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Sobre la ciencia del lenguaje

Contestación al discurso de recepción de don Francisco de Paula Canalejas en la Real Academia Española el 28 de noviembre de 1869


SEÑORES:

Aun cuando el señor Canalejas, mi amigo, a quien en ocasión tan solemne tengo el placer y la honra de contestar en nombre de la Academia, no hubiese dado a la estampa ninguna obra literaria, bastaría el discurso erudito y elegante que acabamos de oír a justificar plenamente y a calificar de acertadísima la determinación que habéis tomado de elegirle para que venga a sentarse entre vosotros. El asunto que ha escogido, el tino y discreción con que ha sabido tratarlo y la mucha copia de doctrina que el discurso ha atesorado y coordinado hacen augurar que será un miembro utilísimo en el seno de esta Corporación y que desde ahora contribuirá a su buen nombre y crédito, aumentando el brillo que ya tantos ilustres varones lograron comunicarle. Pero nadie ignora los anteriores merecimientos del señor Canalejas, la envidiable fama de que goza y el alto puesto que ha llegado a conquistar en la república de las letras. Como filósofo, como orador y como crítico, ha dado claras muestras de su aptitud en trabajos de suma trascendencia, ora explicando en una cátedra, ora publicando libros didácticos de gran valer, por la lucidez del estilo y del método, por la sana filosofía que contienen y por la profunda y pertinente erudición que los autoriza y adorna.

El Curso de Literatura, obra capital suya, de que ya van publicados dos gruesos volúmenes, es digna de los mayores elogios. No sólo hay en ella novedad en las teorías y mucha abundancia de noticias peregrinas, si la obra se considera con relación a otras del mismo género escritas en España, sino que todas esas calidades persisten comparamos la obra con las más recientes, escritas sobre análogo asunto en tierras extrañas, donde no ha de negarse que el movimiento ascendente de las inteligencias ha adelantado más que en nuestro país por todos los caminos. Me atrevo a decir esto, sin temor de que se me tilde de falta de patriotismo, porque conozco que este discreto y selecto auditorio no entiende, como el vulgo, que para ser patriota es menester adular y engañar, ocultando nuestras faltas; antes es más patriota quien las descubre sin recelo, a fin de que se enmienden. Es indudable, sean las que se quieran las causas de nuestro atraso, que lo hay con respecto a varias de las naciones de Europa. Esto hace más áspera y difícil la senda del ingenio español, si pretende elevarse a cierta altura, dilucidando cualquier punto científico, porque le expone a incurrir en uno de estos dos escollos: o dar en lo extravagante por prurito de originalidad, o hacerse eco de lo que ya se ha inventado y discurrido en otros países. El señor Canalejas ha conseguido evitar el primero de estos escollos, y del segundo se aparta cuanto es posible. Digo cuanto es posible, porque la ciencia, como todo sin que me incumba decir aquí si esto es un bien o un mal se ha hecho democrática. Si conservase su antiguo aristocrático carácter, los sabios, como en los siglos XVI y XVII, podrían prescindir aún del relativo atraso del público de su nación y ponerse de un salto al nivel de los sabios de otras naciones para hablar directamente con ellos, tal vez en un idioma común a todos, aunque ignorado del vulgo. Hoy, por el contrario, el deber del escritor es entenderse antes que con nadie con sus compatriotas, adquirir fama entre ellos y llevar ya consigo la autoridad de su aprobación y de su aplauso antes de aspirar a una reputación general y europea. Esto impone la obligación de ser claro, de no omitir por sabido lo que ignoran los lectores y de repetir a menudo, al menos en resumen, lo que ya otros han dicho, para poder decir los propios pensamientos sin que sean ininteligibles o sin que aparezcan como fundados en el aire sin base ni cimiento. Hace más ardua la tarea el que, salvo pocas ciencias positivas, exactas o experimentales, en las demás no viene a realizarse el progreso sino en virtud de muy diversas y encontradas opiniones, de todas las cuales conviene estar informado, o bien para seguir las unas y desechar e impugnar las otras, o bien para formarse nueva opinión o nuevo sistema. Esto no obsta para que haya algo de perenne, de demostrado, de no sujeto a opinión en la mayor parte de los nuevos adelantamientos, ya porque en toda ciencia por especulativa que sea, entra algo de experimental, y en los datos de la experiencia están todos de acuerdo, ya porque del mucho discutir y del perpetuo choque de los opuestos pareceres han brotado puntos luminosos que sirven de guía a los pensadores, cualquiera que sea el bando a que pertenezcan, la causa que sustenten o la bandera bajo la cual militen. La incesante discordia en el campo de las ciencias no es de nuestros días; viene de muy antiguo. Por eso Minerva es diosa del saber y diosa de los combates.

Pero es menester confesar que, respetándose hoy mucho menos la autoridad, proclamándose más el libre examen y teniendo cada cual más apego al propio criterio y menos respeto al ajeno, por eminentes que sean las personas cuyas doctrinas se combaten, la discordia y la conclusión aparecen, si no son mayores. En cambio, entre otras ventajas, hay en el día la de que sea la guerra más cortés y suave. Casi nadie se atreve ya a presumir de infalible Hasta el verbo disputar ha venido a desusarse por harto duro, y nos valemos del verbo discutir, dándole significación más blanda.

Impregnado el señor Canalejas del espíritu moderno, siendo uno de los que con más fe lo representan y con más ardor lo difunden en nuestra patria, no puede menos de resplandecer y resplandece en él esta virtud de la tolerancia, la cual no implica carencia de entusiasmo, porque no nace de que se desconfíe o se dude de la propia opinión, sino de que se respete religiosamente la ajena. El señor Canalejas defiende siempre sus doctrinas con ahínco y condición profunda; mas no se enoja, no se cree injuriado de que le contradigan. De aquí, sin duda, que se haya conservado nuestra amistad, aunque no esté yo muy de acuerdo con él; por lo cual, en vez de convenir hoy en cuanto dice, voy a contradecirle en varios asertos, seguro de que, no sólo creerá que esto es más leal de mi parte, sino que tanto él como los señores académicos y el público lo juzgarán más ameno, o, si se quiere, menos cansado, que si yo me limitase a comentar lo que dice. Conviene advertir, no obstante, que son más y más trascendentales los puntos en que estoy de acuerdo con el señor Canalejas que aquellos en que disiento de sus doctrinas.

Desde luego, me admiro, como él, del extraordinario desenvolvimiento y fecundísima actividad del espíritu humano en este siglo en que vivimos. Muchas causas materiales conspiran a este fin, sin que por ellas tengan que envanecerse las modernas generaciones. Las facultades humanas no han mejorado desde hace tres mil años; pero los hombres de hoy han recogido la rica herencia científica de las generaciones pasadas, y por medio de la imprenta, y con la facilidad de viajar y de comunicarse, esta herencia, en su conjunto, se ha hecho asequible a todos, pudiendo hoy mejor que nunca conocerse las lenguas, estudiarse las literaturas y divulgarse y transmitirse de un pueblo a otro los descubrimientos y las teorías.

Los frecuentes cambios y trastornos políticos y las grandes novedades de que Europa ha sido teatro de un siglo acá han concurrido además a que se avive en los hombres, a costa sin duda de una dolorosa experiencia, el sentido, por decirlo así, de la segunda vista histórica, la facultad de comprender lo pasado; el cual sentido suele aquilatarse y templarse en una crítica severa, nacida de la misma contradicción de opiniones y de sistemas según los cuales ha querido explicarse la Historia.

Por otra parte, aunque no esté en mi ánimo persuadir a nadie de que haya habido adelanto en la filosofía misma, en los principios fundamentales de toda ciencia, y mucho menos de que los que hoy filosofan sean más agudos o más profundos que los que en otras edades filosofaron, no puedo menos de afirmar que si la filosofía propende a declarar el porqué y el cómo de las cosas, más garantías hay de que, en igualdad de circunstancias, filosofe, con superior tino que el inexperto, el que conoce mejor las cosas, hasta donde es posible que, inmediatamente por nuestros sentidos, o medianamente por la experiencia y testimonio de otros hombres, se adquiera de ellas alguna noticia o conocimiento.

Todo esto ha servido de vivo estímulo y de incentivo provocante a la curiosidad o al anhelo de conocer, que tan arraigado está en el alma humana, y ha hecho que el campo de lo conocido se extienda mucho y que más allá se descubran y columbren vastísimas e inexploradas regiones y horizontes nuevos. Es más: en cada ciencia particular se han dilatado los términos de lo cultivado y estudiado, por donde los linderos y señales que la separaban y hacían la demarcación han tenido que borrarse, o al menos se han hecho confusos. De aquí provienen las íntimas relaciones de unas ciencias con otras, el auxilio y apoyo que se prestan y la casi imposibilidad de consagrarse a una sola el que en su estudio no se limite a los pormenores empíricos y aspire a elevarse a superiores esferas. Proviene también de aquí que el conocimiento de las medianías, de aquellos hombres que no tienen un valer eminente, es hoy más extenso, más general, pero también más somero que en otras edades. Sea como sea, y prescindiendo del efecto que esto pueda producir en los entendimientos medianos; prescindiendo de las lamentaciones sobre la bajeza, la grosería y los extravíos del vulgo, que profana, vicia y hasta envenena el saber, es evidente que el saber en sí ha ganado y se ha elevado. Casi puede asegurarse que en nuestros días han aparecido ciencias nuevas completas, tanto en el ramo fecundo de las físicas y exactas como en el de las morales y políticas, y, al llenar estas ciencias los huecos o vacíos que separaban entre sí a otras ciencias anteriores y más comprensivas por el asunto, han venido a compenetrarse todas. De aquí que la literatura, o, si queremos reducirlo más, la filología, o, más reducido o circunscrito aún, la gramática, hasta suponiendo que la gramática sea el único estudio que por nuestro instituto nos corresponde, interviene hoy en la resolución de altísimos problemas de historia y de filosofía. No debe, pues tildarse de impertinencia el hablar de filosofía y de historia al hablar del lenguaje y de sus reglas; al hablar, en suma, de gramática.

Nuestro nuevo compañero, el señor Canalejas, con delicada sobriedad, y llevado del deseo de no afirmar como verdades las que tal vez no lo sean para algunos de los señores que en esta ocasión le escuchan, y de no exponer teorías que estén en contradicción con otras que aquí pudieran prevalecer, ha apartado de su discurso las hondas cuestiones a que el asunto se presta, y que pertenecen a la filosofía de la Historia, y aun llegan a ser parte de la misma metafísica. El señor Canalejas se ciñe a exponer los resultados evidentes de la experiencia, y rara vez se atreve a deducir de ellos alguna consecuencia teórica. No puede ni debe, con todo, el señor Canalejas prescindir de su modo de ser y ser otro del que es, al hablar, no como individuo aislado, sino como miembro de una Corporación, donde, aunque en la disciplina propia de su instituto todos estén de acuerdo, no lo están, ni hay para que lo estén, en otros asuntos y facultades. El señor Canalejas, repito, no ha podido menos de manifestar el fondo de su espíritu, la base de sus pensamientos; pero esto lo ha hecho sin tratar de imponerlos a nadie, sin ofender las opiniones o creencias ajenas, y mucho menos (porque tal desliz no podía recelarse de su sano y recto juicio y de su bien merecida fama) sin incurrir en las exageraciones absurdas, donde incurren los aventureros cuando van en las avanzadas de la ciencia moderna y, a falta de otro mérito, anhelan distinguirse por lo raros y extravagantes.

La ciencia del lenguaje es una ciencia muy moderna, como ciencia experimental. La gramática no era antes más que arte, método particular de aprender un idioma determinado o bien una filosofía, una disciplina meramente especulativa, llamada gramática general. En el día de hoy la gramática general ha cedido su puesto a la gramática comparada, la cual es una ciencia de inducción, una doctrina experimental fundada en el examen detenido de los hechos. La gramática comparada es, pues, una ciencia tan positiva como la química o la física; pero todas estas ciencias, al elevarse a la investigación de las causas y al formar sistemas que las expliquen, suelen dar origen a las hipótesis más aventuradas.

En estas hipótesis nos puede hacer caer, más que nada, el prurito, la idea preconcebida de hacer triunfar un principio. Los primeros que trataron de filología iban todos movidos de una de estas preconcepciones o preocupaciones: todos querían derivar cuantos idiomas se hablan en el mundo de un solo lenguaje primitivo, del cual, según ellos, quedaron restos en los otros, después de la confusión de las lenguas y dispersión de las gentes, al pie de la torre de Babel, en las llanuras de Sennar.

Un impulso patriótico o un sentimiento religioso excitó entonces a los filólogos, y mientras unos, como Perron, abogaban por la lengua céltica; Welb, por el chino; Astarloa, Sorreguieta, Erro, Larramendi y el abate Iharce Bidassuet de Aróstegui, sostenían que el vascuence fue la lengua que se habló en el Paraíso, y de la que dimanan las otras; y Goropius Becanus aseguraba que la lengua primitiva era el holandés, la generalidad de los eruditos daba al hebreo la primacía y la paternidad de todas las lenguas. Justo Lipsio, Vossio y Escalígero tenían por evidente esta filiación. En suma: todos los autores, cristianos o judíos, no hallaban medio de conciliar la verdad revelada con este estudio, sino dando por supuesto que se habían forzosamente de hallar rastros de un solo idioma primitivo en los que hoy se hablan; mientras que los autores racionalistas juzgaban a su vez que, demostrando la irreductibilidad de las lenguas, la ausencia de esos rastros, se armaban de un argumento irrefutable contra la religión Aunque con un propósito errado por ambas partes, esto sirvió para estimular los estudios filológicos. El cardenal Wiseman compara dicho período histórico de la lingüística al período de la alquimia, que precedió al de la química o verdadera ciencia. El lenguaje primitivo era la piedra filosofal13. La lingüística, la gramática comparada, la etnografía filológica o la filología comparativa, que todos estos nombres se dan y pueden darse a la nueva ciencia, no entró en el verdadero período científico hasta que se desechó la citada preocupación, hasta que adversarios y defensores de la verdad revelada conocieron que no era arma ni en pro ni en contra de la religión el que persistiesen o no los rastros del idioma primitivo en las lenguas hoy conocidas. Bien pudo Dios modificar de repente el habla, sin trocarla del todo, como entiende este misterio de Babel la mayor parte de los comentadores, y producir así dialectos bastante distintos en la pronunciación para que los hombres no se entendieran; pero es evidente que también pudo Dios cambiar radicalmente el habla.

Una vez disipada la susodicha preocupación, la ciencia hizo inmensos progresos. Es una ciencia nueva y además una ciencia cristiana. El influjo del cristianismo en su aparición y en su aumento viene demostrado por Max Müller14 por dos razones: Primera, porque los pueblos antiguos, los que se pusieron a la cabeza de la civilización, los indios y los persas en Asia, y los griegos y romanos en Europa, apellidaban siempre bárbaros a los que no hablaban su lengua y desconocían o menospreciaban toda otra cultura que no fuese la propia, careciendo de la idea clara y distinta y del sentimiento vivo y profundo de la fraternidad humana que el cristianismo ha creado. La otra razón es que el afán de propagar nuestras creencias llevándolas hasta los últimos confines del mundo, ha movido a los varones apostólicos y a los heroicos y perseverantes misioneros a estudiar, aprender y divulgar por Europa el conocimiento de las lenguas más extrañas y bárbaras, escribiendo de ellas gramáticas y vocabularios y traduciendo en ellas oraciones y catecismos y hasta las mismas Sagradas Escrituras. La gloria de haberse adelantado en esto a todos los pueblos de Europa toca de derecho a los españoles y portugueses, como el propio Max Müller confiesa y una larga serie de trabajos y una gran copia de documentos atestiguan. Las lenguas americanas, las asiáticas, las africanas, las de las islas del mar Pacífico, empezaron a ser estudiadas y sabidas por españoles y portugueses. Mendoza15 y Herrada, trayendo los primeros a Europa una colección de xilografías chinescas; Navarrete16, exponiendo la doctrina de los letrados chinos y conociendo a fondo su idioma, el mismo San Francisco Javier y sus sucesores, evangelizando en la India y estudiando el habla de los brahmanes; Rodríguez, publicando el primero una gramática japonesa, y otros muchos, fueron allegando los inmensos materiales que se requerían para levantar el hermoso y soberbio edificio de la filología comparativa. El primer plan o proyecto de este edificio bien se puede afirmar que lo trazó con mano maestra uno de los genios más universales y creadores que han nacido en las edades modernas: el gran Leibniz. Él combatió la inveterada manía de buscar el lenguaje primitivo; excitó la curiosidad y llamó la atención hacia el estudio de los idiomas; recomendó el método inductivo; dio reglas para la comparación y la etimología, y, verdaderamente, obedeciendo a su genio y cediendo a su influjo, se echaron los cimientos de esta ciencia al escribirse las dos grandes obras que son como sus piedras angulares: el Catálogo de las lenguas, de nuestro compatriota Hervás, y el Mitrídates, de Adelung. Desde entonces ha sido rápido y fácil el progreso en la clasificación de las lenguas y en su historia, merced a los estudios de multitud de autores, entre quienes descuellan ambos Schlegel, ambos Humboldt, Wikins, Jones, Wilson, Colebrooke, Grimm, Bopp, Pictet, Pott, Kopitar, Steinthal, Burnouv, Renán y Weber.

Dejando a un lado los difíciles problemas de la ciencia en su conjunto, el nuevo académico sólo ha querido hablar y ha hablado de las lenguas indoeuropeas, mejor estudiadas y conocidas, teniéndose ya por verdad demostrada que son como dialectos o derivaciones de un solo idioma primitivo, raíz de cuantos se hablan por la raza jafética, desde Ceilán hasta Islandia, en el mundo antiguo, y de los que han llevado y esparcido con la civilización los pueblos de Europa por toda la extensión de ambas Américas. El mismo ilustrado Wiseman, que ya hemos citado, conviene con la evidencia de la demostración y en la certidumbre del descubrimiento, asegurando que confirma la verdad revelada. El sánscrito, el zend, el griego, el latín, el celta, el gótico y el eslavo, con todas las lenguas modernas que se derivan de ellos, provienen de un idioma que hablaba, antes de su dispersión, en la fértil y risueña falda del Paropamiso, la raza de los arios. El organismo de todas estas lenguas, su sintaxis, las leyes de sus derivaciones y flexiones, todo prueba su afinidad, su hermandad, su procedencia de ese tronco común.

Naturalmente, estos descubrimientos filológicos han incitado a los hombres a reconstruir la historia de las primeras edades y a fijar la época remotísima, anterior a las sucesivas inmigraciones de los arios, en el continente europeo, y la época tal vez más remota en que los brahmanes y los pueblos del Irán vivían unidos en la Bactriana y componían los primeros cantos sagrados de los Vedas. Lo incierto, vago y confuso de la cronología indiana, y lo singular de su historia, donde el período mitológico parece que se extiende ilimitadamente, no han permitido hasta ahora, a mi ver, que este problema se resuelva. Pero como el amor a lo maravilloso seduce tanto a los hombres, son más sin duda los que dan a la literatura y a la primigenia civilización védica una antigüedad remotísima que los que se la niegan. El afán de singularizarse, el anhelo de inventar novedades estupendas, ha hecho que se prolongue la historia de los primeros imperios, sin que las obras admirables de Weber, de Rawlinson y de otros sabios sirvan de desengaño provechoso. Los egiptólogos razonables no comienzan la historia de Egipto más que dos mil quinientos años antes de nuestra Era vulgar. Aun así, esta historia tiene una duración inverosímil. Desde Menes a Nectanebo, mil cuatrocientos años. No duró tanto Roma ni duraron tanto las monarquías del Asia. La obra magistral de Rawlinson17 no deja ningún género de duda sobre la soñada antigüedad de dichas monarquías. Pero, aunque fuese este punto discutible, aunque se afirmase como verdad, no entiendo que pudiera ir en contra de la revelación. No es artículo de fe la cronología de los comentadores cristianos. Sin embargo, todas esas civilizaciones de centenares de siglos, y esos imperios, anteriores a la edad en que dichos comentadores fijan el Diluvio, se van desvaneciendo como niebla a la luz de la crítica. Así las ideas de Bailly y las de Salverte sobre los escitas primitivos, y así las de Dupuis en su Origen de los cultos18. Tal vez los apologistas cristianos de los tiempos venideros refuten del mismo modo, victoriosamente, a los que pretenden probar hoy que la especie humana tiene esa grandísima antigüedad, que suponen demostrada por la filología comparativa, y más aún por cálculos astronómicos y por recientes descubrimientos geológicos sobre la Edad de Piedra, las poblaciones lacustres y el hombre fósil.

Lo cierto es que no sólo el amor a lo maravilloso induce a los racionalistas a dar tan larga vida a la especie humana, sino asimismo el anhelo de justificar y corroborar, en todo su valer, la doctrina del progreso. Porque esta doctrina, aceptada por completo y como la entienden, no sólo afirma la mejoría y el desenvolvimiento colectivo de la especie humana, sino el de los individuos; por donde, so pena de contradicción, ha de suponerse una dilatada serie de siglos, a fin de que los hombres fuesen poco a poco inventando el lenguaje, la escritura y todas las primeras artes, y fundasen las sociedades, repúblicas, leyes, instituciones y ciencias; todo lo cual, si hubiera sido inventado rápidamente, o supondría, sin que de otro modo pudiera explicarse, una intervención divina inmediata, o bien un instinto, una como inspiración celestial en los primeros hombres: tal fuerza de inventiva y tal virtud creadora, que excederían con mucho a todo lo que hoy produce de más distinguido y sublime la especie humana. En suma: salvo la aglomeración de la herencia científica de los siglos pasados y lo poco que hemos sabido acrecentarla, se podría deducir que hemos degenerado en vez de mejorarnos y que ya no hay hombres de aquellos bríos intelectuales y de aquella pujanza inventora de los primeros tiempos. Así como sin suponer infinidad de años de siglos, o una fuerza plutónica inmensamente mayor, no se hubieran elevado por cima de las nubes las crestas gigantes del Dhavaladgiri y del Nevado de Sorata, así tampoco, sin suponer una intervención divina o una capacidad intelectual superior a la de ahora, no hubiera llegado el hombre en pocos siglos a aquel grado de civilización que requieren la fundación de grandes imperios como los de Egipto, Asiría y Persia y la invención de lenguajes tan perfectos como el zend, el sánscrito o el griego.

Los racionalistas, los que pretenden explicarlo todo de un modo natural, debían, pues, movidos por las antedichas consideraciones, y aun antes de que les prestase datos la experiencia, esforzarse en probar no sólo la antigüedad del globo que habitamos, sino también la de nuestra especie. Dentro de seis mil u ocho mil años no cabe la historia de la Humanidad sin prodigio. De aquí que se esforzasen los racionalistas en prolongar la Historia, a fin de explicar por un progreso lento y constante el desarrollo de la civilización. Llevaron además, este progreso a todo, y en vez de suponer al hombre creado de repente por un mandato divino, supusieron que provenía del desenvolvimiento de otras especies inferiores, las cuales, desde los grados más bajos de la vida, han ido llegando al grado superior. La teoría absurda de Lamarck encontró un hábil campeón en Darwin y fue seguida por muchos. Como los cuadrumanos antropomorfos, aun los más perfectos, el chimpancé o el gorila, distan tanto de nuestra especie, imaginaron una intermedia, que ya suponen extinguida, a la cual dieron el nombre de antropiscos. De ésta hicieron provenir la raza negra, asegurando que era la primogénita y dándole por lugar de su nacimiento y primera habitación el centro de África. Desde allí suponen que empezó a extenderse por toda la Tierra y adquiriendo luego otras cualidades superiores, se elevó a la dignidad de la raza amarilla, y por último, como término de la perfección en que vivimos, a la de raza blanca, semítica y jafética o indoeuropea. Afirman, además, los que estos delirios inventan, que los primeros negros, los antropiscos, convertidos ya en hombres, a semejanza de otros animales que viven también y emigran congregados, se dispersaron por manadas antes de haber descubierto o formado un idioma, valiéndose sólo de gritos o de interjecciones. De esta suerte, haciendo nacer más tarde los idiomas en diferentes puntos de la Tierra, dan razón de su radical diferencia, sin que les concedan nada de común sino lo que tienen de común las facultades humanas de que nacieron19.

Según esta teoría, los egipcios, pueblo seminegro o casi negro, producen la primera civilización; la de los chinos o de la raza amarilla es la segunda: la semítica después, y la última y más perfecta de todas las civilizaciones es la indoeuropea. La fantasía de los eruditos se ha esforzado en demostrar, en entrever y en describir estas primeras edades, forjando curiosísimas novelas, que de tales pueden calificarse sus libros. Ninguno más singular, hasta por el título, que uno de Saisset. El título es Dios y su tocayo20. Trata de hacer ver en este libro que, estando ya muy avanzados en civilización los chinos y los egipcios, empezó a mostrarse en pequeño número la raza blanca. Adán es su capitán y caudillo, y viene a hacerse tributario del Celeste Imperio. El emperador de China o padre celeste se confunde con Dios en la mente de aquellos incautos. Del nombre propio de aquel emperador sacan el de Jehová. Una comarca del Tibet, donde Adán y su gente viven, es el Paraíso. El árbol de la ciencia del bien y del mal es un árbol, descubierto allí por Huc y otros viajeros, en cuyas hojas, por un raro capricho de la Naturaleza, están grabadas las letras tibetanas, por lo cual se apellida el árbol de las diez mil imágenes. Y, por último, alguna traición o mala obra que Adán hizo al emperador de China, y por la cual fue expulsado, es el pecado original.

No se entienda que el libro que citamos es un chiste o un donaire. Está escrito con toda formalidad. Menos faceto aún y más erudito e ingenioso es Rodier. Su historia de la India empieza en el año 19564 antes de la Era vulgar; pero la civilización de la India y la de los mismos arios es muy reciente comparada con la de los egipcios. La historia de éstos, aunque algo vaga y oscura, va ya aclarándose en el año 30778 antes de Jesucristo, en el reinado de Phta. En el de Osiris, muy posterior, la historia es mucho más clara y evidente. Sin embargo, aún tiene Rodier algunos escrúpulos, y halla que el reinado de Osiris frisa un poco en la mitología. El reinado de Orus, que, salvo un defecto insignificante de precisión, coloca el autor en el año 18790 antes de Cristo, es ya para él una época incuestionablemente histórica. Según estos datos, las primeras emigraciones de los arios no pueden fijarse más tarde que unos veintiséis mil años ha21.

No se crea, con todo, que los que siguen cierto sistema y dan tan larga vida en lo pasado a la especie humana la suponen ya decadente y agobiada por la vejez. No son como los pueblos antiguos, como los poetas y los historiadores clásicos, que, desde Homero hasta nuestra edad, lamentan la decadencia del hombre. Esta idea persistió después del cristianismo. Durante los siglos más tenebrosos de la Edad Media se estuvo anunciando el fin del mundo como muy cercano. La idea de la vejez del mundo se ha perturbado casi hasta ahora. Feijoo la combate en uno de sus eruditos discursos como error muy difundido. Hoy hemos dado en el extremo contrario. A fin de que la Humanidad cumpla sus altos destinos, no sólo se le concede una vida grandísima en lo pasado, sino que se le vaticina mayor en lo venidero. Un autor, cuyo nombre me pesa no recordar, encarece hasta tal punto este pensamiento, que asegura no ya que la Humanidad está aún en la infancia, sino que ni siquiera ha nacido. «La Humanidad -dice-, considerada en su vida colectiva, no ha nacido aún.» Según los cálculos del autor, la Humanidad tardará en nacer unos trece o catorce mil años. Lo que hay ahora es sólo un germen o embrión de Humanidad. Estamos en un período de incubación lenta de este germen, que dura ya cincuenta o cuarenta mil años los menos.

Fuerza es confesar, por amor a la imparcialidad, que estas locuras no han nacido sólo entre los racionalistas, sino también entre los creyentes. Toda ciencia o facultad ha tenido y tiene sus orates; pero una de las más peligrosas para los que poseen un cerebro poco firme y un juicio poco sólido y sentado es esta ciencia de la lingüística. Los racionalistas, a fin de hallar una explicación natural al origen del lenguaje y aun al del hombre mismo, han delirado mucho; pero, dado ya el lenguaje, ven en él un producto natural de la razón y del egoísmo humanos, y no deliran tanto. Los creyentes están en lo justo, porque se atienen a lo revelado, en punto al origen; pero después, si llegan a imaginar que descubrieron el lenguaje primitivo o algo que se le aproxime, se pierden sin remedio. Este lenguaje, obra y revelación de Dios mismo, encierra en cada palabra, en cada sílaba, en cada letra y hasta en cada tilde, tesoros de inexhausta sabiduría. La Naturaleza, las leyes de la moral y de la Historia, todas las ideas de la Humanidad están en este lenguaje, englobadas y cifradas, así como la Humanidad entera estaba en Adán. De aquí nace un arte cabalístico que lo comprende todo, una como virtud teúrgica, que para todo sirve. Los nombres en este lenguaje no son signos arbitrarios, no son un vano sonido, sino los verdaderos nombres que representan la sustancia y los accidentes de lo creado. Con este lenguaje, todas las cosas ininteligibles o difíciles de entender se aclaran. Así es que las etimologías pueden impulsar muy lejos a los eruditos de esta clase. De querer explicar por medio de un idioma todos los demás, a querer explicar también la política, las costumbres, el arte, la Historia y hasta los más hondos misterios de la fe, no hay más que un paso, fácil de dar, pero harto aventurado porque es, permítasenos la frase, salvar el Rubicón del sentido común y trasladarse de súbito al país de las quimeras.

Pocos autores han dado más lamentable y al mismo tiempo más entretenida y graciosa muestra de esto que nuestro compatriota el señor Irizar y Moya en un tratado en cinco tomos, donde procura aclararlo todo por medio de la lengua éuscara y algo de la hebrea, que son las dos que se acercan al lenguaje primitivo y divino, que son un novum organum superior al de Bacon que él ha descubierto. Las derivaciones atrevidísimas de que se vale recrean y asombran. Agamenón, por ejemplo, es la palabra de Dios, el designio divino que no es dable resistir. Por eso le respetan todos los reyes coligados. Por eso, Agamenón significa amen que viene de las tres letras hebraicas a, m, n, las cuales, leídas como suenan por separado, dicen agamen-nun, de donde el nombre simbólico del personaje de Homero. Henoc, Elías y San Juan Bautista son el Cancerbero, como lo demuestra nuestro autor por medio de sus etimologías vascongadas. Y así, en suma, lo va demostrando todo22.

Estas y otras hipótesis sólo pueden servir de pasatiempo y de burla a los espíritus recios e iniciar a nuevos Lucianos a que escriban en nuestros días libros escépticos y denigradores de la ciencia, como el del portugués Sánchez y el del famoso Cornelio Agripa. Pero las obras sobre lingüística, fundadas, sin preconcepciones ni hipótesis, en la paciente y serena observación de los hechos, mueven nuestra admiración y requieren imperiosamente nuestro convencimiento. De esto sólo, como se ha dicho, trata el señor Canalejas en su elegante discurso, concretándose a hablar de las lenguas indoeuropeas, que son las más estudiadas. Aun así, es harto extenso el asunto para la brevedad de un discurso académico, por donde creo que el señor Canalejas no se propuso otro fin, al escribirlo, que el de despertar la afición para que este género de estudios fuera extendiéndose en nuestro país y aplicándose al conocimiento de nuestro propio idioma. Menos todavía puedo yo lisonjearme ni prometerme profundidad alguna en esta disertación con que le contesto, en la cual he juzgado conveniente, ampliando más el asunto, dar alguna noticia de lo fantástico y peligroso de la ciencia para que sirva de aviso y señale los escollos y bajíos, a fin de que los eviten los que en ella se agolfen. Ahora voy a entrar de lleno en la parte firme y segura.

Cualquiera que sea la antigüedad de algunas naciones de África y de Asia, es lo cierto que en Europa no hay vestigio histórico de inmigración anterior a dos mil años antes de Cristo. Antes de dicha época, Europa es un yermo de cubierto de bosques impenetrables. Todos los pueblos que la Historia nombra y conoce vinieron posteriormente de Asia. Las más grandes inmigraciones parece que concurrieron durante un largo período de mil años, del 2000 al 1000 antes de nuestra Era. Jacobo Grimm23, con su vasta erudición, no puede hallar mayor antigüedad. Venían estos pueblos por tierra, de Oriente a Occidente, siguiendo el camino del sol. Venían, sin duda, empujados unos por otros. Así extendieron hasta los extremos más occidentales de nuestro continente. Los hubo de la raza que designan los etnógrafos con el nombre de turianenses; los hubo tal vez de otras razas; pero la raza superior, la indoeuropea, prevaleció al cabo en Europa así como vino más tarde a ser la dominadora del mundo. Europa está poblada de naciones y tribus de esta raza desde el Ural a las montañas de Cintra y desde Arcángel hasta el extremo sur de la Morea. Los pueblos de otras razas más débiles fueron, sin duda rechazados por los indoeuropeos hacia el extremo boreal. Sólo quedan hoy en el riñón de Europa los finlandeses, los húngaros y los turcos, y en el Occidente los vascos, que no sean pueblos de dicha raza y que no hablen lenguas congeneradas del ario primitivo. Bopp ha levantado un monumento imperecedero24 a esta fraternidad de las razas y de las lenguas de Europa. La sintaxis de estas lenguas es en el fondo la misma; la etimología de las palabras es la misma también. La variación consiste en las flexiones, en las derivaciones y en la pronunciación, que cambian las palabras, y las cambiaban aún más cuando las lenguas no eran escritas, sino habladas. Si el inglés no fuese una lengua escrita, tal ha venido a ser su pronunciación, que sería difícil hallar la etimología de uno de sus vocablos, con ser éstos de procedencia germánica, céltica o latina.

La diversidad de las lenguas dentro de su unidad proviene del cambio de las vocales y de las consonantes unas por otras. Las reglas de estos cambios, en mi sentir, no son claras ni fijas, ni se fundan en razón filosófica. Bopp examina las letras de todos los principales alfabetos; explica el guna y el vriddhi; pero no explica la razón de las mudanzas. Baste saber que las hay, y que dentro de un mismo idioma se realizan. Así es que ni la raíz de una palabra logra quedar invariable, y con todo, no se puede desconocer la raíz. Por ejemplo: en español a se trueca en e en caber, quepo; y en u en cupo; y en i en hacer, hizo. La o se trueca en ue en poder, puede; la e en i en pedir, pido; y así todas las vocales. Las consonantes, labiales, dentales y guturales, se cambian a cada paso de dulces en medias, de medias en aspiradas, y al contrario. Esto es, que las letras d, t, z, y b, p, f; y e, k, g y j se transmutan al pasar de un idioma a otro, y aun sin pasar, dentro de un idioma mismo. Aun otras letras consonantes se truecan también: la d se convierte en l y la l en d; consta que los latinos dijeron dacrima por lacrima y dingua por lingua; la f se cambia en h y en g; la r en l, como arbor, árbol, marmor, mármol; y la t en s, como en remito, remiso, permito, permiso. A veces se eliminan letras y sílabas enteras; a veces se añaden; a veces cambian de lugar, como cocodrilo por crocodilo; preguntar por perguntar. El digamma eólico, que fue una aspiración señalada regularmente en griego con el espíritu áspero sobre la vocal, viene a convertirse en latín en f, en r o en h, como oikos, vicus; oinos, vinum; o bien se pierde en griego y aparece en latín y en otras lenguas, como bioo, vivo; boes, boves; oon, ovum; kao, cavo.

Resulta de todo esto la variedad de las palabras dentro de la unidad. De cada voz de una de nuestras lenguas modernas podemos hallar la voz hermana en cualquiera otra, y, por último, su raíz zend o sánscrita.

Al que no está familiarizado con este linaje de estudio, parecerán arbitrarias las etimologías; mas para los que se internan en él son tan claras y evidentes como para cualquier persona medianamente ilustrada lo es que hija viene de filia, hoja de folia, obispo de episcopos y reloj de horologion; lo cual es innegable, aunque apenas si queda en ninguna de las palabras españolas antes citadas dos o tres letras comunes a las palabras griegas o latinas de que proceden. A veces el trastorno y cambio de la palabra primitiva es mayor y más arbitrario aún en la derivada; como, por ejemplo, de cord, corazón, y de xeirougos, cirujano.

Otra fuente de variedad y de riqueza en las lenguas es lo fecundo de las raíces, de las cuales brotan palabras nuevas por composición o derivación. Por mera derivación parece como que hay en la raíz una fuerza orgánica y vegetativa capaz de crear de sí misma un enjambre de voces para significar, pasando de un sentido recto a otro figurado y traslaticio, las cosas más discordes y las ideas menos análogas. Max Müller trae un curioso ejemplo de esto en la raíz sánscrita spac o spec: de aquí spicere, mirar, ver; espejo, espectáculo, espectación, espía, espiar, espionaje, respetar, respetable, respeto, respecto, aspecto, especular, especulación, especulativo, inspección, inspector, especia, especificar, especias, especiero, auspicio, conspicuo, etc., etc. Y, trocando por metátesis el spec latino en el skep griego, escéptico, escepticismo, microscopio, obispo, telescopio, caleidoscopio, estereoscopio y otras muchas voces usadas en castellano, sin contar las que provienen en las demás lenguas de Europa de la misma raíz spac o spec.

Esta fecundidad de las raíces hace la riqueza de las lenguas, aun siendo las raíces pocas. Todo el sánscrito y todas las lenguas de Europa, salvo raras palabras tomadas de idiomas semíticos o de otras familias de lenguas, provienen de mil setecientas veinte raíces que cuentan los gramáticos. Una persona bien educada y que hable de literatura, de artes, de política y ciencia, no empleará quizá más de tres mil o cuatro mil palabras en su conversación. Un orador elocuente y variado tal vez no llegue nunca a diez mil, Shakespeare, uno de los poetas más fecundos y ricos por el lenguaje, no emplea más de quince mil palabras en todos sus dramas. Milton no pasa de ocho mil. Todo el Antiguo Testamento está escrito con cinco mil seiscientas cuarenta y dos palabras25. Pero esto no quita que en algunos diccionarios de lenguas modernas de Europa haya más de cien mil palabras incluidas.

Para formar todas estas palabras hay que contar no sólo con las raíces, sino con otros elementos de los que salen las terminaciones o desinencias, ora tengan estos elementos un valor y un significado propios, ora no le tengan sino en unión a las raíces. De creer es que, aun cuando no tengan en el día un significado, le tuvieron en un principio y fueron otras tantas palabras.

Las terminaciones de los casos en la declinación fueron en un principio preposiciones, adverbios o pronombres demostrativos, y las desinencias de los verbos fueron, sin duda, otros verbos auxiliares y pronombres personales. Juzgando, pues, que toda desinencia, por donde viene a modificarse el valor de una palabra y a convertirse en otra palabra derivada, tuvo un valor por sí en un principio, hay que convenir en que la mayor parte de las lenguas tuvieron en su origen el carácter elemental o monosilábico de la lengua china; en que después fueron aglutinantes, y en que, por último, vinieron a ser lenguas de flexión. No es esto afirmar que en el orden cronológico sucediese así regularmente en todas las lenguas, si no que éste es el orden dialéctico con que todas han procedido, aunque su desenvolvimiento haya sido instantáneo, como hijo de un instinto poderoso, de una virtud plasmante de la fantasía humana en las primeras edades del mundo. Ello es que las que llaman los gramáticos partes de la oración nacieron lógicamente de la indicada manera, ya surgiesen de súbito, por espontaneidad natural o por enseñanza y comunicación divina, ya con lentitud se fuesen formando y distinguiendo. Así es que todas las voces pueden reducirse a nombres. Lenguas hay que dan testimonio de esto careciendo aun de muchas partes de la oración. En unas no hay adjetivo; en otras no hay voz pasiva en los verbos; en muchas, el verbo ser no se da. La idea abstracta de ser parece haber acudido tarde. Las raíces sta, as y bu sánscritas, de donde los verbos estar, ser, fue, significaban en un principio cosas más materiales: bu o fu, que parece ser la raíz más antigua, equivale a soplar, alentar, vivir.

Pero explíquense como se quiera el origen de los idiomas y su primordial desenvolvimiento, yo me inclino a creer, y repito, que este modo de proceder es dialéctico y no cronológico; y si fue cronológico y natural, fue por ingenuidad y por inspiración de los primeros hombres y no por reflexión y discurso. Por reflexión y discurso, hubiera sido menester gran copia de ciencia y de filosofía para atinar con la formación del más imperfecto de los lenguajes; y antes parece lo contrario: que el divino artificio de ellos iluminó a los hombres y los condujo a distinguir las ideas, a ordenarlas y a clasificarlas, por donde pudieron pasar de lo particular a lo general, de lo concreto a lo abstracto y de lo sensible a lo inteligible. Esa misma fuerza del lenguaje hizo que se determinasen y diversificasen las ideas hasta en sus matices más varios y delicados.

Todavía el lenguaje no ha perdido, ni aun en las civilizaciones y razas más adelantadas, aquella virtud generadora de nuevas voces cuando la necesidad lo exige. Raíces nuevas son las que nacen rara vez. Aquellos vocablos cuya etimología no se halla, son casi siempre de una condición plebeya, formados por capricho y rayando en lo truhanesco y chabacano, verbigracia, en nuestra lengua, cursi, filfa, guasa, camelo. Pero si lo examinásemos con detención, hasta en estos vocablos descubriríamos el origen etimológico. Por el contrario, los neologismos nobles y cultos provienen todos claramente, por derivación o composición, de una raíz ya creada, no habiendo más reglas en esto de producir nuevas voces que el buen gusto, la razón etimológica, las leyes de la eufonía y la necesidad de producirlas. Mucha burla, por ejemplo, se ha hecho del verbo presupuestar, que viene de presupuesto, que viene de presuponer. Esto sólo prueba u olvido de las leyes y naturaleza del lenguaje, o falta de reflexión, pues al cabo no es una ciencia oculta ni un misterio recóndito el que hay en español centenares de verbos formados exactamente, como presupuestar, del participio pasivo irregular o del supino de otro verbo. Sirvan de muestra cantar, decantar y encantar; de cano, cantum, cursar, de curro, cursum; pensar, de pendo, pensum; pulsar, impulsar, expulsar, de pello, pulsum; saltar, insultar, consultar, exultar, de salio, saltum; y depositar y despropositar, de pono, positum. Decía en tono de burla un ilustre poeta, clamando contra este neologismo de presupuestar, que por qué no había de decirse presupuestación. En efecto, sólo el buen gusto y la no necesidad del vocablo pueden impedir que se diga. Por lo demás, tan legítimamente y por los mismos grados va derivándose presupuestación de presupongo, que actuación, por ejemplo, de ago, pasando por actuando, actuar y actum.

Cuando las palabras nuevas se forman con preposiciones o con esas desinencias que en un tiempo pudieron y debieron tener un significado, pero que ya no le tienen, las palabras son derivadas, y de esta derivación es muy capaz nuestro idioma. A lo que su índole no se presta sino con suma dificultad es a la composición de dos o más palabras, nombres o verbos, lo cual hacen ricas las lenguas alemana y griega, salvo que en griego hay cierto organismo y flexión en este género de composiciones, mientras que en alemán son siempre una aglutinación inorgánica. Algunas lenguas americanas llegan en esto a tal extremo, que encierran toda una frase en una sola palabra, por lo cual se llaman holofrásticas o polisintéticas. En español, no se crea esta clase de palabras sino en estilo familiar y casi siempre por burla o donaire, como pinchauvas, papamoscas, cascarrabias, correveidile, carirredondo y cariacontecido. Si hay otras palabras compuestas, se toman ya formadas del latín, y casi todas se emplean sólo en un estilo muy elevado y poético, como armipotente, olivífero y altisonante.

Otra causa de la diversidad de las lenguas hermanas y congeneradas del mismo tronco es adoptar una raíz diversa para significar el mismo objeto, lo cual no impide que de cada una de las raíces haya derivados en cada una de las lenguas. Señor, por ejemplo, viene en español de senior, comparativo de senex, anciano; y, sin embargo, dominus, que viene de dam, dom, casa, en sánscrito, latín o griego, tiene también sus derivados en español, en dama, dueño, dueña, doña, don, domicilio, dominar, dominación, dominador, doméstico y domingo. Herr, que equivale en alemán a señor, es como el latín herus, que viene de hera, tierra. En alemán leche es milch; mas ambas palabras, aunque tan distantes, tienen su analogía en el latín y en el griego. Leche en lac-lactis, galacs, galactos. La sílaba ga es, sin duda, el nombre sánscrito de la vaca. Y milch viene de mulgeo y amelgo, ordeñar.

No menos que por la homogeneidad del vocabulario se reconoce el parentesco de las lenguas indoeuropeas por la semejanza grande de la gramática, como lo demuestra Bopp en la suya. Las declinaciones y las conjugaciones se parecen mucho. Las irregularidades de los verbos y de los casos en algunos nombres dan asimismo testimonio de la semejanza.

Alguien hallará extraño que se sostenga este parentesco, que se declare evidente esta afinidad, cuando es tan grande la diferencia entre los idiomas hablados; pero más es de extrañar, y aun de maravillar, que las señales del parentesco persistan aún tan claras, después de tantos siglos transcurridos desde la separación de los arios y sus inmigraciones sucesivas en Europa y después de tantas mudanzas en su manera de ser, en su cultura y en sus creencias.

Esto se debe primero a que, como hemos dicho, no se inventan palabras radicalmente nuevas, sino que las nuevas palabras para expresar nuevas ideas se han ido sacando, o por composición, o por derivación, de las antiguas palabras y raíces, siendo en esto inagotable el tesoro del idioma. Y segundo, a la virtud extraordinaria que tienen los idiomas indoeuropeos de imponerse a otros y de no dejarse imponer. Son como la raza misma, que absorbe, vence y domina, y no se deja absorber ni dominar por elementos extraños. El lenguaje de los arios ha tenido siempre la fuerza de expeler de las formas, los modismos y hasta las palabras de otros idiomas, conservando la pureza. Desde el albor de las civilizaciones, desde la primera monarquía de los caldeos, fundada por Nemrod en el centro de Mia, las razas cushita, tuaniense, semítica y aria se mezclan y se unen para formar aquel Estado. En las palabras que el erudito Rawlinson ha podido reunir de la lengua que se hablaba en aquella monarquía, la monarquía de las cuatro razas, hay palabras semíticas, cushitas, turianenses y arianas, y, sin embargo, la lengua de los arios salió pura de este consorcio para manifestarse en las monarquías de los medos y de los persas.

La historia de la lengua en España demuestra esta vitalidad y persistencia de la de los arios. Tal vez el primer pueblo que inmigró en España fue el vasco, pueblo turianense, hablando un idioma que no es indoeuropeo. Este pueblo no sólo se extendió por toda la Península, sino que estableció colonias en las grandes islas del Mediterráneo, Sicilia, Córcega y Cerdeña. Los nombres geográficos de montes, ríos, ciudades y villas lo atestiguan aún, según las etimologías que Guillermo Humoldt declara26.

Los pueblos semíticos vinieron también a España desde los tiempos más remotos. Los fenicios fundan colonias se extienden por gran parte de la Bética; los cartagineses dominan casi todo el país y en él disputan el imperio a Roma; los hebreos se esparcen y se establecen en España desde la época de la cautividad babilónica. Y los árabes dominan, por último, durante siete siglos. Sin embargo, pocos rastros quedan en español, ni en el diccionario ni en la gramática, ni de turanismo ni de semitismo. Las palabras hebraicas y arábigas que en español se conservan la lengua misma las va lanzando de sí y sustituyéndolas con las correspondientes voces latinas, como sastre en vez de alfayate; espliego, en vez de alhucema; ginesta, en vez de goyumba; barbero, en vez de alfageme; pistacho, en vez de alfoncigo, y azufre, en vez de acrebite. Las palabras arábigas en uso llegarán a ser sólo las que tengan un valor histórico, al menos por la procedencia; las que denoten algo propio de los árabes y los nombres geográficos, como almimbar, alminar, hurí, alfaqui, Almadén, Alcántara, Alcalá, Guadalquivir, zahorí, alcalde y jeque. Con la lengua éuscara sucede lo mismo: apenas se encuentran ya palabras éuscaras sino en nombres propios de apellidos y lugares, como Asturias, de asta y ura, peña y ura; e Iliberi, de ili o iri, ciudad, lugar, y beri, nuevo.

Yo, sin embargo, me inclino a creer que la lengua éuscara, así como la raza que la habla, si bien hubo de extenderse en un principio por toda la Península y aun por otras regiones, se limitó, mucho antes de la conquista romana, al país donde hoy se habla. Entre los turdetanos y celtíberos debió prevalecer, más que el céltico, un idioma pelásgico, parecido al griego o al latín; y lo mismo en otras comarcas, por más que el idioma oficial fuese el semítico entre los bástulos y otros pueblos donde dominaron fenicios o cartagineses. No se comprendería de otro modo la rápida latinización de toda España bajo el dominio de Roma. Además, las medallas e inscripciones y los antiguos alfabetos, casi demuestran que antes de la conquista romana prevalecían tales idiomas y escrituras27.

Los recientes descubrimientos del señor Góngora no invalidan la teoría, porque los caracteres e inscripciones extraños e ininteligibles que ha publicado son mucho más antiguos, sin duda, y acaso tuviesen su origen en la época primera en que los vascones dominaban toda la Península, aun antes de la venida de los celtas28. Quién sabe si un día podrán interpretarse estos letreros con el auxilio de la lengua que hoy se habla en Vizcaya, y podrá descubrirse algo de la primitiva civilización, de las creencias, usos y costumbres de los españoles prehistóricos.

Entre tanto, es indudable que, así en la raza como en el idioma, a pesar de las invasiones semíticas y a pesar de los pueblos primitivos que eran turanienses, el elemento indoeuropeo ha prevalecido entre nosotros.

Tal vez algunos oídos escrupulosamente piadosos se escandalicen de la predisposición que muestra el señor Canalejas por los arios, y de la inmensa superioridad que sobre los semitas les concede. Sin duda que un pueblo semita fue elegido por Dios para depositario de los dogmas y de las creencias que habían de salvar y de rescatar a la Humanidad. Sin duda que este pueblo debía de tener egregias cualidades cuando Dios lo llamó a tan alto ministerio. La lengua en que habló Salomón, legisló Moisés y cantaron David, Isaías y los demás profetas, no debe ser menospreciada, pero el pueblo judío es un pueblo singular, y el señor Canalejas habla en general de los semitas; y, por otra parte, aun cuando los judíos y la lengua hebraica fuesen comprendidos en la sentencia del señor Canalejas, no se podría tachar esta sentencia de heterodoxa. Más severamente aún que el señor Canalejas, y más por bajo, al compararlas con las lenguas indoeuropeas, pone el cardenal Wiseman las semíticas. «Estas lenguas sin partículas y sin formas propias para expresar las relaciones de los objetos, endurecidas y yertas por una construcción inflexible, y confinadas por la dependencia de las palabras que vienen de raíces verbales a la idea de la acción exterior, no pueden conducir al espíritu a las ideas abstractas.» Hace después un cumplido encomio de las lenguas indoeuropeas, y por último añade: «Estas reflexiones nos llevan a considerar el orden observado por Dios en la manifestación de la verdad revelada. Mientras que sus revelaciones debieron ser, más bien que propagadas, conservadas; mientras que sus verdades se referían principalmente a la historia del hombre y a sus deberes más sencillos para con Dios; mientras que su ley consistía más bien en preceptos de observancia exterior que en restricciones interiores, etc.», la lengua sagrada fue el hebreo. «Pero no bien se realizó un importante cambio en los fundamentos de la revelación divina y en las facultades a que se dirige, cuando se verificó así mismo un cambio correspondiente en la familia a quien su administración y su principal dirección están confiadas. La religión, destinada hoy para la totalidad del mundo y para todo individuo de la raza humana, exigiendo, por tanto, testimonios más variados a fin de responder a las necesidades y satisfacer los ardientes deseos de cada tribu, de cada país y de cada siglo; la religión, digo, se puso en manos de otros obreros, cuya más vigorosa energía de pensamiento, cuyo más fogoso impulso de investigación pudiese con más facilidad descubrir y esclarecer sus inagotables bellezas, produciendo así nuevos motivos de convicción y nuevos asuntos de alabanza»29.

Ya se entiende que ni el cardenal Wiseman, ni el señor Canalejas, ni quien esto escribe, queremos extremar el menosprecio hacia los judíos, pueblo a quien, aun estimadas las cosas por un modo racionalista, es innegable que debe mucho el género humano, y en cuya alta inteligencia no ha habido degradación ni mudanza hasta ahora. En su misma soberbia, que raya a veces en lo absurdo, hay algo de respetable. Así, por ejemplo, el glorioso poeta y agudo filósofo Jehuda Levita de Toledo, supone en los hombres de su raza prendas naturales tan superiores a las de otros seres humanos, que por ellas viene a explicar el don de profecía, la comunicación inmediata con Dios, lo que él denomina el caso divino; el cual caso divino se posó sobre toda la congregación de Israel por naturaleza y nacimiento, sin que apenas sean dignos, ni merecedores, ni capaces de tanto los hombres de otra casta30. Y en nuestros días, el judío francés Salvador, en uno de sus más interesantes trabajos, pretende demostrar que la Providencia, hallando aún poco ilustrados a los pueblos de la Tierra para que aceptasen el judaísmo, suscitó un Profeta, en uno de los lugares más humildes y despreciados de Judea, para predicar una doctrina que sirviese de pasto espiritual y de preparación a los pueblos indoeuropeos, hasta que se elevasen a la altura intelectual conveniente y pudieran recibir en toda su pureza las doctrinas judaicas31. Como ya hemos visto, las lenguas semíticas apenas tienen ni descubren parentesco, ni por el vocabulario ni por la gramática, con las lenguas indoeuropeas. El señor Canalejas no se para a demostrar este aserto; pero, dada la índole o condición de su obra, no puede pararse. Además, que lo que en todo caso habría que demostrar sería la semejanza, en lo cual se han forzado en balde, con más imaginación que juicio, no pocos autores. Hallan algunos la semejanza rastreando etimologías por medio de anagramas. Fúndanse para ello en las diversas maneras de escribir de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y en las inscripciones, que denominan boustrophedon, porque en ellas van y vienen los renglones como el buey cuando ara. Así calculan que al pasar las palabras de una escritura a otra, se han leído al revés, y de aquí su diversidad. Algunas coincidencias vienen en apoyo de esta aventurada hipótesis si ingeniosa harto poco sólida. Verbigracia, kid, en arábigo, significa regla, y al revés, tenemos dik, que es justicia en griego; sar es en lengua pérsica la cabeza, y el mismo significado tiene en arábigo ras y rosh en hebreo32. Aún pudieran citarse muchas más de estas etimologías, que sólo prueban la paciencia y la imaginación de quien las busca, porque, siendo las letras y las sílabas los elementos de todo idioma, y los órganos de la garganta, del pecho y la boca los medios de pronunciar toda palabra, por fuerza han de parecerse muchas, por extraordinario que sea el número de combinaciones que pueda construirse con todos los signos del alfabeto y los signos articulados. Por otra parte, aun sin acudir al anagrama, leídas derechamente, hay y debe haber no pocas palabras hebraicas, caldeas samaritanas o arábigas, que hayan venido a naturalizarse en nuestras lenguas indoeuropeas, o que hayan pasado de nuestras lenguas a las semíticas. Así, por ejemplo, tierra y diente. Lo maravilloso sería no hallar jamás analogías de esta clase, habiendo estado en tan íntimo comercio y trato unos pueblos con otros desde el albor de la Historia.

Ya he dicho que el señor Canalejas, aunque aspira a dar en su discurso un breve resumen de los más recientes descubrimientos de la filología, y aunque acierta a presentar con notable concisión de estilo y poder de síntesis un cuadro sinóptico de la ciencia, tal como lo es en el día, más se atiene a lo experimental que a aquella parte fundada en especulación y como en atisbos y fuerza de raciocinio, que trata de fundar la filosofía de esta ciencia, desentrañando los orígenes del lenguaje y procurando explicar sin acudir a los asertos de ninguna religión positiva. Con todo, el señor Canalejas, en virtud de su creencia, o, mejor dicho, de su doctrina de progreso, decide, según ella, por lo menos algunas cuestiones secundarias.

No soy yo de los que niegan el progreso humano, así en el individuo como en las sociedades; pero no lo creo tan ordenado y simétrico, tan por igual en todo, que no admita excepciones y distingos en no pocos puntos y momentos. El mismo señor Canalejas acepta estas excepciones, y no puede menos de aceptarlas; pero las acepta con más dificultad, más a despecho suyo que yo, y de aquí nace nuestra divergencia en la cuestión que llena casi toda la segunda parte de su discurso: el paralelo entre las lenguas clásicas antiguas, el griego y el latín y los modernos idiomas. Si bien para el señor Canalejas hay ventajas y desventajas que se van compensando, al fin no queda en el fiel la balanza de su juicio, y se inclina a un fallo favorable a los modernos idiomas que llama analíticos. Los antiguos tienen más lozanía, tienen las gracias de la adolescencia; pero los modernos tienen el brío, la robustez, la energía de la edad viril. Los antiguos son mejores para que hable por ellos la imaginación; los modernos para que la razón hable por ellos. Unos eran más adecuados a la poesía; otros se prestan y adaptan mejor a la filosofía y a la ciencia.

Yo me pongo más resueltamente en favor de las lenguas clásicas y les concedo la primacía en todo. Cuanto depende del instinto, de la fantasía, de la inspiración, es más propio de las edades primeras que de estas en que vivimos, y más aún si se trata, no de instinto, de inspiración o de fantasía individual, sino de estas facultades obrando colectivamente agitando, por decirlo así, la mente y el corazón de las muchedumbres y haciéndoles producir obras semidivinas, inconcebibles hoy, como la creación del lenguaje.

En corroboración de mi parecer, diré que la poesía lírica, la cual tiene mucho de individual, es hoy, si no superior, igual a la poesía lírica de los mejores tiempos. El poeta aisladamente puede inspirarse, lo mismo ahora que en todos los tiempos, y aun encumbrarse en los presentes a mayor altura, porque ya el saber le ha hecho trepar paso a paso a una cima excelsa desde donde se descubren horizontes muy anchos y desde donde cuesta menos esfuerzo tender las alas del espíritu y alzar el vuelo a esferas superiores, cerniendose en puntos sublimes, a los cuales los antiguos poetas, alzándose desde más abajo, no pudieron nunca soñar que se elevarían; pero, aun en la poesía lírica de hoy, noto algo de menos cabal que en la antigua. La de hoy rara vez habla a las muchedumbres sino rebajándose y humillándose hasta ellas y halagando ruines instintos y groseras pasiones. Cuando la poesía lírica es más alta, suele ser meramente sugestiva y mirar al vulgo con soberbio desdén: suele ser un monólogo, no una arenga; no una enseñanza dirigida al pueblo, sino sólo a algunas almas escogidas. Apenas si alguien más que Schiller en el Canto de la campana, Leopardi en la oda a Italia, Quintana en sus versos patrióticos y Manzoni en sus himnos sagrados, se aparta de esta regla general, y habla, o mejor diré, canta para el pueblo y se dirige a la Humanidad, o al menos a la patria, con inspiración y con acento digno y elevado. Pero en nuestra edad no se da aquella gran poesía donde se requiere la inspiración colectiva: donde no se comprende al poeta aislado; donde el pueblo ha de ser, permítase la expresión, no sólo espectador o auditorio simpático, sino como colaborador del poeta; donde nace la poesía de un consorcio íntimo, de una comunión misteriosa, de una corriente magnética entre el espíritu de un singular poeta y el de todo un pueblo, a fin de que el canto del poeta resuma y cifre por un procedimiento inenarrable toda una civilización con todas sus fases, en la hora dichosa, en la estación vernal de su prístino florecimiento, para que sea fecundo el germen de los más ricos, ubérrimos y sazonados frutos ulteriores. Así es que la epopeya no puede ser ahora sino artificial y erudita. Nada parecido a la Ilíada puede haber habido en la historia literaria del mundo. Las circunstancias que concurrieron en la creación de aquel poema, ni se dieron antes, ni volvieron a darse después, ni se volverán a dar nunca. Aquel poema divino fue la rosada luz de la aurora, la primera flor que contenía en sí toda la semilla de la civilización helénica, y, por consiguiente, de la civilización europea en cuanto tiene de más bello y elevado.

Los poemas indios vienen después de libros de teología, de leyes, de filosofía y tal vez hasta de gramática. El Dante escribe su poema cuando el saber, la erudición y hasta el ergotismo y la pedantería de su edad no cabían en su poema; y lo escribe además en una lengua que no tiene la frescura primigenia ni la nitidez virginal del griego, y que es, con todo, más incorrecta, menos rica, menos completa que el griego. En el día no puede haber epopeya; lo que la sustituye es la novela, epopeya casera, sin ideal o con un ideal enfermizo y quintaesenciado, en que el poeta no habla a las muchedumbres, ni con brío y entonación profética, ni al aire libre,


donde no se apoca
el numen en el pecho
y aliento fatídico en la boca,



sino que habla desde su estancia, con inspiración en que la crítica reflexiva entra por mucho, y sólo se entiende uno a uno con los lectores que también aisladamente le leen.

En el teatro mismo, por más esfuerzas que se hagan para elevarle, no hay ni puede haber en el día esa enseñanza, esa escuela de moral, esa institución religiosa del teatro griego. El teatro no puede ser entre nosotros sino poco más que un mero pasatiempo, una diversión culta y honrada. A pesar de las excelencias de Shakespeare y Calderón, el culteranismo, las extravagancias y el mal gusto que afean las obras de ambos, el realismo escéptico del uno y el sentimiento religioso del otro, por demás intransigente y materialista no consienten que se muestre en ellos aquella virtud profética, aquella enseñanza trascendente de las tragedias de Sófocles y Esquilo. Shakespeare vive en su época y la describe y la comprende; Calderón es un arcaísmo, como la corte en que vivía; en Sófocles y Esquilo rebosa el presagio.

En suma: la virtud plasmante de la fantasía ha decaído en la colectividad, en la sociedad entera y en aquellas artes que viven más de la inspiración colectiva. El arquitecto de ahora, con más ciencia que el antiguo, podrá poner el panteón de Agripa sobre el Partenón; combinar el estilo gótico con el arábigo; remedar los templos egipcios e indianos; edificar un alcázar airoso, gentil y afiligranado, como la Alhambra y construir una catedral gótica, mayor y más perfecta en lo interior que la de Sevilla, y en lo exterior que la de Colonia o la de Burgos; pero no creará nada nuevo. El escultor se esmerará en balde y no se aproximará nunca en sus estatuas a la inmaculada hermosura del Apolo del Belvedere, de la Venus de Milo o del grupo de Laocoonte. Con el artificio, con el estudio, con el juicio, haremos algo más correcto, más ajustado y ceñido a las reglas, pero inferior por la inspiración y el significado. Esto sucede con más razón aún en el lenguaje.

Un ideólogo, un hábil gramático de nuestros días, podrá crear un lenguaje que presuma de universal, hecho a compás, vaciado en un molde de la dialéctica, sin irregularidades ni odiotismos, o podrá corregir y atildar el suyo y de sus conciudadanos, por tal arte que se preste a expresar con precisión las más vaporosas sutilezas y las más oscuras e inefables profundidades; pero no se hará aceptar por el pueblo, porque su lengua será una cristalización inanimada, y no un organismo fecundo y viviente.

Claro está que los modernos idiomas no se han formado por artificio, sino naturalmente; pero se han formado en época de menos virtud plasmante en el pueblo. En la historia de los mismos idiomas, en el orden que han seguido sus transformaciones y cambios, creo ver además otra razón en favor de los antiguos, sobre todo, del latín y del griego.

Hay un pueblo enérgico, poderoso, absorbente, conquistador, y se extiende por el mundo y difunde por dondequiera su lenguaje. Este lenguaje se altera, se corrompe, se muda al extenderse, o por derivaciones que nuevas ideas obligan a hacer, o por cambios de pronunciación, o por mezcla con idiomas bárbaros. De aquí nacen en cada región, donde el pueblo conquistador se ha establecido, no uno, sino muchos dialectos. Llega un grado de civilización más alto en aquel Estado o región, y lo mejor de todos los dialectos se amalgama y se funde en uno solo, bajo el influjo incontrastable de uno o más grandes poetas, oradores o legisladores, y surge por selección la lengua literaria, la lengua general de la nación toda. Es a su vez esta nación civilizadora y absorbente, y esta lengua literaria, al difundirse por el mundo, vuelve a diversificarse y a desmenuzarse en multitud de dialectos, de los cuales salen luego nuevas lenguas literarias a la vez.

De este modo fue el lenguaje de los arios. Los primeros cantos de los Vedas acaso fueron escritos antes de la separación. Se esparcen los arios por el mundo, y llevan su lengua transformándola en sus diversas emigraciones y dando origen a multitud de dialectos. En Grecia, se juntan estos dialectos y nace o prevalece la lengua literaria general griega. En Italia contribuyen también diversos dialectos a la formación del latín. Conquistan los romanos diversos países, y el latín se difunde con ellos y se trueca en multitud de dialectos rústicos. Cada nueva nación, por último, aglomera lo más bello de estos dialectos, y forma su idioma literario respectivo. Así el español, el francés y el italiano.

Pero en estas evoluciones análogas y sucesivas, en estas construcciones y reconstrucciones alternadas, ¿sigue constante, inalterable, sin expresión, la ley del progreso? ¿Van siempre las lenguas de peor a mejor? En suma, y contrayéndonos a las lenguas indoeuropeas; ¿son las lenguas de la moderna Europa más ricas, más bellas, más enérgicas, más aptas para expresar lo más sutil y lo más profundo del pensamiento humano? Yo entiendo que no.

La ventaja, el progreso de la civilización, están en que hoy sean muchas más las lenguas literarias que simultáneamente florecen y se desenvuelven en ricas y sincrónicas literaturas y que concurren a la par a los descubrimientos científicos, a la creación de los sistemas filosóficos y a las teorías de que brotan el movimiento religioso y el movimiento político del mundo. En lo antiguo era rara esta simultaneidad. Uno o dos pueblos fueron los maestros de las gentes, los corifeos y guías de las naciones, los exploradores en la marcha de la Humanidad. Mas por esto mismo, el instrumento de que se valieron, el lenguaje, hubo de ser providencialmente más perfecto entre ellos. La ciencia, la literatura, las artes y las leyes de griegos y romanos, crearon un elemento nuevo y fecundo, muy superior a toda obra de los arios de Asia, lo cual fundó desde luego la primacía que aún dura, y tal vez dure siempre, de las razas europeas. De aquella única civilización grecolatina ha brotado la nuestra como del tronco las diversas ramas. Natural es, por consiguiente, que las lenguas griega y latina fuesen también únicas y muy superiores a las de ahora.

Si de estas consideraciones generales tuviéramos tiempo de descender a pormenores, su examen confirmaría nuestra opinión. La riqueza de formas, nacida del carácter del latín o del griego, es indudable que hace más variados, más concisos, más briosos aquellos idiomas. Tener más modos, voces y tiempos en los verbos; más números y casos en los nombres; un participio casi en cada tiempo, así en la voz activa como en la pasiva; multitud de desinencias en las declinaciones y conjugaciones, y una gran facilidad y flexibilidad para formar armónicamente y con organismo nuevas palabras por medio de las preposiciones y de la unión de nombres diversos, son, en mi sentir, indudables ventajas.

No se puede objetar que los idiomas modernos ganan en precisión y exactitud lo que pierden en abundancia y euritmia; porque, si bien se considera, ¿qué mayor claridad ha de nacer de que las palabras carezcan de un valor completo y fijo en ellas solas, y en que la posición que ocupan en el discurso tenga que determinar y circunscribir su significado? Entonces no habría lengua más precisa, exacta y clara que el chino, donde una misma palabra puede ser sustantivo, adjetivo, verbo, adverbio y preposición, según el lugar que ocupa. Proviene este error de confundir la expresión de un concepto, que es sucesiva en el lenguaje, con el concepto mismo, que aparece por completo de una vez en la mente. Pedro hiere a Juan, pongo por caso, en otros idiomas modernos, donde ni siquiera se distingue el acusativo con la preposición a, sólo puede decirse de un modo: primero, Pedro que hiere; luego, el verbo herir, y, por último, la persona herida. Pero ¿qué mayor lógica ni qué mayor claridad hay en esto que en invertir de todos los modos imaginables los términos de la oración, cuando todos y cada uno de por sí tienen su significación concreta, sin que se le dé el lugar que ocupan, sino la desinencia que los determina? El procedimiento dialéctico no es contrario al hiperbático, porque la comprensión de un concepto es y debe ser simultánea, aunque sea sucesivo el modo de expresión. En el arte de la pintura, el modo de expresión es simultáneo: Pedro hiriendo a Juan se expresa de una vez, como en la realidad se ve y se comprende de una vez.

En el arte de la pintura, una obra se percibe de una vez con todas sus múltiples y variadas bellezas, en todos sub pormenores y en su rico conjunto. Una obra literaria se va comprendiendo y percibiendo a trozos, y así para abarcarla toda y hacerse cargo del conjunto es menester el auxilio de la memoria y de la imaginación, y guardar en el alma los trozos fugitivos y los diversos pasajes, y reconstruirlos luego por un trabajo interior, a fin de ver mentalmente el todo. Lo que se afirma de una obra extensa, de un poema, de un drama, de una novela, bien puede también afirmarse de un párrafo, de un período, de una oración la más sencilla.

Proviene de aquí la conveniencia de un orden, tanto en toda una obra cuanto en un solo período; pero este orden, fundado en razones mnemotécnicas, en caminado a herir con más viveza la imaginación con el punto más culminante, lejos de oponerse al hipérbaton, lo requiere y solicita, cuando se usa con acierto, colocando en el lugar más conspicuo el pensamiento o la palabra capital, en torno del cual o de la cual se agrupan las otras palabras o los otros pensamientos. Por el contrario, el orden tan celebrado de lógico no es más que un recurso, una convención arbitraria para remediar la pobreza de los idiomas que han menester que las palabras se pongan en un sitio determinado, a fin de que su significación vaga se aclare, concrete y fije.

El carácter analítico de las lenguas modernas no es, pues, más lógico: es una pobreza. Extremándole, pudiera irse hasta algo parecido al chino, hasta una lengua sin gramática. Por fortuna, observamos lo contrario: observamos que las lenguas, en vez de propender a más descomposición, vuelven a recomponerse. En inglés y en alemán se forman aún los futuros con verbos auxiliares; en nuestras lenguas neolatinas hemos vuelto a reconstruir estos tiempos, amalgamando los auxiliares con el verbo principal: verbigracia, he de amar, hía o había de amar, se han transformado en amar-he o amaré, amar-hía o amaría.

El griego moderno había perdido muchísimas formas que va ya recuperando. ¿Se dirá por esto que el griego del siglo pasado era más perfecto que el del siglo de Pericles y que ya va degenerando otra vez? Hasta el infinitivo se analizaba por haber caído en desuso. En vez de decir, por ejemplo: Voy a vestirme para ir a comer con Fulano, había que decir: Voy a que yo me vista, para que yo vaya a que yo coma con Fulano. ¿Es esto quizá más lógico y más primoroso?

Repito, pues, que indudablemente las lenguas modernas son inferiores a las lenguas clásicas, griega y latina, como quiera que este asunto se considere y estudie. El progreso no es universal y constante o sin excepción en todo, pueblos hay que degeneran, decaen y hasta se hunden; otros que se levantan, crecen y suben hasta el mayor auge. Lo que ocurre en las razas y pueblos, ocurre también en las aptitudes y facultades. Por donde, si en muchas cosas importa ser progresivos, sin olvidarse de la tradición y sin menospreciar lo pasado, en otros asuntos se encamina más hacia la perfección el que es conservador y hasta retrógrado, porque lo menos imperfecto, aunque no con frecuencia, suelen hallarse también en el atavismo. Esto último ocurre en la contextura de las lenguas, cuya mejora, cuya belleza y primor suele estar en lo arcaico, y cuya corrupción y ruina suele ser el neologismo de la frase. Pero si esto es así en la contextura da las lenguas, en su forma, en su gramática, lo contrario puede entenderse de la parte léxica; esto es: de la materia, del caudal de voces, donde el neologismo, si está discretamente formado, si se acepta y emplea, no por ignorancia del vocablo propio, sino porque no le hay para expresar bien la idea nueva, no sólo es permitido, sino laudable, útil y conveniente.

Tengo una verdadera satisfacción y me complazco en creer que al decir esto soy fiel intérprete de los pensamientos de esta Academia, la cual considera que la lengua debe conservar su índole propia y castiza, y no desfigurarse con giros exóticos y ridículas novedades; antes recomienda a los escritores el estudio de nuestros admirables poetas y prosistas de los siglos XVI y XVII, en quienes no puede ver ni ve nada de anticuado. Por el contrario, la Academia aplaude el neologismo en las voces, cuando las voces son de procedencia y formación legítimas, y expresan, en efecto, una idea nueva, un nuevo matiz y una nueva faz de una idea antigua.

Los grandes trabajos que esta Academia prepara prueban su deseo de que los recientes progresos de la filología comparativa influyan como deben en el cultivo de la lengua patria. Uno de estos trabajos es un Diccionario etimológico, obra que ha tiempo acometió por sí solo un individuo de su seno, a quien la muerte impidió llevar a buen término tan arduo propósito, y obra de la que ya también otro ilustre académico nos ha trazado, por decirlo así, un excelente bosquejo33. Para esta empresa no se debe negar que doctísimos filólogos extranjeros nos han allanado el camino escribiendo Diccionarios etimológicos de otras lenguas hermanas, y lo han facilitado particularmente, Díez, con su Diccionario y su Gramática de las lenguas románicas, y Engelmann, con su Glosario de palabras españolas y portuguesas que se derivan del árabe. Asimismo piensa la Academia componer y publicar un Diccionario de arcaísmos y un Diccionario de neologismos. Para estas y otras semejantes tareas me atrevo a afirmar que hemos hallado un eficaz auxilio en la activa y despejada inteligencia, en el mucho saber y en el celo laborioso del nuevo académico, a quien he tenido la honra de contestar en este desaliñado discurso.




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Las Cantigas del Rey Sabio

Disertación leída el 12 de febrero de 1872, ante la Academia Española, en junta que honró con su presencia el emperador del Brasil, y publicada en 1878



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- I -

Encargado por la Real Academia de dar una breve noticia de los códices que llevan por título el de este escrito, empezaré por reconocer mi incompetencia para examinar y juzgar el valor artístico de la música y aun de las preciosas miniaturas y primores caligráficos que contienen. Queda esto al cuidado de hábiles y entendidos artistas, paleógrafos y anticuarios, los cuales sabrán poner en su punto, estimar y tasar todo el valor y el mérito de tan magníficos y curiosos documentos de la civilización española en el siglo XIII.

Aun limitándome yo a estudiar y hablar de la parte meramente poética, todavía es grande y prolija mi tarea por las muchas consideraciones y observaciones que sugiere el asunto. Trataré, pues, de exponerlas aquí en muy sucinto resumen, dejando para más adelante el ampliarlas, como conviene, a mi ver, a fin de no molestar ahora largo tiempo vuestra atención ni abusar de vuestra indulgencia.

A tres géneros de interesantes consideraciones se presta esta obra. Unas son filológicas sobre el idioma estilo y forma de las Cantigas; otras, estéticorreligiosas, sobre el asunto; y otras, por último, de historia general literaria sobre el enlace y relación de este mismo asunto, de las leyendas y narraciones devotas y del espíritu de que están animadas, con lo que se conoce por el estilo en las demás literaturas de Europa durante los siglos medios.

De todo esto me creo obligado a decir algo; pero he de procurar que sea con cierta concisión que no dañe mucho a la claridad y al orden.

La lengua gallega y la lengua portuguesa fueron indudablemente el mismo idioma, desde su origen hasta más de mediado el siglo XV. En cierto modo puede afirmarse que el portugués dimana del dialecto gallego, pues antes de que hubiera verdaderamente Portugal; esto es, antes del siglo XI, el dialecto gallego se hablaba.

El origen de este dialecto, así como el origen del habla castellana, se pierde en el seno oscuro de nuestra historia de la Edad Media, y es difícil, si no imposible, señalar el momento en que ambos idiomas aparecen. El despertar colectivo de una nacionalidad, que a esto equivale la creación de un nuevo lenguaje, es un fenómeno misterioso, un hecho que pasa sin que tenga conciencia de él, ni mucho menos lo observe, el mismo por quien pasa; así como no hay individuo que, por mucha atención y por grandes esfuerzos, que emplee, pueda ni siquiera percibir el momento singular, el tránsito tenebrosamente inexplorado del sueño a la vigilia o de la vigilia al sueño.

Lo posible, por tanto, y lo que conduce a nuestro propósito, es señalar un documento de alguna extensión y valor, donde, si bien rudamente, el idioma aparezca formado y contenido en germen todos sus futuros desenvolvimientos y excelencias. Este documento es, para el habla castellana, el Poema del Cid. En mi sentir, el libro de las Cantigas del rey don Alfonso el Sabio puede aspirar a la gloria de ser este documento con respecto a la lengua portuguesa. Veamos hasta qué punto es sostenible el aserto.

Si hemos de creer a los autores de una época anterior a la nuestra, cuando la crítica no era tan severa ni tan sutil como ahora, el gallego o portugués primitivo tiene una remotísima antigüedad: es más antiguo que el castellano. No hay documento alguno en nuestra lengua que se remonte a la época de no pocos documentos portugueses que se citan; pero su autenticidad se desvanece a la luz de la crítica moderna.

Es el primero de estos documentos un romance informe, en el cual aparece, como trovador y actor a la vez, un héroe contemporáneo del rey Mauregato, cuyo nombre es Guesto Ansures. Seis de las doncellas que dicho rey enviaba en feudo o tributo al emir Al-Mumenin iban conducidas por una escolta de moros para surtir el regio harén de Córdoba, y acertaron a descansar en una casa que había en un bosque, cerca del castillo de Guesto Ansures. Éste, por una casualidad dichosa, pasó por allí a la sazón, bien armado, a caballo y con algunos pajes y escuderos. Las doncellas estaban en una ventana, lamentando su mala ventura, oyó el héroe aquella lastimera vocería y aquel desconsolado llanto; acercose a ver e inquirir lo que era, y las doncellas le enteraron de todo. Guesto Ansures se enamoró, como por ensalmo, de una de ellas, cuya hermosura y discreción eran extremadas. Su repentino amor, la orden de caballería que había recibido, y, además, sus buenos sentimientos cristianos, le movieron entonces a aventurar la vida por salvar a aquellas infelices. Llegaron en esto los moros, y, dicho y hecho, Guesto Ansures embrazó la adarga, se caló la celada, espoleó su bridón y, arremetiendo con su gente contra los moros, tantos de ellos hirió y mató que hubo de quebrársele la espada. En tal apuro, como era hombre recio y de pujanza descomunal, corrió a una higuera, desgajó una rama enorme, y blandiéndola y esgrimiéndola acabó de matar a todos los moros, machucándolos como cibera o esparto. Llevose luego a las doncellas a su castillo, donde las agasajó y regaló espléndidamente, casándose por último con aquella que le había enamorado. De allí adelante añadió a su nombre de Guesto Ansures la alcuña o apellido de Figueiredo, que significa bosque de higueras, dando origen a la ilustre familia de Portugal, en cuyo escudo de armas resplandecen seis hojas de higuera en memoria de tan noble hazaña y de las seis libertadas doncellas. El romance que lo relata todo tal vez sea antiguo; pero no debe suponerse anterior al siglo XIII. Lo más probable es que lo escribiera en el siglo XV, o en el XVI, algún curioso erudito, procurando remedar el habla antigua o fingir un habla antigua con palabras portuguesas y castellanas entreveradas. No creo que se cite este romance en documentos mucho más antiguos que la Monarquía lusitana, de fray Bernardo de Brito impresa en 1590. La rudeza del lenguaje más que de natural, da indicios de afectada, contraponiéndose a ella algunos juegos de palabras o equívocos por estilo culto, como, por ejemplo, cuando dice Guesto Ansures:


Ca olhos de esa cara
caros los comprarei.



Menos inverosimilitud de ser antiguos hay en los cantares de Gonzalo Hermingues y de Egas Monis, caballeros ambos de la Corte de don Alfonso Henríquez, y ambos tan enamorados y discretos poetas como valientes adalides. Prendose el primero de una mora llamada Fátima, la cual vivía en Alcázar do Sal. Una mañana de San Juan, y ya es sabido cuántas cosas novelescas ocurren la mañana de San Juan en todos los antiguos romances, Gonzalo Hermingues sorprendió a los moros de Alcázar, que habían salido al campo a solazarse; los puso en fuga, y les robó a su querida Fátima, con quien se casó, después de bautizada, tomando ella el nombre de Oriana. Los amores, el rapto y la temprana muerte de esta tocaya de la dama de Amadís fueron cantados por aquel Petrarca del siglo XI. Con todo, los versos que se le atribuyen son tan rudos y tan pocos, que más que invalidan, corroboran mi afirmación de que no hubo poesía portuguesa que no mereciera este nombre antes del siglo XIII.

Lo mismo puede asegurarse de los versos de Egas Monis. Una dama de la reina doña Mafalda, llamada doña Violante era señora de los pensamientos de aquel trovador guerrero; pero la ingrata le abandonó por un castellano, con quien se casó y se fue a Castilla. Loco de celos el amante abandonado, compuso cantares melancólicos, buscó en balde la muerte militando contra los moros, procuro consolarse y no pudo, y murió al cabo de mal de amores por aquella ingrata. No falta quien añada que arrepentida esta señora de su infidelidad, y llena de saudades del difunto, puso fin a su vida con veneno.

El ir unidos los nombres y las historias de Gonzalo Hermingues y de Egas Monis, quejándose uno, en verso, de la muerte, y el otro de la infidelidad de su amada, hace recelar que todo sea imaginario y supuesto, a modo de tema o asunto, semejante al de la primera égloga de Garcilaso.

Por otra parte, la leyenda poética de Egas Monis, trovador abandonado de su dama, la cual se va a extrañas tierras, parece estar fundada sobre los más reales posteriores sucesos de Bernardín Riveiro y de la infanta doña Beatriz, hija del rey don Manuel y mujer del duque de Saboya. En suma: Egas Monis, como trovador, tiene trazas de personaje fantástico, en quien han querido prefigurar a Bernardín Riveiro, y quizá también a nuestro Macías contado por los portugueses en el número de sus poetas.

Hay, por último, un fragmento de un poema épico sobre la Cava y pérdida de España que ha habido la pretensión de hacer contemporáneo del mismo suceso que relata. Faria y Sousa publicó dicho fragmento en su Europa portuguesa, y aunque hombre de ingenio y de erudición no común, era tal entonces la falta de crítica histórica, que sostuvo con seriedad que dicho poema era contemporáneo de aquella linda y malaventurada mujer, por cuyos pecados se perdió la cristiandad en nuestro suelo. El fragmento, sin embargo, está en coplas de arte mayor, por el estilo del Laberinto, de Juan de Mena, y bien puede creerse que no es más antiguo que dicho poeta cordobés. Creemos en la buena fe de Faria y Sousa; espero quizá alguien, menos escrupuloso, compuso el fragmento en su época.

Después de estas sospechosas antiguallas de que hemos hablado, nos parece que no hay rastro ni noticia en las historias literarias de Portugal de documento alguno de valer y extensión, en prosa o verso, hasta el famoso Cancionero del rey don Dionís, el cual debe de ser bastante posterior a las Cantigas34. Sin entrar aquí en prolijas investigaciones, basta para probar la superior antigüedad de las Cantigas con confrontar algunas fechas. El rey Sabio fundó en 1279 una Orden militar y religiosa en honor de la Virgen, en cuya alabanza es probable que hubiese ya compuesto muchos de sus versos, puesto que tanta admiración, amor y devoción le tenía. Una de las cantigas parece, además, estar escrita poco tiempo después de la conquista de Jerez, ocurrida en 1263, época, por tanto, a que debe remontarse por lo menos el principio de aquella gran colección de composiciones poéticas. En 1263 sólo tenía dos años de edad el rey don Dionís, y en 1279, cuando es probable que estuviesen ya escritas casi todas las cantigas, pues el rey don Alfonso murió cinco años después, en 1280, el rey don Dionís empezó a reinar de edad de dieciocho años. Cuando murió don Alfonso contaba don Dionís veintitrés años solamente, y su reinado y su vida se dilataron hasta el año de 1325.

Todas estas pruebas tienen menos valor aún que una que podemos dar aceptando la afirmación del señor Amador de los Ríos, quien juzga el códice de las Cantigas de la biblioteca toledana escrito en el año de 1255. Si esto es exacto, gran parte de las Cantigas del rey don Alfonso, y una colección de ellas de más de ciento, existían cinco o seis años antes de que el rey don Dionís naciera. Esto no obsta para que el rey don Alfonso, fervorosamente devoto de la Virgen, y su constante trovador durante toda su vida mortal, siguiera escribiendo nuevas cantigas, añadiéndolas a las antiguas y formando posteriormente códices con colecciones más completas, como el de El Escorial, que conservamos, y donde las cantigas pasan de cuatrocientas35.

El códice de Toledo es probable que sea de 1255; pero el de El Escorial es, sin duda, posterior al 1281, ya que en una de las cantigas se refiere un milagro de la Virgen, ocurrido en dicho año. Reunidas las Cortes en Sevilla, el rey convidó a comer a los procuradores y magnates, apurando mucho a sus despenseros el ser día de vigilia y no tener pescado; pero el rey se encomendó a la Virgen, que le proporcionó una abundantísima y milagrosa pesca. La cantiga que cuenta y celebra este milagro es la CCCLXXXVI, una de las últimas. Por donde se puede afirmar que el códice que las contiene todas no es anterior al año 1281. Repetimos, sin embargo, que no es esto contradecir la existencia de otros códices muy anteriores y menos completos. Don Alfonso X no dejó, durante toda su vida, de cantar los milagros de la Virgen, y consta que siempre llevaba consigo el libro de estos cantares, atribuyendo al mismo libro una virtud prodigiosa para la salud del alma y para la del cuerpo. En la cantiga CCIX cuenta el rey que, estando mortalmente enfermo en Vitoria sanó completamente al sagrado con tacto del libro de las Cantigas, que le aplicaron al costado.

El Cancionero del rey don Dionís, que corre impreso, así como otro Cancionero del mismo rey, titulado de Nuestra Señora, sin duda en loor de la Virgen, y que se supone ha de existir aún perdido entre el polvo de alguna biblioteca, son posteriores a las Cantigas. Claro está que con más razón aún lo son los versos de don Pedro, conde de Barcellos, que deben atribuirse a los últimos años del primer tercio del siglo XIV o al segundo tercio del mismo siglo, ya que la dama, principal inspiradora del conde, fue su sobrina doña María, que casó en 1328 con Alfonso XI de Castilla, el del Salado.

Es, pues, evidente, que las Cantigas de don Alfonso el Sabio son anteriores a toda otra poesía portuguesa; son el primer monumento de la riquísima literatura y de la lengua de Camoens, fray Luis de Sousa, Barros, Garret y Herculano.

No es esto decir que don Alfonso X fuera único poeta portugués de su tiempo y que cantase en medio de un silencio o mutismo general. Esto es decir sólo que las Cantigas son el más antiguo monumento de poesía portuguesa; pero en las mismas Cantigas puede haber, y habrá, sin duda, versos de otros trovadores, siendo don Alfonso X autor a veces, y a veces colector, de todas aquellas composiciones.

Ello es que en la lengua portuguesa o gallega hubo un gran florecimiento en aquella época primera, florecimiento cuya duración puede extenderse por toda la segunda mitad del siglo XIII y por casi todo el siglo XIV. Así se explica aquel famoso pasaje del marqués de Santillana, tantas veces citado, donde afirma que «el ejercicio de estas ciencias -de la poesía- en los reinos de Galicia é Portugal más que en ningunas otras regiones ni provincias de la España, se acostumbró en tanto grado, que non há mucho tiempo cualesquier decidores o trovadores destas partes, agora fuesen castellanos, andaluces o de la Extremadura, todas sus obras componían en lengua gallega ó portuguesa». Testimonio de esta verdad viene a dar el Cancionero del rey don Dionís, ya citado, el cual no fue publicado por completo por López de Moura, sino sólo aquellos versos que son del rey don Dionís o se le atribuyen. El Cancionero contiene, además, otra multitud de composiciones de poetas, así portugueses como castellanos. El señor Wolf, en su Disertación sobre la historia de la literatura portuguesa en la Edad Media, nos ha dado una lista de los nombres de los poetas de que hay alguna composición en el Cancionero del rey don Dionís. La lista consta de ciento veintisiete nombres, entre los cuales el de nuestro don Alfonso XI el Sabio, quien también compuso en gallego versos profanos; pero como así mismo entre los poetas del Cancionero del rey don Dionís aparece don Alfonso XI, «que venceu el rey de bela marin com o poder dalem mar apar de Tarifa», se ve a las claras otra prueba más de que dicho Cancionero no pudo ser coleccionado antes del año de 1340.

En el Cancionero del rey don Dionís hay otros nombres y composiciones de otros trovadores castellanos, además de los dos reyes mencionados: tales son Pero García, de Burgos; Alonso Anés, de Córdoba; Gómez García, abad de Valladolid; Juan, juglar de León, y Pedro Amigo, de Sevilla. En nuestro Cancionero, de Baena, no faltan tampoco poetas cuyas composiciones están en portugués. Y, todavía en el siglo XV, el mismo marqués de Santillana, aunque en una sola canción, y Macías, el enamorado, trovaron en lengua portuguesa-gallega. En vista de esto, no debe causarnos extrañeza, como parece sentirla Ticknor, que don Alfonso el Sabio, manejando tan hábilmente el habla castellana, eligiese para sus composiciones devotas la gallega, ni que dispusiese en su testamento que las Cantigas fuesen cantadas sobre su tumba, en Murcia, donde jamás pudo ser lenguaje vulgar el referido dialecto. Este dialecto hubo de estar en moda en el siglo XIII, y ser en la Corte de Castilla el habla elegante y de buen tono. Milá y Romey citan una antigua crónica castellana donde se ponen en boca de don Alfonso VI estas palabras: « ¡Ay meu filho! Alegría do meu corazon e lume dos meus olhos, solaz de minha valhez! ¡Ay meu espelho!» Lo que no demuestra que don Alfonso VI hablase en portugués, sino que en el siglo XIII, época en que se escribió la Crónica, nada parecía más natural que el hablar portugués un monarca de Castilla.

Sin duda que el grande influjo que ejercieron en España los trovadores provenzales, sobre todo en el siglo XIII, contribuyó indirecta, aunque poderosamente, a esta preferencia que se dio en Castilla al dialecto gallego-portugués para la poesía trovadoresca, cortesana, y, sobre todo, cantable. En Aragón hubo tantos trovadores españoles que escribieron en provenzal, que sólo Milá trae noticias y composiciones de treinta y dos en su eruditísimo libro. En Castilla tal vez no faltó tampoco quien escribiese en provenzal, aun suponiendo que no escribió el mismo don Alfonso X la célebre respuesta a Geraldo Riquier de Narbona sobre el nombre de juglar, sino que la dio oralmente y el poeta provenzal la tradujo en verso en su propio idioma; pero de ningún modo podía prevalecer en Castilla aquel dialecto extraño. Por el contrario, el gallego, que era propio de gran parte de estos reinos, y que era más adaptable que el castellano al gusto y estilo de la poesía provenzal que procuraban imitar los poetas, fue preferido naturalmente para la poesía lírica y cortesana. El más frecuente trato de los naturales de Galicia con los extranjeros que peregrinaban a Santiago, pulió y perfeccionó su lengua, y tal vez los mismos cantos que oyeron en boca de los romeros de allende el Pirineo fueron traducidos o imitados por ellos en el habla nativa. De este modo se comprende cómo habiendo sido Galicia y Portugal mucho menos visitados que Castilla por los trovadores provenzales, prevaleciese más el gusto provenzal en la poesía gallego portuguesa que en la castellana.

Para dar una idea general de esta poesía gallego-portuguesa nos valdremos aquí de las propias palabras del señor Milá, quien con gran acierto y juicio la define. «El empleo -dice- de versos de nueve y once sílabas, la construcción de las estrofas, la correspondencia de las rimas, el uso de la tornada o envío, y algunas palabras aplicadas en el mismo sentido que en las poesías de la lengua de oc, prueban cumplidamente la influencia provenzal en la escuela portuguesa. Por la época en que ésta empezó a florecer y por el tono que ella domina, por la ausencia de erudición escolástica, y aun por la jerarquía de la mayor parte de los que la cultivaron, es, entre las poesías líricas de España, la que con más exactitud puede denominarse escuela de trovadores; y si sus composiciones ofrecen especial analogía con las de los provenzales que más se distinguen por la naturalidad y el carácter afectivo, la esfera de las ideas es en aquéllos todavía más limitada y el estilo más sencillo y menos ambicioso, lo que, al paso que gran monotonía, no deja de ofrecer cierto atractivo.»

A este género, tan bien definido por el señor Milá, pertenecen las Cantigas; pero así como están a la cabeza de él, son en cierto modo una excepción. La influencia provenzal no se nota en ellas tan decididamente, y en la forma imitan más a la poesía eclesiástica y a la popular.




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- II -

Muchos escritores han tratado ya de las Cantigas, y han publicado algunos trozos de ellas. Entre estos escritores citaremos a Castro, Bellerman, Wolf Ticknor, Morayta, Milá y Amador de los Ríos. Sin embargo, como la obra permanece inédita, es dable aún decir algo nuevo, a pesar de lo mucho y atinado que han dicho críticos tan discretos.

Dos clases de composiciones comprende la colección: los loores o cánticos propiamente, donde todo es poesía lírica, llena de devoción y entusiasmo, y los milagros o narraciones. Hablaré primero de estas últimas, no por mero capricho, sino porque en realidad la parte épica, legendaria o narrativa, precede a la lírica en el orden cronológico.

La Academia me ha de permitir que me extienda aquí un poco en algunas consideraciones que me parecen convenientes para fijar el concepto que tengo de nuestro papel e importancia literaria con respecto a las demás naciones europeas.

El siglo XII puede afirmarse que fue como la aurora de una nueva civilización y al mismo tiempo el punto culminante, el fin, término y total crecimiento de la civilización singular de la Edad Media. El siglo de los Minnesinger en Alemania, que llevan la lírica y la épica a una gran perfección; el siglo de Santo Tomás de Aquino, de San Buenaventura, de Rogerio Bacon y Alberto Magno; el siglo en que se construyeron las más hermosas catedrales góticas; el siglo en que se fundaron propiamente las universidades, poniendo en ellas cátedras de todas las ciencias; el siglo en que renació la pintura en Italia; el siglo en que perfeccionaron y hermosearon la lengua y la poesía italianas San Francisco de Asís y su escuela, haciéndolas dignas del Dante y el siglo en que éste nació al cabo para coronar toda la obra con su poema divino, fue una época decisiva y grande para la Humanidad. En el gran movimiento de aquel siglo no dejó de tomar, por cierto, activa y fecunda parte nuestra Península. Basta para prueba recordar los nombres de cinco reyes en quienes pueden cifrarse todas nuestras glorias de entonces: don Dionís de Portugal, San Fernando, don Alfonso el Sabio, don Jaime el Conquistador y don Pedro I, el Grande. Sin embargo, como los pueblos del Norte tenían algo parecido a una cultura propia, creencias, lengua e historia, al menos tradicional, se nos adelantaron en mucho antes del siglo XIII. Cuando apareció en España el Poema del Cid, ya había informes, epopeyas en casi todos los pueblos europeos. Los anglosajones, aun antes del florecimiento de su cultura en el reinado de Alfredo, tuvieron poemas, de los cuales es el más famoso el de Beowulfo; los bohemios tuvieron el canto de Zaboi; los escandinavos, sin contar los Eddas que contienen su mitología, tuvieron el canto de Ragnar, uno de los más terribles entre sus héroes piratas, que fueron a Rusia con Ruric, a Alemania con Hasting y con Rolf a Normandía; que colonizaron a Islandia con Ingolf, y con Leif Eric descubrieron el Norte de América. Trabajos modernos han hecho renacer el Kalewala de los finlandeses. Y aunque sea falso Ossian, no pueden negarse poemas y leyendas galesas de gran antigüedad, que se difunden en los siglos XI y XII por toda Europa, abriendo un venero riquísimo de poesía épica con el cielo portentoso de Merlín y del rey Arturo. Los alemanes, o dígase los pueblos germánicos de diversas tribus y castas, tuvieron siempre cantos guerreros y rudas epopeyas en elogio de sus héroes, según testimonio de Tácito, Jornandes y Casiodoro. Desde el fragmento del poema de Hildebrando hasta la aparición de los Nibelungos la tradición épica no se rompe.

Cuando los pueblos de Europa, después de sus emigraciones y nuevos estados, vinieron a mezclarse, y la civilización romana, al difundirse entre los bárbaros, perdió mucho de su antiguo esplendor, adquiriendo nuevos elementos que habían de desenvolverse con los siglos y crear otra civilización superior y más completa y rica que la antigua, podemos entender que los pueblos donde la cultura propia e indígena se perdió mucho al fundirse con la latina fueron Alemania, Francia e Inglaterra. Allí los dos elementos se combinaron y trataron de elevarse, desde luego, a una civilización mixta. El momento de esta tentativa, que si por prematura no tuvo éxito feliz, no dejó de dar algunos excelentes resultados, fue en Francia y Alemania con Carlomagno, y con Alfredo el Grande en Inglaterra. Entre tanto, Italia y España, más penetradas de la civilización latina, no pudieron tener la misma originalidad al despertar como nuevas naciones. Su destino fue otro, más elevado, sin duda. Italia guardó, como ningún otro pueblo, el fuego sagrado de la antigua civilización, y conservando, además, la energía dominadora, siguió, por medio del pensamiento, siendo maestra y señora de las gentes. España iba en un principio en pos de Italia, ayudándola poderosa y gloriosamente en tan alto empleo. De ello dan prueba los Isidoros, Ildefonsos, Osios y Orosios. Ningún poeta, en aquella época de transición, rayó tan alto como el divino Aurelio Prudencio. Pero la invasión de los árabes y su dominio nos apartaron, como pueblos cristianos, de la corriente civilizadora europea. En cierto modo puede afirmarse que la civilización cristiana de España hasta el siglo XIII fue a remolque de la civilización cristiana de las otras naciones de Europa.

Nuestra gran misión, durante aquellos siglos (del VIII al XIII), fue traer a la civilización moderna europea el elemento oriental con más brío, eficacia e íntimo enlace que las Cruzadas; así porque éstas fueron relativamente momentáneos choques, si se comparan a la larga duración del dominio arábigo entre nosotros, como porque no sólo los árabes, sino también los judíos, refinaron y acrisolaron su civilización entre nuestros naturales, mezclándose con ellos y produciendo, en este suelo fecundo, sabios, filósofos y poetas, así muslimes como israelitas, tal vez superiores a los de Oriente, y que tuvieron inmenso influjo en el desenvolvimiento del espíritu humano en Europa. Tales fueron Jehuda-ben-Leví de Toledo, Maimónides, Ibn-Gebirol, los Aben-Ezrá, Averroes y muchos otros.

Y es de notar que de la cultura judaicoespañola e hispanoarábiga no tomamos aquellos elementos fantásticos que tomaron por medio de las Cruzadas los demás pueblos europeos, sino algo de más sólido, fundamental y científico, viniendo a ser por ello nuestras escuelas de Toledo y de otras ciudades focos de luz y de ciencia para los hombres del Norte.

El genio español cristiano renació depurado y exento de toda mezcla de ensueños y de mitos. Así es que si en el primer vagido de nuestra poesía seguimos por la forma el influjo francés, imitando acaso la rima, el metro y otros pormenores técnicos y hasta el lenguaje y estilo de las canciones de gesta de los trouvères, en el fondo hay una verdad, un brío de sentimientos, una tan serena representación de las cosas reales, y tan poco de lo fantástico y sofístico, que críticos como Southey en Inglaterra y el ilustre Hegel en Alemania convienen en que el Poema del Cid y el héroe mismo del poema no tienen semejantes en ninguna literatura, desde Homero y sus héroes, por la firmeza de los contornos y la viviente realidad de las pasiones, sentimientos y caracteres.

De este modo llegaron España y Portugal al siglo XIII: detrás, sin duda, como civilización cristiana de otros pueblos, pero con la gloria de haber tenido una civilización superior oriental, y con un carácter propio, por más que en formas y accidentes nos pareciésemos y remedásemos a otras civilizaciones de Europa y, sobre todo, a la francesa.

La materia épica, o sea, los asuntos, los solíamos tomar de otras literaturas y casi siempre llegaban a España con retraso. Sirva de ejemplo el Alejandro, que ya se había escrito en casi todos los idiomas cuando se escribió en español. Lo mismo puede decirse de la parte épicodevota, de las leyendas de santos en general y de los loores y milagros de la Virgen singularmente. Aquellos cuentos devotos, aquellas piadosas tradiciones que se escribieron en latín por el clero, que no eran de interés local, sino de interés general, y que recorrieron todos los países donde se creía en Cristo, llegaron a España después de pasar por todas partes.

Ha dicho Ozanán que los españoles de la Edad Media fueron menos dados que otros pueblos europeos, no sólo a lo sobrenatural profano o heterodoxo, tomado de mitologías antiguas o de recientes ensueños del vulgo, sino también a los prodigios y leyendas de santos, a los viajes extáticos al otro mundo, a las apariciones y milagrerías. Los héroes de la reconquista andaban muy afanados en asuntos de importancia real, tenían demasiado que hacer con los vivos, y el continuo batallar con un fin y propósito marcados les dejaba poco vagar y reposo para irse por espacios imaginarios. No solían ir busca de los santos, sino que los santos los visitaban deprisa y casi siempre con un propósito útil: como Santiago, que peleaba contra los moros. En el plan de nuestros héroes había siempre algo de consistente y provechoso, hablando mundanamente; algo de positivista, como diríamos ahora. El Cid no sólo quiere que un Rodrigo gane a España, ya que otro Rodrigo la perdió, sino allegar mucha riqueza para formar buenos dotes y casar lucidamente a sus hijas. Esto vale mil veces más que la falta de finalidad y lo quimérico y extravagante de muchos héroes de otros poetas extranjeros. Así es que la poesía épicorreligiosa, con todos sus milagros, puede afirmarse que vino a España más tarde que a otros países.

Muchas leyendas de las Cantigas están antes en Gonzalo Berceo, y antes de Gonzalo Berceo están en otras literaturas populares. Bien puede decirse también que la mayor parte de estas leyendas, antes de pasar a la literatura popular, estuvo consignada en algún escrito latino, en verso o en prosa, de algún erudito o letrado, sacerdote por lo común. Ni podía ser de otra manera. El poeta no se hubiera atrevido a inventarla. Refiere al pueblo un milagro no imaginado, sino verdadero, y siempre se apoya en un escrito anterior como autoridad, como testimonio de que es cierto lo que relata. Así en las Cantigas tiene buen cuidado de decir como ouví, como entendí, como leí o como está escrito. Berceo hace lo mismo, y casi siempre cita al autor de la leyenda que narra para que no se tenga por mera invención.


   Un monge la escripso omne bien verdadero
de San Miguel era de la Clusa claustero,



dice en una.


   Dum clerigo otro nos diz la escriptura
que de Santa María amaba su figura,



dice al comenzar otra leyenda. Y a veces trae el testimonio o autoridad al terminar la leyenda, como en la XIV, donde pone:


   El precioso miraclo non cadio en oblido,
fué luego bien dictado, en escripto metido,
mientre el mundo sea, será él retraído.



Curiosísimo sería seguir la peregrinación de estos milagros y cómo fueron pasando por todas las lenguas y literaturas, y aun en el día, bajo otras formas y con otro espíritu, dan origen a maravillosos poemas.

El señor Amador de los Ríos da como fuente de no pocas cantigas un libro titulado De miraculis Beatae Mariae Virginis, y otro de fray Vicente de Beauvais titulado Speculum historiale, regalo de San Luis al rey de Castilla. Sin duda que sería así; pero siendo tantos y tantos los libros en loor de la Virgen, no hay para que fijar uno o dos sólo como origen. Las mismas Cantigas citan a veces libros diversos. La cantiga LXI, por ejemplo, habla de un livro todo cheno de milagres, existente en Soissons, del cual libro se toma el asunto o caso que allí se refiere. Claro está que el poeta no siempre ha leído el libro que cita, sino que ha oído referir el caso a otra persona que lo leyó. Es en el día y hubo de ser tan grande entonces el número de estos libros en loor de la Virgen que Augusto Nicolás dice que ha visto un catálogo, incompleto aún, en el cual se ponen más de cuarenta mil volúmenes, la mayor parte en folio y en cuarto. Ni mi poca erudición ni la necesidad que tengo de no dilatarme demasiado consienten que yo me engolfe por esta inmensa y fecunda literatura inspirada por la Madre del Verbo y busque la relación de unas leyendas con otras y su origen y difusión en varias épocas y por diversas naciones. Citaré, con todo, a la ligera algunos ejemplos.

La cantiga CIII refiere de un monje que, no alcanzando bien a comprender cómo serán los deleites del Paraíso, donde los siglos volarán como minutos, porque el arrobo de las potencias del alma no ha de consentir que se forme idea del tiempo, se internó por una selva hermosa, y a orillas de una clara fuente púsose a meditar, quedando absorbido en tan altas especulaciones. Entonces oyó cantar una passarinha con pasmosa dulzura; y, cuando la passarinha se fue, se volvió el monje a su monasterio. Todo estaba mudado: nadie le conoció. Había permanecido trescientos años oyendo cantar la passarinha. Este cuento lindísimo está en la Leyenda áurea, Arbiol lo refiere en los Desengaños místicos. Longfellow, poeta americano, ha hecho de él una preciosa leyenda en verso.

Las visiones en que se describen el infierno, el purgatorio y el cielo son muchas en la Edad Media. Ozanán hace de ellas una larga enumeración como antecedentes, como origen y fuente de inspiración del gram poema del Dante. Los viajes al Paraíso terrenal no fueron menos frecuentes, y siempre el peregrino encontraba al volver de su viaje que habían pasado muchos años y aun siglos, como en la historia de la passarinha. En cierta leyenda italiana del siglo XIV sobre el Paraíso terrenal, los monjes peregrinos creen haber pasado ocho días en aquella mansión de bienandanza y luego resulta que han pasado setecientos años. En la leyenda española de Sant-Amaro, impresa en Burgos en 1552, el santo pasó en el Paraíso doscientos sesenta y seis años.

Esta fantasía poética sobre el tiempo fue tan popular, que Cervantes, con su escepticismo instintivo y su gracia inimitable, se burla de ella en la famosa aventura de la Cueva de Montesinos.

En otra cantiga se refiere la historia de Teófilo, que hizo pacto con el demonio para satisfacer su ambición. La Virgen arrancó al demonio el pergamino en que Teófilo había puesto su firma con sangre de sus venas, y Teófilo quedó libre. La Leyenda áurea trae esta historia tomada de Fulberto Carnotense, y dice que ocurrió en Sicilia el año 1371; Gonzalo Berceo la cuenta por extenso en el milagro XXIV. La historia de Teófilo corrió también escrita en griego. La monja Roswitha, a fines del siglo X, compuso sobre ella un poema. La leyenda de Fausto, y, por tanto, los dos célebres dramas de Goethe que llevan dicho título, tuvieron su fundamento en dicha historia, como tal vez el drama de Calderón titulado El mágico prodigioso36.

Con más tiempo y paciencia sería fácil hallar los antecedentes de otras muchas historias que hay en las Cantigas. Citaremos sólo algunas que están también en Berceo y en la Leyenda áurea, donde Jacobo de Vorágine recopiló cuantos milagros, visiones e historias piadosamente maravillosas pudo hallar en su tiempo, las cuales iban por el mundo de boca en boca o estaban en los libros en prosa y verso de todas las literaturas.

Ahorcan a un ladrón devoto de la Virgen, y la Virgen le salva, levantándole con sus hermosas manos por las plantas de los pies.

Un clérigo no sabía decir más misa que la de Santa María, y el obispo le quita la licencia. La Virgen entonces se aparece al obispo, le reprende fuertemente y le amenaza de que morirá dentro de un mes si no deja decir misa a su capellán. El clérigo vuelve a decir misa con licencia del obispo, y aun con la promesa de éste de que


si algo le menguase en vestir o en calzar,
el gelo mandarie del suyo mesmo dar.



En otras cantigas hay ciertas variantes; pero el fondo de la historia es el mismo. Así, por ejemplo, la cantiga CXXII, que responde al milagro XV de Berceo y a la historia VI del capítulo CXXXI de la Leyenda áurea, trata en sustancia de un joven letrado, muy devoto de la Virgen, y que rezaba las horas con grande amor. Heredó este mozo, y sus parientes le persuadieron a que se casase. Entonces se le apareció la Virgen y le dijo: «Oh stulte et infidelis, cur me amicam et sponsam tuam relinquis, et mihi feminam aliam anteponis? En Berceo las quejas de la Virgen están expresadas con más candor y sencillez aún:


   Don fol, malasdrugado, torpe e enloquido,
¿en qué roídos andas, en qué eres caído?
.....................................................................
Assaz eres varón bien casado conmigo,
yo mucho te quería como a buen amigo...



El joven entonces abandona a su amada terrenal y se retira a un monasterio, donde se consagra devotamente al amor místico de la Virgen.

No puede expresarse de un modo más candoroso y popular que en esta leyenda el más profundo y ascético de los sentimientos cristianos. Así como Cristo es el esposo de las que huyen del mundo, de las mujeres penitentes y de las mártires, la Virgen se presenta como esposa de los varones piadosos, de los solitarios y de los eremitas. A veces interviene un anillo en estos matrimonios místicos, como en el de Santa Catalina de Siena. Un joven sacerdote, que servía en la Iglesia de Santa Inés, según cuenta la Leyenda áurea, sintió el estímulo de la concupiscencia; pero, no queriendo ofender a Dios, pidió al Papa permiso para casarse. Considerando el Papa su sencillez y bondad, le dio un anillo de esmeraldas y le dijo que se lo pusiese en el dedo a la imagen de Santa Inés, que estaba en su iglesia. Hízolo así el joven sacerdote: la imagen recibió el anillo, y al punto desapareció del alma del joven sacerdote todo pensamiento liviano. Acaso sea esta historia el antecedente de otra no muy diversa que se refiere en una cantiga. Cierto mancebo, que jugaba con otros a la pelota, se quita, para más comodidad, un anillo que le había dado su enamorada y se lo pone en el dedo a una imagen de la Virgen. La imagen juntó los dedos y ya no fue posible extraer de allí el anillo. El mancebo abandona a su novia y se consagra al servicio de la Virgen María. El profano novelista Mérimée ha hecho de esto una novela fantástica, atribuyendo el prodigio a una estatua de Venus.

Tal vez se diga que Mérimée tenía razón: que este casamiento de la imagen de un dios o de una diosa, de un santo o de una santa con un hombre o una mujer, sea creación poética más pagana que cristiana. Hay, en verdad, mil leyendas del gentilismo equivalentes37. La consagración de la castidad, las horribles mutilaciones de los coribantes y hasta los mismos sacrificios humanos eran llamados por eufemismo un desposorio; pero en nuestra religión desecha este amor de los mortales hacia lo sobrenatural e inmortal todo carácter feroz y cruento, y adquiere una dulzura mística y una santidad y pureza inefables, lo cual resplandece hasta en las narraciones más rudas de la Edad Media. Si hay una cantiga donde un romero se mutila como Orígenes, el diablo es quien se lo aconseja y le engaña. La misma circunstancia del anillo aparece del modo más poético y delicado en la cantiga CCLXXXIII. Don Alfonso X ha erigido un sepulcro suntuoso en Sevilla a su padre San Fernando. Sobre el sepulcro está la estatua del santo y heroico monarca con un riquísimo anillo en el dedo; pero San Fernando se muestra a la vez en sueños al artífice maese Jorge y al tesorero y les manda que quiten el anillo a su estatua y lo pongan en el dedo de la imagen de María, como en efecto se hace.

En la cantiga LXXXIV resalta con dulzura y candor extraordinarios el amor de la Virgen María. Un caballero muy devoto suyo va orar ante su imagen todas las noches. La esposa del caballero nota su ausencia y se llena de celos. Un día pregunta a su marido si hay alguna dama a quien ame más que a ella, y el caballero, ajeno de todo recelo de cuán apasionada y celosa está su mujer, le dice que adora a una dama bellísima, muy superior a ella en todo. La mujer celosa se mata, y la Santa Virgen no sólo la resucita, sino que la satisface y desengaña y hace que viva feliz con su devoto y excelente marido.

Ciertos regalos y favores que hace la Virgen pueden ser tildados de harto materiales en nuestro siglo de poca fe, en el cual se propende a hacer del espíritu materia; pero entonces la materia purificada, o por la gracia o por la penitencia, solía elevarse hasta lo espiritual y hasta lo divino. La Virgen, en la cantiga LIV, vierte leche de sus pechos en la boca y cara de su santo monje y le cura las llagas de que estaba lleno. Así también vertió leche en los labios de San Bernardo, poniendo en ellos aquella suave y conmovedora elocuencia con que hace la paráfrasis de la Salve, y la otra elegantísima oración donde dice que la fuente de vida eterna brota del seno de la Virgen, y que no hay lengua entre las naciones que viven bajo el cielo que baste a explicar y a ensalzar por completo la grandeza y amplitud de su gloria.

No siempre se opone la Virgen en las Cantigas a los amores terrenales; antes bien los favorece cuando son virtuosos. La cantiga CXXXV cuenta un caso ocurrido en Bretaña, de un mancebo y una doncella que mucho se amaban, pero los padres de la doncella la casaron con un rico y desdeñaron al novio pobre. El rico,


Despois que anoiteceu
con ella seu gasallado
quis aver, mas faleceu
y, ca logo adormeceu
ben ate no sol levado.



El rico se desespera de este importuno dormir, se descasa, y él mismo lleva a la doncella al verdadero y legítimo esposo, que no se duerme, ya que


E pois ouveron iantado
ó novio fez como faz
novio á novia en solaz.



Esto, sin embargo, no invalida la moral ascética expresada en el estribillo de la ya citada cantiga CXXII:


Quen leixar Santa María
por outra fará folía;
quen leixa la gloriosa
por molher que seia nada,
macar seia muy fermosa,
é rica é abondada,
nen mansa, nen amorosa,
fara locura provada
que maior non podería
quen leixar Santa María.



En cada una de las cantigas hay un estribillo cuyos últimos versos contienen una sentencia que se repite al fin de cada estrofa, conforme se desenvuelve la narración. En una cantiga que lleva por sentencia:


Tan muit é con Jesu-Cristo
Santa María juntada,



no puede ser más bella ni más poética la historia que comprueba y patentiza materialmente esta verdad religiosa. Un villano, por consejo de una hechicera, se lleva la hostia consagrada en la boca y la pone en una de sus colmenas para que produzca mejor y más sabrosa miel. Cuando, pasado algún tiempo, va a abrir su colmena, se la encuentra convertida en una preciosa capilla con la imagen de la Virgen y del Niño Jesús. Confesó el villano su pecado, y refirió a todos el prodigio.


Logo foran alá todos
é viran en como estaba
na colmena á muy santa
Virgen é com abraçava
a seu filho Jesu-Cristo
é mui melhor odor dava
que lirios nen violetas
non dan, nen agua rosada:
tan muit é con Jesu-Cristo
Santa María juntada.



La milagrosa imagen fue llevada a la iglesia en muy devota procesión, y el villano hizo penitencia de su culpa.

Sin duda los magos y hechiceros creían entonces que con la hostia se podía hacer algún maleficio. En la cantiga CIV toma una mujer la hostia con este fin y se la pone debajo de la toca. La hostia vierte sangre, que cubre el rostro de la mujer, y hace patente su hurto sacrílego.

No pocos milagros más hay en las Cantigas relativos a la hostia consagrada, casi todos de origen extranjero. Así el de la cantiga CXLVIII sobre un preste alemán que duda de la presencia real de Cristo, tiene una visión y muere. Alguna vez degenera en extravagante lo milagroso, como, por ejemplo, en la cantiga CCXV, donde se cuenta que un sacerdote se traga, al consumir, una enorme araña; la araña le corre viva por el cuerpo entre cuero y carne; se encomienda a la Virgen para que le libre de aquella molestia, y la araña le sale por una uña. La machaca y hace polvo, se la vuelve a tragar así, cuando consume otra vez, y le sabe a un manjar delicioso.

En cambio, las historias de otras cantigas son de una delicadeza y de una profundidad admirables. Sirvan de muestra las siguientes:

CLV.- Un gran pecador de Alejandría va a confesarse, y el sacerdote le da un vaso y le dice que no bien lo llene de agua le serán perdonadas todas sus culpas. El pecador nada cree más fácil que llenar el vaso; pero cuando lo aproxima al agua, el agua huye y no logra llenarlo jamás. Entonces vierte dos lágrimas de contrición y arrepentimiento, y el vaso se llena. Sin duda que esta leyenda piadosa inspiró a Tomás Moore el pensamiento capital de su lindo poema titulado El Paraíso y la Peri.

CLXXXVIII.- Muere una doncella consumida de amor sobrenatural y divino. Sus padres creen que ha muerto envenenada; le abren el pecho y descubren grabada en su corazón la imagen de la Virgen.

CXCVI.- Un sacerdote gentil en Constantinopla echa bronce en un molde para fundir un ídolo, y saca del molde una imagen de la Virgen con el Niño Jesús.

CLIII.- Un tahúr, desesperado porque ha perdido en el juego, dispara contra el cielo una saeta, pretendiendo herir a la Virgen María. La saeta vuelve a caer sobre él ensangrentada.

El vicio del juego hubo de estar entonces tanto o más difundido que ahora. El famoso ordenamiento en razón de las tafurerías da testimonio de ello. Los tahures, cuando perdían, caían con frecuencia en blasfemos e impíos, y esto da origen a no pocas historias de milagros que las Cantigas refieren. La Virgen de Salas devuelve el habla, en la cantiga CLXII, a un jugador que la pierde por blasfemar, y en la cantiga LXXII mata el demonio a otro tahúr por denostador de la Virgen.

CXLI.- Un virtuosísimo monje, postrado ya por los años y las penitencias, no deja de orar fervorosamente puesto de hinojos ante el altar de María. En cierta ocasión es tal su debilidad y abatimiento, que no tiene fuerza para levantarse. La misma Virgen acude entonces, lo sostiene en sus hermosos brazos, a fin de que se levante, y le vuelve mozo como de veinte años.

En muchas cantigas la Santísima Virgen, tesoro inexhausto de pureza y fuente de castidad, aparece curando milagrosamente las pasiones amorosas desordenadas. Así son las cantigas CXXXVII, CLI, CLIII y otras, donde se pintan con tal viveza y desnudez los estragos del mencionado vicio, que en nuestro siglo, si no más moral, más refinado, no se sufre tal libertad, en asunto místico al menos.

Para pintar las malas pasiones de un clérigo lujurioso, aunque devoto de la Virgen, dice el poeta:


Sempre con maas molleres
é casadas é solteiras
nen vírgenes non queria leixar
nen monias nen freiras.



La sencillez y la fe viva con que muchas de estas cosas están escritas, para en que en nuestro siglo no acierta a penetrarse de ellas, aparecen como grosería. Así el milagro CCCXII, donde un caballero devoto de la Virgen no puede gozar del amor de su amiga en una estancia en que un hábil artífice había hecho por orden suya una imagen de Nuestra Señora.

La Virgen se muestra también en las Cantigas con mucha frecuencia como refugio de pecadores y consuelo de afligidos, haciendo milagros, en los cuales, merced a su intercesión, resplandece la infinita bondad divina, que templa el atributo de la justicia y da ocasión a los que han pecado para que se arrepientan y enmienden. En este género de cantigas hay una que tiene por asunto el que trata también Avellaneda en su Quijote, y en el día es muy popular, merced a la Margarita la tornera de los Cantos del trovador, de Zorrilla.

En la cantiga LV, el caso de la tornera es idéntico a como Avellaneda lo refiere. La monja vive en Lisboa con su querido, mientras la Virgen, tomando su figura, asiste por ella en el convento. En la cantiga LIX hay otro caso parecido; pero la monja no llega a fugarse con su amante. Aunque la Virgen llora, ella persiste en huir, y entonces Cristo crucificado desprende la diestra de la cruz en que está clavada y hiere a la monja en la mejilla, donde le deja impresa la señal del clavo.

La cantiga LXVII trae el caso de un caballero a quien sirve de paje o lacayo el diablo, como Mefistófeles a Fausto. Hay, además, en esta cantiga una circunstancia curiosa. El diablo no toma un cuerpo fantástico o formado por él, sino que se introduce en un cadáver que anima. Esta imaginación se ve renovada en Dante de un modo terrible. El poeta halla en el infierno el alma de Juan Doria, y, mostrando pasmo de verle allí cuando le juzgaba vivo, Doria le dice que, en efecto, murió, pero que no bien su alma se apartó de su cuerpo y bajó al infierno en castigo de sus pecados, un diablo perverso se introdujo en su cadáver para seguir atormentando a los hombres. En los cuentos orientales (como, por ejemplo, en uno de los Mil y un días) hay genios a veces, y aun grandes magos y hechiceros, que introducen su espíritu en los cuerpos muertos y los animan.

La Virgen se presenta, además, para dar testimonio, como en la cantiga XXXVIII, milagro XXIII de Berceo, que ha inspirado sin duda a Zorrilla su leyenda A buen juez, mejor testigo. En otras ocasiones la Virgen sale por fiadora de un préstamo, como en otro milagro de Berceo y en la cantiga CCXXXVIII. Esto de poner a un Santo, a la Virgen o al mismo Cristo por fiador o por prenda de las deudas que se contraen, se repite a cada paso en las leyendas piadosas, y estaba en las costumbres de entonces. Todavía el beato Francisco del Niño Jesús, en tiempo de Felipe II, tomaba cuanto quería en las casas, diciendo que Jesús lo pagaría, y a una imagen del Niño Divino que tenía de talla la llamaba el Empeñadico.

Es muy singular, entre estas leyendas de préstamos, la de San Nicolás, que inspiró sin duda uno de los más chistosos juicios del gran gobernador Sancho Panza. Escrito el milagro en versos latinos antes del siglo XII, y publicado por Du Méril, refiere que un deudor de mala fe, para jurar haber pagado lo que debía,


Aurum includit concavo quod debebat in baculo.



El santo le castiga con gran severidad, haciendo que se quede dormido en medio de la vía pública, por donde pasa un carro, le mata, rompe el báculo y descubre las monedas y el engaño. Conón, narrador griego del siglo de Augusto, trae ya recopilada, como cuento milesio, esta misma aventura.

La cantiga CCLV trae el caso de la señora que hace matar a su yerno, tal como lo refieren también Gonzalo Berceo y la Leyenda áurea. La Virgen, más piadosa que San Nicolás, procura siempre el arrepentimiento y la salvación de las almas; y a menudo, si un desalmado o un tremendo criminal o pecador, devoto suyo, muere de muerte violenta, sin confesión e impenitente, cuando ya se lo llevan los diablos, la Virgen acude, ahuyenta a los espíritus infernales y resucita al pecador, el cual hace penitencia en su segunda vida y se salva al cabo. A veces llega a tal extremo el deseo de la Santísima Virgen por salvar a algún pecador devoto suyo, que casi se empeña en lo imposible. De un modo sencillo y popular resalta entonces, a los ojos del que procura leer estas Cantigas con la fe del siglo en que se escribieron, toda la magnificencia y sublimidad de la Madre del Verbo, de la Reina de los ángeles, de los profetas y de todos los santos, de la que es complemento de la Santísima Trinidad y está por cima de todos los seres creados, entre Dios mismo y cuanto hizo nacer su palabra fecunda y omnipotente, así en el mundo visible como en el invisible.




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- III -

Aunque, según hemos dicho y es fuerza confesar, los más bellos milagros de las Cantigas han peregrinado por todas las literaturas y son propios de toda la cristiandad, hay no pocos exclusivamente españoles. El Rey Sabio ponía a contribución todos los libros y todas las tradiciones, así nacionales como extranjeras, para ensalzar a la Santísima Virgen, mística Señora de sus pensamientos. Ya refiere de un monasterio que la tierra se tragó en la Gran Bretaña, y donde vivieron los monjes, mejor aun que sobre la tierra, con sol y luna y árboles y frutos expresamente creados para ellos durante un año, al cabo del cual vuelven a salir a la superficie de nuestro globo; ya otros milagros acaecidos en Sicilia en una erupción del Etna; ya otros ocurridos en Constantinopla o más lejos, y ya, por último, no pocos prodigios obrados por la Virgen en favor de la nación o de la familia o de la propia persona del Rey poeta.

Las imágenes de María Santísima en los más famosos y frecuentados santuarios de España tienen en don Alfonso X su encomiador. De Nuestra Señora de Atocha cuenta dos milagros, y de las Vírgenes de Terena, Laredo, Salamanca, Salas, Castrojeriz, Montserrat, Villasirga, Toledo y Lugo, infinitos. Ya resucitan los muertos, ya andan los cojos y tullidos, ya ven los ciegos, ya sanan los enfermos, ya se halla lo que se pierde y ya llueve cuando hay sequía.

Un ricohombre impone tributo a los monjes de Montserrat por el agua que bebían: la Virgen hace brotar una fuente mejor y más abundante en el monasterio; las cabras monteses acuden, además, a la puerta para que los monjes tomen y beban su leche.

La Virgen de Salas, enojada una vez, da un grito y hace temblar la tierra.

El rey poeta tuvo, sin duda, en los últimos años de su vida, mayor devoción que a ninguna otra imagen a la Virgen del Puerto de Santa María, pues a ella dedica muchos cantares y de ella refiere los mayores portentos. Encomendándose a esta Virgen, sanó de una gravísima enfermedad. Al edificar su santuario se obraron estupendos prodigios. La imagen de la Virgen apareció pintada en los peñascos que se rompieron; las piedras talladas vinieron a colocarse en el edificio; las vigas que hacían falta para la fábrica bajaron, sin intervención humana, por el río. El puerto mismo, que se llamaba antes Alcanate, quiso la Virgen que se llamase de Santa María, a pesar de las reclamaciones de los moros, e hizo para ello no pocas cosas sobrenaturales.

En las guerras contra los moros también se muestra la Virgen gran valedora de don Alfonso y de sus súbditos: ya liberta cautivos, ya defiende ciudades, ya ahuyenta a los infieles, ya mata moros por medio de un fantasma que toma la forma de un caballero, mientras éste oye varias misas.

La misma imagen de la Virgen se salva a veces de los insultos por medios milagrosos. Cerca de Martos, según la cantiga CCXV, toman los moros una imagen de la Virgen. Procuran herirla, y se hieren ellos mismos; la apedrean, y se vuelven las piedras contra ellos; quieren quemarla, y no arde; la echan al río, y sobrenada. La imagen fue llevada entonces por los mismos moros al rey, quien la recibió en Segovia, donde está aún.

La Santa Virgen da la salud a los enfermos. Don Alfonso X declara que la Virgen lo curó varias veces en Vitoria, en Valladolid y en Sevilla. También la vida del rey San Fernando se salvó milagrosamente en Oña merced a la Virgen cuando San Fernando era niño aún, como cuenta la cantiga CCXXI.

El rey da las gracias a la Virgen por los grandes favores que le dispensa, siendo su amparo y consuelo en todas las cuitas y tribulaciones, hasta cuando los ricoshombres y magnates y su propio hijo


se juraron contra ele,
todos que non fosse rey
sendo os mais seus parentes.



Creemos que con lo dicho hasta aquí se formará una idea aproximada del gran valer del contenido épico en las Cantigas.

Al merecimiento de la parte lírica no se puede ni se debe dar imparcialmente tanta alabanza. Sin ponernos ahora a investigar las causas, es lo cierto que la lírica, al menos entre los pueblos indoeuropeos, florece de un modo más espontáneo, bello y hermoso en las épocas de gran refinamiento y cultura, siendo por contraposición más natural y sencilla entonces, mientras que en las edades semibárbaras, cuando en las costumbres no hay refinamiento, sino rudeza, el refinamiento suele refugiarse en la poesía lírica con tal empeño, abundancia e ímpetu, que la transforma en pedantesca y amanerada.

¿Por qué negarlo? La gran poesía lírica es propia de los más brillantes momentos de las civilizaciones: del siglo de Pericles, del de Augusto, y más aún de la edad en que vivimos. ¿Por qué no confesar, además, con franqueza que, prescindiendo del interés y de la curiosidad que nos inspiran los sentimientos, las ideas, las creencias y los nobles afectos, aunque ruda a par que alambicadamente expresados por nuestros mayores, apenas pueden sufrirse las poesías líricas de la Edad Media en el lenguaje vulgar? El anticuario, el filósofo, el filólogo, el historiador, hallan en ellas sin duda un tesoro inagotable de noticias y de revelaciones; pero al hombre de buen gusto, que no pretende desentrañar lo pasado, le cansan y le hastían. La misma rudeza del lenguaje, apenas formado, en combinación con cierto rebuscamiento artificioso, fatiga sobre manera.

Pocas, muy pocas poesías líricas antiguas castellanas donde no haya nada de narrativo pueden leerse con placer por quien busca sólo poesía en los versos, salvo las coplas de Jorge Manrique. El mayor elogio que debe hacerse y que hacemos de las cantigas meramente líricas, que no pasan de la décima parte en número, y que son casi todas mucho más cortas que las narraciones, es decir, que son sencillas y llenas de candor, como inspiradas por un verdadero sentimiento religioso, y que todavía se leen con más ardor que los discreteos prosaicos, aunque rimados, de los Cancioneros de Estúñiga, Baena, rey don Dionís y Resende; curiosísimos documentos, por otra parte, y abundantes tesoros para los que estudian el habla, las costumbres, las ideas y los afectos de las edades en que se escribieron.

En cambio, repetimos, es de amena, de apacible, de deleitosa lectura cuanto hay de épico en las Cantigas. La misma rudeza del idioma, las mismas dificultades de expresión con que lucha el poeta, la sencillez rápida y pintoresca con que todo lo refiere, y la viveza enérgica de colorido y de contornos con que lo pinta todo, como si lo viera y tocara, tal es la fuerza de su fe, dan a las Cantigas un encanto superior a cualquiera otra narración de casos sobrehumanos que reflexiva y siempre algo artificiosamente pueda escribir el más singular poeta de nuestros días; días tan diferentes de aquellos en que, cuando no la mayor virtud y pureza de costumbres, la mayor vitalidad de las creencias hacía que lo inmortal y lo divino viviesen familiar y constantemente mezclados con los indignos mortales en esta baja tierra, sirviendo, si no de freno eficaz a sus malas pasiones, de dulcísimo e irreemplazable consuelo para sus miserias e infortunios.

Si el poeta gentil, en un siglo de escepticismo, lamentaba la pérdida de aquella piedad por quien los dioses se hacían visibles a los hombres y vivían con ellos y no desdeñaban su trato, con harta más razón podemos nosotros en medio de las innegables ventajas de la civilización presente y de los milagros de la ciencia y de la industria, lamentar la pérdida de aquella fe profunda y poderosa que obraba mayores y más hermosos milagros y por quien los moradores del cielo se complacían en habitar entre nosotros y mostrarnos el soberano resplandor de su gloria, mientras que en el día


... nec tales dignatur visere coelus38,
Nec se contingi patiuntur lumine claro.








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Del influjo de la Inquisición y del fanatismo religioso en la decadencia de la literatura española

Contestación al discurso de recepción de don Gaspar Núñez de Arce en la Real Academia Española el 21 de mayo de 1876


SEÑORES:

Tengo la satisfacción en contestar al señor Núñez de Arce, que, poniendo a un lado todos mis otros quehaceres y venciendo mi natural desidia, me he apresurado a cumplir, en el término más breve, con el encargo que esta Real Academia me ha confiado.

Correligionario en política del señor Núñez de Arce, y unido a él desde hace años por lazos de particular amistad, con sus triunfos estoy de enhorabuena. No creo, con todo, que el afecto me ciegue al juzgar los merecimientos del nuevo académico. Como autor dramático ha sabido conquistarse envidiable celebridad, y como prosista tiene prendas que todos encomian, resplandeciendo entre ellas la energía de su estilo y la claridad y tersura de dicción con que da mayor realce a lo firme de sus convicciones y a la fijeza y serenidad de sus ideas y propósitos.

Por cima de estas cualidades, expresadas aquí harto a la ligera, sobresale una que por sí sola le hace digno del puesto que viene a ocupar. El señor Núñez de Arce brilla y descuella entre los más notables poetas líricos españoles del siglo presente, durante el cual no sólo en España, sino en toda Europa, la poesía lírica ha florecido como nunca.

A más de la elevada inspiración y del brío y nobleza de sentimientos que las poesías del señor Núñez de Arce atesoran, la Academia no puede menos de considerarlas y estimarlas cual precioso dechado de versificación y de lenguaje.

Aunque no pudiera presentar el que va a sentarse entre vosotros títulos tan legítimos y valederos, me parece que bastaría el discurso que acabáis de oír para hacerle merecedor de honra tan señalada.

Con abundancia de datos y razones, que en manera alguna destruyen la amenidad y agrado del escrito, el señor Núñez de Arce ha tratado de demostrar, y a mi ver ha demostrado, el influjo de la intolerancia religiosa y la constante y terrible compresión intelectual, de ella nacida, han ejercido en nuestra gran literatura.

No ya aquí, donde no estoy llamado a contradecirle, pero ni fuera de aquí, impugnaría yo, en lo sustancial, discurso tan bien meditado, y cuyos asertos me parecen evidentes.

Mi contestación debiera, pues, limitarse a un elogio de lo dicho y a algunos comentarios, deducciones y notas que bien se pueden añadir, porque, siendo el asunto tan vasto, no hay pluma, por concisa que sea, que acierte a agotarlo en una breve disertación; pero, sin que yo contradiga a mi nuevo compañero, no he de negar que su discurso suscita cuestiones y dudas difíciles de resolver, por lo cual, sin que aspire yo a resolverlas, nadie extrañará mi deseo de plantear y de exponer las más importantes.

Yo no trato de invalidar argumentos y deducciones. Yo creo también que el fanatismo ahogó y marchitó antes de tiempo en España la lozanía y el florecimiento de una gran cultura propia y castiza. Tanto fue así, que en los últimos años del siglo XVII y primeros años del XVIII dicha cultura pereció consunta, hechizada y casi sin dejar sucesión directa, a semejanza de la dinastía bajo cuyo cetro había florecido, a par de la grandeza y crédito de aquel imperio vastísimo, dentro de cuyos términos, estaba siempre el sol vertiendo su lumbre.

Después de la guerra de sucesión, con la nueva dinastía francesa, España se alivió, se restauró, despertó de su desmayo. Al restaurarse España, brotó en ella nueva cultura; pero, más bien que retoñar del antiguo tronco, arraigado en nuestro suelo, se diría que fue un injerto exótico lo que reverdeció con el jugo y la savia de lo castizo.

Nuestra admiración de lo extranjero nos hizo imitadores, harto serviles a veces, y llegamos por último, con humildad lastimosa, a menospreciar lo propio, exagerando nuestras faltas y olvidando o no reconociendo nuestros aciertos.

Sin duda que el levantamiento nacional contra los franceses durante las guerras napoleónicas nos devolvió la conciencia de nuestro gran ser como entidad política, y algo nos dejó columbrar de nuestro valor antiguo por el pensamiento y por la idea; pero este concepto de nuestra pasada civilización quedó confuso. Se fundaba más en la soberbia, en el sentimiento, en el amor propio patriótico que en razones claras. Todavía, aun después de la guerra de la Independencia, los que se jactaban de más ilustrados seguían con poco disimulo desdeñando nuestra literatura y tildándola de bárbara, tasando nuestras artes en mucho menos de su justo precio y negando toda importancia a nuestras ciencias y a nuestra filosofía.

La sumisión, el vasallaje, la obediencia de los españoles a Francia no tuvo, en lo intelectual, ni Bailén, ni Zaragoza, ni Gerona, ni Dos de Mayo en aquella época. Seguimos tan pacatos y tan humildes, que era menester, para que celebrásemos algo nuestro, sin pasar por presuntuosos y ridículamente vanos, que los extranjeros nos diesen el ejemplo, la venia y hasta la noticia.

Sin que decidamos aquí si es calidad buena o mala, es innegable que el vulgo en España, como en todas las demás naciones, tiene un orgullo instintivo con que siempre se admira a sí propio y se sobrepone al vulgo de otras tierras; pero en las naciones que decaen, la gente ilustrada, los que no son vulgo o procuran no confundirse con él, a fuerza de maravillarse de los adelantamientos extraños, y con el prurito de mostrarse a su altura y de aparecer como seres excepcionales entre la multitud ignorante que los rodea, acaban por no estudiar, ni saber, ni aplaudir cuanto en lo castizo hubo de bueno y de glorioso. Hasta cuando a fin de adular al vulgo, a quien desprecian, se oponen a ensalzar lo castizo, lo hacen por estilo ampuloso, donde se advierte la carencia de fe y la falta de crítica, y donde, más que la pasada gloria, suelen encomiarse los resabios de la perversión que dio al traste con ella.

Tal era nuestro estado hasta pocos años ha. Algo nos vamos aliviando de la dolencia, pero no estamos sanos todavía. Y, fuerza es confesarlo, en gran parte somos deudores del alivio a los alemanes. Los alemanes, más que nadie, ensalzando nuestras cosas como merecen, se puede afirmar que han contribuido muchísimo a que volvamos con amor los ojos hacia ellas. Basta citar los nombres de Lessing, Jacobo Grimm, Boehl de Faber, Huber Federico y Guillermo Schlegel, Rosenbranz, Schulze, Bouterwek, Clarus, Díez, Depping, Tiek, Schack, Fernando Wolf, Jorge Keil, Halm, Manuel Geibel, Pablo Heyse, Leopoldo Schmidt, Dohrn Hain, Schlüter, Storck, Geiger, Herder, Goethe, Hoffman, Regis, Fastenrath y el mismo Hegel para traer a la memoria de los amantes de las letras cuan poderosamente han contribuido a sacarnos de nuestro abatimiento las alabanzas críticas, las traducciones, las bellas ediciones y hasta los comentarios de nuestros clásicos hechos por estos autores.

Nuestro descuido, nuestra postración y nuestra falta de gusto habían sido tan grandes, que hasta el año 1829 no vimos en castellano una mediana historia de nuestra literatura. Antes, salvo el ensayo de Velázquez, sólo hubo estudios parciales como los de Sarmiento y Sánchez, la indigesta mole de los padres Mohedanos, la apología algo pedantesca de Lampillas, las notas de Martínez de la Rosa al Arte poética y los juicios de Mendivil, Silvela y Quintana. La historia de nuestra literatura apareció al fin; pero fue traducción de otra, escrita en alemán veinticinco años antes. Boutelwek la había publicado en su lengua y patria en 1804.

Cuando los señores don José Gómez de la Cortina y don Nicolás Hugalde y Mollinedo publicaron en 1829 dicha traducción, declararon que lo hacían deseosos de suplir con ella la obra original de que carecíamos, por el descuido de tal útil estudio, debido a las guerras y trastornos y a la falta general de buena educación; ruda franqueza que denota a las claras cuál sería el estado de un pueblo donde dos modestos traductores se atrevían a decir tal improperio, como quien dice lo más natural, sabido y confesado.

Desde entonces hasta ahora no han sido menores los trastornos y guerras que hemos tenido, y, sin embargo, ya no se notan ese desdén y ese abandono de nuestras glorias literarias, entre cuyos críticos ilustrados resplandecen Duran, el marqués de Pidal, Milá y otros varios que no nombro porque pueden hallarse presentes y no quiero ofender su modestia. Queda, no obstante, en pie todavía este aserto de Duran: «Alemanes son los que mejor han publicado historia de nuestra literatura y teatro.» A lo cual bien puede añadirse que lo que es la historia de nuestro teatro escrita por un alemán por Schack, si bien ha hallado hábil traductor39, no ha hallado público que la lea, y se ha quedado a medio traducir, por desgracia40.

A pesar de todo, aunque muchos de nuestros autores siguen siendo más celebrados que leídos, en el día se conocen ya mejor y se estiman con más recto criterio. Nada ha influido tanto en esto como la Biblioteca de Autores Españoles, publicada por don Manuel Rivadeneyra, cuya gloria y merecimientos comparte uno de nuestros compañeros por haber logrado de las Cortes que el Gobierno le concediese su indispensable protección41. Dicha Biblioteca, a más de texto bien enmendado y corregido de los autores, contiene un tesoro de noticias biográficas y bibliográficas y no pocos discursos preliminares y brillantes introducciones, que bien pueden formar unidos la historia de nuestra literatura, o, al menos, una abundante y rica colección de materiales para escribirla. De esto se ha encargado un autor infatigable y diligente, lleno del espíritu crítico más sano y elevado; pero su trabajo no está terminado aún, faltando en él la época en que se presenta el fenómeno cuyas causas quisiéramos explicar aquí42.

Lo que nadie niega, lo que no puede ser asunto de discusión es que la edad más floreciente de nuestra vida nacional, así en preponderancia política y en poder militar como en ciencias, letras y artes, es la edad del mayor fervor católico, de la mayor intolerancia religiosa: los siglos XVI y XVII. Pero si queremos circunscribirnos más y señalar el siglo de mayor auge, fecundidad y excelencia de las letras y del idioma patrios, marcar su Siglo de Oro, me parece que sin que me tilden de arbitrario, por más que se me dispute sobre diez años antes o después, bien puedo poner este siglo entre los años 1580 y 1680.

¿Por qué causas se pervirtió, se marchitó y se hundió rápidamente aquel gran florecimiento? A nadie se le oculta que esa cuestión literaria está enlazada con otra cuestión política. ¿Por qué la grandeza, crédito y poder de la monarquía española cayeron también rápidamente, precediendo a su caída la de las letras?

No es fácil contestar a todo esto, y menos aún en breves palabras. Para filosofar es menester tener un exacto y cumplido conocimiento de aquello sobre que se filosofa, y debemos declarar aquí que hasta la misma historia política de la época a que nos referimos dista mucho aún de estar satisfactoriamente escrita, a pesar de algunos ensayos, tentativas y compendios muy recomendables, entre los cuales se cuenta uno de un ilustre compañero nuestro que merece grande alabanza. Las cosas, sin embargo, de aquel período histórico se saben, por lo general, muy a bulto; y, por otra parte, el espíritu de partido que ha tomado dicho período por campo de batalla para discutir sobre cuestiones que, valiéndonos de un término muy en moda en el día, son las más palpitantes, nos puede cegar con su pasión y extraviarnos a todos, llevándonos, por extremos opuestos, a mucha distancia de la verdad.

Recientemente, por ejemplo, ha aparecido toda una escuela, que, en contraposición de aquel abatimiento que nos hacía desdeñar nuestro pasado, lo estima en lo que vale y aun quizá exagera algo su valor en lo literario y científico; pero sobre esta afirmación evidente o al menos plausible, levanta un cúmulo de aspiraciones y propósitos, a mi ver, poco razonables. Creo que para que renazca aquel florecimiento literario, aquel movimiento intelectual, aquella primacía de España, convendría que volviese la nación al mismo estado político, social y religioso. Es como si los griegos, mirando su postración y su relativa inferioridad en el día presente con respecto a otras naciones de Europa, recordando que eran el primer pueblo del mundo en tiempo de Pericles, y subordinando los altos intereses trascendentales de la religión a consideraciones estrechas de interés nacional, volvieran a adorar a Júpiter y a Minerva y renovasen los misterios eleusinos.

No pocos sabios italianos de la época del Renacimiento, resplandeciendo entre ellos el impío Maquiavelo, incurrieron en tan extraña manía. Al ver humillada a Italia, hollada y ensangrentada por los extranjeros, y al presentarse vivas en la memoria de ellos las grandezas de Roma, llegaron a aborrecer el cristianismo y a soñar con la religión de Jano bifronte y con las instituciones litúrgicas de Numa y de Tarquino Prisco. Esto, por un lado, es infinitamente mayor disparate que el soñar, siendo español, en que volvamos a la edad de Felipe II, por ejemplo, porque, al fin, de lo que somos ahora a lo que entonces éramos no hay tanta diferencia, ni ha habido cambio en el ser de la civilización general del mundo, ni menos aún en el principio sublime y en la doctrina salvadora que la informan con su espíritu; pero, por otro lado, los españoles que piensan hoy como hemos dicho, tienen menos disculpa que los italianos de entonces, porque entonces se concebía la Historia como un eterno volver al mismo punto, y se creía que para restaurar los estados y las civilizaciones convenía retroceder hacia su origen, mientras que ahora apenas hay quien se atreva a negar y quien no sienta y vea la marcha indeclinable de las cosas humanas en su conjunto hacia un término de perfección, sin duda inasequible en esta vida terrena, pero que las atrae por ley providencial, y, no limitando el libre albedrío en aquello de que debe responder cada individuo, las lleva por nuevas fases y evoluciones, sin dejarlas nunca volver al punto de que partieron. Así, pues, nos parece menos razonable, bajo este concepto, el que un español de ahora sueñe en que se regeneraría su patria volviéndola a lo que fue en pensamientos y creencias en tiempo de los tres Felipes, que el que Maquiavelo soñase en que renacería la antigua preponderancia romana con volver al estado y manera de ser de la edad de Tito Livio.

Por otra parte, aunque diésemos por indiscutible la singular grandeza de nuestro país en los siglos XVI y XVII y la conveniencia de volver a las instituciones, ideas y costumbres de entonces, suponiendo que lo que entonces pudo producir aquella grandeza debe también producirla ahora, aún nos quedaría por demostrar si aquellas instituciones, aquellas ideas y aquellas costumbres fueron la causa de la grandeza, o si, por el contrario, la grandeza nació de otras causas, y dichas instituciones, ideas y costumbres lo que trajeron consigo fue la corrupción y la rápida decadencia. Este es verdaderamente el punto controvertible. La distinción que hacemos es muy clara. Se comprende que alguien, enemigo en el día de la intolerancia religiosa y del absolutismo monárquico, o sostenga que entonces aquello fue bueno y útil en España, o afirme que al menos no puede ni debe presentarse como causa de nuestra caída política social y literaria, ya que hubo intolerancia religiosa y absolutismo monárquico en otros países durante el mismo período, y dichos países se levantaron, mientras que España cayó como en profunda sima.

Fijada así la cuestión, y limitándonos solamente a la literatura, vamos a hacer algunas ligeras observaciones, procurando mostrar la mayor imparcialidad en todo. Para ello conviene, sin duda, no dejarse arrastrar de la vanidad patriótica; pero conviene también no dejarse seducir por tantos y tantos autores extranjeros, protestantes o racionalistas los más, que, por odio a la religión católica y hasta por envidia póstuma de nuestro poderío de entonces, procuran denigrarlo todo, ponderando nuestros yerros, imputándonos mil maldades y encubriendo no pocas excelencias y glorias. Larga es la lista de los autores que no hablan de España sino para decir injurias crueles. Limitémonos a citar como modelos en este género al americano Draper y al inglés Buckle.

Hasta en los benévolos y aficionados a nuestras cosas se descubre a veces el estrecho espíritu de protestantismo y el aborrecimiento a la civilización católica que perturban su juicio, y los llevan ora a no comprender bien mucho de lo que tuvimos de bueno o de hermoso, ora a encarecer lo feo y lo horrible.

A pesar del respeto y gratitud que debemos al americano Jorge Ticknor, autor de la historia literaria de España más completa que se ha escrito hasta ahora, no se ha de negar que peca bastante en el mencionado sentido. Pongamos como muestra de que no comprendió bien lo bueno y hermoso, el frío, el pobre y somero juicio que forma y emite acerca de Los nombres de Cristo, de fray Luis de León. En una parte, no acierta a ver en este libro más que una serie de largos discursos declamatorios; en otra parte, juzgándolo algo más detenidamente, pone dicho libro como singular testimonio de la devoción, elocuencia y ciencia teológica de los españoles de aquella época, con lo cual no se compromete mucho ni en pro ni en contra; añade que hay en dicho libro un sermón (¿y por qué no muchos sermones?) que no cede en mérito a ningún otro en cualquiera lengua, y acaba por considerar el libro como una colección de declamaciones. Infiérese de todo ello que Jorge Ticknor no ha leído el libro, lo ha ojeado sólo y no lo ha entendido bien, concretándose a estimar no el fondo, sino la forma, esto es, la prosa rica, castiza y pura, por la cual coloca a fray Luis entre los grandes maestros de la elocuencia española.

Para nuestros dramas sagrados y autos, más son las censuras acerbas que las alabanzas de Ticknor. De Tirso ni mienta siquiera El condenado por desconfiado (salvo en nota y al hablar de La devoción de la Cruz, de Calderón), concretándose a afirmar que sus dramas a lo divino compiten en extravagancia con los de los demás autores, aunque no los aventajan, porque difícil llegar a más. Con El burlador de Sevilla no se muestra Ticknor más piadoso, por más que el genio de Mozart haya ido familiarizando a la sociedad culta y elegante, esto es, a la gente que no vive en España, con sus sombríos y chocantes horrores. En suma: Tirso, cuya Venganza de Tamar, cuya Prudencia en la mujer, así como otros dramas trágicos y heroicos, o no conoce o no recuerda Ticknor, no es más, para este crítico, harto desprovisto del sentido de la poesía, que un poeta cómico, fácil, chistoso, buen versificador y buen hablista; pero indecente, inmoral, chocarrero, deshonesto y extravagante.

Por los ejemplos citados se puede calcular lo poco que levanta el vuelo el entusiasmo de Ticknor para encomiar a nuestros autores. Traduzcamos y compendiemos, para que la frialdad o el desdén de Ticknor resalte más, algo de lo que dice Schack, de Tirso, en las cincuenta y siete páginas, casi todas de alabanzas, que le dedica: «Si bien tenemos que lamentar la pérdida de muchas obras del fecundo maestro, aún nos quedan bastantes para que con ellas se conciba agotada la más débil fuerza productiva de muchos famosos poetas y para que nos llene de pasmo la inexhausta inventiva de quien las compuso. La abundancia y variedad de estas obras es tan grande, que es empresa dificilísima el caracterizarlas y clasificarlas. Tirso es un encantador que sabe tomar las más diversas figuras. Apenas creemos que nos apoderamos de su fisonomía, cuando toma otra. El brillo de su poesía forma mil iris y cambiantes, y burla nuestro empeño por reflejarle en el espejo de la crítica. Las mismas faltas del autor, que, no pueden negarse, están circundadas y como vestidas de tan deslumbradores destellos poéticos, que es fuerza apoyarse en toda circunspección para no entregarse a una admiración sin límites por sus dramas. El teatro de Tirso se parece a aquel país de las hadas, que nos pintan los poetas románticos, donde cautivan los sentidos y el corazón del peregrino sones misteriosos y embriagadores perfumes; donde serpentean mil sendas que ya lo llevan o lozanos vergeles, ya por amenos valles, desde abismos que causan vértigo hasta montañas que tocan el cielo, y donde se oye en las grutas la voz burlona de los gnomos y de los duendes, y los silfos se mecen en el aire, y el sol de la poesía, hasta sobre los caminos extraviados, hasta sobre los derrumbaderos y precipicios, vierte su lumbre encantadora. Por cierto que debe de ser muy frío el crítico que no sienta deseo de abandonarse sin reparo a poesía tan hermosa, y muy poco capaz de sentirla y comprenderla el que no conozca que hasta aquello que pasa por defecto, según reglas rutinarias, es belleza relativa, considerado como parte necesaria de un gran organismo y como emanado de un alto espíritu poético, genial y espontáneo.»

Schack, como Ticknor, ve en Tirso un poeta cómico, pero no grosero ni chabacano, sino todo lo contrario. «¡Cuán distinto -dice- es el chiste siempre poético de Tirso, de las secas frialdades que suelen llamarse chistes entre nosotros! Como abeja entre rosales vaga volando el genio del poeta en el jardín florido de la fértil poesía. Es verdad que, como la abeja, tiene aguijón, pero también tiene miel. Tirso no perdona a los poderes del cielo ni a los de la tierra; pero con el dulce bálsamo de la poesía sana al punto que hiere. El atrevimiento de sus arranques satíricos contra los grandes de la tierra, contra la Corte y los cortesanos, contra los frailes y los clérigos es singular en la literatura española, y causa maravilla la libertad de la escena, donde resonaban públicamente tales sátiras en un tiempo en que el poder de la Inquisición había llegado a su apogeo.»

Si no nos llevase esto muy lejos de nuestro propósito, aún traduciríamos o extractaríamos más del encomio que Schack hace de Tirso.

No podemos resistir, con todo, a la tentación de poner aquí tres o cuatro párrafos aislados: «También para el idilio puro, sin mezcla de sátira, posee Tirso un incomparable talento, y aprovecha con predilección todas las ocasiones que se presentan para lucirlo; pero sus creaciones de esta clase no se parecen en nada a aquel linaje afectado de poesía pastoral que gustó tanto en toda Europa, sino que son la existencia real y las pasiones mismas de los campesinos españoles, realzadas y presentadas poéticamente con hechicera candidez y con frescura y vivacidad inimitables.» Como poeta trágico, dice Schack de Tirso al hacer el análisis de La venganza de Tamar: «Sólo pocos poetas españoles han levantado a tanta altura la poesía como Tirso en esta obra maestra.» Como poeta heróico-dramático, le ensalza aún más al hablar de La prudencia en la mujer. Como poeta psicológico que penetra con escrutadora mirada en lo más profundo del corazón, le encomia sobre todo en Escarmientos para el culpado; y, por último, como poeta dramático a lo divino, casi le pone Schack por cima de todos los demás poetas al examinar su Condenado por desconfiado, obra que «en rasgos de fuego lleva impresa la huella del espíritu religioso de entonces; extraño espíritu, apenas comprensible para los hombres de ahora». «Aunque Tirso -dice Schack al terminar el análisis- no hubiera escrito más que este drama maravilloso y hondamente conmovedor, nadie podría negarle el título de gran poeta.»

Con lo dicho se ve la contraposición. Para Ticknor, Tirso no pasa de ser un fraile ingenioso, deslenguado y verde, sainetista chocarrero y satírico; para Schack es un gran poeta por todos estilos. Dudamos de que en elogio de Shakespeare pudiera decir mucho más que lo que en elogio de Tirso dice. La divergencia que se advierte en este caso particular se pudiera advertir y señalar en otros muchos; por lo cual, si aun conocidos los hechos, cada uno los juzga a su modo, ¿qué esperanzas hay de que se convenga en las causas?

En algo, sin embargo, es menester convenir. Pongamos, pues, como fuera de duda que las dos más bellas manifestaciones del ingenio español en los siglos XVI y XVII son la poesía épicopopular y la poesía dramática: los romances y el teatro. Añadamos a esto la novela en prosa, pues aunque no tuviésemos más que el Quijote, eclipsaríamos aún todas las otras literaturas. No se puede negar, además, que en poesía épica artificial y erudita tenemos una copia asombrosa de obras estimables; en la lírica no somos inferiores a ninguna otra nación durante el mismo período; nuestros historiadores de entonces tal vez venzan a los de los demás pueblos en calidad y en número y poseemos, por último, notables jurisconsultos y escritores políticos y un rico tesoro de místicos y de ascéticos.

Importa declarar, no obstante, que de todo esto más se ha estudiado, hasta ahora, la forma que el fondo. Ya tenemos historia de la amena literatura de las obras de entretenimiento; pero la sustancia de la cultura española y el desenvolvimiento intelectual de nuestro espíritu están poco estudiados.

¿Por qué negarlo? Casi nadie lee en el día nuestros libros de devoción. Si los hojea algún aficionado a las letras, suele prescindir de las ideas, y sólo se para en lo sonoro de las frases, en lo castizo de los giros y en la riqueza y primor de la lengua. Y sin embargo, ¿qué análisis psicológico más sutil y atinado qué metafísica más profunda, qué admirables intuiciones de lo infinito en su relación con lo finito no suele haber en ellos? El señor Rousselot, un francés, ha sido el primero que críticamente ha desentrañado y expuesto algo de aquellos doctrinas, y, aunque su obra deje mucho que desear, debemos inclinarnos agradecidos, pues nadie en España lo había hecho mejor, ni acaso de ningún modo, antes de que él lo hiciera.

Rousselot, como casi todos los franceses cuando tratan de nuestras cosas, no puede prescindir de hacernos un disfavor al lado de un favor. Es cierto que da conocer a nuestros místicos y expone su filosofía; pero afirma que jamás hemos tenido más filosofía que la de ellos. Sentencia es ésta de la que podemos apelar; pero de la que no podemos quejarnos, porque nuestros sabios modernos van más allá aún en el desdén. El importador de la filosofía Krausista en España y uno de sus más aventajados discípulos, en artículos recientes, por otra parte merecedores de alabanza, afirma que la imaginación estética ha sido bien cultivada en España y ha dado sazonado fruto, pero que la razón, no; que hemos tenido buenas comedias, novelas y otras obras de pasatiempo; pero que en ciencias y en filosofía hemos valido poquísimo, sin duda porque la compresión intelectual y el fanatismo religioso han tenido como embotada y atrofiada, en nuestra alma, una de sus más nobles facultades.

Ya se entiende que tan cruel afirmación se refiere a los últimos siglos, y no a la Edad Media ni a las antiguas edades. En la Edad Media convienen todos en que hemos tenido notabilísimos sabios, filósofos y pensadores, aunque más que ortodoxos, mahometanos y judíos. Eruditos y críticos extranjeros lo ponen fuera de duda43; Renán, estudiando a Averroes y su prodigiosa influencia en la filosofía escolástica y del Renacimiento, y Munck, Franck, Sachs, Geiger y David Cassel, traduciendo las obras o encomiando y celebrando las doctrinas de Ibn Gebirol, de los Ben-Ezrá, de Maimónides, de Jehuda de Toledo y de otros compatriotas nuestros y gloria de España, por más que no fuesen católicos.

Pero el amor patrio nos ha hecho clamar contra el desprecio por nuestra ciencia, y sobre todo por nuestra filosofía, desde el Renacimiento hasta ahora: y han surgido celosos defensores de que hubo filósofos en España y hasta verdadera filosofía española, entre los cuales merecen citarse nuestros compañeros correspondientes don Gumersindo Laverde y don Adolfo de Castro, el joven señor Menéndez y Pelayo, y los señores Ríos Portilla y don Luis Vidart, el cual hasta ha formado y publicado un tomo de apuntes para la historia de nuestra filosofía.

Fácil nos sería citar aquí multitud de nombres de peripatéticos, platónicos, estoicos y eclécticos, entre todos los cuales se levantan, a lo que parece, Vives y Foxo Morcillo. Pero francamente, se citan estos nombres, se supone que valieron mucho los sabios que los llevaron, y apenas sabemos lo que dicen, porque casi nadie los ha leído. Las pocas obras filosóficas que, como tales, ha publicado la biblioteca de Rivadeneyra, nos compungen y descorazonan. Quedan, pues, hasta el día, como único tesoro filosófico español de los siglos XVI y XII, algo conocido y explorado por la crítica moderna, los místicos y quizá un poco de los teólogos dogmáticos. Y debemos perdonar a los eruditos y aficionados del día, porque es pedir heroicidades pedir que alguien se ponga con paciencia a estudiar y a extractar volúmenes en folio, en latín casi todos, a fin de resumir, exponer en castellano y juzgar doctrinas que a pocos españoles interesan y que nadie se tomaría el trabajo de leer con atención para entenderlas, achacando lo de que no las entendía a lo enmarañado del lenguaje.

Sea, pues, por lo que sea, no se puede negar que queda algo en duda si hemos tenido o no, en la época a que nos referimos, verdaderos y grandes filósofos. Pero demos por supuesto que los hubo, como presentimos y creemos y deseamos, aunque no lo sepamos de fijo. Demos también por supuesto que tuvimos entonces médicos, matemáticos, naturalistas y filólogos insignes. Afirmemos que no quedó ramo de actividad del espíritu en que no floreciésemos; que nuestros publicistas abrieron a Grocio el camino; que nuestros teólogos prevalecieron en Trento; que Melchor Cano inventó una ciencia nueva; que en las artes del dibujo vencimos a todos los pueblos menos a Italia; que tuvimos arquitectos gloriosos, hábiles escultores en piedra, bronce, madera y barro; plateros y joyeros rivales de Bellini, y hasta herreros admirablemente artísticos; y que nuestra música, que duerme olvidada entre el polvo de los archivos de las catedrales, compite con la italiana y puede presentar nombres, que debieran ser ilustres, como los de Salinas, Monteverde, Pérez y Gómez. Júntense a todo ello nuestras riquezas poéticas y literarias, ya que la amena literatura de entonces no es bien conocida, y tendremos un florecimiento intelectual asombroso y adecuado a nuestra grandeza política como nación.

Pero lo dicho, en vez de resolver la duda, la complica y la hace más difícil. ¿Qué causa hubo para que tanta fecundidad, tanta exuberancia, tanta virtud especulativa, tanta vida del alma se secase de súbito, y hasta se olvidase, aun entre nosotros, que la habíamos tenido, viniendo a caer España en un marasmo mental, en una sequedad y esterilidad miserable de pensamiento, o en extravíos bajos y ridículos, de todo lo cual no salimos sino para seguir humildemente a los extranjeros, como satélites sin espontaneidad, como admiradores ciegos y como imitadores casi serviles? ¿Qué causa hubo para tal abatimiento, del que no hemos salido del todo? La perversión vino primero y la degradación después. Desde las obras de ambos Luises, de San Juan de la Cruz y Santa Teresa, descendimos a las del padre Boneta y a las de otros más deplorables, que sirvieron de modelo a fray Gerundio; de las comedias de Calderón, pasando por Cañizares y Zamora, llegamos a Comella, Luis Monsín y Fermín del Rey, arquetipos de don Eleuterio; desde Garcilaso, Rioja y los Argensolas, bajamos a Montoro, a Benegasí y al cura de Fruime, y desde el romancero del Cid, que Hegel pone por lo más noble, bello, real e ideal a la vez que ha inspirado la musa épica después de los poemas de Homero, fuimos humillándonos hasta no producir sino romances de guapezas y desafueros de bandidos, como el de Francisco Esteban; de chocarrerías y desvergüenzas, como el del fraile fingido; de falsos y absurdos milagros, y hasta de fenómenos raros y monstruosos, como el de la mujer que parió trescientos hijos de un parto. Así justificamos toda la burla de los seudoclásicos a la francesa.

¿Fue causa de la humillación el despotismo de los reyes austríacos? No se niega que los reyes austríacos fueron despóticos; pero este mal no fue exclusivo de España. El movimiento general en toda Europa era entonces hacia la concentración del Poder en manos de los monarcas, y nunca llegó a tanto en España como llegó en Inglaterra bajo los Tudores, y en Francia bajo el que llamaron Luis el Grande y dio nombre a su siglo. Inglaterra y Francia se levantaron con todo bajo aquellos despotismos, mientras España descendía.

¿Fue la atroz crueldad de la Inquisición la que atajó el vuelo de nuestro espíritu ahogando en sangre nuestra cultura? Miradas imparcialmente las cosas, parece que no. Pues qué, ¿en los demás países no se atenazaba, no se quemaba viva a la gente, no se daban tormentos horribles, no se condenaba a espantosos suplicios a los que pensaban de otro modo que la mayoría? La Inquisición de España casi era benigna y filantrópica comparada con lo que en aquella edad durísima hacían tribunales y gobiernos y pueblos en otras regiones, donde, lejos de decaer, se han levantado. Todos los moros, judíos y herejes castigados o quemados en España por la Inquisición durante trescientos años, no igualan en número, por confesión de Schack, a sólo las infelices brujas quemadas vivas en Alemania nada más que en el siglo XVII. En Francia, sin contar los horrores de las guerras civiles, sólo en la espantosa noche de San Bartolomé hubo más víctimas del fanatismo religioso que las que hizo el Santo Oficio desde su fundación hasta su caída. De Inglaterra no hay que hablar: pueblo entonces más bárbaro y feroz que el Centro y el Mediodía del continente europeo, derramaba la sangre a torrentes.

Nosotros tuvimos cinco años en la cárcel a fray Luis de León; pero no padeció tormento, y al cabo se declaró su inocencia. En la cárcel pudo escribir el libro divino de Los nombres de Cristo y otras obras inmortales. En otra nación, y con los mismos émulos que aquí tuvo, quizá no hubiera salido tan bien. No hay que olvidar que a Vanini le arrancaron la lengua con unas tenazas en Francia; que a Bruno le quemaron vivo en Roma; que en Inglaterra ajusticiaron a Tomás Moro, y que a nuestro compatriota Miguel Servet le hizo matar Calvino en Ginebra.

Por más que hayan querido los protestantes engalanarse con el lauro de que la libertad religiosa vino por ellos, la Historia les niega ese lauro. Guizot, protestante, tiene la franqueza de confesarlo. Toda secta disidente ha sido tan fanática y tan intolerante o más que los católicos durante la lucha. Sólo los progresos de la razón, con la imposibilidad de exterminarse unos a otros, trajeron la tolerancia, y la libertad en pos de ella, la cual no ha nacido del seno de ninguna Iglesia, sino de la conciencia humana en general, iluminada al cabo por el verdadero espíritu de Cristo y comprendiéndolo con rectitud.

¿Se originó la perversión y corrupción de nuestra ciencia y literatura de la ignorancia de los inquisidores? Nos parece que tampoco. En aquellos siglos el clero español sabía más que los legos, y los inquisidores eran de las personas más ilustradas del clero español.

¿Provino nuestra caída de la alianza entre la teocracia y el poder real para oprimir al pueblo? Pero ¿dónde ha habido mayor alianza entre ambas potestades que en Inglaterra, donde el jefe de la Iglesia y el del Estado se confundieron en uno?

¿Atribuiremos, por último, los males que aquí se lamentan a la duración, regularidad y constante vigilancia de la Inquisición? La duración de las persecuciones, ya en un sentido, ya en otro, fue la misma en todas partes. Y en cuanto a la regularidad, no se explica qué ventaja lleve lo desordenado a lo ordenado. Antes bien, los parciales de la Inquisición pueden decir, miradas así las cosas, que aquel terrible tribunal contribuyó a que gozásemos de una paz relativa, mientras otras naciones ardían en guerras espantosas que, como en Alemania, duraban treinta años.

La tiranía, pues, de los reyes de la Casa de Austria, su mal gobierno y las crueldades del Santo Oficio no fueron causa de nuestra decadencia: fueron meros síntomas de una enfermedad espantosa que devoraba el cuerpo social entero. La enfermedad estaba más honda. Fue una epidemia que infeccionó a la mayoría de la nación o a la parte más briosa y fuerte. Fue una fiebre de orgullo, un delirio de soberbia que la prosperidad hizo brotar en los ánimos al triunfar después de ocho siglos en la lucha contra los infieles. Nos llenamos de desdén y de fanatismo a lo judaico. De aquí nuestro divorcio y aislamiento del resto de Europa. La parte más ilustrada del clero, los mismos inquisidores, los mismos reyes, más bien que impeler, tuvieron que refrenar la corriente de la intolerancia. Felipe II tuvo que luchar contra la opinión pública para no expulsar a los moriscos y dejar esta triste gloria a su hijo. Nos creímos el nuevo pueblo de Dios; confundimos la religión con el egoísmo patriótico; nos propusimos el dominio universal, sirviéndonos la cruz de enseña o de lábaro para alcanzar el imperio. El gran movimiento de que ha nacido la ciencia y la civilización moderna, y al cual dio España el primer impulso, pasó sin que lo notásemos, merced al desdén ignorante y el engreimiento fanático; y cuando en el siglo XVIII despertamos de nuestros ensueños de ambición, nos encontramos muy atrás de la Europa culta, sin poder alcanzarla, y obligados a seguirla como a remolque.

Pero ¿cómo desconocer nuestros inmensos servicios, nuestra cooperación poderosa en esa misma cultura, por la que Europa hoy a su vez nos desdeña y se muestra tan ufana?

Antes de que la mente del hombre se volviese con más brío al estudio de sí misma, y por último se elevase a Dios como causa primera y fundamento de todo, importaba conocer el universo.

El primer capítulo, pues, de la historia de la ciencia y de la filosofía modernas lo llenan los españoles. Antes que vinieran Copérnico, Galileo, Keplero y Newton a magnificar teóricamente el concepto de la creación, era menester ensanchar y completar la idea del globo que habitamos. Esta misión heroica tocó a los españoles y portugueses. Sin su fe y su energía, Colón no hubiera descubierto la América; Gama no hubiera ido a la India, venciendo a Adamastor; Pizarro no hubiera explorado el Perú, ni Cortés el Anahuac, ni Orellana hubiera bajado por ríos desconocidos, con sólo diez compañeros, desde Quito hasta el Amazonas, y por el Amazonas hasta salir al Atlántico; Balboa no hubiera descubierto el Pacífico, salvando las montañas del istmo que le separa del otro Océano, y Magallanes, por último, cruzando el estrecho, que pone en comunicación ambos mares, casi en el extremo de la América meridional, no hubiera llegado por Occidente a las islas del remoto Oriente. Tres meses y veinte días, sin ver más que agua y cielo, fue Magallanes, con sus compañeros valerosos, por el vasto y desierto mar que la imaginación fingía infinito: el agua, se corrompió, y hubo que beber agua podrida; faltaron los víveres, y hubo que alimentarse hasta de cueros remojados; los hombres morían diariamente de hambre, de miseria y de escorbuto: muchos dudaban de que aquel mar tuviese término; pero Magallanes no quiso volver atrás, confiado en que la Tierra era esférica por la sombra que proyecta en la luna cuando la luna se eclipsa. «Nunca -dice un historiador angloamericano, denigrador y aborrecedor de los españoles-, nunca, en toda la historia de las empresas humanas, hubo nada que excediese a la de Magallanes. Aquel hombre tenía forrado el corazón de triple lámina de bronce. Nunca se ha dado mayor muestra de sobrehumano valor, de perseverancia asombrosa, de resolución que no ceja ante ningún temor ni ningún padecimiento, y de inflexibilidad que va derecha a su fin, rompiendo todos los obstáculos. Magallanes murió cerca de las Molucas; pero su nombre inmortal quedó para siempre grabado en la Tierra y en el Cielo: en la Tierra, en el estrecho que enlaza ambos océanos; en el Cielo, en la nube de estrellas que vio el audaz marino en la bóveda azul del hemisferio antártico.»

Sebastián Elcano, segundo de Magallanes, volvió a España, y puso en su escudo el globo terráqueo con este lema: Primus circundedisti me.

Si la ciencia moderna, si la moderna filosofía, si todo aquello de que se envanece el siglo presente, hubiera de marcar el día de su origen, y desde entonces se empezasen a contar los años de la nueva era, que llaman los positivistas edad de la razón, contraponiéndola a la edad de la fe, esta nueva era no empezaría el día en que Bacon publicó su Novum organum, ni el día en que salió a luz el Método de Descartes, sino el 7 de septiembre de 1522, día en que Sebastián Elcano llego a Sanlúcar de Barrameda en la nave Santa Victoria.

Aunque no hubiéramos, pues, tenido grandes matemáticos, químicos, físicos y filósofos, bastaría para nuestra gloria el haber dado origen a todo ello; el haber dado impulso al movimiento del espíritu humano que supo crearlo.

Además, en esto de la historia de la filosofía, hay que aplicar con frecuencia la moraleja de la fábula titulada El león vencido por el hombre. En ninguna historia de otro género puede decirse a cada paso con más justicia: «Y no fue león el pintor.» Cada cual según su nacionalidad, escuela o secta, reparte, como mejor le cuadra, los papeles, la gloria y la importancia de los personajes. Pongamos por caso a Bacon. Unos le dan tanto mérito, o más aún, que a Descartes, asegurando que de él dimanan todos los progresos de las ciencias experimentales, y le contraponen a Descartes, fundador de la filosofía espiritualista y psicológica. Entre ambos reparten toda la gloria: éste, es padre de la ciencia del no yo; aquél, de la del yo. Pero novísimamente Bacon cae en descrédito, y no ya los espiritualistas, sino los mismos positivistas y empíricos, le tratan con la mayor dureza. Le tildan de ignorante, de preocupado y charlatán presuntuoso. El ídolo de Bacon cae por tierra. En su Novum organum ya no hay nada fecundo. Todos los descubrimientos se han hecho a su pesar. Bacon estaba lleno de miras estrechas; no sabía palabra de matemáticas ni de ciencias naturales, y murió sin llegar a convencerse y negando siempre que la Tierra se movía. Draper exclama en su furor contra él: «Tiempo es ya de que el sagrado nombre de filosofía se purifique de su larga conexión con el de ese impostor de ciencia, político acomodaticio, leguleyo, insidioso, juez corrompido, amigo traidor y mal hombre.»

A Descartes, a quien ponen unos como padre de la filosofía moderna, le niegan otros tal paternidad y tal gloria. ¿Por qué Spinoza ha de proceder de Descartes y no de sus compatricios, por españoles y por judíos, Ibn Gebirol y Maimónides? ¿Por qué Newton ha de constar como cartesiano? ¿Es sólo vanidad francesa, o hay razón para afirmarlo así? Leibniz, aunque la filosofía de Descartes sea como antecedente de la suya, ¿no tiene otros elementos extraños que dan más valor a su sistema? Si Descartes tomó no poco de Vives y de Gómez Pereira, ¿parte de su gloria no redunda en pro de aquellos españoles? Pero todo esto está en el aire, cuando sobra quien niegue a Descartes todo merecimiento. Los neotomistas, renovadores de la escolástica, le desdeñan. Gioberti le juzga un mezquino y lastimoso metafísico.

Ha venido después la gran escuela alemana con sus cuatro soles y multitud de satélites; y Hegel se ensoberbece y declara que, desde Grecia hasta que filosofaron en Alemania, no ha habido verdadera filosofía. El fuego sagrado de la inspiración y el aliento fatídico que pronuncia los oráculos de la ciencia una y toda, están custodiados por los alemanes, nuevos Eumolpides que tienen las llaves de este otro santuario de Eleusis y que sólo saben sus misterios.

En virtud de dicha sentencia, todos quedamos iguales, salvo los alemanes y los griegos. Al lado del zapatero Jacob Boehm, Descartes se convierte en pigmeo.

Vienen, por último, los escépticos de todas clases, los positivistas y materialistas: consideran la filosofía como aspiración imposible, delirio de la vanidad humana, o como tentativa pueril de los hombres, cuando carecen aún de ciencia. Los filósofos alemanes y griegos se hunden entonces como los demás mortales, y sólo imperan los matemáticos, los químicos, los médicos y los geólogos.

Decimos todo esto, no para invalidar la filosofía ni su historia, de lo cual distamos mucho, sino para que se vea cuánto pueden y valen el capricho, la moda, el orgullo nacional y el interés de secta o partido en añadir o quitar gloria, en hacer o deshacer reputaciones, según mejor conviene, al formar el cuadro sinóptico de la historia de la civilización de estos últimos siglos.

Para introducir estos cambios y variantes no basta querer: es menester poder. Adquiera España nueva prosperidad; pónganse los treses a cincuenta; brillen entre nosotros la poesía, las artes, el comercio y la industria; figuremos de nuevo en el concierto de las naciones europeas como potencia de primer orden, y entonces, si se nos antoja, tal vez hagamos creer que Vives fue superior a Descartes; que Foxo Morcillo, conciliando a Platón con Aristóteles, fue el precursor del racionalismo armónico, y hasta que el padre Fuente de la Peña, en su Ente dilucidado, allanó el camino a Darwin y a Haeckel.

A fin de llegar a tan buen término son indispensables dos condiciones: no divorciarnos de nuestro propio espíritu: no renegar de él como en el siglo XVIII, y no aislarle tampoco como en el siglo XVII, sino ponerle sin temor en medio del raudal de las ideas de nuestro siglo, para que se nutra y robustezca con ellas, sin perder su esencia inmortal y su propio carácter.

Bien podremos entonces estar seguros de que si imitamos a los filósofos modernos alemanes, pondremos al cabo en sus filosofías un sello tan castizo, que las haremos propias, al modo que nuestros grandes místicos, imitando y citando también a los místicos alemanes como Suso, Tauler y Ruysbroeck, fueron originalísimos44; y bien podremos estar seguros de que, más hoy que en el siglo XVII, todo español dejado en plena libertad entre Lutero y San Ignacio, preferirá a San Ignacio y dejará a Lutero. Y en efecto hasta para cualquier español descreído y racionalista vale más que el fraile fanático y medio loco, envidioso de las artes y esplendores de los pueblos neolatinos, y en pendencias y dimes y diretes groseros con el mismo demonio, aquel hidalgo convertido de repente, herido por Dios como Israel, y suscitado por Dios contra el heresiarca, el cual, para combatirle y para cumplir al mismo tiempo la obra de misericordia de enseñar al que no sabe, buscó compañeros como el Apóstol de Oriente, y con sólo su palabra, sin ejércitos y sin favor y auxilios de soberanos, fundó el imperio más extraño del mundo, imperio que dura aún, y que a la muerte de su fundador se extendía por Alemania, Francia, Italia, España, Portugal, el Brasil y la India, contando más de cien casas o colegios que amenazaban avasallar el resto de la Tierra.

Pero así como éstas y otras grandezas españolas no se pueden atribuir a los gobiernos, sino a la espontaneidad y al entusiasmo de toda la nación, así tampoco debemos, si hemos de ser imparciales, culpar sólo a los inquisidores feroces y a los reyes tiranos de la perversión y miseria en que caímos. ¿Qué tiranía había de ejercer el imbécil y débil Carlos II? Además, cuando vemos hoy la animación, bullicio y alegría de la calle de Alcalá en una tarde de toros, no se nos ocurre pensar que el Gobierno tiraniza al pueblo y lo hace ir a los toros por fuerza. Pues con más gusto, trabajaron los madrileños en levantar el tablado, animándose con devotas exhortaciones; con mejor voluntad acudieron la corte y ochenta y cinco grandes de España, y con más deleite presenció todo el pueblo el auto de fe de 1680, en que fueron condenadas ciento veinte personas, y de ellas veintiuna quemadas vivas.



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