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Pacem in terris

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ArribaAbajoLa cansera

(1898)

Por Vicente MEDINA

El señoritismo andaluz -parasitario, jaquetón, vacío- no es sino la variedad más estridente del señoritismo peninsular. Nuestra guerra sacó a luz otra variedad insospechada: la del proletario señorito. En los embalses de «la paz franquista», el señoritismo intelectual ha proliferado mucho. Hay economistas, sociólogos y noveladores en los que la falta de rigor, el facilismo, lo deleznable de su actitud vital, en suma, denuncian que el señorito anda por dentro; pero lo que más abunda es el señorito versolari, ese que llama poesía social a irregulares hileras de palabras gordas o violentas, en todo caso azuzadoras.

Quienes han caído sin malicia en esa especie de albañilería verbal, pueden oír en «La cansera» cómo se llama a la inteligencia y al corazón del hombre sin emporcarlos de rencor. Por otra parte, sólo la España residual ignora que es tiempo de movilizar conciencias y no garrotes o fusiles.


-¿Pa qué quiés que vaya? Pa ver cuatro espigas
arrollás y pegás a la tierra;
pa ver los sarmientos ruines y, mustios
       y esnúas las cepas,
       sin un grano de uva,
ni tampoco, siquiá, sombra de ella...
       pa ver el barranco,
       pa ver la laéra,
sin una matuja... ¡pa ver que se embisten,
       de pelás, las peñas!...
       Anda tú, si quieres,
       que a mí no me qëa
       ni un soplo de aliento,
       ni una onza de fuerza,
       ni ganas de verme,
ni de que me mienten, siquiá, la cosecha...
Anda tú, si quieres, que yo pué que nunca
       pise más la senda,
ni pué que la pase, si no es que entre cuatro
       ya muerto me llevan...
       Anda tú si quieres...
No he d'ir, por mi gusto, si en crus me lo ruegas,
por esa sendica por ande se fueron,
pa no volver nunca, tantas cosas buenas...
esperanza, quereres, suöres...
       ¡tó se fue por ella!...
Por eso sendica se marchó aquel hijo
       que murió en la guerra...
Por esa sendica se fue la alegría...
¡por esa sendica vinieron las penas!...
No te canses, que no me remuevo;
anda tú, si quieres, y éjame que duerma,
¡a ver si es pa siempre!... ¡Si no me espertara!
       ¡Tengo una cansera!...

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ArribaAbajoLa generación intermedia

Formo parte de la generación «intermedia», es decir, de la generación que no hizo la Guerra Civil Española, pero que todavía la alcanzó a ver de niño, en su último epílogo. La generación que nació bajo la tensión trágica, terrible y alucinante de saber lo que es una guerra entre hombres que tienen el mismo idioma para decir «pan», «vino» y «Dios», pero pueden estar separados también por eso mismo, por tener o no tener pan, el vaso de vino o la presencia de Dios, es decir, si a Dios se le pudiese «tener como una cosa» de pertenencia privada como al parecer llegan a creerse muchas clases sociales españolas.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Durante años nos hemos acostumbrado a llevar dos vidas, no por falsedad ni por hipocresía, sino en razón de que por un lado circulaba la gran superestructura de la política oficial, la rutina de los periódicos, los editoriales obligatorios que nadie leía -pero que sin quererlo irritaban la piel de la conciencia-, las grandes palabras y, del otro solitaria, la vida.

Se ha dicho que la juventud española en el curso de los últimos años parecía apática y fría, casi indiferente. Esta afirmación es de doble filo. En realidad han existido varias fases históricas. En la primera se vive de la Guerra Civil. La Guerra había dividido a España en dos partes y la parte vencedora institucionalizaba su triunfo. La parte vencida había quedado psicológicamente, sin jefes ni líderes. La masa obrera, batida, se manifestaba también sordamente irritada con los viejos partidos y con todo lo que había pasado. Eran los de la gran estacada. Se mezclaban al tiempo, pues, el gran silencio y el gran júbilo como dos cosas que con el oído y el corazón -si se tenían- podían escucharse. Las discriminaciones políticas en los primeros tiempos de la postguerra fueron duras. Los niños jugábamos a los soldados y, en todo el país, nos hacíamos «flechas azules», íbamos a campamentos juveniles, aprendíamos la instrucción sin darnos cuenta. Era el juego de los juegos de la época.

La segunda parte de esa historia es distinta. Los niños crecíamos bajo la eran retórica, bajo las grandes palabras y las frases acuñadas en las carreteras y en los muros blancos de las casas. Eso ahogaba. Empezamos, por ese tiempo, a hacernos preguntas cada vez más inquietantes: «¿Quién era mi padre? ¿Quiénes eran los hombres que hicieron la guerra civil y que por tres años sometieron al país a fuego y sangre?» Yo tenía un retrato de mi padre, vestido de marinero -de cuando era joven- en el acorazado «Carlos V». Mi padre fue asesinado en la Cárcel Modelo de Madrid al iniciarse la guerra. Le habían matado, en el esquema simplista de los odios, los que eran llamados oficialmente «los rojos». Yo crecí, como los niños del otro lado sabían que, a su vez, a sus padres les habían matado «los nacionales», pero sólo que ellos se callaban porque suponían que el caso no era relatable. Así, hasta que un día, ya hartos, comenzamos a negarnos a pertenecer a aquel mundo absurdo y calenturiento merced al cual España se dividía en los «absolutamente buenos» y en los «absolutamente malos» -y al revés desde cada bando- y comprendimos que no había otra solución, para sobrevivir, que asumir las dos partes de la tragedia por nosotros mismos.

Yo, este hombre que escribe estas cuartillas, decidí no llevar más la carga de mi padre sobre los hombros. Que los muertos carguen a sus muertos se ha dicho. Mi padre era un hombre joven y humilde, de 34 años, al que la guerra le pasó por encima como una enorme bola humeante y yo tenía necesidad de hacer, por él y con él, la paz con mi pueblo. Un día, hace muchos años, lo dije en Méjico a un grupo de exiliados españoles que me miraban con los ojos enrojecidos.

Tal era nuestra evolución. Lenta, difícil, tensa y apretada, pero llena de fe. A veces, cuando salíamos fuera, nos encontrábamos con otros españoles también sufríamos porque, a un lado, la novela rosa e imperial (el Escorial al fondo) del franquismo; por la banda adversa la cáscara amarga de la desilusión, como si España no fuera una persona viviente y tenía que morir de verdad para probar la fe de unos principios políticos. Nosotros, la juventud, no podíamos proceder a evacuar el país. Queríamos vivir y transformarle. Además vivíamos de vivir nuestra propia interrogación. Así, sin más, hemos luchado día a día.

Por lo pronto, un hecho era cierto: los hijos se separaban lentamente de los padres. Esta es una historia absolutamente impresionante y necesariamente senequista, ética, al estilo español. Así en casi todas las grandes familias del falangismo o el franquismo oficial los hijos se separaban radicalmente del argumento de los buenos y los malos. Los hijos de Sánchez Mazas personaje atrabiliario e inteligente, prohombre falangista y excelente escritor, veía a sus hijos marchar al exilio o a la resistencia ideológica. Con otros pasó lo mismo. Era un elemento nuevo y dramático de la vida.

No quiere decir lo anterior que la juventud, por contradicción, volviera al pasado. La transformación social, mental de la gente joven española, por el sufrimiento, ha sido muy rápida y cualquier observador atento verá en España, con urgencia, que se ha avanzado, política y socialmente mucho. Y por encima del franquismo. Como una gran reacción vital. Por sentido de la vida (que es resistir a los tópicos) la juventud estaba en su sitio, por modesto que fuera el hueco que le dejasen. Su entrada en la vida pública se realizó en 1956.

(De un artículo de Enrique Ruiz García, publicado en la revista «Mañana»de Méjico.)

*

Las Españas agradece a todos sus amigos la ayuda que le han prestado desde la aparición del número anterior del Diálogo, cuya vida depende por entero del apoyo financiero que sigo recibiendo.



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ArribaAbajoJosé M. Gallegos Rocafull en «Séneca»

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Por ABENAMAR


«Lleva quien deja y vive el que ha vivido...»


A. Machado.                


En la redacción de Las Españas se habla de las colaboraciones recibidas y de lo que falta para completar el número. Luego, del Papa recristianizador, Anselmo Carretero opina que debiéramos pedirle a Gallegos un trabajo sobre la humanísima figura de Juan XXIII. Hay, huelga decirlo, asentimiento unánime. La duda de si podrá hacerlo o no, nos lleva a recordar anécdotas, maneras, calidades de nuestro buen amigo, completamente ajenos a que aquella hora, precisamente aquella, era la de su muerte. Pocas después supimos la noticia.

Para quien esto escribe fue un golpe sordo, aturdidor, que la razón contuvo fuera unos instantes:

«Todos tenemos que morir.»

Pero la razón es sólo una herramienta, una facultad del hombre, buena para alzar andamios o parapetos de palabras. Por fortuna para lo esencial, estos resisten poco y la noticia pasa a golpear en los adentros; leve al principio; enseguida, como el pulso en la sien, sobre la almohada, una vez advertido:

«Ha muerto Gallegos... Ha muerto Gallegos...».

En torno están los ajetreos del día: papeles, gentes, ruidos; el cotidiano ir y venir desovillando nuestras horas -¿o es a la inversa?-, y todo mustio, como mirado en turbio espejo al que falta a corros el azogue.

No dura mucho esta manera de mirar: lo indispensable, apenas, para desencallecer los ojos y posibilitar otra, a la vez niña y de antigüedad incalculable. Esta llega más hondo, a donde la palabra esencial en el tiempo tiene raíz, es transparente.

Ahí, el «lleva quien deja y vive el que ha vivido» de nuestro don Antonio, no suena a bella y pobre consolación humana: suena a verdad.

Desde ese punto sentimos a Gallegos liberado por sí de la geometría temporal que vimos quieta, pálida, remota. Y otra vez vuelve su decir lento, como embridado por humildad ganada, en el que hay un leve son de melancolía o de sufrimiento serenado.

Gallegos no era alegre: bien sabemos por qué. Ser alegre es difícil cuando todo lo humano importa, entrañablemente y como dato.

Al Gallegos de los años últimos le veíamos muy de tarde en tarde. Seguíamos concordando en lo esencial con él, como en el ya lejano tiempo en que, junto con Bergamín, apadrinó, tácitamente, el empeño de Las Españas. Ahora, estaba lejos de nuestra manera guerrillera. Su tajo, valga el decir, era distinto, pero la obra de todos los hombres de buena voluntad es una.

En la guerrilla que fue «Séneca». Gallegos representaba el orden. Añoraba, sin duda, las filas de la Iglesia, el concertado, disciplinado hacer de que fue excluido por la jerarquía islamizada.

En esa editorial le conocimos: en ella preferimos verle. Y no sólo por ser parte de un grupo que el tiempo hace entrañable y la vida y la muerte han aventado. Cuenta, claro es, el recuerdo de tantas horas en las que el rescoldo romántico de nuestra guerra y la nostalgia de España nos daban un aire de familia, pero en medida menor que el hombre mismo. En el tiempo aquél, el hombre J. M. Gallegos andaba sin corteza sacerdotal, con el pulso humano a flor de piel, y ello lo hacía más cercano, más de barro y alma, a nuestros ojos.

*

La tertulia diaria de «Séneca» se reunía en un café moderno, cómodo y amable por casi siempre solitario. Estaba en la esquina sureste de Florencia y Londres.

Alrededor del mediodía anclábamos en él los «endobélicos», es decir, la apariencia normanda de Petere, todo españolidad en llamas, y mi lastrada pinta celtibérica. Luego iban llegando Halfter, Rodríguez Luna, Usía, Altolaguirre, a veces. No tardaban en aparecer Gallegos Rocafull y Bergamín por la esquina de Varsovia y Londres. Les veíamos acercarse a través del ventanal del fondo: éste, a paso corto y rápido, como inclinado a contra viento; aquél, al revés, erguido, con vaga reminiscencia de garbo andaluz en los andares. Poco después solía llegar Sánchez Ventura y, por fin... «el Diablo». El Diablo era, en amistoso decir de Bergamín,   —46→   de Gallegos, nuestro nobilísimo amigo David García Bacca.

Además de los habituales, concurrieron de manera temporal o meteórica Oyarzábal, Andújar, Villarroel, Anguiano y tres o cuatro más de los que no guardo apellido ni trazo seguro en la memoria.

Se hablaba allí sin confundir razones con laringe: sobre la guerra en curso y nuestra común obsesión -España-, todos: de la insantidad de Pío XII, todos menos Gallegos; de otras materias, ya no tantos. Y es que pesaba mucho aquella plaza.

Por lo demás, era gustoso oír la palabra viva, directa, sin retoque, que enfrentaba de sopetón con apreciaciones sustanciales, o con maneras de ver insospechadas. Novela, pintura, poesía, la problemática del hombre, el nutrido acontecer de aquellos años, tal anécdota, esta figura, aquel carácter, las significaciones de un torero con vago olor a muerte -no únicamente suya, sino, también y más aún, de un paisaje vital entre zuloaguesco y barojiano- ...todo era allí motivo de discurso.

García Bacca, llano, sencillo, mucha niñez en la sonrisa, daba impresión de preferir la charla amable, el «bocadillo» oral, lo volandero, a formas menos ocasionales y más densas.

Por claro y sereno -o serenado- se distinguía el juicio de Gallegos. Más persuasivo que brillante, menos ágil que hondo, impregnaba de sus razones y sus luces de manera suavísima, en un decir limpio, fluido, sin esquinas de yo ni pirotecnia.

Halfter hablaba poco. Cortés e incluso afable, daba sin embargo, cierta impresión de lejanía. Por veces, se hubiera dicho extraño a las temperaturas españolas; espectador, tan sólo, de lo nuestro.

Rodríguez Luna sentía el destierro como algo que atravesándole las carnes le punzara a cada paso el alma. Él se lo hincaba más, lo revolvía para impedir el callo, ese desterrador definitivo.

Dar una impresión de Bergamín a vuela pluma sin que alguno de los que es se nos escape, no resulta sencillo. Hay en su ser plural distintos y aún opuestos modos, y no se les advierte de una misma raíz, como a los trece otros poetas que pudo ser Machado.

El de pie a tierra -directo, agudo, ágil, comprometido con su pueblo- es uno sin lugar a dudas: otro, el que anda por sonetos bellísimos más cerca de Santa Teresa de Jesús que de Quevedo, y otro más, el que desemboza sus hondones últimos cuando la duda se le apaga. De este Bergamín guardo un escrito.

Pero hay otros aún, junto al enzarzado en geometrías verbales del más puro barroco, hay el Bergamín travieso, ácido, irritador, que zumba y gira o que se pone a disonar de pronto, no sé si por capricho o por rasgar el tedio. Y otro hay: el de nuestra tertulia de ayer, desvanecida en sombras y en ausencias. Este siempre será cercano.

En aquel café cuajó una idea -calla a su autor por el momento- que suscribimos y rubricamos todos. De haber sido aceptada, es probable que la España de hoy fuese distinta. Venía su eficacia de la hora, pero los llamados a presentarse en Madrid -y con ellos nosotros, quede claro- tenían mucho que hacer aquellos días. Quehacer político... de ese que ha hecho polvo tantas y tantas posibilidades españolas.

Manuel Altolaguirre tenía vocación de niño. Lo era, en última verdad. Sin duda, siguió de incógnito en el Paraíso hasta que la incipiente pelambre de sus piernas y la sombra del bozo le denunciaron al arcángel. Entonces fue expulsado; pero él se sentó a la puerta misma, puestos los ojos en un tiempo que era impasado para él y lo sería ya por siempre. En torno suyo le fue creciendo el hombre como una torre opaca. Recordad, si no, lo inseguro y vagamente torpe de sus gestos, y, oídle; buscad en la memoria cómo sonaban sus palabras.

En nuestra tertulia tenía un cierto encogimiento; como de colegial novato se diría.

Pienso ahora que el hombre que llevaba a cuestas le chafó más de una vez su gorrilla azul, de marinero, y que él la restauraba siempre sacando fuerzas de ternura.

En la propia editorial había otra tertulia los domingos. «Las diez de últimas» se llamaba. Asistían a ella -en mi recuerdo- el doctor Bejarano, Rodríguez Luna, Castillo, Sánchez Ocaña, Villarroel, un andaluz al que decían J. J. Bergamín, Gallegos, Negrete, Usía, Jarnés -muy poco tiempo- y, de tarde en tarde, el que suscribe.

En esta reunión, más ligera y variovolante que la cotidiana, destacaban el gracejo de J. J., la agudeza de Bergamín, el endobelismo de Petere, la sal gorda, desternillante, de que hacía gala Bejarano y, por veces, Villarroel. Villarroel, cuando estaba en vena, o en laringe, se atrevía con el «cante antiguo», con el «hondo». Era su voz ahumada, densa, sin oficio y ponía en ella todo lo que sus hambres de España tenían ya de perentorio.

«Séneca». antes que una serie de bellas ediciones fue una pasión y un presentimiento; la busca instintiva de otra España. Mucho se hizo allí que ha trascendido en otro y otro hacer, que ha generado nuevas actitudes y ha disipado nieblas. Ciertamente, nada de esto figuró en estadillos y balances: y es que no cabe poner lo imponderable en cifras.

En aquella especie de editorial de inquietudes, comenzó a rebrotar el diálogo a impulso de Bergamín y de Gallegos. Pero, entendámonos: no el entrecruce de monólogos de tanta lengua sin oídos, sino el diálogo comunicador que nos entera, fecunda y humaniza.

Allí se intentó raer los sarros de lugar común acumulados sobre la realidad España y mirarla en la escueta verdad de sus problemas. En qué medida se consiguió importa menos que el intento, revolucionario a todas luces. Hombres de Euzcadi, de Cataluña, de Castilla, de Andalucía, de Levante... católicos y ateos, federales y centralistas, socialistas y republicanos, algún comunista incluso, dialogaron en el salón de «Séneca» o hubieron de ver su limitación monologal en el espejo amistoso y nítido que la palabra de Bergamín o de Gallegos ponía indefectiblemente ante sus ojos.

Con raras excepciones -sólo la de nuestro inolvidable amigo J. J. Domenchina consigo recordar ahora-, todos los valores intelectuales de la emigración española en México frecuentaron aquella casa: los más, claro, por obra de Bergamín y Gallegos; Jarnés y León Felipe, por empeño de este pacificador impenitente; algún otro, por los Amigos de Las Españas, instalados allí cuando la editorial propiamente dicha iba quedándose sin pulso.

En el salón de «Séneca» seguimos viendo aquella almendra de bondad que fue Luis Santullano, la nobilísima figura de Luis Nicolau D'Olwer, al doctor Márquez, a Luis Areitio, a Salazar, a Emilio Prados, a Manuel Altolaguirre, a José Moreno Villa, a Benjamín Jarnés, a Soria, a Eugenio Imaz, a Ceferino Palencia...

Y sin el tachón imaginado de la muerte -«...Lleva quien deja y vive el que ha vivido»- a Bosch Gimpera, Puche Álvarez, León Felipe, Sbert, Jáuregui, Mariano Granados, Ruiz del Río, Rodríguez Luna, Climent, Souto, Vela Zanetti, Sáenz de la Calzada, Eduardo Robles, J. Ribau, Daniel Tapia, Herrera Petere, Manual Andújar, Enrique Rioja, Folch y Pi, Bejarano, Somolinos, Garcés, Enríquez Calleja, Rubén Landa, Margarita Nelken. Puche Planas, Díaz Marta, Anselmo Carretero, B. García Ascot, Suárez Mier, García Bacca, Eduardo Nicol, Giménez Botey, Tarragó, Jesús Bal y Gay, Juan Oyarzábal...

De aquel nuestro pequeño mundo español podría narrar anécdotas, gestos, sucedidos, que ahondarían algunos trazos y acaso completasen otros. Por lo demás, darían a este apresurado decir sustancias de realidad directa, pero queden para momento mejor. A este no cumple sino ir en busca de Gallegos allí donde lo sabemos vivo.

A este fin enfilamos la calle de Varsovia. A trechos, edificios altos, fríos, impersonales, rompen su fisonomía de ayer. Anochece. ¿Es aquí la Editorial? No hay placa ya ni se ve el número, pero no importa: aquí es. Apretamos un momento el timbre. Otra vez el corto zaguán... la escalera... el primer piso, con vagos clarores de luz última y el retrato   —47→   de Unamuno al fondo. Seguimos. Al vencer el último tramo vemos a nuestro gran amigo de perfil. Está inclinado sobre el libro de Caja. Alza la cabeza; sonríe. «Hola, Abenamar». Charlamos.

Algo he dicho sobre mi concepto de la vida que le hace exclamar muy sorprendido, mirándome a los ojos:

«¡Pero... usted es hombre de mucha fe!»

Yo, sorprendido a mi vez de su sorpresa, pienso que no es fe creer lo que se siente. Los ciegos, empiezo a decirme, bien creen en el sol... en que hay esquinas, en...

En este punto sale Bergamín de su despacho. Ha terminado un soneto y nos lo lee. Es bueno, verdaderamente bueno. Gallegos lo elogia y vuelve a inclinarse sobre el libro. Suena el timbre. «Ya empiezan a llegar», dice.

«Sí, ya llegan».

Durante unos minutos la escalera es un delgado río de voces, de risas, de pisadas. Bergamín ha vuelto a sus dominios. Sale otra vez. «No sé dónde he metido unos papeles».

«¡Qué cabeza, qué cabeza!»; dice Gallegos con dulzura. «Bueno, ya es hora»; añade. Cierra el libro, guarda la pluma, se levanta.

Bajamos.

«¡Cuánta gente!», murmura Bergamín.

«Buenas noches, doctor...» «¡Hola, Eduardo!...»

El salón es un hervidero de gestos amigos, de sonrisas cordiales, de palabras con el calor de antaño. ¿Habrán venido todos? Pienso que si alguno se me ha perdido en lo oscuro de la memoria vendrá después, más tarde.

Ahora las voces parpadean unos segundos, se debilitan, callan y empieza a fluir la de Gallegos. Es como ayer, limpia, pausada, impregnadora, y los que el tiempo desvaneció o ha dispersado, escuchan.

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(Viene de la pág. 48)

¿Misión o función del intelectual?

Ellos, los rusos, impugnan la dialéctica de fatalidades que deseaban transmitirles, la casuística -implacable, embrutecedora- del Estado teologal. Defienden ardientemente el derecho a la estricta expresión estética, a pesar de que irrite a los jefes en turno.

Ni arte o pensamiento preceptivamente; ni el «arte por el arte», afirma Voznessenkys.

Y, sobre todo, el principio rector de Eutushenko, que sus colegas carpeto-vetónicos no examinan hasta sus consecuencias profundas y se niegan a reconocer y digerir.

«Comprendemos que los medios deberán ser dignos del fin. Esto es un axioma, pero un axioma que se ha comprobado a través de excesivos sufrimientos».

Quizá Eutushenko ha llegado a formulación de tamaña sencillez porque su irrefrenable sensibilidad lo indujo a cantar, en su poema «Contra las fronteras» el ansia de comunión con los seres de rostro y fonética distintos, con las ciudades soñadas del vasto mundo, que su país ignoró, y viceversa, ambos víctimas de un mimetismo poltrón. Porque le anima un afán honesto de paz, de impulso cooperativo, que no sea el caballo de Troya donde se agazapen turbias estrategias.

Eutushenko y su generación saben que su fuerza reside en la fraternidad auténtica, imposible sin un radical concepto de la dignidad humana, que ahí se entronca con la mejor tradición hispánica.

El tema es de sumo interés para el futuro y vale la pena examinar sus múltiples facetas. Significa, por mi lado, «una invitación al vals».

Aguarda sus puntualizaciones, señores editores de Las Españas, este atento y seguro heterodoxo.

Andrés NERJA

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De nuevo en 1936




Arriba¿Misión o función del intelectual?

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Señores editores de Las Españas:

Sin otros títulos que los de pertinaz refugiado español lector entusiasta lector de su revista, que no deberían escatimarnos tanto, pues suele brindar benéfico remedio contra los tópicos descascarillados y las menopáusicas banderías que nos entelarañan, les dirijo estas líneas, pergeñadas a la castiza, soba que te soba la mesa de un café, como Dios manda.

Me mueve el propósito de recordar una justa actitud de Las Españas, años atrás, y de anudarla con ciertos cambios de conciencia -individual, social- que se producen en tiempos inmediatos y que merecen registro, aliento y apostilla. ¡Ojalá que a mi exhortación corresponda su comentario, más autorizado que las efusiones de autodidacta aquí suscritas!

Viene a la memoria que, desde los quijotescos inicios de su revista, injertó dentro de su línea de preocupaciones por los grandes problemas nacionales de España, que es su principal característica y que al mismo compás nos desazona, la inquietud tendiente a precisar el dislocado debate entre la «misión» o la «función» del intelectual.

Lógicamente, ustedes, a través de unas colaboraciones que bordoneaban determinado cuestionario, se inclinaban por la primera acepción, la misionera, entendiendo que implica autenticidad humana, don solidario, servicio a los imperativos de la verdad, plausible concepto de la trascendencia. En contraste, el término «función» presupone uno de los peores señuelos de la esclavitud, mecaniza a los que a ella se pliegan, achata los cerebros, manipula la recta voluntad hasta convertirla en arma punzocortante, en instrumento ciego que el Poder dispara.

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Entonces, cuando ustedes plantearon al desnudo ese dilema, el panorama, en el vidrioso terreno de las ideas, era desolador, daba grima. Se embestía de lo lindo por los cuatro puntos cardinales de nuestro ambiente emigrado. Presenciábamos el solitario tañer de los «puros» los que prefieren una metáfora esotérica a una realidad en hervor o sazón, el vacío juego de las sonoridades y relumbres a la cruda pesquisa del común destino. Pululaban los pontífices, que ya huelen a naftalina, entregados al complejo deporte de fornicar con el racionalismo a ultranza y que acabarían en lo existencial, a fuer de cínico absoluto. Los sectarios de nuevo y viejo cuño bendecían y excomulgaban, según soplara el viento de la mudable consigna. Y a su vera, los dogmáticos mixtos -híbridos de inquisidores antiguos y modernos totalitarios- dedicábanse, con brinquitos oportunistas, a menear la cola. En su mayoría, hoy los divisáis sentenciados a pujos de silencio, a purga de elusiones, con la pintoresca unanimidad de la sonrisa chueca. No insisto, que la piedad obliga.

Yo, pobre diablo, que no «ejercí» nunca de «intelectual», ni siquiera a cortesanos efectos de cacareo y firma, suscito el tema ahora, con el respaldo práctico que me brinda un notable grupo de jóvenes escritores rusos, reivindicadores, de diversas maneras, del «socialismo con libertad». Han creado un ejemplo de proyecciones universales y gracias a su decisión ratificamos que lo humanístico puede ser corriente viva y concreta, espíritu encarnado, colectivo, sin detrimento del cristiano albedrío que, por Natura y Cultura, nos constituye.

He considerado, en cualquier momento, con la objetividad que proporciona el no pertenecer a los gremios respectivos, cuán tremenda es la responsabilidad de sabios y literatos, artistas y técnicos. Y me parece que la célebre acusación de Julien Benda subsiste en su meollo. Incluso lo que él denunció ha empeorado, puesto que frivolidad, arrebato, picardía, amén de vanidades y soberbias sin freno, de luciferinas perezas mentales, de psicopáticos rencores, se esconden tras las declaraciones ocasionales y enfáticas de los personajes citados, los que suenan y ocupan el proscenio, para pasmo de bobos.

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El mal o el bien, en estas seguidillas, persisten y nos afectan, máximo si queremos que no resurjan en España tales supercherías o distorsiones, so capa de señorilismo aderezado con salsas a la moda, virus que es fácil observar extramuros. Conste que no aludo a nadie, aunque sobran casos frescos...

De ahí el que traiga a colación, para que nos vacunemos del predicar hidrópico de los rabadanes mozos, las manifestaciones de los poetas soviéticos de la última hornada, que sus correligionarios del exterior, singularmente los que detentan todavía papeles de oráculos en nuestro exilio, o allá en la patria por mera ingenuidad se arriman a esas ascuas, corean de labios afuera, pero sin aplicarse el cuento, alma adentro. (Pasa a la pág. 47)

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