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Discurso de apertura de la Real Audiencia de Extremadura (27 de abril de 1791)


Juan Meléndez Valdés




ArribaAbajoIntroducción

«No basta ser buenos para sí y para otros pocos; es preciso serlo o procurar serlo para el total de la nación. Es verdad que no hay carrera en el estado que no esté sembrada de abrojos; pero no deben espantar al hombre que camina con firmeza y valor. [...]

»La toga es ejercicio no menos duro. Largos estudios, áridos y desabridos, consumen la juventud del juez; a ésta suceden un continuo afán y retiro de las diversiones, y luego, hasta morir, una obligación diaria de juzgar de vidas y haciendas ajenas, arreglado a una oscura letra de dudoso sentido y de escrupulosa interpretación, adquiriéndose continuamente la malevolencia de tantos como caen bajo la vara de la justicia. ¿Y no ha de haber por eso jueces, ni quien siga la carrera que tanto se parece a la esencia divina en premiar el bueno y castigar el malo?»


JOSÉ CADALSO, Cartas marruecas, carta LXX                


A Georges Demerson, con mi reconocimiento desde su Extremadura.

A mi hermano Manolo, tan cercano a la materia de este discurso.


ArribaAbajoPalabras preliminares

Mucho habría que dejar al arbitrio de las conjeturas si hoy, en los comienzos de la última década de un siglo revuelto de progresos y retardos, escuchásemos de la boca de un político, un campesino, un historiador o, más propiamente, un jurista las ideas que, doscientos años atrás, desde su experiencia de magistrado y poeta, expuso Juan Meléndez Valdés (Ribera del Fresno, 1754-Montpellier, 1817) en el discurso que sirvió para la apertura de la Real Audiencia de Extremadura un 27 de abril de 1791.

¿Qué análisis se haría de unas palabras como aquellas en el contexto político de 1991? ¿Qué conclusiones podría extraer un auditorio extremeño en un contexto extremeño del programa escrito por el magistrado de Ribera? ¿Qué etiquetas recibiría el autor de un plan como el que aquí se presenta en conmemoración de una nueva etapa de la administración de justicia en España? La tremenda y desgraciada actualidad del discurso con que abrió sus puertas la Real Audiencia de Extremadura confirma, por un lado, la talla intelectual del autor de La paloma de Filis y por otro lado, el furgón de cola que ha venido representando Extremadura en el tren de la modernidad, la justicia, las libertades, la cultura y el bienestar social, todavía desde aquellos albores del siglo XIX. Son, así, la creación de la Audiencia y llamadas como la que hace Meléndez Valdés en su alocución las señas de la toma de conciencia de que Extremadura se halla en la necesidad de ser participante también, al mismo tiempo que otras regiones, del afán reformista y regenerador, sólo anhelo a veces, de nuestro siglo XVIII.

Debe ser justo recordar hoy, aprovechando su segundo centenario, un momento de gran significación en los primeros pasos hacia la modernidad de Extremadura, como ha escrito mi admirado profesor Ángel Rodríguez, una «realidad marginada»1, y presentar como recordatorio las palabras pronunciadas por un hombre ilustrado y hombre de bien, en una solemne ceremonia como la apertura oficial de la Audiencia extremeña. Mi interés aquí es ofrecer de nuevo una obra sólo recientemente reeditada con justicia, con alguna novedad textual ahora, e introducir ese discurso con unas modestas consideraciones sobre la figura de su autor y el carácter del texto, salvando las notas profundas de índole jurídica que emanan de sus páginas y que suponen un testimonio ineludible en la historia del Derecho español, y respetando igualmente los importantes estudios que sobre la época y la institución se han publicado hasta la fecha2.

Valgan como pórtico a todo ello algunas opiniones sobre el discurso de Meléndez Valdés; desde la de sus primeros editores en la Continuación del Almacén de frutos literarios o Semanario de obras inéditas, en 1818, para quienes:

«Este discurso es sin contradicción uno de los mejores que se han pronunciado en España, con igual o semejante motivo [...] digno del ilustre magistrado que le pronuncié, y de que le tengan a la vista todos los sujetos de igual clase cuando hayan de escribir discursos para sus tribunales.»3



hasta la más reciente de una de las voces más autorizadas en los estudios sobre el poeta de Ribera del Fresno, Georges Demerson:

«Por la riqueza de su contenido, la altura y nobleza de sus miras, su generosidad y compasión para con el pueblo hollado, por su espíritu decididamente innovador, este discurso constituye un excelente exponente del ideario de Meléndez Valdés, partidario convencidísimo del progreso y de la Ilustración. Y no es indiferente que este ideario lo expusiera, lo proclamara al hablar de su provincia natal, de Extremadura, su querida patria chica, por la cual nunca dejó de interesarse, y con motivo de la instalación en ella de una institución desde hacía mucho tiempo anhelada, y que en opinión de todos había de contribuir poderosamente a hacer la felicidad de sus habitantes.»4






ArribaAbajoEl último viaje de Juan Meléndez Valdés a Extremadura

No espere el investigador o el biógrafo de Meléndez, por el epígrafe de este capitulillo, que se aporte aquí noticia alguna inédita sobre una visita no sabida de Meléndez Valdés a Extremadura. No se conocen más datos que los publicados por G. Demerson sobre los viajes que hizo el poeta a su tierra natal5. Las pocas visitas a Ribera para ver a su padre, que realizó a principios de los años setenta, siendo estudiante en Madrid, y una corta estancia con Estala en Las Batuecas, son los únicos episodios que a este respecto pueden ser demostrados documentalmente. No realizó ningún viaje Meléndez desde Zaragoza o Valladolid en 1791 a las tierras extremeñas o, por lo menos con Demerson «se nos antoja harto difícil que el poeta magistrado muy atareado y en ciudades bastante distantes de las tierras extremeñas haya encontrado un momento de libertad para volver al lugar de su nacimiento»6.

El «viaje» al que me refiero aquí es la ocasión que se le brinda a «Batilo» de hablar sobre Extremadura en un texto para ser leído en Extremadura. Probablemente, y de ser ciertas las suposiciones del hispanista sobre esas dificultades para desplazarse de nuestro poeta ya en los años noventa, el discurso de apertura de la Real Audiencia que se establecía en la ciudad de Cáceres fue el único medio de viajar a Extremadura para estar con su letra junto a sus paisanos.

El 15 de septiembre de 1789, Juan Meléndez Valdés toma posesión de su plaza como Alcalde del Crimen en la Real Audiencia de Zaragoza. El nuevo cargo del poeta significa el comienzo de una nueva etapa en su trayectoria profesional. El hasta entonces docente en la Universidad de Salamanca, inclinado por naturaleza a la reforma y mejora de la enseñanza, vinculando siempre a lo largo de sus años de formación el estudio de las Leyes y el de las Humanidades, en 1789 pasa a ejercer de forma directa la carrera de magistrado. Comienza para el escritor el camino que generará esa etiqueta siempre engrandecedora, como en el caso de Jovellanos, de magistrado-poeta. El mismo Meléndez se referirá a esta dualidad sentida en la «Advertencia» de la edición de sus Poesías de 1797, cuando sus tareas como magistrado le hacen alinearse del lado de los buenos amantes de la literatura, más que como un excelente practicante de ella, según sus modestas palabras:

«La providencia me ha traído a una carrera negociosa y de continua acción, que me impide, si no hace imposible, consagrarme ya a los estudios que fueron un tiempo mis delicias. Cuando la obligación habla, todo debe callar: inclinaciones, gustos, hasta el mismo entusiasmo de la gloria; pero si mis bosquejos, mi ejemplo, mis exhortaciones logran poner a otros en su difícil senda y llevarlos hasta la cumbre de su templo, satisfecho y envanecido, complaciéndome en sus laureles cual si fuesen míos, repetiré entre mí mismo con la más pura alegría: Yo concurrí a formarlos y mi Patria me los debe en parte.

»Gozoso entre tan faustas esperanzas me contento desde ahora con el nombre de amante de las Buenas Letras y las Musas; y este nombre no puede con justicia negárseme, porque ellas y las Artes han hecho mi embeleso desde que sé pensar, y serán mi consuelo hasta en la última vejez.»7


En Zaragoza, Meléndez Valdés pronto supo destacar en su profesión y verse reconocido como profundo e inquieto estudioso en muy diversas tareas que, a sabiendas de su ser cualificado, le iban a ser encargadas. Allí nace su amistad con uno de los oidores de la Audiencia de Zaragoza, don Arias Antonio Mon y Velarde, miembro de la Sociedad Económica de Amigos del País aragonesa, en donde también Meléndez desarrolló una activa participación. Así, la Audiencia y la Sociedad zaragozanas se convierten en los dos principales centros de convivencia de ambos ilustrados.

Durante ese período, comienzan a darse las primeras acciones efectivas sobre el establecimiento de una nueva Audiencia en la región natal del poeta-magistrado, como frutos de las necesidades expuestas por los extremeños años atrás, en el reinado de Carlos III, siendo el treinta de mayo de 1790 cuando se promulga la Pragmática por la que se creaba la nueva Real Audiencia extremeña en la ciudad de Cáceres8. Iba a constar el nuevo órgano de «un Regente, ocho ministros y un fiscal, porque de este modo no falte el número necesario para formar dos salas, una de lo civil y otra de lo criminal».

Arias Mon y Velarde, el compañero y amigo de Meléndez en Zaragoza, será comisionado para viajar a Cáceres, y «buscar casa y arreglar las demas cosas necesarias para el establecimiento de la nueva Audiencia de Extremadura desde el 15 de junio de 1790 hasta el 13 de diciembre del mismo año» 9. En ese viaje le acompaña el entonces director de Arquitectura de la Real Academia de San Fernando, a la que pertenecía Meléndez Valdés, don Manuel Martín Rodríguez, y, concluida la comisión, el 10 de diciembre de 1790 jura Mon y Velarde su nuevo cargo como Regente de la Audiencia de Extremadura10.

Vistas estas fechas, parece probable que entre noviembre y diciembre de 1790, e incluso más tarde, tras ser dada la Real Cédula de 20 de febrero de 1791, por la que se fijaba el ceremonial que había de seguirse el día de la inauguración de la nueva Audiencia, y también después de haberse realizado las visitas de los partidos de la provincia encomendadas a los nuevos ministros, el autor del discurso hace alusión a ello, Mon encargase a su buen amigo Meléndez Valdés el texto para la apertura del 27 de abril. Es decir, probablemente, y ajustando más la cronología, el poeta de Ribera del Fresno preparó las páginas para su compañero en poco más de un mes.

Meléndez fue promovido Oidor de la Chancillería de Valladolid a principios de marzo de 1791, cargo del que toma posesión en mayo11. Por las investigaciones de Jean Sarrailh sobre la Sociedad Económica de Zaragoza sabemos que Meléndez, a mediados de mayo, todavía se encontraba en la ciudad del Ebro y que es el 29 de abril de 1791 cuando el director de la sociedad aragonesa da noticia de la despedida del poeta que marcha hacia Valladolid12. Es probable que Meléndez tuviese que compaginar la escritura del discurso para su amigo Mon con la elaboración de los estatutos de una nueva Academia de dibujo que la sociedad aragonesa, a través de Goicoechea, su director, creaba en esos momentos.

El nombramiento como oidor en Valladolid acalló definitivamente las pretensiones del poeta-magistrado de alguna plaza en el tribunal de su región de nacimiento, dato este último que debemos a las investigaciones de Georges Demerson13, y que desvela algunos puntos oscuros de una carta que Mon escribe a su amigo desde Ávila en julio de 1790, ya en cumplimiento de su comisión:

«Mi querido amigo:

Hemos llegado a Ávila con salud y después de dos días seguiré yo mi viage. Desde Madrid no pude decir a Vmd. que con el Sr. Guarino (Garino) hablé de Vmd. y estaba ya prevenido porque tenía buenas noticias y temo que Llaguno le hubiese hablado porque le ofreció, o conocería a Vmd. El amigo Lugo quiso que yo buscase ocasión de hablar de Vmd. al Sr. Porlier lo que dijo ya había executado él, y aunque yo creía inútil este oficio, también lo practiqué, y contestó las buenas noticias de Vmd. y desea elegir buenos jueces, si puede. Con la de Piñuela se ofreció diferentes veces la conversación y no dudó hagan marido y mujer lo que puedan. He comido casi siempre en casa aunque fui combidado bastante; de los Sres. Condes de Montijo, que me honraron mucho, y me he alegrado averlo hecho, porque estos Sres. son dignos de ser distinguidos por su generosidad, sencillez de trato, y en la Srª se deja ver un talento mui sólido, juicioso y que se puede embidiar de muchos varones, que tenemos por grandes en el concepto común. Vea Vmd. cómo darle gracias pues me ha proporcionado la satisfacción de conocerlos. La familia se cría excelentemente y del mismo modo y uno de los más chiquitos se acuerda de sus cuentos de Vd. Ya no se dudaba que se consultarían las quatro Plazas de Oidor de la Nueva Audiencia y Fiscalía, pero yo aún dudo porque después que se me aseguró así, he sabido una especie, que prueba que en el expediente ai algo que saldrá a su tiempo. Al Sr. Chantre mis fin.s exp.s q.e... no le escribiré acaso, y que no encontré al Duque de Almodóvar. Páselo Vmd., bien y mande a su m.s fino, verd.o amigo.»


ARIAS                


Ávila 17 de julio de 9014.

Para Demerson, podría pensarse «que ese aparente "fracaso" del poeta fue en realidad obra de sus amigos y valedores que le tenían ya preparado un cargo similar al que pretendía, pero en un tribunal más importante que el de Cáceres. Lo único que pudo apenar a Batilo fue, por lo menos en un principio, tener la impresión de que no iba a contribuir con su esfuerzo personal al fomento e ilustración de su querida patria chica»15. Habría que añadir que no sólo por tratarse de su Extremadura natal Meléndez puso empeño en lograr un puesto en el nuevo órgano; por su talante y su celo en las tareas como magistrado, su espíritu liberal y sus inclinaciones utópicas, el autor de Las bodas de Camacho encontraba en la región extremeña un excelente terreno sin abonar para llevar a cabo una aplicación de su ideario no condicionada por herencias nefastas. No podemos negarle, aunque juguemos con hipótesis, ese pronto utópico y abnegado que presidió sus actividades intelectuales.

Volviendo a nuestro asunto, vale preguntarse: ¿por qué encargó Arias Antonio Mon el discurso a Meléndez Valdés?, ¿por qué no fue él mismo el autor y lector del texto inaugural del alto tribunal de justicia de Extremadura? No disponemos de datos fundamentales para explicar ese encargo de un amigo a otro. Sólo esa relación de amistad que entre ambos existía y, probablemente, la admiración que el nuevo regente sentía hacia el autor de Ribera, muy significado ya desde su puesto en Zaragoza. A esta explicación cabe unir las pretensiones de Meléndez Valdés de lograr una plaza de oidor en la nueva Audiencia de su región natal, que, como sabemos, fue denegada. Es probable que su compañero Mon, como un gesto de resarcimiento privado y amigable, cediese ese honor a Juan Meléndez Valdés, que vio cómo sus intentos por establecerse en la tierra que le había visto nacer se truncaron. Demerson ha propuesto también en este sentido que quizá fuese el mismo poeta quien «se ofreciese espontáneamente a prestar a su amigo tan apreciable servicio»16; así, aunque sólo fuese a través de la letra teórica, satisfacía ese deseo de contribución al desarrollo reformado de Extremadura.




ArribaAbajoUn discurso sin aparato de palabras

Homo sum: humani nihil a me alienum puto. Con este conocido lema del Heautontimorúmenos de Terencio pone fin Juan Meléndez Valdés a su «Acusación fiscal contra Marcelo J..., reo confeso de parricidio por la muerte violenta dada a su mujer María G...; pronunciada el día 23 de abril de 1798 en la sala segunda de Alcaldes de Corte», que fue incluida en sus Discursos forenses, y este lema bien puede servir para ilustrar las líneas básicas de su pensamiento aplicado al ejercicio de las tareas como magistrado desde 1789 y que caracteriza cada una de las obras «forenses» que fueron publicadas en la edición de 1821.

Los más destacados retóricos de la antigüedad y del Siglo de Oro eran bien conocidos por Meléndez Valdés. G. Demerson ha desvelado los datos de la biblioteca melendeciana, en la que encontramos volúmenes de Cicerón, Aristóteles, Quintiliano, Arias Montano, Luis Vives, Gibert, y, presumiblemente, conocía también obras análogas de importancia17. Es indudable que sus diferentes intervenciones como magistrado en diversas causas a lo largo de su carrera se ajustaron a los preceptos que el escritor había leído ávidamente en su biblioteca. Con su discurso de apertura de la Audiencia de Cáceres surgen algunas notas de interés, que le separan de la naturaleza de algunos de los textos -las cinco acusaciones fiscales de 1798- que formaron parte de los Discursos forenses. El discurso «forense» es aquel que se lee en el ámbito de un tribunal de justicia; pero no sólo el marco espacial le confiere esa naturaleza, pues las retóricas hablan en la formación del orador forense siempre referidas a las causas criminales, en las que tanta fama adquirió nuestro poeta. El discurso para la inauguración del tribunal de Extremadura, aunque leído en la sala de lo Civil y de Acuerdo de la recién abierta Audiencia cacereña, aunque el tema desarrollado sea propiamente forense o jurídico; la motivación de su escritura entronca con el género de discurso deliberativo o suasorio, según el cual se mueven los ánimos del oyente para señalar una línea de conducta. En realidad, el discurso de Meléndez en Cáceres es todo un plan -así se titula- de actuación general para los nuevos magistrados encargados de poner en marcha un alto tribunal de justicia en una de las regiones más desfavorecidas de España. Junto a este componente fundamental, en el texto van a darse los tópicos más conocidos de las composiciones retóricas de antiguo: el género del panegírico estará presente en el texto del poeta leído por Mon al ensalzar la instrucción ilustrada propuesta por los Borbones; las digresiones históricas que apoyan la necesidad de reforma de algunas costumbres heredadas, la aplicación de elementos perorativos intermedios con la intención de mover el ánimo del auditorio, etc.

La «oración», como se refiere en los ceremoniales conservados, leída el 27 de abril de 1791 obedece a una clara disposición en partes diferenciadas que resumo en las siguientes:

  • I. Exordio.
  • II. Narración.
  • III. Confirmación.
    • III. 1. La parte criminal.
    • III. 2. La parte de las leyes civiles.
  • IV. Peroración18.

Sigo la división clásica dada en las retóricas antiguas y mantenida y glosada a través de los teóricos del XVI y XVII, algunos de los cuales, como ya se ha dicho, conocía Meléndez Valdés, y, sin duda, había tenido en cuenta para la elaboración, sobre todo, de sus acusaciones fiscales.

Una idea fundamental preside en todas sus partes el discurso melendeciano: la oportunidad que a los magistrados se brinda de poder administrar la justicia en una región nueva, poco o nada desarrollada. El inicio de una andadura impone toda la validez al intento del poeta en sus palabras. Si los magistrados tienen unos deberes y obligaciones ineludibles, dirá Meléndez, éstos, en Extremadura, se hacen más necesarios que en otras regiones; si la actuación de la justicia en otros territorios se ha visto impedida por un sistema antiguo poco acordado con los nuevos tiempos, ahora, en Extremadura, es el momento de inaugurar un edificio que aproveche sólo los cimientos sanos de la antigua construcción. Así con cada uno de los conceptos esenciales que el ya oidor de la Chancillería de Valladolid vierte en su discurso. Ese carácter de tierra virgen vincula las necesidades diversas que va exponiendo el autor a lo largo de sus páginas.

En la introducción o pórtico a su discurso Meléndez comienza con un tópico de «humilitas» colocándose como el menos indicado para iniciar su alocución con palabras graves que destaquen las virtudes del llorado Carlos III y de su hijo el rey Carlos IV, con la voz de los extremeños clamando justicia ante la falta de un alto tribunal que la distribuya, y ofrece el «corto caudal» de sus talentos y elocuencia para hablar de las obligaciones que toman cuantos participan en la apertura oficial de la Audiencia extremeña en tan señalado día. La repetida recomendación de los retóricos a propósito de que las palabras del orador, ya en el exordio, deben transmitir al oyente la idea de que salen del corazón de quien las pronuncia está en el texto leído por Mon en abril:

«mientras unido como lo estoy a vosotros por la profesión, el ministerio y el corazón, os quiero hablar con sencillez y sin aparato de palabras de las arduas obligaciones que tomamos sobre nuestros hombros desde este señalado día, y de la estrecha necesidad en que nos ponen el honor, el agradecimiento, y cuanto puede entre los hombres haber de más sagrado, de satisfacerlas religiosamente; no defraudar la expectación pública que nos contempla en silencio; y llenar así los vastos designios concebidos por la patria en la erección de este augusto Senado.»



Meléndez parece aplicar un mismo esquema interno en cada una de las partes de su obra; en cierta forma, aplica un esquema que va de lo general a lo particular, leído el discurso por partes o llevando esa construcción a todo el conjunto. La generalización se vierte antes de la concreción en el terreno particular de la nueva Audiencia que en ese día inicia sus trabajos. De la misma manera, en el núcleo de su discurso, Meléndez dispone en primer lugar unos propósitos generales y cuestiones relativas a la Magistratura, para luego, en consonancia con las dos salas, dedicar las dos partes fundamentales de la confirmación a una demanda directa a los jueces de cada una de ellas, tratando de las leyes penales primero, y de la legislación civil después; ordenación que repetirá en la peroración final al dirigirse a los alcaldes del crimen primero y a los oidores después. Este procedimiento, se podrá comprobar, es aplicado igualmente al desarrollo de cada uno de los puntos particulares del texto. La particularización a que somete Meléndez la reflexión general se encamina a llamar la atención sobre las necesidades concretas de Extremadura.

El plan de reformas de Meléndez Valdés se reparte entre la narración y, esencialmente, en la confirmación. En la primera de las partes centrales, Batilo hace historia sobre la consideración de la justicia en tiempos pasados como una forma de realzar los logros conseguidos en el siglo XVIII en los reinados de los Borbones. Los errores corregidos, aunque sólo sea parcialmente, son enumerados por el autor:

- la creencia en que la ciencia del magistrado queda reducida a distribuir la justicia privada, sin buscar un remedio seguro a las causas;

- la falta de desarrollo de la legislación, la moral y la economía civil;

- las universidades aún ancladas en la enseñanza de las leyes romanas y de conocimientos estériles nada aprovechables en el ejercicio de la profesión;

- la felicidad pública atrasada, la industria, la agricultura, la falta de educación de la juventud, el desarrollo de la ociosidad, la multiplicación de los delitos, la excesiva dependencia de modelos foráneos, etc.

Se produce un renacimiento con la llegada de los Borbones, desde Felipe V, y esas ciencias renovadas, para Meléndez, son las que se necesitan, más que en ninguna otra parte, en la región extremeña. El retrato que el poeta presenta de su región de nacimiento no es positivo, «todo está por crear en ella», y sin embargo, en esa virginidad está el gran reto y quizá la ventaja para los magistrados con afán de servicio y con ganas de trabajar:

«Sin población, sin agricultura, sin caminos, industria ni comercio, todo pide, todo solicita, todo demanda la más sabia atención.»



El clero y la nobleza de Extremadura son iletrados y aunque con talentos, quedan aislados de los focos principales en donde pudiesen cultivarlos. Ni siquiera, dice Batilo, Extremadura ha podido gozar de ese «genio pundonoroso» que la arrastra «al heroísmo de todas las carreras» que ejemplifica con los nombres de Hernán Cortés y Francisco Pizarro, siendo al cabo la menos industriosa provincia de las que componen el dominio español.

En la misma «narratio» o exposición general de su discurso, Meléndez presenta algunos de los puntos principales de su ideario en lo referido a la administración de la justicia, que pueden quedar resumidos en los siguientes:

- no ser injustos buscando la justicia; aplicarse siempre con humanidad y moderación, y ser indulgentes con las penas y errores del pasado;

- un tribunal nuevo debe crearse en la seguridad de que servirá como modelo, como escuela práctica de la jurisprudencia más pura;

- es necesario nivelar los fines de la institución con los del siglo: la propagación de las luces; la aplicación de la filosofía a las leyes; la presencia cada vez mayor de las ciencias económicas en la administración pública, a través del celo de hombres como Campomanes o Floridablanca;

- la conciencia de que el pleito más pequeño repercute necesariamente en el orden social y la felicidad pública;

- la necesidad de considerar, antes de condenar un delito, las causas que pueden originarlo en la misma sociedad, etc.

La exhortación con que termina esta parte del discurso enlazará con el final del texto, con su peroración, al destacar que los soportes del plan de actuación que ofrezca todo magistrado en esta inauguración deben ser la razón y la filosofía.

En la confirmación o desarrollo de la materia del discurso, Meléndez aborda los problemas concretos de las dos grandes secciones de la nueva Real Audiencia: la penal y la civil. El autor va a acercar la disposición de las ideas en ellas expresadas, estableciendo un claro paralelo en el tratamiento de ambas, aunque por el mismo discurso de Meléndez se aprecia el mayor desarrollo de la parte correspondiente a las leyes criminales que en el derecho civil.

En lo que se refiere a la sección de lo penal, el ideario de Meléndez nace directamente influido por conocidos precedentes como Cesare Beccaria, Voltaire o Lardizábal, y así, sus propuestas de actuación y de reforma se sintetizan en las siguientes:

- suavizar la condición del delincuente en la cárcel;

- abreviación o simplificación de las pruebas de su defensa o de su condenación;

- hacer un castigo más análogo con la ofensa;

- abolir la tortura;

- arbitrar justas indemnizaciones para los reos condenados por error;

- implantar un código, en la parte criminal, verdaderamente español, adecuado al carácter y las circunstancias de la nación, y no tomado, como en el Derecho Romano, de otras civilizaciones antiguas y alejadas de la cultura actual de los pueblos.

En este mismo sentido, son de indudable interés los recordatorios expuestos por Meléndez para sus compañeros de la nueva Audiencia cacereña. Para el de Ribera, no puede olvidarse que la razón y la ley deben atender principalmente la vida, el honor y la libertad del ciudadano; que no toda acción mala es luego delincuente; que el hombre que no altera el orden público no tiene por qué estar sometido a ningún tipo de control judicial; que el magistrado debe ser impasible; que la delación envilece las almas y quiebra la unión social.

En la parte de las leyes civiles, Meléndez Valdés avisa de las dificultades y falta de desarrollo en este campo y sus imperfecciones, de las que destaca, como errores generales, el establecimiento de casos en lugar de principios, la autorización como dogmas legales de raciocinios falsos, la consideración de ley de una singular opinión particular, las continuas contradicciones apreciables entre los magistrados en esta parte, la complicación de los procesos en detrimento de los interesados. Revisa luego el magistrado las partes fundamentales del Código Civil, como la patria potestad, las tutelas, las dotes y pactos nupciales, los testamentos, las servidumbres, la prescripción penal y denuncia sus defectos, a los que propone algunas soluciones resumidas en:

- la compilación, simplificación y vulgarización de las leyes, acercándolas a los más rudos aldeanos;

- la supresión de amortizaciones o de «una errada corporación» que despojan al humilde campesino o al abnegado obrero de su tierra y su taller;

- una mayor igualdad en el reparto de las riquezas;

- una reforma radical de las sucesiones, que en su complicación aturden y confunden al hombre en sus últimos días.

En definitiva:

«Nuestros códigos son un arsenal donde todos hallan armas acomodadas a su deseo y pretensiones; son como las armerías de los Reyes, donde las piezas raras, llenas de crin y polvo de los siglos más distantes, están unidas y se tocan; encierran leyes contra leyes, otras sin objeto determinado, leyes inútiles, insuficientes, enmendadas, suplidas, olvidadas; todo, menos unidad y sistema; todo, menos principios y miras generales. El mal no se conoce por inveterado y común; el cuerpo político abunda de códigos y leyes hacinadas, y cada día promulga leyes nuevas. Así anhela el hidrópico por el licor que le mata, y aumenta los ardores de su sed con el agua misma con que intenta apagarla.»



A medida que el discurso de Meléndez avanza en su confirmación, expuestas las necesidades que en el orden de lo civil demanda no sólo la provincia de Extremadura, sino toda la nación, la recomendación del magistrado se cierra y a través de la reiteración sobre sus conceptos claves, el oyente obtiene las prioridades de ejecución de esta nueva carrera abierta oficialmente en abril de 1791: el beneficio común, la reforma, la denuncia de los abusos y errores, la generalización y vinculación de todas las causas, «como eslabones de esta admirable cadena del orden social, en que está librada y se vincula la felicidad de los pueblos».

Visto esto, trazado el ideario expresado por el de Ribera del Fresno en su memorable discurso, cualquier lector se percata de los muchos ecos de significativos pensadores que se encuentran entre sus líneas. Los nombres de Voltaire, John Locke, Cesare Beccaria, Rousseau, etc., acuden a la mente del lector de estas páginas ilustradas; del mismo modo, pueden señalarse numerosas coincidencias con las ideas expresadas y manejadas en España en las páginas del periódico El Censor, en los escritos de juristas como Lardizábal, o de los insignes, y amigos del poeta, Jovellanos, Cadalso, etc. He reseñado algunos de estos ecos, muchos, en la anotación al texto que aquí se ofrece, y el lector puede acudir allí para algunas identificaciones, que, antes que una lectura mimética de autoridades, para Meléndez son ideas que medita, asimila y reelabora con especial aprovechamiento; como ha señalado G. Demerson «los elementos que toma de éste o de aquél los elabora con su reflexión y construye un sistema coherente y original»19.

Llegamos a la peroración, la última parte del discurso, en donde el orador, como recomiendan los preceptistas retóricos, debe realizar un resumen de sus argumentos y mover los ánimos. Lo primero lo expresa Meléndez en la enumeración de los puntos fundamentales de su «plan de útiles trabajos», como reza el título, que han de emprenderse para el fomento de la región extremeña; lo segundo, mover el ánimo del auditorio, va a intentarlo a través de la exhortación. El plan que presenta el magistrado poeta se basa, acudiendo a la imagen de «arrancar un mal y sembrar al punto un bien», en los siguientes apartados:

- sustituir los montes y malezas espantosas por tierras cultivadas con que alimentar a los nuevos pobladores;

- encauzar los ríos para alimentar las tierras, poniendo fin a los daños causados por las aguas incontroladas;

- llenar los baldíos de repartimientos y labores;

- dar libertad para los ganados en sus nativos pastos;

- trazar un útil sistema de caminos que facilite el comercio y la salida de las producciones autóctonas;

- facilitar la instrucción de la juventud campesina;

- promover la instrucción para los ricos hacendados, métodos y dirección con que mejorar el cultivo y establecer industrias;

- fomentar la educación con la creación de escuelas para los niños, y de estudios y colegios para la juventud;

- establecer casas de corrección en donde poder recoger a los delincuentes, y no cárceles que abismen al individuo a la imposibilidad de la reinserción.

Las soluciones expuestas por Meléndez Valdés tienen un cercano precedente, aunque sólo reducido a algunos de los problemas apuntados por el de Ribera, en la representación al Consejo formada por Vicente Paíno Hurtado, diputado de la provincia de Extremadura, que expuso diecisiete medios para el fomento de la agricultura en la región, denunciando los abusos del Honrado Concejo de la Mesta. El mismo Batilo se refiere al expediente al principio de su discurso en su elogio de Campomanes y Floridablanca20.

Por último, en las exhortaciones Meléndez Valdés va a intentar mover al auditorio a través de una figuración muy efectista: las cuatrocientas mil almas que pueblan Extremadura se alzan ante el tribunal reunido en tan solemne día, y, «entre aclamaciones y lágrimas, tendidas las manos», se dirigen a cada uno de los ministros de la nueva Real Audiencia. A los Alcaldes del crimen, a los Oidores y al Fiscal, el Conde de la Concepción. Es el momento de la recapitulación y últimas recomendaciones, que retomarán las ya apuntadas a lo largo de las páginas anteriores. La diferencia con el resto del discurso estriba aquí en que las demandas se exponen desde la perspectiva del pueblo que reclama la actuación del tribunal; Meléndez sabe bien cómo mover al auditorio y presenta el apóstrofe de un pueblo con anhelo de justicia, dejando a un lado ahora todo tipo de referencias propias de la especialización de un jurista. El autor, además, consigue enlazar con el principio de su texto, en donde había aludido a los extremeños alzando la voz, arrodillados a los pies de Carlos, clamando por la instalación de un tribunal. Ha conseguido presentar por fin al pueblo exponiendo sus necesidades ante sus magistrados, en continuación del deseo antiguo en ese momento hecho realidad. A los alcaldes del crimen, reclamarán esas «cuatrocientas mil almas» humanidad, renuncia a la delación, solidaridad con las desgracias ajenas, atención primaria a los presos de las cárceles. A los oidores, prontitud en las resoluciones, afabilidad y cercanía para todos cuantos solicitan sus servicios, y aquí Meléndez utilizará todas sus artes de conmover («que los campos os piden brazos, la industria y las artes obreros, las viudas y los huérfanos amparo, y todos a la par justicia y felicidad»). Y al Ministro único, el Fiscal, «alma de todo Tribunal», imparcialidad, sabiduría, providencia y desinterés. El cierre, por último, de la exhortación necesita de la participación de las figuras capitales que sostienen todo el sistema del Gobierno ilustrado: la común utilidad, la Nación, el monarca Carlos, la reina Luisa, los infantes, y el carácter paternal de todos ellos. Para acabar, no faltará en el arte oratoria de Meléndez Valdés un último recurso, la amonestación y el oráculo violentos dirigidos a los magistrados que no cumplan con su digna obligación, en una epifonema de indudable efectividad en el auditorio:

«perezca al punto, perezca, y vea en todas partes la presencia de un Dios vengador que le increpe sus torcidos juicios. Su posteridad desgraciada no halle ni pan ni abrigo entre los hombres, y beban sus hijos hasta las mismas heces del cáliz de amargura que hizo beber a la inocencia con sus prevaricaciones. Y mientras que gozan sus ilustres compañeros, ya sentados en esas altas sillas, ya en el dulce retiro de sus casas los inefables consuelos y alegrías que dan a un corazón puro los santos deberes de la virtud cumplidos, agitado el día y noche de su triste conciencia y de las furias infernales, busque el reposo y no le halle, y vea a todas horas en derredor de sí las familias asoladas por su iniquidad, esta provincia arrodillada hoy a sus pies, y ofendida de sus concusiones, la Nación a quien burló en sus gloriosas esperanzas, y la imparcial posteridad que le condena a eterna execración, colmarle de imprecaciones, y borrar su infame nombre de entre los ilustres, los justos, los sabios, los inmortales fundadores de la nueva Audiencia de Extremadura.»



Desde el punto de vista formal, Meléndez Valdés ha sabido combinar diferentes registros, adecuados a las partes de su discurso, presididos todos ellos por una voluntad de llaneza en el lenguaje, «sin aparato de palabras», como bien señala el autor. Incluso a la hora de tratar cuestiones relativas en específico a la materia judicial, la intención de Batilo parece orientarse hacia la búsqueda de una comprensión general en un auditorio variado, pues, a los ministros de las salas, los abogados, relatores y procuradores, se unen autoridades municipales y eclesiásticas y «damas de la villa, caballeros y forasteros» que acudieron al acto inaugural de la Audiencia cacereña. Demerson ha hablado de una elocuencia melendeciana «amiga de los períodos amplios, anafórica, cadenciosa, numerosa, una elocuencia ciceroniana, es decir, nutrida de los modelos clásicos que tan asiduamente había frecuentado en las aulas salmantinas como alumno, como sustituto y como catedrático»21; una elocuencia que fortalece y subraya los conceptos fundamentales expresados en el discurso a través de la recurrencia en un léxico escogido y esquemas sintácticos que presentan ante el oyente las líneas de más importancia que interesa exponer. Los conceptos de «ilustración», «felicidad», «lo público», «lo común», «orden», «utilidad», en diferentes formas, son los más reiterados por Meléndez, después de los que expresan propiamente la materia del discurso, «justicia», «ley». Una aproximación a ello puede tenerse con un cómputo de algunos de estos vocablos intencionadamente repetidos por Meléndez a lo largo de sus páginas, a manera de eco, para que el oyente establezca un sistema de prelaciones básicas en las ideas del orador:

La materia del discurso impone necesariamente la reiteración de vocablos como «ley» y «leyes» (50) y «justicia» (37). Pero, aplicando las ideas de Meléndez en su texto, se nos presenta un esquema de palabras fundamentales, vinculadas todas ellas al ideal de justicia expuesto por el magistrado. La búsqueda de la felicidad pública junto a la instrucción de la sociedad para hacer al ciudadano más libre en la «admirable cadena del orden social»: «felicidad» (17); «luz» o «luces» (17); «pública» (16); «común» (15); «orden» (13) -en las siguientes combinaciones: «orden moral», «orden judicial», «orden social», «orden legal», «orden público»-; «útiles» (11) y «utilidad» (4); «libertad» (10); «salud» (1) y «saludable» (7); «razón» (6); «ciudadano» (6); «filosofía» (5); «igualdad» (4); «sociedad» (4); «reforma» (4); «regenerar» (3); «Ilustración» (1), «ilustrado/a» (2), «ilustrarse» (1), entre otras; y en la actualización del discurso al contexto particular para el que está destinado, la palabra «Extremadura» (10), que cierra emblemáticamente el texto de Meléndez.

Junto a esta radiografía de los conceptos claves expresados por el poeta, cabe señalar los recursos enfáticos manejados por el orador sin llegar a una excesiva grandilocuencia o a una artificiosa afectación. En este sentido, la utilización del superlativo de carácter culto en -ísimo cumple con ese cometido en ejemplos como «nobilísimo Senado», «felicísimo anuncio», «gravísimos puntos», «purísimo lenguaje», «altísimos decretos», «gravísimos objetos», «clarísima evidencia», «anchísimas puertas», «altísima importancia» o «utilísimas ciencias». Por otro lado, esa elocuencia anafórica de la que hablaba Demerson se articula con la repetición enfática de estructuras enumerativas sostenidas, por ejemplo, por las preguntas directas, del tipo «¿por qué triste necesidad han de ocupar volúmenes sobre volúmenes de errores y tinieblas [...] ¿Por qué una libertad ilimitada de modificar su voluntad y añadir condiciones a condiciones [...] ¿Por qué el hombre nacido con el sagrado derecho de sacar su alimento de la tierra regada con su sudor y con sus lágrimas [...] lo ha de llorar perdido a cada paso [...] ¿Por qué las leyes [...] han de acumular riquezas en pocos [...]», que se sigue manteniendo con la elipsis en las interrogaciones: «¿han de desarraigar [...] ¿dividirán a las familias [...] ¿no han de poner término a la codicia [...] ¿han de hacer enemigas a las clases del Estado [...] ¿no arreglarían por sí mismas las sucesiones [...]». Del mismo modo ocurre con las exclamativas siguientes, en una serie de nueve estructuras: «¡Ah, si nuestras gloriosas vigilias hiciesen [...]; ¡si alcanzasen [...]; ¡si abreviasen [...]; ¡si hiciesen más pronto [...]; ¡si lograsen desterrar [...]; ¡si arrancasen [...]; ¡si hicieran [...]; ¡si lograsen [...]; ¡si alcanzásemos [...]». Este afán por la amplificación se expresa también en otros tipos de plurimembraciones, como «todo pide, todo solicita, todo demanda», «Nada ha debido desestimar nuestra atención, nada pasar por alto, nada mirar con desdeñoso orgullo.» Y lejos de aplicarse con fines distanciadores, el recurso de la amplificatio de los retóricos parece sacrificar la pompa a la claridad; no de otro modo cabría entender las reiteraciones sobre la misma idea, que se presenta ante el oyente en diferentes formas, a cual más clara y expresiva. Así, la enorme cantidad de parejas sinonímicas o complementarias, como «principales y más ilustres», «voz fiel y expresiva», «tan iguales e impasibles», «mano reparadora y atinada», «incorruptible y puro», «incómodo y ruinoso», «llenos y sazonados frutos», «almas grandes y elevadas», «mano profusa y liberal», «cae y se desmorona», «principios sólidos y ciertos», etc., voluntad que puede ejemplificarse en síntesis con la siguiente construcción:

«Es propio del hombre y cuanto él hace degenerar y corromperse; y el edificio que no se repara y mejora, incómodo y ruinoso, al cabo se destruye.»



Todo en el discurso de Meléndez está adecuado a la aplicación de esos procedimientos amplificativos, desde la interpretación, la expolición, la comparación, el apóstrofe, teniendo como norte la conmoción del auditorio para la demostración de la necesidad del establecimiento de la nueva Audiencia y de la correcta y enmendada aplicación de la justicia en un territorio nuevo, abierto a la regeneración.




ArribaAbajo«Desde este señalado día...»

Presento a continuación el acta del ceremonial seguido el día de la inauguración de la Real Audiencia de Extremadura, en donde se da noticia de la lectura del texto -«oración»- que Meléndez elaboró para Arias Antonio Mon y Velarde.

NOTA DE LA DILIGENCIA DE APERTURA DE LA REAL AUDIENCIA DE EXTREMADURA22

«En Veinte y siete de Abril de mil setecientos nobentayuno se hizo la función de abertura de la Rl. Audiencia de Extremadura en esta villa de Cazeres, en la qual se observó el Zeremonial aprobado por S. M. (que Dios guarde) en su Rl. Cédula de Veinte de febrero del presente año23, que por su orden, sustancialmente es como aquí se expresa, a saver:

»Los señores Dn. Arias Antonio Mon y Velarde, Dn. Juan Josef de Alfranca y Castelote, Dn. Franco Xavier de Contreras, Dn. Juan Antonio de Ynguanzo, el primero Regente, y los otros tres oidores, Dn. Melchor Vasadre, Dn. Joseph Antonio Palacio, Dn. Agustín Cubeles y Roda, Dn. Pedro Bernardo de Sancho Yerto, Alcaldes del Crimen, y el Conde de la Concepción, fiscal de lo Civil y Criminal24, se congregaron en el Convento de San Francisco extramuros de esta villa a la ora de las diez y media de la mañana (en que se suspendio la llubia) a el que concurrieron cada qual en particular.

»Tambien concurrieron los Alguaziles ordinarios de la Villa, los Procuradores y Escribanos de su numero. Los Procuradores de la Rl. Audiencia, los Escribanos de Camara de la misma, el Repartidor de Rentas, los Relatores, el Agente Fiscal y los Abogados desta villa, todos á caballo y en trage de ceremonia.

»En el dicho Combento se adornó con tapizes y sillas decentes una Sala espaciosa en cuyo trastero se colocaron el Regente y Ministros, y a la hora señalada, precedido recado por medio de los escribanos de Ayuntamiento, entro éste en la misma Sala, recibido por el Secretario de Acuerdo con el acompañamiento de los Caballeros de esta villa, que habían sido combidados expresamente para esta función, trayendo éstos y los Yndividuos de Ayuntamiento vestidos de gala y precedido el acatamiento al Tribunal, que para ese acto se puso en pie, tomaron los asientos por un corto espacio, mientras se disponía por los subalternos lo necesario para el buen orden de las carrozas, coches y personas de la comitiva, en la forma que se expresará. Y haviendo bajado a la Puerta de la Portería del mismo combento acompañados del Reverendísimo Padre Provincial, que á la sazón se halla en él, Padre Guardián y Comunidad, fueron tomando sus coches los Caballeros, Ayuntamiento y demás señores del Tribunal, en cuyos terminos y a muy corto paso se tomó la dirección para esta Villa, por el sitio que dicen del Camino LLano á la Parroquia de San Juan, Calle de Pintores, Plaza, Calle de Zapatería Baja hasta llegar á las Casas de la Audiencia, habiéndose executado con toda solemnidad, pausa y circunspección, manifestando los vecinos de esta Villa un jubilo singular que en parte demostraron por el medio de haver puesto decentes colgaduras en las ventanas y balcones de la Carrera.

»El orden con que se formó el acompañamiento, Caballeros, Ayuntamiento y Tribunal, desde el combento de San Franco a la Audiencia es el siguiente:

»1° Primeramente fueron delante diferentes soldados de a caballo, despejando la Carrera.

»2° En segundo lugar, los Alguaciles ordinarios del Corregidor y Alcalde Mayor.

»3 ° En tercero, los Porteros de Vara de la Rl. Audiencia y cuarteles.

»4° En quarto, de los quatro Alguaciles de Corte que hay, siguieron los tres, y el uno se quedó para ir de a caballo al estribo del coche del Sr. Regente, para lo que pudiese ocurrir.

»5° En quinto lugar, los Maceros de la Villa.

»6 ° En sesto, los Procuradores del Numero de ella.

»7° En septimo los escribanos de su numero, ocupando el lugar preferente los de Ayuntamiento.

»8° En octavo los Procuradores del numero de la Real Audiencia.

»9 ° En nono los escribanos de Camara y Repartidor.

»10° En décimo lugar, los Relatores.

»11° En undécimo, los Abogados desta Villa.

»12º En duodécimo, el Corregidor, Alcalde Mayor, Ayuntamiento y Nobleza.

»13° En décimotercio, los Señores de Rl. Audiencia, por su graduacion y detras del coche del Sr. Regente, fue otro en que iba el Capellan de la Rl. Audiencia y el Secretario de tenerlo, un caballerizo y el Portero de Entradas a que se siguió un Cuerpo de Tropa de Infantería muy bien dispuesta, y ordenada con la musica del Regimiento de Voluntarios de Aragón que franqueó el Excmo. Sr. Marqués de Casacagigal, General de esta Provincia.

»Durante el tiempo que el Tribunal y acompañamiento siguió la Carrera por las calles de esta Villa, se tocaron las campanas de todas las Parroquias y combentos de ella.

»Conforme fueron llegando á las casas de la Rl. Audiencia los Yndividuos de el acompañamiento, se fueron apeando de los caballos, y por su orden, y colocando en dos filas desde la Puerta exterior, hasta formar con la Clerecía secular y regular, que estaba puesta por su orden en el lugar preferente, como fue desde la Puerta de la Antesala Civil, y de Acuerdo, y haviendo entrado los Caballeros, Ayuntamiento, Corregidor y Alcalde Mayor (quedandose los maceros de la Villa en la Plazuela de la Audiencia) acompañando a los Señores del Tribunal hasta la puerta de la dicha Antesala, desde la qual los hizo su acatamiento el Señor Regente y los despidió.

»Haviéndose entrado en la dicha Sala Civil y de Acuerdo, ocuparon los Señores Regente y Ministros sus respectivos asientos, que así mismo, ocuparon los suyos los Abogados, Relatores, Escribanos de Acuerdo y Camara, y los Procuradores, a cuya presencia, y la de diversos Caballeros y demas personas eclesiásticas y seculares que tubiesen cabimiento en la Sala, de varandilla afuera, de orden del señor Regente, por mí el Secretario de Acuerdo, se leyó en voz inteligible la Rl. Pragmatica Sancion, que con fuerza de ley, se sirvio librar nuestro Catolico Augusto Monarca Reynante (que Dios guarde) en treinta de mayo de mil setecientos noventa por la qual se dignó establecer esta Rl. Audiencia y es la que impresa se unirá a este Expediente, a continuación de esta diligencia; y seguidamente, el Señor Regente, dixo una Oracion inauguratoria, segun lo requería la funcion del día.

»Despues de lo qual y en acto continuado, se trataron algunos puntos pertenecientes al buen régimen y gobierno de esta Rl. Audiencia, concluyéndose todo ello a las dos de la tarde.

»Para no privar a las Damas de la villa, Caballeros y forasteros de la satisfaccion de ver, y presenciar la instalación del Tribunal, se dispuso hubiese algunos asientos en alto, en la pieza que por el pronto está destinada para Secretaria de Acuerdo, desde donde disfrutaron la funcion por estar enfrente de la Sala del Tribunal.

»La noche de este mismo dia, el Señor Regente, tubo en su casa combidados á los Señores Ministros, Togados, a los Yndividuos del Ayuntamiento, Caballeros, sus Mugeres y Familias, al Vicario eclesiástico, Curas Párrocos de esta villa, Prelados de sus Comunidades, Regulares y otras personas de distinción a quienes se sirvió con un abundante refresco, y retirados que fueron los curas y Prelados Regulares, hubo la diversión de un serio sarao con la música de la Catedral de Plasencia que franqueó aquel Ilte. Cabildo a la insinuación que para ello le hizo el Señor Regente, y para que conste y de ello haya noticia en lo sucesivo, lo pongo por nota, según está mandado, de que certifico»


JOSÉ FRANCISCO DE LA PEÑA.                





ArribaAbajoCronología de Juan Meléndez Valdés

1754.-11 de marzo. Nace Juan Meléndez Valdés en Ribera del Fresno (Badajoz). Fueron sus padres don Juan Antonio Meléndez Montero, de Salvaleón, y doña María Cacho Montero, de Mérida, labradores modestos.

1757.-Primeros estudios en Almendralejo, a donde se había trasladado la familia desde Ribera.

1761.-Muere su madre en Almendralejo.

1767-1772.-Se traslada Meléndez a Madrid en donde inicia estudios de filosofía en el colegio de Santo Tomás y de filosofía moral y griego en los Reales Estudios de San Isidro.

1772.-Estudios de Leyes en la Universidad de Salamanca, sin olvidar su formación humanística.

1773.-Conoce a José Cadalso, que influirá poderosamente en la formación del escritor extremeño.

1774.-Fallece su padre en Ribera del Fresno.

1775-1776.-Ocupa como sustituto una cátedra de Lengua Griega. Inicia su relación con Gaspar Melchor de Jovellanos.

1777.-Fallece su hermano Esteban, afectando al poeta profundamente esta pérdida. Juan le dedicará diversas composiciones, como la elegía «La muerte de mi hermano don Esteban».

1778.-Siendo aún estudiante, ocupa como sustituto una cátedra de Humanidades

1779.-Finaliza sus estudios de Derecho.

1780.-En el certamen convocado por la Real Academia Española se le concede el primer premio por su égloga Batilo.

1781.-Obtiene por oposición la cátedra de Humanidades.

1782.-Contrae matrimonio en secreto con doña María Andrea de Coca.

1783.-Es nombrado miembro de la Sociedad Económica Vascongada.

1784.-Con ocasión de festejar la paz de París y el nacimiento de los infantes gemelos Carlos y Felipe, la Villa de Madrid convoca un premio que consigue Meléndez con su comedia pastoril Las bodas de Camacho, junto con Los menestrales de Cándido María Trigueros.

1785.-Publicación de sus Poesías.

1789.-El 15 de septiembre toma posesión de su plaza de Alcalde del Crimen en la Real Audiencia de Zaragoza. Amistad con don Arias Mon y Velarde, Regente que será de la Real Audiencia de Extremadura. Miembro de la Sociedad Económica Aragonesa.

1791.-Apertura oficial el 27 de abril de la Real Audiencia de Extremadura y lectura del discurso escrito por Meléndez Valdés. En marzo de ese mismo año había sido nombrado oidor de la Chancillería de Valladolid.

1797.-Es nombrado fiscal de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte. Publica la segunda edición de sus Poesías en tres volúmenes.

1798.-Pronuncia sus más famosas acusaciones fiscales, incluidas en los Discursos forenses. Es desterrado a Medina del Campo, sufriendo como amigo de Jovellanos el enfrentamiento entre el asturiano y Godoy. En este mismo año era nombrado académico honorario de la Real Academia Española.

1800.-Se le jubila de oficio y se le incoa un proceso secreto.

1801.-Es sobreseído el proceso secreto incoado contra él y se le devuelve su sueldo de fiscal.

1808.-Tras el motín de Aranjuez en marzo, Fernando VII levanta la orden de destierro que pesaba sobre el poeta. En abril regresa a Madrid. Jura fidelidad a Fernando VII y luego, con la invasión napoleónica y tras intentar en vano salir de Madrid, se ve obligado a jurar fidelidad a José Bonaparte.

1809.-Es designado fiscal de las juntas de Negocios Contenciosos, luego consejero de Estado y presidente de la comisión de Instrucción Pública.

1811.-Miembro de la Sociedad Económica Matritense.

1812.-Nombrado académico de número de la Real Academia Española. Estancia forzada en Valencia. Académico honorario de la de San Carlos de Valencia.

1813.-Regresa a Madrid y, con la vuelta de Fernando VII, comienza su exilio en Francia: en el Gers, Vic-sur-Losne (VicFézensac), Condom...

1814.-Pasa a Toulousse y luego a Montpellier. Se ve excluido, como antiguo consejero de José I, de la amnistía decretada por Fernando VII.

1815.-Tras una estancia en Nîmes y Alés, regresa a Montpellier, en donde, con la salud ya muy quebrantada, se ocupa en preparar la edición de sus obras.

1817.-24 de mayo. Muere en Montpellier de un ataque de apoplejía. Sus Poesías son editadas póstumamente en cuatro volúmenes con un prólogo de Manuel José Quintana en 1821, en la Imprenta Nacional. Meses más tarde se editan sus Discursos forenses.




ArribaAbajoNota bibliográfica

Con la celebración de los doscientos años de la creación de la Real Audiencia de Extremadura, que propició las «Jornadas sobre el bicentenario de la Audiencia Territorial de Cáceres» (Cáceres Mérida, 14 a 17 de mayo de 1990), cuyas ponencias se encuentran en proceso de publicación por el Consejo General del Poder Judicial, se pudo llamar la atención sobre el valiosísimo caudal de documentos para el conocimiento de la historia extremeña desde finales del siglo XVIII que generó el establecimiento del Alto Tribunal. Contribuyeron a ello la conferencia de Ángel Rodríguez Sánchez, «Treinta de mayo de 1790. La Real Audiencia de Extremadura (1790-1990)», en prensa, y la «Exposición Documental y Bibliográfica» (Cáceres, Palacio de Carvajal, 14-18 de mayo de 1990), preparada por María Antonia Fajardo, Ricardo Hurtado, Vicente Cancho, Isabel Luna y María Isabel Simó, con un catálogo introducido por unas notas de Miguel Rodríguez Cancho. A los ya antiguos estudios de Publio Hurtado, Tribunales y abogados cacereños. Memoria histórica. Dedicada al Ilustre Colegio de Abogados de Cáceres, en homenaje a sus gloriosas tradiciones, Cáceres, Tip., Enc., y Lib. de Luciano Jiménez Merino, 1910; Miguel Muñoz de San Pedro, Conde de Canilleros, «Regentes, Ministros y Fiscales de la Real Audiencia de Extremadura durante las primeras décadas», en Revista de Estudios Extremeños, t. XV, III, 1959, págs. 609-621; y del mismo autor, La Real Audiencia de Extremadura (Antecedentes, establecimiento y primeras décadas) 1775-1813, Madrid, Juan Bravo (Obra Cultural de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Cáceres), 1966; y Juan Martínez Quesada, Extremadura en el siglo XVIII (según las visitas giradas por la Real Audiencia en 1790), I. Partido de Cáceres. Comentarios preliminares, por el Conde de Canilleros, Barcelona, Artes Gráficas Sami (Obra Cultural de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Cáceres), 1965; hay que unir ahora el reciente libro de María Jesús Merinero Martín, La Audiencia de Extremadura y el Sistema Penitenciario (1820-1868), Mérida, Departamento de Publicaciones de la Asamblea de Extremadura, 1990, y, pronto, el libro que los historiadores José L. Pereira Iglesias y Miguel Á. Melón Jiménez ultiman sobre los proyectos de fundación de la Real Audiencia extremeña.

De ineludible consulta para un exacto conocimiento de la Extremadura del siglo XVIII es la Historia de Extremadura, Badajoz, Universitas Editorial, 1985, y su tomo III Los tiempos modernos, de Ángel Rodríguez Sánchez, Miguel Rodríguez Cancho y Julio Fernández Nieva, que puede completarse para el caso de Cáceres con el libro de Miguel Ángel Melón Jiménez, Extremadura en el Antiguo Régimen. Economía y sociedad en tierras de Cáceres, 1700-1814, Mérida, Editora Regional de Extremadura y Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, 1989. Ambas obras, junto con otras como las de Fermín Rey Velasco, Historia económica y social de Extremadura a finales del Antiguo Régimen, Badajoz, Universitas Editorial (Col. Biblioteca Popular Extremeña), 1983, y de Ángel Rodríguez, Miguel Rodríguez Cancho, José L. Pereira e Isabel Testón, Gobernar en Extremadura. (Un proyecto de gobierno en el siglo XVIII), Cáceres, Asamblea de Extremadura, 1986, son testimonios del aprovechamiento para el análisis histórico del material emanado de la Audiencia creada en 1790.

La bibliografía sobre el discurso de apertura de Meléndez en la Real Audiencia cacereña es escasa, y se reduce a un artículo que centra el tema con el rigor que caracteriza a su autor, que es el de G. Demerson, «Meléndez Valdés, Extremadura y la Audiencia de Extremadura», en Cuadernos de Investigación Histórica, núm. 9, 1986, págs. 5-16. Del mismo Demerson deben verse sus trabajos capitales sobre el poeta extremeño Don Juan Meléndez Valdés et son temps, Paris, Klincksieck, 1961, y su versión española Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo (1754-1817), Madrid, Editorial Taurus (Col. Persiles), 1971, 2 vols.; así como su prólogo elaborado para la edición de Meléndez Valdés, Discursos forenses, ed. de José Esteban, Madrid, Fundación Banco Exterior (Biblioteca Regeneracionista), 1986, págs. 13-25. La significación del texto melendeciano, tanto en el desarrollo de las ideas generales de Ilustración como en el tratamiento específico de la materia jurídica, se confirma en las numerosas referencias que a él se hacen en estudios fundamentales sobre el siglo XVIII español y sobre historia del derecho español desde el setecientos. Dos libros que utilizan el texto de Meléndez como fuente para la expresión de sus teorías son los de Jean Sarrailh, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, México, Fondo de Cultura Económica, 1957 (1ª ed. original, 1954), y Francisco Tomás y Valiente, El Derecho Penal de la monarquía absoluta (Siglos XVI-XVII-XVIII), Madrid, Editorial Tecnos, 1969. Del mismo modo, en el estudio preliminar de su reciente edición del Discurso sobre la tortura de Juan Pablo Forner (Barcelona, Editorial Crítica, Serie «Las ideas», 206, 1990), Santiago Mollfulleda alude a la oración de apertura a propósito de la condena que su autor hace de la abominable práctica del tormento. También en la ponencia citada de Ángel Rodríguez Sánchez es pieza clave para el comentario el discurso del de Ribera.

Para la obra poética, complemento necesario en el estudio de las ideas de este escritor ilustrado, puede verse la edición de J. Meléndez Valdés, Obras en verso, ed. de John H. R. Polt y Jorge Demerson, Oviedo, Cátedra Feijoo-Centro de Estudios del Siglo XVIII (Colección de Autores Españoles del Siglo XVIII, 28), 1981-1983, 2 vols., y otras ediciones más asequibles y manejables como las de Poesías, ed. de Emilio Palacios, Madrid, Editorial Alhambra (Col. Clásicos), 1979; Poesías selectas. La lira de marfil, ed. de J. H. R. Polt y G. Demerson, Madrid, Editorial Castalia (Clásicos Castalia, 108), 1981; o la más reciente de Poesía y prosa, ed. de Joaquín Marco, Barcelona, Editorial Planeta (Clásicos Universales Planeta, 191), 1990.

Repertorios bibliográficos exhaustivos de la obra de Meléndez son los de G. Demerson en el libro citado (en la edición de 1971, tomo II, págs. 391-461) y Francisco Aguilar Piñal, Bibliografía de Autores Españoles del siglo XVIII, tomo V (L-M), Madrid, C. S. I. C., Instituto de Filología, 1989, págs. 633b-648a.




ArribaAbajoCriterios de edición

Se presenta en esta edición el texto del discurso leído por Arias Mon en la apertura de la Audiencia de Extremadura siguiendo la edición de Discursos forenses de D. Juan Meléndez Valdés, Fiscal que fue de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, e individuo de las Academias Española y de San Fernando y de la de San Carlos de Valencia, Madrid, Imprenta Nacional, 1821, págs. 229-271, modernizando la ortografía y la puntuación. Se incluye como apéndice la versión publicada en el Almacén de frutos literarios o Semanario de obras inéditas, Madrid, Imprenta de Repullés, 1818, tomo III, núm. 16 (23 de noviembre de 1818), págs. 181-192 y núm. 17 (30 de noviembre de 1818), págs. 193-212. De esta versión dio noticia el autor de la «Advertencia» que encabezó la primera edición de los Discursos en 1821, señalando que se editaba «sin las muchas correcciones que había en el manuscrito del autor, por donde ahora se ha impreso».

Efectivamente, el texto publicado en el Almacén ofrece numerosas variantes, la mayoría de ellas atinentes al estilo, aunque hay algunas que posiblemente obedezcan a circunstancias de índole ideológica. Para el interesado en el cotejo de los textos, he presentado la versión de 1818 con marcas de omisión -paréntesis rectos []- con respecto al texto de 1821 y con letra cursiva para los añadidos o modificaciones de la versión del Almacén con respecto a la de los Discursos forenses. Llama la atención en el texto de 1818 la poda de algunas de las fórmulas estilísticas que anteriormente he señalado como características de la escritura de Meléndez; en general, la versión publicada en el Almacén elimina un gran número de adjetivos ennoblecedores, vulgarizando, si vale decir, el manuscrito desconocido que será la base de la edición de 1821; así cabe entender, por ejemplo, la sustitución de la pareja «quiebra y despedaza» por «destruye». En ocasiones, esta atenuación del carácter solemne de la prosa del magistrado -cuando la versión de 1821 dice «la fausta erección de nuestra nueva Audiencia», la de 1818 recoge: «la erección de la nueva Audiencia»- coincide con referencias que pueden hacer pensar al lector en una atenuación de la carga ideológica del discurso; por ejemplo, cuando en la edición de la Imprenta Nacional se escribe «Presentaría aquí a los generosos extremeños alzando la voz, arrodillados...», la del Almacén dice: «Presentaría aquí a los generosos extremeños arrodillados...»; o la inversión del orden en la siguiente construcción: «el pueblo y el Soberano» por «el Soberano y el pueblo»; o «la libertad del ciudadano» por «la libertad del vasallo pacífico». ¿Cabe interpretar estas últimas variantes en relación con una posible lectura de la referencia de Meléndez en el texto original relativa a componentes sediciosos? No hay que olvidar que ambos textos se inscriben en contextos políticos bien distintos: la restauración de la monarquía absoluta de Fernando VII y el trienio liberal. En la misma línea cabría explicar las omisiones de párrafos y notas que presenta la edición de 1818 con respecto a la de 1821: la eliminación de las notas a pie de página sobre la necesidad de renovación periódica de las leyes, aduciendo el ejemplo de Locke; o sobre las reformas concretas en la parte de las leyes civiles, etc. Las muchas diferencias, pues, entre ambos textos añaden un punto más de interés a esta oportunidad de ofrecer por vez primera la versión del Semanario de obras inéditas de 1818.

Las dos más recientes ediciones del texto melendeciano son las de José Esteban, en su edición de los Discursos forenses, Madrid, Fundación Banco Exterior (Biblioteca Regeneracionista), 1986, págs. 129-145, y la de Joaquín Marco, en su edición ya citada de Poesía y prosa, Barcelona, Editorial Planeta (Clásicos Universales Planeta), 1990, págs. 705-732. Ambas reproducen el texto de 1821, la primera conservando las grafías originales, la segunda en edición modernizada25.

Debo agradecer, por último, a don José Manuel Mariño Gallego la expresión de su interés ante la propuesta inicial de edición de esta obra de Meléndez Valdés por el Departamento de Publicaciones de la Asamblea de Extremadura, dentro de la conmemoración de la creación de la Real Audiencia extremeña, y a Russell P. Sebold, Miguel A. Melón, José Luis Pereira, Juan García Pérez y Miguel Rodríguez Cancho sus sabias indicaciones. Igualmente, al personal encargado del Archivo Histórico Provincial de Cáceres, a don Mariano Fernández Daza, Marqués de la Encomienda, una vez más, sus atenciones en la consulta de los fondos de la Biblioteca del Complejo Cultural «Santa Ana» de Almendralejo, y a mi buen amigo Antonio Gordillo.

MIGUEL ÁNGEL LAMA

Cáceres, febrero de 1991.









ArribaAbajoDiscurso sobre los grandes frutos que debe sacar la provincia de Extremadura de su Nueva Real Audiencia, y plan de útiles trabajos que ésta debe seguir para el día solemne de su instalación y apertura, 27 de abril de 1791.

Por JUAN MELÉNDEZ VALDÉS

Otro, sin duda, en este memorable día, en que se abre por la primera vez este santuario de la Justicia, y nos congregamos aquí para empezarla a dispensar a una de las principales y más ilustres provincias de la Monarquía española, hablaría, Señores, de las altas virtudes del Rey piadoso y bueno que vio el primero la necesidad y los grandes provechos de este nobilísimo Senado, y casi lo dejó ya establecido26; o del augusto sucesor que ha querido señalar el primer año de su fausto reinado por este memorable hecho, como en felicísimo anuncio de los bienes que derramará sobre sus amados españoles. Presentaría aquí a los generosos extremeños alzando la voz, arrodillados a los pies de Carlos, y exponiéndole, humildes, las incomodidades, los enormes gastos, las tiranías sordas, las duras y casi necesarias vejaciones a que se veían reducidos por no tener en el centro de su ancho territorio un tribunal alto de Justicia donde clamar y ser juzgados; los infelices arrastrados continuamente casi cien leguas de sus pobres hogares por las dañadas artes del poder y de la mala fe; los padres de familia abandonándolas con lágrimas para asegurarles la subsistencia en los bienes de sus mayores torcidamente disputados por un caviloso pleiteante; y no pocas veces los mismos ministros de la ley dominados del feo interés o una torpe pasión, y transformados de padres en tiranos, amenazando con vara de hierro a los infelices pueblos encomendados a su crudo gobierno, y éstos sofocando en secreto los amargos gemidos de su penosa esclavitud, o mal atendidos en tribunales lejanos, donde no alcanzaran, o llegaran desfigurados los lastimeros gritos de su opresión y sus necesidades.

La justicia misma presentaría yo protegiendo sus fervorosos ruegos y elevándolos al trono, autorizados con los sufragios de las dos más célebres lumbreras del Senado de Castilla, los Excmos. Condes de Floridablanca y Campomanes27, y al piadoso corazón de Carlos con aquella sabiduría y humanidad solícita, que le fueron como naturales mientras viviera, escuchando benignamente la súplica de sus amados pueblos, y encomendando a su augusto hijo la justa pretensión de Extremadura; a este mismo hijo, ya Rey y sucesor de las virtudes y altos designios de su piadoso padre, acordando con el ilustrado Ministro, en quien depositó la suma de los negocios de justicia, la fausta erección de nuestra nueva Audiencia, y haciendo con ella la felicidad y el gozo de toda una provincia.

Otro, tal vez, se dilataría en estas grandes cosas, y tomando lleno de entusiasmo la voz fiel y expresiva de Extremadura, ofrecería hoy a los Borbones entre lágrimas de júbilo y ternura el tributo más puro de su fidelidad y gratitud por tan señalado beneficio; pero el corto caudal de mis talentos y elocuencia se confiesa muy inferior a empresa tan difícil, y la deja de buena gana a otro orador más ejercitado y maestro en el sublime arte de celebrar las acciones virtuosas y grandes; mientras unido como lo estoy a vosotros por la profesión, el ministerio y el corazón, os quiero hablar con sencillez y sin aparato de palabras de las arduas obligaciones que tomamos sobre nuestros hombros desde este señalado día, y de la estrecha necesidad en que nos ponen el honor, el agradecimiento, y cuanto puede entre los hombres haber de más sagrado, de satisfacerlas religiosamente; no defraudar la expectación pública que nos contempla en silencio; y llenar así los vastos designios concebidos por la patria en la erección de este augusto Senado.

En efecto, si como Magistrados habíamos jurado ya entre sus manos los más santos y difíciles deberes, y éramos deudores al público de nuestros talentos y afecciones, de todo nuestro tiempo, de nuestro descanso, y hasta de nuestra vida; si teníamos encomendada a nuestro cuidado su felicidad y su reposo, y debíamos velar para que él descansase; si como oráculos de la justicia y de las leyes nos veíamos en la estrecha y sagrada obligación de instruirnos continuamente para convertir nuestra instrucción al beneficio común; si no nos era dado el contentarnos apocadamente en nuestros tribunales con dispensar la justicia privada a las partes que nos la demandaban, sino que debíamos estudiar sin cesar la constitución de las provincias, el genio de sus habitantes, sus virtudes y vicios, su agricultura, su industria, sus artes y comercio, el clima y ventajas de su suelo, y hasta los mismos errores y preocupaciones más envejecidas, para sacar de todo ello aquella ciencia pública del Magistrado, aquel tino político y prudencia consumada que hacen acaso la parte principal de su elevado ministerio, y sin la cual no puede labrarse la felicidad de ningún pueblo ni se llenan dignamente nuestras santas obligaciones; como ministros escogidos por la solicitud y paternal amor del Sr. D. Carlos IV, y colocados hoy para regenerarla en el centro de esta ilustre provincia, que hasta ahora puede decirse no ha oído sino de lejos la voz de la justicia, ni sentido su mano bienhechora, ¿qué no deberemos trabajar?, ¿a qué no estaremos obligados o qué tareas nuestras, qué solicitudes serán bastantes a tan graves y difíciles encargos?

Así es, Señores; y si todo Magistrado debe ser instruido, nosotros debemos añadir más y más a las luces comunes, y aumentar con inmensas usuras el caudal de ciencia adquirido en nuestros tribunales. Si todo Magistrado está puesto en una atalaya de continua solicitud para las necesidades de la patria, nosotros debemos velar día y noche, y añadir tarea sobre tarea para la felicidad de Extremadura. Si debe ser inocente como la ley que representa, y no hacer ni pensar cosa indigna de su alto ministerio, nosotros, que venimos por la primera vez a esta provincia y somos en ella la expectación y el ídolo de sus honrados habitantes, ¿a qué no deberemos sujetarnos para conservar a la toga su noble decoro y majestad? Si la torpe avaricia, la pasión, el sórdido interés, el espíritu de partido, la envidia vil, la maquinación y la dureza deben hallar inaccesible el corazón del Ministro de la ley, y su alma incontrastable a sus fatales seducciones, entre ellas y nosotros debe haber siempre un muro de bronce, y ser tan iguales e impasibles como estas mismas leyes, para ofrecer con manos puras nuestros sacrificios a la justicia, y pronunciar sin rubor sus sacrosantas decisiones. Y si, por último, sin la humanidad, el amor a la patria, la clemencia, la sencillez, el orden, la atención, la firmeza, la grandeza de alma y todas las virtudes, el Magistrado se degrada siempre y cae derrocado de su alto ministerio entre el deshonor y la bajeza, nosotros, que hemos contraído con la Nación y el Soberano otros nuevos y más sagrados vínculos, aceptando estas sillas, debemos ser o los primeros de los togados españoles, o abismarnos por siempre en el más torpe envilecimiento, baldón y oprobio de la justicia contristada.

Hubo un tiempo en que la ciencia del Magistrado se creía reducida entre nosotros a los estrechos límites de distribuir la justicia privada, lanzar a una familia y autorizar a otra en una posesión, repartir una herencia, o castigar el robo y el homicidio sin indagar sus causas, ni buscarles en la política un remedio seguro para en adelante precaverlos. Las ciencias que hoy conocemos, la legislación, el derecho público, la moral, la economía civil, o no habían por desgracia nacido, o estaban en su infancia censuradas y aun mal vistas, cultivadas por pocos y sobre principios insuficientes. Las Universidades, el taller de la Magistratura con los vicios de su ancianidad, adictas religiosamente a las leyes romanas y a la parte escolástica de estas mismas leyes, criaban por desgracia una juventud que, entre mucho de gritos y sofismas, se envanecía contenta en la estrecha esfera de conocimientos estériles que en sus aulas se adquirían, y encanecía en la toga sin salir, si me es dado decirlo, de los primeros elementos de la verdadera Jurisprudencia. La felicidad pública sufría los tristes efectos de tan doloroso atraso; la industria desmayaba; desfallecía la agricultura; la juventud lloraba su educación desatendida; multiplicábanse los delitos en la ociosidad y la ignorancia; y el genio español parecía condenado por una fatalidad inevitable a ser esclavo desgraciado de las naciones extranjeras, que despertando antes y corriendo con ardor por el inmenso espacio de las ciencias, habían adelantado en conocimiento útiles y, con ellos, en industria y prosperidad.

Las leyes deciden siempre de la suerte de los pueblos, los forman, los modifican y rigen a su arbitrio, y sus ejecutores tienen con ellas en su mano su felicidad o su ruina28; pero esta importante cuan sencilla verdad, o se había olvidado entre nosotros, o, aunque de clarísima evidencia, no estaba aún bastante conocida para hacer de ella un principio, ni calcular dignamente su inmensa utilidad; siendo como indispensable en el orden moral el reinado feliz de los Borbones para darle una luz nueva, y restaurar así la Monarquía española, que agonizaba con la débil y enfermiza vida del último Austriaco. A la voz creadora del Sr. Felipe V, las ciencias abandonadas vuelven a renacer en el suelo español, y empieza con ellas un nuevo orden de cosas en bien de la Nación; los talentos se agitan, y sienten la activa impaciencia de instruirse; recobran las leyes su augusta autoridad, y se renuevan o mejoran; y los Magistrados castellanos ven abierto delante de sí un campo de gloria y de trabajos en que señalarse con fruto y ejercitar su noble celo. Síguenle el pacífico Fernando y su piadoso y justo hermano; la Ilustración a su impulso crece por todas partes, propagada con mayor rapidez, y son a su sombra mejor oídas las reformas útiles. La moral y la filosofía, las luces económicas, las ciencias del hombre público hallan protección en el trono, y empiezan a contar ilustres aficionados en la toga, hirviendo todos en el noble deseo de instruirse y adelantar en ellas dignamente hasta igualar a las naciones que nos compadecían, si ya no se mofaban de nuestras estériles tareas.

Estas ciencias las necesitamos nosotros más particularmente en la brillante carrera que hoy se nos presenta; debemos tenerlas a la vista y consultarlas sin cesar; y si algo hemos de hacer de grande y de glorioso por Extremadura, de ellas solas hemos de recibirlo.

Otras provincias, a quienes cupo la suerte de tener ya en su seno un Senado a quien clamar en sus necesidades, son conocidas y escuchadas de él; sus Ministros han podido estudiarlas por una larga serie de observaciones prácticas, y han logrado en gran parte de la mano bienhechora de la justicia las mejoras y auxilios de que son capaces. Los expedientes generales, las demandas fiscales, las representaciones, los recursos, y hasta los mismos pleitos y desavenencias de las partes, han sido indirectamente otros tantos medios de conocer su estado, sus atrasos y disposiciones para poder ocurrir a sus necesidades con saludables medicinas.

Pero Extremadura ha sido hasta aquí en el imperio español una provincia tan ilustre y rica como olvidada, aunque nunca le hayan faltado hijos insignes que pudieron darle su parte en la administración pública, como otras la han tenido. Todo está por crear en ella, y se confía hoy a nosotros. Sin población, sin agricultura, sin caminos, industria ni comercio, todo pide, todo solicita, todo demanda la más sabia atención, y una mano reparadora y atinada para nacer a su impulso, y nacer de una vez sobre principios sólidos y ciertos, que perpetúen por siempre la felicidad de sus hijos y, con ella, nuestra honrosa memoria. Hasta aquella escasa porción de conocimientos que en otras provincias se suele hallar entre sus nobles y su clero es aquí por lo común más limitada; la veréis envuelta en sombras y tinieblas espesas. En medio de un suelo fértil y abundante, como aislados en él y apartados de la metrópoli por muchas leguas, sin puertos ni ciudades de grande población, donde uniéndose los hombres se corrompen y se instruyen, perfeccionan sus artes y sus vicios, ni el clero, ni los nobles de Extremadura pudieran cultivar hasta ahora sus ricos y admirables talentos según sus honrosos deseos. Así que, retirados y ociosos en el seno de sus familias, con unas almas grandes y elevadas, pero duras y encogidas, han cuidado más bien de disfrutar sus gruesos patrimonios y acrecentar sus granjerías, que de salir a ilustrarse ni ejercitar su razón en el país inmenso de las ciencias. No es culpa suya, no, esta escasez de luces. Enclavados, por decirlo así, en lo postrero de España, en un ángulo de ella poco frecuentado; sobrados en su suelo y sus hogares, sin deseos vivos que satisfacer por medio de la instrucción, y sin colegios ni estudios públicos donde recibirla dignamente, no les ha sido dado otra cosa, ni aquella activa impaciencia de la necesidad, superior a los estorbos, que todo lo allana y lo sojuzga. Y esta ilustre provincia, cuyo genio pundonoroso la arrastra al heroísmo en todas las carreras, cuyos hijos se han señalado siempre en cuanto han emprendido de grande y de difícil, y que con las famosas conquistas de sus Pizarros y Corteses mudó en otro tiempo la faz de Europa, abrió al comercio y la industria las anchísimas puertas de un nuevo mundo, y a la sabiduría un campo inmenso, una inexhausta mina de observaciones y experiencias en que ocuparse y engrandecerse; es hoy, por desgracia, la menos industriosa de las que componen el dominio español, y la que menos goza de sus inmortales hijos29 .

Hoy se fía a nosotros el empeño difícil cuanto honroso de proveer a tan graves necesidades, de regenerarla, de darle nueva vida. ¡Qué empleo tan augusto y sublime!, ¡qué satisfacción tan pura!, ¡qué llenos y sazonados frutos de gloria y alabanza nos aguardan en la posteridad, si sabemos sacar de nuestra posición y la suya las grandes ventajas que podemos en tan ilustre y señalada carrera! De nuestra sabiduría, de nuestra constante aplicación, de nuestro celo paternal espera y debe recibir Extremadura todo lo que le falta. Bien hemos podido conocerlo en la delicada visita que acabamos de hacer, y en los graves objetos que se encomendaron en ella a nuestro examen30. No fue por cierto la molesta y odiosa residencia de un corregidor interesado, los maliciosos descuidos de un alcalde parcial, o los criminales manejos de un escribano infiel o caviloso, lo que impidió hasta ahora las funciones de nuestro augusto ministerio, y nos llevó a visitar nuestros partidos con tan afanosa solicitud.

Cosas mayores nos encomendó y espera de nosotros la sabiduría del augusto Carlos IV. Su suelo, su población, su agricultura, su industria, todos los objetos de provecho común han debido ocupar nuestra especulación, y llamar hacia sí todo nuestro cuidado. Nosotros, que reunidos ahora bajo este glorioso dosel empezaremos a dispensar con inalterable igualdad a estos pueblos la santa justicia, y a escuchar cada día sus clamores o sus quejas, hemos ido antes a atenderlos de cerca y en medio de sus mismos hogares, a conocer su estado y sus necesidades verdaderas para poderlas remediar más acertadamente. Nada ha debido desestimar nuestra atención, nada pasar por alto, nada mirar con desdeñoso orgullo. De objetos al parecer pequeños nacen a veces las mayores utilidades; nada que puede hacer la felicidad de un solo hombre es pequeño; nada lo es en las artes del gobierno; nada lo es que puede ser perpetuo, y un solo pueblo puesto una vez en movimiento, dirigido bien y encaminado hacia sus verdaderos intereses, es en una provincia como un fuego regenerador que se propaga por los demás, y los anima y pone en saludable agitación.

No digo por esto que hayamos debido descuidar en nuestras residencias el importante punto del orden y distribución de la justicia; ¡ojalá que esté yo poseído de un temor vano, y que el éxito no responda a mi triste desconfianza!; pero en unos pueblos llenos de bandos y partidos, y ciegos por mandar a cualquier precio; entre gentes ignorantes que ni aun aciertan a ver los precipicios para poderlos evitar; en unas villas donde los corregidores han podido ser déspotas, y donde siempre se halla a mano desgraciadamente un genio maligno y revoltoso, dispuesto a la acusación y a la calumnia para enredar en pleitos y perder familias enteras; en un país dividido entre infelices jornaleros y hacendados poderosos, que habrán sofocado con su voz imperiosa el gemido del pobre y hecho valer, para arruinarlo con mil injustas pretensiones, el dinero y el favor; forzoso es que a cada paso hayamos visto con íntimo dolor conculcada la majestad de las leyes y trastornado el orden judicial.

Delitos graves habrá habido escandalosamente autorizados o disimulados, mientras que otras faltas livianas se hayan acriminado con encono y furor; calumnias y maquinaciones disfrazadas con el velo de un celo santo, o de la común utilidad; usurpaciones y rapiñas paliadas y aun protegidas descaradamente, y todo género en fin de desorden y maldad. Procesos habremos hallado empezados de muchos años, imposibles ya de reintegrar; otros, de tal arte confundidos, que el genio más perspicaz y ejercitado no acertaría a desenmarañarlos, ni a sacar de entre sus heces el punto dudoso ni sus pruebas. Causas se hallarán o rotas o truncadas, y mostrando otras en cada diligencia ignorancias o prevaricaciones. ¡Cuán difícil, cuán arduo habrá sido aplicarles a todas una mano reparadora y volver a la justicia su noble y santa sencillez! ¡Qué molesto, qué amargo para el Magistrado estudioso que siente todo el precio de los días, y los ve volar y deslizarse sin sacar fruto de sus largas vigilias que el fastidioso y triste desengaño de palpar más y más la maldad y corrupción del hombre!

Mas la obligación del ministerio lo exigía, su voz imperiosa lo mandaba, y ha sido forzoso inclinar la cerviz y obedecer; enmendarlo y repararlo todo, disimular aquí, usar allí de rigor, más allá de cautela, en otra parte de resolución, y en todas de una prudencia consumada para asegurar el acierto. Cada cual vendrá ahora con el caudal de noticias y útiles desengaños adquiridos por su ilustrada observación31; y el Tribunal formado hará de todos ellos la digna estimación que se merecen para establecer la justicia y el orden legal sobre principios sólidos, inmutables, luminosos, y empezar un sistema de obrar inalterable en que habla la ley sola, y nunca el ciego arbitrio ni la voz privada del juez.

Pero no, Señores, no nos dejemos seducir de un celo desmedido, ni por el ambicioso deseo de una soñada perfección nos embaracemos en nuestras delicadas operaciones; condúzcanos en ellas la indulgente humanidad y la circunspecta moderación, ni seamos injustos buscando la justicia. Disimulemos de buena gana cuanto con ella fuere compatible; hagámonos cargo del estado infeliz que han tenido los pueblos que hemos visitado; de que muchas de sus faltas, por abultadas que se ofrezcan, son, sin embargo, efectos necesarios de su antigua constitución y el olvido en que han yacido; y si los tribunales mismos de donde venimos, en medio de su continua vigilancia, se ven a cada paso en la triste, pero forzosa necesidad de cerrar los ojos sobre ciertas culpas livianas, o de corta influencia en el sistema general (porque quererlo remediar todo sería destruirlo todo y confundirlo, distrayéndose a cosas de aire32 con olvido de las más importantes), seamos nosotros hoy aun más indulgentes y mirados, y escarmentemos por ahora con un saludable rigor lo que ya no pueda disimularse, las faltas generales, las transgresiones manifiestas y de bulto más criminal.

La perfección estará reservada al Tribunal que establecemos, obra de las luces de nuestros días, y fruto de su prudencia consumada. Él, Señores, puede ser un modelo de administración pública en toda la Nación, una escuela práctica de la jurisprudencia más pura, un semillero de mejoras útiles, un verdadero santuario de la justicia y de las leyes, y empezar sus útiles tareas con un orden y exactitud en que nada se disimule, en que todo tenga y se suceda en su debido lugar. A los demás, su misma ancianidad, y tal vez las opiniones y usos de los siglos de error en que fueron creados, les han hecho recibir ciertas máximas acaso dañosas y dignas de censura, pero que ya les son como naturales, autorizadas cual se ven no pocas por sus mismas ordenanzas, y que si un Magistrado nuevo desdeñase en el día, o quisiese contradecir, sería al punto mal visto, censurado, desatendido de sus compañeros, y tenido de todos por orgulloso novador.

La justicia y las leyes es verdad que son unas, y que hablan donde quiera el mismo lenguaje incorruptible y puro; pero la versión de este idioma y su acertada aplicación la ha de hacer siempre el hombre, que es en todas partes, sin advertirlo, esclavo desgraciado de sus opiniones, de la edad en que vive, de los libros y doctos que le cercan, del cuerpo a que está unido. Mas nosotros, que fundamos este ilustre Senado a fines del siglo XVIII, en que las luces y el saber se han multiplicado y propagado tanto que casi nada dejan que desear; en que todo se discute, todo se profundiza; en que la filosofía, aplicada por la sana política a las leyes, ha dado a la jurisprudencia un nuevo aspecto; en que el ruinoso edificio de los prejuicios y el error cae y se desmorona por todas partes; en que la humanidad y la razón han recobrado sus olvidados derechos; en que a impulsos de la sabiduría y patriotismo del jefe supremo de la magistratura se han examinado en el Senado de la nación tantos expedientes generales sobre puntos gravísimos33; en que las ciencias económicas ocupan en gran parte la administración pública; y en que, por último, se ha demostrado la descuidada cuanto eterna verdad de que todo se toca y está unido en la legislación como en el gran sistema del universo34; de que la decisión del pleito más pequeño influye necesariamente en el orden social y la felicidad pública; de que despojar o mantener a un pobre labrador en sus arrendamientos anima o desalienta la agricultura en todo un territorio35; juzgar la causa de dos fabricantes aniquila o hace florecer una industria; favorecer o dar por tierra a un solo privilegio vuelve todo un pueblo a la justa igualdad de la ley, o lo divide en bandos enemigos; y condenar un delito sin considerar el germen oculto que acaso tiene en la misma sociedad, las causas necesarias que lo produjeron, y los medios políticos de extirparlas en su raíz, puede ser multiplicarlo en vez de destruirlo; nosotros, que, en este tiempo venturoso, entre estas luces saludables, con tan largos, tan copiosos auxilios, entre estos principios y opiniones, erigimos este Senado, debemos nivelarlo con el siglo y fundarlo de necesidad sobre su alta sabiduría y sus dogmas de legislación.

Nos degradaríamos si obrásemos de otro modo; y la Nación y sus sabios, que nos contemplan en silencio para juzgarnos después con severidad incorruptible, nos clamarían llenos de indignación: «¿Qué habéis hecho vosotros que fuisteis entresacados de los tribunales españoles para tan grande obra, y en quienes depositamos toda nuestra esperanza? ¿Qué fue de vuestro saber y vuestro celo? ¿Qué de vuestras decantadas tareas? ¿Dónde está el fruto, dónde, de vuestra prudente sabiduría? Mostradnos ese plan, esos principios, ese orden de cosas que habéis establecido. ¿Tuvisteis por delito el apartaros de las sendas comunes, o nada habéis hallado que mejorar en ellas? ¡Delincuente cobardía!, ¡ceguedad vergonzosa! En medio de tanta luz como nos ilumina, ¿no acertáis a ver los errores que todos reconocen? Los escritores públicos los han denunciado al tribunal de la razón, que los juzga y proscribe en todas partes; ¿y vosotros lo ignoráis? Ella los persigue y ahuyenta, ¿y los acogéis vosotros? Aquellos mismos que se ven obligados por una triste fatalidad a sujetarse a ellos lloran amargamente en secreto tan dura esclavitud, ¿y vosotros, a quien la suerte libró de su dominio, volvisteis preocupados a doblarles la cerviz? ¿Tan mal los conocéis? ¿Tanto los idolatráis? Otras esperanzas concebimos al colocaros en esas sillas, otros fueron nuestros anhelos, y otros servicios y ejemplos nos debéis.»

No sea así, Señores, no sea; y en cuantos ramos se sujetan a nuestra especulación y han sido digno objeto de nuestros desvelos y tareas, abracemos con sabia libertad las novedades útiles que puedan mejorarlos. Es propio del hombre y cuanto él hace degenerar y corromperse; y el edificio que no se repara y mejora, incómodo y ruinoso, al cabo se destruye. Cerremos pues los oídos al importuno clamor de la costumbre y la torpe desidia, bien halladas siempre con los usos antiguos; obremos y mejoremos, y sean nuestras maestras y sabias consejeras la razón y la filosofía. ¿Qué no podremos hacer con tan ilustres guías en todas las partes de la jurisprudencia?; ¿y qué de reformas promover y llevar a feliz término en bien de la humanidad y nuestra patria?

La criminal, si menos imperfecta que en otras naciones, no está empero libre entre nosotros de fatales errores y de falsos principios para podernos ocupar. ¡Ah, si nuestras gloriosas vigilias hiciesen con el tiempo menos dura la condición del delincuente en sus prisiones!; ¡si alcanzasen a hacer menos común su arresto sin riesgo de su fuga!; ¡si abreviasen o simplificasen las pruebas de su defensa o su condenación!; ¡si hiciesen más pronto y más igual, más análogo el castigo con la ofensa!; ¡si lograsen desterrar, ahuyentar para siempre del templo augusto de la justicia esa práctica dolorosa, inútil, indecente, ese horrible tormento proscrito ya de todas las naciones, indigno de la honradez española y mal traído a nuestras sabias Partidas de las leyes del imperio!36; ¡si arrancasen un solo inocente del suplicio!; ¡si hicieran que entonces la ley le dispusiese una llena reparación de sus perjuicios y amarguras, como le hubiera multado con sus penas hallándole culpado!; ¡si lograsen una que remunerara al hombre de bien por su virtud entre tantas que le castigan!; ¡si alcanzásemos al fin que una distinción, un color, un galardón cualquiera, pero solemne y público, nos señalasen al padre de familias honrado, al artesano industrioso, al comerciante fiel, por cuán afortunados nos podremos tener!, ¡con qué honor sonarán nuestros nombres de una en otra edad!, ¡y cuántas bendiciones nos preparan en ellas las almas sensibles y los amigos del género humano!

La necesidad estableció las leyes cuando los hombres se unieron por la primera vez, deponiendo en el común su dañosa independencia, y formando entre sí, a ejemplo de las pequeñas y dispersas, estas grandes familias derramadas sobre la haz de la tierra de tiempo inmemorial37. La sociabilidad, este impulso del corazón humano hacia sus semejantes, constante, irresistible, que nace con nosotros, se anticipa a la misma razón, y nos sigue y encierra en el sepulcro, nos acercara y uniera mutuamente, no de otra suerte que los cuerpos gravitan y se atraen en el gran sistema de la naturaleza para formar concordes este todo admirable en permanente sucesión38, que nos confunde y asombra por su perfección e inmensas relaciones. El deseo común y poderoso de la felicidad que encendiera en los humanos pechos el Hacedor Supremo, el sentimiento íntimo de su poquedad y miseria, y las grandes ventajas de las fuerzas parciales reunidas, les clamaban en fin por otra parte para completar esta dichosa unión, y disfrutar en ella de la seguridad y bienandanza que en vano buscarían en sus cabañas solitarias39. Pero bien pronto el amor propio, conducido por un entendimiento ciego o desalumbrado la desfiguró en su raíz haciéndose el centro de ella, y encendiendo el corazón en ambiciosas pretensiones, alzó un tirano odioso en cada hombre, que no aspiró a otra cosa que a doblar a sus iguales a su injusta voluntad, sacrificados a sus antojos o a sus desmedidos deseos.

Entonces habló la ley por la primera vez alzándose como señora sobre todos; y señalando a cada uno con el acuerdo más prudente el lugar que debiera llenar en el cuerpo social, intimándole en él sus derechos y obligaciones, les dijo con imperiosa voz: «Tú mantendrás este lugar; mi brazo te protegerá, y al que asaltare tu inocencia castigaré severa con una pena igual a su delincuente trasgresión. La ofensa pública será la medida de mis crudos escarmientos, y con ellos apagaré en los corazones el fatal veneno de la pasión que los deprava.» Por desgracia, no siempre usó la ley de este sencillo término, de este sagrado y purísimo lenguaje; y obra del hombre y sus escasas luces no siempre señaló con el dedo de la incorruptible justicia los límites de su seguridad y libertad a cada ciudadano.

El tiempo también, que todo lo desfigura, y un espíritu equivocado de dañosa imitación, han influido no poco en todas las naciones para la imperfección del tesoro sagrado de sus leyes. Las ciencias positivas, las abstractas, las artes más difíciles han logrado elevarse por concepciones y experiencias tan atrevidas como nuevas a una esfera tan alta que apenas el ingenio no alcanza a contemplarlas; pero sacudieron el yugo de la autoridad y la costumbre, y osaron trabajar sobre sí propias para aumentar así sus ricos fondos y llegar a la perfección en que las vemos. Otro tanto debió hacerse con la ciencia augusta de dirigir y gobernar al hombre. Cada pueblo que tiene un carácter individual que le distingue de otro pueblo, que habita un clima y suelo determinado, adora a la Divinidad con fórmulas y ceremonias particulares, y se halla en un cierto grado de civilización y cultura, debe ser legislador de sí propio y dictarse las leyes que deben gobernarle. Pero nunca ha sido así. Nunca legislador, sino el profundo y original Licurgo40, conoció bien sus fuerzas y sus luces para entregarse a ellas y no mendigarlas de otra parte. O la admiración exaltada, o la adormecida pereza se olvidaron de estos sabios principios, y siguiendo siempre los caminos trillados, los códigos criminales se han copiado a porfía unos a otros. Ninguno ha sabido ser original; ningún legislador estudiar dignamente a su nación para asentarla en el grado que en la escala social le señaló naturaleza. Roma pidió sus leyes a la Grecia, ésta las recibió de Egipto, y éste acaso las tomó de Creta. Así, las leyes circulan de clima en clima, de gobierno en gobierno, y de una en otra edad; y el español del siglo XVIII, con otro genio, otras opiniones, otra religión, otros usos, otro estado, en fin, político y civil que el Romano del de César, sigue no pocas veces, sin advertirlo, una ley de este imperioso dictador establecida en Roma entre las sediciones de los Comicios, o trasladada a sus famosas tablas con más alta antigüedad de la culta y corrompida Atenas.

Abramos, si no, nuestros códigos y hallaremos a cada paso palpable esta verdad. Resoluciones de jurisconsultos romanos, o rescriptos privados de sus emperadores, leyes del siglo XIII, del XIV, y lo que más es, hasta de la rudez primera de nuestra ilustre Monarquía, sabias y acertadas entonces para nuestros padres, sencillos cuanto poco cultos, pero insuficientes o dañosas a nuevos vicios y necesidades nuevas, que nos cercan y asaltan por todas partes, rigen cada día nuestras más solemnes acciones, y deciden por desgracia, de nuestra suerte y libertad41.

Verémoslas enhorabuena como el resultado de la voluntad pública, anunciado a sus pueblos por boca de nuestros augustos Soberanos; pero reconozcamos los defectos con que el tiempo nos las ha transmitido, para pensar, si es posible, en su oportuno remedio. O reconozcamos más bien, confesémoslo sin rubor, que en la parte criminal nos falta, como a las más de las naciones, por no decir a todas, a pesar de sus luces y decantada filosofía, un código verdaderamente español y patriota, acomodado en todo a nuestro genio, a nuestro suelo, a la religión, a los usos, a la cultura y civilización en que nos vemos42.

Entretanto, jamás se aparte de nuestro corazón, viva y respire con nosotros lo infinito que valen a los ojos de la razón y de la ley la vida, el honor, la libertad del ciudadano; y que para conservar mejor estos preciosos dones con que le enriqueciera su Hacedor, vino y dobló gustoso la cerviz a la imperiosa sociedad, mas sin por esto abandonar del todo ni cederle sin reserva sus imprescriptibles derechos; que no toda acción mala es luego delincuente; que el hombre, en no turbando el orden público con sus acciones o palabras, no está en ellas sujeto a la inspección severa de la ley; que ésta y el Magistrado deben ser iguales e impasibles; que se degradan torpemente buscando el delito por caminos torcidos; que la sorda delación envilece las almas y quiebra y despedaza la unión social en su misma raíz43; que toda pena superior en sus golpes a la ofensa es una tiranía y, no dictada por la necesidad, un atentado; que para producir sus saludables frutos debe ser siempre pronta y análoga al delito44. Y si alguna vez viésemos que la ley se aparta por desgracia de estos sagrados e invariables axiomas, si la viésemos, en contradicción palpable con la primera y más fuerte, la de la conservación individual, exigir imperiosa de la boca del reo la confesión de sus yerros para llevarle por ella al cadalso, obligándole así a profanar mintiendo el augusto nombre de su inefable Autor, o a ser asesino de sí propio; si la viésemos arrastrarle con una mano bárbara al potro y los cordeles45, y arrancarle, entre el grito del dolor más acerbo y las congojas de la muerte, una confesión inútil; si hiciese al arrestado, afligido tal vez con la inútil dureza de un encierro, y arrastrado a romperle por un deseo cuya imperiosa fuerza todo lo arrastra y atropella, un nuevo delito de su fuga; si la viésemos misteriosa y sombría en sus pasos y sumarios, o ensangrentarse acaso con el delincuente que castiga, y endurecer el corazón en vez de escarmentarle si no respetase cual debe la libertad del ciudadano, o abriese las puertas a la dilación y al maligno artificio por quererla atender demasiado; si sus decisiones, en fin, no fuesen tan sencillas y claras como la misma luz para atar con ellas el espíritu y corazón del juez en sus arbitrios e interpretaciones, expongamos unidos y con fiel reverencia a los pies del trono español nuestras dudas y observaciones; consultemos, Señores, y clamemos al buen Rey que nos ha colocado en estas sillas, y acaso será obra de la nueva Audiencia de Extremadura la reforma necesaria del Código criminal español, tan ardientemente deseada de los Magistrados sabios como de los celosos patriotas.

Más ancho campo, pero más espinoso, menos frecuentado y más arduas dificultades se nos presentan en la parte de las leyes civiles.

Por desgracia, es esta parte la más imperfecta, la más oscura, la menos combinada en todas las naciones, donde quiera que volvamos los ojos, alumbrados de la antorcha segura de la filosofía, no hallaremos sino continuos tropiezos y peligros. Casos en lugar de principios, raciocinios falsos autorizados como dogmas legales, opiniones particulares erigidas malamente en leyes, doctores y pragmáticos en continua contradicción, y el enredo y el litigio burlándose a su sombra de la sencilla buena fe con descarada impunidad. Parece que aquella suma sabiduría que gobierna con sus eternas leyes todo el universo, y en su primer estado acaso destinaba al hombre a gozar en común en el seno feliz de la paz y la inocencia de los largos y copiosos dones de que le había cercado con mano profusa y liberal, indignada con él al verle atesorar para un oscuro porvenir, separándose así de sus intenciones bienhechoras, le quiere hacer comprar al precio más subido la temeraria trasgresión de sus altísimos decretos por las incomodidades y amarguras a que le condena en todas partes con la fatal propiedad46.

La patria potestad y las tutelas, las dotes y los pactos nupciales, los contratos, las disposiciones postrimeras, los intestados luctuosos, las servidumbres, la penal prescripción, las partes en fin todas del Código civil, ¿por qué triste necesidad han de ocupar volúmenes sobre volúmenes de errores y tinieblas, revueltos más y más, y confundidos por esa serie bárbara de glosadores y eternos tratadistas, y no habrán de reducirse ya, después de tantas luces y experiencias, a pocas leyes, claras, breves, sencillas, que todos, todos, hasta los más rudos aldeanos entiendan por sí mismos para regular sus acciones, y puedan fácilmente retener? ¿Por qué una libertad ilimitada de modificar su voluntad y añadir condiciones a condiciones, y cláusulas a cláusulas, ha de dar a cualquiera el dañoso derecho de multiplicar los pleitos, y ocupar con ellos la preciosa atención de los Tribunales de justicia, distrayéndolos así de los objetos grandes de gobierno a que está vinculada la común felicidad?47 ¿Por qué el hombre nacido con el sagrado derecho de sacar su alimento de la tierra regada con su sudor y con sus lágrimas, o de convertir sus conatos, aplicar su ingenio y sus afanes al taller y al oficio que más gratos le son, lo ha de llorar perdido a cada paso, y ha de ver con dolor sus brazos vigorosos sin poder ocuparlos la tierra, ni darlos a la industria, a que le arrastra una invencible inclinación, si por desgracia la amortización fatal le ha robado esta tierra, o una errada corporación ha estancado esta industria en pocos brazos por interés o ignorancia opuestos siempre a él?

¿Por qué las leyes, si deben conspirar a mantenernos todo lo posible en la primera igualdad y su inocencia, han de acumular las riquezas en pocos, para con ellas corromperlos y degradarlos, envileciendo a par a los que se las roban?; ¿han de desarraigar a millares para mantener ilesa una dañosa vinculación?; ¿dividirán a las familias con una institución digna sólo de los siglos de horror y sangre en que fue hallada?; ¿no han de poner término a la codicia en sus inmensas adquisiciones?; ¿han de hacer enemigas las clases del Estado con los privilegios y excepciones que les han concedido?; ¿no arreglarían por sí mismas las sucesiones en vez de dejarlas, como lo están, al capricho incierto, a la imaginación asustada de un moribundo, dirigido frecuentemente por los asaltos y astutas sugestiones de personas extrañas, codiciosas de arrebatarle sus bienes en aquellos momentos de dudas y agonías, en que la libertad está apagada y el terror engrandece sus fantasmas, aprovechándose así de su debilidad y deplorable estado para encrasarse48 en su fortuna, apoyando en la ley misma la torpe seguridad de sus manejos?49

¿Por qué esta continua variedad de jurisdicciones y Magistrados, estas exenciones y fueros con que se tropieza a cada paso, que rompen, por decirlo así, la sociedad y la dividen en pequeñas secciones? ¿Por qué estas competencias inútiles, mejor diré, dañosas a la inocencia y al delito, que embarazan el orden público con sus formalidades, detienen el brazo severo de la ley en su pronta ejecución, y dividen y desautorizan a sus ministros? ¡Justicia de los hombres poco sabia, qué de cosas tienes que hacer para ser justa!

Nuestros códigos son un arsenal donde todos hallan armas acomodadas a su deseo y pretensiones; son como las armerías de los Reyes, donde las piezas raras, llenas de crin y polvo de los siglos más distantes, están unidas y se tocan; encierran leyes contra leyes, otras sin objeto determinado, leyes inútiles, insuficientes, enmendadas, suplidas, olvidadas; todo, menos unidad y sistema; todo, menos principios y miras generales. El mal no se conoce por inveterado y común; el cuerpo político abunda de códigos y leyes hacinadas, y cada día promulga leyes nuevas. Así anhela el hidrópico por el licor que le mata, y aumenta los ardores de su sed con el agua misma con que intenta apagarla.

Hasta las fórmulas tan sabiamente introducidas en los juicios para asegurar la libertad y mantener el orden se ven convertidas en triste perdición de la sencillez que pleitea; y siempre útiles a la parte injusta y cavilosa, son una trinchera fatal donde se guarece la mala fe para asestar sus tiros en derredor. Hoy es como un estado el pleitear; y la incauta inocencia, puesta al lado de un litigante artero y de profesión, sostenido por un letrado de los que por desgracia se llaman prácticos en nuestro infeliz foro, se verá privada con dolor de sus derechos más sagrados, y clamará sin fruto a la justicia para hacerle cesar en sus inicuas vejaciones. Su contrario la enredará a cada paso en dilaciones e incidentes, maliciosos, sí, pero autorizados por la ley; los Magistrados mismos mirarán con horror tan indecentes arterías; pero acabará sin embargo con su paciencia y con su vida en brazos de la amarga incertidumbre sin poder alcanzar la justicia la reparación de su fortuna.

Nuestros padres rudos y sencillos en todas sus acciones, soldados, más bien que ciudadanos, y dedicados a la guerra y a la agricultura, contentos con poco, y conociendo pocas necesidades, comparecieron por sí mismos en los tribunales de justicia y por sí mismos defendieron sus causas. La buena fe les sirvió de abogado, y el juez era más bien un árbitro pacífico de sus poco reñidas diferencias, que el ministro severo de la ley para decidirlas según ella. La sociedad se fue perfeccionando; y creciendo con la avaricia y la riqueza, los intereses encontrados, el artificio y el fraude se retiraron a los contratos, cubriéronse de fórmulas y condiciones ambiguas, y fueron ya precisos otro estudio más alto, otra sagacidad para descubrir en ellos la justicia y dar luz a las sombras que la desfigurarán. Entonces empezó por la primera vez en los juicios la fatal distinción del fondo y de la forma; fueron diferentes un proceso justo y un proceso bien dirigido, y fue a veces más arduo reintegrar una causa mal instruida por un juez o un abogado ignorantes o parciales, que seguir hasta su decisión el objeto principal. La sutileza cavilosa inventó los artículos a pretexto de la necesidad; y luego de repente el tenebroso enredo embrolló la sencillez augusta de las leyes, haciendo de la justicia un vergonzoso tráfico, llenando sin rubor su templo sacrosanto un enjambre famélico de gentes, interesadas por su misma profesión en oscurecer y dilatar los negocios para vivir y enriquecerse a expensas de la ignorante credulidad.

¡Qué triste condición la del inocente Magistrado, rodeado siempre de estas clases subalternas, en continua atalaya de un momento suyo de ocupación o inadvertencia para sorprender al punto su descuidada rectitud, y en nombre de la misma justicia hacerle caer en algunos de sus lazos de torpe iniquidad!

¡Ah!, si viésemos alguna vez estos lazos disimulados por la ley; si hallásemos los juicios eternizados en daño de las partes por formalidades poco útiles; si descubriésemos la sutileza mañosa sustituida en ellas a la buena fe; si notásemos la ley, guiando como por la mano al ciudadano, y la prudencia de otro lado advirtiéndole para que desconfíe y se resguarde; si la astucia sagaz le tendiese sus redes, y ni la rectitud ni la verdad bastasen a librarle de su enmarañado laberinto, clamemos también sobre estos gravísimos objetos; clamemos y representemos confiados, que ni los paternales oídos del augusto Carlos se negarán a la justicia de nuestras prudentes reflexiones, ni su recto corazón al celo que nos mueva.

En nuestros acuerdos hallaremos cada día motivos y ocasiones para hacerlo así. No haya expediente, si es posible, que no se haga en nuestras útiles discusiones un objeto de beneficio común; no haya uno de que no saquemos los materiales de una providencia general o una reforma; no haya uno que no corte algún abuso, algún error dañoso de administración; no haya en fin ni uno solo que le contemplemos aislado; generalícense todos, y observémoslos, y tratémoslos como eslabones de esta admirable cadena del orden social, en que está librada y se vincula la felicidad de los pueblos.

Permitidme, Señores, que se desahogue mi corazón tratando estas materias. Mi afición decidida a la legislación y ciencias económicas y su altísima importancia, me hicieron siempre desear que los acuerdos fuesen como unas asambleas de estas utilísimas ciencias, y unas salas en los tribunales verdaderamente de gobierno; que de ellos saliesen no tanto la estéril decisión de un expediente o representación particular sobre la elección de un personero; o el remate de un abasto en una villa aislada y desconocida, como resoluciones generales que vivificasen las provincias; que resonasen continuamente con propuestas y consultas de saludables mejoras en el actual sistema de administración pública a impulso de las luces y el celo; y que, en fin, se abrazase en ellos por principios un sistema fijo de unidad y se obrase siempre teniéndole a la vista.

Hoy nos es dado realizar este saludable deseo para bien general de Extremadura. Contemplemos por un momento esta ilustre provincia mayorazgo de nuestra ignominia o nuestra gloria; esta provincia nueva en todo, permitid que lo diga, y encomendada a nuestras manos. Donde quiera que las volvamos, que tendamos la vista, podremos arrancar un mal y sembrar al punto un bien. ¡Su población cuán pequeña es!; ¡cuán desacomodada con la que puede y debe mantener! Montes y malezas espantosas ocupan terrenos preciosos y extendidos, que nos están clamando por brazos y semillas, para ostentar con ellas su natural feracidad, y alimentar millares de nuevos pobladores. Sus fértiles valles y llanuras esperan en acequias las aguas y el caudal inútil de los ríos que le son de daño en vez de fecundarlos; sus inmensos baldíos repartimientos y labores; sus famosos ganados libertad en sus nativos pastos50; sus pobres trajineros nos claman por caminos cómodos para el comercio y salida de sus abundosas producciones. Las madres de familia nos piden labores sencillas para sus hijas inocentes; los ricos hacendados luces, métodos, dirección con que mejorar el cultivo y establecer industrias51; la primera edad escuelas y educación; la juventud estudios y colegios; los delincuentes de uno y otro sexo casas de corrección, que uniendo la seguridad a la salud, enmienden su corazón extraviado, y los conviertan en ciudadanos útiles; y todos a una vez justicia y protección52.

¡Qué de grandes, de sublimes objetos para despertar en los acuerdos nuestro celo generoso, ocuparnos sin cesar, y hacer en ellos la felicidad de cuatrocientas y cincuenta mil almas que todas se convierten a nosotros y nos la piden!53 Cuatrocientas y cincuenta mil almas, Señores; cuatrocientas y cincuenta mil almas esperan de nosotros su felicidad; vedlas, si no, rodearnos, fijar en nosotros los ojos, bendecir este día como el día de la justicia y el colmo de sus esperanzas, y entre aclamaciones y lágrimas, tendidas las manos, exclamar y decirnos:

«Alcaldes del crimen54, Ministros del rigor y la clemencia, unid en vuestros juicios la humanidad a la justicia; cerrad los oídos a la delación, y con ella a las venganzas y la división de las familias; que mejor, es cierto, dejar alguna vez un exceso olvidado, que abrir a la calumnia la terrible puerta, y envolver a un inocente en las dudas crueles de un juicio, fatal siempre por sus vejaciones y amarguras; mirad como propio el honor sagrado de las familias; ved que gobernáis un pueblo honrado y generoso, ¡ah!, jamás infaméis ninguno de sus hijos, jamás uséis en él de esta terrible pena. Velad como padres sobre los pobres presos; respetad mucho su libertad, puesto que la ley olvida al inocente; ocupadlos en esas cárceles y les aliviaréis, distraída su imaginación asustada, gran parte de sus penalidades; sed tan exactos, tan diligentes, tan compasivos con su miseria, como la justicia desea y clama la humanidad a las almas generosas; no les dilatéis vuestros tremendos oráculos; ved que padecen, que luchan entre las ansias de la incertidumbre, que gimen y suspiran acaso en un profundo calabozo, donde nada oyen sino otros suspiros y el son de las prisiones de sus compañeros55; y nunca, nunca os olvidéis al juzgar sus criminales extravíos, de que son hermanos vuestros, de que son infelices, de que acaso una fatalidad desgraciada los hizo delincuentes56.

»Oidores57, acordaos que debéis a las partes justicia con prontitud; que muchas veces es la dilación peor que una sentencia, y que acaso una familia carece de pan por vuestras criminales detenciones; que los campos os piden brazos, la industria y las artes obreros, las viudas y los huérfanos amparo, y todos a la par justicia y felicidad. Armaos de constancia y noble firmeza para combatir errores y lidiar continuo contra el poder y la opinión; la santa justicia y vuestra generosa conciencia os sostendrán en vuestros dignos pasos, y las generaciones venideras os colmarán de bendiciones. Lejos de vosotros la timidez y la desidia; lejos también la elación58 y la indigna aspereza; sufrid y sed afables; ved que si nos negáis el agrado, ya faltáis a lo que nos debéis, y os desautorizáis a nuestros ojos grosera y torpemente.

»Y tú, Ministro único59, que reúnes en ti la mejor parte de los arduos afanes de tus ilustres compañeros, abogado del público, órgano de la ley, y centinela incorruptible entre el pueblo y el Soberano para mantener en igualdad sus mutuos derechos y obligaciones, considera por un momento lo mucho que de ti se espera en este día, y tus inmensos y gloriosos deberes; que tú eres como el alma de todo Tribunal, que le da, cual le agrada, movimiento y dirección; y debes ser en éste tan imparcial, tan profundamente sabio, tan providente, tan desinteresado, tan activo, como la misma ley que representas; que el magistrado colocado en la primera silla, siguiendo con ardor los comunes ejemplos, animado de vuestra presencia, conducido con vuestras luces, completará dichoso vuestra sublime obra, y no desmerecerá por su celo el alto lugar en que está colocado, y las felices esperanzas que de él tenemos concebidas.

»Padres del pueblo, padres, otra vez, escogidos por el buen Rey que nos gobierna para que labréis nuestro bien, trabajad para la común utilidad; contemplad que debéis a la Nación y a la posteridad un grande ejemplo; que Carlos, que Luisa, los augustos Monarcas de Castilla, os han encomendado la ilustre provincia que venís a gobernar; que os envían a ella como ángeles de paz y de felicidad; que os la encomendaron con la humanidad de Borbones, con la ternura de verdaderos padres; y que en sus bocas, en sus benignos ojos, en sus reales semblantes brillaba entonces el sublime y ardiente deseo de la común felicidad60. Trabajad pues, y llenad sus dignas esperanzas, las de la patria, las de la humanidad; y que todos vuestros pasos, vuestros deseos, solicitudes, pensamientos, los guíen a una la sabiduría y la justicia.

»¡Ah!, si alguno de vosotros (lo que Dios no permita) intentase hacer las leyes esclavas de su iniquidad; si las doblase al favor, las vendiese al sórdido interés, perezca al punto, perezca, y vea en todas partes la presencia de un Dios vengador que le increpe sus torcidos juicios. Su posteridad desgraciada no halle ni pan ni abrigo entre los hombres, y beban sus hijos hasta las mismas heces del cáliz de amargura que hizo beber a la inocencia con sus prevaricaciones. Y mientras que gozan sus ilustres compañeros, ya sentados en esas altas sillas, ya en el dulce retiro de sus casas los inefables consuelos y alegrías que dan a un corazón puro los santos deberes de la virtud cumplidos, agitado él día y noche de su triste conciencia y de las furias infernales, busque el reposo y no le halle, y vea a todas horas en derredor de sí las familias asoladas por su iniquidad, esta provincia arrodillada hoy a sus pies, y ofendida de sus concusiones, la Nación a quien burló en sus gloriosas esperanzas, y la imparcial posteridad que le condena a eterna execración, colmarle de imprecaciones, y borrar su infame nombre de entre los ilustres, los justos, los sabios, los inmortales fundadores de la nueva Audiencia de Extremadura.»






ArribaApéndice

Continuación del Almacén de frutos literarios ó Semanario de obras inéditas, Madrid, Imprenta de Repullés, 1818, tomo III, núm. 16 (23 de noviembre de 1818), págs. 181-192.


Discurso pronunciado en la apertura de la Real Audiencia de Extremadura, instalada en Cáceres en 179161


I

Otro, sin duda, en este [memorable] día, en que se abre por la primera vez este santuario de la Justicia, y en que nos congregamos [aquí] para empezarla a dispensar a una de las principales y más ilustres provincias de la Monarquía española, hablaría, Señores, de las altas virtudes del gran Rey [piadoso y bueno] que vio el primero la necesidad y los grandes provechos de este [nobilísimo] Senado, y casi le dejó ya establecido; o del augusto sucesor que ha querido señalar el primer año de su [fausto] reinado feliz por este memorable hecho, como en [felicísimo] dichoso anuncio de los bienes que derramará sobre sus amados españoles. Presentaría aquí a los generosos extremeños [alzando la voz,] arrodillados a los pies de Carlos, [y exponiéndole] representándole, humildes, las incomodidades, los enormes gastos, las tiranías sordas, las duras y casi necesarias vejaciones a que se veían reducidos por no tener en el centro de su [ancho territorio] país un tribunal alto de justicia donde clamar y ser juzgados; los infelices arrastrados continuamente casi a cien leguas de sus [pobres hogares] casas por las dañadas artes del poder y de la mala fe; los padres de familia abandonándolas con lágrimas para asegurarles la subsistencia en los bienes de sus mayores torcidamente disputados por un caviloso pleiteante; y no pocas veces los mismos ministros de la ley dominados del feo interés o [una torpe] la pasión, y transformados [de padres] en tiranos, amenazando con vara de hierro a los infelices pueblos encomendados a su crudo gobierno, y éstos sofocando en secreto los amargos gemidos de su penosa esclavitud, o mal atendidos en tribunales lejanos, donde o no alcanzaran, o llegaran desfigurados los lastimeros gritos de su opresión y sus necesidades.

La justicia misma presentaría yo protegiendo sus [fervorosos] ruegos y elevándolos al trono, autorizados con los sufragios de las dos más célebres lumbreras del Senado de Castilla, los Excmos. Condes de Floridablanca y Campomanes62, y al piadoso corazón de Carlos con aquella sabiduría y humanidad [solícita], que le fueron como naturales [mientras viviera], escuchando benignamente la súplica de sus [amados] pueblos, y encomendando a su augusto hijo la justa pretensión de Extremadura; a este mismo hijo, ya Rey y sucesor de las virtudes y altos designios de su [piadoso] padre, acordando con el ilustrado Ministro, en quien depositó la suma de los negocios de justicia, la [fausta] erección de [nuestra] la nueva Audiencia, y haciendo con ella la felicidad y el gozo de toda una provincia.

Otro, tal vez, se dilataría en estas grandes cosas, y tomando lleno de entusiasmo la voz [fiel y expresiva] de Extremadura, ofrecería hoy a los Borbones entre lágrimas de [júbilo y] ternura el tributo más puro de su fidelidad y gratitud por tan señalado beneficio; pero el corto caudal de mi[s] talento[s] y elocuencia [se confiesa] es muy inferior a empresa tan difícil, [y la deja] que dejo de buena gana a otro orador más ejercitado [y maestro] en el [sublime] arte de celebrar las acciones virtuosas y grandes; [mientras] Yo, unido como lo estoy a vosotros por la profesión, el ministerio y el corazón, os quiero hablar con sencillez y sin aparato de palabras de las arduas obligaciones que tomamos sobre [nuestros hombros] nosotros desde este [señalado] día, y de la estrecha necesidad en que nos ponen el honor, y el agradecimiento, y cuanto puede entre los hombres de haber de más sagrado, de satisfacerlas religiosamente; de no defraudar la expectación pública que nos contempla en silencio; y llenar [así] los vastos designios [concebidos] conseguidos por la patria en la erección de este augusto Senado.




II

En efecto, si como Magistrados habíamos jurado ya [entre sus manos] el cumplimiento de los más santos y difíciles deberes, y éramos deudores al público de nuestros talentos y afecciones, de [todo] nuestro tiempo, de nuestro descanso, y hasta de nuestra vida; si teníamos encomendada a nuestro cuidado su felicidad y su reposo, y debíamos velar para que él descansase; si como oráculos de la justicia y de las leyes nos veíamos en la estrecha y [sagrada] santa obligación de instruirnos continuamente para convertir nuestra instrucción al beneficio común; si no nos era dado [el] contentarnos apocadamente en nuestros tribunales con dispensar la justicia privada a las partes que nos la demandaban, sino que debíamos estudiar [sin cesar] la constitución de las provincias, el genio de sus habitantes, sus virtudes y vicios, su agricultura, su industria, sus artes y comercio, el clima y ventajas de su suelo, y hasta los mismos errores y preocupaciones más envejecidas, para sacar de todo ello aquella ciencia pública del Magistrado, [aquel tino político y prudencia consumada] que hace[n] acaso la parte principal de su elevado ministerio, y sin la cual no puede labrarse la felicidad de ningún pueblo, [ni se llenan dignamente nuestras santas obligaciones]; como ministros escogidos hoy por la [solicitud y paternal amor del Sr. D.] sabiduría de Carlos IV, y colocados [hoy] para regenerarla en el centro de esta ilustre provincia, que hasta ahora puede decirse no ha oído sino de lejos la voz de la justicia, ni sentido su mano bienhechora, ¿qué no deberemos trabajar?, ¿a qué no estaremos obligados o qué tareas nuestras, [qué solicitudes] serán bastantes [a] para desempeñar tan graves y difíciles encargos?

Así es, Señores; [y] si todo Magistrado debe ser instruido, nosotros debemos añadir más y más a las luces comunes, y aumentar con [inmensas] usuras el caudal de ciencia adquirido en nuestros tribunales. Si todo Magistrado está puesto en una atalaya de continua solicitud [para las necesidades de la patria], nosotros debemos velar día y noche, y añadir tarea sobre tarea para la felicidad de Extremadura. Si debe ser inocente como la ley que representa, observarse sin cesar y no hacer ni pensar cosa indigna de su alto ministerio, nosotros, que venimos por la primera vez a esta provincia y somos en ella la expectación y el ídolo de sus honrados habitantes, ¿a qué no deberemos sujetarnos para conservar a la toga su [noble] decoro y majestad? Si la [torpe] avaricia, la pasión, el [sórdido] interés, el espíritu de partido, la envidia vil, la maquinación y la dureza deben hallar inaccesible el corazón del Ministro de la ley, y su alma incontrastable a sus fatales seducciones, entre [ellas] éstas y nosotros debe haber siempre un muro de bronce, y ser tan iguales e impasibles como [estas] las mismas leyes, para ofrecer con manos puras nuestros sacrificios a la justicia, y pronunciar sin rubor sus sacrosantas decisiones. Y si degradan, por último, a cualquier magistrado [sin] la falta de humanidad, [el] de amor a la patria, [la] de clemencia, [la] de sencillez, [el] de orden, [la] de atención, [la] de firmeza, [la] de grandeza de alma [y todas las virtudes, el Magistrado se degrada siempre y cae derrocado de su alto ministerio entre el deshonor y la bajeza], nosotros, que hemos contraído con la Nación y el Soberano otros nuevos y más sagrados [vínculos] empeños, aceptando estas sillas, debemos ser o los primeros de los togados españoles, o [abismarnos] caer para [por] siempre en el más torpe envilecimiento, [baldón y oprobio de la justicia contristada].

Hubo un tiempo en que la ciencia del Magistrado se creía reducida entre nosotros a los estrechos límites de distribuir la justicia privada, de lanzar a una familia [y autorizar a otra en] de una posesión y autorizar a otra para el goce de ella, de repartir una herencia, o castigar el robo y el homicidio sin indagar sus causas, ni buscarles en la política un remedio seguro para en adelante precaverlos. Las ciencias que hoy conocemos, la legislación, el derecho público, la moral, la economía civil, o no habían por desgracia nacido, o estaban en su infancia [censuradas y aun mal vistas,] cultivadas por pocos y sobre principios insuficientes. Las Universidades, el taller de la Magistratura [con los vicios de su ancianidad], adicta[s] religiosamente a las leyes romanas y a la parte escolástica de estas mismas leyes, criaban por desgracia una juventud que [entre mucho de gritos y sofismas,] se [envanecía contenta en] contentaba con la [estrecha] escasa esfera de los conocimientos estériles que en sus aulas se adquirían, y encanecía en la toga sin salir, si me es dado decirlo, de los primeros elementos de la verdadera Jurisprudencia. La felicidad pública sufría los tristes efectos de tan doloroso atraso; la industria desmayaba; desfallecía la agricultura; [la juventud lloraba su educación desatendida; multiplicábanse] los delitos se multiplicaban con [en] la ociosidad y la ignorancia; y el genio español parecía condenado por una fatalidad inevitable a ser esclavo desgraciado de las naciones extranjeras, que despertando antes y corriendo con ardor por el inmenso espacio de las ciencias, habían adelantado en conocimiento útiles y con ellos, en industria y prosperidad.

Las leyes deciden siempre de la suerte de los pueblos, los forman, los modifican y rigen a su arbitrio, y sus ejecutores tienen [con ellas] en [su] la mano su felicidad o su ruina; pero esta importante [cuan] y sencilla verdad, o se había olvidado entre nosotros, o, [aunque de clarísima evidencia], no [estaba aún] era bastante conocida en medio de su evidencia [para hacer de ella un principio, ni calcular dignamente su inmensa utilidad; siendo como] y fue indispensable [en el orden moral] el reinado feliz de los Borbones para darle una luz nueva, y restaurar así la Monarquía española, que agonizaba con la débil y enfermiza vida del último soberano Austriaco. A la voz creadora de [1 Sr.] Felipe [V], las ciencias [abandonadas] vuelven a [re]nacer en el suelo español, y empieza [con ellas] un nuevo orden de cosas en bien de la Nación; los talentos se agitan, [y sienten la activa impaciencia de instruirse; recobran] todos se instruyen, las leyes recobran su augusta autoridad, y se renuevan o mejoran; y los Magistrados castellanos ven abierto delante de sí un campo de gloria y de trabajos en que señalarse con fruto y ejercitar su [noble] celo. Síguenle el pacífico Fernando y su piadoso [y justo] hermano; y las luces se derraman más, [la Ilustración a su impulso crece por todas partes, propagada con mayor rapidez,] y son [a su sombra] mejor oídas las reformas útiles, [la moral y la filosofía, las luces] las ciencias económicas, las ciencias del hombre público hallan protección en el trono, y empiezan a contar [ilustres] sus aficionados en la toga, hirviendo todos en el noble deseo de instruirse y adelantar en ellas dignamente [hasta igualar a las naciones que nos compadecían, si ya no se mofaban de nuestras estériles tareas].

Estas ciencias las necesitamos nosotros más particularmente en la [brillante] carrera que hoy se nos presenta; debemos tenerlas a la vista y consultarlas sin cesar; y si algo hemos de hacer de grande y de glorioso por Extremadura, de ellas solas hemos de recibirlo.

Otras provincias, a quienes cupo la suerte de tener ya en su seno un [Senado] tribunal a quien clamar en sus necesidades, son conocidas y escuchadas de él; sus Ministros han podido estudiarlas por una larga serie de observaciones prácticas, y han logrado en gran parte de la mano bienhechora de la justicia las mejoras y auxilios de que son capaces. Los expedientes generales, las demandas fiscales, las representaciones, los recursos, y hasta los mismos pleitos y desavenencias de las partes, han sido indirectamente otros tantos medios de conocer su estado, sus atrasos y disposiciones para poder ocurrir a sus necesidades con saludables medicinas.

Pero Extremadura ha sido hasta aquí en el imperio español una provincia tan [ilustre y] rica como olvidada, aunque nunca le hayan faltado hijos insignes que pudieron darle su parte en la administración pública, como otras la han tenido. Todo está por crear en ella, y se confía hoy a nosotros. Sin población, sin agricultura, sin caminos, sin industria ni comercio, todo [pide, todo solicita, todo demanda] está pidiendo la más sabia atención, y una mano reparadora y atinada para nacer a su impulso, y nacer de una vez sobre principios sólidos y ciertos, que perpetúen [por siempre] la felicidad de sus hijos y con ella, nuestra honrosa memoria. Hasta aquella escasa porción de conocimientos que en otras provincias se suele hallar entre sus nobles y su clero es aquí por lo común más limitada, [la veréis envuelta en sombras y tinieblas espesas.] En medio de un suelo fértil y abundante, [como aislados en él y] apartados de la metrópoli por muchas leguas, y sin puertos ni ciudades [de grande población] muy populosas, donde uniéndose los hombres se corrompen y se instruyen, y perfeccionan sus artes y sus vicios, ni el clero, ni los nobles de Extremadura [pudieran] han podido cultivar [hasta ahora] sus ricos y admirables talentos según sus honrosos deseos, [Así que,] y retirados y ociosos en el seno de sus familias, con unas almas grandes y elevadas, pero duras y encogidas, han cuidado más bien de disfrutar sus gruesos patrimonios [y acrecentar sus granjerías], que de salir a ilustrarse. [ni ejercitar su razón en el país inmenso de las ciencias.] No es culpa suya, no, esta escasez de luces. Enclavados, por decirlo así, en lo postrero de España, en un ángulo de ella poco frecuentado; sobrados en su suelo y sus hogares, sin [deseos vivos] necesidades que satisfacer por medio de la instrucción, y sin colegios ni estudios públicos donde recibirla dignamente, no les ha sido dado otra cosa, [ni aquella activa impaciencia de la necesidad, superior a los estorbos, que todo lo allana y lo sojuzga.] Y esta ilustre provincia, cuyo genio pundonoroso la arrastra al heroísmo en todas las carreras, cuyos hijos se han señalado [siempre] en cuanto han emprendido de grande y de difícil, y que con las famosas conquistas de sus Pizarros y Corteses mudó en otro tiempo la faz de Europa, y le abrió [al comercio y la industria] las [anchísimas] puertas del comercio y de la industria de un nuevo mundo, [y a la sabiduría un campo inmenso, una inexhausta mina de observaciones y experiencias en que ocuparse y engrandecerse;] es hoy, por desgracia, la menos industriosa de las que componen el dominio español, y la que menos goza de sus inmortales hijos.

Hoy se fía a nosotros el empeño difícil cuanto honroso de proveer a tan [graves] grandes necesidades, de regenerarla, de darle una nueva vida. [¡Qué empleo tan augusto y sublime!,] ¡qué satisfacción tan pura!, ¡qué llenos y sazonados frutos de gloria y alabanza nos aguardan en la posteridad, si sabemos sacar de nuestra posición y la suya las grandes ventajas que podemos en tan ilustre y señalada [carrera] empresa! De nuestra sabiduría, de nuestra constante aplicación, de nuestro celo [paternal] espera y debe recibir Extremadura todo lo que le falta. Bien hemos podido conocerlo en la delicada visita que acabamos de hacer, y en los graves puntos y objetos que se encomendaron en ella a nuestro examen. No fue por cierto la molesta y odiosa residencia de un corregidor interesado, los maliciosos descuidos de un alcalde parcial, o los criminales manejos de un escribano infiel o caviloso, lo que impidió hasta ahora las funciones de nuestro augusto ministerio, y nos llevó a visitar nuestros partidos [con tan afanosa solicitud].

Cosas mayores nos encomendó y espera de nosotros la sabiduría del augusto Carlos [IV]. Su suelo, su población, su agricultura, su industria, todos los objetos de provecho común han debido ocupar nuestra especulación, y llamar hacia sí todo nuestro cuidado. Nosotros, que reunidos ahora bajo este glorioso dosel empezaremos a dispensar [con inalterable igualdad] a estos pueblos la [santa] justicia con una igualdad inalterable, y a escuchar cada día sus clamores o sus quejas, hemos ido antes a atenderlos de cerca y en medio de sus [mismos] hogares, a conocer su estado y sus necesidades [verdaderas] para poderlas remediar más acertadamente.

Nada ha debido desestimar nuestra atención [nada pasar por alto, nada mirar con desdeñoso orgullo]. De objetos al parecer pequeños nacen a veces las mayores utilidades; nada que puede hacer la felicidad de un solo hombre es pequeño; nada lo es en las artes del gobierno; nada lo es que puede ser perpetuo, y un solo pueblo puesto una vez en movimiento, dirigido bien y encaminado hacia sus verdaderos intereses, es en una provincia como un fuego regenerador que se propaga por los demás, y los anima y pone en saludable agitación.

No digo por esto que hayamos debido descuidar en nuestras residencias el importante punto del orden y distribución de la justicia; ¡ojalá que esté yo poseído de un temor vano, y que el éxito no responda a mi triste desconfianza!; pero en unos pueblos llenos de bandos y partidos, y ciegos por mandar a cualquier precio; entre gentes ignorantes que ni aun aciertan a ver los precipicios para poderlos evitar; en unas villas donde los corregidores han podido ser déspotas, y donde siempre se halla a mano [desgraciadamente] un genio maligno y revoltoso, dispuesto a la acusación y a la calumnia para enredar en pleitos y perder familias enteras; en un país dividido entre infelices jornaleros y hacendados poderosos, que habrán sofocado con su voz imperiosa el gemido del pobre y hecho valer, para arruinarlo con mil injustas pretensiones, el dinero y el favor; forzoso es que a cada paso hayamos visto con [íntimo] dolor conculcadas [la majestad de] las leyes y trastornado el orden judicial.

Delitos graves habrá habido escandalosamente autorizados o disimulados, mientras que otras faltas livianas se [hayan] habrán acriminado con encono y furor; calumnias y maquinaciones disfrazadas con el velo de un celo santo, o de la común utilidad; usurpaciones y rapiñas paliadas y aun protegidas descaradamente, y todo género [en fin] de desorden y maldad. Procesos habremos hallado empezados de muchos años, imposibles ya de reintegrar; otros, de tal arte confundidos, que el genio más perspicaz y ejercitado no acertaría a desenmarañarlos, ni a sacar de entre sus heces el punto dudoso ni sus pruebas. Causas se hallarán [o] rotas o truncadas, y mostrando otras en cada diligencia ignorancias o prevaricaciones. ¡Cuán difícil, cuán arduo habrá sido aplicarles a todas una mano reparadora y volver a la justicia su noble y santa sencillez! ¡Cuán [Qué] molesto [qué amargo] para el Magistrado estudioso que siente todo el precio de los días, y los ve volar y deslizarse sin sacar fruto de sus largas vigilias que el fastidioso y triste desengaño de palpar más y más la maldad y corrupción del hombre!

[Mas] Pero la obligación del ministerio lo exigía, su voz imperiosa lo mandaba, y ha sido forzoso inclinar la cerviz y obedecer; enmendarlo y repararlo todo, disimular aquí, usar allí de rigor, más allá de cautela, en otra parte de resolución, y en todas de una prudencia consumada para asegurar el acierto. Cada cual vendrá ahora con el caudal de noticias y útiles desengaños adquiridos [por su ilustrada observación] en su territorio; y el Tribunal formado hará de todos ellos la digna estimación que se merecen para establecer la justicia y el orden legal sobre principios sólidos, inmutables, luminosos, y empezar un sistema [de obrar] inalterable en que habla la ley sola, y nunca el ciego arbitrio ni la voz privada del juez.

(Se concluirá).

Continuación del Almacén de frutos literarios ó Semanario de obras inéditas, Madrid, Imprenta de Repullés, 1818, tomo III, núm. 17 (30 de noviembre de 1818), págs. 193-212.

Conclusión del artículo inserto en el número anterior.

Pero no, Señores, no nos dejemos seducir de un celo desmedido, ni por el ambicioso deseo de una soñada perfección nos embaracemos en nuestras delicadas operaciones; condúzcanos en ellas la indulgente humanidad y la circunspecta moderación, ni seamos injustos buscando la justicia. Disimulemos de buena gana cuanto con ella fuere compatible; hagámonos cargo del estado infeliz que han tenido los pueblos que hemos visitado; y de que muchas de sus faltas, [por abultadas que se ofrezcan,] son [sin embargo,] efectos necesarios de su antigua constitución y del olvido en que han yacido; y si los tribunales mismos de donde venimos, en medio de su continua vigilancia, se ven a cada paso en la triste, pero forzosa necesidad de cerrar los ojos sobre ciertas culpas livianas, o de corta influencia en el sistema general (porque quererlo remediar todo sería destruirlo todo y confundirlo [distrayéndose a cosas de aire con olvido de las más importantes]), seamos nosotros hoy aun más indulgentes y mirados, y escarmentemos por ahora con [un saludable] la pena y el rigor lo que ya no pueda disimularse, las faltas generales, las transgresiones manifiestas y de bulto más criminal.

La perfección estará reservada al Tribunal que establecemos, [obra de las luces de nuestros días, y] será fruto de su prudencia [consumada] y obra de las luces de nuestros días. Él, Señores, puede ser un modelo de administración pública en toda la Nación, [una escuela práctica de la jurisprudencia más pura, un semillero de mejoras útiles,] un verdadero santuario de la justicia y de las leyes, y empezar sus útiles tareas con un orden y exactitud en que nada se disimule, en que todo tenga y se suceda en su debido lugar. A los demás, su misma ancianidad, y tal vez las opiniones y usos de los siglos de error en que fueron creados, les han hecho recibir ciertas máximas acaso dañosas y dignas de censura, pero que ya les son como naturales, autorizadas [cual se ven] como lo están no pocas por sus mismas ordenanzas, y que si un Magistrado nuevo desdeñase en el día, o quisiese contradecir, sería al punto mal visto, censurado, desatendido de sus compañeros, y tenido de todos por [orgulloso] novador.

La justicia y las leyes es verdad que son unas, y que hablan donde quiera el mismo santo lenguaje [incorruptible y puro]; pero [la versión de este idioma y] su [acertada] aplicación la ha de hacer siempre el hombre, que [es] en todas partes es, sin advertirlo, esclavo [desgraciado] de sus opiniones, de la edad en que vive, [de los libros y doctos que le cercan,] y del cuerpo a que está unido. Mas nosotros, que [fundamos] componemos este [ilustre] Senado fundado a fines del siglo XVIII, en que las luces [y el saber] se han multiplicado y propagado tanto que casi nada dejan que desear; [en que todo se discute, todo se profundiza;] en que la filosofía, aplicada por la sana política a las leyes, ha dado a la jurisprudencia un nuevo aspecto; en que el ruinoso edificio de [los prejuicios] las preocupaciones y d el error cae y se desmorona por todas partes; en que la humanidad y la razón han recobrado sus olvidados derechos; en que a impulsos de la sabiduría y patriotismo del jefe supremo de la magistratura63 se han examinado en el Senado de la nación tantos expedientes generales sobre puntos gravísimos; en que las ciencias económicas ocupan en gran parte la administración pública; y en que, por último, se ha demostrado la descuidada cuanto eterna verdad de que todo se toca y está unido en la legislación como en el gran sistema del universo; de que la decisión del pleito más pequeño influye necesariamente en el orden social y la felicidad pública; de que despojar o mantener a un pobre labrador en sus arrendamientos anima o desalienta la agricultura en todo un territorio; juzgar la causa de dos fabricantes aniquila o hace florecer una industria; favorecer o dar por tierra a un solo privilegio vuelve todo un pueblo a la justa igualdad de la ley, o lo divide en bandos enemigos; y condenar un delito sin considerar el germen oculto que acaso tiene en la misma sociedad, las causas necesarias que [lo] le produjeron, y los medios políticos de extirparlas en su raíz, puede ser multiplicarlo en vez de destruirlo; nosotros, que, en este tiempo [venturoso], entre estas luces [saludables], [con tan largos, tan copiosos] entre tantos auxilios, [entre] con estos principios y opiniones, [erigimos] entramos en este Senado, debemos nivelarl[o]e con el siglo y fundarl[o de necesidad]e sobre su [alta] sabiduría y sus dogmas de legislación.

Nos degradaríamos si obrásemos de otro modo; y la Nación y sus sabios, que nos contemplan en silencio [para juzgarnos después con severidad incorruptible, nos clamarían] y que nos han de juzgar, nos dirían llenos de indignación: «¿Qué habéis hecho vosotros que fuisteis entresacados de los tribunales españoles para tan grande obra, y en quienes depositamos toda nuestra esperanza? ¿Qué fue de vuestro saber y vuestro celo? ¿Qué de vuestras [decantadas] tareas? ¿Dónde está el fruto, dónde, de vuestra prudente sabiduría? Mostradnos ese plan, esos principios, ese orden de cosas que habéis establecido. ¿Tuvisteis por delito el apartaros de las sendas comunes, o nada habéis hallado que mejorar [en ellas]? ¡Delincuente cobardía!, [¡ceguedad vergonzosa!] En medio de tanta luz [como nos ilumina], ¿no acertáis a ver los errores que todos reconocen? Los escritores públicos los han denunciado al tribunal de la razón [que los juzga y proscribe en todas partes]; ¿y vosotros lo ignoráis? Ella los persigue y ahuyenta, ¿y vosotros los acogéis [vosotros]? Aquellos mismos que se ven obligados por una triste fatalidad a sujetarse a ellos lloran amargamente en secreto tan dura esclavitud, ¿y vosotros, a quienes la suerte libró de su dominio, volvisteis [preocupados] a [doblarles] rendirles la cerviz? ¿Tan mal los conocéis? ¿Tanto los idolatráis? Otras esperanzas concebimos al colocaros en esas silla, [otros fueron nuestros anhelos,] y otros servicios y ejemplos nos [debéis] debíais

No sea así, Señores, no sea; y en cuantos ramos se sujetan a nuestra especulación y han sido digno objeto de nuestros desvelos y tareas, abracemos con sabia libertad las novedades útiles que puedan mejorarlos. Es propio del hombre y cuanto él hace degenerar y corromperse; y el edificio que no se repara y mejora, incómodo y ruinoso, al cabo se destruye. Cerremos pues los oídos al importuno clamor de la costumbre y la [torpe] desidia, bien halladas siempre con los usos antiguos; obremos y mejoremos, y sean nuestras maestras [y sabias consejeras] la razón y la filosofía. ¿Qué no podremos hacer con tan ilustres guías en todas las partes de la jurisprudencia?; ¿y qué [de] reformas promover [y llevar a feliz término] en bien de la humanidad y nuestra patria?




III


III. 1

La criminal, si menos imperfecta que en otras naciones, no está empero libre entre nosotros de fatales errores y de falsos principios para podernos ocupar. ¡Ah, si nuestras gloriosas vigilias hiciesen con el tiempo menos dura la condición de[l] un delincuente en sus prisiones!; [¡si alcanzasen a hacer menos común su arresto sin riesgo de su fuga!;] ¡si abreviasen o simplificasen las pruebas de su defensa o su condenación!; ¡si hiciesen más pronto [y más igual], más análogo el castigo [con] a la ofensa!; ¡si lograsen desterrar [ahuyentar] para siempre [del templo augusto de la justicia] esa práctica dolorosa, inútil, indecente, ese horrible tormento proscrito ya de todas las naciones, indigno de la honradez española y mal traído a nuestras sabias Partidas de las leyes del imperio!64; ¡si arrancasen un solo inocente del suplicio!; ¡si [hicieran] hiciesen que le diera entonces la ley [le dispusiese] una llena reparación de sus perjuicios y amarguras, como le hubiera [multado con sus penas] impuesto la pena hallándole culpado!; ¡si lograsen una que remunerara al hombre de bien por su virtud entre tantas que le castigan!; ¡si alcanzásemos al fin que una distinción, un color, [un galardón cualquiera, pero solemne y público,] nos señalasen al padre de familias honrado, al artesano industrioso, al comerciante fiel, por cuán afortunados nos [podremos] podríamos tener!, [¡con qué honor sonarán nuestros nombres de una en otra edad!, ¡y cuántas] ¡qué bendiciones nos preparan [en ellas] las almas sensibles y los amigos del género humano!

La necesidad estableció las leyes cuando los hombres se unieron por la primera vez, deponiendo en el común su dañosa independencia, y formando entre sí [a ejemplo de las pequeñas y dispersas,] estas grandes familias derramadas sobre la haz de la tierra [de tiempo inmemorial]. [La sociabilidad, este impulso del corazón humano hacia sus semejantes, constante, irresistible, que nace con nosotros, se anticipa a la misma razón, y nos sigue y encierra en el sepulcro, nos acercara y uniera] Un impulso invencible los acercaba mutuamente, no de otra suerte que los cuerpos gravitan y se atraen en [el gran sistema de] la naturaleza [para formar concordes este todo admirable en permanente sucesión, que nos confunde y asombra por su perfección e inmensas relaciones]. El deseo común y poderoso de la felicidad que encendiera en los humanos pechos el Hacedor Supremo, [el sentimiento íntimo de su poquedad y miseria, y las grandes ventajas de las fuerzas parciales reunidas,] les clamaba[n en fin por otra parte] en secreto sin cesar para completar esta [dichosa] unión [y disfrutar en ella de la seguridad y bienandanza que en vano buscarían en sus cabañas solitarias]. Pero bien pronto el amor propio, conducido por un entendimiento ciego o desalumbrado la desfiguró en su raíz haciéndose [el] centro de ella, y encendiendo el corazón en ambiciosas pretensiones, [alzó un tirano odioso en] hizo a cada hombre [que no aspiró] no aspirar a otra cosa que a doblar a sus iguales a su injusta voluntad, [sacrificados a sus antojos o] y a sacrificarlos a sus desmedidos deseos.

Entonces habló la ley por la primera vez alzándose como señora sobre todos; y señalando a cada [uno con el acuerdo más prudente] individuo el lugar que [debiera] debía llenar en el cuerpo social, [intimándole en él sus derechos y obligaciones,] le[s] dijo con [imperiosa] voz imperiosa: «Tú mantendrás este lugar; mi brazo te protegerá, y [al que asaltare tu inocencia] castigaré [severa] al que asaltare tu inocencia con una pena igual a su delincuente trasgresión. La ofensa pública será la medida de mis crudos escarmientos, y con ellos apagaré en los corazones el fatal veneno de la pasión que los deprava.» Por desgracia, no siempre usó la ley de este sencillo término, de este sencillo y sagrado [y purísimo] lenguaje; y obra del hombre y sus escasas luces no siempre señaló con el dedo de la incorruptible justicia los límites de su seguridad y libertad a cada ciudadano.

El tiempo también, que todo lo desfigura, y un espíritu equivocado de dañosa imitación, ha[n] influido no poco en todas las naciones para la imperfección [del tesoro sagrado] de su leyes. [Las ciencias positivas, las abstractas, las artes más difíciles han logrado elevarse por concepciones y experiencias tan atrevidas como nuevas a una esfera tan alta que apenas el ingenio no alcanza a contemplarlas; pero sacudieron el yugo de la autoridad y la costumbre, y osaron trabajar sobre sí propias para aumentar así sus ricos fondos y llegar a la perfección en que las vemos. Otro tanto debió hacerse con la ciencia augusta de dirigir y gobernar al hombre.] Cada pueblo que tiene un carácter individual que le distingue de otro pueblo, que habita un clima y suelo determinado, [adora a la Divinidad con fórmulas y ceremonias particulares,] y que se halla en un cierto grado de civilización y cultura, debe ser legislador de sí propio y dictarse las leyes que deben gobernarle. Pero nunca ha sido así. [Nunca legislador, sino el profundo y original Licurgo, conoció bien sus fuerzas y sus luces para entregarse a ellas y no mendigarlas de otra parte.] O la admiración [exaltada], o la [adormecida] pereza, poco cuerdas, se olvidaron de estos sabios principios, y [siguiendo siempre los caminos trillados,] los códigos criminales se han copiado a porfía unos a otros. Ninguno ha sabido ser original [ningún legislador estudiar dignamente a su nación para asentarla en el grado que en la escala social le señaló naturaleza]. Roma pidió sus leyes a la Grecia, ésta las recibió de Egipto, y éste acaso las tomó de Creta. Así, las leyes circulan de clima en clima, de gobierno en gobierno, y de [una en otra] edad en edad; y el español del siglo XVIII, con otro genio, otras opiniones, otra religión, otros usos, [otro estado, en fin, político y civil] que el Romano del de César, sigue [no pocas veces], sin advertirlo, una ley de este imperioso dictador establecida en Roma entre las sediciones de los Comicios, o trasladada a sus famosas tablas con más alta antigüedad de la culta y corrompida Atenas.

Abramos [si no,] nuestros códigos y hallaremos a cada paso [palpable esta verdad. Resoluciones de jurisconsultos romanos, o rescriptos privados de sus emperadores,] que sucede lo mismo con las disposiciones que ellos contienen. Leyes del siglo XIII, del XIV, y lo que [más] es más, hasta de la rudez primera de nuestra ilustre Monarquía, sabias y acertadas entonces para nuestros padres, sencillos cuanto poco cultos, pero insuficientes [o dañosas] ya a nuevos vicios y necesidades nuevas, que nos cercan y asaltan por todas partes, rigen cada día nuestras [más solemnes] acciones, y deciden [por desgracia], de nuestra suerte y libertad65.

Verémoslas enhorabuena como el resultado de la voluntad pública, anunciado a sus pueblos por boca de nuestros augustos Soberanos; pero reconozcamos los defectos [con que el tiempo nos las ha transmitido,] que puedan tener para pensar [si es posible,] en su oportuno remedio. O reconozcamos más bien [confesémoslo sin rubor,] que en la parte criminal nos falta, como a las más de las naciones, por no decir a todas, a pesar, de sus luces y [decantada] su filosofía, un código verdaderamente [español y patriota] patriótico, acomodado en todo a nuestro genio, a nuestro suelo, a la religión, a los usos, a la cultura y civilización en que nos vemos.

Entretanto, jamás se aparte de nuestro corazón [viva y respire con nosotros] lo infinito que valen a los ojos de la razón y de la ley la vida, el honor, la libertad del ciudadano; y que [para conservar mejor estos preciosos dones con que le enriqueciera su Hacedor, vino y dobló gustoso la cerviz a la imperiosa sociedad, mas sin por esto abandonar del todo ni cederle sin reserva sus imprescriptibles derechos; que] no toda acción mala es luego delincuente; que el hombre, [en] no turbando el orden público con sus acciones [o palabras], no está [en ellas] sujeto a la inspección severa de la ley66; que ésta y el Magistrado [deben ser iguales e impasibles; que] se degradan [torpemente] a una buscando el delito por caminos torcidos; que la [sorda] tenebrosa delación envilece las almas y [quiebra y despedaza] destruye la unión social en su misma raíz; que toda pena superior [en sus golpes a la ofensa] al delito es [una tiranía] injusta y atroz, no siendo dictada por la necesidad. [Un atentado; que para producir sus saludables frutos debe ser siempre pronta y análoga al delito. Y si alguna vez viésemos que la ley se aparta por desgracia] Si viésemos alguna vez que la ley se desvía de estos sagrados e invariables axiomas, si la viésemos, en contradicción [palpable] con la primera y más fuerte de todas, la de la conservación individual, exigir imperiosa de la boca del reo la confesión de sus yerros [para llevarle por ella al cadalso, obligándole así] y obligarle a profanar mintiendo el augusto nombre de su inefable Autor, o a ser asesino de sí propio; si la viésemos arrastrarle con una mano bárbara al potro y los cordeles, y arrancarle, entre el [grito del] dolor más acerbo y las congojas de la muerte, una confesión inútil; [si hiciese al arrestado, afligido tal vez con la inútil dureza de un encierro, y arrastrado a romperle por un deseo cuya imperiosa fuerza todo lo arrastra y atropella, un nuevo delito de su fuga;] si la viésemos misteriosa y sombría en sus pasos y sumarios, o ensangrentarse acaso con el delincuente que castiga, y endurecer el corazón en vez de escarmentarle si no respetase cual debe la libertad del [ciudadano] vasallo pacífico, o abriese las puertas a la dilación y al maligno artificio por quererla atender demasiado; si sus decisiones, en fin, no fuesen tan sencillas y claras como la misma luz para atar con ellas el espíritu y corazón del juez [en sus arbitrios e interpretaciones], expongamos unidos y con [fiel] reverencia a los pies del trono [español] nuestras dudas y observaciones; consultemos, Señores, y clamemos al buen Rey que nos ha colocado en estas sillas, y acaso será obra de la nueva Audiencia de Extremadura la reforma necesaria del Código criminal español, tan ardientemente deseada de los Magistrados sabios [como] y de los celosos patriotas.




III. 2

Más ancho campo, pero más espinoso, [menos frecuentado] y más arduas dificultades se nos presentan en la parte de las leyes civiles.

Por desgracia, es esta parte la más imperfecta, la más oscura, la menos combinada en todas las naciones, donde quiera que volvamos los ojos, alumbrados de la antorcha [segura de la filosofía] de la razón, no hallaremos sino [continuos tropiezos y peligros] errores e irregularidades. Casos en lugar de principios, raciocinios falsos autorizados como dogmas legales, opiniones particulares erigidas malamente en leyes, doctores y pragmáticos en continua contradicción, y el enredo y el litigio burlándose a su sombra de la sencilla buena fe con descarada impunidad. Parece que aquella suma sabiduría que gobierna con sus eternas leyes todo el universo, y [en su primer estado] acaso destinaba al hombre a gozar en común en el seno [feliz] de la paz y la inocencia de los largos y copiosos dones de que le había cercado con mano profusa y liberal, indignada con él al verle atesorar para un oscuro porvenir, separándose [así] de sus intenciones [bienhechoras], le quiere hacer comprar al precio más subido la temeraria trasgresión de sus altísimos decretos por las incomodidades y amarguras a que le condena en todas partes con la fatal propiedad.

La patria potestad y las tutelas, las dotes [y los pactos nupciales], los contratos, [las disposiciones postrimeras] los testamentos, los intestados [luctuosos], las servidumbres, la [penal] prescripción, las partes en fin todas del Código civil, ¿por qué triste necesidad han de ocupar volúmenes sobre volúmenes de errores y tinieblas, revueltos más y más, y confundidos por [esa serie bárbara de] los glosadores y [eternos] tratadistas, y no habrán de reducirse [ya, después de tantas luces y experiencias,] a pocas leyes, claras, [breves,] y sencillas, que todos, todos, hasta los más rudos aldeanos entiendan por sí mismos para regular sus acciones, y puedan fácilmente retener? ¿Por qué una libertad ilimitada de modificar su voluntad y añadir condiciones a condiciones, [y cláusulas a cláusulas,] ha de dar a cualquiera el dañoso derecho de multiplicar los pleitos, y ocupar con ellos la preciosa atención de los Tribunales de justicia, distrayéndolos así de los objetos grandes de gobierno a que está vinculada la común felicidad?67 ¿Por qué el hombre que ha nacido con el sagrado derecho de sacar su alimento de la tierra regada con su sudor y con sus lágrimas, [o de convertir sus conatos, aplicar su ingenio y sus afanes al taller y al oficio que más gratos le son,] lo ha de llorar perdido a cada paso, y ha de ver con dolor sus brazos vigorosos sin poder [ocuparlos la tierra, ni darlos] aplicarlos a la industria, a que le arrastra una invencible inclinación, [si por desgracia la amortización fatal le ha robado esta tierra, o una errada corporación ha estancado esta industria en pocos brazos por interés o ignorancia opuestos siempre a él]?

¿Por qué las leyes, si deben conspirar a mantenernos [todo lo posible] en la [primera] primitiva igualdad y su inocencia, han de acumular las riquezas en pocos, para con ellas corromperlos y degradarlos, [envileciendo a par a los que se las roban]?; ¿han de desarraigar a millares para mantener ilesa una dañosa vinculación?; ¿dividirán a las familias con [una] esta institución digna sólo de los siglos de horror [y sangre] en que fue hallada?; ¿no han de poner término a la codicia [en] de sus [inmensas] adquisiciones?; ¿han de hacer enemigas las clases del Estado con las pretensiones y [los] privilegios [y excepciones] que les han concedido?; ¿no arreglarían por sí mismas las sucesiones en vez de dejarlas, como [lo] están, al capricho incierto, a la imaginación asustada de un moribundo, dirigido frecuentemente por los asaltos y astutas sugestiones de personas [extrañas,] codiciosas de arrebatarle sus bienes en aquellos momentos de dudas y agonías, [en que la libertad está apagada y el terror engrandece sus fantasmas,] aprovechándose [así] de su debilidad y deplorable estado [para encrasarse en su fortuna], y apoyando en la ley misma la torpe seguridad de sus manejos?

¿Por qué esta continua variedad de jurisdicciones y Magistrados, estas exenciones y fueros [con que se tropieza a cada paso], que rompen, por decirlo así, la sociedad y la dividen en pequeñas [secciones] porciones? ¿Por qué estas competencias inútiles, mejor diré, dañosas a la inocencia y al delito, que embarazan el orden público con sus formalidades, detienen el brazo [severo] de la ley en su pronta ejecución, y dividen y desautorizan a sus ministros? ¡Justicia de los hombres poco sabia, qué de cosas tienes que hacer para ser justa!

Nuestros códigos son un arsenal donde todos hallan armas acomodadas a su deseo y pretensiones; son como las armerías de los Reyes, donde las piezas raras, llenas de crin y polvo de los siglos más distantes, están unidas y se tocan; encierran leyes contra leyes, otras sin objeto determinado, leyes inútiles, insuficientes, enmendadas, suplidas, olvidadas; todo, menos unidad y sistema; todo, menos principios y miras generales. El mal no se conoce por inveterado y común; [el cuerpo político abunda] y entre la abundancia de códigos y leyes, [hacinadas, y cada día promulga] todos los días las necesitamos [leyes] nuevas. Así anhela el hidrópico por el licor que le mata, y aumenta los ardores de su sed con el agua misma con que intenta apagarla.

Hasta las fórmulas tan sabiamente introducidas en los juicios para asegurar la libertad y mantener el orden se ven convertidas en triste perdición de la sencillez que pleitea; y siempre útiles a la parte injusta y cavilosa, son una trinchera fatal donde se guarece la mala fe para asestar sus tiros en derredor. Hoy es como un estado el pleitear; y la incauta inocencia, puesta al lado de un litigante artero y de profesión, sostenido por un letrado [de los que por desgracia se llaman prácticos en nuestro infeliz foro,] versado en los laberintos del foro, se verá [privada] con dolor despojada de sus [derechos más sagrados] bienes, y clamará sin fruto a la justicia para hacerle cesar en sus inicuas vejaciones. Su contrario la enredará a cada paso en dilaciones e incidentes, maliciosos, sí, pero autorizados por la ley; los [Magistrados] jueces mismos mirarán con horror [tan] sus falsías indecentes [arterías]; pero acabará sin embargo [con su paciencia y con su vida] sus días en brazos de la amarga incertidumbre sin [poder alcanzar] lograr la justicia la reparación de su fortuna.

Nuestros padres rudos y sencillos en todas sus acciones, soldados, más bien que ciudadanos, y dedicados a la guerra y a la agricultura, contentos con poco, y conociendo pocas necesidades, comparecieron por sí mismos en los tribunales de justicia y por sí mismos defendieron sus causas. La buena fe les sirvió de abogado, y el juez era más bien un árbitro pacífico de sus poco reñidas diferencias, que el ministro severo de la ley para decidirlas [según] ella. La sociedad se fue perfeccionando; y creciendo con la avaricia y la riqueza, los intereses encontrados, el artificio y el fraude se retiraron a los contratos, cubriéronse de fórmulas y condiciones ambiguas, y fueron ya precisos otro estudio más alto, otra sagacidad para descubrir en ellos la justicia [y dar luz a las sombras que la desfigurarán]. Entonces empezó por la primera vez en los juicios la fatal distinción del fondo y de la forma; fueron diferentes un proceso justo y un proceso bien dirigido, y fue a veces más arduo reintegrar una causa mal instruida por un juez o un abogado ignorantes o parciales, que seguir hasta su decisión el objeto principal. La sutileza cavilosa inventó los artículos [a pretexto de la necesidad]; y [luego] de repente [el tenebroso enredo embrolló la sencillez augusta de las leyes, haciendo de la justicia un vergonzoso tráfico, llenando sin rubor su] inundó el templo [sacrosanto] augusto de la justicia un enjambre [famélico] de gentes, interesadas por su misma profesión en oscurecer y dilatar los negocios para vivir y enriquecerse [a expensas de la ignorante credulidad].

[¡Qué triste condición la del inocente Magistrado, rodeado siempre de estas clases subalternas, en continua atalaya de un momento suyo de ocupación o inadvertencia para sorprender al punto su descuidada rectitud, y en nombre de la misma justicia hacerle caer en algunos de sus lazos de torpe iniquidad!]

¡Ah!, si viésemos alguna vez [estos lazos disimulados por la ley] que estas gentes nos tienden lazos, y procuran sorpendernos; si hallásemos los juicios eternizados en daño de las partes por formalidades poco útiles; si descubriésemos la sutileza mañosa sustituida en ellas a la buena fe; si notásemos la ley, guiando como por la mano al ciudadano, y la prudencia [de otro lado] advirtiéndole para que desconfíe y se resguarde; si la astucia sagaz le [tendiese] preparase sus redes, y ni la rectitud ni la verdad bastasen a librarle de su enmarañado laberinto, clamemos también sobre estos gravísimos objetos; clamemos y representemos [confiados], que ni los paternales oídos del augusto Carlos se negarán a la justicia de nuestras [prudentes] reflexiones, ni su recto corazón al celo que nos mueva.

En nuestros acuerdos hallaremos cada día motivos [y ocasiones] para hacerlo así. No haya expediente, si es posible, que no se haga en nuestras útiles discusiones un objeto de beneficio común; no haya uno de que no saquemos los materiales de una providencia general o una reforma; no haya uno que no corte algún abuso, algún error dañoso de administración; no haya en fin ni uno solo que le contemplemos aislado; generalícense todos, y [observémoslos, y tratémoslos] mirémoslos como eslabones de esta admirable cadena del orden social, en que está librada [y se vincula] la felicidad de los pueblos.






IV

Permitidme, Señores, que se desahogue mi corazón tratando estas materias. Mi afición decidida a la legislación y ciencias económicas y su [altísima] utilísima importancia, me [hicieron] han hecho desear siempre [desear] que los acuerdos fuesen [como] unas asambleas de estas [utilísimas] ciencias, y unas salas en los tribunales verdaderamente de gobierno; que de ellos saliesen no tanto la estéril decisión de un expediente o representación particular sobre la elección de un personero; o el remate de un abasto en una villa aislada y desconocida, como resoluciones generales que vivificasen las provincias; que resonasen continuamente con propuestas y consultas de saludables mejoras en el actual sistema de administración pública a impulso de las luces y el celo; y que, en fin, se abrazase en ellos por principios un sistema fijo [de unidad] y se obrase siempre teniéndole a la vista.

Hoy nos es dado realizar este [saludable] utilísimo deseo para bien general de Extremadura. Contemplemos por un momento esta ilustre provincia [mayorazgo de nuestra ignominia o nuestra gloria; esta provincia] nueva [en todo, permitid que lo diga], y encomendada a nuestras manos. Donde quiera que las volvamos, que tendamos la vista, podremos arrancar un mal y sembrar [al punto] un bien. ¡Su población cuán pequeña es!; ¡cuán [desacomodada con] inferior a la que puede y debe mantener! Montes y malezas espantosas ocupan terrenos preciosos y extendidos, que nos están clamando por brazos y semillas, para ostentar con ellas su natural [feracidad] fecundidad, y alimentar a millares de nuevos pobladores. Sus fértiles valles y llanuras esperan [en acequias] las aguas y el caudal inútil de los ríos que les son de daño en vez de fecundarlos; sus inmensos baldíos repartimientos y labores; sus famosos ganados libertad en sus nativos pastos; sus pobres trajineros nos claman por caminos cómodos para el comercio y salida de sus abundosas producciones. Las madres de familia nos piden labores sencillas para sus hijas inocentes; los ricos hacendados luces, [métodos,] y dirección [con que] para mejorar el cultivo y establecer, industrias; la primera edad escuelas y educación; la juventud estudios y colegios; los delincuentes de uno y otro sexo casas de corrección, que uniendo la seguridad a la salud, [enmienden su corazón extraviado, y] los mejoren y conviertan en ciudadanos útiles; y todos a una [vez] justicia y protección.

¡Qué de grandes, de sublimes objetos para despertar en los acuerdos nuestro celo generoso, ocuparnos sin cesar, y hacer en ellos la felicidad de cuatrocientas y cincuenta mil almas que todas se convierten a nosotros y nos la piden! Cuatrocientas y cincuenta mil almas, Señores; cuatrocientas y cincuenta mil almas esperan de nosotros su felicidad; vedlas, si no, rodearnos, fijar en nosotros los ojos, bendecir este día como el día de la justicia y el colmo de sus esperanzas, y entre aclamaciones y lágrimas, tendidas las manos, exclamar y decirnos:

«Alcaldes del crimen, Ministros del rigor y la clemencia, unid en vuestros juicios la humanidad a la justicia; cerrad los oídos a la tenebrosa delación, y con ella a las venganzas y la división de las familias; que mejor es [cierto,] dejar alguna vez un exceso olvidado, que abrir a la calumnia la terrible puerta, y envolver a un inocente en las dudas [crueles] de un juicio, fatal siempre por sus vejaciones y amarguras; mirad como propio el honor sagrado de las familias; ved que gobernáis un pueblo honrado y generoso, ¡ah!, jamás infaméis ninguno de sus hijos, jamás uséis en él de esta terrible pena. Velad como padres sobre los pobres presos; respetad mucho su libertad, puesto que la ley olvida al inocente; ocupadlos en esas cárceles y les aliviaréis, [distraída] entretenida su imaginación asustada, gran parte de sus penalidades; sed tan exactos, tan diligentes, tan compasivos con su miseria, como la justicia desea y clama la humanidad a las almas generosas; no les dilatéis vuestros [tremendos] terribles oráculos; ved que padecen, que luchan entre las [ansias] amarguras de la incertidumbre, que gimen y suspiran acaso en un profundo calabozo, donde nada oyen sino otros suspiros y el son de las prisiones de sus compañeros; y nunca, nunca os olvidéis al juzgar sus criminales extravíos, de que son hermanos vuestros, de que son infelices, de que acaso una fatalidad desgraciada los hizo delincuentes.

»Oidores, acordaos que debéis a las partes justicia con prontitud; que muchas veces es la dilación peor que una sentencia, y que acaso una familia carece de pan por vuestras [criminales] detenciones; que los campos os piden brazos, la industria y las artes obreros, las viudas y los huérfanos amparo, y todos [a la par] justicia y felicidad. Armaos de constancia y noble firmeza para combatir errores y lidiar [continuo] acaso contra el poder y la opinión; la santa justicia y vuestra [generosa] conciencia os sostendrán en vuestros dignos pasos, y las generaciones venideras os colmarán de bendiciones. Lejos de vosotros la timidez y la desidia; lejos también la elación y la [indigna] aspereza; sufrid y sed afables; ved que si nos negáis el agrado, ya faltáis a lo que nos debéis, y os desautorizáis a nuestros ojos [grosera y torpemente].

»Y tú, Ministro único, que reúnes en ti la mejor parte de los arduos [afanes] deberes de tus ilustres compañeros, abogado del público, órgano de la ley, y centinela incorruptible entre el Soberano y el pueblo [y el Soberano] para mantener en igualdad sus mutuos derechos y [obligaciones,] sagrados deberes, considera por un momento lo mucho que [de ti] se espera de ti en este día, y tus [inmensos y gloriosos deberes] inmensas y gloriosas obligaciones; que tú eres como el alma de todo Tribunal, que le da, cual le agrada, movimiento y dirección; y debes ser en éste tan imparcial, tan profundamente sabio, tan providente, tan desinteresado, tan activo, como la misma ley que representas; que el magistrado colocado en la primera silla, siguiendo con ardor los comunes ejemplos, animado de vuestra presencia, conducido con vuestras luces, completará dichoso vuestra sublime obra, y no desmerecerá por su celo el alto lugar en que está colocado, y las felices esperanzas que de él tenemos concebidas.

»Padres del pueblo, padres, otra vez, escogidos por el buen Rey que nos gobierna para que labréis nuestro bien, trabajad para la común utilidad; contemplad que debéis a la Nación y a la [posteridad] Humanidad un grande ejemplo; que Carlos, que Luisa, los augustos Monarcas de Castilla, os han encomendado la ilustre provincia que venís a gobernar; [que os envían a ella como ángeles de paz y de felicidad;] que os la encomendaron con la humanidad de Borbones, con la ternura de verdaderos padres; y que en sus bocas, en sus benignos ojos, en sus reales semblantes brillaba entonces el sublime y ardiente deseo de la común felicidad68. Trabajad pues, y llenad sus dignas esperanzas, las de la patria, las de la humanidad; y que todos vuestros [pasos, vuestros deseos, solicitudes,] pensamientos, los guíen a una la sabiduría y la justicia.

»¡Ah!, si alguno de vosotros (lo que Dios no permita) intentase hacer las leyes esclavas de su iniquidad; [si las doblase al favor, las vendiese al sórdido interés,] perezca al punto, perezca, y vea en todas partes la presencia de un Dios vengador que le increpe sus torcidos juicios. Su posteridad desgraciada no halle ni pan ni abrigo entre los hombres, y sus hijos beban [sus hijos] hasta las [mismas] heces del cáliz de amargura que hizo beber a la inocencia con sus prevaricaciones. Y mientras que gozan sus ilustres compañeros, ya sentados en esas altas sillas, ya en el dulce retiro de sus casas los inefables consuelos y alegrías que dan a un corazón puro los santos deberes de la virtud cumplidos, agitado él día y noche de su triste conciencia [y de las furias infernales], busque el reposo y no le halle, y vea a todas horas en derredor de sí las familias asoladas por su iniquidad, esta provincia arrodillada hoy a sus pies, y ofendida de sus concusiones, la Nación a quien burló en sus gloriosas esperanzas, y la imparcial posteridad que le condena a eterna execración, colmarle de imprecaciones, y borrar su [infame] nombre de entre los ilustres, los justos, los sabios, los inmortales fundadores de la nueva Audiencia de Extremadura.»







 

1

ÁNGEL RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, «Extremadura: la tierra y los poderes», en A. RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, MIGUEL RODRÍGUEZ CANCHO y JULIO FERNÁNDEZ NIEVA, Historia de Extremadura. Tomo III. Los tiempos modernos, Badajoz, Universitas Editorial (Biblioteca Básica Extremeña), 1985, pág. 421. (N. del E.)

 

2

Ver la nota bibliográfica incluida al final de esta introducción. (N. del E.)

 

3

Continuación del Almacén de frutos literarios o Semanario de obras inéditas, Madrid, Imprenta de Repullés, 1818, tomo III, núm. 16 (23 de noviembre de 1818), pág. 181. (N. del E.)

 

4

J. DEMERSON, «Meléndez Valdés, Extremadura y la Audiencia de Extremadura», Cuadernos de Investigación Histórica, núm. 9, 1986, págs. 5-16. (N. del E.)

 

5

G. DEMERSON, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo (1754-1817), Madrid, Editorial Taurus (Col. Persiles), 1971, vol. I, págs. 46-49 y 253-254. J. Demerson, art. cit., pág. 6. (N. del E.)

 

6

J. Demerson, art. cit., pág. 6. (N. del E.)

 

7

Cito por la edición de J. Meléndez Valdés, Obras en verso, ed. de John H. R. POLT y JORGE DEMERSON, Oviedo, Cátedra Feijoo-Centro de Estudios del Siglo XVIII (Colección de Autores Españoles del Siglo XVIII, 28), 1981-1983, 2 vols., pág. 68, vol. I. (N. del E.)

 

8

Según consta en la Pragmática-Sanción por la que se creaba la Audiencia, de mayo de 1790, «las Ciudades y Villas de voto en Cortes de Badajoz, Mérida, Plasencia y Alcántara de la Provincia de Extremadura representaron al mi Consejo en el año de mil setecientos setenta y cinco los perjuicios y agravios que padecían aquellos naturales por el costoso y distante recurso á los Tribunales Superiores, constituidos generalmente fuera de la Provincia, y propusieron para remedio de estos daños el establecimiento de una Audiencia territorial, á imitacion de las de Galicia y Asturias, con lo que sería mas pronta la administracion de justicia.» (Pragmática-Sanción en fuerza de ley, por la qual se establece una Audiencia Real en la Provincia de Extremadura, que tendrá su residencia en la Villa de Cáceres, baxo las reglas que se expresan. Alcalá, Imprenta de don Pedro López, MDCCLXL). Puede verse reproducido este documento, junto con otros de interés sobre el establecimiento de la Real Audiencia, en Juan Martínez Quesada, Extremadura en el siglo XVIII (según las visitas giradas por la Real Audiencia en 1790). I. Partido de Cáceres, Barcelona, Artes Gráficas Sami (Obra cultural de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Cáceres), 1965. Recientemente, la Biblioteca «Santa Ana» de Almendralejo ha publicado una suelta facsimilar de la pragmática por su impresión de Alcalá, en conmemoración del segundo centenario de la Audiencia. (N. del E.)

 

9

«Orden del Consejo de 13 de enero de 1791 por la que se señala al Sñr. Regente la dieta diaria de doce ducados desde el día en que salio de Zaragoza al desempeño de la Comisión para el establecimiento de esta Rl. Audiencia hasta el en que la concluyó», Archivo Histórico Provincial de Cáceres, Sección Real Audiencia, leg. l, exp. 39. Estaba en lo cierto Georges Demerson al suponer que el nuevo Regente debió de abandonar Zaragoza antes de que la pragmática que establecía la nueva Audiencia fuese registrada (G. Demerson, op. cit., I, págs. 277-278.) Según Miguel Muñoz de San Pedro (La Real Audiencia de Extremadura. Antecedentes, establecimiento y primeras décadas: 1775-1813, Madrid, Juan Bravo (Obra Cultural de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Cáceres), 1966, pág. 13), Mon llegó a Cáceres el 28 de julio. (N. del E.)

 

10

Nombrado el 25 de noviembre de 1790. («Real Despacho de Carlos IV, nombrando a D. Arias Antonio de Mon y Velarde Regente de la Real Audiencia de Extremadura» A. H. P. Cáceres, Sección Real Audiencia, leg. 229, exp. 1). Puede verse también el expediente «Creada la R. Audiencia, El Consejo, en 1 de julio de 1790, comisiona a don Arias Antonio Mon y al arquitecto D. Manuel Martín Rodríguez, para que reconozcan los edificios para su establecimiento». (A. H. P. Cáceres, Sección Real Audiencia, leg. 230, exp. 9). (N. del E.)

 

11

G. DEMERSON, op. cit., t. I, pág. 302, da la referencia del 12 de mayo tomándola de M. Fernández de Navarrete, Noticia de la vida y escritos de don Juan Meléndez Valdés, inédita. (N. del E.)

 

12

JEAN SARRAILH, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, México, Fondo de Cultura Económica, 1957, pág. 270, notas 113-114. (N. del E.)

 

13

G. DEMERSON, op. cit., t. I, págs. 277-278, y art. cit., págs. 8-10. En este último trabajo, el hispanista amplía las referencias que aportó en su libro sobre Meléndez y presenta los extractos de la documentación en donde figura el poeta de Ribera como pretendiente de dos de las plazas de jueces de la nueva Audiencia (Archivo Histórico Nacional, Consejos, legajo 13.488). (N. del E.)

 

14

«Carta autógrafa procedente de la Biblioteca de don Antonio Rodríguez Moñino», apud, G. Demerson, op. cit., t. I, págs. 277-278. (N. del E.)

 

15

J. DEMERSON, art. cit., pág. 11. (N. del E.)

 

16

J. DEMERSON, art. cit., pág. 11. (N. del E.)

 

17

G. DEMERSON, op. cit., págs. 119-139. (N. del E.)

 

18

Para conservar el texto que presento de la edición de 1821 limpio de referencias ajenas, salvando su anotación, indico en el apéndice, edición de 1818, la numeración de las partes que distingo del discurso. (N. del E.)

 

19

G. DEMERSON, «Prólogo» a J. Meléndez Valdés, Discursos forenses, ed. de José Esteban, Madrid, Fundación Banco Exterior (Biblioteca Regeneracionista), 1986, pág. 23. (N. del E.)

 

20

Miguel Rodríguez Cancho, en su artículo «Comentarios a la Instrucción de hecho manifestando las causas de la decadencia de Extremadura y por las que no es más opulenta, por don Bernardino Pérez Caballero», Estudios dedicados a Carlos Callejo Serrano, Cáceres, Servicios Culturales de la Excma. Diputación Provincial, 1979, págs. 573-589, ha sacado a la luz la instrucción de Pérez Caballero que sale en contestación del pleito presentado por Paíno en 1764 y que dio lugar al Memorial de 1771 y 1783. También la Real Audiencia, a través de Juan Antonio de Inguanzo, fue receptora de un texto significativo relacionado con proyectos de reforma para Extremadura, aunque con un carácter conservador: la Idea de Político Gobierno, de Pedro Ramírez Barragán, de 1769, presentada al tribunal extremeño en marzo de 1791 (Ver Á. Rodríguez Sánchez, M. Rodríguez Cancho, J. L. Pereira e I. Testón, Gobernar en Extremadura. (Un proyecto de gobierno en el siglo XVIII), Cáceres, Asamblea de Extremadura, 1986. Para ampliar las referencias, ver anotación al discurso. (N. del E.)

 

21

J. DEMERSON, «Prólogo», ed. cit., pág. 23. (N. del E.)

 

22

En A.H.P. Cáceres, Sección Real Audiencia, leg. 1, exp. 1, ff. 20v.-24v. Lo recogen J. MARTÍNEZ QUESADA, op. cit., págs. 3740 y M. MUÑOZ DE SAN PEDRO, La Real Audiencia de Extremadura (Antecedentes, establecimiento y primeras décadas), 1775-1813, Madrid, Juan Bravo (Obra cultural de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Cáceres), 1966, págs. 19-23. Puede verse también una reseña del ceremonial y su trascripción en Publio Hurtado, Tribunales y abogados cacereños. Memoria histórica. Dedicada al Ilustre Colegio de Abogados de Cáceres, en homenaje a sus gloriosas tradiciones, Cáceres, Tip., Enc. y Lib. de Luciano Jiménez Merino, 1910. (N. del E.)

 

23

«Copia de la Real Cédula de 20 de febrero de 1791 referente al ceremonial que ha de seguirse en la inauguración de la Real Audiencia», A.H.P. Cáceres, Sección Real Audiencia, leg. 1, exped. 41, ff. lr.-8r. (N. del E.)

 

24

Faltó a esta sesión de apertura Francisco Carbonell del Rosal, que era el Oidor Decano, hasta el momento Juez de Apelaciones en Canarias, desde donde llegaba a Cádiz en aquellos días, sin que le diese tiempo a acudir a la inauguración del tribunal extremeño. Tomó posesión de su plaza un mes después. (N. del E.)

 

25

Otra de las ediciones, más antigua, que se suele citar de los discursos de Meléndez es la de Oraciones forenses, Madrid, Librería y Casa Editorial Hernando (Biblioteca Universal. Colección de los Mejores Autores Antiguos y Modernos Nacionales y Extranjeros, t. 182), 1926 (con una noticia biográfica de Modesto Pérez), pero sólo incluye tres de las acusaciones fiscales de 1798, no el discurso de apertura del tribunal extremeño. (N. del E.)

 

26

En la Pragmática-Sanción en fuerza de ley, por la qual se establece una Audiencia Real en la Provincia de Extremadura, que tendrá su residencia era la Villa de Cáceres, baxo las reglas que se expresan, de 30 de mayo de 1790, se da cuenta de estos antecedentes: «Por resolución á la citada consulta, que fue publicada en el Consejo en once de Marzo de mil setecientos setenta y seis, estimó conveniente mi Augusto Padre la erección de una Audiencia en la Provincia de Extremadura, y encargó al mi Consejo que antes de llevarse á efecto propusiese el sitio mas oportuno en que debiese colocarse dicho Tribunal, número de sus Ministros, distrito de su jurisdiccion, reglas y ordenanzas para su gobierno, y efectos de que se hubiesen de costear los edificios, con todo lo demás necesario, oyendo á este fin al Procurador general del Reyno, y precediendo toda la demás instrucción conveniente.». (N. del E.)

 

27

«En el empeñado y ruidoso expediente de la Mesta, o trashumancia del ganado lanar, los señores fiscales que entonces eran Campomanes y Moñino, con aquella sabiduría y elocuencia que siempre les fueron propias, y tan útiles mejoras han causado en nuestro sistema de administración pública, representaron a S. M. como el medio más eficaz y seguro de ocurrir a las muchas necesidades y atrasos de la provincia de Extremadura, a su despoblación, a su falta de agricultura y de industria, la erección de una Audiencia territorial, que cuidase a un tiempo de la recta administración de la justicia, evitando a los pueblos las incomodidades y gastos que padecían en sus recursos a las Chancillerías de Valladolid y Granada, y de dichos importantísimos objetos».27.1 (N. del A.)

 

27.1

En el Memorial ajustado de 1771 recogió Campomanes la necesidad de la creación de la Real Audiencia (ver más abajo nota 33). Al reseñar esta obra Juan Sempere y Guarinos en el tomo II de su Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reinado de Carlos III, Madrid, Imprenta Real, 1785, anota: «Es de esperar se logre el establecimiento de este nuevo Tribunal, que ha merecido reiteradamente el apoyo del Consejo, y se espera de la benignidad de Carlos III su aprobacion.» (pág. 75.). (N. del E.)

 

28

L'Esprit des lois (1748-1750) de Montesquieu, que poseía Meléndez en la edición de Amsterdam de 1765, es fuente directa de las ideas del autor extremeño. (N. del E.)

 

29

En su «Epístola al Excmo. Sr. Príncipe de la Paz, con motivo de su carta patriótica a los obispos de España recomendándoles el nuevo Semanario de Agricultura», escribirá Meléndez: «Fueron mis padres, mis mayores fueron/ todos agricultores; de mi vida/ vi la aurora en los campos: el arado,/ el rudo apero, la balante oveja/ el asno sufridor, el buey tardío,/ gavillas, parvas, los alegres juegos/ fueron ¡oh dicha! de mi edad primera./ Vos lo sabéis: nuestra provincia ilustre/ héroes y labradores sólo cría./ De sus arados a triunfar corrieron/ del Nuevo Mundo las sublimes almas/ de Pizarro y Cortés; y con su gloria/ dejaron muda, atónita la tierra». Cito por Poesías selectas. La lira de marfil, ed. de J. H. R. Polt y G. Demerson, Madrid, Castalia (Clásicos Castalia, 108), 1981, pág. 228. (N. del E.)

 

30

Meléndez se refiere aquí a la visita que los ministros de la Real Audiencia realizaron a los nueve partidos de la provincia extremeña en virtud de una instrucción de Campomanes de 6 de noviembre de 1790 y para aplicar el «Interrogatorio formado de orden del Consejo para la Visita de la Provincia de Extremadura, que deben hacer el Regente y Ministros de la Real Audiencia, creada en ella antes de su apertura», dado en Madrid el 29 de diciembre de 1790 y que fue desarrollado a partir de enero de 1791 (Ver A. H. P. de Cáceres, Sección Real Audiencia, legs. 9-14; documentación parcialmente recogida en Juan Martínez Quesada, op. cit., págs. 71-198). La instrucción de noviembre recomendaba la adjudicación para la visita del partido de Cáceres al Regente «distribuyéndose los ocho restantes entre los cuatro oidores y los cuatro alcaldes del Crimen, de modo que, contemporáneamente, puedan recorrer la provincia cada uno en su distrito y perfeccionar con esta distribución una descripción puntual de su situación física y política». Y así, el partido de Cáceres fue visitado por Mon y Velarde, Badajoz por Inguanzo, Alcántara por Palacio, Coria por Francisco J. de Contreras, Mérida por el Conde de la Concepción, Llerena por Alfranca, Plasencia por Basadre, La Serena por Cubeles y Roda, y Trujillo por Pedro Bernardo de Sanchoyerto. (N. del E.)

 

31

Meléndez cree que sólo con una exacta experiencia u observación detallada de la naturaleza y gentes de Extremadura se podrán sentar las bases para una correcta aplicación de la justicia. El eco de John Locke y su filosofía sensacionista, que tanto influyó en la obra de Meléndez Valdés, parece ceñirse a esta recomendación. El magistrado extremeño desarrolla esta idea para dar sentido al procedimiento del interrogatorio que se ordenó al crearse la Real Audiencia de Cáceres, al que ha aludido líneas más arriba. Sobre este tipo de canales de información, puede verse el ajustado análisis de Miguel Rodríguez Cancho, «Interrogatorios del siglo XVIII. Estudio comparativo», en Norba. Revista de Arte, Geografía e Historia, II, 1981, págs. 221-232. En la Idea de Político Gobierno, ed. cit., Ramírez Barragán se referirá igualmente a la necesidad de establecer un «Padrón Vecindario de todos los Súbditos», pero sus motivaciones no concordaban con el ideal de Meléndez Valdés. (N. del E.)

 

32

Autoridades recoge las expresiones «Esto es un poco de aire» y «Eso es aire». «Vale tanto como decir que es cosa sin substancia y despreciable, o que es cosa de poca o ninguna entidad y consideración». (N. del E.)

 

33

«El Excmo. Sr. Conde de Campomanes, cuyo solo nombre es un elogio, siendo primer Fiscal del Supremo Consejo, promovió en él con un celo y constancia increíbles mil expedientes importantísimos de administración pública y economía civil. El de la ley Agraria, el de la Mesta y trashumancia, el de la libertad del comercio de granos, el de la honradez de todos los oficios, el de Sociedades económicas, el de Universidades y enseñanzas públicas, el de reducción de asilos, etc. etc.».33.1 (N. del A.)

 

33.1

Algunas de las obras de Pedro Rodríguez de Campomanes (1723-1802) que recogen la actividad aludida por Meléndez Valdés son: Respuesta Fiscal sobre abolir la tasa y establecer el comercio de granos, de 1764; Memorial ajustado... entre don Vicente Paíno y Hurtado, como diputado de las ciudades de voto en Cortes, Badajoz..., y por sí toda la provincia de Extremadura, y el honrado Consejo de la Mesta general de estos reynos... sobre que se pongan en práctica los diez y siete capítulos ó medios que en representacion puesta en las Reales manos de S. M. propone el Diputado de las Ciudades y Provincia de Extremadura, para fomentar en ella la agricultura y cria de ganados, y corregir los abusos de los ganaderos trashumantes, 1771; Memorial ajustado del Expediente de concordia, que trata el honrado Concejo de la Mesta, con la Diputación General del Reyno, y la Provincia de Extremadura, ante el Ilmo. Sr. Conde de Campomanes, del Consejo y Cámara de S. M., primer Fiscal y Presidente del mismo honrado Concejo, 1783; Discurso sobre el fomento de la industria popular, 1774; Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento, 1775, y su Apéndice a la Educación Popular, del mismo año. (N. del E.)

 

34

Es probablemente Newton quien anima esta comparación de Meléndez Valdés, que escribiría en su oda «A un lucero»: «Empero el divino Newton,/ Newton fue quien a las cimas/ alzándose del empíreo,/ do el gran Ser más alto habita,/ de él mismo aprendió felice/ la admirable ley que liga/ al universo, sus fuerzas/ en nudo eterno equilibra/ y hace en el éter inmenso/ do sol tanto precipita,/ que pugnando siempre huirlo,/ siempre un rumbo mismo sigan». Ver Poesía y prosa, ed. de JOAQUÍN MARCO, Barcelona, Planeta (Clásicos Universales Planeta), 1990, pág. 430. (N. del E.)

 

35

Las ideas del poeta extremeño en este punto coinciden con las expuestas por su amigo Gaspar Melchor de Jovellanos en su Informe sobre la Ley Agraria, de 1794. (N. del E.)

 

36

G. DEMERSON (op. cit., págs. 269-270) refiere un relato tomado de la Biographie universelle et portative des contemporains, de 1834, en el que se cuenta que Meléndez, siendo juez de lo criminal en Zaragoza, «se vio obligado a asistir a la aplicación de la tortura; pero, después de haber cumplido este doloroso ministerio, experimentó tal horror que dirigió al rey una carta, llena de razón y de sensibilidad, en la que demostraba la necesidad de abolir la espantosa práctica del tormento». En 1784, Meléndez había solicitado en un memorial en la Universidad de Salamanca poder defender en las conclusiones presentadas por N. Álvarez Cienfuegos las ideas fundamentales del Discurso sobre las penas contrahido a las leyes criminales de España para facilitar su reforma (Madrid, Ibarra, 1782), de Manuel Lardizábal, en el que se defendía la abolición de la tortura en respuesta a la opinión expresada años atrás por el canónigo Pedro de Castro en su libro Defensa de la tortura, Madrid, 1778. El propósito de Meléndez en aquel entonces no pudo cumplirse. Más tarde, otro extremeño, Juan Pablo Forner, escribiría en torno a 1792-1793 su Discurso sobre la tortura, en la línea de los testimonios precedentes, sin éxito en su publicación, y sólo rescatada muy recientemente en edición de SANTIAGO MOLLFULLEDA (Barcelona, Editorial Crítica, 1990). (N. del E.)

 

37

En estas palabras ven oportunamente Jean Sarrailh y Georges Demerson un entronque con las ideas de Rousseau sobre el nacimiento de la legislación en un pacto social. (N. del E.)

 

38

Ver nota 34. Condorcet recogería una reseña de las leyes universales en la misma línea que la expuesta por Meléndez. Ver Condorcet, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Ed. de A. Torres del Moral. Madrid, Editora Nacional, 1980, págs. 194 y 205-206. (N. del E.)

 

39

«Para evitar estos inconvenientes, que redundan en perjuicio de las propiedades de los hombres cuando éstos se encuentran en el estado de Naturaleza, forman los hombres las sociedades; de ese modo disponen de la fuerza reunida de toda la sociedad y pueden emplearla en salvaguardar y defender sus propiedades, y así es como pueden establecer normas fijas que las delimiten y que permitan a todos saber cuál es la suya. Por ese motivo, renuncian los hombres a su propio poder natural en favor de la sociedad en que entran, y por eso la comunidad pone el poder legislativo en las manos que cree más apropiadas, encargándole que gobierne mediante leyes declaradas. De otro modo, su paz, su tranquilidad y sus propiedades seguirían en la misma incertidumbre que cuando estaban en el estado de Naturaleza». (John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil (1690), Trad. de Armando Lázaro Ros, Madrid, Aguilar, 1969, pág. 104.). (N. del E.)

 

40

El célebre legislador de Esparta que dotó a su pueblo de un código cuya fidelidad consiguió imponer bajo el juramento de no cambiar nada de él hasta su vuelta. Licurgo se dejó morir de hambre, fuera de su patria, para no desligar a su pueblo de ese juramento de fidelidad. (N. del E.)

 

41

«Como las naciones no están constantemente en el mismo punto de abatimiento o prosperidad, sino que se elevan o degradan por sus vicios interiores o por otras causas accidentales, las leyes que deben estar siempre en relación exacta con su estado dejan de hacerles el bien que les causaron al principio de su establecimiento cuando se hallaban en esta relación, siendo entonces dañosa la misma ley que fue al principio utilísima. Por esto, de tiempo en tiempo, sería no sólo conveniente, sino aun necesario, hacer una reseña escrupulosa de las leyes establecidas, para anular, modificar o promulgar aquellas nuevas que pareciesen indispensables. Idea que vio ya el sabio Locke cuando quiso que sólo tuviesen fuerza por cien años las leyes que dio a los pensilvanos, y que entonces se reviesen, aumentasen o modificasen según las necesidades actuales. A veces, un vicio que corrompe el cuerpo social nace de una ley que debería haberse abrogado; a veces, otras destruye una industria que al principio fomentó; a veces, en fin, un privilegio que vivificó un ramo de comercio, lo estanca después o destruye enteramente»41.1 (N. del A.).

 

41.1

La idea general que expone Meléndez se encuentra en Montesquieu y su L'Esprit des lois: «S'il est vrai que le caractère de 1'esprit et les passions du coeur soient extrêmement différents dans les divers climats, les lois doivent être relatives et à la différence de ces passions, et à la différence de ces caractères». (XIV). La referencia a John Locke (1632-1704), autor del Ensayo sobre el entendimiento humano (1690), obra a la que Meléndez decía deber «lo poco que sepa discurrir» la recogió también Voltaire en su Ensayo sobre la tolerancia, que, al hacer un recuento de algunos pueblos practicantes de la tolerancia, escribía: «Echad una ojeada al otro hemisferio. Ved la Carolina, donde el prudente Locke ejerció de legislador. Allí, con siete padres de familia, es suficiente para establecer un culto público aprobado por la Ley. Pues bien; esta libertad no ha engendrado ningún desorden. ¡Líbrenos Dios de citar este ejemplo para arrastrar a Francia a imitarlo! Se cita esto con el único fin de mostrar que los más amplios límites a los que haya podido llegar la tolerancia no han dado lugar a la más ligera disensión. Lo que es útil y bueno en una colonia incipiente, sin duda no es conveniente en un reino antiguo.

»¿Y qué diremos de los "primitivos", a los que se llamó "cuáqueros" en broma, cuyas costumbres, quizá ridículas, fueron tan virtuosas, y que inútilmente enseñaron la paz al resto de los hombres? En Pensylvania se cuenta en más de cien mil. Allí la discordia y la controversia son desconocidas en el feliz solar que se han labrado. El solo nombre de su ciudad, Filadelfia, les recuerda en cada momento que los hombres son hermanos, constituyendo el ejemplo y la vergüenza para aquellos pueblos que aún no conocen la tolerancia.» (Voltaire, Ensayo sobre la tolerancia, Madrid, Ediciones del Centro, 1974, pág. 45). (N. del E.)

 

42

Juan Sempere (Ensayo, t. III, págs. 172-180) relata el intento de formar una especie de Código criminal actualizado, en 1776, que fue encomendado a Manuel de Lardizábal, pero que nunca llegó a salir del piélago administrativo a que fue sometido tras ser terminado por el penalista. Ver también FRANCISCO TOMÁS Y VALIENTE, El Derecho Penal de la monarquía absoluta (Siglos XVI-XVII-XVIII), Madrid, Tecnos,1969, págs. 107-109. (N. del E.)

 

43

«Si la delación baja y oscura, vicio de todos el más infame, y arma fatal de esclavos y tiranos, debe ser proscrita y execrada, como de los Gobiernos ilustrados y justos, así de las almas generosas, no cierto los avisos y denuncias sencillas, autorizados cual el presente por una persona interesada y conocida, recomendados altamente por señas importantes, hijos en fin del celo, la honradez y las más justas obligaciones». («Acusación Fiscal contra don Santiago N. y doña María Vicenta de F., reos del parricidio alevoso de don Francisco del Castillo, marido de la doña María, pronunciada el día 28 de mayo de 1798 en la sala segunda de Alcaldes de Corte», Discursos forenses, ed. de José Esteban, pág. 42, modernizando la ortografía). Meléndez compara aquí con la delación la actitud del criado de la encausada, que abrió una carta entregada por ésta y que supuso la prueba más concluyente para la demostración de culpabilidad de los acusados. (N. del E.)

 

44

Con la obra ya citada de Montesquieu, es el libro de Cesare Beccaria, Dei delitti e delle pene (1764) la principal fuente de Meléndez Valdés en estas ideas. El tratadito de Beccaria había sido traducido por Juan Antonio de las Casas en 1774. Otra obra importante de derecho penal español es el Discurso sobre las penas del ya citado Manuel de Lardizábal y Uribe. En el ya referido intento de Meléndez en la Universidad salmantina de acudir al texto de Lardizábal, los puntos principales de aquella exposición, desvelados por Georges Demerson (op. cit., págs. 214-221), coincidían esencialmente con lo expresado en 1791 en el discurso de la Audiencia cacereña: que la pena sea ajustada al crimen; que el crimen consumado y la simple tentativa deben ser diferentes para la aplicación de la pena; la condena de la práctica de la tortura; que la privación de libertad o cualquier otra acción no debe afectar, por encima del culpable, a los inocentes. (N. del E.)

 

45

Autoridades recoge la expresión «apretar los cordeles»: «Además del sentido recto, vale obligar á uno á que confiese lo que le está bien negar. Es metáphora de los cordeles que aprietan á los que ponen á qüestion de tormento». (N. del E.)

 

46

Vía Rousseau, Jovellanos también escribe: «¡Oh sociedad! ¡Oh leyes! ¡Oh crueles/ nombres, que dicha y protección al mundo/ engañado ofrecéis, y guerra sólo/ le dais, y susto y opresión y llanto! / Pero vendrá aquel día, vendrá, Inarco,/ a iluminar la tierra y los cuitados/ mortales consolar. El fatal nombre/ de propiedad, primero detestado,/ será por fin desconocido. ¡Infame,/ funesto nombre, fuente y sola causa/ de tanto mal! Tú sólo desterraste,/ con la concordia de los siglos de oro,/ sus inocentes y serenos días», («Epístola de Inarco Celenio a Jovino y respuesta de éste»; cito por la edición de Gaspar Melchor de Jovellanos, Escritos literarios, ed. de José M. Caso González, Madrid, Espasa-Calpe (Clásicos Castellanos nueva serie, 7), 1987, pág. 289). (N. del E.)

 

47

«Los más de los contratos, por no decir todos ellos, las tutelas, testamentos, donaciones, etc., deberían tener sus formularios impresos, sabiamente arreglados, en que sólo hubiese que llenar poquísimos blancos con los nombres de los otorgantes, día, mes, año, lugar de la transacción etc.; y que dando al ciudadano toda la libertad que le compete para disponer de sus cosas según su voluntad, cortasen sin embargo los más de los litigios. Ahora sucede que por lo regular o un director inexperto, o un escribano tan ignorante como hablador o caviloso, son dueños de vestir a su arbitrio, como ellos dicen los contratos y escrituras que otorgan; es decir, de acumular palabras y razones inútiles, viciosas, oscuras, contradictorias, en que después hallan las partes y sus abogados un arsenal copioso de armas y fundamentos acomodados a las pretensiones más opuestas. Todo así, se hace problemático en los templos de la santa justicia; se contiende, se litiga, se escribe y amontonan los alegatos, fundados siempre en las distintas frases de un mismo documento; y la parte que gana y la que pierde gastan sus caudales, y se arruinan sin escarmentar siquiera para lo sucesivo, porque queda en pie este documento fatal para causar en adelante nuevas dudas y pleitos.» (N. del A.)

 

48

Desde el sentido original de «engordar», aquí puede valer «hartarse». Actualmente, se usa con los significados de «espesar un líquido» o «fertilizar un terreno». (N. del E.)

 

49

Un precedente significativo de la denuncia de Meléndez Valdés es el tratado de Pablo de Mora y Járaba, Los errores del Derecho Civil y abusos de los Jurisperitos, para utilidad pública, Madrid, 1748. Con éxito, en 1762, Manuel Lanz de Casafonda presentó un Memorial al Rey nuestro Señor sobre los abusos de los abintestatos, que puso fin a la liquidación del quinto de los bienes del difunto para aplicarlo a su alma. En el catálogo de la biblioteca de Meléndez, publicado por G. Demerson, op. cit., t. I, págs. 119-139, encontramos otra obra aprovechable para la exposición del extremeño, los Discursos críticos sobre las leyes y sus intérpretes (1765-1770), de Juan Francisco de Castro (ver J. Sempere, op. cit., t. II, págs. 158-160). (N. del E.)

 

50

Alusión a uno de los abusivos privilegios de la Mesta, que impedía la cría de «ganados estantes» y cuya crítica supuso la primera demostración de la necesidad de la creación de una nueva Audiencia en Extremadura. Ver primera nota de Meléndez a su discurso y el citado Memorial de 1771 de Campomanes. (N. del E.)

 

51

En esta necesidad se entendía la creación de las Sociedades Económicas, a las que, entre otras utilidades, añadía Sempere la de «Tener ocupados honestamente á los nobles, y hacendados de los pueblos, naturalmente inclinados á la ociosidad y holgazanería, entreteniéndolos útilmente en los objetos y las discusiones á que dan ocasion semejantes juntas», Ensayo..., t. V, pág. 142. (N. del E.)

 

52

Cuán alejada estaba la recomendación de Meléndez en este punto de la práctica posterior en la Audiencia extremeña, a treinta años de su apertura, puede comprobarse en el estudio de JESÚS MERINERO MARTÍN, La Audiencia de Extremadura y el Sistema Penitenciario (1820-1868), Mérida, Departamento de Publicaciones de la Asamblea de Extremadura, 1990. (N. del E.)

 

53

Meléndez redondea una cifra proveniente quizá de los datos del Censo de Floridablanca, de 1787; también es probable que conociese datos de primera mano del Interrogatorio llevado a cabo por la Real Audiencia de Extremadura a principios de 1791, lo que le lleva a aproximarse más a la cifra que posteriormente, en 1813, se extrae del Vecindario para el establecimiento de juzgados efectuado también por el tribunal extremeño. Ver Historia de Extremadura, tomo citado, págs. 481-507 y Miguel Ángel Melón Jiménez, Extremadura en el Antiguo Régimen. Economía y sociedad en tierras de Cáceres, 1700-1814, Mérida, Editora Regional de Extremadura-Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, 1989, págs. 29-72. En estas dos fuentes citadas se aportan las cifras de 421.041 habitantes (Floridablanca) y 461.407 habitantes (Vecindario de la Real Audiencia en 1813). (N. del E.)

 

54

Melchor Basadre, José Antonio Palacio, Agustín Cubeles e Roda, y Pedro Bernardo de Sanchoyerto. (N. del E.)

 

55

Existe aquí un eco muy significativo con las Noches lúgubres de su amigo Cadalso, que Meléndez conoció en 1775 en una versión manuscrita facilitada por el mismo escritor gaditano (ver José de Cadalso, Escritos autobiográficos y epistolario. Ed. de Nigel Glendinning y Nicole Harrison. London, Tamesis Books Limited, 1979, pág. 102). Otro recuerdo del mismo texto cadalsiano ha sido destacado por Russell P. Sebold en su libro Cadalso: el primer romántico «europeo» de España (Madrid, Gredos, 1974, pág. 154), en este caso, tomado de la «Acusación fiscal contra Manuel C... reo confeso de un robo de joyas [...] pronunciada el día 14 de junio de 1798 en la Sala segunda de Alcaldes de Corte.», en la que el magistrado se dirige al acusado diciéndole: «¡No temblabas, impío, considerando la religión augusta del lugar, el lúgubre silencio, las tinieblas que te cercaban, la soledad espantosa en que te veías, el contemplarte ya como fuera del mundo y en la habitación de la muerte, bajo la mano del Señor, entre las imágenes de los santos, los cadáveres de los fieles, la trémula luz de las lámparas que parecen sólo arder para aumentar con las sombras el pavoroso horror [...]». (N. del E.)

 

56

Jovellanos dramatizó esta idea en El delincuente honrado, estrenado en 1773 y publicado en versión definitiva en 1787, teniendo bien presente De los delitos y de las penas de C. Beccaria. Su protagonista, Torcuato, exclama abatido: «El cielo me ha condenado a vivir en la adversidad. ¡Qué desdichado nací! Incierto de los autores de mi vida, he andado siempre sin patria ni hogar propio, y cuando acababa de labrarme una fortuna, que me hacía cumplidamente dichoso, quiere mi mala estrella...» (act. I. esc. III). El mismo «acaso» expresado por Meléndez Valdés en su discurso dará sentido a otra obra sobre un criminal sin delito, Don Álvaro o la fuerza del sino, del duque de Rivas. Juan Pablo Forner quiso presentar en su Discurso sobre la tortura una imagen bien expresiva de las penalidades impuestas por un sistema carcelario injusto, en el mismo sentido de las palabras de Meléndez: «El ciudadano llevado ante el solio de la vindicta pública es considerado al instante como un enemigo de la sociedad, como un hombre perverso e indigno de comunicar con los demás individuos de la patria. Un calabozo lóbrego e inmundo acoge luego en sí al miserable que poco antes gozaba libremente de la risueña luz del día, de las ternuras de su familia, de la dulce familiaridad de sus amigos, y lo que es sobre todo, del derecho de hacer uso de sus acciones; sus pies se hinchan comprimidos con fuertes y pesadas ligaduras de hierro; su cuerpo postrado al peso de una cadena enorme apenas puede ejercer otros movimientos que los que bastan para que el choque de los eslabones produzcan un son funesto y espantoso» (Ed. cit., pág. 143). (N. del E.)

 

57

Juan José Alfranca Castellote, Francisco Javier de Contreras, Juan Antonio de Inguanzo, y Francisco Carbonell del Rosal, este último oidor decano, ausente el día de la inauguración. (N. del E.)

 

58

elación: altivez, presunción y soberbia. (N. del E.)

 

59

El Fiscal de lo civil y criminal: Excmo. Sr. Conde de la Concepción. (N. del E.)

 

60

«En el solemne besamanos del nuevo Tribunal, SS. MM., delante de la Corte llenos de ternura y bondad, recomendaron al Regente la provincia, encargándole con una solicitud verdaderamente paternal cuidase mucho de la felicidad de sus naturales». (N. del A.)

 

61

Nota de los Editores del Almacén: «Este discurso es sin contradicción uno de los mejores que se han pronunciado en España, con igual o semejante motivo. Las verdades más importantes de la ciencia de la legislación, casi desconocidas entonces por la mayor parte de nuestros letrados, están en él enunciadas con habilidad y maestría, bien que con la rapidez que exigía la naturaleza de un discurso de esta especie, que debía ser necesariamente breve, y en que por consiguiente no se podían hacer más que indicaciones. Miras sabias, lealtad acendrada, filantropía ardiente, método justo, lenguaje castizo, estilo conveniente al objeto; tales son las dotes que brillan en este escrito, digno del ilustre magistrado que le pronunció, y de que le tengan a la vista todos los sujetos de igual clase, cuando hayan de escribir discursos para sus tribunales.» (N. del E.)

 

62

«En el empeñado y ruidoso expediente de la Mesta [o trashumancia del ganado lanar], los señores Fiscales que entonces eran Campomanes y Moñino, con aquella sabiduría y elocuencia que siempre les fueron propias, y tan útiles mejoras han causado en nuestro sistema de administración pública, representaron a S. M. como el medio más eficaz y seguro de ocurrir a las muchas necesidades y atrasos de la provincia de Extremadura, a su despoblación, a su falta de agricultura y de industria, la erección de una Audiencia territorial, que cuidase a un tiempo de la recta administración de la justicia, evitando a los pueblos las incomodidades y gastos que padecían en sus recursos a las Chancillerías de Valladolid y Granada, y de dichos importantísimos objetos.» (N. del A.)

 

63

«El Excmo. Sr. Conde de Campomanes, cuyo solo nombre es un elogio, siendo primer Fiscal del Supremo Consejo, promovió en él con un celo y constancia increíbles mil expedientes importantísimos de administración pública y economía civil. El de la ley Agraria, el de la Mesta [y trashumancia], el de la libertad del comercio de granos, el de la honradez de todos los oficios, el de Sociedades económicas, el de Universidades y enseñanzas públicas, el de reducción de asilos, etc. etc.» (N. del A.)

 

64

Nota de los Editores del Almacén: «Estaba reservado a nuestro augusto Soberano el abolir entre nosotros esta bárbara institución.» (N. del E.)

 

65

Se omite completamente la Nota del autor de la edición de 1821, que dice: «Como las naciones no están constantemente en el mismo punto de abatimiento o prosperidad, sino que se elevan o degradan por sus vicios interiores o por otras causas accidentales, las leyes que deben estar siempre en relación exacta con su estado dejan de hacerles el bien que les causaron al principio de su establecimiento cuando se hallaban en esta relación, siendo entonces dañosa la misma ley que fue al principio utilísima. Por esto, de tiempo en tiempo, sería no sólo conveniente, sino aún necesario, hacer una reseña escrupulosa de las leyes establecidas, para anular, modificar o promulgar aquellas nuevas que pareciesen indispensables. Idea que vio ya el sabio Locke cuando quiso que sólo tuviesen fuerza por cien años las leyes que dio a los pensilvanos, y que entonces se reviesen, aumentasen o modificasen según las necesidades actuales. A veces, un vicio que corrompe el cuerpo social nace de una ley que debería haberse abrogado; a veces, otras destruye una industria que al principio fomentó; a veces, en fin, un privilegio que vivificó un ramo de comercio, lo estanca después o destruye enteramente.» (N. del E.)

 

66

Nota de los Editores del Almacén: «Se ha dicho antes que el perjuicio inferido a un individuo suele tener una transcendencia funesta a la felicidad de los conciudadanos. En la sociedad todo se une y enlaza, de manera que el delito más pequeño afecta más o menos al orden público, así como le afecta la más pequeña injusticia.» (N. del E.)

 

67

Se omite toda la Nota del autor de la edición de 1821, que dice: «Los más de los contratos, por no decir todos ellos, las tutelas, testamentos, donaciones, etc., deberían tener sus formularios impresos, sabiamente arreglados, en que sólo hubiese que llenar poquísimos blancos con los nombres de los otorgantes, día, mes, año, lugar de la transacción etc.; y que dando al ciudadano toda la libertad que le compete para disponer de sus cosas según su voluntad, cortasen sin embargo los más de los litigios. Ahora sucede que por lo regular o un director inexperto, o un escribano tan ignorante como hablador o caviloso, son dueños de vestir a su arbitrio, como ellos dicen los contratos y escrituras que otorgan; es decir, de acumular palabras y razones inútiles, viciosas, oscuras, contradictorias, en que después hallan las partes y sus abogados un arsenal copioso de armas y fundamentos acomodados a las pretensiones más opuestas. Todo así, se hace problemático en los templos de la santa justicia; se contiende, se litiga, se escribe y amontonan los alegatos, fundados siempre en las distintas frases de un mismo documento; y la parte que gana y la que pierde gastan sus caudales, y se arruinan sin escarmentar siquiera para lo sucesivo, porque queda en pie este documento fatal para causar en adelante nuevas dudas y pleitos.» (N. del E.)

 

68

«En el solemne besamanos del nuevo Tribunal, SS. MM., delante de la Corte llenos de ternura y bondad, recomendaron al Regente la provincia, encargándole con una solicitud verdaderamente paternal cuidase mucho de la felicidad de sus naturales.» (N. del A.)