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Capítulo XXII

Del cual se deduce que el jurisconsulto Vargas era un excelente fiscal para formar un proceso de conspiracion


La descripcion de los regocijos públicos que se hicieron en la ciudad, para festejar á su nueva Reina, llenaria mayor número de páginas que el que nos hemos propuesto ocupar con el relato de los acontecimientos que vamos narrando: hubo torneos, corridas de toros, luminarias y fuegos de artificio por espacio de ocho dias consecutivos, y la piedad de D. Felipe no olvidó que al cielo debia las singulares ventajas, que sus ejércitos habian alcanzado en la guerra, así como el acierto con que hasta entonces regía su consumada política en la paz los vastísimos dominios de la corona, en los cuales nunca se ponia el sol.

No se crea sin embargo que vivió adormecido en la ociosidad, mientras duraron las fiestas. Su primer cuidado fué disponer que el duque de Medinaceli, virey de Nápoles, equipase en Mesina una fuerte escuadra, tripulándola con catorce mil hombres, y que con ella escarmentase á Dragut. Dióse á lavela aquella division naval haciendo rumbo hacia Malta, mas una tempestad y el furor de contrarios vientos obligaron al virey á arribar al puerto de Siracusa, punto infestado á la sazon por una cruel epidemia, que llevó al sepulcro á cuatro mil soldados españoles. Desde allí se dirigió la escuadra á la isla de Zerbi, no léjos de Trípoli, y la tomó al primer ataque; mas habiéndose detenido en ella las tropas para refrescar víveres y guarnecer el castillo, que de nada podia servirles en sus sucesivas operaciones, se aprovecharon los infieles de tan injustificable inaccion, para reunirse y aproximarse con ánimo de vengar su reciente derrota. Noticioso al mismo tiempo el infatigable Dragut, de que los españoles se proponian destruir su poder, juntó sus fuerzas marítimas, diseminadas en la costa de Berbería, y requiriendo al emperador Soliman, para que le auxiliase en la defensa de sus conquistas, se aprestó á hacer frente á la armada española. Cuando se disponia á avanzar hácia Zerbi, tuvo la fortuna de que se le reuniese la escuadra del almirante Piali, enviado por la Sublime Puerta en su socorro, y á este debió el pirata argelino salir, con mas gloria que la que esperaba, del laberinto en que imprudentemente se habia enredado.

El virey ignoraba completamente el paradero de su astuto enemigo, cuando este, reforzado por los navios de Piali, se presentó en las aguas de la isla de Zerbi, cuyo aviso llevó al duque una fragata de la órden de Malta, que estuvo en peligro de ser echada á pique. Reunido acto continuo el consejo de guerra á bordo de la Capitana, se dividieron las opiniones, siendo de parecer unos, que se debia aparejar para salir al encuentro de Dragut, y aconsejando otros que la retirada era el espediente mas seguro, para huir de tan inminente peligro. Pero en tanto que deliberaban los españoles sin decidirse por ninguna resolucion, se acercó á su escuadra el pirata por el frente, mientras Piali la envolvia por retaguardia. Entonces todo se convirtió en espantoso desórden, y cada buque solo atendió á su propia defensa, sin cuidarse del combate general que no existia, supuesto que ningun plan anterior lo habia anunciado.

Algunos navíos se salvaron á fuerza de vela, refugiándose en la isla de Malta, á cuyo punto fué tambien á parar el virey de Nápoles, despues de haber encomendado el gobierno de Zerbi al valiente don Alvaro de Sande; otros se estrellaron contra los escollos de la isla, o baron en sus peligrosos arrecifes, y los turcos mataron mil hombres, apoderándose de mas de treinta buques y de unos seis mil prisioneros. Así terminó aquella espedicion, destinada á limpiar el Mediterráneo del vandalismo de los que se llamaban Mendigos del mar, con descrédito de la pericia del virey de Nápoles y del almirante Doria.

Pero habia en aquel ejército, desprovisto ya de embarcaciones, un hombre intrépido á toda prueba, que habia jurado lavar la mancha de la derrota sufrida por las armas españolas. Era D. Álvaro de Sande, caudillo de corazon y de estraordinario arrojo, á quien no abatian jamás los reveses de la contraria fortuna. Conservaba ciertamente la fortaleza de Zerbi, pero el almirante Piali que la sitiaba por mar y tierra habia destruido sus fortificaciones. El hambre acosaba además á la escasísima guarnicion, que Sande habia podido reunir; de modo que los turcos, en número de doce mil hombres, contaban con otra victoria mas. Piali hizo al general español brillantes proposiciones para que rindiese la plaza, que solo era ya un monton de escombros; pero aquel las desechó con orgullo, y jurando que mas queria perecer gloriosamente espada en mano, que entregar el depósito confiado á su hidalguía, acometió furiosamente á los infieles en su mismo campo, tomóles peleando cuerpo á cuerpo tres trincheras, una en pos de otra, y despues de batirse desesperadamente, á la cabeza de sus pocos soldados, contra cuatro mil genízaros, que guardaban la tienda del almirante de Soliman, despues de abrirse paso, con pérdida de casi toda su gente por miedo del ejército sitiador, llegó cubierto de heridas y acompañado de dos oficiales, á bordo de un bergantin de guerra español, que estaba varado en la costa. Al amanecer del siguiente dia, vieron los enemigos al héroe sobre la cubierta del buque; armado con su espada y su rodela, aguardaba impasible que aquellos le atacasen para morir matando; pero Piali, asombrado por tan indomable denuedo, respetó su vida, se adelantó á él sin armas y le ofreció su mano. Don Alvaro de Sande fué victoreado por los diez mil turcos, que no habian podido vencer su constancia, y conducido poco despues cautivo á Constantinopla, el rey D. Felipe se apresuró á rescatarle, ofreciendo por su libertad todo cuanto Soliman pidiese.

Respecto á Flandes, no anduvo menos activo, pues envió á la Gobernadora prontos auxilios, con orden espresa de que pusiese en pié de guerra cinco regimientos de infantería y un cuerpo respetable de caballería. Doña Margarita secundó con acierto las intenciones de su augusto hermano, y cayendo impensadamente sobre Valenciennes, cuyos moradores habian declarado ódio eterno á los católicos, la obligó á que recibiese una guarnicion de las mejores tropas, despues de haber hecho sufrir la pena de muerte á los revoltosos mas notables, y prohibido bajo severas amenazas el culto de la religion protestante. Al sentir tan de cerca el castigo, que el irritado monarca imponia á su desobediencia, humillaron la cerviz muchas ciudades rebeldes, entre las que figuraba Amberes; pero el conde de Brederode exigió con altanería que la duquesa de Parma diese curso á una nueva peticion, en la cual debian formular sus quejas y agravios los descontentos, ya que el Rey habia desatendido la primera, enviada por el marqués de Mons y el baron de Montigny: la Gobernadora se negó á su exigencia, haciéndole saber que, habiéndose sublevado contra la autoridad real, habia perdido el derecho de demandar justicia contra los actos del gobierno. Exasperado Brederode con esta respuesta, rehusó someterse y pasó á Holanda para reunir partidarios: poco despues logró fortiticarse en la plaza de Vianem, mas la Duquesa regente envió contra él al general conde de Aremberg, y este obligó al gefe de los nuevos confederados á refugiarse sin combatir en Alemania. Así concluyeron por entonces las tentativas de aquellos estados, para sacudir el yugo de España.

El jurisconsulto Juan de Vargas, habia salido para Segovia con arreglo á las instrucciones del Rey, para dar principio al proceso de los embajadores flamencos. Ocupaban estos dos aposentos separados del segundo cuerpo de aquel impónente alcázar, asegurados por fuertes rejas de hierro cruzadas, y por puertas chapeadas esterior é interiormente con gruesas planchas del mismo metal. Los jueces se instalaron en el primer piso, y desde luego se ocuparon en la recapitulacion de los indicios, que hacian presuinir la culpabilidad de aquellos desventurados magnates, ya que la carta del conde de Horn, entregada por Requesens al presidente del tribunal, contenia los cargos de traicion á los cuales debian responder. Todo se habia dispuesto de tal modo, que parecia muy difícil, si no imposible, que los presuntos reos pudiesen librarse del terrible castigo que les amenazaba.

El baron de Montigny se habia conformado con su mala suerte y se preparaba á sufrir tranquilamente la pena que el Rey tuviese á bien imponerle; pues no dudaba que todos sus esfuerzos para evitarla serian inútiles. Ninguna queja salió de sus lábios contra don Felipe ni contra los que le habian hecho traicion, desde que fué preso en Roncesvalles hasta que entró en el alcázar, y únicamente allí manifestó su deseo de hablar al conde de Barajas, que lo habia conducido. Avisado este, y no teniendo órdenes que le impidiesen satisfacer aquel deseo, se presentó en el calabozo del baron.

-¿En qué puedo serviros, señor de Montigny? le preguntó tristemente, pues compadecia el mal término de los dos cautivos. Si es cosa que no se opone á la fidelidad que debo al Rey, decidla al punto y os prometo cumplirla: por lo demás, estad cierto de que tal vez nadie siente á estas horas tanto como yo vuestra desgracia y la de vuestro amigo.

-Nada os pido que no podáis hacer como buen caballero, le respondió con gravedad el flamenco: os he acusado y maldecido mil veces, señor conde de Barajas y por ello os requiero que me perdoneis. No sois vos la persona que me engañó, valiéndose de vuestro nombre, y esto mismo declararé á mis jueces para oprobio y mengua del rey D. Felipe.

-¡Oh! No hagais tal, desventurado, esclamó el conde, porque no alcanzareis misericordia.

-¿Y si callo?

-¡Quién sabe!

-Pues bien; callaré por no perder un resto de esperanza; no diré lo que se me ocurre sobre esa política misteriosa, que convierte á los hombres en espías de sus semejantes; no comprometeré al príncipe D. Cárlos, por cuyo servicio me encuentro así... ¡Y todo, porque me es necesaria la vida! ¡Todo por conservarla para mis pobres hijos, que me aguardan en Bruselas!

El Conde abrevió tan penosa entrevista, pues estaba persuadido de que la suerte de los dos embajadores de Flandes estaba irrevocablemente fijada.

Por su parte el marqués de Mons, que no participaba de los sentimientos de conformidad de su amigo, discurria sin descanso para encontrar un medio de librarse de su triste cautiverio. Habia examinado la reja y convencídose de la imposibilidad de huir por aquel lado; la puerta presentaba obstáculos insuperables, y además, por el largo y oscuro corredor, en que se hallaban situados su calabozo y el de Montigny, se paseaban noche y dia dos centinelas, que acudirian al menor ruido que se hiciese. Entonces le ocurrió la idea de ponerse en comunicacion con su compañero, cuyo calabozo solo estaba separado por un tabique de ladrillos, y sacando un puñal, que habia logrado ocultar en el pecho, cuando le prendieron, se puso á la obra, procurando abrir en el tabique, y como á dos piés del suelo del calabozo un agujero que, á fuerza de trabajo y constancia, conseguiria ensanchar de manera, que le permitiese pasar al otro encierro. El proyecto del Marqués, una vez alcanzado este primer triunfo, era sorprender al llavero, cuando fuese á llevar la cena á Montigny, dejarle encerrado en el calabozo de este y bajar al primer piso del alcázar, entregándose despues en brazos del destino, para que les deparase una salida. Si los centinelas acudian á la puerta del calabozo, antes que el llavero estuviese asegurado, uno de ellos moriria de una puñalada, ya que no fuese posible atraer á los dosal encierro, y cerrar la puerta despues de echarse ellos fuera: en el primer caso, solo tendrian que habérselas con el llavero y el otro soldado; pero recordaba Mons que el baron habia traido de Flandes una daga que tenia en grande estima, y era fácil que la conservase en su pecho, supuesto que el conde de Barajas, al proceder á su prisión en Roncesvalles, se habia contentado con pedirles las espadas: de este modo nada tenian que temer los dos esforzados caballeros de unos enemigos, que se considerarian dichosos, si lograban salvar sus vidas. Este plan de evasion era á todas luces arriesgadísimo; pero el Marqués conocia muy bien que, al ordenar D. Felipe su arresto y el de Montigny, sin tener para nada en cuenta su carácter de enviados de las provincias que reclamaban contra los actos del gobierno, daba seguro indicio de que no quería perdonar lo que llamaba y era efectivamente rebelion de los estados, y de que entraba en sus planes responder con las cabezas de los embajadores á sus enérgicas demandas. Así pues, perdida la esperanza de recobrar la libertad, seguro de que pronto pereceria en un cadalso, trató de jugar el todo por el todo, pareciéndole mucho mas noble morir dentro del alcázar, en nocturna refriega y á manos de un soldado, que no á las del verdugo en medio de una plaza pública.

Trabajó pues con ahinco, cubriendo con su cama el agujero, así como la tierra y los ladrillos que iba arrancando, cada vez que la fatiga le obligaba á descansar, á fin de que el llavero no se apercibiese de su faena, y en pocos días consiguió abrir un boquete, por el cual podía pasar al otro encierro, aunque venciendo no pocas dificultades. Advertido Montigny por las primeras capas de yeso que vio caer, y por el ruido sordo que sentía, comprendió el pensamiento de su amigo, le ayudó en la obra, desprendiendo los ladrillos que aquel movía con su puñal, y no tardó en oír su voz. Entonces acercó tambien su cama al agujero, y cuando llegó la noche tuvo el consuelo de abrazar al Marqués: éste le enteró del plan que había formado; pero el baron, mas prudente, no quiso aceptarlo sin mas detenida meditacion, pues imaginó desde luego que era una empresa desesperada. Convino sin embargo en que, segun el rumbo que llevaban las cosas, era indispensable que tomasen un partido, pues sabían por el llavero que habían llegado al alcázar los jueces que debian entender en su proceso; por lo cual le ofreció que pensaria sin descanso en el proyecto de fuga, y que si lo aprobaba, lo realizarian en la noche siguiente.

El cielo sin embargo habia dispuesto que no fuese así, pues no bien volvió Mons á su calabozo, cuando se encontró frente á frente con el llavero, quien no viendo al preso, acababa de llamar á los centinelas, para consultar con ellos el medio de encontrarle. Los centinelas entraban en el encierro, al mismo tiempo que el Marqués aparecía en él por el boquete: al verlos, echó mano al puñal y desesperado al considerar que se habían frustado sus esperan as de escaparse, lo volvió contra su pecho, clavándoselo en el corazon. Precipitáronse sobre él los soldados y el llavero, mas ya era tarde: el marqués pronunció poco antes de espirar estas palabras:

-Caiga mi sangre sobre la cabeza del rey D. Felipe, tirano de mi patria.

La llegada del llavero al calabozo del desventurado Marqués tenia por objeto conducirle al aposento, que ocupaba Juan de Vargas. Este se hallaba arrellanado en una gran poltrona, delante de una mesa, sobre la cual figuraban la carta del conde de Egmont, una relacion de la entrevista que había tenido el cardenal Espinosa con el conde de Barajas, firmada por el mismo Presidente del Consejo del rey y otros muchos papeles y legajos. El secretario Juan Escobedo se paseaba por la estancia, aguardando el instante en que compareciese el presunto reo, para estender su declaracion.

Cuando llegó el llavero con la noticia del suicidio del marqués de Mons, Juan de Vargas hizo un gesto de diabólica alegria y exclamó:

-Ya tenemos esa prueba mas de la culpabilidad del baron de Montigny: apuntaremos que, sorprendidos ambos cómplices en el acto de fugarse del alcázar, el señor de Mons se ha dado la muerte con un puñal que guardaba escondido, y que el baron, sin tiempo para hacer lo mismo, se ha entregado, despues de haber puesto vivísima resistencia. Traed al momento al señor de Montigny, añadió dirigiéndose al llavero, y cuidad sobre todo de que esta noche duerma en mas seguro encierro.

Retiróse el llavero y Vargas ordenó á Escobedo que pusiese en conocimiento del Rey lo que acababa de ocurrir. Hízolo así el Secretario y pocos minutos despues salió de Segovia, para Valladolid, un espreso con el despacho.

El baron de Montigny se presentó delante de Juan de Vargas con ánimo sereno. Acompañábanle cuatro soldados y el llavero, á quienes mandó el letrado que permaneciesen fuera de la habitación, y acto continuo dió principio al interrogatorio del modo siguiente:

-Decid vuestro nombre.

-¡Mi nombre! respondió el baron sonriéndose. Si lo ignoráis ¿Por qué me teneis preso en este alcázar?

-Os está prohibido dirigirme preguntas, murmuró el jurisconsulto: sepamos como os llamáis.

-¡Qué diablos! exclamó Montigny. Demasiado lo sabeis.

-Y dijo, prosiguió Vargas como dictando al Secretario, que por todos los demonios del infierno jamás declararia su nombre.

-Os advierto señor Juez, que yo no firmaré eso: aquí no hay demonios que valgan y así, poned desde luego mi título de baron de Montigny, embajador de los Estados de Flandes.

-En buen hora. Y dijo ser el baron de Montigny, enviado á Castilla por el conde de Egmont y demás rebeldes de la provincia de...

-Borrad también eso, porque no he nombrado al conde de Egmont ni tengo por rebeldes á mis compatriotas.

-Se subsanará la falta donde la hubiere. Y dijo que, por lo tocante al conde de Egmont, no le conoce...

-¡Ira de Dios, señor Juez! ¿Sabéis que eso pasa de raya? ¿Cuándo me habéis oido proferir semejante impostura? Si continuáis de esa manera, cerraré mis lábios.

-No os impacienteis tanto, señor de Montigny, que todo se remediará.

-Pues preguntad lo quisiéreis, y que el Secretario escriba mis respuestas sin vuestra ayuda; yo mismo se las dictaré.

-Vuestro deseo es inadmisible; se opone á lo que está dispuesto por el Rey nuestro señor.

-¿Y ha dispuesto el Rey que un juez de un proceso asegure, al dar cuenta de las declaraciones, lo contrario de lo que esponen los acusados?

-¡Ah! Luego por acusado os tenéis...

-¿Puedo dudarlo, desde que se me ha traido á Segovia?

-Y dijo, prosiguió Vargas inclinándose hácia Escobedo, que ya conoce el crímen de lesa majestad, por el cual se te acusa.

-Sois peor que el verdugo, señor Juan de Vargas: yo no he dicho tal.

-¿Pues qué habeis dicho? Mi obligacion es transcribir fielmente al secretario vuestras palabras.

-Y cumplis bien con vuestra obligacion.

-Ya lo estáis viendo, señor Barón, y siempre obro así, porque amo la justicia. En fin, pasemos adelante.

-No; no pasemos, si gustais; es preciso inutilizar todo escrito.

-¡Cómo así! ¿Os volveis atrás de lo declarado?

-¡Eh!... dejadme en paz con la declaracion, que contiene hasta ahora mas desatinos que frases.

-Despues la examinarémos: respondedme ahora categóricamente.

-Preguntad.

-¿A qué vinisteis á la corte de Castilla?

-A esponer al rey D. Felipe las justas quejas de los Estados contra los edictos.

-Escribid eso, señor Secretario, y no omitáis una letra. ¿A qué mas vinisteis, señor de Montigny?

-Me habeis hablado del conde de Egmont: pues bien; traje una carta suya para el príncipe D. Cárlos de Austria.

-Id anotando, señor Juan Escobedo. ¿Qué hicisteis de ella?

-Me fué sustraida vilmente, y entregada al Rey por medio de una infame traicion.

-Y dijo que usando el Rey, á quien Dios guarde, de la mas infame y vil trai...

-Alto allá, señor Juan de Vargas, pues volvéis á dar en la flor de vuestros comentarios: nada ha salido de mi boca, que pueda ofender á Su Alteza.

-¿Pues á quién?

-¡Cómo! ¿Conque no nin habeis comprendido? Muy cándido sois á fé mia.

-Acabáis de hacer mencion del Rey, uniendo su nombre al de una traicion infame: por lo tanto, está en su lugar lo escrito.

-Mentís, mal caballero, gritó Montigny, no pudiendo ya contenerse, y primero se me arrancará el corazon á pedazos, que obligarme á firmar ese fárrago de acusaciones contra mi mismo.

-Yo os doy palabra, le contestó el jurisconsulto, de que se tacharán todas las respuestas que no se ajusten exactamente á lo que os dicte vuestra conciencia.

-Hasta ahora, muy poco ó nada habéis aprovechado para el esclarecimiento de la verdad.

-Continuemos, si lo tenéis á bien.

-Estoy pronto á no ocultar nada de lo que sepa; mas exijo que no se tuerzan ni enreden mis razones, para agravar mi mala suerte. Y... creedme, señor Juan de Vargas; mas quiero morir, que aguantar por mas tiempo el suplicio que me estáis haciendo pasar.

-Sosegaos, sosegaos, pues ya trataremos de que no quedeis quejoso de nuestra exactitud.

-Eso es lo único que pido. Y ahora, preguntadme cuanto os diere gana.

-¿Conoceis el contenido de la carta del conde de Egmont?

-No la he leido.

-El conde dice en ella al príncipe D. Cárlos, que debe seguir las instrucciones que os dio de palabra.

-Bien: esas instrucciones eran que el Príncipe solicitase del Rey su padre el gobierno de las provincias flamencas; en ella ganaria mucho la causa de España.

-¿Y con la fuga del Príncipe, en caso de no acceder el Rey á su pretension?

-No entiendo lo que me preguntais.

-Y dijo, murmuró Juan de Vargas dirigiéndose al Secretario, que se negaba á responder á cualquiera pregunta que se te hiciese, tocante á la fuga de la persona, que no ignora el Rey nuestro señor.

Montigny, ciego de furor, iba á precipitarse sobre el juez, pero se contuvo de pronto, porque imaginó que al primer grito entrarian en la pieza los cuatro soldados y el llavero para sujetarle, haciéndole pagar harto caro el desahogo justísimo de su indignacion. Adelantóse sin embargo hácia la mesa y mirando de hito en hito á Escobedo, le dijo con mal reprimido enojo:.

-Hacedme merced de borrar eso, señor Secretario.

Este no sabia qué partido tomar, pues por un lado no osaba hacer frente á la exasperacion tranquila del flamenco, y temia por otro esponerse, si le obedecia, á las reconvenciones de Vargas.

-Borradlo, insistió el baron.

-¿No es lo mismo que habeis declarado? repuso el juez sonriéndose.

-No.

-¿Y por tan poco os apurais? Dejadlo como está, que es en beneficio vuestro.

-¿De qué modo? Esplicaos.

-Aunque os está prohibido dirigirme preguntas, una vez hechas, nada se opone á que yo os conteste.

-Hacedlo pues y... cuidado, porque no hemos de pasar de aquí.

-Os he aconsejado que dejeis la última respuesta como está, porque negándoos á dar esplicaciones sobre el proyecto que formasteis para sacar de España á D. Cárlos de Austria, no os molestaré ya mas.

-Pero me confieso delincuente, replicó con viveza Montigny, que hábia comprendido toda la alevosía de Vargas. Os requiero para que desaparezcan tan pérridas palabras del interrogatorio.

-Pensad, señor de Montigny, esclamó el letrado con imperio, en que algo se ha de poner.

-Poned lo que me oigais.

-No, sino lo que mas convenga al servicio del Rey, á quien Dios guarde.

-Haced lo que os cuadre; mas desde este instante no pronunciaré una palabra mas y mi declaracion será nula, porque no llevará mi firma.

-¿Y qué me importa? Constará que despues de haber declarado, tuvisteis miedo de sostener con vuestra firma vuestra confesion.

-¿Haréis eso, señor Juan de Vargas? gritó el baron fuera de sí, y metiendo la mano en el pecho para apretar el puño de su daga.

-Lo haré, respondió el jurisconsulto con la mayor sangre fria: escribid, señor Juan Escobedo.

Mas apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando el brazo del baron se alzó armado de su afilada daga sobre el juez de su proceso. Este, que no perdia uno solo de sus movimientos, se hizo atrás con la celeridad del rayo, y el arma homicida quedó clavada junto á una de sus manos que, para sostenerse, había dejado apoyada sobre la mesa. El secretario Escobedo se puso en pié al mismo tiempo y lanzando un grito, se precipitó sobre Montigny: al grito acudió el llavero seguido de los cuatro soldados y sujetaron entre todos al reo, que hacia increibles esfuerzos para desasirse de sus manos y apoderarse de la daga. Exhausto de fuerzas en lucha tan desigual, rindióse al fin jadeando y sin aliento: el mismo Vargas le maniató y dispuso que fuese encerrado en un calabozo subterráneo del alcázar.

Tres dias despues de esta ocurrencia, fué trasladado de órden del Rey al castillo de Simancas.




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Capítulo XXIII

De como la princesa de Éboli y la doncella Beatriz lograron mistificar á D. Ruy Gomez de Silva


Ya hemos dicho que el Rey habia vuelto á Valladolid. La escursion que acababa de hacer para la celebracion de su matrimonio y las fiestas de Toledo, con motivo de la jura del Príncipe su hijo, se avenian muy mal con sus hábitos de trabajo y de retiro: por esta causa, procuró abreviar todo lo posible las que llamaba distracciones impuestas á su carácter por altas consideraciones de conveniencia para su reino, y desde su entrada en la ciudad, se entregó de nuevo con infatigable constancia á sus tareas administrativas.

El príncipe D. Cárlos, en pugna abierta contra las disposiciones últimamente adoptadas, para sofocar enteramente la rebelion de los flamencos, no disimulaba su ódio contra los individuos que componian el consejo del Rey; pero el duque de Alba era quien habia legado á inspirarle una aversion, justificada hasta cierto punto por sus ambiciosas miras, y por los temores que infundian en el ánimo del mismo Príncipe la crueldad, con que aquel caudillo se preparaba á castigar á los sediciosos. Asegurábase, en efecto, que don Fernando Alvarez de Toledo iba á marchar á Bruselas, pues adoptando D. Felipe el último parecer de su Consejo, habia nombrado ya al general, negociador de su matrimonio con doña Isabel de Valois, para el importante y espinoso cargo de gobernador de los estados flamencos, con amplias facultades para destruir de raíz la heregía y acabar para siempre con todos los confederados. D. Cárlos aborrecia al Duque por su orgullo, por lo mucho que habia contribuido á hacerle perder la mano de la princesa de Francia y porque se disponia á ser el azote de unas provincias, á las cuales miraba él con particular predilección. Baltasar Cisneros, que habia tenido la habilidad de ocultar sus manejos para la fuga del Príncipe, y que por no haberle seguido Diego Martinez á Roncesvalles, pudo sustraerse á su activa vigilancia, permanecia al lado de su jóven protector y fomentaba en el fogoso corazon de este unos sentimientos que debian serle fatales. No contento con inspirarle una enemiga mortal contra los que secundaban ardorosamente la política de D. Felipe, retrató al padre con las tintas mas negras, haciendo creer al mismo tiempo al hijo que la ternura de la Reina hácia su persona en nada habia cambiado. Para conseguir este objeto, fraguó á su manera una historia de las intrigas y maquinaciones, puestas en juego por el duque de Alba, de acuerdo con el Rey, para obtener el sacrificio de la desventurada doña Isabel, que suspiraba segun decia el cómico-poeta, al recordar aquellos dichosos dias, en que la era permitido entregarse á los dulces afectos de su alma. No necesitaba tanto D. Cárlos, para que en su pecho se inflamasen las mas encubiertas chispas de un amor violento. Saber que doña Isabel lo amaba todavía á despecho del poder de D. Felipe, era una felicidad que le hacia olvidar todos sus sufrimientos y amarguras; imaginar que acariciando una esperanza funesta, podia vengarse del Rey y de sus consejeros, era tambien su delicia y su único consuelo, en medio de la soledad á que voluntariamente se habia reducido, desde la vuelta de la corte á Valladolid. Entonces solo pensó en ver á la Reina, en renovar sus protestas y juramentos de Paris y en morir, si era preciso, por obtener de ella la declaracion de los tiernos sentimientos que su confidente Baltasar le había asegurado.

Mientras este último y el Príncipe discurrian los medios mas adecuados para conseguir su propósito, se representaba una escena de otra especie en casa de la princesa de Éboli. D. Ruy Gomez de Silva se reconocia impotente para luchar cara á cara contra un rey como D. Felipe, pero estaba resuelto á no consentir que su nombre sirviese de mofa y ludibrio entre los ociosos de la corte. Así pues, apenas pisó los umbrales de su morada, cuando mandó á Fortun, su criado de confianza, que avisase á los duques del Infantado y de Medina Sidonia, y al conde de Cifuentes, así como al marqués de la Fabara, parientes de doña Ana, diciéndoles que se sirviesen honrarle con su visita, para darles cuenta de un negocio grave, en que le iba la honra.

Despues, sin preguntar por su esposa, que no se cuidó por su parte de salirle al encuentro, contentándose con preguntar por su salud, se entró en una sala interior y comenzó á recorrerla precipitadamente, para aguardar á sus deudos y amigos. Difícil seria espresar fielmente la agitacion, la ira y el despecho que abrasaban el corazon del honrado esposo, desde que el infame anónimo había confirmado sus anteriores sospechas, respecto á la pasion criminal que suponia existir entre la Princesa y el Rey. La fidelidad que á este debia, como buen vasallo y como consejero, se presentaba algunas veces á su pensamiento, para hacerle vacilar en las reparaciones que exigia su honor tan pérfidamente ultrajado; pero había tomado una resolucion y estaba resuelto á llevarla á cabo, desentendiéndose de todos los deberes que lo imponian, tanto los intereses políticos de su partido, como los de su elevada clase. Bien conocía D. Ruy Gomez que su retirada de los negocios proporcionaría una victoria decisiva á la parcialidad del duque de Alba, pujante ya con el nombramiento de este general para el gobierno de Flandes; mas había jurado no sobrevivir á su deshonra, si no la vengaba públicamente, castigando al Rey del único modo que podia, y á su esposa de la manera que reclamaba su torpeza.

No se había dormido entre tanto doña Ana de Mendoza: advertida por Beatriz de la tempestad que la amenazaba, se proponia hacer frente al peligro. La incesante charlatanería de la condesa de Barajas habia descubierto por fin, á la doncella su empeño de arruinar á la princesa de Éboli, por medio del escrito anónimo dirigido á su esposo, y alarmada Beatriz, consultó tan espinoso asunto con su querido Diego Martinez. Este, despues de meditarlo profundamente, dijo á su amada, que la imaginacion no le sugeria mas recurso, que el de jugar alguna treta á D. Ruy Gomez, á fin de arrancarle la acusadora carta, negar despues la acusacion con altanería y descaro, en lo cual ayudaria el Rey, si era preciso, por un sentimiento de justicia, supuesto que, en efecto, aquella acusacion era una impostura de la Condesa, y hacer valer luego la misma carta, para obligar á D. Felipe á que castigase con severidad á la envidiosa enemiga de la Princesa. El plan era excelente, con tal que pudiera realizarse; mas su éxito dependia en gran parte de la casualidad. Diego sin embargo no desesperó de él, y para asegurarlo, ofreció á Beatriz que facilitaria á doña Ana otro escrito, que serviria de mucho en el negocio, si ella se daba maña para apoderarse del anónimo. La doncella dió parte á su señora del parecer de Diego, y la Princesa, apurada por el peligro, que iba arreciando, á medida que se acercaba el dia de la vuelta de Ruy Gomez, atormentó su ingenio, formó y desechó veinte proyectos, hasta que al cabo, con el ausilio poderoso de Beatriz y del veterano, se fijó en la idea de mistificar completamente al príncipe de Éboli, patentizándole la verdad por medio de un engaño. El plan acordado consistía en que doña Ana no debia presentarse á su esposo, á fin de evitar cargos poco agradables y acaso una ruptura definitiva; llegada la noche, y luego que D. Ruy Gomez se acóstase, había de registrar Beatriz sus bolsillos y buscar el escrito anónimo, que el zeloso caballero no era probable que hubiese depositado en otro lugar, metiendo en ellos la carta facilitada por Diego Martinez: de este modo, cuando el esposo intentase alzar el grito, presentaria como prueba de su deshonra la justificacion de la Princesa.

Pero doña Ana y su doncella se encontraron burladas con la pronta determinacion tomada por el irritado magnate, de convocar en su casa á los deudos mas próximos de la primera. Desde luego comprendieron que aquella junta de parientes solo podia tener por objeto el grave asunto que las ocupaba, por lo cual se prepararon contra todo evento, decidiéndose á que Beatriz, oculta detrás del tapiz que cubria una de las entradas de la estancia, en que se hallaba D. Ruy Gomez, espiase todos sus movimientos y asistiese á la conferencia que iba á celebrarse. Situóse pues la doncella con el mayor silencio en su escondite, y la Princesa la siguió, colocándose detrás de ella, con la carta de Diego Martinez en la mano, á fin de estar provenida para cuanto pudiese ocurrir.

Paseábase, como queda dicho, el indignado Silva por la sala: á la irritacion de su ánimo habia sucedido el abatimiento; á la cólera, la calma de la desesperacion. Veia con tristeza huir de sus manos el poder, y la satisfaccion de su orgullo desaparecia para siempre, dando por perdidos los ambiciosos proyectos, que en los consejos del Rey debian hacer temibles á sus amigos y parciales, y destruir la influencia del partido intolerante de la corte. Su mirada era sombría; sus pasos, aunque precipitados, vacilantes. Detúvose de pronto; su fisonomía tomó en aquel momento una espresion terrible y espantosa: sin duda recordaba con furor, que todos sus planes, que todas sus aspiraciones de gloria, que todos sus magníficos sueños de engrandecimiento, acababan de desvanecerse por la desenvoltura de una muger. Y como si dudase aun de la desgracia que le abrumaba, como si una ilusion engañadora hubiera fascinado sus sentidos, sacó la carta que habia recibido de Toledo aquella carta, que contenia la fiel pintura de su deshonra, y la devoró temblando, como si hasta entonces no la hubiese leido. Arrojándola despues sobre la mesa que adornaba la sala, apretando los puños y clavando la vista desesperadamente en ella, esclamó:

-¡Ella infiel!... ¡Infiel doña Ana de Mendoza!

Beatriz, que no perdia uno solo de sus movimientos, abandonó su escondite y se adelantó lentamente hácia la mesa con la carta de Diego Martinez, que acababa de entregarle la princesa de Éboli, manifestando en sus miradas el objeto de su peligrosa osadía. Bien hubiera podido estender una mano hácia el anónimo escrito y apoderarse de él, porque D. Ruy Gomez nada veia, ninguna cuenta se daba en aquel instante de cuanto ocurria á su alrededor, ni aun de sí mismo; mas no se atrevió á hacerlo, hasta que sucumbiendo el pundonoroso magnate bajo la abrumadora carga de los horribles pensamientos que le acosaban, se dejó caer, en una poltrona, cubriéndose el rostro con las manos. Entonces avanzó temblando la doncella, llegóse á la mesa de puntillas, y cogiendo la carta que habia fraguado la malignidad de la condesa de Barajas, dejó en su lugar la que llevaba y se retiró con mas atolondramiento que prudencia. El ruido de sus pasos, el movimiento del tapiz, ó acaso el estrépito de una puerta que acababa de cerrarse, sacaron al príncipe de Éboli del letargo moral en que al parecer se encontraba. Abrió los ojos desmesuradamente, paseó sus miradas por la estancia y fijándolas en el escrito, que divisaba sobre la mesa, murmuró melancólicamente:

-No es una pesadilla, no: creia soñar que mis recelos eran quiméricos temores, que mi honor no habia sufrido menoscabo: mas... hé ahí ese escrito, que revela mi afrentoso suplicio... que me hace morir.

Levantóse despues de haber pronunciado estas palabras, y acordándose de que tal vez no tardarian en llegar los personages, á quienes habia citado, hizo un esfuerzo y procuró serenarse, ó al menos revestir su semblante con la aparente tranquilidad que exigian las circunstancias. Cinco minutos despues hizo sonar el timbre de la sala, y habiendo acudido un criado, le preguntó D. Ruy Gomez si habia vuelto Fortun. La respuesta que recibió fué el anuncio de la llegada de los caballeros, que con tanta impaciencia estaba esperando.

Introducidos que fueron, invitóles Silva cortesmente á que se sentasen, y pasados los primeros cumplimientos de estilo, les habló de esta manera:

-Siempre me he figurado, señores, que los negocios de familia, en los cuales está interesada la honra, deben tratarse entre deudos, á fin de que no transpiren á la parte de afuera y su compostura llegue á ser mas difícil, despues de publicados. De honra es pues y de familia el negocio, que me obliga á convocaros, y en él os pido asistencia, no de obra, que ¡vive Dios! me sobran brios para satisfacerme yo mismo, sino de palabra y de consejo, para que nunca se diga, que D. Ruy Gomez de Silva, príncipe de Éboli y sumiller de corps de Su Alteza el rey D. Felipe II, obró con precipitacion y con poco juicio, en cosa tan delicada y tan grave.

-Enumerad vuestros agravios, amigo mio, contestóle el marqués de la Fabara.

-Y nornbradnos la persona que dá ocasion á vuestras quejas, añadió el conde de Cifuentes.

-Eso es lo que necesitamos saber, dijo en voz baja el duque de Medina Sidonia.

Y el del Infantado murmuró entre dientes:

-Apuesto cualquier cosa, á que anda en el secreto la preponderancia de D. Fernando Alvarez de Toledo.

-Dejemos en paz al de Alba, duque, repuso D. Ruy Gomez con fingido sosiego. Os he dicho ya que el negocio es de familia, y así no ha de tratarse de política entre nosotros.

-En tal caso, replicó el de Cifuentes, solo nos habreis reunido como deudos de la señora princesa de Éboli.

-Así es la verdad.

-¿Y en qué ha podido ultrajaros nuestra ilustre parienta?

-Ya os he dicho que se trata de mi honra.

-¡De vuestra honra! Esplicaos, Príncipe.

-Con dos palabras basta. La señora doña Ana de Mendoza y de La-Cerda, heredera del noble conde D. Diego Hurtado de Mendoza y de doña Catalina de Silva...

-Adelante, Príncipe.

-Es...

-¿Qué?

-Una muger despreciable, una muger liviana, una muger á la que no puede cobijar por mas tiempo el techo que me cobija.

-¿Teneis pruebas de lo que asegurais, D. Ruy Gomez?

-Si no las tuviera, no os hubiera molestado para pediros parecer sobre lo que debe hacerse con ella. Pero ¿no han llegado hasta vuestros oídos, nobles señores, las murmuraciones de toda la ciudad? ¿No habeis sabido que mi nombre anda de boca en boca entre los cortesanos, como el de un hombre apestado é indigno de pertenecer al rango que le distingue? Todos hemos estado ausentes de Valladolid, es verdad. Pero si al marido ha alcanzado la noticia de la liviandad de la esposa, ¿cómo es que no la habeis recibido vosotros, siendo como es tan pública y tan patente?

-Cuando las hablillas de la gente ociosa y mal nacida empañan la reputacion de altas personas, debemos desconfiar. Yo por mi parte las desprecio, y creo que en ello me seguirán mis nobles parientes. ¿Son esas las pruebas que teneis?

-No, señor conde de Cifuentes; tengo otras que desvanecerán todos vuestros escrúpulos.

-Mostradlas.

-Muy pronto las vereis. Mas... ¿no deseáis primero oír de mi boca el nombre del cómplice de doña Ana de Mendoza y de La-Cerda?

-Pronunciadlo, y si es verdad lo que decis, morirá á nuestras manos.

-Se llama... D. Felipe.

-¡Ah! esclamaron todos los caballeros levantándose.

-Sí señores, prosiguió D. Ruy Gomez con iracundo acento; la esposa de Silva, la esposa del príncipe de Éboli es la querida del Rey.

Los cuatro deudos de doña Ana quedaron aterrados al escuchar tan tremenda revelacion, pronunciada por un esposo ofendido, cuya influencia en los negocios públicos era tan importante y tan respetada. Miráronse con asombro, sin atreverse á replicar á D. Ruy Gomez, pues suponían que, cuando este acusaba al Rey, razon sobrada tendría para ello, supuesto que lo que acababa de descubrirles estaba completamente de acuerdo con las especies, que sobre el mismo asunto habían oído entre las personas de la corte. El príncipe de Silva, cuya traidora calma anunciaba el horrible sufrimiento interior que despedazaba su alma, no pudo prolongar por mas tiempo una situacion tan desgarradora y humillante para su orgullo; pero haciendo el último esfuerzo, dijo á los atónitos nobles:

-¡Pruebas exigís al Príncipe de Éboli de las acusaciones, que se atreve á lanzar contra su esposa y contra su Rey! ¡Pruebas de mis palabras! ¿No os imaginais que gustoso perdería mil veces la vida, por no verme en el caso de pronunciarlas? ¿No comprendeis que al acusarlos á ellos, me acuso á mismo? Pero... estáis en vuestro derecho; nadie acusa sin presentar pruebas.

Y señalando la carta que estaba sobre la mesa, añadió apartando de ella la vista:

-Allí las teneis... examinadla... decidme que castigo debo imponer á esa muger culpable.

El conde de Cifuentes cogió la carta, que indicaba D. Ruy Gomez y la leyó para sí, sin omitir una sílaba. Mirando despues con marcada intencion al irritado esposo, esclamó con voz de trueno:

-Vive Dios, que esas murmuraciones y cuentecillos de comadres que nos habeis referido, os han hecho perder el seso. ¿Habeis pretendido por ventura burlaros de nosotros?

-Leed, Conde, leed, murmuró el de Silva.

-He leido y releido, Príncipe, respondió el de Cifuentes, y digo y repito que estáis loco. Buscad otro escrito que contradiga á este, y entonces veremos en cual de los dos está la verdad.

-¡Córno! gritó furioso D. Ruy. ¿No veis en esas líneas...?

-Una justificacion completa de las malévolas acusaciones dirigidas contra la Princesa, por instigaciones de la condesa de Barajas. La persona que ha trazado estas letras asegura que la Condesa, instrumento vendido á la parcialidad del duque de Alba, aspira á malquistaros con el Rey, infamando á doña Ana de Mendoza, y esparciendo por la ciudad la falsa nueva de sus criminales relaciones con D. Felipe.

El príncipe de Éboli no pudo ya contenerse, arrancó la carta de las manos del conde de Cifuentes y la recorrió con la vista. Una nube oscureció sus ojos, sintió que las piernas no podian sostener el peso de su cuerpo y antes de dar con él en tierra, buscó refugio en un sillon, para la mortal congoja que le amenazaba por instantes.

-¡Pérfida! esclamó con angustioso dolor. ¡Ah! Sí... dejadme, señores, dejadme: doña Ana de Mendoza está inocente y yo...soy un mónstruo de ingratitud.

Al acabar de proferir estas palabras perdió el conocimiento; los deudos de la Princesa pidieron ausilio, llamando á los criados para que le condujesen á su lecho, y persuadidos de que el descanso era la mejor medicina para aquel quebrantado espíritu, se retiraron á sus casas, poco despues de haber recobrado D. Ruy Gomez el uso de sus sentidos.

Pero no habia terminado todavia el lance de la carta, y aunque la Princesa habia triunfado, no era hombre su esposo á quien se podia hacer creer fácilmente una superchería. Su primer pensamiento fué que doña Ana no ignoraba la existencia del escrito anónimo, y que por lo mismo ella era la que se habia dado trazas para quitárselo y dejarle otro, que evidenciase las calumnias publicadas contra su reputacion. Mas ¿de qué medio se habia valido para lograrlo? Esto era lo que no podia adivinar D. Ruy Gomez: pero bastábale la seguridad que tenia, de que la carta recibida en Toledo obraba en su poder, pocos momentos antes de la llegada de los cuatro caballeros parientes de su esposa, para persuadirse de que efectivamente esta habia representado el papel principal, en un enredo que no alcanzaba á esplicarse. Con todo, teniendo presente que la carta estaba sobre la mesa, imagino que una persona oculta debajo del tapete de la misma, no hubiera hallado grandes dificultades que vencer, para verificar una sustitucion, que acababa de ponerle en rídiculo con sus amigos, y entonces fué cuando recordó que habia oido durante su ensimismamiento ú olvido mental de todo lo existente, cerrarse con estrépito una puerta inmediata á la sala. Ignoraba que Beatriz habia llevado á feliz término, y con mayor riesgo de ser sorprendida, un plan concebido de pronto, y detrás del tapiz que cubria la puerta, por doña Ana; mas no podia dudar de que habia sido burlado por las artes de la refinada malicia de su liviana esposa.

Las nueve de la mañana poco mas ó menos serian del dia siguiente, cuando D. Ruy Gomez se presentó en la cámara de la Princesa. Su aspecto era severo é imponente, y se echaba de ver en la firmeza de sus pasos y en la resolucion enérgica de todo su continente, que estaba resuelto á poner fin, con una determinacion bien meditada, á la situacion, penosa é insufrible en que vivia.

La Princesa, al anuncio de tan inesperada visita, llamó en su ayuda todos los recursos de un ingenio fecundo en resoluciones aventuradas, y conociendo que en aquella coyuntura era mucho mas fuerte que su adversario, se replegó sobre si misma, semejante á la serpiente de cascabel, y esperó con paciencia el ataque, segura de morder con ventaja. Cuando entró en su retrete el de Silva, se ocupaba la astuta sirena en arreglar su tocado.

El magnate tomó asiento y ella le miró entre irritada y risueña. Lo cierto fué que, al contemplarla tan hermosa, casi se arrepintió el esposo del propósito firme que habia formado mas no tardó en recobrar toda su entereza, al verse objeto de las desdeñosas miradas de una muger, que debia pedirle perdon de las graves culpas, que contra él habia cometido. Recordó pues el objeto que á aquella estancia le conducia, y dijo á doña Ana con acento algo turbado por la emocion, pero que revelaba el empeño de que se le obedeciese:

-Escuchadme, señora.

Estas palabras resonaron en los oidos de la Princesa como un toque de rebato, y contestó al punto:

-Os escucho, señor D. Ruy Gomez de Silva.

-Así ha de ser como me habeis de nombrar en adelante, repuso este.

-Y vos á mí, replicó ella con arrogancia, doña Ana de Mendoza y de La-Cerda.

-En efecto, señora; desde hoy seremos estraños el uno para el otro.

-¡Oh! Ya lo somos bastante; mas... no me pesa que lo seamos mas.

-Vos lo habeis querido así.

-¡Yo, señor D. Ruy Gomez de Silva! Mirad bien lo que decis...

-Digo, señora, que así lo habeis querido.

-Pues bien; mentis. Vos sois quien, buscando pretestos en las quimeras que forma vuestra imaginacion, intentais hacerme pagar crímenes que habeis inventado. Sea en buen hora; acepto la expiacion de culpas que no tengo, porque vale mucho mas ser víctima que verdugo.

-De modo que negais...

-¿Qué he de negar? Veamos; acusadme.

-¿Cómo fué que ayer no salisteis á mi encuentro?

-Veníais irritado contra mí.

-¿Quién os lo habia hecho saber, siendo así que á nadie he confiado...

-Vuestro semblante os ha vendido.

-Dejemos á un lado las reticencias, señora. Aunque hoy nada puedo probaros, estoy convencido de vuestra infidelidad.

-¿Sí?... Sois muy ligero en acusar, señor D. Ruy Gomez.

-Yo no os acuso; os acusa la corte, os acusa la ciudad entera.

-¿Qué estáis profiriendo? ¿Cuál es mi crímen? Hablad de una vez.

-¿Lo ignoráis por ventura? ¿No os lo patentiza la carta que ayer me robásteis?

-¡Eso mas!... ¡Ah! ¿Conque ayer... os robé una carta?... ¡Dios mio!... ¡Qué iniquidad!

-Señora Princesa, conteneos por pudor; no añadais la desvergüenza á la desenvoltura.

-¿Sabeis, D. Ruy Gomez, que jamás podré perdonaros lo que acabáis de decir?

-¡Bah!... ¿Qué me importa? Me aborrecereis entre cuatro paredes, mas no en medio de la corte del rey D. Felipe.

-¿Qué significa eso? Esplicádmelo, si lo teneis á bien.

-¿No me habeis entendido, señora?

-¡Oh! sí desde que habeis entrado en esta cámara, solo me proponeis enigmas... Veamos, veamos lo que deseáis darme á entender con esas cuatro paredes.

-Que hoy mismo vais á ser conducida al monasterio de Santa Maria la Real de las Huelgas, que como no ignoráis, se halla situado á un cuarto de legua de la ciudad de Burgos.

-¿Y qué es lo que he de hacer allí?

-Aborrecerme cuanto se os antoje.

-Creed, señor de Silva, que para eso no, necesito emprender un viaje: estáis haciendo tales méritos, que me siento dispuesta á aborreceros en todo lugar.

-Es mi gusto que viváis allí encerrada, mientras yo exista.

-Yo os deseo muchos años, y como confío en que llegareis á una edad muy avanzada, no me acomoda despedirme del mundo por tan largo tiempo.

-Os he impuesto mi voluntad; obedecedme.

-Sobre vuestra voluntad hay otra.

-¿Cuál?

-La del Rey, á quien voy á pedir justicia.

-¡La del Rey!... ¡Ah! Sí... Y os la hará, doña Ana, os la hará por ser vos quien se la pedis.

-Os engañáis, señor: me la hará, porque la hace á todos.

-¿Persistís en no cumplir mis órdenes?

-Persisto.

-Sois, señora... una muger infame.

-Basta, D. Ruy, basta. Otra muger pagaria un asesino para que os atravesase el corazon: yo hago mas... mucho mas... os compadezco.

-Algo mejor obraríais justificándoos, que sosteniendo ese lenguaje, propio únicamente de una conciencia limpia.

-¡Justificándome!... ¿De qué?... ¿Cuáles son vuestros cargos? ¿No acabais de sentenciar á encierro perpétuo á la heredera de la ilustre casa de Mélito, sin que ella sepa los motivos de vuestra injusta saña?

-He sentenciado á la que hasta hoy ha sido mi esposa.

-Mas... ¿de qué la acusais? ¿Pretendéis juzgarla como diz que juzgan en Flandes los inquisidores de estado?

-Ya os lo he dicho, señora; os acuso de infidelidad.

-Esa no es acusacion.

-¿Pues qué es?

-Insulto, que pide venganza, y... me vengaré, si no me probais que soy lo que decis.

-Voy á probároslo, no por miedo, sino para que sepais, que poseo vuestro secreto. Negadme que el Rey es vuestro amante.

El príncipe de Éboli se habia figurado que estas últimas palabras desconcertarian á su culpable esposa. ¡Cuán grandes fueron su confusion y su aturdimiento, cuando esta, después de prorumpir en una carcajada, que nada tenia de fingida, esclamó sencillamente:

-¡Ah! ¿Y por eso habéis armado tanto estrépito? ¿Conque vos tambien, tan hábil, tan diplomático, os dejais prender en las torpes redes de la intrigante condesa de Barajas?

-Obra vuestra es la carta que, el conde de Cifuentes cogió ayer de la mesa, repuso el de Silva con prontitud.

-¡Eh! Id al diablo con vuestras cartas y embelecos, replicó doña Ana. Si fuera yo querida del Rey, no tardaria en pedirle el destierro de esa muger deslenguada y atrevida. Pedídselo vos y hareis un gran servicio al estado.

-Ya os he prevenido que toda la corte, que toda la ciudad...

-¡Gran milagro por cierto! La ciudad y la corte y vos y todos, no haceis mas que repetir lo que á la condesa se le ha antojado inventar. ¿Estais satisfecho?

-No.

-Pues aclarad vuestras dudas en otra parte y dejadme en paz.

-¿Partiréis para Santa Maria de las Huelgas?

-¡Encerrarme en vida! No conteis con que yo cometa semejante desatino: me basta el que cometí al llamarme esposa vuestra.

Don Ruy Gomez se levantó hecho un energúmeno, y lanzando á doña Ana una mirada de basilisco, salió de la cámara. La Princesa le miró á él tambien, como aceptando el desafio á que se la provocaba, y despues prosiguió entreteniéndose con su tocado.




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Capítulo XXIV

Fórmase una tempestad contra la condesa de Barajas


El proceso formado al baron de Montygny se sustanció con asombrosa celeridad, y el jurisconsulto Vargas presentó á la aprobacion del Rey, la sentencia del tribunal de los cinco jueces contra aquel magnate. Pedíase en ella que fuese degollado en la plaza pública de Valladolid, para escarmiento de traidores y que se hiciese saber su castigo, por medio de pregon, en las principales ciudades de Flandes. D. Felipe reunió su consejo, y habiendo oido su parecer, se conformó con la sentencia, disponiendo por ser así su voluntad que se ejecutase al reo en el castillo de Simancas, donde se hallaba, en vez de conducirlo á la ciudad, en que residia la corte.

Terminado el consejo, quedaron solos en la real cámara D. Felipe y el príncipe de Éboli. Este último reprimia á duras penas las muestras del hondo pesar que laceraba su pecho; pero sostenido por el sentimiento de su dignidad, habia resuelto espone rse á las iras del monarca mas absoluto de Europa, á trueque de no vivir, síendo objeto de escarnio, ó tal vez de menosprecio, entre los señores de la corte. El Rey habia observado la preocupacion de su consejero, y al notar que permanecia en la cámara, despues de haberse retirado los demás individuos de la grandeza, á quienes dispensaba su confianza, juzgó desde luego que debia prepararse á escuchar de sus lábios alguna comunicacion importante.

Esperó pues á que se esplicase D. Ruy Gomez, mas viéndole perplejo, como si no se atreviese á ser el primero en romper la valla, salióle al encuentro con estas palabras.

-Mal término se ha buscado el señor de Montigny: hubiera deseado perdonarle, pero eso hubiera sido dar alas á los sediciosos flamencos. Respetemos los altos juicios de Dios.

-Señor, murmuró el de Silva, habeis procedido en justicia.

-Sombrío me pareceis, señor príncipe de Éboli, díjole D. Felipe.

-Es que no es para menos el cuidado que me obliga á abusar hoy de vuestra paciencia, repuso D. Ruy.

-¿Venís á darme quejas?

-Señor, no.

-¿A recomendarme algun buen servidor?

-Tampoco.

-¡Ah! Ya entiendo; no buscáis al Rey, sino al amigo: doña Ana de Mendoza ha irritado vuestro mal carácter con sus caprichosas manías; teneis zelos, Príncipe, y quereis que yo intervenga... ¿se os figura que soy rey de Castilla, para ocuparme de los negocios de todos los maridos, que se llevan mal con sus mugeres?

-No es eso, señor; yo no pretendo transaccion con la heredera de la casa de Mélito; pronto irá á un convento, aunque se opongan á mi voluntad ella y todos sus parientes.

-Mirad lo que haceis, D. Ruy... miradlo bien: doña Ana de Mendoza pertenece á una de las mas ilustres familias del reino. Con todo, si me probáis que os ha ofendido hasta tal punto...

-¿Qué hareis, señor?

-Tomaré por vos la demanda, y mandaré que en efecto llore en un claustro sus malas obras.

-Sabed, señor, que por su causa he perdido el honor y la estimacion pública.

-No lo creo, D. Ruy Gomez; ninguna muger es capaz de hacer semejante milagro.

-¿Y si esa muger tiene un amante?

-Aunque tenga ciento. No miro yo ese negocio corno lo miran los hombres sin seso y sin esperiencia; nunca será a mis ojos el esposo responsable de las faltas de su esposa, con tal que no contribuya á ellas.

-¡Ah! Yo hubiera dado mi vida, mi felicidad, por morir con honra.

-Y con honra morireis, yo os lo digo. No es dado á una loca mancillar los claros blasones de un hombre como vos.

-Sin embargo, señor... yo no puedo vivir así... este martirio es superior a mis fuerzas, porque en cada mirada creo adivinar una burla, un insulto... mi afrenta es pública, rey D. Felipe; concededme lo que vengo á demandaros, y os bendeciré.

-Tranquilizaos y hablad, príncipe de Éboli.

-Hasta aquí os he servido fielmente; mas...

-¿Qué quereis decir?

-Que me concedais licencia para ausentarme de la córte.

-¿Lo habeis pensado bien?

-Señor, si.

-Nunca fui traidor, rey D. Felipe, y nunca lo seré: la Francia ó la Inglaterra, un pais que sea aliado de España me concederá generosa hospitalidad.

-Mas... vuestra demanda revela que ya no quereis servirme.

-Es cierto.

-Que sois tal vez mi enemigo.

-No soy enemigo del Rey, por quien vertería gustoso toda mi sangre.

Al escuchar D. Felipe estas últimas palabras comprendió todo el misterio de la conducta del príncipe de Éboli. Era evidente para él, que este procedia así, á impulso de unos zelos insensatos, que algun astuto enemigo de su reposo procuraba fomentar en su alma. El Rey estimaba en mucho las altas prendas de D. Ruy Gomez, quien habia alcanzado por ellas repetidísimas y notorias señales de su particular aprecio supuso, por lo mismo, que el encono de los parciales del duque de Alba, no debia ser estraño á una intriga, cuyos resultados á nadie era dado preveer, aunque bien revelaban que se habian fraguado para dar el golpe de muerte á la influencia del partido contrario, lo cual no podia menos de redundar en perjuicio de los intereses públicos. Seguro en su conciencia de no haber atentado al honor de su consejero, aunque persuadido de que la conducta ligera y poco comedida de doña Ana daba lugar á cualquiera suposicion, le dijo:

-Bien hareis en encerrar á vuestra esposa, para que no dé escándalo en mi corte, siempre que os convenzais de un modo indudable de su liviandad y desenvoltura: mas yo me conduciria como un loco, si os otorgase la licencia que me pedis. Os la niego, pues, D. Ruy Gomez de Silva, porque os necesito á mi lado.

La entereza del Rey quitó mucha fuerza á las convicciones del magnate; mas al fin replicó con amargura:

-Me condenáis, señor, al suplicio de presenciar todos los dias mi vergüenza.

-Príncipe de Éboli, repuso D. Felipe con intencion, sois un loco, un verdadero loco, pero teneis la fortuna de haber tropezado con un rey cuerdo. Id con Dios, y no penseis mas en esas estravagancias; que si la señora doña Ana de Mendoza tiene algun amante, yo lo descubriré, y entonces, al menos, sabreis la verdad por mi boca.

-¡Por vuestra boca, señor!

-Sí; y entonces tambien podreis castigar á vuestra esposa: antes no, porque... os lo repito, señor de Silva, hoy estáis loco.

Don Ruy Gomez salió de la cámara pensativo y cabizbajo: no bien llegó á su casa, cuando se encerró, despues de haber dado orden á Fortun de que á nadie introdujese en la estancia que habia elegido, para entregarse con entera libertad á sus cavilaciones.

Doña Ana de Mendoza no sospechaba que el Rey se habia comprometido con su esposo á averiguar los secretos de su conducta, pues de lo contrario nadie es capaz de imaginar lo que nuestra excéntrica dama hubiera hecho, para libertarse de tan odioso espionage. Pero D. Felipe no olvidaba su palabra, y media hora despues de la conversacion que habia tenido con su zeloso consejero, mandó llamar al secretario Antonio Perez.

Este encontró al Rey ocupado en poner de su puño algunas notas marginales á varias consultas pendientes; mas cuando D. Felipe le vio acercarse á él, suspendió su trabajo y le dijo:

-¿Cómo está de salud vuestra esposa doña Juana Coello?

-Muy bien, gracias á Dios, y con vivos deseos de besar las manos á Vuestra Alteza, respondió el jóven.

-Huélgome de ello, repuso el Rey: ya sé que sois dichoso en vuestro nuevo estado.

-No hay duda, señor.

-¡Ah! Si todos pudieran decir lo mismo... Os he hecho venir para que me ayudeis á conservar en mi servicio á un hombre honrado, y que hoy es amigo vuestro.

-Ya sabe Vuestra Alteza que ese deseo es una orden para mí.

-Oid el caso, señor Antonio Perez: el príncipe de Éboli ama como un niño á doña Ana de Mendoza, que á juzgar por los cuentos que corren, no es muy digna, que digamos, del afecto de su esposo.

El amante de la Princesa sintió que un sudor frio recorria todo su cuerpo, y á la verdad que semejante exordio no era para menos. Temblaba al pensar que el Rey, acusado injustamente por las hablillas de la corte, de que mantenia secretas relaciones con doña Ana, hubiese llegado á enterarse de la verdad de lo que sucedia, en cuyo caso podia dar por perdido el favor de que gozaba. Sin embargo, como nada hasta entonces le hacia creer que D. Felipe estuviese irritado contra él, dominó la emocion que le habia sobrecogido, reunió sus fuerzas para defenderse en caso necesario, y se propuso no dar á entender, en manera alguna, los encontrados sentimientos que la plática, apenas comenzada, debia sin duda despertar en su corazon.

El Rey prosiguió así:

-Parece que los ociosos ó los malévolos, que de todo hay, se han empeñado en que la señora princesa de Éboli tiene un amante, y en que ese amante soy yo. Don Ruy Gomez ha llegado tambien á entenderlo, y queria encerrar á su esposa en un convento; esto no me hubiera importado mucho por ella, como supondreis, pero si por sus deudos y amigos, entre quienes se cuentan muy probados servidores de mi casa y familia. Ya veis que semejante escandalo me hubiera perjudicado mucho, y no poco la determinacion que tambien habia tomado el señor de Silva, de ausentarse para siempre de la corte. Mas como un hombre como él es, y como yo quiero que sean todos los que obtienen mi confianza, no desiste fácilmente de sus propósitos, le he empeñado mi palabra de que descubriré el nombre de ese amante misterioso, si es que existe, y que lo sabrá por mí. Decidme pues, señor Antonio Perez, si anda todavia por ahí aquel discreto bribon, aquel Diego Martinez, que os dejó tan airoso en el asunto de los desgraciados embajadores flamencos.

-Vuestra Alteza puede disponer de él á todas horas, contestó el secretario, que vió el cielo abierto, al oir las útimas palabras del Rey.

-Pues es necesario, dijo este, que se encargue tambien de la satisfaccion que debo dar á D. Ruy Gomez.

-Lo hará, señor, porque es el hombre mas apropósito para el caso.

-Tened presente, sin embargo, que el Rey no ha de sonar para nada en tan miserable comision; se la encomendareis como cosa vuestra.

-Creo, señor, se aventuró á murmurar Antonio Perez, que todo ese enredo ha de ser un chisme fraguado por la condesa de Barajas; al menos, así se ha divulgado por la ciudad, y aun se añade...

-No os mordais la lengua, señor secretario.

-Que el conde de Cifuentes posee un escrito, en que se asegura que la de Barajas ha calumniado...

-¿Á quién?

-Á la princesa de Éboli, y...

-¿Á quién mas?

-Á Vuestra Alteza, señor.

-Mejor hubiera hecho con quedarse en sus haciendas de Andalucía, que en venir á embrollar mi corte. Si es como acabáis de decir, no permanecerá en ella mucho tiempo. Todo ello debe tener por único fin el obligarme á separar á D. Ruy Gomez de mi Consejo, mas no lo conseguirán, porque sé mejor que todos lo mucho que vale ese pobre viejo. Tampoco vos debeis quererle mal, señor Antonio Perez.

-Al contrario, señor; desde que me casé, me precio de ser su amigo, porque creo que lo es mio.

-Es preciso que no seamos demasiado severos con las debilidades humanas. El príncipe de Éboli es celoso, y ¿qué hombre en su caso no lo seria? Vamos; poned á vuestro Diego Martinez en campaña, ya que es tan amaestrado sabueso, y dadme noticias de lo que, vaya rastreando.

Aquel mismo dia supo la princesa de Éboli por Beatriz la conversacion que habia tenido Antonio Perez con D. Felipe y se preparó á vengarse de la condesa de Barajas. El Rey no conocia á esta bastante á fondo, para imaginar que la envidia le habia hecho suponer unos amores que no existian: por eso atribuia á intrigas políticas de las parcialidades encontradas, lo que solo era efecto del odio que la hermosura, la juventud y los encomios tributados á doña Ana de Mendoza, habian inspirado á su chismosa enemiga.

Pero quien se veia verdaderamente en apuros con la comisión del Rey era Antonio Perez, supuesto que no le quedaba mas recurso que engañarle ó descubrirse á sí mismo. Quedábale el de asegurar que el amante misterioso de la Princesa se ocultaba con tal cuidado que era de todo punto imposible dar con él; mas tambien estaba persuadido de que semejante disculpa no satisfaria á D. Felipe, y de que viendo este el mal resultado de las primeras pesquisas, trataria de averiguar, por otros medios, lo que anhelaba con un empeño tan decidido. Por fin, gracias á las persuasiones de Diego Martinez, que no consideraba el caso tan irremediable, corno los que en él jugaban una parte principal, convinieron doña Ana, Antonio Perez y Beatriz en que la primera pidiese al Rey una entrevista, por conducto del conde de Cifuentes su deudo, fundándose en el deseo que la animaba de patentizar su inocencia y de descubrir los intrigantes manejos, que habia empleado la condesa de Barajas contra su reputacion, y decoro. Como el conde poseia en efecto la carta justificativa, de la conducta de la Princesa, en la cual se revelaba el plan puesto en práctica por los amigos del duque de Alba, y se hacia figurar á la de Barajas como instrumento de un bando político, no debian temer que aquel magnate se negase á apoyar una pretension tan justa bajo todos aspectos, y cuyo resultado había de dejar indefectiblemente bien puesto el nombre de una dama á la que le unian estrechos vínculos.

Doña Ana no quiso retardar un instante la ejecucion del proyecto adoptado, ó hizo saber al conde de Cifuentes su deseo de presentarse al Rey y de hablarlo sin testigos. El Conde, airado hasta cierto punto contra D. Ruy Gornez, desde que le oyó proferir contra su esposa acusaciones, que luego no le fué posible probar, aceptó con gusto la comision que se le daba y puso en conocimiento de D. Felipe el objeto que se proponia la Princesa.

-Asegurad á vuestra noble parienta, contestóle el Rey, que yo mismo pasaré á visitarla, y que vos me acompañareis. Si ella viniese á mi cámara, se aumentarian esas hablillas, que algunos malévolos imprudentes han esparcido.

-Señor, repuso el de Cifuentes, doña Ana me ha manifestado que pretende veros á solas.

-Y á solas me verá, señor conde; iré de noche á su casa disfrazado y á guisa de galán favorecido, supuesto que se me abrirán las puertas: vos me guardareis las espaldas.

-¿Y D. Ruy Gomez, señor?

-Nada sospechará de nuestra ronda, hasta que yo mismo se la esplique. Cuidado, Conde, con el secreto, porque se aventura el decoro de una dama, y tampoco quiero que tenga apariencias de verdad esa murmuracion infame contra mi conducta. Yo tambien tengo esposa que guardar, y mal la guardaré entregándome á locos devaneos.

Enterada la Princesa del éxito de sus gestiones, dio parte de él á Beatriz para que se lo comunicase á Diego Martinez; por éste lo supo Antonio Perez, y todos esperaron con impaciencia el momento, en que el Rey les proporcionase la ocasion de dar el golpe á la condesa de Barajas.

Alejémonos ahora un poco de la corte, y volvamos la vista hácia el castillo de Simancas, donde yace encerrado en oscurísimo calabozo el baron de Montigny. No bien hubo aprobado el Rey su sentencia, en vista de la decisión del Consejo, cuando el jurisconsulto Vargas, encargado de hacerla ejecutar, se trasladó á la fortaleza, en compañia del secretario Juan Escobedo, y con escolta de corchetes y soldados.

Montigny, que habia perdido ya hasta la última esperanza de salvarse, supo la llegada de su juez y el aparato que llevaba; y no dudando que aquel seria el último día de su existencia, se dispuso á morir con valor. Despidiéndose estaba mentalmente de los queridos pedazos de su corazon, que habia dejado en Bruselas, y corrian por sus mejillas abundantes y amargas lágrimas, cuando abriéndose la puerta de su calabozo, vio en el umbral del mismo á Juan de Vargas y á su Secretario, seguidos de cuatro alguaciles que llevaban hachones encendidos.

-Ya observo que la nueva que os traigo no os cojera de susto, señor de Montigny, le dijo el primero con mal disimulado júbilo; vuestro llanto revela...

-Que soy hombre, le contestó con entereza el sensible caballero, al paso que vuestro jovial semblante descubre los sentimientos de un corazon de hiena. Pero si venis para conducirme al patíbulo, pronto estoy, y vereis si los esbirros de D. Felipe aprenden de mi á morir como valientes y como cristianos.

-No os deis tanta prisa, señor de Montigny, que todo se andará, repuso Vargas sonriéndose: lo primero que debeis hacer es confesar paladinamente vuestro crimen de lesa majestad, que por lo demás está bien probado, y pedir despues perdon al Rey nuestro señor, que Dios guarde.

-Vuestro oficio señor Juez replicó con calma el baron, es llevarme á la muerte; mas no pretendáis que yo mismo me deshonro, porque serán vanos vuestros esfuerzos. Si mi delito está patente ¿qué aventajáis con hacérmelo declarar? ¿Ni de qué puede servirme que pida perdon á vuestro amo, á quien nunca he sido traidor?

-Se trata de la salvacion de vuestra alma, señor de Montigny.

-¡Ah! De mi alma... Cuidad un poco mas de la vuestra, don Juan de Vargas, pues si obrais con todos los que caen en vuestras manos, como habeis obrado conmigo, presumo que debe ser muy embrollada la cuenta que tendreis que ajustar con Dios.

-Eso no os atañe: pensad en que os queda poco tiempo de vida.

-Desde el interrogatorio del alcázar de Segovia, no pienso en otra cosa.

-Yo sí; quiero que, pues os habeis perdido en este mundo, abjureis vuestros errores, para que no os perdais en el otro.

-¿Sois inquisidor?

-Soy católico, apostólico, romano.

-No, sino un verdugo despiadado é infame. Acabemos, porque la existencia es ya una carga para mí, desde que he tenido la desdicha de conoceros.

- Consolaos con que, si algun día voy á Flandes, pasarán por vuestro mismo trance los buenos amigos que os esperan.

-¡Oh! Matadme... matadme sin tardanza, que me inspiráis horror.

-Sepamos antes, si estáis pronto á confesar...

-No; nada confesaré... matadme, os digo.

-Si consentis en humillaros y en firmar una súplica de perdon...

-Menos, mucho menos; ya que de todos modos voy á perecer, no infamaré la memoria de mi nombre.

-¿Os negais pues á las dos demandas?

-Me niego.

-Llevadle, gritó Juan de Vargas, dirigiéndose á los alguaciles que lo acompañaban.

Dos de estos pusieron esposas al baron, que salió de su calabozo con sereno continente y firme paso, figurándose que iban á terminar sus padecimientos y amarguras. Mas no sucedió así, porque la refinada crueldad de Juan de Vargas lo había dispuesto de otro modo contra el tenor de la sentencia aprobada por el Rey. Condujeron pues los esbirros al desdichado caballero por un oscuro pasadizo, que terminaba en una puerta: abrióse esta de par en par y se cerró sin ruido, tan pronto como la comitiva hubo pasado el umbral. Entonces se encontró Montigny en una lóbrega estancia, por la cual discurrian varias sombras, hablándose en voz baja y preparándose tal vez alguna ceremonia inesplicable para él. No podía moverse, porque dos alguaciles le sujetaban los brazos, y por lo tanto esperó con paciencia la revelacion de aquel misterio. Por fin iluminó la habitacion el resplendor de cuatro hachas de viento, que aparacieron por una puerta secreta, y que eran las mismas que habian acompañado á Juan Vargas al calabozo del baron: entonces divisó éste á su terrible juez sentado delante de una mesa y á su derecha al secretario Escobedo. Presintiendo su corazon lo que semejante aparato significaba, se desgarró de dolor; un sudor frio, bañó todo su cuerpo y hubiera caido á tierra el infeliz, á no haberle sostenido con fuerza los esbirros que le guardaban.

Pero el desvanecimiento de Montigny duró breves instantes; el sentimiento de su propia dignidad infundió un valor heróico en aquella alma quebrantada. Se habia propuesto morir sin temblar, y juró entonces que ni un solo quejido lograria arrancarte la refinada crueldad de sus verdugos. Así, cuando dirigió una mirada hácia el centro de la estancia, donde yacian en monton cuñas y cuerdas, instrumentos inventados por la ignorancia y la barbarie, y dispuestos allí para atemorizarle, ó para hacerlo sufrir un doloroso martirio, ajitó sus lábios una sonrisa de desprecio.

-Acercaos, señor de Montigny, díjole por último Juan de Vargas; acercaos y tened entendido, que de vos depende que salgais de este mundo en paz.

Adelantóse el baron, siempre sujeto por sus dos guardianes á mas de maniatado, pero no profirió una palabra.

-Os requiero en nombre del Rey, prosiguió el juez, para que declareis todas las instrucciones secretas que os dio el conde de Egmont, relativas á la fuga del Príncipe D. Carlos de Austria.

-He declarado ya cuanto tenia que declarar, en ese y en los demas particulares del inicuo proceso que no habeis seguido, respondió Montigny con sosegado acento. Sé que voy á morir. ¿A qué pues volveis á lo pasado?

Decia bien el baron; su proceso estaba concluido y aprobada su sentencia de muerte, que ya debia haberse ejecutado: todo lo demas era hijo de la maldad de Juan de Vargas, que obraba de aquella manera con el reo, sin conocimiento del Rey ni del Consejo de Estado, y hacía su aprendizage de verdugo para llegar á ser en Flandes un monstruo de inhumanidad y de venganza. Al escuchar las razones del sentenciado, se revolvió como un energúmeno en su poltrona, y estendiendo el brazo, y señalando los aprestos de la tortura, esclamó con voz de trueno:

-¿Os parece que no tengo medios para arrancaros esa confesion?

-Probadlos, repuso el baron; probadlos, si tales son las órdenes que teneis.

-¿Declarais?

-No.

Vargas hizo una seña á los esbirros: estos llevaron á Montigny hasta el sitio destinado para su tormento y despues de tenderle en el suelo, le ligaron las piernas fuertemente con gruesos cordeles ensebados. En seguida se adelantó el verdugo, que hasta entonces habia permanecido oculto entre las sombras, y apoderándose de un mazo de madera y de una cuña, se colocó de rodillas á los pies del baron, al paso que los demas le tenian sujeto de modo que no pudiese moverse.

Entonces le dijo de nuevo el juez.

-¿Declarais?

-No, volvió á repetir el caballero.

Vargas hizo otra seña y el verdugo introdujo la caña, dando en ella un fuerte golpe con el mazo, entre los cordeles que atormentaban las piernas del flamenco. Este elevó los ojos abiertos al ciclo y oró mentalmente.

-¿Declarais? gritó otra vez el sanguinario jurisconsulto.

-No, murmuró Montigny, sin interrumpir sus plegarias silenciosas.

La segunda cuña, mas gruesa que la primera, hizo que los cordeles penetrasen en las carnes del infortunado baron, que no despidió el mas leve gemido.

Exasperado Vargas por tan increible resistencia, redobló su ferocidad, sin que con la tercera, ni con la cuarta cuña consiguiese su infame propósito. Pero la mas fuerte naturaleza tiene que ceder, cuando se multiplican en constante progresion los medios de destruirla, y Montigny descoyuntado, preso de los mas acerbos dolores, exhaló un hondo suspiro y perdió el conocimiento, cuando la quinta cuña, la mas gruesa de todas, destrozó los huesos de sus piernas.

La operacion del tormento habia terminado. Los esbirros llevaron al baron sin sentido á su calabozo y le prodigaron eficaces ausilios, para volverle á la vida. Cuando abrió los ojos, miró hácia todas partes con estrañeza, y reconociendo las paredes del encierro, en que habia pasado tan amargas penas, dijo con voz desfallecida:

-Gracias á Dios: al menos ahora no tardarán en hacerme morir. Juan Escobedo no habia asistido de buen grado á la escena terrible de la tortura, y cuando salió de la estancia con Vargas, manifestó á este su recelo de que el Rey no aprobase lo que acababa de hacer; mas el jurisconsulto le tranquilizó diciendo:

-Teneis poca esperiencia de estas cosas, amigo mio: si el Rey sabe lo que he determinado con ese rebelde, lo aprobará, porque la parcialidad del duque de Alba es la que hoy triunfa en el Consejo, ¿estáis? Y si no lo sabe, añadió comunicando á su acento una dulzura inesplicable, Juan Escobedo, secretario del mismo Consejo, llegará á ser, yo le empeño aquí mi palabra, secretario general del Gobierno de Flandes.

Al dia siguiente, cuando entraron en el calabozo de Montigny, para conducirle al suplicio, estaba luchando con una horrible calentura que lo devoraba. El delirio no le habia abandonado un solo instante durante la noche; pero al sentir el ruido que hicieron sus verdugos, se incorporó en su lecho de pajas, apoyando un codo en ellas y mirándoles con resolucion, preguntó:

-¿Es hora ya?

-Hora es, desdichado caballero, le contestó el sayon enjugándose una lágrima con el revés de la mano. El baron observó su enternecimiento, y le dijo:

-Vamos pues; llevadme, porque ya sabeis que mis piernas no pueden prestarme servicio. Y cuidado con que lloreis así al despacharme, porque podreis errar el golpe.

Un cuarto de hora despues fué degollado el baron de Montigny en la plataforma del castillo de Simancas. El verdugo, despues de repetir en voz alta la sentencia que lo iba apuntando Juan de Vargas, y segun la cual, el muy alto y poderoso rey de Castilla D. Felipe mandaba que aquel noble caballero pereciese en afrentoso patíbulo, por traidor y por rebelde, separó su cabeza del cuerpo al primer golpe.

Esta muerte fué el preludio de las terribles ejecuciones de Flandes.




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Capítulo XXV

De como estuvo á punto el rey D. Felipe de ser aplastado por el galan de la Princesa


Nombrado el duque de Alba, gobernador teniente general de los estados flamencos, con la, misma autoridad que pudiera ejercer en ellos el monarca, se disponia á partir para Bruselas con numeroso séquito de jueces, á cuyo cargo debian correr las causas de los sediciosos. Esta noticia se esparció por la corte muy pocos dias despues de haber sido ejecutado el baron de Montigny, asegurándose al mismo tiempo, que D. Fernando Alvarez de Toledo habia elegido en primer lugar, al jurisconsulto Juan de Vargas, corno el hombre mas apropósito para secundar la política de esterminio, que pensaba poner en práctica. No fué ciertamente el príncipe D. Cárlos el último que se enteró de los planes que se proyectaban, como que andaba muy solícito Baltasar Cisneros en participarle todo cuanto podia exasperar su ánimo contra el Rey.

Don Cárlos, que en vano habia solicitado el perdon de Montigny, y que habia unido su muerte á los demas agravios de que se quejaba sin el menor comedimiento, se llenó de ira cuando supo que el duque de Alba se preparaba á emprender su viage, revestido con un título que inúltimente habia pedido para sí, por ser el heredero del trono, el único á quien estaban prontas á reconocer las provincias de Flandes. Prorrumpió en denuestos injuriosos contra su padre, hizo pedazos, ciego de cólera, cuanto halló á mano en su cámara, lloró, se mesó los cabellos y juró solemnemente que, si llegaba á reinar, ahorcaria sin distincion á todos los individuos del Consejo. Afortunadamente solo Cisneros fué testigo de tan locos arrebatos, que procuró calmar distrayendo la atencion del Príncipe hacia otros pensamientos, que afectaban sensiblemente á su irritado corazon. Hablóle en efecto de la Reina, y este recuerdo bastó para que D. Cárlos moderase su enojo, entregándose á la dulce esperanza de un amor tan insensato como criminal é imposible.

A punto estuvo sin embargo el duque de Alba de quedar sepultado en Castilla, antes de tomar posesion de su gobierno, por haber cometido la necedad de desafiar con su presencia el ódio adormecido, pero no apagado, del Príncipe. Estaba éste discurriendo de qué medios se valdría para asegurarse una entrevista á solas con doña Isabel de Valois, sin que el Rey lograse tener conocimiento de ella, cuando le anunciaron que D. Fernando Alvarez de Toledo solicitaba tomar sus órdenes de despedida, pues debia ponerse en marcha al dia siguiente.

Don Cárlos se estremeció al oír pronunciar el nombre de aquel caudillo, á quien tanto aborrecía, y al verle un momento despues entrar en la cámara, le miró de alto á abajo, sonriéndose diabólicamente.

-Señor, le dijo el Duque con respeto, mi deber me trae á recibir vuestras instrucciones antes de partir.

-¡Mis instrucciones! le contestó el Príncipe, dando á sus palabras un marcado acento de ironía. ¿Pues no teneis las del Consejo, y sobre todo las del Rey? Cuando yo lo sea,. las confiaré á hombres allegados á mi persona. A vos, general, solo tengo que haceros hoy un encargo...

-Disponed, señor... murmuró el caudillo algo cortado.

-Que arrojeis á las hogueras muchos herejes.

-Señor... nuca fui inquisidor.

-Pero vais á serlo, Duque; vais á ser peor que inquisidor y peor que verdugo.

-No penséis tan mal de mí, príncipe D. Cárlos; creed mas bien que en Flandes haré justicia á todos.

-¡Justicia! ¿Ignoro acaso lo que significa esa palabra en vuestra boca? Esa palabra significa persecuciones, tormentos, cadalsos... ¿Cómo os atrevéis á proferirla en mi presencia, despues de la promulgacion de los edictos sanguinarios aconsejados al Rey por vós, por vuestros amigos y por vuestros parciales?,¿Cómo hablais de justicia después del sacrificio de Montigny? Duque de Alba, ha ecos justicia á vos mismo, renunciando un cargo que me usurpais y para el cual no habeis nacido.

-Considerad, señor, que yo solo voy á Bruselas con el objeto de tranquilizar completamente aquellas provincias, para que despues paséis á gobernarlas con gloria y sin peligro.

-Yo no necesito de vuestra ayuda ni de la de vuestros jueces, para conseguir la pacificacion de Flandes. Lo que os proponéis hacer es una iniquidad, y no la llevaréis á cabo. Si no queréis incurrir en mi indignacion, llevad ahora mismo, sin perder momento, vuestra renuncia al Rey.

-Lo que me pedis es imposible, señor.

-¿Imposible, cuando yo os lo ordeno?

-Señor sí, porque antes que vuestras órdenes son las del Rey, y debo obedecer estas como buen vasallo.

Desesperado mas y mas el Príncipe por la moderacion de las respuestas del Duque, ya no fué dueño de si mismo al escuchar sus últimas razones. Echó mano á la espada que tenia junto al lecho, y acometiéndolo con furia, hubiera tal vez perecido D. Fernando; mas en tan crítica situacion no le abandonaron la serenidad ni la prudencia: arrojése de improviso sobre el Príncipe, le sujetó con fuerza los brazos, aunque procurando no lastimarle y pidió socorro á voces. Don Alonso de Cabrera y otros señores se presentaron al momento; el duque de Alba soltó á D. Cárlos, y se refugió entre ellos. Al observar la amenazadora actitud del Príncipe se retiraron todos en silencio, y él desfogó su rabiosa saña agujereando con su espada las ricas colgaduras, los espejos y casi todos los adornos que decoraban la habitacion.

Ninguna consecuencia tuvo este suceso; hablóse de él mucho en la córte, pero el duque de Alba se ausentó de ella, sin que el Rey se enterase del peligro á que lo habia espuesto el cumplimiento de sus deberes. Por lo demas, la llegada del temible general de D. Felipe á Flandes, causó profunda impresion en los ánimos de aquellos, naturales; mas de treinta mil comprometidos huyeron á Alemania, y el mismo príncipe de Orange, sabiendo que se habia proscrito su cabeza, á pesar de haber vendido, en la carta que dirigió al Rey, el secreto del viage de Montigny, buscó asilo en Inglaterra con designio de juntar refuerzos. Antes de espatriarse, renovó su alianza con el conde de Egmont y trató de persuadirle á que siguiese su ejemplo, para conjurar la tormenta que se preparaba: mas no pudiendo lógrarlo, se fugó solo, dirigiéndole, al despedirse de él, estas palabras proféticas.

-Quiera -Dios que no os arrepintais por no haber seguido mi consejo: en todo caso, si os pesa de ello, me temo que será muy tarde.

No bien se ausentó de las provincias el príncipe de Orange, cuando el duque de Alba hizo su entrada en Bruselas: al dia siguiente, poniendo en juego las pérfidas artes de una política disimulada, y propia para conquistarse mas enemigos que aliados, hizo llamar á los condes de Egmont y de Horn, so pretesto de consultarles acerca de las necesidades de los Estados y de los medios que debian ponerse en práctica, para afianzar su bienandanza y sosiego. Engañados los dos magnates por semejante deferencia, y no queriendo tampoco dar muestras de desconfianza, acudieron al palacio del gobernador, quien hollando las leyes de la hospitalidad, sin atenderá las observaciones de la duquesa de Parma; los hizo prender y encerrar en el castillo de Gante. Inútilmente protestaron enérgicamente contra el desafuero que se cometia en sus persona, alegando que, como caballeros del Tolson, solo podian ser presos y juzgados por sus pares: nada quiso oir el terrible representante de D. Felipe, por cuyo motivo, disgustada en estremo la gobernadora doña Margarita de Austria, que preveia las fatales consecuencias del nuevo rigor desplegado contra los descontentos, solicitó del Rey y obtuvo por último el permiso necesario para salir de Flandes.

El duque de Alba, dueño absoluto de este desgraciado pais, promulgó severísimas leyes y pasó órdenes secretas á los tribunales que entendian en las causas de religion, previniendo en todas que se ejecutasen al pie de la letra los edictos anteriores. Al mismo tiempo estableció por sí otro tribunal, llamado Consejo de Sangre, compuesto de doce jueces españoles y presidido por el jurisconsulto Juan de Vargas, con el objeto de que formase causa á cuantos directa o indirectamente, hubiesen tomado parte en los últimos disturbios. No satisfecho aun con estas medidas, declaró reos de alta traicion á todos los confederados que habian pedido al Rey la modificacion de los edictos, lo cual produjo tanto terror en los habitantes de las principales poblaciones, que estas quedaron casi desiertas.

El Consejo de Sangre de Bruselas se señaló entro todos los tribunales, por el horror y el espanto que infundian sus providencias; las primeras víctimas del duque de Alba y de Juan de Vargas fueron los condes de Egmont y de Horn, que perecieron decapitados con otros diez y nueve señores: el implacable juez del proceso de Montigny, cumplió la palabra que, por via de consuelo, habia dado á éste momentos antes de hacerle sufrir el tormento. En menos de quince dias se vieron enrodados, empalados, ahorcados ó quemados mas de doscientos nobles, figurando entre los primeros el señor de Bekerseel, cuya larga y dolorosa agonía llenó de consternacion á la ciudad de Gante.

La indignacion de las provincias fue general, al contemplar tantos suplicios, y todas las miradas se volvieron hácia el príncipe de Orange, que andaba errante de corte en corte demandando ausilios. El duque de Witemberg, el conde Palatino del Rhin y el landgrawe de Hesse le facilitaron por fin grandes sumas, para que levantase un ejército contra los españoles, permitiéndole al mismo tiempo reclutar tropas en sus estados. No se limitó á este alarde la resistencia, pues el conde de Nassau, hermano del Príncipe, reunió con la mayor celeridad á los espatriados flamencos y después de invadir la Frisia, se atrincheró en el campamento de Groninga. No esperaba el duque de Alba tan rápida irrupcion, y envió al conde de Aremberg para que observase los movimientos del enemigo; mas los soldados españoles, impacientes por llegar á las manos, obligaron al general á que empeñase una refriega desproporcionada, en la cual fueron envueltos, quedando en el campo mas de ochocientos castellanos y rindiéndose los alemanes á discrecion. El mismo conde de Aremberg pagó con la vida la indisciplina de sus soldados.

El duque de Alba salió de Bruselas contra los rebeldes, les dió vista en las alturas Gemnisen, y atacándolos con indecible furor, hizo en ellos espantosa carnicería, pasando á cuchillo regimientos enteros. El ejército del conde Luis de Nassau desapareció en aquella jornada como el humo. Volviendo entonces contra el príncipe de Orange, que se adelantaba por la orilla izquierda del Meusa, le fué siguiendo paralelamente por la derecha, calculando que pronto le faltarian los víveres y que sus fuerzas se disiparian por sí mismas. Así aconteció en efecto: después de haber recorrido los dos ejércitos rivales en paseo militar todo el Brabante y las provincias de Namur y de Henao, se encontró el Príncipe sin tropas que oponer á, su hábil competidor, viéndose precisado á retirarse á Francia con trescientos hombres. Don Fernando Alvarez de Toledo volvió á Bruselas, después de tan brillante campaña y sometió de nuevo con mayor empeño á los sospecho de rebelion á los tribunales de su justicia sanguinaria. Su crueldad, su errada política y su desmedido orgullo contribuyeron en gran manera á que por fin los estados flamencos sacudiesen el yugo de España.

Pocos dias habian transcurrido desde aquel, en que D. Cárlos acometiera al duque de Alba espada en mano. La princesa de Éboli, Antonio Perez, Diego Martinez y Beatriz esperaban con impaciencia la llegada de la noche, que pluguiese al Rey elegir para visitar á la primera. Llegó al fin, y D. Felipe avisó al conde de Cifuentes que estuviese prevenido. Al mismo tiempo llamó á don Ruy Gomez de Silva, y le hizo partir al alcázar de Villagarcía, con órdenes verbales para su nuevo alcaide D. Mendo Quijada, relativas á los indicios de descontento que empezaban á manifestarse entre los moros de Granada, quienes aunque al parecer se conformaban con las ceremonias esteriores del culto católico, mezclaban con ellas, cómo mahometanos de corazon, varias prácticas supersticiosas que habian heredado de sus padres. La intencion de D. Felipe, era alejar al príncipe de Éboli de Valladolid, para poder cumplir, sin que lo sospechase el zeloso magnate. la palabra que habia empeñado á doña Ana, por conducto de su deudo el de Cifuentes, y al mismo tiempo conseguir su deseo de que la guarnicion de Villagarcía se hallase apercibida para marchar, en caso necesario, á Andalucia pues no dejaba de inquietar al Rey la audacia de los moriscos. Don Ruy Gomez estrañó que se le nombrase para una comision, que convenia mejor, á un hombre de guerra; mas supo que Requesens partia para Segovia y el conde de Barajas para Toledo y Madrid con igual objeto; lo cual significaba que D. Felipe solo queria confiar sus instrucciones á las personas de su mayor intimidad; así pues mandó á su criado Fortun que se preparase, y se puso en marcha media hora despues de haber recibido las últimas advertencias del Rey.

El conde de Cifuentes, sabiendo que el Rey le necesitaba, para la noche del dia, en que se habia ausentado el príncipe de Éboli, sospechó el negocio de que se trataba; mas no creyó que debia advertir á doña Ana de la visita de D. Felipe, porque podia ocurrir que este cambiase de idea, y porque tampoco estaba enteramente seguro de lo mismo que, con grandes probabilidades de acierto, se imaginaba. Este descuido prudente del Conde ocasionó un lance, que estuvo á pique de dejar huérfana de su Rey á la española monarquía.

No bien supieron doña Ana de Mendoza y Antonio Perez la marcha de D. Ruy Gomez de Silva al castillo de Villagarcía, cuando concertaron una cita para aquella misma noche. Las nueve serian de ella, cuando el Secretario del Rey entró en la cámara de la Princesa, favorecido por Beatriz, la que después de haberle introducido secretamente, bajó á la calle á platicar con Diego Martinez, quien como ya debe suponerse, guardaba las espaldas á su amo y protector.

Doña Ana recibió á su amante con muestras de grandísimo contento, mas no le ocultó que hasta que tuviese efecto su entrevista con el Rey, no podia vivir tranquila.

-Esa condesa de Barajas, esclamó entre colérica y risueña, me ha hecho mucho mal: os juro que á la primera ocasion se lo he de pagar con las setenas.

-Vuestra victoria es segura, en cuanto veais á D. Felipe, dijo Antonio Perez.

-¡Oh! Sí; tengo pruebas bastantes para perder á esa chismosa; pero temo que la perspicacia del Rey saque el ovillo por el hilo.

-¿Qué significan vuestras palabras, bellísima Princesa?

-Significan que el Rey no tiene pelo de tonto y que es muy capaz de empeñarse en descubrir si tengo o no tengo algun amante.

-No temais eso: satisfecho de que la de Barajas os ha calumniado, no pasará adelante, aunque haya pensado y aun ofrecido lo que decís.

-¡Ofrecido!... ¡Ah! Sin duda sabéis algo y me lo ocultais por no afligirme...

-¡Cómo!... ¿Presumis, doña Ana...?

-Hablad... hablad... decidme cuanto hayais llegado á descubrir, porque estoy dispuesta á todo.

-Pues bien: tened entendido que el rey D. Felipe ha empeñado su palabra á D. Ruy Gomez, da que ha de averiguar quien es vuestro misterioso amante.

-¿Y lo conseguirá?

-Espero que no, si obramos con prudencia.

-Los medios de que dispone el Rey son grandes.

-No importa: los inutilizaremos.

-Mucha seguridad teneis.

-Como que las pesquisas se están haciendo por mi conducto.

-Esplicaos mas, si quereis que no me vuelva loca.

-El Rey ha dispuesto que Diego Martinez sea el sabueso, que olfatee á vuestro galan.

-¡Es posible!

-Como lo estais oyendo. Figuraos ahora, si podéis vivir sosegada.

-¡Ah! ¡Cómo me voy á vengarme de la infame Condesa!

-Lo que importa es que veais pronto al Rey.

-Demasiado lo conozco, mas nada puedo hacer para apresurar ese instante. D. Felipe ha dicho que señalará la entrevista, que vendrá á verme de noche...

A este punto llegaba la conversacion de los dos amantes, cuando abriéndose con estrépito la puerta de la cámara de la Princesa, se precipitó en ella Beatriz sofocada y sin aliento, anunciando que el conde de Cifuentes estaba en la antesala y pedia licencia para entrar. Segun el relato de la doncella, habla llegado con otro caballero embozado, que la aguardaba en la calle, por cuyo motivo, Diego Martinez, al verle introducirse en el portal de doña Ana, era de parecer que el señor Antonio Perez no perdiese un segundo en retirarse.

Terrible era la situacion en que este se encontraba, pues érale de todo punto imposible dirigirse á la escalera, sin encontrarse con el conde de Cifuentes, y esto equivalia á descubrir el secreto, que, tanto le importaba guardar. Por otra parte, la urgencia del caso tampoco daba lugar á detenidas deliberaciones; era preciso tomar un partido y este solo se presentaba cercado de riesgos, que necesariamente debian comprometer á la Princesa. Esta, pálida y desencajada, se retorcia las manos, convencida de que si salia al salon principal para recibirá su deudo, le obligarla á sospechar la circunstancia de ser acogido con tan inesperada etiqueta, y Beatriz iba y venia del salon á la cámara y de la cámara al salon, aturdida, desconcertada, y dando ya por perdido el fruto de tantos desvelos y cavilaciones, como lo tenian de costo los amores de su señora. El único capaz de sacar á los tres de tan hondo atolladero era sin la menor duda Diego Martinez; pero nuestro aventurero no estaba allí á la sazon para que fuese consultado, y á mayor abundamiento acababa de adoptar la prudente resolucion de alejarse algun tanto de la casa de D. Ruy Gomez, para no inspirar recelos al embozado acompañante del Conde. Dicho embozado se: habla detenido en frente del portal de la casa, y Diego le cedió el puesto de buen grado, luego que Beatriz corrió al encuentro del de Cifuentes, que subia ya los primeros escalones, echando á andar despacio y con su aire habitual de maton, como hombre á quien ningun temor infundia el verse sorprendido en amorosa cita.

Entre tanto, como nadie es capaz de estar esperando eternamente, el conde de Cifuentes dio en la flor de impacientarse en la antesala, viendo que ninguna invitacion recibia para que pasase adelante. Mucho mas tiempo hubiera aguardado, á pesar de todo, su cortesía; pero sospechaba con fundamento, que el embozado llegaria á cansarse por su tardanza, y esto lo incomodaba, al parecer, mucho mas que su mismo plantón. Así pues, considerando que lo serviria de disculpa con su hermosa parienta la importancia del negocio, que á verla lo habia llevado, enderezó sus pasos hácia el salon de recibo; Beatriz que lo sintió desde la puerta de la cámara de la Princesa, lanzó un chillido y corrió á esconderse detrás de las cortinas de la alcoba; doña Ana creyéndose de todo punto perdida y deshonrada, se abandonó á la deseperacion, y loca, sin fuerzas para disimular, ni para resistir el violento choque asestado contra su orgullo de muger y de esposa por un acaso fatal, cayó sin sentido en una poltrona; por lo que toca á Antonio Perez, al observar que se habia quedado sin auxiliares, pensó en sí mismo, y prefiriendo una desgracia al trance de hallarse sorprendido por el Conde en la estancia particular de la Princesa, se abalanzó á abrir las vidrieras del balcon, asióse fuertemente á sus hierros y de un salto se arrojó á la calle, que no distaba mucho del piso principal. Pero quiso su mala suerte que, al salvar la altura de los hierros, se quedó en ellos enganchada su capa, de modo que el Secretario del Rey cayó á cuerpo descubierto en medio de la calle, haciendo un ruido infernal, como si cayera de las nubes. El embozado, que habia oido el estrépito del balcon, y que poco despues vio desprenderse de el un cuerpo con la rapidez del relámpago, se santiguó devotamente, y requiriendo la espada, se adelantó á su encuentro. Antonio Perez observó el bulto negro que se le acercaba, y no reconociendo por su configuracion á Diego Martinez, desnudó el acero. Muy pronto tuvo necesidad de cruzarlo con el de su antagonista, pues este le acometió impetuosamente, aunque desde luego se echaba de ver, que mas bien queria examinar su rostro, que matarle. No era á la verdad fácil empresa lo primero, porque estaba la noche como boca de lobo; mas no lejos del sitio, en que los dos combatientes peleaban, el uno acosado furiosamente por los celos, pues creia habérselas con algun rondador de las gracias de la Princesa, é impelido el otro por el sentimiento de una curiosidad tan terca como inesplicable, se veia la luz de un farol que alumbraba aquellos contornos, aunque por su colocacion solo despedia hacia nuestros espadachines tal cual ráfaga incierta y vacilante, que aumentaba á sus ojos la oscuridad y el embarazo de sus bruscas acometidas. El embozado se convenció al fin de que no lograrla su deseo, mientras permaneciese tirando estocadas á la ventura, por lo que, acosando con nueva rabia á su contrario y haciéndolo perder terreno, á fuerza de esponerse él mismo á caer atravesado, apretóle mas y mas en direccion á la luz, luego que observó el primer resultado de esta acometida, y le dijo con mal disimulado acento:

-Os acosaré hasta la esquina del farol: quiero conoceros antes de mataros.

Antonio Perez se estremeció de piés á cabeza al escuchar estas palabras; conoció por la voz á su adversario y desde luego se tuvo por perdida, si este llegaba á ver su rostro. El ruido de pasos como de un hombre que se acercaba hácia ellos precipitadamente, le decidió, y aprovechando un instante, en que su enemigo. se detuvo para tomar aliento, dió media vuelta, corrióse por la ácera de la calle en direccion opuesta al farol y alcanzando una callejuela inmediata, huyó por ella desapareciendo del lugar del combate. El embozado intentó seguirle, pero á los primeros pasos se encontró con el conde de Cifuentes, quien despues de detenerle con respeto, le dijo:

-Dejadme, señor, el cuidado de castigar á ese insolente.

-Ya es inútil vuestro ausillo, noble Conde, le contestó el embozado, en quien nuestros lectores han debido conocer al rey D. Felipe. El insolente ha huido poniéndose así lejos del alcance de mi acero; mas tened entendido, que es el misterioso galán de vuestra ilustre parienta.

-¿Qué pruebas teneis, señor?

-¡Y me lo preguntáis! ¿No os parece bastante el haberle visto arrojarse, como si el diablo le hubiese prestado sus alas, desde el balcon de la Princesa?

-¡Ah! Si se las ha prestado, no ha hecho uso de ellas, supuesto que las ha dejado olvidadas en el balcon.

-¡Cómo así! Esplicadme lo que ha ocurrido allá arriba.

-Harto ya de esperar en la antesala, me dirigí al salon de recibo de doña Ana; al entrar en él, sentí ruido en su cámara y estrépito de cristales, y cuando me adelanté, ví el balcon abierto de par en par y á la Princesa sin sentido en una poltrona. Mi primer pensamiento fué esplorar el balcon, y en él encontré esta capa, que podrá servir para el descubrimiento del culpable; mas como al mismo tiempo sentí ruido de espadas en la calle, me contentó con dar voces á los criados de doña Ana, para que acudiesen á socorrerla, y me apresuré á bajar, imaginando que tal vez os hallaríais comprometido en algun imprevisto lance.

-Todo eso, Conde, quiere decir, que el amante estaba con la Princesa cuando entrásteis, y que no pudiendo salir por la escalera, sin tropezar con vos, no ha temido esponerse á quedar desnucado. Gracias doy á la Providencia divina, que me inspiró la saludable idea de aguardaros allí, en frente de la morada de D. Ruy Gomez: á no ser así, ese volador desalmado me hubiera hecho gigote con el peso de su cuerpo. En fin, Conde, retirémonos en paz, ya que esta noche hemos perdido la partida; y pues llevamos esa prenda del astuto galán, muy diablo ha de ser, para que se nos oculte por mucho tiempo.

Don Felipe y el Conde echaron á andar y poco despues se movió un bulto que, durante su diálogo, habia permanecido tendido cuan largo era en el suelo y á corta distancia de nuestros dos personages. Luego que estos desaparecieron por la esquina del farol, se levantó, y enderezando sus pasos hácia la casa de la Princesa, entró en el portal.

Doña Ana, socorrida por Beatriz, habla recobrado el conocimiento, y entonces supo por su doncella que el conde de Cifuentes se habia llevado la capa de Antonio Perez. El bulto que acababa de entrar en el portal, y que no era otro que nuestro famoso Diego Martinez, se presentó poco después en la cámara de la esposa de D. Ruy Gomez y confirmó el dicho, añadiendo que habia óido toda la conversacion del Conde con el embozado y que este era el mismo D. Felipe en cuerpo y alma.

-¡Y qué se ha de hacer ahora! esclamó doña Ana con desesperacion.

-Imposible es persuadir al Rey de que no existe el galán que busca, murmuró el soldado: harto haremos con evitar que dé con él.

-¿Eres capaz de conseguirlo?

-Soy capaz de todo, pero exijo como condición precisa que el señor Antonio Perez no os vea en ocho dias.

-Entiéndele con él y obra después á tu antojo.

-¿Y la capa? observó Beatriz.

-¡Oh! Merced á mi prevision, esa prenda no venderá á su dueño, porque ha sido espresamente comprada por mí, para que el Señor Antonio Perez pueda llegarse á esta casa sin ser conocido.

-En efecto, reposo la Princesa; no es la que suele traer en la corte.

-Como que esta noche la ha estrenado. Podéis vivir tranquila, señora, que todo, menos la muerte, tiene remedio en este mundo, y los héroes, como yo, no desmayan al primer revés de la fortuna.

Diego Martinez, despues de haber proferido con la mayor solemnidad esta sentencia, hizo una respetuosa cortesía á doña Ana, y se retiró á la posada, para conferenciar con el Secretario del Rey, que acababa de llegar y se daba á todos los diablos por los sucesos de aquella noche.




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Capítulo XXVI

En el que se manifiesta que el rey D. Felipe sabia interpretar iniciales y D. Ruy Gomez morirse de puro honrado


A la mañana siguiente entró Antonio Perez en la cámara de D. Felipe, á quien encontró ocupado, como siempre, en los negocios de su reino. Llevábale varios despachos del Consejo, á los cuales faltaba el requisito de la rúbrica real, y el monarca le hizo seña para que los dejase en la mesa. Recordando después la comision que le habla dado para Diego Martinez, y el riesgo que habia corrido su persona por los desvaneos de la Princesa de Éboli, le dijo con sequedad:

-Mal sabueso teneis, señor Antonio Perez.

-Señor, contestóle este sosegadamente, si lo cree así Vuestra Alteza por lo de anoche, debe considerar que el conde de Cifuentes tuvo la culpa de que se echase á perder el negocio.

Sorprendido el Rey con semejante declaracion, miró con asombro al Secretario, y le preguntó en seguida:

-¿Tenéis por ventura conocimiento de lo que anoche sucedió?

-Si Diego Martinez no me ha engañado, debo creer...

-¿Qué? Hablad y nada os dejeis entre cuero y carne.

-Está bien, señor. Mi sabueso, que nunca descuida las comisiones que se le encargan, rondaba anoche los alrededores de la casa en que habita el señor príncipe de Éboli, y habiendo visto entrar en ella un embozado, le siguió.

-¡Hola! ¿Conque subió tras él?

-Ni mas ni menos, porque mi hombre no se para en barras. Tambien me ha dicho, que estuvo por alcanzarle en la escalera y prenderle.

-Ojalá lo hubiera hecho.

-Contúyole el temor de traspasar mis instrucciones, y así se limitó á observará aquel hombre que, cuando Diego llegó á la antesala, entraba en el salon de doña Ana de Mendoza y poco despues en su cámara particular. Mi agente se propuso entonces esperar, á fin de conocerle cuando saliese, ó seguirlo sin perder su pista por las calles de la ciudad hasta su posada; que era el medio mas acertado de averiguar su nombre, mas no pudo hacerlo, porque el buen conde de Cifuentes apareció casi de improviso en el salon, que afortunadamente para Diego estaba á oscuras, y atravesándolo sin verlo, penetró en la cámara de la Princesa. Al mismo tiempo hicieron gran ruido allá adentro, abrióse un balcon y mi hombre imaginó que el galan habia saltado por él, porque de allí á poco oyó la voz del Conde, que llamaba á gritos á los criados de la Princesa, para que acudiesen. Viendo entonces que el de Cifuentes se retiraba, entró de puntillas en la cámara, en la cual estaba sola doña Ana desmayada en un sitial, y trató de huir cuanto antes de aquella casa, para que cuando llegasen los criados no lo tuviesen por ladron. Así mismo me ha asegurado, que le pareció haber oido riña de espadas en la calle, pero que cuando bajó á ella, estaba todo tranquilo. Por eso he afirmado á Vuestra Alteza, que el conde de Cifuentes lo echó todo á perder, pues levantó la caza antes de tiempo.

-Me habéis convencido, señor Secretario; pero el Conde obró sin saber que vuestro sabueso andaba tan listo, y... al menos, me ha entregado una prenda, que se dejó el galan en el balcon.

-¡Ah! Pues ya tenemos dos, señor.

-¿Cómo así?

-Porque Diego Martinez encontró en el suelo de la cámara una cartera, que me ha entregado y que sin duda se cayó del bolsillo de nuestro misterioso fantasma, cuando emprendió la fuga por el aire.

-¿Y esa cartera?

-Aquí está, Señor.

Antonio Perez puso en las manos del Rey una preciosísima cartera ricamente bordada de oro por ambos lados: estaba vacia, de modo que no presentaba indicios de su dueño; pero en una de las tapas se veian estas tres letras L. T. S. recamadas con primor, y en la otra una corona de marqués y debajo de ella una F.

-Mucho hemos adelantado, dijo el Rey, despues de examinar la cartera con la mayor escrupulosidad. Con esto y con la capa del galan, creo que D. Ruy Gomez bien puede encerrar á su castísima esposa en el monasterio de las Huelgas. En cuanto al galan, es asunto que me pertenece.

-¿Ha acertado Vuestra Alteza con su nombre?

-Mañana os lo diré sin que me lo pregunteis. Y ahora tratemos de cosas mas importantes, porque es mengua que D. Felipe de Austria y el Secretario de estado se ocupen tanto en amoríos de mugeres.

El Rey guardó la cartera y en seguida dictó á su favorito diferentes órdenes, relativas al proyectó que hacía ya tiempo tenia formado, de trasladar la corte á Madrid. La historia, que todo lo sabe, no nos revela los motivos que tuvo el rey de Castilla para desentenderse de su ciudad natal y declarar capital de su reino á una poblacion, que carecia, como hoy dia carece, de las condiciones indispensables para tan alta honra. Esos motivos se fundaron principalmente en la situacion topográfica de la que hoy es coronada villa, respecto a las ciudades mas importantes del reino, y tambien á ciertos temores que abrigaba D. Felipe, en cuanto á la mayor seguridad de sus estados. No se le ocultaban en efecto las secretas negociaciones de Francia y de Inglaterra con el príncipe de Orange y el conde de Bossut, otro caudillo de los rebeldes de Flandes, que había conseguido burlar la vigilancia del duque de Alba y refugiarse en Alemania; creia por lo mismo que si volvían á levantar la cabeza los descontentos de los Paises-Bajos, se veian poderosamente ausillados por la primera de aquellas potencias, al paso que la segunda no dejaría de intentar algun desembarco en la costa de Cantabria, con el intento de entretener al monarca español en la defensa del interior del reino. Parecióle pues que debia prepararse con tiempo á las eventualidades que pudieran sobrevenirle, y que no se hallaba en el caso de dejar la corte abandonada al primer golpe de mano de una invasion estrangera. Valladolid, por otra parte, estaba demasiado léjos de ciertos puntos, que inspiraban sérios cuidados al Rey, y las órdenes tardaban mucho en llegar á todas las plazas de Andalucía y aun á las de Cataluña. Luego que se hubo decidido á, separarse para siempre de la ciudad que lo había visto nacer, estuvo indeciso en la eleccion, y pensó en Toledo, asiento de los reyes godos, madre de los pueblos como la llamaron los judíos trescientos años antes de la venida de J. C., patria del famoso Alí-Albucacem, del gran Joleus Joli y de los santos Hermenegildo é Ildefonso: muy poco duró sin embargo su incertidumbre, porque los dos montes, Somosierra y Guadarrama se ofrecieron á su imaginacion como dos defensas formidables para la corte, en caso de irrupcion enemiga, y este pensamiento prevaleció sobre todos los demás. Hubo tambien otra razon poderosa en favor de Madrid y fué, que esta villa, protegida por el emperador Cárlos V, á consecuencia de haber desterrado en ella unas pertinaces cuartanas que padecía, contaba con un regio alcázar, obra de los renombrados arquitectos Covarrubias y Luis de Vega, no satisfacia pechos, disfrutaba de grandes privilegios, y á los títulos de Muy noble y Muy leal, otorgados por don Enrique el Impotente, añadía los de Imperial y Coronada, que le había concedido el heróico progenitor de D. Felipe.

El resultado de las cavilaciones de este monarca, cuya penetracion abarcaba, al pasear su vista por Europa, el porvenir de una política, cuyo secreto consistía en el desmembramiento del territorio conquistado por las armas españolas, fue la inmediata resolucion de abandonar á Valladolid. Las órdenes que dictaba á su Secretario se dirigían á este objeto, y pronto se supo en la ciudad, que la antigua capital de Alfonso IV y de Enrique III iba á adquirir la gloria, de que hasta entonces había estado en pacífica posesion el mimado pueblo de Juan II. Toda la nobleza se dispuso á seguir al Rey y se manifestó satisfecha de un cambio, en el cual nada perdía, y que al cabo era para ella una ocasion de festejos y regocijos, por los muchos y variados que se preparaban en Madrid, para el recibimiento de las reales personas: no así las gentes del pueblo y las del comercio, que presentían la ruina de aquella poblacion hermosa, regada por los Esguevas y el Pisuerga, y cuyos amenísimos campos, sembrados por grandes arboledas, nada tenian que envidiar a, los páramos incultos de la nueva corte. Pero D. Felipe habia decretado la traslacion, y D. Felipe era, no solo árbitro soberano de España, sino que casi daba la ley al mundo. Así pues, lo que hoy costaría probablemente una revolución, ó acaso una guerra civil, se llevó á cabo en cuatro días, sin que nadie se atreviese á murmurar la menor queja.

Al día siguiente de haber publicado el Rey sus disposiciónes relativas á la mudanza de la corte, volvió D. Ruy Gomez de Villagarcía: su primer cuidado fué enterar á D. Felipe del cumplimiento de las órdenes que le había dado para D. Mendo Quijada, y ya se preparaba á salir de la real cámara, cuando deteniendóle aquel con un gesto significativo, le dijo:

-¿Nada me preguntais acerca de la comision que vos me teníais encomendada?

-Señor, le respondió el de Silva, figurándose desde luego que el Rey habia descubierto al galan de la Princesa, ¡hace tan poco tiempo que Vuestra Alteza me empeñó una palabra!...

-Os la empeñé con ánimo de cumplirla, repuso D. Felipe.

-Así lo creo, señor, murmuró temblando el de Silva.

-Y también creeréis, que una vez descubierto por mí el amante de doña Ana de Mendoza, no os lo ocultaría.

-Eso me ofrecisteis.

-Y si efectivamente he hallado al galan y os declaro su nombre ¿qué haréis, príncipe de Éboli?

-Señor, le mataré.

-¡Eso me decis!

-Eso os digo, señor.

-Mas tened presente que están en su fuerza y vigor las leyes contra los asesinos.

-No lo ignoro, pero yo no hablo en este momento al poderoso rey de Castilla D. Felipe de Austria, á quien Dios guarde, sino al mas noble, al mas honrado, al mas pundonoroso caballero español. ¿Qué hariais vos, señor, si un mal vasallo, atropellando todos los respetos humanos y divinos, pusiese los ojos en la hermosura y en la honestidad de la reina doña Isabel?

El Rey se estremeció involuntariamente al escuchar esta pregunta, que ya se habia hecho á si mismo con terror muchas veces, pensando en el príncipe D. Cárlos. Dominó sin embargo la emocion profunda, que las palabras de D. Ruy Gomez lo habian causado, y le contestó friamente:

-Tal vez, señor de Silva, encontraria en mi alma bastante valor para perdonar á mi rival.

-¡Para perdonarle, señor! ¿Ni aun lo desafiariais?

-En efecto; acaso apelaría á ese recurso, para desahogar mi cólera muriendo ó matando.

-Pues á él apelaré tambien yo.

-¿Estais en vos, Príncipe?

-Os lo juro por mi nombre: el que mata á otro en duelo no es considerado como asesino.

-¡Y qué! ¿Estais seguro de matar á vuestro rival?

-Si yo no le mato, él me matará.

-Es que no será lo mismo.

-Señor, para mí si.

-Príncipe, no teneis en cuenta que yo no quiero que os maten.

-¿Y para qué quereis que viva sin honra?

-Ya os dije, que no ha nacido doña de Mendoza para empañar la vuestra.

-Y sin embargo la empaña.

-Es verdad; mas podeis cortar los vuelos á sus amorosos caprichos.

-¿De qué manera?

-Encerrándola en el monasterio de las Huelgas de Burgos, porque al fin su culpa es cierta.

-¡Conque es cierta!

-¿Os hablaria yo así, si no lo fuese? Pero contentaos con el castigo de vuestra esposa.

-¿Y su cómplice?

-Eso me toca á mí: el marido meterá á la muger en un convento y el Rey á su vasallo en una fortaleza.

-¡Oh! Permitidme que me vengue, señor.

-Vengaos, D. Ruy Gomez, si podeis; mas huid de mi justicia.

-Huiré y si no... si esa justicia me alcanza, muera yo en un patíbulo, pero muera con honra.

-Haced como mas os plazca.

-Necesito vuestra ayuda, señor.

-¡Mi ayuda! ¡La ayuda del Rey para vengaros!¡Para matar á un hombre!

-¿Y qué he de hacer por mí solo? ¿Lo conozco por ventura?

-¿Quién os asegura que le conozca yo?

-Me habéis asegurado que doña Ana de Mendoza es culpable, y no lo hubiérais dicho sin pruebas.

-Pruebas tengo, príncipe de Éboli.

-¿Y os negais á dármelas?

-No; para vos las guardo.

Despues de pronunciar estas palabras, levantóse el Rey, y abriendo un armario que se veia en el fondo de la cámara, sacó de él la capa que Antonio Perez se habla dejado entre los hierros del balcon de la Princesa, y entregandolá á D. Ruy Gomez, le dijo:

-Ahí tenéis una de mis pruebas. ¿Conocéis al dueño de esa capa?

El príncipe de Éboli examinó aquella prenda con la desesperacion del tigre herido, y poco faltó para que la hiciese añicos entre sus manos. Despues de darle mil vueltas y revueltas, la dejó con ira sobre la mesa y murmuró con sordo acento:

-Es nueva: puede convenir á todos y á ninguno.

-Eso mismo he pensado, repuso D. Felipe.

Y sacando la cartera, que Antonio Perez, le habia entregado, añadió sonriendose:

-Veamos si sóis mas feliz con la segunda y última prueba que poseo del galán de doña Ana.

Apoderóse el de Silva de la cartera, como pudiera hacerlo un loco y esclamó:

-Señor, por la salvacion de vuestra alma, declaradme á quién pertenece.

-Haced lo que yo he hecho adivinad, contestóle el Rey.

Pero el príncipe de Éboli no fué mas afortunado esta vez que la anterior: la ira le cegaba, é incapaz de reducir á frio ó impasible cálculo un resentimiento tan diabólicamente rabioso, como el que sentia su corazon, se detuvo poco en las señales esteriores de la prenda, que oprimió con furia entre los descarnados dedos, esperando que las palabras de D. Felipe le revelasen el secreto que anhelaba conocer. Viendo al fin que su empeño nada conseguia, soltó la cartera con desaliento y saludando al Rey, díjole tristemente.

-Ya que soy tan torpe, señor, y que me negais vuestro ausillo, doña Ana de Mendoza me sacará de dudas.

-Contad con su orgullo, replicó el monarca.

-Cuento, señor, en este negocio con la fuerza de mi voluntad, contestó el de Silva.

-¿Os negais, Príncipe, á seguir mi consejo?

-Vuestro consejo, señor, será una órden que obedeceré fielmente, aunque me cueste la vida.

-Pues bien: como órden os lo doy. No menteis una palabra de este asunto á la señora princesa de Éboli, hasta que yo os avise. La corte, como sabeis, se traslada á la villa de Madrid. Disimulad vuestras quejas, que al fin algo debemos á la fidelidad de los deudos de doña Ana.

Don Ruy Gomez quedó aterrado al oir la voluntad del Rey y un frio glacial se apoderó de todos sus miembros. Cuando entró en su casa, solo tuvo tiempo para meterse en cama, porque le devoraba una horrible calentura, y aunque se le prodigaron los mas eficaces remedios, pasó todo el dia y la noche en un delirio espantoso. La idea de que el Rey pretendia dejar impune el crimen cometido contra su limpio honor, se habla fijado tan fuertemente en su cerebro, que se le trastornó la razón, sin que nada bastase á despojarla: hablaba de venganza, de sangre, de muerte; maldecia el nombre de doña Ana; llenaba de improperios á sus padres los condes de Melito, porque se la habian dado en matrimonio y pedia á gritos su espada para traspasar con ella el pecho del infame que le habia reducido á la desesperación.

No bien hubo salido el desdichado esposo de la cámara del Rey, cuando este hizo que llamasen al presidente Espinosa. El Cardenal se apresuró á obedecer el deseo de su señor, quien lo dijo con aquella tranquilidad, que mostraba siempre en las resoluciones importantes:

-Disponed que la condesa de Barajas salga desterrada de la corte.

-Señor se atrevió á murmurar el Presidente.

-Mucho siento afligir al Conde, repuso D. Felipe, pero es necesario poner coto á las bachillerías de esa muger.

-Si cree Vuestra Alteza que una buena reprension...

-No, Cardenal: eso le dará mas brios y se desalará en injurias; dirá que tenemos miedo, dirá... ¿Sabéis lo que es una muger luriosa que suelta la taravilla? Mas quiero habérmelas con todos los protestantes de los Paises-Bajos, ayudados por la Francia y por la Inglaterra, que con dos damas como la condesa de Barajas y la princesa de Éboli.

-¡Tambien doña Ana de Mendoza, señor!

-No: á esa la dejamos por ahora, que bastante desgracia tiene el buen D. Ruy Gomez, sin que nosotros hagamos público lo que debe estar callado. Y ahora decidme, señor Cardenal, si conoceis esto.

Diciendo así alargó á Espinosa la cartera que suponia encontrada por Diego Martinez en la cámara de la Princesa.

-Magnífico es el trabajo, señor, respondió el Presidente, despues de haber observado á su sabor los bordados de la prenda; apuesto á que bien valdrá...

-Sepamos de quien es, le interrumpió el Rey.

-¡De quién es, señor! ¿Cómo quiere Vuestra Alteza...?

-¿Pues no estáis viendo ahí, entre ese precioso recamado, unas letras?

-En efecto, y son, si no me engaño una L. una T. y una S.

-¿Y al otro lado?

-Una F. señor.

-Perfectamente. ¿Qué mas?

-O soy miope, o nada mas alcanzo.

-¿Ni tampoco esa corona de marqués?

-Así es la verdad, no habia caido en ello.

-Escuchad bien lo que ós prevengo, señor Cardenal presidente del Consejo, y no me pregunteis la razon de lo que voy á deciros. Don Lorenzo Tellez de Silva, marqués de la Favara ha de salir dentro de una hora de la corte para el alcázar de Toledo, donde permanecerá un año.

-Está bien, señor.

-Ahora no ignorais á quien pertenece esta cartera.

-¿Ha de ir con escolta?

-Nada de eso; nada que pueda escitar la curiosidad de las gentes. ¿Qué dicen los de Flandes del duque de Alba?

-Que en él les ha enviado Vuestra Alteza un azote.

-¡Quién mas que yo quisiera tratarles con blandura! Y al fin...

-No piense Vuestra Alteza en eso, señor: D. Fernando Alvarez de Toledo dará buena cuenta de aquellos hereges. El restablecimiento de la Santa Inquisicion ha empezado á producir escelentes frutos, porque al cabo, si ha de depender de sus rigores saludables, como firmemente creó, la estirpacion de la abominable secta de Lutero...

-Sí, Cardenal; tengo ya noticia de que el santo tribunal ha castigado á muchos...

Don Felipe, al pronunciar estas palabras se pasó la mano por la frente, como si intentase separar de ella algun insufrible peso: cerró en seguida los ojos, y permaneció silencioso por algunos momentos. ¿Oraba quizás mentalmente por las víctimas de la Inquisicion que, en Bruselas, en Gante, en Malinas y en Amberes, quemaba descontentos á centenares? ¿O meditaba la resolucion tardía que adoptó despues, de enviar á aquellos estados, en relevo del sanguinario duque de Alba, al templado y benigno D. Luis de Requesens y Zúñiga? Solo Dios lo sabe.

Agravóse entre tanto la situacion de don Ruy Gomez en términos que Antonio Perez, prevenido por Diego Martinez, creyó que era su deber no ocultársela al rey. Dirigióse pues á su cámara y puso en su conocimiento lo que acontecia. Don Felipe, que habia vuelto á anudar con el cardenal el hilo de una conversacion política, que desde el exámen de las cuestiones pendientes en Flandes, habia pasado al de las sordas intrigas que se agitaban en Lóndres y en Paris contra la preponderancia europea de España, escuchó atentamente la relacion del Secretario, y al saber que el príncipe de Éboli maldecia á su esposa, dijo tristemente:

-Aunque razon sobrada tiene para ello, debe perdonarla, para que Dios le perdone á él. Siempre imaginé que esta noble dama, á fuerza de locuras y devaneos, causaria la perdicion de uno de los mas leales y honrados magnates de mi reino. Solo una falta tengo que achacarle, y es la de haber amado con exceso á su muger. Id señor Cardenal, id á prestarlos auxilios de la divina religion, al que ha sido vuestro competidor en el Consejo y cuando la ciencia de los hombres abandone su cuerpo, consolad su alma inmortal con esa otra ciencia sublime ó infalible, que nos enseña á esperar en la misericordia del Señor. ¿Decis, señor Antonio Perez, que el caso es desesperado?

-Así se esplican los médicos, Señor, contestó bajando la vista el amante de la princesa de Éboli.

-Id, señor Cardenal, id, repitió D. Felipe conmovido, y acompañad al Presidente, Señor Antonio Perez, añadió dirigiéndose á éste. Si llega á recobrar el conocimiento y manifiesta deseo de verme, avisádmelo al punto; que allá iré como el amigo que vá á abrazar al amigo; mas... disponedlo de modo, que no salga al paso doña Ana de Mendoza: instantes solemnes son esos, y en ellos debe quitarse todo pretesto á la indignacion.

Espinosa y Antonio Perez se encaminaron á la morada de don Ruy Gomez, en la cual reinaban la tristeza y el desconcierto. Yacía el magnate de tal manera postrado, que parecia ya un cadáver: rodeaban su lecho la princesa de Éboli y sus mas próximos parientes, á escepcion del conde de Cifuentes que, casi testigo de la infidelidad de doña Ana, no quiso asistir á una escena tan lamentable, provocada por sus traiciones. Los médicos y los sirvientes, iban y venian asustados, sin darse razon de un accidente que todos deploraban, y cuando llegó el Cardenal, supo por los primeros, que el noble señor estaba agonizando. Espinosa se acercó á él y empezó á recitarle las oraciones que la lglesia consagra á casos semejantes; mas antes de que terminase la primera, abrió los ojos el príncipe de Éboli, exhalo un profundísimo suspiro y volvió á quedar aletargado, para no volver á respirar. Dormia ya el sueño eterno.

Antonio Perez abandonó aquella casa melancólico y desanimado: los remordimientos comenzaban á enseñorearse de su corazon. Presentóse al Rey, como se presenta el reo delante de un juez inexorable, y apenas encontró en su valor bastante fuerza para decirle:

-Todo ha concluido, Señor.

-¿Conque ha muerto ya ese buen caballero? exclamó D. Felipe.

-Acaba de espirar.

-Hágase en todo la voluntad de Dios. No olvidéis, señor Antonio Perez, que yo estimaba en mucho sus prendas, y así encomendadle en vuestras oraciones.

-Justísimo es, Señor, el sentimiento de V. A.

-Además, señor Secretario, el buen D. Ruy Gomez ha muerto por ser honrado en demasía.




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Capítulo XXVII

Nuevas locuras del príncipe D. Cárlos de Austria


Cinco años hacía que el real alcázar de Madrid cobijaba en un suntuoso recinto al nieto de la infeliz doña Juana, de aquella reina, loca de amor, que pusieron de pantalla los Comuneros para levantarse en Castilla contra el poder de su hijo don Cárlos. No emprenderémos la descripcion de aquel soberbio edificio, cuya antigüedad databa de la dominacion de los moros en la comarca, y que fué, ni mas ni menos, uno de los muchos castillos que éstos levantaron para su defensa contra las armas cristianas. El invicto Emperador lo reedificó, tan luego como, apaciguados los disturbios interiores, cuyo último bostezo consistió en la sublevacion de los agermanados de Valencia, dispuso residir en Madrid. La fortaleza sufrió una transformacion completa, convirtiéndose en cómoda y aun magnífica morada de reyes, mas no así sus alrededores, que conservaron por mucho tiempo la agreste tradicion de la defensa que hizo en ellos D. Pedro el cruel contra su hermano y competidor D. Enrique conde de Trastamara. «Las cercanías del antiguo alcázar, dice un elegante é ilustrado escritor, y aun las del moderno palacio, hasta nuestros mismos dias, presentaban por todas partes un aspecto muy indigno ciertamente de la grandeza y decoro, propios de la mansion real. Barrancos y despeñaderos á los lados Norte y Poniente; mezquinas iglesias, tapias de huertos y conventos, y apiñado y pobre caserío, que la hacian poco menos que inaccesible por los lados de Oriente y del Sur. En vano Cárlos V. y Felipe II, á costa de crecidos sacrificios, hablan adquirido considerable estension de terreno á la parte Setentrional Occidente, desde la montaña que hoy se llama del Príncipe Pio hasta el rio y Cuesta de la Vega, y mas allá la inmensa posesion de la Casa del Campo, comprado á los herederos del licenciado Francisco de Vargas; en vano emprendieron obras considerables, desmontes y plantíos en toda aquella estension, y muy especialmente en el trozo que media entro palacio y el rio, convertido en un ameno parque, que luego fué destruido injustamente, hasta que lo hemos visto reaparecer de nuevo mas brillante en el reinado actual. En vano hicieron desaparecer algunos huertos y casuchos, así como tambien el convento de san Gil y la parroquia de san Miguel de la Sagra, que estaba junto á la puerta principal del alcázar, y que se derribó y trasladó á otro sitio, con el objeto de dejar desembarazada aquella y formar la esplanada, que hoy es plaza principal de palacio: todo lo que consiguieron fué hacerle algo mas accesible por este lado, y formar aquella plaza cuadrada con un cuartelillo para la tropa, y el edificio de las Caballerizas Reales, hoy la Armería, quedando abierta por la banda Occidental, hasta que en tiempo de José Napoleon se hizo la balaustrada de piedra; que la cierra y decora. Por lo que hace á los demás frentes del alcázar, permanecieron poco mas o menos ahogados que en un principio, con barrancos, precipicios, huertos, conventos y callejuelas.»

El Príncipe D. Cárlos no habia desistido de su propósito de sorprender á la Reina á solas, pero temia al mismo tiempo que un paso imprudente llegase á irritar al Rey hasta tal punto, que lo hiciese tomar severas medidas contra un amor tan insensato. Instigado por el infatigable Baltasar Cisneros, aguardaba una ocasion oportuna para realizar su plan, que consistia á la sazon en declarar su pasion á doña Isabel, y si se veia rechado, huir secretamente á Flandes y oponer sus esfuerzos y los de aquellos tenaces confederados, que andaban sublevando toda la Europa contra D. Felipe, á las armas victoriosas del duque de Alba.

El Rey, poco satisfecho de este caudillo, cuyas bárbaras ejecuciones habian exasperado á los flamencos, haciendo resonar en todas las provincias un grito de indignacion contra el gobierno de Castilla, pensaba ya en su relevo, cuando tuvo noticia de que los moriscos de Granada, mal avenidos con las prevenciones que se les habian hecho por el marques de Mondéjar, y en virtud de representaciones del Arzobispo de aquella diócesis, para que no celebrasen en secreto los ritos de su religion, se confabulaban en reuniones clandestinas y se allegaban prosélitos de las comarcas vecinas, con ánimo, al parecer, de acudir á las armas. Esto obligó á D. Felipe á separar su atencion de los Paises-Bajos, para dedicarse á contener un levantamiento, que podria llegar á ser formidable. Aumentábase entretanto la influencia de Antonio Perez, cuyos tratos con la princesa de Éboli andaban tan secretos, que el Rey no tenia de ellos la menor sospecha luego que hubo pasado á mejor vida el honradísimo D. Ruy Gomez, estuvo á punto de cumplir la venganza de aquel fiel servidor y encerrar á doña Ana en un convento, pero las consideraciones y miramientos que queria guardar á la buena memoria de su difunto consejero, le contuvieron, contentándose con dar á entender á la Vizca, como siempre la llamaba por desprecio, que no se presentase jamás en la córte.

Hallábase el Secretario cierto dia trabajando en la estancia del Rey, cuando un gentil-hombre anunció á éste que el señor D. Juan de Austria pedia su vénia, para besarle las manos.

-Venga en buen hora mi ilustre hermano, dijo el cazador del monte de Torozos; y al ver entrar al Príncipe, añadió:

-¿Sabeis que ha terminado ya vuestro aprendizage, hermano mio, y que ocupais en el Consejo la plaza que dejó vacante el pobre Príncipe de Éboli?

-El cardenal Espinosa, hermano mio y señor, respondióle don Juan, acaba de comunicarme vuestra voluntad, y vengo á agradecérosla con el alma, y á prestar juramento de haberme en mi cargo con arreglo á lo que Dios y mi conciencia me dicten. Tambien me trae á vuestra presencia el cuidado de un despacho que el marqués de Mondéjar me envia.

-¡Ah! exclamó D. Felipe palideciendo. ¿Habrán salido los moriscos al campo?

-Lo ignoro: el despacho está cerrado y dice en la cubierta; para el Rey nuestro Señor. Sobre la cubierta habia otra, que he roto, porque en ella se leia; para el señor D. Juan de Austria.

-Dadme eso, hermano, y veamos de una vez lo que en Granada ocurre.

Don Juan entregó al Rey el despacho. El marqués de Mondéjar, capitan general de aquella parte de Andalucía, participaba á S. A., que los moriscos habian empuñado las armas, eligiendo por gefe y rey á un descendiente de los monarcas de Granada, llamado D. Fernando de Válor, jóven de veinte y cinco años, de grande esfuerzo y nobles prendas, que habia dado el grito de rebelion con el nombre de Aben Humeya, propio de su familia. Decia además, que sus fuerzas se habian ido concentrando con el mayor sigilo en las cortaduras, escabrosidades y picachos de las Alpujarras, y que allá se dirigia él con ánimo de sitiarlos, concluyendo el mensage con hacer presente al Rey, que lo dirigia al señor D. Juan de Austria, para evitar que fuese interceptado por algunos de los muchos espías, que vagaban en aquellos contornos.

-Mucho se ha descuidado el Marqués, dijo D. Felipe despues de terminar la lectura del despacho, y no tiene que trabajar poco, si ha de reducir á esos perros infieles. ¿Qué os parece, D. Juan?

-Que ha debido obrar sin perder un instante, respondió el Príncipe, á fin de no dejarles tiempo para que se organicen.

-¿Qué hubierais hecho vos?

-Ocupar toda la costa; eso evitarla que recibiesen socorros de África.

-Bien pensado, hermano mio. ¿Qué mas?

-Formar sobre la marcha un cuerpo de tropas escogidas y acometer con ellas en sus mismas guaridas á esa muchedumbre que, hasta ahora, ha de andar á la desbandada.

-Señor Antonio Perez, enviad ahora mismo al marqués de Mondéjar las instrucciones que acaba de esponer el señor D. Juan de Austria. Hacedle saber así mismo, que me responde con su cabeza de su exacto cumplimiento y que dentro de quince dias, lo mas tarde, me ha de participar la entera sumision de los rebeldes.

El Secretario estendió las órdenes, firmólas el Rey y diez minutos despues partieron para Andalucía. Aquel mismo dia ocurrió en el régio alcázar una escena, que alborotó á todos los cortesanos, seguida de otra mucho mas terrible, que solo presenció D. Felipe: ambas fueron precursoras de un gravísimo acontecimiento, que la historia nos ofrece entre sombrias contradicciones.

Convenido el Rey de que el Príncipe su hijo mantenia secretas relaciones con el señor de Santa Ildegonda, caudillo de los descontentos refugiados en Alemania y aun con el Príncipe de Orange, que intrigaba en Francia para levantar tropas, y sospechando que el cómico Cisneros era el conducto de aquella correspondencia criminal, no quiso sin embargo separar á éste del lado de D. Cárlos, por mas que el presidente Espinosa se lo aconsejaba; pero dispuso que volviese á formar parte de la servidumbre del Príncipe el gentilhombre D. Alonso de Cabrera, caballero esperimentado por su fidelidad y dotado de muchísima prudencia. Con el objeto de que el malhumorado mancebo no concibiese la menor sospecha, ni su confidente llegase á desconfiar de D. Alonso, se previno á éste que se entendiese directamente con Diego Martinez, á quien debia comunicar todos los pasos del hijo del Rey, quien estaria al corriente de ellos por medio de Antonio Perez. Tambien Diego Martinez tenia el encargo da observar á Baltasar Cisneros y de sorprender sus secretos, si podia hacerlo sin escándalo.

Pero Baltasar no era hombre que se dormia en las pajas, y aunque nada recelo del héroe de Pavía, que pódia darle quince y raya en materia de astucia y disimulo, no pudo mirar con buenos ojos que D. Alonso entrase de nuevo en el cuarto de D. Cárlos. Calculó que semejante medida ocultaba alguna celada del Rey, y en consecuencia predispuso el ánimo del Príncipe contra el gentil-hombre. Incapáz el primero de disimular sus sentimientos, y mucho menos de oponer á una emboscada oirá, se propuso echar por el atajo y desenredarse de todos los espías de D Felipe, escarmentando al principal, para que se supiese de una vez, que no consentia el ser juguete de las desconfianzas de su padre.

Estaba pues platicando con su íntimo confidente, al parecer con la mayor tranquilidad, el dia que hemos señalado, pero ambos esperaban la llegada de su celoso vigilante D. Alonso de Cabrera, cuando en efecto se presentó este á recibir órdenes. D. Cárlos se levantó al verlo, y clavando en él sus miradas centelleantes, le preguntó:

-¿Cuánto os paga el Rey porque le deis cuenta de mis acciones?

-Señor, le respondió cortado el gentil-hombre, me dirije V. A. unas palabras...

-Las que merece un infame esbirro, repuso el Príncipe exaltándose mas y mas. Id ahora mismo, y decid al Rey, que renunciáis de buen grado el honor de servirme.

-Señor, pedidme la vida, replicó D. Alonso; mas no exijáis de mi lealtad, que desobedezca los mandatos de...

-Es que la vida os pido, si no hacéis lo que os ordeno.

Don Alonso tuvo por acertado no exasperar á D. Cárlos con nuevas palabras y trató de retirarse; mas no lo dió tiempo el jóven para cumplir su deseo, sino que se adelantó hácia él, y asiéndole furiosamente por el cuello del vestido, le arrastró hácia el centro de la estancia, gritando al mismo tiempo á Cisneros:

-Abre el balcon.

El poeta que no habia imaginado que se llevasen las cosas hasta el estremo, exclamó sobrecogido:

-Señor... Señor... ¿Qué se propone hacer V. A?

-Abrelo, miserable, ó mueres á mis manos, murmuró el Príncipe, apretando los dientes y sacudiendo con el puño fuertes golpes á D. Alonso de Cabrera, que no osaba resistirse ni quejarse.

Desesperado al fin, porque su confidente no le obedecia, soltó al gentil-hombre, abrió de par en par las vidrieras del balcon y volviendo á apoderarse de su presa, la arrastró con frenesí para arrojarla al patio del alcázar. Hubiera parecido indudablemente el buen caballero, ó aplastado contra las losas ó, lo que es mas probable, de una sofocacion, producida por la vergüenza, al verse tratado de aquel modo; mas quiso su buena suerte que, cuando mas empeñado se mostraba D. Cárlos en llevar á efecto su loco y bárbaro propósito, apareciese en su cámara el cardenal Espinosa. Cisneros entonces se tuvo por perdido y huyó; pero el Príncipe, exasperado mas y mas por la presencia del Presidente, abandonó á la víctima de su ciego furor, y echando mano á la espada, eligió otra mas sabrosa para él, y acometió al primer ministro del Rey. Don Alonso, al verse libre, apelo á la fuga; el Cardenal hizo lo mismo dando voces; acudieron muchos caballeros á sosegar al Príncipe, lo cual consiguieron á fuerza de súplicas, y la noticia de que habia perdido el juicio se esparció á los cinco minutos por la régia morada.

Don Cárlos, estenuado de fatiga, cubierto de sudor y rugiendo de cólera como un leon embrabecido, se dejó caer sobre el lecho. Dos horas después, se atavió con esmero, porque habiendo visto al Rey en trage de calle atravesar la galería, en que estaba situada su habitacion, imaginó que salia del alcázar para ir á rezar, como solia hacerlo, á la iglesia de Santa María, y desde luego tuvo por propicio aquel momento para lograr la entrevista, que tanto tiempo hacía anhelaba tener con su antigua amante. Esperó pues á que D. Felipe se alejase, y cuando le pareció que ya habria bajado al patio principal, abandonó su estancia furtivamente y se dirigió á la cámara de la Reina.

Hallábase esta ocupada en regar unos magníficos tiestos de flores, que adornaban su balcon y que habia recibido de París, cuando el ruido de los pasos del Príncipe, que se adelantaba sin anunciarse la distrajo, y creyendo que fuese el Rey, cerró el balcon y se volvió para salir al encuentro. Al reconocer á D. Cárlos, se detuvo, en medio de la cámara; una espesa nube cubrió sus ojos, tiñéronse sus mejillas de púrpura y empezó á temblar. El Príncipe se acercó á ella con resolucion, la contempló extasiado y devorándola con sus miradas, pudo al fin creer que, estándo á su lado, había conseguido su mayor ventura. Después, como si la terrible realidad se presentase á su imaginacion con los sombríos colores de la desgracia, desvió sus ojos inflamados del bellísimo rostro de doña Isabel, y fijándolos en el suelo, esclamó tristemente:

-Héme aquí ya, señora, tiempo era de que mi coraron estallase en quejas pero no; perdonadme, reina de Castilla, augusta esposa de D. Felipe de Austria: soy un insensato al hablaros así; mas... ¿sabéis los dolores que he devorado por vuestro olvido? Tan infame, tan vil me habéis juzgado, señora, para imaginaros que habia de aceptar con júbilo esta amarga suerte, á que me condenasteis? ¡Ah! Ni una palabra de consuelo habeis tenido para mí; ni una lágrima habéis derramado, al hundir un puñal en mi pecho. Jurasteis eterno amor á un niño, porque tambien érais niña entonces; pero la ambicion de reinar os acosó despues, y preferisteis la mano del Rey á la del Príncipe. ¿Qué decis á esto, señora? ¿No es verdad que debo conformarme, padecer en silencio y morir, porque se os antojó jugar con mi corazon? ¡Y todo sin devolverme mi palabra! ¡Sin darme cuenta de las tramas que se urdieron para arrebatarme la felicidad, y para hundirme en la desesperacion! ¡Haciéndoos cómplice de mis encarnizados enemigos!

La Reina, mas muerta, que viva, habia escuchado casi maquinalmente el primer arranque de las reconvericiones de D. Cárlos. A medida que este hablaba iban desapareciendo las rosas de su rostro, y antes de que concluyese, le cubria una mortal palidez. Pero al mismo tiempo sostenia sus fuerzas el temor de que los arrebatos del Príncipe la comprometiesen con un escándalo, y no quería tampoco que él la acusase injustamente de haber renunciado á su cariño, sin comunicarle las poderosas razones, en que se habia fundado el difunto Rey Enrique para concerniar su union con don Felipe. Figuróse pues inocentemente, que una esplicacion calmaria las iras reconcentradas del desesperado mancebo, y que convirtiéndose de acusada en acusadora, podria evitar una desagradable escena, cuyos resultados no eras fáciles de prever, si de ella se enteraba la corte. Estas reflexiones la animaron, y persuadida de que D. Cárlos iba á proseguir abrumándola con sus sarcasmos, le dijo:

-Antes de contestaros, necesito que lo hagais vos, Príncipe D. Cárlos, á la pregunta que voy á dirigiros.

-Hablad, señora, murmuró el jóven algo desconcertado con tan inesperada salida.

-Decidme si sabe el Rey que estais en mi cámara.

-No he solicitado de Su Alteza ese favor; he venido á veros, porque... porque, señora, no he podido resistir mas... porque es imposible que me acostumbre á vuestro olvido.

-Dejad á un lado mi olvido, si os place, y oidme ahora.

-¿Qué alegareis en vuestra defensa?

-Nada como Reina, príncipe D. Cárlos: tenedlo así entendido: como muger, mucho.

-Bien se os alcanza, señora, que no he tratado de buscar á la Reina, sino á la muger que me amó en otro tiempo.

-No os acordeis de ella, yo os lo ruego, ya que no existe, ya que no puede existir para vos: aquí solo está la reina de Castilla. La Reina pues os declara, para satisfaceros, para que no acuseis desde hoy á la que fué princesa de Francia, que ya os hizo saber en su tiempo las variaciones que introdujeron vuestro padre y el suyo en el tratado de Chaeau-Cambresis, por mediacion del duque de Alba; que la Princesa os escribió devolviéndoos vuestra palabra, y vuestros empeños, porque se la hizo ver que su negativa iba á encender de nuevo la guerra entre...

-¡Ah! gritó el Príncipe frenéticamente. ¡Os engañaron! ¡Fuísteis sacrificada!

-Silencio, silencio, reposo doña Isabel de Valois con viveza; acordaos de que soy la esposa del Rey.

-¡Inicuos! ¡Malvados! repetia D. Cárlos con furor.¡Por qué no maté al duque de Alba la víspera de su marcha á Flandes!

-¿Queréis perderme? esclamó la Reina asustada.

-¡Ah! No... no... callaré: oiga yo de vuestros lábios las tramas de esos perversos descubridmelo todo, todo... y tal vez...

-No alimenteis quiméricas esperanzas. No hubo mas tramas que las razones que os espuse en mis cartas.

-Pero esas cartas... esos avisos vuestros... ¿á qué manos traidoras fueron á parar?

-¡Don Cárlos! ¿Suponeis acaso...?

-Señora, juro por el cielo, que nunca recibí letra vuestra, en que me anunciaseis mi cruel desventura; pero que mi confidente Baltasar Cisneros, fué el primero que me comunicó la fatal noticia de vuestras bodas, mucho después que estaban concertadas.

-Luego se interceptaron las cartas que os escribí...

-¿A quién las entregasteis?

-A D. Fernando Alvarez de Toledo.

-Y D. Fernando Alvarez de Toledo las enviaría al Rey. ¡Ah, duque de Alba! ¡Qué nécio fui dejándote escapar con vida de mis manos! Mas llegará la ocasion de que pueda vengarme de los perfidias.

-Tranquilizaos por Dios, Príncipe, y haceos cargo de que el duque debió obrar así, en cumplimiento de sus deberes.

-Doña Isabel... Doña Isabel... me estais asesinando.¡Sus deberes, decis! Pero teneis razon; olvidemos eso, ya que no me ha traido á vuestra presencia el afan de descubrir las vilezas de los consejeros del Rey. Me habeis asegurado que cedisteis porque os hicieron creer que, si no dabais la mano á D. Felipe, estallaria la guerra entre Francia y España. ¿No es verdad?

-Sí: eso me repitieron mil veces.

-¿Conque no hubo mudanza en vuestros sentimientos?

-¡Qué me preguntais!

-¡Oh! respondedme, sí no quereis que condene mi alma.

-Dejadme, Príncipe... dejadme por Dios.

-No; no os, dejaré, no saldré de aquí, no me separaré de vuestro lado, porque vos. me amábais, porque siempre me amásteis, porque todavía, me amais y me amareis siempre, á despecho del Rey y del mundo entero.

-¡Don Cárlos!...¡Don Cárlos!... Ved que estais loco, que no sabéis lo que decis... Si alguno llegase, por desgracia á escuchar vuestras razones, os costarian la vida, y á mí...

-¿Qué me importa la vida, cuando la juego por vuestro amor?

-¡Mi amor! ¿Puedo acaso disponer de él? Retiraos, Príncipe, y olvidadme.

-¡Olvidaros! En vano lo esperaríais. ¡Retirarme!!Oh! Lo haré al punto, doña Isabel, os obedeceré sin murmurar, si, me confesais que he leido fielmente en vuestro corazon, si consentis en ser lo que fué en mas felices dias la princesa de Francia, mi adorada amiga, mi amante...

-¡Vuestra amante!... ¡La esposa del rey de Castilla! ¡La esposa de vuestro padre! Nunca... nunca...

Don Cárlos habia hincado una rodilla en tierra, y sobrecogida la Reina se inclinaba hacia él para hacerte levantar, cuando moviéndose la cortina, que cubria la puerta de comunicacion entre la estancia de doña Isabel y la cámara del Rey, dejó ver la cabeza y parte del perfil severo de D. Felipe. Al mismo tiempo esclamaba el Príncipe.

-Me habeis dicho que os sacrificaron... que os vendieron... y eso significa que me amais, que sois desgraciada. Pues bien: yo os devolveré la felicidad, y vengaré vuestras ofensas y las traiciones que me han hecho. Escuchadme...

-Alzad Príncipe, alzad, le dijo la Reina con acento entrecortado por los sollozos.

-Escuchadme primero... he jurado dos cosas;:matar al duque de Alba y que seais mia.

No bien hubo pronunciado el Príncipe estas palabras, cuando la cortina se agitó con violencia: un momento despues desapareció el Rey, y doña Isabel y D. Cárlos oyeron el ruido de la puerta de comunicacion, que se cerraba con estrépito.

-Huid, huid, ó soy perdida, esclamó la primera.

-Nada temais mientras yo respire, murmuró el Príncipe levantándose y dirigiendo iracundas miradas hácia el aposento del Rey: llamadme en vuestra ayuda si os persiguen, y vereis entonces cuánto os ama este corazón que habeis desgarrado.

Conociendo sin embargo que era ya hora de que el Rey hubiese vuelto, y que doña Isabel se- encontraria en apurado trance si llegaba á sorprenderle en su estancia, accedió á sus ruegos y se retiró, no sin jurar de nuevo, que eternamente la amaria y que en cuanto volviese de Bruselas el duque de Alba, pereceria á sus manos.

La Reina habia esclamado: «huid, ó soy perdida;» pero ya era demasiado tarde, pues en efecto se habia decidido su suerte, y aquella puerta de comunicacion entre los régios consorte, que acababa de cerrarse con estrépito, no debia ya volver á abrirse para dar paso al irritado monarca. Este encerró en su pecho aquella entrevista, tan fatal para su esposa y para el imprudente jóven que la habia provocado, devorando con amargura una afrenta que no le era permitido vengar, sin poner en descubierto su decoro y sin desentenderse de los mas dulces afectos de la naturaleza y de la sangre. Pero el Rey supo aquella misma noche el peligro en que habia estado D. Alonso de Cabrera de morir á manos del Príncipe, y el desacato cometido por el mismo contra el presidente Espinosa, y se resolvió á contener sus imprudencias con una correccion rigurosa, afirmándose mas y mas en su determinacion, por la noticia que tuvo al siguiente dia de los insultos y mortificaciones, que el desalentado D. Cárlos habia hecho sufrir al duque de Alba. Antonio Perez fué quien le informó de esto último, asegurándole al mismo tiempo, con relacion á informes de Diego Martinez, que el proyecto de fugarse el Príncipe á Flandes, para ponerse al frente de los rebeldes, era asunto convenido entre él y su protegido Baltasar Cisneros, en caso de que saliesen fallidas en la corte ciertas esperanzas, de las cuales añadió el Secretario con mucha previsión y prudencia no le habia sido posible adquirir el menor conocimiento. D. Felipe adivinó aquellas esperanzas y se alegró de la ignorancia de Antonio Perez, á quien de seguro nunca hubiera perdonado, si hubiese podido persuadírse de que no era para él un secreto la insensata pasion de su hijo. El primer resultado de las cavilaciones del Rey fué la prision del cómico Cisneros, que fué encerrado, antes de que lograse dar aviso de su desgracia á D. Cárlos, en un oscuro calabozo del Santo Oficio. Antonio Perez redactó también una estensa Memoria o Relacion espositiva de todos los desafueros del Príncipe contra la autoridad del Rey, en la cual figuraban sus inteligencias con el príncipe de Orange, con su hermano Luis, conde de Nassau y otros caudillos rebeldes, la indignacion con que censuraba todos los actos del gobierno de su padre, escitando con sus palabras á la desobediencia y la traicion, el mal trato que daba á los mas leales servidores y magnates de la corte y las disposiciones que de acuerdo con Baltasar Cisneros, su espía y confidente, bien conocido por su adhesion á la doctrina de la religion protestante, habia tomado para escaparse á Gante, con ánimo de capitanear á los enemigos de Castilla y oponerse á los progresos de las armas españolas.

¿Inspiró al Rey un espiritu de misteriosa venganza, cuando dictaba al Secretario con cruel severidad los delitos de D. Cárlos? La historia no nos lo revela, y los detractores de D. Felipe no temen asegurar que quiso castigar en su hijo el amor que este tenia á la Reina. ¿En qué datos fundan tan terrible acusacion? No existe uno solo, porque ni el Rey lo dejó consignado, ni descubrió jamás a nadie lo que sabia acerca de tan doloroso secreto. Pero se añade que la pasion del Príncipe no era un arcano, que en la corte se hablaba de ella; y á eso responderemos que, si se hablaba, debia ser en voz tan baja, que los murmuradores mas osados no se atreverian á repetir las palabras que oyesen sobre tan espinoso asunto, al paso que las opiniones de los hombres mas graves de aquella corte austera eran unánimes, cuando condenaban la conducta política y religiosa del heredero de la corona de España. Bien se nos alcanza que D. Felipe, como hombre, estaba sujeto a las humanas flaquezas; mas también estamos seguros de que nadie puede tenerle por hombre vulgar, y de que los aficionados á la historia y al exámen de verídicos documentos, que ella muchas veces mira con desden, saben que como Rey, fué muy superior á esas mismas flaquezas, que vivió largos años en lucha contra sus naturales sentimientos, y que esclavo de la política que habia adoptado, todo lo sacrificó en sus aras. Los hombres pensadores han convenido en que fué un gran monarca; solo aquellos que siempre corren en pos de lo maravilloso le acusan de haber envenenado á su hijo y á su esposa. Pero no adelantemos los sucesos.

La Memoria del Rey pasó al Consejo, y en este anduvieron divididos los pareceres sobre lo que debia hacerse, por cuanto se trataba de un caso tan escepcional, como el de formar proceso al heredero del trono. No estaba, segun unos, la monarquía en circunstancias tales, que pudiese ofrecer sin peligro á la Europa, casi en su totalidad coligada contra ella, el espectáculo de una causa, que no dejaria de alimentar las esperanzas de los enemigos de Castilla, al ver que en su misma corte acaudillaba el Príncipe á un partido favorable á la reforma religiosa: pero el cardenal Espinosa, olvidando su acostumbrada prudencia, acusó de tibios á los consejeros, que no secundaban los pensamientos de D. Felipe, que habia hecho voto de desterrar para siempre la heregía de sus dominios; hizo ver que las demasías de D. Cárlos habian transpirado hasta el público, y que si se dejaban impunes, iba á relajarse la obediencia debida á la autoridad real, despreciada precisamente por el mismo que mas debia acatarla y sostenerla, por último, se esforzó en probar el principio de que el ejemplo de los príncipes es el regulador de la conducta de los pueblos, por lo que no sería estraño que estos, al abrigo de la traicion del hijo del Rey, intentasen renovar las conmociones que agitaron á Castilla y á Valencia durante el reinado de Cárlos V, ó quisiesen, como los moriscos de Granada, complicar, con nuevas rebeliones, la situacion en que se hallaba el gobierno respecto á las naciones estrangeras. Aquel celoso prelado que no habia tenido aun bastante tiempo para olvidar la brusca acometida del Príncipe, ó á quien cegaba acaso un fanatismo religioso, que hizo sombra á sus altas prendas como ministro, arrastró con su elocuencia la votacion del Consejo, y este acordó en su consulta, que se sometiesen así la Memoria del Rey, como la carta que ocasionó la muerte de Montigny, con las declaraciones forjadas por Juan de Vargas y otros documentos secretos, que probaban la culpabilidad de D. Cárlos en materias religiosas, al santo Tribunal de la Suprema Inquisicion.

Enterado D. Felipe de la opinion del Consejo, dispuso que este se la pasase por escrito, pues queria elevarla al conocimiento del Papa, antes de proceder á nada, que pudiese redundar en perjuicio de los grandes intéreses que le estaban encomendados. Al mismo tiempo encargó muy particularmente á D. Alvaro de Sande, uno de los pocos servidores del Rey á quienes D. Cárlos miraba sin marcada aversion, que procurase persuadir á este de sus errores, aconsejándole que mudase de vida y pidiese perdon á su padre de las faltas pasadas, único medio de reconciliacion que podia destruir todos los acuerdos tomados hasta entonces. D. Alvaro aceptó gustoso el papel de negociador, pero tuvo el desconsuelo de declarar á D. Felipe, que el Príncipe se negaba obstinadamente á humillarse, jurando que, por el contrario, se le habian hecho ofensas mortales, que jamás perdonaria.



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