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«Espantado por tan extraño suplicio, rico e indigente al mismo tiempo, desea librarse de las riquezas y odia lo que antes pidiera.» N. de T.

 

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El mariscal de Villars contaba que en una de sus campañas, haciendo sufrir y murmurar al ejército las excesivas bribonadas de un abastecedor de víveres, le amonestó duramente y le amenazó con hacerlo colgar. «Esta amenaza no me afecta -le contestó con arrogancia el granuja-, y tengo la satisfacción de deciros que no se cuelga fácilmente a un hombre que dispone de cien mil escudos.» «No sé cómo se las arregló -añadía ingenuamente el mariscal-, pero, en efecto, no fue colgado, aunque lo merecía cien veces.»

 

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«Llaman paz a la más desdichada servidumbre.» N. de T.

 

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Traité des droits de la reine très-chrétienne sur divers Etats de la monarchie d'Espagne, 1677. N. de T.

 

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Juan Barbeyrac, jurisconsulto francés, autor de numerosas obras, muy estimadas en su tiempo, sobre el derecho público (1674-1729). John Locke, filósofo inglés; ocupó diferentes cargos públicos y escribió diversas obras, entre ellas su célebre Ensayo sobre el entendimiento humano (1632-1704). Samuel Puffendorf, escritor e historiador alemán del siglo XVII (1632-1694). N. de T.

 

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El francés seigneur y el español señor tienen la misma etimología, latín senior, comparativo de senex, viejo, anciano. También era título de distinción. Gerontes era el nombre que se daba en Esparta a los ancianos que componían el senado, es decir, un Consejo de ancianos compuesto de treinta miembros. Según Seignobos, «eran hombres de las principales familias, elegidos por el siguiente procedimiento: el pueblo se reunía; los candidatos desfilaban uno después de otro ante la muchedumbre, que los aclamaba al pasar. Allí cerca, en una cabaña, unos ancianos escuchaban las aclamaciones sin ver nada y declaraban cuál había sido la más fuerte. El candidato más fuertemente aclamado era el elegido y permanecía en el cargo hasta su muerte.» N. de T.

 

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La justicia distributiva se opondría a esta rigurosa igualdad del estado de naturaleza, aun cuando fuera practicable en la sociedad civil; y como todos los miembros del Estado le deben servicios proporcionados a su inteligencia y a sus fuerzas, los ciudadanos, a su vez, deben ser distinguidos en proporción a sus servicios. En este sentido hay que entender un pasaje de Isócrates en el que éste alaba a los primeros Atenienses por haber sabido distinguir cuál era la más ventajosa de ambas clases de igualdad, una de las cuales consiste en dar parte indiferentemente a todos los ciudadanos en todas las ventajas, y la otra, en distribuirlas conforme al mérito de cada uno. Esos hábiles políticos, añade el orador, rechazando esa injusta igualdad que no establece diferencia alguna entre los malvados y las personas de bien, se adhirieron inviolablemente a aquella que recompensa y castiga a cada uno según su mérito. Pero, en primer lugar, nunca ha existido sociedad alguna, sea cualquiera el grado de corrupción a que haya podido llegar, en la que no se hiciera alguna distinción entre los malvados y las personas de bien; y en materia de costumbres, en la cual la ley no puede fijar una medida suficientemente exacta para que sirva de regla al magistrado, muy sabiamente le veda, para no dejar a su discreción la suerte o el rango de los ciudadanos, el juicio de las personas, dejándole sólo el de los actos. Únicamente unas costumbres tan puras como las de los antiguos romanos pueden soportar la existencia de censores; entre nosotros, semejantes tribunales habrían trastornado todo en seguida. El derecho de establecer una diferencia entre el malvado y el hombre de bien corresponde a la opinión pública. El magistrado sólo es juez del derecho riguroso; el pueblo es el verdadero juez de las costumbres, juez íntegro y aun esclarecido sobre este punto, que algunas veces es engañado, pero nunca corrompido. La categoría de los ciudadanos debe ser determinada, no por sus méritos personales, que sería dejar a los magistrados el medio de aplicar casi arbitrariamente la ley, sino por los servicios reales que prestan al Estado, los cuales son susceptibles de una apreciación más exacta.

 

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«Si me ordenas hundir el hierro en el pecho de un hermano, en la garganta de un padre o en las entrañas de una esposa cercana a ser madre, yo forzaré mi mano a obedecerte.» N. de T.

 

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«Para el cual no hay ninguna esperanza de honradez.» N. de T.