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ArribaAbajo- II -

La carta de James Manlove, fechada en Corrientes en julio de 1866, llegó a manos del destinatario. Dos años y medio después, el capitán Erwin Kirkland, quien reincorporado a la marina de guerra de su país, comandaba la cañonera «Wasp», que traía al Paraguay al general Martin Mc Mahon, ministro de los estados Unidos acreditado ante el Gobierno de López en reemplazo de Charles A. Washburn. Kirkland obsequió a Mc Mahon el original de la carta de Manlove.

Basado en los informes de su antecesor, que había salido del Paraguay poco menos que como un prófugo de la justicia, y lanzando después terribles acusaciones contra López, proponiendo que fuera declarado enemigo del género humano, los sentimientos del nuevo ministro eran hostiles al Mariscal. Desembarcó en Angostura cuando se iniciaba la serie de batallas terribles que los brasileños llamarían la deçembrada, y asistió a su culminación en Itá Ibaté, como testigo de primera línea. Acompañó a los restos del ejército paraguayo en su trágica retirada a las Cordilleras, y residió hasta mediados del año siguiente en Piribebuy, capital provisional de la república.

De regreso en los Estados Unidos, el general Martin Mc Mahon hizo, en una serie de artículos publicados en el «Harpers Monthly Magazine» de Nueva York, un vívido relato de sus experiencias. Alude en ellos a la carta de Manlove, sin mencionar al autor. Esta omisión viene a sumarse al silencio que cae sobre el nombre del aventurero norteamericano desde fines de 1868, como si a partir de ese momento cuantos le conocieron prefirieran olvidarlo.

El Dr. Faustino Benítez fue embajador en Washington. Dedicó más tiempo a la biblioteca del Congreso que a la diplomacia. Decía que el texto completo de la referida carta de Manlove se halla inserto en el apéndice del libro de 1000 páginas que el general Mc Mahon anuncia en uno de los artículos publicados en la mencionada revista neoyorquina, y el cual permanece inédito hasta nuestros días.

La carta es muy extensa. El Dr. Benítez sólo pudo copiar de ella largos párrafos, cuya traducción al español, hecha por él mismo, solía leer a sus amigos y discípulos. Revela que el autor poseía un espíritu alerta y penetrante, que pasó desapercibido para quienes solamente observaron aspectos externos y pintorescos de su personalidad.

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Como gustaban hacer los viajeros de la época que visitaban países exóticos, Manlove escribió sus impresiones de Buenos Aires. Describe la ciudad como una factoría de 200.000 habitantes, la mitad de los cuales son inmigrantes italianos y españoles. Existe un barrio de gente de color. Se ven negros que ofician de sirvientes en las casas de las familias acomodadas. Le han dicho que los pardos y morenos son excelentes soldados, cosa a la que se resiste a dar entero crédito.

En el centro de la ciudad hay unas cuantas calles empedradas. Las demás son lodazales inmundos. Salvo unos pocos edificios públicos, algunas casas de comercio -muy bien surtidas-, y las mansiones señoriales, las viviendas son por lo general chatas, feas, de aspecto ruinoso, con huellas de la incuria y de la falta de aseo. Sin embargo, al igual que Nueva York, Buenos Aires es activa, ruidosa, cosmopolita, aunque conservando su espíritu aldeano, acaso por la proximidad de las pampas y la ausencia total de actividad fabril.

Arriban continuamente a Buenos Aires lentas caravanas de descomunales carretas de ruedas enormes, tiradas por seis y hasta diez yuntas de bueyes, y conducidas por barbados individuos de aspecto salvaje. Muchas de ellas han hecho travesías de más de mil millas por inmensas llanuras desoladas, expuestas a los ataques de los indios, y de los montoneros alzados contra la guerra del Paraguay. Acampan en una gran plaza, en pleno centro. Descargan y emprenden la marcha de regreso, que puede durar meses, a las provincias interiores, cargadas hasta el tope de productos industriales importados de Inglaterra. Algunas llegarán hasta la precordillera de los Andes; otras, hasta el altiplano de Bolivia.

Buenos Aires es la ciudad más populosa del país, y su único puerto de ultramar. Concentra el comercio exterior y acapara los derechos de aduana. El dicho puerto no merece el nombre de tal. Apenas tiene un desembarcadero de unas trescientas yardas que se interna en las aguas de río, tan ancho que no se divisa la ribera opuesta. Está expuesto a todos los vientos, sus canales de acceso son estrechos, cambiantes y peligrosos. En él fondean, sin embargo, centenares de navíos de todas las banderas.

Manlove se interesó por la historia de Buenos Aires y se explayó acerca de ella en la carta a su amigo Kirkland:

Fue, bajo el dominio de España, capital de un virreinato que abarcaba las actuales repúblicas de Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia. Rechazó dos invasiones inglesas; pero los ingleses, desde entonces establecieron sólidos y duraderos vínculos comerciales con la ciudad, y, a través de ella, con todo el país.

Buenos Aires inició y encabezó la lucha por la independencia. Se convirtió en una ciudad Estado. Organizó y dirigió ejércitos que cruzaron   —112→   los Andes, liberaron Chile y llegaron por mar hasta el Perú. Venció por mar y tierra al Brasil. Enfrentó sin arredrarse intervenciones conjuntas de Francia e Inglaterra. Puso sitio durante diez años a Montevideo, cuyo puerto es su único rival posible. Libra una interminable guerra con los indios de las pampas, numerosos, aguerridos y conducidos por caciques que son grandes estrategas, que suelen derrotar en batallas campales a los más renombrados generales porteños. Y otra guerra, intermitente, con las provincias del interior, feudo de caudillos pastores. Hubo un momento en que, cuando le fue transitoriamente imposible ejercer la hegemonía a la que se cree predestinada, se separó del resto del país hasta que nuevamente pudo ponerse a su cabeza; o montarse sobre sus espaldas, según cómo se miren las cosas, dice Manlove.

Buenos Aires se precia de ser ventana al mundo, puerta de entrada de la civilización europea hacia las pampas bárbaras. Sus enemigos la llaman la «Cartago de América».

Le han dicho a Manlove que el porteño desprecia al provinciano, quien por su parte le odia cordialmente; pero, ambos comprenden que no pueden vivir el uno sin el otro. El carácter del porteño es ágil, avisado, burlón, raras veces mezquino y nunca timorato. El provinciano es taimado, astuto, socarrón. El país ha producido desde su independencia sucesivas promociones de hombres enérgicos, inteligentes y valerosos: gauchos -pastores seminómadas que habitan las pampas-, con un ligero barniz de cultura europea. Los políticos disputan apasionada y deportivamente entre sí con la palabra, la pluma y la lanza, armas estas que los argentinos manejan con insuperable destreza. Sobre todo la primera. Decenas de periódicos polemizan con estupendo desenfado, sin detenerse en el insulto, la calumnia, la burla sangrienta.

Manlove cree que los porteños practican la libertad no en mérito de sus inestables instituciones, sino de su propio coraje.

Después de estas generalidades introductorias, Manlove entra de lleno en el tema que más le interesa: la guerra del Paraguay.

Cuenta que cuando arribó a Buenos Aires estaban llegando las primeras noticias de una gran batalla librada el 24 de mayo. Los paraguayos, en número estimado en 20.000, atacaron el campamento de Tuyutí, defendido por 50.000 soldados de la Alianza. Fue un combate terrible de asaltos a la bayoneta y cargas de caballería sobre trincheras erizadas de cañones. La carnicería fue tremenda. No se hablaba de otra cosa.

La versión oficial era que el enemigo había sido totalmente aniquilado. Sin embargo, pudo retirarse en orden, llevándose sus heridos; menos trescientos, que fueron hechos prisioneros. Entre estos   —113→   había solamente unos cuantos hombres sanos, cuya fotografía reproducían los periódicos como si se tratase de una rara especie animal.

Todos coincidían en destacar el formidable empuje del soldado paraguayo. Sus compatriotas emigrados lo atribuían al régimen de terror al que estaban sometidos, que les hacía temer más a López que al enemigo. También se afirmaba que combatían drogados con una mezcla de aguardiente de caña y pólvora; o que sus capellanes les decían que los caídos en combate resucitarían en Asunción.

El viejo general José Tomás Guido, veterano de las guerras de la independencia, en las que, según le dijo a Manlove, habían participado miles de paraguayos, despreciaba como estúpidas patrañas aquellas afirmaciones:

-Siempre han sido excelentes soldados, y como viven de lo suyo y son por eso verdaderamente libres, luchan como leones en defensa de sus hogares. Y a fe que saben lo que hacen. Si los brasileros vencen al Paraguay no dejarán piedra sobre piedra. Ya en 1829, Correa da Camara, plenipotenciario del Brasil ante el gobierno del Dictador Francia, dijo en un extenso informe, que tuve a la vista, que era preciso acabar con aquel coloso naciente, y que la única manera de lograrlo era ajustando una alianza con Buenos Aires. Los objetivos de esta guerra están claramente expuestos en el Tratado Secreto de la Triple Alianza, cuyo texto López hace aprender de memoria a sus conciudadanos.

El mayor Manlove conoció al general Guido en una visita que hizo a la redacción del diario «La América», en compañía del poeta Carlos Guido y Spano, quien por su aspecto le recordaba a Walt Whitman. Describe al general Guido como a un hermoso anciano de maneras distinguidas y trato muy afable. Como Manlove conocía poco el español, el general tuvo la amabilidad de explicarle en un inglés clarísimo sus opiniones sobre la guerra del Paraguay.

Los brasileños habían intentado intimidar a los paraguayos en 1855, enviando contra ellos a la Flota Imperial. La expedición acabó en el fiasco y el ridículo, lo que provocó un escándalo en la corte, el parlamento y la opinión pública del Brasil. Oleadas furiosas de indignación y de vergüenza exigían la inmediata reparación del honor descangalhado.

-Pero, por fortuna para ellos, los brasileros tienen estadistas. Habían comprendido estos que con las solas fuerzas del Imperio sería imposible vencer a los paraguayos.

A pesar del fracaso diplomático y militar, la expedición había sentado un precioso precedente: los buques de guerra brasileños pudieron atracar, reabastecerse, desembarcar marineros y soldados en puertos argentinos sin obstáculo ni oposición algunos, como si hicieran   —114→   uso de un derecho. Desde ese momento, la estrategia de la cancillería brasileña de Itamaratí estuvo dirigida a transformar la condescedencia en alianza:

-Yo era entonces ministro de relaciones exteriores del general Urquiza, presidente de la Confederación Argentina, con capital en Paraná. La provincia de Buenos Aires, que estaba segregada y tenía su propio gobierno, había dado muy buena acogida a la expedición naval brasilera. En Paraná los brasileros hicieron grandes esfuerzos para arrastrarnos a una guerra contra un vecino que era nuestro amigo y que no nos había agraviado en absoluto. El general Urquiza nunca dice que no de entrada; prefiere esperar que se desarrollen los asuntos, a ver si se le presenta la ocasión de sacar una tajada. Es hombre muy comerciante. Le dijo a los brasileros que para empezar a hablar de una posible alianza era preciso que previamente el Brasil reconociese la validez de las reclamaciones territoriales que la Argentina hacía al Paraguay. No aceptaron el trato. Estaban furiosos contra los paraguayos, pero no perdían de vista que sus rivales permanentes en esta parte de América somos los argentinos. Ahora mismo el Tratado de Alianza está siendo criticado en Río de Janeiro por las concesiones que hace a mi país, que son las mismas que en su momento reclamó el general Urquiza. Puede estar usted seguro, mi estimado mayor Manlove, que si se gana esta guerra no consentirán nuestros aliados brasileros que la Argentina recoja su parte del botín.

Causó extrañeza a Manlove que el general Guido, antes que indignado, se mostrase divertido. Es que, como acotaba el Dr. Benítez, el viejo zorro las había pasado todas:

-El general José Tomás Guido era un magnífico ejemplar del patriciado porteño. Cincuenta años atrás había acompañado al general San Martín en su gesta libertadora a Chile y al Perú, por las nevadas cumbres de la cordillera de los Andes y los infernales desiertos de Atacama. Fue uno de los apuestos oficiales «buenosaireños» que enloquecían a las limeñas encantadoras. Terminada la guerra de la independencia, participó en las guerras civiles y en la guerra contra el Brasil. Sirvió brillantemente a la endiablada diplomacia del «Restaurador de las Leyes» Juan Manuel de Rosas. Derrotado este por Urquiza, Guido pasó al servicio del vencedor. Vio nacer, crecer y derrumbarse Estados, gobiernos, hombres, en frenético caleidoscopio. La lengua viperina de Domingo Faustino Sarmiento dijo que Guido había llegado a general haciendo reverencias. Desde luego es un infundio dictado por pasiones políticas del momento. El general Guido pertenecía a la pléyade innumerable de personalidades extraordinarias que, durante el medio siglo que siguió a la independencia, produjeron las aldeas llamadas ciudades de Cuyo, del Tucumán, de las llanuras   —115→   rioplatenses. Vivieron intensa, apasionadamente, tomando partido en todas las contiendas. Hoy, entreverados con la indiada, bebían sangre de potro; mañana champagne en las cortes europeas; estaban en su elemento en un palacio como debajo de una carreta. Generosos, corajudos, pícaros, maniobreros, con un corazón grande como sus montañas y abierto como sus pampas.

-Pero los brasileros son previsores, astutos y cavilosos -prosiguió el general Guido-, y muy tenaces. Si no ganan, empatan, nunca pierden; saben esperar, no se impacientan; no persuaden, corrompen; no conquistan un corazón, lo compran; antes que pelear, hacen como los monos, amenazan, intimidan, y si esto no resulta, ponen violín en bolsa y esperan la ocasión para la puñalada trapera; prefieren meter un burro cargado de oro en una fortaleza que tomarla por asalto. Así avanzaron desde la línea de Tordesillas hasta la cordillera de los Andes; les sacaron un pedazo a todos sus vecinos, sin excepción, y jamás perdieron un palmo de terreno. Pero, como los paraguayos no se asustaban, ni se dejaban sobornar y se las arreglaban con sus propios burros, no hubo más remedio que pelear, y para eso procuraron comprometer a la Argentina.

El general Guido, muy contento de tener un interlocutor que no podía darse a la fuga como los redactores de «La América» -que sostenía de su peculio-, se extendió en antecedentes que, como suponía, el norteamericano ignoraba por completo:

-El proceso que condujo a la guerra del Paraguay es una obra maestra de diplomacia diabólica, ejecutada pacientemente, paso a paso, a lo largo de una década, sin perder nunca de vista el objetivo: destruir al Paraguay. El gran error de López no fue tanto el haber precipitado la guerra como el haber creído que podría evitarla. Para hacerse invencible le hubieran bastado tres o cuatro buenos buques de guerra, 20.000 modernos rifles de fulminante y dos docenas de cañones capaces de perforar el blindaje de los acorazados brasileños. Prefirió invertir el dinero en otras cosas. Pudo haber conseguido un empréstito, pero estaba, como su padre, encaprichado con la idea de que para preservar la independencia de su país no debía endeudarlo en absoluto. En consecuencia, nadie, salvo los propios paraguayos, tiene intereses que defender en el Paraguay. Cuando quiso hacerlo ya era demasiado tarde. He oído decir que López debió haber esperado recibir los cuatro acorazados que mandó construir en Europa, antes de empezar la guerra. Es un disparate. ¡Como si los brasileros fueran tan estúpidos para permitirle que se hiciera de las cartas del triunfo antes de iniciar la partida!

Según el general Guido, el pacto de Alianza se selló en las Puntas del Rosario, un villorrio del Uruguay, meses antes del estallido de la   —116→   guerra. De lo que se trató en adelante fue de hacer que los paraguayos apareciesen como agresores.

-Lo consiguieron tendiéndoles una trampa que es una de las maniobras magistrales de la historia de la diplomacia. Sus principales artífices podrían enorgullecerse de ella si no fuera tan innoble, y sus consecuencias tan desastrosas. Fueron ellos José María da Silva Paranhos, viejo amigo del general Urquiza, quien seguramente intervino también en la conjura, aunque jugando a las dos cartas, como es su costumbre; y el correveidile Rufino Elizalde, un vivillo porteño de poca monta, ávido y sinvergüenza, a quien los brasileños casaron con la hija de su ex ministro Pereira Leal, uno de los más enconados enemigos del Paraguay, al que el viejo López había sacado a empellones de su despacho, provocando el envío de la flota Imperial al mando del almirante Ferreira de Oliveira. El barón de Mauá, dueño de la poderosa banca del mismo nombre, asociada a los Rothschild, aceitó los engranajes y apaciguó los ímpetus paraguayistas de Urquiza y otros caudillos federales. Bartolomé Mitre, general entre los poetas y poeta entre los generales, autor de una dantesca traducción del Dante y de una biografía de Belgrano que, según mi amigo Vélez Sarfield, es la historia de un zonzo escrita por otro zonzo, dejó hacer a su ministro Elizalde con algunas reticencias, pero acabando siempre por ceder a los hechos consumados. Mitre es personalmente un hombre honesto, que avala su integridad con la pobreza y suple con laboriosidad su monumental mediocridad. Seguramente creyó de buena fe que la guerra sería beneficiosa para la Argentina, cuyos intereses identifica con los del puerto de Buenos Aires. La tragedia que vivimos se debe a que todos se equivocaron: López, Paranhos, Elizalde, Mitre, el barón de Mauá, Pedro II. Creyeron que la guerra sería breve y costaría poco dinero, el cual sería recuperado con creces porque, como dijo el badulaque de Elizalde, «abriría el Paraguay al libre comercio». Pensaron que se desarrollaría en una campaña y se decidiría en una batalla campal. Era lo que había ocurrido siempre hasta entonces en Europa y el Río de la Plata. La guerra de secesión norteamericana no había terminado todavía, para extraer de ella útiles lecciones de lo que ocurre cuando se enfrentan, con los recursos de la moderna industria, dos maneras de vivir y entender la vida. Además, para asombro y estupor de quienes no los conocían, los paraguayos resultaron magníficos combatientes, y su Estado, lejos de derrumbarse, se fortaleció.

Al llegar a este punto, comentaba el Dr. Faustino Benítez:

-Sería falso suponer que López cayó torpemente en una trampa cazabobos, como parece sugerir el general Guido. López estaba bien informado y conocía los bueyes con que araba. «¡Mi compadre desconfía!», exclamó el general Urquiza ante la cautela de López, a   —117→   quien incitaba a lanzarse a la guerra con la promesa de intervenir apenas su «compadre» la iniciara. Pero, en política, como en ajedrez, se plantean situaciones en las que las respuestas son obligadas. La supuesta maestría brasilera consistió en iniciar el juego en un momento en que sus piezas duplicaban en cantidad, valor y ubicación en el tablero a las del adversario, al que le tocaba jugar y tenía un solo movimiento que podría salvarlo. No hay que exagerar como hizo el general Guido, el talento del jugador que ha dispuesto a su gusto las piezas en el tablero antes de empezar la partida, y que una vez iniciada no vacila en hacer trampas. Pasando del ajedrez a las barajas, López, jugando con tahures, tenía una única carta, y la alternativa de jugarla o ir al maso y rendirse.

-El único que vio claro fue Lord Stapleton -continuó diciendo el general Guido a James Manlove, según este refiere en su carta a Erwin Kirkland-; me lo dio a entender a la manera de los indios, con señales de humo de su pipa. La guerra sería un magnífico negocio para quienes supieran invertir. Pero, ya soy demasiado viejo para adaptarme al cinismo de los tiempos. Por eso he alentado la fundación de «La América», que publicó en Buenos Aires el Tratado Secreto de la Triple Alianza, revelado en Londres por Lord Rusell para que los inversionistas británicos supiesen a qué atenerse. Es poco lo que puede hacer este periódico, habida cuenta de la sangre derramada, de las pasiones encendidas, del dinero gastado y las enormes deudas contraídas con la banca internacional. Estamos metidos hasta el cuello en la trampa que la cancillería brasilera imprudentemente tendió a los paraguayos. Sin embargo, «La América» salvará al menos en parte el honor de la Argentina, arrastrada a participar en el asesinato premeditado y alevoso de un pueblo hermano.

Según el Dr. Benítez, la lectura de la carta del mayor Manlove habría influido para que el general Martin Mc Mahon, apenas desembarcado en Angostura el 12 de diciembre de 1868, se revelara como un firme partidario del Paraguay y de López.



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ArribaAbajo- III -

Sobre las barrancas del Paraná está la ciudad argentina de Corrientes. El río tiene allí una legua de anchura y se ensancha hacia el norte como un mar de aguas leonadas en la confluencia con el río Paraguay, llamada las Tres Bocas. El panorama es espléndido y se halla soberbiamente engalanado. Recalan dispersos hasta perderse en el horizonte un centenar de navíos de la formidable flota Imperial del Brasil: acorazados, cañoneras, patachos, transportes, avisos, cargueros, chatas artilladas. La bandera verde de corazón amarillo flamea orgullosa al viento que levanta marejadas, abrumando con su número a la celeste y blanca bandera argentina. Se apiñan en el puerto vapores a rueda o hélice, veleros, chalanas, chatas, falúas, ágiles piraguas tripuladas por atléticos indios semidesnudos del Gran Chaco, que se extiende en la margen opuesta, salvaje, impenetrable. Como fondo solemne de la sirena de los barcos, el ruido de las máquinas y el griterío de la multitud, retumba a lo lejos la artillería aliada que bombardea incesantemente las posiciones paraguayas. La guerra está aguas arriba, en el ángulo que forman al encontrarse los ríos Paraná y Paraguay. Los aliados han perdido en seis meses 50.000 hombres, y apenas han avanzado 15 quilómetros. De tanto en tanto, los cañones paraguayos hacen tiros aislados de puntería infalible. Se les distingue por su sonido agudo y quejumbroso. Rudos soldados se persignan por el alma de algún compañero.

La otrora soñolienta villa colonial de San Juan de Vera de las Siete Corrientes, que se siente hija de Asunción, cuyos habitantes hablan igualmente en guaraní, se ha llenado de soldados, marineros, proveedores, mercachifles, prostitutas y aventureros de toda laya. El oro de los empréstitos corre a raudales.

Malhumorado y solitario en una miserable taberna del puerto, James Manlove se está bebiendo los restos de su viático. Mitre ha cumplido la promesa de traerlo hasta allí, pero no hay modo de seguir adelante. Acaba de librarse la terrible batalla de Sauce-Boquerón. Ambos bandos se atribuyen la victoria. En asquerosos hospitales gimen millares de heridos, a la mitad de los cuales matará la gangrena o el dolor sin alivio. Un grupo de oficiales brasileños irrumpe en el boliche cantando y bailando alegres aires de su tierra.

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Al ver a Manlove, se detienen a observarlo con sonriente curiosidad.

-¡Eh meu amigo! -le dice uno de ellos, pasándole un vaso de cachaza-, ¿gosta beber una caipirinha com a gente?

Manlove apenas entiende el español y nada de portugués. Sus ojos enturbiados por el alcohol incorporan aquellos rostros morenos y aquellas motas que asoman de los quepis al amplio concepto de la negritud que tienen los sudistas.

-I don't drink whith niggers! -gruñe, escupiendo.

-¿Qué é o que diz?

-Que no chupa con macacos -traduce Lucio V. Mansilla, que se encuentra por ahí con unos cuantos oficiales argentinos.

-¡Macaco é voce! -se indignan los brasileños, y se le van encima.

Manlove se levanta y les sacude una paliza fenomenal.

Se ha ganado la simpatía de Lucio V. Mansilla, Marquitos Paz, Dominguito Sarmiento y otros dandys del patriciado porteño, muchos de los cuales caerían como bravos dos meses después en la batalla de Curupayty. Le llevan por todas partes y se divierten con él y a su costa. Lo exhiben como un oso amaestrado. Le azuzan para meterlo en líos y para esto «Jaimito el Amoroso», como le han apodado sus nuevos amigos, está mandado hacer. Bailan en los suburbios con paisanitas descalzas. Se pavonean en los patios enladrillados de la burguesía paraguayista. Devoran asados suculentos en las estancias de los alrededores. De regreso, galopan por las calles. Manlove, sin detenerse, con cinco tiros de revólver estampa la «M» de su apellido en el muro de la casa del gobernador.

-¡Así voy a matar al cacique López, que los tiene empantanados en sus esteros! -grita.

La guardia lo persigue, enlaza, derriba del caballo, sujeta, amarra y lleva preso cargándolo como un fardo, sin hacer caso de los gritos y protestas de los compañeros de Manlove, que sin embargo ríen a carcajadas y no acuden en su auxilio. Pero enseguida van a ver a don Manuel I. Lagraña, gobernador de la provincia de Corrientes. Tras su empaque de señorón, don Manuel es un gauchazo y un taimado político. Le conviene quedar bien con las influyentes familias de esta brillante muchachada porteña. La guerra es impopular en la provincia, que simpatiza con los paraguayos. Lagraña se mantiene en el cargo por la presencia del ejército aliado. En su opinión el tiroteo no ha sido más que travesura de muchachos. Manlove es puesto en libertad. Esa noche cenan todos juntos en la gobernación como invitados de don Manuel. A veces se escucha el remoto tronar de los   —120→   cañones. Cuando esto ocurre, Manlove se levanta de la mesa, olfatea, da vueltas por el patio. «Creíamos que se pondría a ladrar», recordaría Mansilla años después.

Los brasileños no le guardan rencor pero lo vigilan discretos. Les gruñe la sospecha de que algo se oculta detrás de tanto alboroto. No padecen ni de la despreocupada confianza ni de la cándida indiscreción de sus aliados argentinos. Charles A. Washburn ha venido a Corrientes. Está furioso porque no le dejan pasar al Paraguay. Saben que el ministro norteamericano recibe con frecuencia al mayor Manlove, interviene en su favor cuando se mete en dificultades y le provee de dinero.

En realidad, Mr. Washburn no sabe qué hacer con la monada de compatriota que le ha tocado en suerte. Manlove no tiene un centavo y el ministro no tiene ganas de pagarle el pasaje de regreso a los Estados Unidos. Entonces le aconseja que busque la manera de acercarse al frente y cruzar las líneas. Que se vaya al Paraguay o al mismo infierno, con tal de que abandone Corrientes y le deje en paz. No se imaginaba Mr. Washburn que aún tendría que rascarse aquella sarna mucho tiempo.

Los aliados están preparando la ofensiva que culminaría en la masacre de Curupayty. Los oficiales argentinos, que deben regresar a sus puestos, deciden llevar consigo a Jaimito el Amoroso. Se les ofrece una gran fiesta de despedida a la que concurre lo más granado de la sociedad correntina. Un periódico hace la crónica. Destaca entre la concurrencia al mayor James Manlove, «un excelente tirador al servicio de los aliados, que marcha, rifle en mano, a cazar oficiales paraguayos».



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ArribaAbajo- IV -

Manlove y sus amigos porteños se embarcan en Corrientes y pisan tierra paraguaya al pie de las ruinas del fuerte Itapirú, el mismo desde donde pocos años antes había partido el cañonazo contra el buque de guerra norteamericano «Water Witch», que retumbó en el mundo entero y atrajo por primera vez la atención internacional hacia la minúscula e insolente república selvática.

Itapirú es un vasto emporio creado por la guerra, en el que florecen la voluptuosidad y la depravación. Corre abundantemente el oro, moneda con que se paga a los soldados. Tiene iglesia, imprenta, periódico, teatros; bulliciosas salas de baile, de juego; prostíbulos. Hay también una sucursal de la Banca Mauá, que viene a ser así la primera institución de su tipo en el país y el primer banco extranjero instalado en el Paraguay. Tiendas, casillas, puestos de venta que enarbolan banderines, gallardetes, exhiben carteles en portugués y castellano, forman calles llenas de gente de uno y otro sexo, de muchas razas y naciones. Hay ruido, movimiento, alegría y suciedad. Los bosques, bañados, pajonales y barrancas de las cercanías están infestados de desertores convertidos en forajidos, que viven de la rapiña y practican el degüello.

Hicieron a caballo el corto trayecto hasta el campamento de Tuyutí, en el que está concentrado el grueso del ejército aliado, a tiro de cañón de Paso Pucú, cuartel general de López, y frente por frente de las trincheras del Cuadrilátero, que rodean y hacen de avanzada a la fortaleza de Humaitá.

Tuyutí es una loma cubierta de pastos duros, árboles y palmeras desperdigados al azar, que se eleva entre el Estero Bellaco Norte y el Estero Bellaco Sur, los cuales desaguan formando profundos riachos, lagunas y marjales que llegan hasta el río Paraguay y su confluencia con el Paraná. Mirando al norte y a la izquierda, está el enmarañado bosque del Sauce, con sus profundos boquerones. La «tierra de nadie» es un laberinto de potreros, bosquecillos de arbustos achaparrados y palmeras enanas. A la derecha hay un extenso palmar y una pradera. Aunque húmeda y anegadiza, la región no es insalubre. El agua de los esteros y lagunas es cristalina y potable.

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En Tuyutí se detuvo el avance aliado después de la gran batalla librada el 24 de mayo, dos meses antes del arribo de Manlove. Le siguieron Yatayty-corá, Sauce-Boquerón, innumerables encuentros de avanzadas y un incesante duelo de artillería. Se veían prados y montes ennegrecidos por el fuego; árboles rotos, caídos, desgajados; osamentas de caballos, cadáveres insepultos, cañones desmontados, carretas hechas pedazos. Grandes bandadas de cuervos volaban en círculos entre los grumos grises que subían al cielo tras el estallido de las bombas, «como las almas de los muertos», según el decir de los soldados.

El campamento estaba defendido por una línea semicircular de trincheras, y, en el centro, por un reducto rodeado de un foso y un alto terraplén erizado de cañones. En no más de diez quilómetros cuadrados se hacinan 50.000 soldados, una cantidad de mujeres y no pocos niños. Multitud de mercachifles han instalado, en barracas improvisadas, tabernas, casas de juego, prostíbulos, sastrerías, peluquerías y tiendas en las que pueden adquirirse conservas importadas, vinos finos, sedas y miriñaques. Hay además 10.000 caballos, bueyes y mulas de tiro. El ganado para el consumo se faena allí mismo, en las distintas divisiones. Corren de un lado a otro ratas enormes, cebadas, agresivas. Tuyutí es un chiquero. Su olor nauseabundo se percibe desde lejos. Está envuelto en una densa nube de moscas, de las que los paraguayos se defienden haciendo humo en sus trincheras. La mortandad provocada por las enfermedades es espantosa.

La carne que suministran los proveedores es tan mala que da asco comerla. Esto explica por qué el mayor Lucio V. Mansilla -que llegaría a ser autor de «Una excursión a los indios ranqueles», clásico de la literatura argentina-, guardó tan vívido recuerdo del asado que le ofrecieron de bienvenida cuando se reincorporó a su batallón, trayendo consigo a James Manlove.

Era un magnífico costillar, seguramente robado del rancho de algún general. El banquete se realizaría al día siguiente. Fueron invitados varios oficiales cuyanos, con la condición de que aportaran dos damajuanas de vino de Mendoza. Pero, ocurrió que esa misma tarde Mansilla recibió la orden de alistar su batallón para un reconocimiento en descubierta, que se iniciaría a la madrugada.

-Tanto mejor -dijo Mansilla-, nos comeremos el asado lejos de esta pocilga.

Mandó decir a los cuyanos que acudieran al mediodía a un lugar determinado, a la derecha de Yatayty-corá. Después hubo reunión de oficiales, a la que Manlove asistió como convidado de piedra. Su escaso conocimiento del español y su experiencia militar bastaron para que entendiera de qué se trataba.

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El batallón de Mansilla marcharía en el centro, flanqueado por dos batallones brasileños. Llevarían seis piezas de artillería. Como reserva, a retaguardia, un regimiento de caballería riograndense y otros cuatro batallones de infantería. El destacamento, de unos 3.000 hombres, sería mandado en jefe por el general Garmendia.

Debían limpiar el frente de francotiradores, que causaban muchas bajas, y de puestos de observación de artillería, que, por medio del telégrafo, dirigían los tiros endiabladamente precisos de los cañones paraguayos. Se intentaría además alejar a los pomberos, que noche tras noche se infiltraban en el campamento, recogían información, apuñalaban a los centinelas y capturaban prisioneros. Debían estar preparados para el caso de que los paraguayos decidieran hacerles frente o intentasen tender una emboscada. No debía repetirse lo ocurrido en Yatayty-corá, en que los batallones eran fusilados a mansalva a campo abierto a medida en que iban entrando sucesivamente en combate.

Todos estuvieron de acuerdo con que Manlove fuese de la partida, en calidad de observador e invitado al banquete.

Estaban en invierno y hacía mucho frío. Con las primeras luces se pusieron en marcha, desplegados en sucesivas líneas de tiradores. Los oficiales galopaban en la neblina, embozados en sus ponchos, dando órdenes a gritos. Las desigualdades del terreno descomponían la formación; a cada rato era preciso detenerse para alinear las tropas. Se avanzaba muy lentamente. Cada cien pasos se hacía alto para destacar guerrillas, que no se alejaban mucho, y se continuaba la marcha con extremada cautela. Hubo tiros y alarmas provocados por caballos que aparecían de repente dando coces y relinchos y escapaban atropellando la maleza como ciervos salvajes.

-Se han vuelto locos en la batalla del 24 de mayo -explicó el mayor Mansilla, que cabalgaba junto a Manlove entre la primera y segunda línea-. A muchos gringos enganchados les pasó lo mismo. Fue una cosa tremenda, imposible de describir.

De tanto en tanto encontraban cadáveres momificados. Eran de paraguayos.

-Se quemaron cientos de ellos en piras formadas por una capa de leña y otra de muertos; pero siempre aparecen más. Debe haber alguna razón por la que no se descomponen, y quedan así, con la piel estirada sobre el esqueleto. Se metieron por todas partes. Durante cuatro horas hubo una matanza terrible, hasta que, de pronto, se retiraron en buen orden llevándose a sus heridos, a los que nunca abandonan. Los pocos prisioneros que hicimos no se podían mover. Pelean hasta morir. López los tiene embrujados.

  —124→  

-No comprendo por qué los aliados no contraatacaron de inmediato y pusieron fin a la guerra.

-Hay que haber estado allí para entenderlo. Los que salimos ilesos no estábamos en condiciones de seguir la fiesta. Tuvimos como 8.000 bajas y un desorden completo. Los brasileros y uruguayos se llevaron la peor parte. Batallones enteros fueron completamente aniquilados a golpes de sable y bayoneta. Los paraguayos no trajeron artillería y apenas hacían uso de sus fusiles de chispa. Nos salvaron los cañones emplazados en reductos, que disparaban a mansalva contra los entreveros, matando a tirios y troyanos. Desde entonces no salimos de esta maldita loma, donde los piojos, las moscas y las ratas nos causan más estragos que el enemigo.

-¿Es cierto que los atacantes fueron exterminados?

-Tuvieron muchas bajas, pero no creo que tantas como se ha dicho. De otro modo, ¿cómo pudieron retirarse en orden, llevándose a sus heridos? Y son ellos los que desde entonces provocan las peleas. Se divirtieron fusilándonos en Yatayty-corá y nos dieron una tremenda paliza en Sauce-Boquerón. Ahora preparamos una ofensiva. Mucho me temo que yendo por lana salgamos trasquilados.

Al despejarse la neblina comenzó el cañoneo. Disparaban a un tiempo sobre las invisibles posiciones paraguayas las baterías de Tuyutí y los buques de la escuadra brasileña, apostados en el río Paraguay.

El fuego es tremendo. El cielo intensamente azul se va llenando de nubecillas moradas. Rompe de pronto un concierto de berridos estridentes, multitudinarios, disonantes, que producen denteras.

-¿Qué diablos es eso? -preguntó Manlove, sorprendido.

Mansilla se echó a reír:

-Son los paraguayos que se burlan de nosotros. Lo que oyes son unas cornetas de cuerno a las que llaman turututú. Con ellas respoden a nuestra artillería. No tienen balas para desperdiciar. Recogen las nuestras que no han estallado y cuando se les antoja nos las mandan de vuelta. Tiran sobre seguro y casi siempre dan en el blanco. A mí me acertaron una vez, mientras tomaba mate. Casi no cuento el cuento. Flores y Mitre se salvaron de milagro. Nos tienen en la mira y nosotros no sabemos dónde están.

Tardaron como una hora en cruzar un riacho, cuya helada corriente llegaba a los infantes hasta la cintura. Siguieron por un terreno bajo y pantanoso. Las ruedas de los cañones se hundían hasta los ejes y a menudo se atascaban en el barro. La infantería no daba un paso sin la artillería. Por fin salieron, después de tantas demoras, a un lugar seco donde comenzaba una pradera, al término de la cual había un monte de palmeras y matorrales, que, mil yardas más adelante,   —125→   penetraba en ella como una cuña. Se destacaron avanzadas, se emplazaron los cañones; la tropa se sentó a descansar sin romper la formación. Como por arte de magia aparecieron pequeñas fogatas que los soldados encendían para calentar el agua para el mate. Mientras marchaban cada uno había venido recogiendo una provisión de leña seca. Manlove pensó que por tontos que fueran los paraguayos, tendrían con tales señas una idea exacta del número y despliegue del destacamento aliado. Calculó que en toda la mañana se había avanzado menos de una milla.

-Son manías de los jefes -explicó Mansilla-, que se empeñan en aplicar el reglamento en estos andurriales, porque, a diferencia de nuestros soldados, le tienen un miedo cerval a los paraguayos. La infantería enemiga es mucho más ágil que la nuestra. Se desplaza rápidamente en grupos, marchando en fila india, y cuando tiene que formar, lo hace en un santiamén. Tiene pocos oficiales; la base de su organización son los sargentos.

Los oficiales del batallón se reunieron en un bosquecillo desde el que se dominaba un amplio sector del frente. Los ordenanzas encendieron una fogata para asar la carne, que les había seguido a lomo de mula. Se aflojó la cincha y se quitó el freno a los caballos para que mordisquearan la hierba en el lugar más cubierto, atados con sus cabestros. Manlove observó complacido la solicitud y el cariño con que sus amigos argentinos trataban a los caballos.

Circuló el mate, un brebaje amargo, caliente, reparador. Cuando la hoguera hubo producido suficientes brasas, un costillar y grandes trozos de carne, clavados en estacas, comenzaron a despedir un delicioso olorcillo. Era un hermoso mediodía invernal. Los oficiales se echaron sobre sus ponchos extendidos en el suelo. Habían callado los cañones. No se oía un solo disparo. Era la paz.

Al rato llegaron los cuyanos con el vino. Traían dos guitarras y ya venían entonados. Los músicos se sentaron en un tronco caído y entre todos cantaron con voz arrastrada y nasal movidas cuecas cordilleranas:


¡Ay San Juan, ay San Juan,
mi tierra queri'iiida'aaa!
¡Ay San Juan, ay San Juan,
por ti doy la vi'iiida'aaa!



Circuló el vino. Manlove pidió prestada una guitarra y cantó una balada irlandesa, cuyo estribillo en inglés fue prontamente aprendido y coreado por los jóvenes argentinos. Cuando estuvo el asado cesó la música. Los comensales tomaban un gran trozo de carne, le clavaban   —126→   los dientes y la cortaban al ras de los labios con sus facones filosos como navajas de afeitar. Manlove optó por el procedimiento menos peligroso de hacer uso de manos y de su poderosa dentadura. Los hombres chacoteaban como muchachos, se hacían bromas pesadas. Era una fiesta campestre y no la guerra.

-¿Dónde están los paraguayos? -preguntó Manlove, de sobremesa.

-Por todas partes, mi amigo; es mejor no pensar en ellos, porque trae mala suerte. En cualquier momento puede caer uno de nosotros con un agujero entre ceja y ceja. Como ellos dicen, cuando yerran meten la bala en un ojo.

-¿Con fusiles de chispa?

-Esos nomás los usan para hacer un poco de humo. Tienen poco alcance y las heridas que causan no son graves. Pero en cada escuadra, el mejor tirador está armado con una carabina a la minié. No pelea en formación. Salta de un lado a otro y dispara cuando quiere, desde la posición más ventajosa. Le asiste un «guaino» o aprendiz, que se hace cargo del arma si el riflero es herido. No fallan nunca. En Yatayty-corá, que fue principalmente un cruce de fuegos de infantería a campo abierto, hicieron mucho estrago, sobre todo entre los oficiales. Nos cazaban como a pajaritos. Desde entonces los oficiales brasileros visten el mismo uniforme que la tropa, pero de poco les vale.

-¡Son de malicio'oosos esos baaarbaros! -remató uno de los cuyanos, provocando un estallido de hilaridad general.

Manlove observó un tanto extrañado que los argentinos no expresaban rencor alguno contra los paraguayos. Por el contrario, parecían sentir por ellos simpatía y admiración. Les atribuían hazañas extraordinarias.

El veterano sudista sabía por experiencia que dos ejércitos que han estado enfrentados mucho tiempo se conocen íntimamente, como si se establecieran entre ellos contactos misteriosos. Comparten idéntico infortunio y una misma aventura; un juego horrible pero apasionante en el que se tensan hasta el límite las energías del hombre.

Le contaron que en Sauce-Boquerón se oyó gritar a los oficiales paraguayos que no tirarán contra los pymorotí, los «patas blancas» argentinos, así llamados por el color de sus polainas, que retiraban heridos del boquerón infernal. Los uruguayos presentaron armas y retiraron el cadáver del bravo coronel Palleja de treinta pasos de la trinchera enemiga, sin que les dispararan. El capitán paraguayo Olavarrieta, al frente de su regimiento de caballería, cruzó dos veces de parte a parte, combatiendo, la retaguardia de Tuyutí el día de la gran batalla. En el momento en que se lanzaba a una carga final contra la   —127→   multitud de infantes brasileños que le rodeaban, se oyó gritar a estos: «¡Dexa o bravo!» Olavarrieta, y el puñado de hombres que le quedaban, pasaron al galopín por la brecha que les abrieron sus caballerosos adversarios.

El paraguayo más temido y admirado era el alférez José Matías Bado.

Oriundo de la región, la conocía al dedillo. Consumado jinete, poseía una audacia inmensa, astucia extraordinaria y fuerza descomunal. Solía partir a un hombre de un sablazo desde a la coronilla a la verija. Reputaba mal sableador al que de un limpio tajo no cercenaba una cabeza. Estaba al mando de un grupo escogido de pomberos, que recibían doble ración del rancho del propio Mariscal López, y no cumplían otro servicio que infiltrarse noche tras noche en el campamento aliado en busca de información.

-El Mariscal López no se conforma con informes verbales. Si un pombero dice que ha estado en la carpa de Mitre, ha de llevar como prueba por lo menos una carta de la esposa de nuestro comandante en jefe, como ya ha ocurrido una vez, aunque usted no lo crea, amigo Manlove.

Se toman grandes pero inútiles precauciones contra los diabólicos pomberos.

Hasta entonces no había sido capturado ninguno. Los pomberos se cubren de pies a cabeza con una capa de cerda de caballo, lo que les asemeja al duende del que tomaron el nombre; o se visten con hojas de palmera, para confundirse con los yataí que abundan en la región. Se comunican entre ellos con silbidos tan agudos que apenas son perceptibles para el oído humano. Los perros, en vez de ladrarles, les huyen temerosos y se esconden gimiendo. Los macacos, supersticiosos e ignorantes, les temen como a engendros del otro mundo, y practican, para conjurarlos, mascaradas y ritos africanos. Bado y sus hombres se pasean entre las carpas, llevándose siempre, al cabo de sus visitas, uno o dos prisioneros. Les interesan los periódicos. Se dice que los adquieren de la tienda de un italiano al que han conseguido sobornar. Algunas veces los centinelas tienen tiempo de gritar pidiendo socorro. En este caso, dos o tres pomberos se encargan de reducirle mientras los demás abren fuego contra quienes acuden a auxiliarle. Después se meten en los esteros y desaparecen. El alférez Matías Bado tiene un caballo amaestrado al que monta en pelo y sin bridas. Se acerca oculto por el cuerpo del animal y cae de pronto sobre una formación en descubierta, agarra a un hombre del cuello y lo lleva colgando como si fuera de paja, a todo galope, lanzando ese salvaje alarido que los paraguayos llaman sapucai.

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James Manlove, experimentado catador de fantasías castrenses, escuchaba estas consejas con beneficio de inventario. No podía adivinar el paradójico papel que jugaría el alférez José Matías Bado en el proyecto de corsarios y en la elección de alternativas por parte de la Historia.



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ArribaAbajo- V -

A las tres de la tarde la artillería aliada reanudó el bombardeo. Esta vez los paraguayos no hicieron sonar turututúes. Tres baterías, al parecer emplazadas a media milla una de la otra, comenzaron a disparar por turnos: a la salva de la primera seguía la de la segunda y luego la de la tercera; tras una breve pausa, empezaban de nuevo por el centro, la derecha o la izquierda, como si marcasen los compases de un «cielito». El efecto de tal ritmo de fuego entre el desordenado tronar de la artillería aliada tenía un efecto inquietante y embriagador.

Los oficiales argentinos, algunos de los cuales se habían quedado dormidos sobre sus pochos, se pusieron de pie y se dirigieron a sus cabalgaduras para apretarles la cincha y ponerles el freno. Los cuyanos se alejaron al galope hacia el campamento, robándose de ida los restos del asado sin que sus camaradas porteños lo advirtieran hasta que ya no hubo modo de impedirlo, como lo denunciarían rencorosamente años después en sus «Memorias» de la guerra del Paraguay.

El mayor Mansilla, seguido de Manlove, salió del bosquecillo y observó la pradera que tenían delante. Sin aguardar órdenes, los oficiales se iban a sus puestos. Los soldados, que habían estado descansando en los pastizales, juntaban sus cosas y se ajustaban el correaje. El cielo volvió a llenarse de redondas nubecillas. Los cañones paraguayos no salían de su tranco machacón.

-Están tirando desde el Sauce y Paso Gómez -explicó Mansilla a Manlove, señalando hacia la izquierda-. Todavía no nos ha tocado a nosotros, pero no tardarán.

Se oyó una tremenda explosión hacia Tuyutí. Se elevó una negra columna de humo. Vieron los resplandores de un incendio. Manlove comprendió que en el campamento había estallado un polvorín. Se produjo una inmensa gritería en dirección a las posiciones paraguayas. Enseguida una banda se puso a ejecutar a todo trapo una suerte de exaltado minué. La música producía un efecto arrobador entre los gritos de júbilo y el tronar de los cañones.

-López sabe levantar el espíritu de sus tropas -comentó el mayor Mansilla-, ha convertido la guerra en una fiesta. La noche que siguió a la batalla de Tuyutí la pasaron celebrando con músicas y   —130→   bailes, y así se convencieron ellos mismos que habían ganado una gran victoria. Eso que oyes es «La Palomita». La cantan nuestros soldados, se ejecuta en los salones de la alta sociedad de Buenos Aires y Montevideo, se está haciendo famosa en toda América. Los brasileños dicen que es un arma de guerra e intentaron prohibirla.

-La conozco, es muy hermosa...

Dos bombas estallaron en medio del bosquecillo en el que habían estado hacía un momento, y otra detrás, donde se encontraban los caballos. Disipada la humareda apareció un soldado saltando en un pie y profiriendo palabrotas. Un caballo, con las tripas desparramadas en el suelo se debatía relinchando lastimero.

-¡Maldita guerra! -exclamó Mansilla-, si hubieran empezado por aquí nos mataban a todos. ¡Eh ustedes, despenen a ese pobre caballo!

Eran tiros directos, disparados por cañones ocultos entre los yataíces, en el extremo opuesto de la pradera. Seguían cayendo bombas. Mansilla, de pie, sin moverse, daba órdenes tranquilas, que Manlove no comprendía, a cadetes muy jóvenes que, pálidos y temblorosos, iban y venían corriendo a las formaciones adelantadas.

A diez pasos, uno de los cadetes voló hecho pedazos. Un soldado quedó tendido en un charco de sangre. Se oyeron gritos desgarradores.

-¡Qué diablos estaremos esperando! -exclamó Mansilla, impaciente.

Los cañones argentinos abrieron fuego; los paraguayos callaron.

-Están cambiando de posición -explicó Mansilla-. Si hubiésemos atacado enseguida a lo mejor los tomábamos. Nos movemos como tortugas.

Sin cambiar de tono, su voz ya no era tensa. Ambos experimentaban el alivio del combatiente que se ha salvado una vez más.

Un par de camilleros vinieron a recoger los restos del cadete muerto.

-Se llamaba Juancito Vedia -dijo Mansilla, apenado-, no sé qué voy a decirle a su pobre madre, que me lo encomendó.

Un grupo de jinetes se acercaba al galope. Mansilla montó a caballo y se adelantó a recibirlos. Eran el general Garmendia y su séquito de ayudantes.

-Los paraguayos están allá -dijo el general, señalando el palmar en el extremo opuesto de la pradera-, hay que sacarlos de allí antes de que se atrincheren y nos hagan una de sus jugarretas. Ya viene la caballería. Usted avanzará detrás. Yo me quedo aquí por cualquier cosa. ¡Vaya nomás, m'hijo, y que la Virgen le acompañe!

  —131→  

El mayor Mansilla hizo la venia y se alejó al trote hacia las primeras líneas. La tropa ya había empezado a formar cuadros. El general Garmendia bajó de su caballo, pasó las riendas a un asistente, se abrió la bragueta y orinó un chorro poderoso, muy cerca de donde continuaba tendido el soldado muerto, al que no le prestó la más mínima atención. Cumplida con alivio la urgencia impostergable, advirtió la presencia de un gigantesco individuo que, vestido con traje gris de explorador y cubierto con un sombrero de alas anchas, le miraba con curiosidad:

-¡Quién carajo es usted! -rugió, blandiendo la fusta- ¡Qué puta está haciendo aquí!

-Soy el mayor James Manlove, señor general -respondió el grandote en pésimo español.

El general Garmendia soltó una carcajada y se adelantó a tenderle una mano, mientras con la otra acababa de prenderse la bragueta.

-¡Así que es usted el mentado «Jaimito el...», ¿parlez vous français?

-Oui, mon general.

-Muy bien, hablemos entonces en francés -dijo, pero enseguida se olvidó-. Bartolo (se refería al general Bartolomé Mitre) me ha dicho que desea usted observar esta asquerosa guerra contra locos salvajes.

-Es verdad, mi general -respondió Manlove, en francés.

-¡Muy mal hecho, m'hijo, muy mal hecho! ¿A qué tilingo le gusta ver la guerra? ¡No hay peor porquería! -dijo, y continuó en francés, o algo parecido-. Esta es la peor de todas, nunca ha habido una guerra como esta. Prefiero a los indios pampas. Aunque igualmente peleadores, son mucho más juiciosos y como a cualquier ser humano no les gusta morirse. Pero, si tiene ganas de ver pelear a los paraguayos, dentro de un momentito le vamos a complacer.

El general Garmendia tenía la voz de trueno y hablaba con grandilocuencia en un francés tan malo como el español de Manlove. Sin embargo se entendieron. Había cesado el cañoneo. La tarde era espléndida, pero había en ella algo ominoso, amenazador. A lo lejos continuaba la música y la gritería en las posiciones paraguayas.

-¡Y dale con sus farras, hijos de puta! -rugió jovialmente el general-. ¡Ya les vamos a dar! ¡Pour les pelotes, pour les pelotes!

Estalló un tiroteo en las avanzadas. La infantería, formada en cuadros, aguardaba en la pradera.

-¡Por qué no vendrá esa caballería puñetera! -tronó el general, dirigiéndose a uno de sus ayudantes-. ¡Vaya y dígale a los macacos que se apuren!

  —132→  

No fue necesario. Se acercaba una larga columna de jinetes en desordenada formación de cuatro en fondo. Pasaron a pocos pasos del montecito. Manlove pudo contemplar el desfile más pintoresco que había visto en su vida.

Barbas hasta el pecho; trenzas que llegaban casi hasta la cintura; dagas de empuñadura en cruz y vainas de plata labrada; anchas espadas; gigantescas lanzas de regatón de plata o acero pulido; par de pistolas en el cinturón y rifle en bandolera; descomunales espuelas nazarenas; bombachas bermejas o negras, botas de cuero de potro sin curtir; ponchos de distintos colores y bordados de seda; y sombrero de fieltro, de estrechas alas, cubierto de nanquín rojo y sujeto, en la punta de la nariz por barbijo de borla; magníficamente montados en caballos de tusadas crines, cola atada y rabincha. Plata labrada en los estribos, en las cabezadas de las riendas; y en el anca, sostenida por pellejos, boleadoras de marfil o de hierro, retobadas en cuero, y el lazo de pesada argolla, venían cantando como si anduvieran de paseo:


Ao homen, para ser homen,
só uma prova se querer:
ter sempre, no pensamento,
mulher, mulher e mulher.



El general Garmendia, sonriente, les saludaba agitando una mano. Dijo burlonamente a Manlove:

-Está usted contemplando a la Guardia Nacional de Río Grande do Soul, ¡la melhor cavalheria do mundo!

La famosa caballería riograndense formó por escuadrones frente a la infantería argentina. Se oyeron toques de clarín, con hondas resonancias en el corazón de Manlove. La caballería avanzó al trote en dirección al palmar, seguida por la infantería a paso redoblado, al son de cajas. De pronto se detuvo en medio del prado; los infantes hicieron lo mismo.

-¡Qué les pasa a esos cabrones! -tronó el general Garmendia.

Manlove sacó del bolsillo un pequeño catalejo. En el borde del palmar había aparecido una cantidad de manchas rojas, semiagazapadas. Por los flancos se acercaban al tranco displicente dos largas filas de soldados de caballería paraguayos. Un centenar de ellos fue a alinearse dando cara a los riograndenses. El resto aguardó a los costados, semioculto por los matorrales, sin revelar su efectivo. De pronto, para asombro de Manlove, los paraguayos desmontaron tranquilamente y aguardaron recostados en sus monturas. Separaban a ambas   —133→   fuerzas unas trescientas yardas de campo abierto. Pasaron largos minutos de tensa expectativa, hasta que los paraguayos se echaron el morrión hacia la nuca e hicieron el ademán de montar. Bastó para que ocurriese lo increíble: los riograndenses volvieron grupas al galope y fueron a ocupar los espacios libres entre las formaciones de infantería. Un momento después volvía el mayor Mansilla al galope tendido.

-¡Mi general! -gritó, sofrenando el caballo, que se empinó en las patas traseras-, estamos en posición desventajosa. Si seguimos avanzando podemos caer en una trampa.

El general Garmendia miró de soslayo a Manlove, como si le molestara su presencia, y preguntó a Mansilla:

-¿Qué dicen los macacos?

-Ya lo vio usted, mi general.

-¡Al diablo con ellos! Si les ordeno avanzar y les dan una sableada me van a culpar a mí. Está bien, reculen, pero con cuidado. No les vayan a cargar durante la maniobra.

Apareció por la izquierda de los paraguayos un regimiento de lanceros. No eran más de trescientos. A lo lejos una banda ejecutaba una galopa. Sobre el campo amarillo, contra el claro verdor de los yatay, blusas coloradas, altos morriones de cuero, lanzas cortas como venablos, pasaron al galopín de briosos redomones a cien pasos de las formaciones aliadas hacia el sol que iba cayendo.

-¡La caballería paraguaya, terrible como un azote! -exclamó el mayor Mansilla.

-¡Váyase de una vez antes de que se haga de noche! -le ordenó el general, de malos modos, y agregó-: Dígale a los macacos que aguanten un poco, hasta que la infantería haya abandonado el campo.

Mansilla obedeció. Los infantes comenzaron a moverse cautelosamente hacia atrás. Los riograndenses permanecieron en sus puestos. El regimiento de lanceros paraguayos había ido a formar en uno de los flancos, dando espalda al crepúsculo.

-¡Qué le vamos a hacer, amigo Manlove! -exclamó el general Garmendia, echándola a barato-. Como dicen nuestros aliados brasileros, el soldado que «fuye» puede pelear otra vez...

Pidió su caballo, montó con agilidad y dijo, de despedida:

-Venga con Lucio a cenar conmigo esta noche, así charlamos un rato.

El general José Ignacio Garmendia sería el cronista más elocuente de la guerra del Paraguay. Vaya como ejemplo la descripción que hizo de la caballería paraguaya en la batalla de Tuyutí:

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-Hombres de inmensa talla, con la tez cobriza y la mirada altiva, el pesado morrión echado atrás y sujeto en el barbijo; el brazo musculoso, levantado, blandiendo el filoso sable; las piernas nervudas oprimiendo el flanco de potros recién domados, que desbocados se arrojaban sobre nuestros soldados, no oyéndose sino la voz animosa de sus oficiales y el repiqueteo de aquellas inmensas espuelas nazarenas que sangraban los ijares de sus torpes redomones. Avanzaban rápidos levantando una nube de agua de los esteros, que cruzaban en espantoso desorden. La metralla abría claros inmensos en sus escuadrones pero una disciplina de hierro cerraba aquellos claros con rapidez digna de encomio. Veloces como el rayo, se lanzaban sobre nuestros cuadros, haciendo flamear sus banderas sobre la cabeza de nuestros soldados.

A medida que entraba el sol, la retirada, lenta y cautelosa al principio, se convirtió casi en una huida por temor de que la noche los encontrara fuera de las trincheras. Manlove no salía de su asombro. La maniobra, aparatosamente iniciada por un destacamento numeroso de las tres armas, había sido desbaratada por los paraguayos con sólo hacer acto de presencia con un desdén magnífico, ofreciéndose cómo blanco a los modernos fusiles de sus enemigos, que ni siquiera atinaron a dispararles.

-No es cobardía -explicó Mansilla, que cabalgaba junto a Manlove al paso de los infantes- te puedo asegurar que nuestros soldados, y también los brasileros, son muy valientes. Pero no conocemos el terreno. Has visto cómo de repente aparecieron los paraguayos. No podíamos saber cuántos más había escondidos: nunca muestran sus cartas. En esa cancha abierta, la caballería paraguaya, igual o mayor en número que la riograndense, pudo haberla dispersado. Perseguidos los riograndenses hubiesen desorganizado nuestros cuadros, que podían ser sableados de lo lindo hasta que llegara la infantería, que se mueve con increíble agilidad, para acabar con nosotros. Pienso que fue acertada la decisión de no aceptar el desafío, aunque a primera vista resulte algo bochornoso.

-Tal vez faltó una buena exploración previa...

-¿Cómo hacerla? Las patrullas hubiesen sido emboscadas y acuchilladas, apenas se alejaran del grueso. No nos pierden pisada.

-¿Qué hacer entonces?

-Se ha encargado un globo aerostático para observar el campo desde arriba.

Dicho esto, Mansilla miró a Manlove y ambos soltaron una carcajada.

-¿Gracioso, verdad? ¡Pues así estamos desde nuestra gran victoria de Tuyutí!

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Había oscurecido de repente, como ocurre en los trópicos. Cabalgaron un rato en silencio, rodeados de sombras amenazadoras. Manlove iba a encender un cigarro.

-No lo hagas -le dijo Mansilla.

Manlove comprendió.

-Nos estamos preparando para atacar. Es un error que puede costarnos muy caro. Hay una sola forma de vencer a los paraguayos: por agotamiento. Están completamente aislados. Es imposible que resistan mucho tiempo.

Manlove sintió la urgencia de poner en práctica el proyecto de corsarios.

No se ha podido averiguar cuantos días exactamente permaneció James Manlove en Tuyutí. Se dice que una noche, bajo una tienda de campaña, entre abundantes libaciones, a la luz humosa de un candil, Manlove jugaba a las cartas. Sus camaradas porteños le han desplumado sin misericordia, y ya les debe una gruesa suma de dinero. Se acuerda entonces que ha venido en viaje de negocios. Sale de la carpa sin dar explicaciones. Descalabra a un centinela que intenta cerrarle el paso. Camina resueltamente hacia las líneas paraguayas.

Hace un frío glacial. Está amaneciendo. No ve absolutamente nada. De pronto, brotando de carrizales y palmeras enanas entumecidos por la escarcha, le rodean guapos mocetones cobrizos, semidesnudos, que le pellizcan con sus bayonetas. Curado de la borrachera, procura explicarse en pésimo español. Los paraguayos no están para bromas. Lo llevan a empellones hasta la comandancia. Es el 2 de agosto de 1866. Han transcurrido exactamente tres meses desde que visitara, en compañía de los marinos, la Legación Paraguaya en París.



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ArribaAbajo- VI -

Le ponen preso, incomunicado. Pide hablar con el Mariscal López. Le exigen que primero diga el motivo de su visita y explique cómo ha conseguido cruzar las líneas aliadas. El Dr. Guillermo Stewart hace de intérprete. Manlove cuenta historias increíbles. Dice que tiene un barco de 800 toneladas, armado de 18 cañones, anclado nada menos que en Calcuta. Cuenta con el respaldo de poderosas firmas comerciales de Maryland y Nueva York dispuestas a financiar el corso. Pide la ciudadanía paraguaya y la facultad de conferirla a la tripulación de los buques corsarios. Sugiere que le nombren almirante; que no le den una sino muchas patentes de corso, de modo que pueda distribuirlas según su criterio y la conveniencia de la expedición.

Se saben estas cosas no por interpósita persona sino por el propio Manlove, que escribió de puño y letra extensos memoriales mientras estuvo preso en un confortable rancho de la Mayoría del cuartel general de Paso Pucú, con centinela a la vista pero tratado con las mayores consideraciones.

«Ahora, Exmo. Señor, quiero expresara V. E. me conceda patentes de corso para atacar al Brasil. No pido una sino muchas. También tengo el deseo de llegar a ser ciudadano de esta República, y pido a V. E. me dé el poder de conferir la ciudadanía paraguaya a todos los que presten servicio bajo mi bandera. No hay un solo puerto sobre la costa del Brasil que esté protegido por fuertes o buques de guerra, excepto Río de Janeiro. Todos tienen fortificaciones, pero muy débiles. Los transportes y buques mercantes abundan por la costa, los cuales junto con sus ciudades litorales, serían fácilmente tomados por la flota de corsarios que puedo mandar sobre ellos, dentro de treinta días después de llegar a la ciudad de Nueva York... No pedimos a V. E. dinero, hasta que lo hayamos ganado. Si V. E. quisiera considerar favorablemente esta propuesta, querrá, por supuesto, darnos la recompensa que se acostumbra por la destrucción de buques de guerra y municiones del enemigo».



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El Dr. Stewart le ha dicho que el Mariscal López deseaba que hiciese una relación de lo que sabía respecto a los planes del ejército aliado:

«Sobre el efecto, yo no sé nada. Todos los informes que pueda dar no son de importancia, y aun cuando supiera algo, no podría honorablemente divulgarlo. Si V. E. quisiese tener la bondad de concederme una entrevista, creo que podré convencer a V. E. de que mi objeto es honorable».



La entrevista no le fue concedida. Su paso por las líneas después de su permanencia en el campo enemigo no había sido hasta entonces explicado satisfactoriamente. Los ardides de que se había valido para lograrlo eran demasiado extravagantes para ser creídos, y, que se sepa, Manlove no incurrió en la ingenuidad de referirlos. No obstante, dos días después el ministro de guerra y marina, general Vicente Barrios, le dirige una carta en la que le pregunta qué clase de documentos deseaba y cómo se proponía volver a la costa del Atlántico.

Manlove contesta que consideraba mejor que el Paraguay le nombrara almirante al mando de su escuadra en el Atlántico, con plenos poderes para expedir «Cartas de Marca» que habilitaran a ejercer el corso en el mar, lo mismo que para conferir la calidad de ciudadanos paraguayos a todos los oficiales y soldados que pasaran a servir bajo su bandera. Semejante documento no ocuparía sino un pequeño espacio y sería fácil de ocultar. En cambio las «Cartas de Marca», con su correspondiente reglamento harían un gran bulto. Asegura que son seis los buques que puede armar inmediatamente bajo bandera paraguaya. Repite que ya tiene uno, listo para entrar en acción, de 800 toneladas y 18 cañones, esperando en las Indias Occidentales. En cuanto al modo como se propone regresar al Atlántico, dice:

«No he pensado todavía sobre la materia, pero estoy seguro que podré conseguirlo con alguna protección, que, si conociera el país, no la necesitaría. Perdone general si digo que lo primero que necesito es su confianza, y es por eso que tantos deseos tengo de una entrevista con la presencia del Dr. Stewart».



Manlove está seguro de su poder de convicción.

Entregó la carta al ordenanza que le estaba aguardando. Este, al marcharse, se llevó el tintero y las cuartillas que sobraron. Era una medida de vigilancia tanto como de economía: por causa del bloqueo, el papel para escribir se había convertido en material precioso.   —138→   El que se fabricaba en el país era demasiado esponjoso para soportar la tinta, y sólo se usaba en las imprentas.

Pasó el resto de la mañana paseando alrededor del rancho de adobe que le servía de prisión, en el claro de un tupido naranjal. Había, junto a la casa, un árbol corpulento que, por ser invierno, estaba sin hojas. No podía ver el campamento, pero tenía a su disposición un trozo de cielo azul, con redondas nubecillas que brotaban como por encanto y eran llevadas por el viento. La tierra temblaba bajo sus pies. A veces retumbaba como un rayo caído cerca o atronaba una bomba que estallaba en el aire. No tenía miedo; pero, en las pausas del bombardeo, o cuando este se alejaba en busca de otros blancos, sentía el alivio de la tensión de los nervios.

Desde uno y otro extremo del corredor, bajo el alero pajizo del rancho, sus dos guardias le observaban con curiosidad. Uno era un magnífico viejo, alto, muy trigueño, de grandes bigotes grises. Vestía una blusa roja, desteñida, llena de remiendos; una suerte de taparrabos que los rioplatenses llaman chiripá, y que los paraguayos usan muy cortos y ceñidos; calzoncillos de lienzo apretados a las pantorrillas con una lonja de cuero. El otro era un niño bien nutrido de no más de trece años de edad. Tenía el torso desnudo. Usaba chumbé: una tela vasta que le envolvía desde la cintura hasta debajo de las rodillas. Ambos usaban morrión de cuero, y les ceñía, sobre una faja de lana, un ancho cinturón de hebilla de cuerno del que pendía la cartuchera. Tenían puesto el poncho, con los faldones echados hacia atrás como una capa, para dejar libres las manos que se apoyaban en un pesado fusil de chispa con bayoneta calada.

El viejo es amistoso. Rechaza el cigarro que Manlove le ofrece, y muestra, sonriendo, que está mascando tabaco. En cambio el muchacho toma en serio su papel. Cuando el preso se le acerca, empuña el arma y le manda con el gesto que mantenga la distancia. Tiene la mirada y el ceño de un torito salvaje.

Manlove no sabrá nunca que se encuentra ante un testigo de su paso por la Historia. El niño se llama Emilio Aceval. En la ancianidad publicará en un periódico recuerdos de la guerra firmados por «Un viejo Sargento». Será presidente de la república y hará cuanto esté en sus manos para reconstruir la patria devastada.

A mediodía Manlove recibe la visita del teniente Andrés Maciel, ayudante del general Vicente Barrios. Le siguen una mujer, que trae en una bandeja de plata un almuerzo suculento, y un soldado portador de dos botellas de vino de Burdeos.

Obsequios de Madame Lynch. La tarde anterior, durante su habitual paseo a caballo a la hora en que amaina el bombardeo, el Dr. Stewart la ha divertido describiendo al singular personaje que ha aparecido   —139→   en Paso Pucú como caído del cielo, acaso enviado por el Dios de las Naciones en auxilio de los paraguayos.

Andrés Maciel ha estado becado en Europa, habla perfectamente inglés. Comparten la comida y el vino. Manlove le explica sus planes. Le hace confidencias sobre un enredo de faldas que ha tenido en Buenos Aires, donde pudo haberse asimilado mediante el matrimonio a una de las más grandes fortunas de aquella rica ciudad. Le confía que probablemente el ministro Charles A. Washburn tiene instrucciones reservadas del gobierno de los Estados Unidos para apoyar discretamente el proyecto de corsarios. Invita a Andrés Maciel a incorporarse a la expedición como tercero en el mando, inmediatamente después del capitán Erwin W. Kirkland. Se acaba el vino. El teniente manda traer una botella de caña paraguaya. Manlove encuentra la bebida excelente. Maciel habla poco, no hace más que sonreír. Llega la cena: asado con mandiocas. El apetito de Manlove es comparable a su sed. Bien entrada la noche, el teniente Andrés Maciel, que está completamente sobrio, se despide con un fuerte apretón de manos:

-Muy bien, mayor Manlove, mañana tendrá usted una respuesta. ¡Buena suerte!

Manlove le acompaña hasta el corredor. Hace frío. No hay luna. Se oyen tiros aislados en dirección a Tuyutí. Se deslizan sombras furtivas en el naranjal. Es el cambio de guardia. Están alertas.

En algún lugar del campamento, cantan los soldados. Ladran los perros. De tanto en tanto se oye el grito estremecedor de las aves nocturnas.

Sobre la mesa arde una vela. Hay una hamaca, un catre de tientos, un poncho y una colcha de algodón. Apaga la vela. Se recuesta en la hamaca sin desvestirse. No puede dormir.

Aunque ha bebido mucho, no está ebrio sino sobreexcitado. Pasan por su mente los momentos vividos desde que salió de París. Experimenta la intensa satisfacción de haber cumplido una etapa difícil y riesgosa de una gran empresa. Deberá apresurarse para que no se malogre: una nación que moviliza ancianos y niños y ni siquiera puede vestirlos adecuadamente, se encuentra en el límite de sus reservas humanas y materiales.

Lo que le falta hacer le parece fácil: nada más que 3000 millas de camino a través de desiertos y la cordillera de los Andes hasta el puerto de Arica. De allí en barco a Panamá, para embarcarse de nuevo, pasado el istmo, en uno de los vapores que hacen el tráfico con California, con rumbo a Nueva York. Calcula que en dos meses, a contar de esa noche, se hará a la mar la Flota Paraguaya del Atlántico.

  —140→  

Manlove sabe soñar. Imagina el estupor en el Brasil, el pánico en Buenos Aires y Montevideo; las corridas en la bolsa de valores de Londres y París; las alzas en Nueva York. Al honorable Jeremías Kirkland moviendo hilos en el Departamento de Estado; induciendo espectaculares campañas de prensa que presentan a los corsarios como románticos héroes libertadores. A la Flota Imperial bajando el Paraná a todo vapor para enfrentarlos en el océano; al ejército aliado, privado de recursos, abandonando Tuyutí y repasando el río aturdido por el berrido burlón de los turututúes. A los paraguayos gritando y bailando al son de la dulce, la melancólica, la vigorosa «Palomita».

Se ve a sí mismo en la cabina de mando de la «Nortfolk», que ahora se llama «La Asunción», en traje de almirante. Le acompañan el contralmirante Kirkland, el paraguayo Andrés Maciel y el portugués Raposso. El chino de la coleta ceba mate, que se popularizará en el mundo entero en reemplazo del café, para arruinar a los brasileños, por obra de la «Ilex-paraguayensis Manlove & Kirkland Co. Lted.».

Los dos malayos, tocados con turbantes, con el torso desnudo, montan guardia en el puente armados de cimitarras y cuchillos perversos.

Con la punta del pie da impulso a la hamaca en el rancho de adobe de Paso Pucú, y da vida al balanceo de la nave sobre olas azules coronadas de espuma. Contempla a la flota paraguaya desplegada en batalla en la mar borrascosa.

Cuenta ahora con veinte navíos de guerra de gran porte. Unos los ha tomado al enemigo; otros han sido adquiridos con los beneficios del corso y el producto de la venta de acciones en la Bolsa. Están tripulados por los marinos más intrépidos, de variada procedencia, pero luciendo todos ellos en el pecho de sus blusas encarnadas la escarapela tricolor.

Con hábiles maniobras y audaces golpes de mano se ha obligado a la Flota Imperial a refugiarse en la rada de Montevideo. El portugués Raposso quiere efectuar un desembarco con hombres escogidos, entrar a saco en la ciudad desguarnecida y obligar a los brasileños, tomados entre dos fuegos, a efectuar una salida a mar abierto, donde serán presa fácil de los buques corsarios. Kirkland prefiere intimar antes rendición al almirante Tamandaré. Manlove se inclina por el ataque y abordaje. El paraguayo Andrés Maciel no dice nada, sonríe. Manlove ya lo conoce: peleará como un león, es un bravo entre los bravos; pero estará en la batalla como un actor en la comedia.

Manlove da un envión a la hamaca: el combate se inicia. Aunque tripuladas por negros, las naves brasileñas se baten con fiereza. Una   —141→   tras otra son hundidas o abordadas. Silban las balas en todas direcciones. Las aguas, agitadas por el viento y las estelas de los barcos lanzados a toda máquina, parecieran hervir por los impactos de los proyectiles. Se combate en las jarcias, sobre las redes y cubiertas; con hachas, revólveres, espadas, bombas de mano, cuchillos. Escorada y maltrecha, «La Asunción» da alcance y engancha con sus garfios a la nave capitana de la Flota Imperial. Manlove es el primero en abordarla empuñando un revólver y blandiendo una espada. Los malayos hacen volar cabezas con sus alfanjes; el chino tira como muñecos a los negros por la borda. En la cabina de mando, el almirante Tamandaré ejecuta el único acto glorioso de su vida: se pega un tiro.

Manlove fantasea las consecuencias inmediatas de la gran victoria naval:

En el Uruguay asumen el poder los «blancos», partidarios de los paraguayos, y declaran la guerra al Brasil. En la Argentina, el presidente Mitre es derrocado por una revolución. El nuevo gobierno, encabezado por el general José Tomás Guido, rompe la Alianza y pide la paz. La flota paraguaya es recibida triunfalmente por una multitud en el puerto de Buenos Aires. Manlove, de pie en la proa de «La Asunción», descubre en la lente de su catalejo a una cierta viuda que agita un pañuelo...

Un silbido largo, agudo, misterioso, burlón, le saca de sus ensoñaciones. Se sobresalta, espera. Otro silbido. Sale de todas partes y ninguna. Se le erizan los pelos. Intuye una presencia aterradora disuelta en la oscuridad. El silbido se repite una vez más, dejando la tensa expectativa de la espera del siguiente; pero, luego es sólo el silencio, con algo que anuncia lo ominoso. Más que una premonición, siente el sarcasmo de la suerte. Se levanta, enciende la vela, busca un cigarro. No podrá dormir. Tenso, angustiado, aguarda el amanecer.

Cantan los gallos. Suena la diana, vibrante, melancólica. Murmullo de voces, trote de cabalgaduras, rechinar de carretas en un camino que pasa al borde del naranjal. Una hermosa muchacha le trae un cántaro de agua fresca. Una mujer madura deposita un canasto sobre uno de los troncos que hacen de banco bajo el alero, y le entrega, envuelto en hojas de banano, el delicioso pan de almidón de mandioca al que llaman chipá. Llega de visita el Dr. Stewart. Toman mate cebado por un asistente. Manlove comenta los silbidos que ha escuchado esa noche.

-Hay dos versiones al respecto -dice riendo el médico escocés, jefe de la sanidad del ejército-. La primera, a la que me adhiero por   —142→   principio, como hombre de ciencia, afirma que los emite una enorme araña a la que llaman ñandú-guasú. La segunda, que no me atrevo a negar en absoluto después de haber vivido tanto tiempo en este extraño país, asegura que es Pombero, un duende travieso, peludo y escurridizo, que en ocasiones se divierte interrumpiendo con su silbido inconfundible al que está contando embustes o dando rienda suelta a su fantasía.

Manlove sorbió el mate, pensativo, y luego dijo, trabajosamente, en español:

-Mi escouchou Pomberou...

Reían a carcajadas cuando apareció en el claro un oficial seguido por un piquete de soldados. Vestía quepis a la francesa, casaca roja, pantalones azules de montar y estaba descalzo, al igual que sus hombres. El Dr. Stewart salió a recibirlo bajo el alero. Hablaron en guaraní.

El Dr. Stewart volvió a entrar a la habitación, ceñudo y preocupado.

-Ha surgido un inconveniente: pesa sobre usted una gravísima acusación.

-¿Acusación? -repitió Manlove, sorprendido-, ¿de qué se trata?

-Voy a averiguarlo ahora mismo. Por ahora he conseguido que no le remacharan una barra de grillos.

Manlove no tiene suerte: los pomberos del alférez José Matías Bado se han infiltrado por la noche en el campamento de Tuyutí y han traído un ejemplar del periódico correntino que anuncia que «el mayor norteamericano James Manlove, un excelente tirador al servicio de los aliados, marcha, rifle en mano, a cazar oficiales paraguayos».

Conforme a las ordenanzas puede ser condenado a muerte por espía, en juicio sumarísimo. Se conserva en los archivos una conmovedora carta escrita por Manlove al general Vicente Barrios, con motivo de la acusación:

«Su sentimiento de justicia le habilitará, señor general, para dispensarme que le moleste con esta carta, cuando se informe de su contenido. Siento excesivamente que sea yo considerado como un enemigo de su gobierno, no porque encuentre molestias para mí en esa situación, sino porque como prisionero no puedo esperar verificar lo que podría hacer en otra circunstancia. No le pediré que acepte mi palabra de honor de que no intentaré dejar su ejército, o ir más allá de ciertos límites prescriptos por V. E., pero le daré otra seguridad   —143→   de mi buena fe. No tengo deseos de salir de su país hasta que pueda dejarlo revestido del poder que me habilitará para ser de alguna ventaja para la República. Espero todavía que S. E. el señor Presidente y Vuestra Honorabilidad, recibirán favorablemente mi propuesta. Entre tanto, nada quiero saber de las cosas de su ejército, sino al contrario deseo permanecer completamente ignorante de todo ello. Permítame disculparme otra vez por las molestias que le doy a V. H. y suscríbame verdadero y respetuoso servidor».

James Manlove
Agosto, 6 de 1866
               




No le fusilan. Por fortuna para él, no le toman en serio. Hay algo de infantil, de ingenuo, de querible, en aquel hombrón desaforado.



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ArribaAbajo- VII -

Había llovido a cántaros toda la noche. Seguía cayendo una fina llovizna agitada por un helado viento sur. Tendido en su hamaca, arropado en su poncho, Manlove tiritaba de fiebre cuando vino llegando el Dr. Guillermo Stewart. No había vuelto a verlo desde la mañana fatal en que los pomberos de Bado trajeron el diario correntino. El médico escocés estaba de prisa. Le dio un remedio de yuyos y le habló sin rodeos:

-El Mariscal López tiene la esperanza de que pueda usted justificarse y llevar a cabo la empresa. Esperemos que Mr. Washburn consiga en breve pasar al Paraguay y aclare las cosas. Entre tanto, tenga paciencia. No intente escapar, no iría muy lejos. No haga nada que pueda despertar sospechas. Si le hablan, escuche, no haga preguntas ni comentarios. Los paraguayos son en extremo vigilantes, desconfiados y cavilosos; y más astutos de lo que dan a entender. La sombra de una duda hará que le remachen una barra de grillos, si no le fusilan sin más trámites. Ha tenido usted suerte, dentro de lo que cabía esperar. Vendré a verle cuantas veces pueda hacerlo, que lamentablemente han de ser pocas. Si me necesita, no me haga llamar. Diga que está enfermo, pero sólo en caso extremo. Buenos días, y no olvide lo que le he dicho.

Una hora después apareció en el vano de la puerta un singular personaje: joven, alto, en extremo delgado, de mejillas hundidas y palidez enfermiza. En vez del quepis a la francesa que distinguía a los oficiales, llevaba un gran sombrero de caranday con barbijo, como el que usan los campesinos paraguayos. Vestía blusa encarnada de soldado, llena de zurcidos y remiendos, pero con hombreras y galones de teniente. Los pantalones eran de casimir inglés a rayas, apretados con tientos a las pantorrillas. Estaba descalzo, pero le colgaban del hombro, atados de los cordones, un par de botines de charol destrozados por el uso. Traía al brazo un grueso capote gris de caballero, con esclavina. De la empuñadura del sable iba enganchado un paraguas.

En inglés más que correcto, elegante, se presentó a sí mismo como el teniente Gabriel Sosa, al mando de la unidad responsable de la custodia de Manlove. Dejó los botines en el suelo, el capote y el   —145→   paraguas en uno de los dos apycá -troncos tronchados que se usan como asiento-, y se sentó en el otro con un codo apoyado sobre la mesa. Manlove se incorporó en la hamaca y puso los pies descalzos en el suelo: tenía los tobillos inflamados, ceñidos por una delgada marca negra, con escoriaciones. Un soldadito, el mismo que días antes había hecho de centinela, le entregó una caja que contenía dos botellas de caña, cigarros y azúcar.

-Regalos de Madame Lynch -explicó el teniente Sosa, sonriendo-, con esto se aliviará de todos sus males, ¿cómo va de salud?

-Me siento mucho mejor, gracias, señor teniente -balbuceó Manlove.

Quien parecía realmente enfermo era el teniente Sosa. Convalecía de una herida de bala en el pulmón. Se agitaba algo al hablar; pero su humor era excelente:

-Mientras se mantenga usted a la vista, en los límites del claro que rodea esta casa, no será molestado; si va más allá, la guardia hará fuego sin aviso... ¿Tiene dinero?

-Unas diez libras esterlinas, señor teniente.

-Guárdelas; aquí tiene veinte pesos en billetes, para sus gastos. Una mujer le traerá la comida y hará la limpieza. Es una buena persona, pero, ¡cuidado!, tiene el grado de sargento.

-Le obedeceré, señor teniente.

Sosa le quedó mirando, divertido, y agregó, sonriendo:

-Si le regala usted tres pesos con la debida discreción, sin ofenderla, lo tratará como a un hijo.

-Lo haré, señor teniente.

-Si usted no me compromete, yo le dejare en paz, ¿de acuerdo?

-Como mande, señor teniente.

El oficial ya no pudo contenerse y rompió a reír. La enorme mole encorvada, desgreñada, abatida y patética de Manlove producía un efecto cómico. Estaba desmoronado.

-¡Ánimo, mi amigo, que su santo es bueno! -le dijo jovialmente el oficial, sin dejar de reír.

Manlove sólo entendió que era algo favorable. En el campamento paraguayo significaba que era visto con buenos ojos por el Mariscal; el santo-jhú, el santo negro, lo contrario.

Volvía a llover torrencialmente. El techo de paja tenía algunas goteras. Sosa decidió esperar a que escampara. Destapó una de las botellas, que en vez de corcho tenía un pedazo de marlo de maíz, y sirvió caña en un jarro de cerámica que había sobre la mesa.

-Bebamos a su salud, ¡usted primero!

El efecto fue inmediato, milagroso. Sosa bebió a su turno; pero, antes de hacerlo, declamó dirigiéndose al jarro:

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-Si estamos tristes, caña; si contentos, caña... ¡Aguardiente delicioso, el mejor de los soldados! Das coraje en el combate, curas nuestras heridas, alivias el dolor físico y moral. ¡Tendrías que ser condecorado!

Rió otra vez y explicó:

-Hay que hablarle a la caña para aplacar al demonio que dicen que tiene adentro.

La cordialidad inteligente y generosa del joven oficial fue como un bálsamo para Manlove, que hasta la víspera se daba por difunto. Andrés Maciel le había tratado con dureza durante los interrogatorios. Quiso obligarle a confesar que había venido al campamento paraguayo con un pretexto disparatado y el objetivo real de asesinar al Mariscal López por una millonaria recompensa ofrecida por el enemigo. Le amenazó con someterlo a la «cuestión», esto es, a torturas, y después fusilarlo. Le salvó la carta que escribió en su descargo al general Vicente Barrios. Como se enteraría mucho después, el Dr. Stewart, encargado de traducirla, la leyó como algo gracioso a la hora del almuerzo en el cuartel general, en presencia de Madame Lynch.

Los generales Barrios y Resquín opinaban que Manlove debía ser fusilado.

Isidoro Resquín, jefe de la Mayoría y encargado de disponer los castigos por las faltas graves e insignificantes, pensaba siempre lo peor de todo el mundo. Pésimo general y puntilloso burócrata, tenía el mérito de la fidelidad inquebrantable. Hacía de perro guardián en el ejército y de bufón en la mesa del Mariscal. Sólo había oído la palabra «corsarios» referida al ganado que entra en las chacras a destruir los sembrados de los agricultores. Lo único que entendió de las explicaciones que le dieron fue que eran unos forajidos. Manlove, dijo, no sería el primero ni el último asesino a sueldo que los aliados enviaban al campamento paraguayo para matar a López. Las pruebas circunstanciales en su contra eran abrumadoras.

Vicente Barrios, cuñado de López y menos obtuso que Resquín, no le creía una palabra al aventurero norteamericano. Seguramente era un tilingo desaforado como su compatriota Edward Hopkins, que casi provoca una guerra con los Estados Unidos. Si se le otorgaban los poderes discrecionales que pedía, lejos de todo posible control, podría comprometer gravemente al país, con daño del prestigio internacional que estaba ganando con su heroica defensa.

En cambio el artillero José María Bruguez se mostró abiertamente partidario de correr el riesgo y apoyar el proyecto de Manlove.

López dudaba.

-¡Señor! -exclamó entonces Madame Lynch, juntando las manos y mirándole con expresión de súplica.

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-Está bien -dijo el Mariscal-, esperemos a ver qué pasa, y qué hay detrás de todo esto.

Manlove, que había pasado tres días poco menos que en capilla, en una choza próxima a la Mayoría, donde se sustanciaba el proceso, y dormido dos noches en el suelo, sujeto por los tobillos con un lazo tenso entre dos estacas, fue devuelto a su rancho más muerto que vivo.

La visita del teniente Sosa le dio nuevas esperanzas. Eran demasiadas liberalidades para un sospechoso de espionaje y magnicidio frustrado. Por lo visto los paraguayos dudaban respecto a la culpabilidad del preso, y el proyecto de corsarios por lo menos había sido tomado en cuenta. Todo dependía ahora de que Mr. Washburn pudiera entrar al Paraguay e informar al gobierno quien era James Manlove.