede sorprender. Porque ¿qué es una novela sino el relato de ciertos acontecimientos en los que se encuentran mezclados ciertas personas?» Y ocurre -señala Pingaud- que incluso los relatos de Robbe-Grillet se «organizan alrededor de alguna anécdota: en ellos ocurre algo, y ese algo le ocurre a alguna persona». Lo rechazado por Robbe-Grille y por los novelistas de su escuela o tendencia es, para Pingaud, «la idea tradicional del personaje y de la historia legada por Balzac y los novelistas del XIX», idea adherida a una ya caducada visión de la sociedad y del destino del hombre.

En conexión con ese repudio de la historia y del personaje a la usanza tradicional, está la importancia que, sobre todo para Robbe-Grillet, tiene el mundo de los objetos, predominantes, neutrales y expresivos a la vez, por paradójico que esto resulte.

Al calificarlos de predominantes quiero decir que en ellos más que en los seres que los contemplan -la mirada de Le Voyeur o del celoso de La Jalousie- radica la textura y esencia de la novela. Pero al mismo tiempo -y de ahí la paradoja- no son objetos protagónicos, carentes como están de toda insinuación mágica o simbólica. Nos encontramos efectivamente muy lejos de los objetos que lloran -sunt lacrimae rerum-, de los objetos identificados o asimilados al vivir de los hombres como consecuencia de su trato y roce con ellos. (En los cuentos del siglo XIX hay abundantes muestras de este manejo de los objetos, v. gr., La corneta de llaves, de Alarcón; La mula y el buey, de Galdós; La cajita de conchas, de Roure, etc.) Los objetos de Robbe-Grillet, en cambio, son fríamente neutrales, están entre los humanos ¿o son los humanos los que están entre ellos?-, pero no viven como las sistematizadas cosas de los relatos románticos o post-románticos. Y, sin embargo, son objetos expresivos, por cuanto en el resbalar de una mirada -fría y neutral también- sobre ellos reside la extraña mecánica y configuración de unas novelas en las que, contra todo postulado teórico, hay un mínimo de trama: el crimen de Le Voyeur, el puro ritmo de una pasión, los celos, en La Jalousie. Unos celos no mentados ni casi sugeridos como tales, puesto que aunque graviten sobre el poseedor de una mirada que actúa en la novela como despegada de su dueño, y, sin embargo, orientada por una pasión predominante, no funcionan psicológicamente como celos ni jamás repercuten en el caldeamiento pasional de la expresión. Por el contrario, en virtud de la ya citada neutralización de una mirada discurriendo entre unos objetos no menos neutrales -pero a la vez expresivos en sus relaciones espacio-temporales entre sí y entre los humanos-, ocurre que de les celos queda en el relato algo así como su contorno y no su gesto. Ni análisis ni definición. La Jalousie describe la mirada de un celoso desde una compleja perspectiva que equivale a un dentro-fuera, porque si lo que se nos ofrece es una mirada, ésta no es la usual del narrador-protagonista de los tradicionales relatos autobiográficos, ni mucho menos la de un personaje cuya pasión aparece analizada objetivamente por el novelista. Robbe-Grillet nos instala en la pura óptica de un mirar que resulta ser el de un celoso, no porque los datos recogidos visualmente se comuniquen con una psicología, con un corazón ni tan siquiera con unas primarias reacciones biológicas, que de una u otra forma configuren los rasgos genéricos de tan conocido tipo humano. No, los celos que viven tras ese mirar quedan solamente aludidos, por ciertas reiteraciones e insistencias, por unos hábiles efectos de enfoque o concentración visual. La mirada selecciona, envuelve sobre unos mismos objetos, adquiere, en definitiva, la agudeza y el alertamiento propios de lo vigilante y desconfiado.

El proceso deshumanizador radica probablemente en la calidad casi algebraica de todo ese conjunto, de esa conjugación de objetos, gestos y miradas, en la que se ha eliminado con ahínco la menor explicación o matización psicológica, el más leve acorde emociona. No son ni unos celos en abstracto -pues alguien los padece sobre un muy determinado escenario-, ni hay tampoco en su descripción la suficiente dosis de datos concretos como para identificarlos con un proceso, con una historia, ya que la mecánica temporal de La Jalouise se caracteriza -como es usual en Robbe-Grillet- por su deliberada irregularidad y confusión. No se trata de un equívoco adelantar y retroceder, a la manera de algún relato de Faulkner. Aquí apenas cabe hablar de pasado, presente y futuro, sino más bien de un tiempo circular que nos permitiría, casi, comenzar la lectura del relato por cualquier punto, para concluirla también en ese mismo punto, sin que la totalidad sufra excesivo detrimento.

Una novela así construida está a pique de convertirse en poco menos que en un enigma para el lector ingenuo y aun para el avezado, con la diferencia, quizás, de suscitar en el uno irritación y en el otro un cierto placer intelectual, de índole próxima -con todas las salvedades que se quieran- al que puede encontrar también en un género aparentemente muy distante: la novela policíaca.

Siempre me ha intrigado el porqué esta modalidad -en sus mejores creaciones, claro es- ha sido y continúa siendo un género usualmente grato al intelectual. Bastaría recordar como casos significativos, los inteligentes ensayos que a tal especie novelesca han dedicado espíritus tan agudos como Roger Caillois y Pedro Laín Entralgo.

Ahora, el tono y estructura de algunas de estas jóvenes novelas francesas -como Les gommes y Le Voyeur, de Robbe-Grillet: L'emploi du temps, de Michel Butor: La mise en scène, de Claude Ollier, etc.- parecen dar luz sobre el porqué de tal atracción.

En el momento en que un novelista empieza a escribir y el lector a leer un relato, la historia está concluida -ha dicho Bernard Pingaud, para añadir luego: «Los aficionados a las novelas policíacas, deseosos de no privarse del placer del suspense, se abstienen de mirar las última páginas del libro». Y uno de los principales méritos de la novelística moderna francesa -la de Butor, Robbe-Grillet, etcétera- está en haber puesto en evidencia que toda novela es más o menos una novela policíaca. A este respecto, habría que recordar que el propio Butor ha hablado de «le roman comme recherche», dándonos inteligentes muestras de tal designio en L'emploi du temps y en La Modification.

Recuérdese también lo que Caillois decía en su Sociología de la novela policial: «No es en modo alguno un relato, sino una deducción: no se trata de contar una historia sino de expresar el trabajo que reconstruye el hecho. Antes que todo se tiende a satisfacer la inteligencia. Por eso el interés que despierta la trama va disminuyendo paulatinamente: ésta llega a volverse casi abstracta e incluso esquelética. La novela policial se aleja cada día más de la novela: es decir, de la pintura de la vida y de las pasiones, para aproximarse a la naturaleza de un problema puro en donde uno se desliza suavemente del enunciado a la solución. Las cualidades que se le exigen son de carácter cada vez más matemático. El razonamiento elimina la sensación».

Resulta obvio advertir que estos rasgos -prescindencia de la historia, disminución o escamoteamiento de la trama, alejamiento de lo pasional, satisfacción de la inteligencia, etc.- convienen igualmente a la joven novela francesa, coincidente, pues, con la policíaca no sólo en lo que ambas tienen de relato-pesquisa o en los rasgos señalados, sino también, muchas veces, en el hecho temático mismo, en la presencia de un crimen como eje o fondo del relato: Les gommes, Le Voyeur, La mise en scène, etc.

Lo que Caillois ha llamado «mecanismo intelectual» y «placer abstracto» de la narración policíaca es algo perfectamente aplicable a los relatos franceses a que vengo aludiendo. La ya comentada expresividad que en ellos alcanzan los objetos permitiría establecer otra aproximación más, no porque ahora esos objetos operen excesivamente como indicios o pistas -caso de la novela policíaca-, sino sobre todo por la atención desmesurada que se les presta, sin parangón posible en ninguna otra modalidad novelesca, fuera de las dos ahora comparadas.

Pero aún hay más: la novela policíaca pura supone un especial caso de deshumanización, ya que, como Caillois ha señalado agudamente, en tanto que la novela sin más «se aferra a la naturaleza del hombre», la policíaca «se siente estorbada por ella y sólo la soporta a regañadientes. Incluso pretende abolirla».

Pese a la tremenda carga humana que en principio parece conllevar la presencia de crímenes, pasiones, violencias, etc., resulta que toda esa truculenta materia tiene mucho de inhumana, porque lo esencial en ella no son tanto los móviles -es decir, lo intencional, lo afectivo- como los resultados. Muertos, sospechosos y culpables funcionan como un jeroglífico, como un problema en el que en vez de signos u objetos encontramos incidentes humanos, cuyo horror en cierto modo no percibimos al hacer abstracción de su humanidad y al quedarnos con su valor significativo. La novela policíaca -dice Caillois- «tiende a eliminar todo lo que sea vida, humanidad; y su indesarraigable vicio originad consiste en no poder prescindir por completo de ellas y verse obligada a poner en escena a hombres de carne y hueso, sensibles y apasionados, en lugar de autómatas, cifras o piezas de ajedrez, cuya conducta o carácter absolutamente calculable no conservaría la tara de seguir siendo, hágase lo que se haga, un si es no es imprevisible y caprichoso».

Un crimen en una tragedia mueve a horror o a compasión; en una novela policíaca, en cambio sólo suscita impaciente curiosidad por saber quién lo ha realizado y cómo. El plano ético y aun sentimental desaparecen, sustituidos por la simple lisura de un problema en el que un cadáver es únicamente un dato que no inspira piedad, y la incógnita a descifrar es un asesino. Todo tiene un aire inhumano, evitado en algunas derivaciones recientes del género por la carga de ingredientes eróticos, sádicos, etc., que pretenden devolver al relato policíaco la temperatura humana que ha ido perdiendo, a medida que se ha ido haciendo cada vez más abstracto y mental.

Otro vínculo aproximativo, más superficial si se quiere, pero no exento de interés, vendría dado por el hecho curiosísimo de que, al igual que muchas novelas policíacas, algunas francesas de las aquí citadas llevan al frente, antes de iniciarse el texto, algún plano o croquis situador del escenario (del crimen o de la acción simplemente). Si esto es usual y no sorprende a nadie en las novelas policíacas, sí, en cambio, resulta significativo el que Butor abra L'emploi du temps con un plano de la ciudad de Bleston, donde transcurren los hechos narrados. Algo parecido hace Claude Ollier al darnos en La mise en escène un plano y una panorámica topográfica del macizo montañoso africano de Djembe Anggun, en el que transcurren los sucesos principales de su novela. Uno y otro ejemplos, el de Butor y el de Ollier, nos revelan que estamos ante unas obras allegables a las policíacas por lo que tienen de enigmas de jeroglíficos, que necesitan un apoyo visual o que fingen necesitarlo.

Aproximadamente así ambas modalidades narrativas aún cabría considerar que una y otra satisfacen a ciertos intelectuales de nuestro tiempo porque en ellas, en las novelas policíacas o en las de la escuela Robbe-Trillet, encuentran -con diferente planteamiento e intención- una respuesta o solución a su necesidad de liberarse, aunque sólo sea parcialmente, de unas maneras novelescas sentidas ya como agobiantes.

Frente a un empacho de psicologismo, de trascendentalismo: frente al interminable manejo de símbolos, de mensajes, de tesis y de compromisos, de testimonios y denuncias, he aquí una posibilidad de escape diferente de la ofrecida por la trivial y fácil novelística evasiva: he aquí nada menos que una evitación o repudio sub especie novelesca de la novela misma. (A propósito de algunas de las obras francesas citadas, la crítica ha hablado de anti-roman). Habrá que considerar una vez más, hasta qué punto la literatura de nuestro tiempo reniega de sí misma, sin poder dejar de hacerlo a través de formas literarias.

imagen del texto original.

«La Estafeta Literaria», núm. 180 (1 noviembre 1959), p. 3

imagen del texto original.

«La Estafeta Literaria», núm. 180 (1 noviembre 1959), p. 11





Indice