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Capítulo XXXIII

Una vida á cara ó cruz y muerte por Auto de Fé


Despues de la pérdida de su hijo, tuvo que lamentar D. Felipe la de su esposa y la de su hermano. Doña Isabel de Valois bajó al sepulcro, con el pesar de que D. Felipe la creyese culpable, con el remordimiento de haber causado, aunque involuntariamente, la muerte del príncipe D. Cárlos.

Hemos dejado á D. Juan de Austria en una situacion dificilísima respecto á los Estados de Flandes. Su osado competidor, el Príncipe de Orange, no habia cesado de sacar partido del inconcebible abandono en que el gobierno de Madrid tenia al héroe de Lepanto, y procuró estrechar alianzas, que debian poner en grande apuro al Rey de Castilla. Enrique III, sucesor de Cárlos IX en el trono de Francia, tenia demasiado á que atender en su reino, para mezclarse directamente en los embrollados negocios de los Paises-Bajos; pero habiendo sido solicitado por el de Orange, permitió que su hermano, el duque de Anjou, entablase negociaciones con las provincias confederales, y en efecto se estipuló un tratado, bajo la condicion de que todo el territorio comprendido desde la orilla del Meusa hácia la parte de Francia, seria para el Duque.

Anhelando los Estados estender mas y mas sus alianzas, invitaron con el mismo objeto á la Reina de Inglaterra, que les envió sin tardanza poderosos auxilios en armas y dinero; pero temiendo el enojo de D. Felipe, procuró engañar á éste, por medio de un embajador, que partió de Londres para asegurarle, que su única intencion era impedir la union de aquellas desesperadas provincias á otra potencia. El Rey de España era mas diplomático que todos sus enemigos; conoció el golpe que le amagaba, y sin embargo no se dió por resentido, á pesar de la pérfida intervencion de Isabel de Inglaterra en asuntos que no correspondian á su gobierno. Resuelto con todo á obrar con decision, y creyendo tener graves motivos para desconfiar de su hermano, hizo que pasase á Flandes un respetable refuerzo de tropas; mandadas por el príncipe de Parma, Alejandro Farnesio, para que unido al ejército de D. Juan, atacasen con vigor á los rebeldes. De tan sábia combinacion resultaron la sangrienta batalla de Gemblurs y la rendicion á las armas españolas de las plazas de Lovaina, Nivelle, Sichem y casi todas las demas del Hainanlt y del Brabante. Enardecido con estas victorias, avanzó D. Juan de Austria contra el rebelde conde de Bossut, que habia reunido y atrincherado ventajosamente en las orillas del Demer las reliquias de su ejécito, destrozado en los campos de Gemblurs. Desgraciadamente para el Príncipe, acababan de llegar al Conde los refuerzos de Inglaterra y los de muchos destacamentos flamencos que le enviaba el de Orange, y se propuso contener los progresos de su enemigo. D. Juan, que solo consultaba con su valor en las grandes empresas, le atacó desesperadamente, empeñándose en forzar las líneas formidables que tenia al frente, contra la opinion de Alejandro Farnesio, pero fué rechazado tres veces con gran pérdida de hombres, y combatida ya de noche su retaguarda por otro cuerpo de los Estados, que se presentó inopinadamente en el lugar de la pelea, no tuvo mas remedio que emprender la retirada, y guarecerse al abrigo de la fortaleza de Namur.

Desde allí escribió de nuevo á España pidiendo auxilios y la vuelta de su secretario Escovedo; pero nada alcanzó su terquedad, sino disgustar mas y mas al Rey. Entonces se desarrollaron en él los padecimientos que hacia tiempo le aquejaban, y falleció de sus resultas en su campamento, cuando aun no habia cumplido treinta y dos años.

Tambien se ha atribuido esta muerte al rey D. Felipe, suponiéndose por algunos poco escrupulosos escritores, que dispuso envenenar á su hermano, porque temia su ambicion y los resultados que podia producir su proyectado matrimonio con María Estuardo de Escocia. No era el soberano de Castilla tan ignorante ni tan poco cuidadoso de los intereses de su autoridad y de sus Estados, quer fuese á com prometerlos con una venganza qué, despues de relevar á D. Juan por el príncipe de Parma, hubiera podido tomar con mas seguridad y sosiego.

Mientras estas cosas acontecian en los Paises-Bajos, no dejaban de ocurrir en la córte novedades. El Rey, como sabemos, habia dado á Antonio Perez el encargo de matar á Escovedo, y el Secretario, después de profundas reflexiones, convino al fin consigo mismo en que, mas provechosa era para él aquella muerte que para nadie, pues así quedarla cerrada para siempre la boca que pudiera divulgar el secreto de sus amores. Determinó pues llevar á efecto la orden de D. Felipe, y conociendo que el único hombre de confianza de quien pódia valerse, era Diego Martinez, consultó con él el caso. El soldado, sabiendo que el Rey lo habia dispuesto, ofreció al Secretario unos polvos que, echados en vino producian una muerte lenta, y efectivamente fue á pedirlos á un boticario, íntimo amigo suyo, que acababa da llegar de Molina de Aragon.

Antonio Perez, á quien Escovedo acababa de pasar aviso, previniéndole que podia enviarle el despacho prometido, pues pensaba salir muy pronto de la córte para ganar la frontera, pasó á verlo y lo invitó á comer en su propia casa para el siguiente dia, aconsejándole que no se diese tanta pena para emprender su viage, por cuanto estaba él trabajando á fin de que todo lo de Flandes quedase arreglado del mejor modo posible. Escovedo nada sospechó; antes bien satisfecho y agradecido á los favores del Secretario, ofreció acompañarle en su mesa, para gozar por mas tiempo de su compañía y trato.

La tentativa de Antonio Perez salió mal, porque los polvos no produjeron las consecuencias que esperaba; pero dos dias despues del convite se sintió muy malo Escovedo, aunque sin caer en la cuenta de lo que podia ser, hasta que llamando á su médico, declaró éste que se hallaba envenenado. No tardó sin embargo en arrojar el tósigo en muy pocas horas, quedando enteramente aliviado de los dolores que habia sentido, y recayendo las sospechas del crímen en su esclava María del Rosario, la prendieron por hechicera envenenadora, encerrándola en la Inquisicion.

En vista de haberse desgraciado el intento, llamó Antonio Perez á Diegó Martinez y le preguntó:

-¿Estas decidido á ganar el título de alferez y una gratificacion tan pingüe, que te permita vivir con holgura?

-Ya es mia, Señor Secretario; hablo de la gratificacion, porque el título de alferez se me debe de justicia, por mis servicios anteriores, le contestó el veterano con arrogancia.

-Lo tendrás; fia en mi palabra y esplicame tu pensamiento.

-Es muy sencillo: ya que el señor Juan Escovedo, tiene el alma tan dura, que se resiste á los polvos de mi boticario, será preciso sacarla de su cuerpo, abriendo en él un buen portillo.

-¿Has imaginado el medio?

-El que acabáis de oir; no conozco otro mas seguro.

-Lo que me impoda saber, es el nombre del que ha de dar el golpe.

-Escuchadme; en primer término, cuento con el amigo Bastian, á quien conocisteis cierto dia en la cámara del Rey, y que es capaz de presentarse delante de vos, para haceros jurar en conciencia que nunca lo habeis visto.

-En efecto; no se me ha olvidado la carta del Príncipe de Éboli, en que me hablaba de Juan de Mesa, como hombre aproposito para desembarazarse de un estorbo.

-Eso es; y el señor Juan Escovedo nos estorba á todos; al Rey, porque aconseja mal al señor D. Juan de Austria, á vos, porque se toma demasiado interés en la honra de mi señora doña Ana de Mendoza; y á mi, porque os estorba á vos, y á Juan de Mesa, porque me estorba á mí.

-Es decir, que Juan de Mesa hará con el señor Juan Escovedo lo que hizo con el Secretario del duque de Alba.

-Tengo además otros dos pillanes de pecho empedrado y mano lista.

-¿Cómo se llaman?

-Bueno es que lo sepáis, porque habrá que darles recompensa. Miguel del Bosque antiguo criado de doña Magdalena de Ullloa en el alcázar de Villagarcía, merece mi confianza y la de Juan de Mesa; por otra parte, un tal Insausti, mozo timorato si los hay, y siempre dispuesto á comerse los santos de todas las parroquias de la córte, ha obtenido la aprohacion de Miguel, por aquello de que donde pone el ojo, clava la punta del puñal.

-Hágase todo con secreto, y ofrece á esos bribones lo que te parezca.

-Así conviene; es preciso contentarlos para que no tiemblen cuando llegue el caso. Por lo demás, vivid tranquilo; que muy brujo ha de ser el señor Juan Escovedo, si logra escapar con vida de cuatro diablos como nosotros.

-Miradlo bien priniero; no sea que os enredeis al tiempo de ejecutar esa muerte, por precipitaros todos.

-No lo temais: la cosa debe hacerse uno á uno; de modo que si hasta el primer golpe, no se descargarán los otros tres.

-¿Cuándo tendrá lugar esa escena?

-Hoy es sábado santo: el lunes de Pascua.

-¡Pasado mañana!... No me parece mal. Mañana temprano saldré yo para Alcalá con permiso del Rey, y allí estaré tres dias. Harás de modo que yo sepa lo ocurrido.

-El pícaro de cocina Juan Rubio os llevará la nueva.

-¡Qué estás diciendo! Secreto de tal importancia no es para fiarlo á ese hombre.

-¡Bah! ¿Se os figura señor Antonio Perez, que acabo de nacer? Juan Rubio irá á deciros de mi parte, que se me han acabado los dineros que me entregasteis para el gasto, y vos, entenderéis lo demás.

-¿Entenderé que ha desaparecido el estorbo?

-Sí por cierto; pero si añade Rubio, que mi prima Beatriz trata de presentar un memorial al Rey, vendréis volando á favorecernos porque eso significará que alguno de los cuatro campeones ha caido en poder de la justicia.

-¿Y quién me enviará á Juan Rubio, si eres tú el preso?

-¿Qué os importa? El irá.

-Es que no quiero que se trasluzca la menor sospecha.

-Mas no podeis impedir que mi prima recurra á vuestra proteccion, cuando sepa que me han echado el guante, suponiéndome autor de un asesinato.

-Es verdad, y al punto vendré á ampararte. Con todo, toma bien tus medidas...

-¿A quién se lo decís? ¿Creéis que nos acomode andar en juegos con la gente de pluma de vuestros tribunales?

-Mal negocio tendríamos entre manos, aunque al cabo salieseis con bien del aprieto.

-Os aseguro, señor Antonio Perez, que no me agradaria hacer conocimiento con maese Diego Ruiz, porque necesito conservar mi respiracion libre y espedita.

Aquí terminó el diálogo del Secretario del Rey con su confidente. Este, á fin de no perder tiempo, se dirigió á la hostería de Juan de Mesa, y no habiendo encontrado en ella al villano, supuso que habria salido á avisar á sus amigos Insausti y Miguel del Bosque, con arreglo á ciertas instrucciones anteriores que él mismo le habia dado. Esperó pues su vuelta, para que todo quedase convenido entre ellos, y á fin de calmar la impaciencia que le acosaba, trabó conversacion con la moza de la hostería, que era sin duda la mas despierta de todo el contorno. Ella no se hizo de rogar, porque conocia al soldado, y además porque rabiaba por dar rienda suelta á la sin hueso; así pues, no bien nuestro aventurero mostró deseos de saber lo que acontecia por el barrio, cuando la villana esclamó, dándose mucha importancia:

-Por ventura ¿no vive en la córte el señor Diego? ¿O tendrémos que enterarle de la gran fiesta que se prepara para el lúnes?

-¡Para el lunes! dijo el veterano; nada he oido decir.

-¿Conque no? repuso la moza animándose. Pues gracias á la tia Brígida, que me ha traido la noticía, puedo contentar su curiosidad, á fin de que no pierda la funcion.

-¿Pero qué funcion es esa?

-Ahí que no peco; señor Diego Martinez. ¿Qué funcion ha de ser, sino la que nos vá á dar la Santa Inquisicion?

-¡Hola!... ¿Procesion tenemos?

-Y procesion con coraza. ¿No habeís oido hablar del Auto de Fé?

-No... ¿qué es ello? Brasero, ó simplemente ceremonia?

-Brasero, brasero y un buen dia para los cristianos. ¿Habeis llegado á entender la historia del envenenamiento de un tal... Se me ha olvidado el nornhre, pero diz que es amigo ó hechura del señor D. Juan de Austria... Aguardad... se llama... Escudero... una cosa por el estilo... ¡Ah! Ya caigo... Escovedo. Pues señor, tenia en su casa una maldita esclava, y esta esclava, á pesar de su benditísimo nombre del Rosario, le ha dado hechizos y venenos, de modo, que el hombre no ha muerto por un milagro de nuestra Señora de Almudena, á la que ya habia encomendado su alma. Maria del Rosario ha ido á parar al Santo Oficio, y segun asegura la tia Brígida, esta noche sufrirá el tormento, y pasado mañana la quemaran viva, sin que le valgan sus sortilegios y hechicerías.

Diego Martinez no quiso escuchar mas: si la relacion de la moza era cierta ¡de cuánto tenia que acusarse y arrepentirse! Entró en el aposento de Juan de Mesa con los cabellos erizados, y sintió en su corazon un dolor tan agudo, que estuvo á punto de prorumpir en gritos. Serenóse por fin, á fuerza de reffecsionar, y convencido de que sus remordimientos en nada aliviarian la mala suerte de Maria del Rosario, los ahogó como pudo, recordando que la muerte de Escovedo iba á hacerle feliz, y que por lo mismo debia consagrar á ella toda su inteligencia y astucia. La presencia de Juan de Mesa, que acababa de llegar con Miguel del Busque é Insausti, dio el golpe de gracia á sus escrúpulos, reconciliándole consigo mismo.

Tan pronto cómo aquellos tres tunantes entraron, cerró Diego silenciosamente la puerta de la habitacion y les dijo;

-Me parece que es escusado hablar de lo que tenemos que hacer; así pues, tratemos del mejor medio de despachar cuanto antes el asunto.

-Juan nos ha asegurado que se trata de un golpe seguro, y que ese golpe se pagará bien, murmuró Miguel del Bosque.

-Yo lo fio, repuso el veterano.

-Con eso está dicho todo, añadió Insausti, y por mi parte solo deseo que se me diga, si ha de hacerse la cosa con ballestilla, pistolete ó estoque.

-Con estoque, respondió Diego; cada cual llevará el suyo.

-¡Para uno cuatro! Si nos prenden, merecemos que nos ahorquen.

-No; es pura precaucion, para que la víctima sucumba; estaremos apostados de trecho en trecho, del modo que os daré á conocer, y cuando el que debe morir se acerque al primero...

-Está entendido.

-Si el primero le yerra, acudirá el segundo y despues por órden los otros dos.

-Una duda me ocurre, replicó Juan de Mesa, y es de la mayor importancia.

-Oigámosla, le contestó Diego.

-Es preciso señalar los puestos que debemos tener. El último es el mas ventajoso de todos, y el peligro en este caso ha de repartirse con arreglo á justicia, para que no haya queja.

-Tu observacion viene de molde, amigo Bastian, y así ¿qué os parece que hagamos?

-Yo me pondré el primero, si es menester, dijo Insausti.

-No, no, refunfuño Miguel del Bosque; echemos suertes y así nos conformarémos con la que el cielo nos depare.

-Bien pensado, esclamó Juan de Mesa. ¿A qué suerte jugamos nuestros puestos?

-A cara ó cruz, respondió el Veterano.

-¡Viva Diego Martinez! gritaron todos: á cara ó cruz... á cara o cruz...

-Silencio, que las paredes oyen, dijo el soldado, y la moza de esta hostería es mas curiosa y bachillera que todos los doctores de Salamanca. Juguemos el negocio á cara ó cruz, ya que aprobáis mi parecer, pero estadme atentos: el primero que acierte, será el primero que acometa á nuestro hombre; el segundo se echará sobre él, si no ha caido, y lo mismo harán los otros, cuidando ademas de guardar las espaldas á sus compañeros.

Y sacando una moneda de plata, que por un lado ostentaba las armas de Castilla y por el otro el busto del rey D. Felipe, hízola bailar y dar vueltas en el hueco de su mano cerrada y arrojándola en alto, preguntó á Insausti.

-¿Cara ó cruz?

-Cruz, contestó aquel sin vacilar y clavando sus ojos de basilisco en la moneda, que despues de haber dado contra el techo, bajaba con rapidez á posarse sobre la mesa, que ocupaba el centro de la habitacion. Los cuatro corrieron hacia ella, y un rayo de satisfaccion iluminó las feroces facciones de Insausti. Tenia motivo para mostrarse reconocido á la suerte, porque la moneda presentaba á vista el escudo de castillos y leones.

Repitióse la operacion y tocó el segundo lugar á Miguel Bosque, el tercero á Juan de Mesa y el cuarto á Diego Martinez.

Distribuidos ya los papeles, que aquellos hombres honrados debian desempeñar en el drama preparado por D. Felipe y por Antonio Perez, resolvieron beber á la salud de la alta persona, que habia tenido tan dichosísima ocurrencia, para que ellos pudiesen ganar algunos cientos de ducados ó tal vez alguna otra cosa mejor. No volvió á hablarse entre ellos del asunto, porque el veterano abrió la puerta y llamando al hosterero, le ordenó que se diese trazas de refrescar sus gargantas. Bebieron pues largo y tendido hasta que cerró la noche, y entonces se dirigieron, platicando alegremente de los públicos acontecimientos del dia, hácia la plazuela de Santiago, perdiéronse en el laberinto de callejuelas, que en ella desembocaban, y por fin se detuvieron no lejos de una esquina, en la cual habia un farol.

Diego Martinez señaló á sus amigos el sitio, previniéndoles que, no lo olvidasen, pues á él habian de acudir el lúnes por la noche: mas habiéndole espuesto Juan de Mesa lo muy arriesgado que se presentaba el lance, por cuanto la luz del farol podria descubrirlos fácilmente, replicóle el soldado, al mismo tiempo que apuntaba con la mano hacia una esquina que se veía á su derecha:

-Sé muy bien lo que dispongo señor Bastian: este sitio alumbrado está mas solo, que otros muchos de la córte que vemos á oscuras.

Y dirigiéndose á los demás añadió:

-Os digo que por allí viene todas las noches, y que aquí se ha de hacer el negocio.

Dicho esto, se retiraron los cuatro, citándose para el lúnes de Pascua por la noche.

Las diez de la mañana serian del Domingo, cuando de un imponente y majestuoso edificio, situado precisamente en el mismo sitio, que hoy ocupa la casa número 4 de la que fué calle de la Inquisición y se llamó luego de Maria Cristina, salia un lúgubre cor-tejo. En la fachada de aquel edificio se leía este terrible lema: Exurge Domine, et judica causam tuam. La puerta principal estaba abierta y por ella desfilaba, dirigíéndose hácia el centro de la villa, una procesion de PP. Dominicos con velas verdes encendidas. Iban, en dos hileras y entre ellas llevaba un sacerdote el magnífico estandarte de El Cristo de la agonía, que únicamente se sacaba del convento de Santo Tomas en las grandes solemnidades. Detras de la preciosa imágen del Salvador marchaban gravemente seis Inquisidores con velas amarillas, que exortaban á una muger para que confesase sus culpas, amenazándola con las llamas del Infierno, si persistia en su obcecacion é impenitencia. Pero aquella pobre, muger no oia sus crueles amonestaciones: era una jóven de diez y ocho años tostada por el sol africano, de cútis tan terso y lustroso como el ébano, de esbelto talle y hermosísimos ojos, que se fijaban con sobresalto en la silenciosa multitud, que presenciaba con respeto y reverencia tan imponente espectáculo. Parecia como alelada, y seguia maquinalmente el impulso de los vigorosos brazos de dos esbirros que la llevaban; asemejábase á un cadáver, al cual se obligase a caminar por su pie hacia su tumba. El tormento que acababa de sufrir en la sala de torturas del Santo Oficio habia quebrantado sus huesos; y nada veía, nada escuchaba mas que los agudos, dolores que trastornaban su razon, impidiéndole el natural y consolador desahogo de la queja. Seguia á la joven otro grupo de Inquisidores haciendo corte al Inquisidor Mayor, gefe de la Suprema, y cerraban la comitiva los familiares del Santo tribunal. No bien llegaron estos últimos á la calle, cuando la puerta de la Inquisicion se cerró con estrépito y un piquete de mosqueteros del Rey, que se hallaba apostado junto á ella, echó á andar detras del triste acompañamiento.

La moza de la hostería en que moraba Juan de Mesa no se habia informado con esactitud del dia en que habia de celebrarse el Auto de Fé: dijo á Diego Martinez, con referencia á su vecina la tia Brígida, que se preparaba para el lúnes, pero se equivocó de medio á medio, porque el tribunal misterioso dispuso que fuese el Domingo de Pascua, con el objeto de dar mas aparato y grandeza al horrible alarde de su venganza. Avisados los PP. Dominicos de Santo Tomas, pasaron al Santo Oficio con el estandarte que representaba enclavado en la Cruz al Dios de las misericordias, en cuyo nombre iba á consumarse una iniquidad, y desde allí volvian á su convento procesional mente, acompañando á la infeliz María del Rosario, á la inocente esclava de Juan Escovedo, sentenciada por hechicera y envenenadora á ser quemada viva.

Dos horas tardó la procesion en llegar á Santo Tomas: allí tuvo que resignarse la supuesta criminal á pasar por un nuevo martirio; desnudáronla públicamente y la ataviaron con la túnica y la coroza sembrada de llamas de los réprobos. Mas ¿qué era aquello para la desventurada María del Rosario, que no tenia ojos para llorar, ni corazon para sentir? Terminada esta ceremonia, subió al púlpito un religioso de la orden de Predicadores y dirigió á la insensible víctima una eshortacion furibunda, en la cual hicieron los demonios y los tormentos eternos el papel principal; la intimó de nuevo que confesase en alta voz sus delitos, para que la misericordia divina se compadeciese de su alma, y por último, observando que la jóven se mostraba sorda á los torrentes de su seráfica elocuencia, lleno de santa indignacion, y sin averiguar las causas de aquel silencio, de aquella ausencia de vida y de animacion en el espíritu de la sentenciada, la declaró contumaz, relapsa y poseida del angel infernal de las tinieblas.

Entónces comenzó otra vez la procesion del Auto de Fé, saliendo del convento por el mismo órden que habia entrado en él, para dirigirse á la Plaza Mayor, en la que se levantaba un grande tablado. El Rey, la Reina (aun que en balcon separado) los magnates, las principales damas de la corte y los caballeros de la villa, esperaban su llegada con religioso recojimiento. Colocóse el Cristo de la agonia enfrente del tablado. Los PP. Dominicos, los Inquisidores, los familiares del Santo Oficio, y á la cabeza de todos, el Inquisidor Mayor, formaban semicírculo detrás de la sagrada Imágen, y cuando Maria del Rosarlo empezó á subir la escalera del tablado empujada por los esbirros que la sostenian, entonaron todos con melancólico acento:

-Miserere mei Deus, secundum magnam misericordiam tuam.

Acto contínuo, el fiscal mayor del tribunal de la Fé, leyó la sentencia que éste habia fulminado contra la pobre esclava: nuestros lectores saben ya que debia ser quemada viva, y queremos ahorrarles las monstruosas consecuencias, que constituian el fallo de aquel proceso precipitado, inconcebible, absurdo, y verdaderamente horrible, en el cual nada se habia justificado, ni podia justificarse contra la víctima que se llevaba al sacrificio. Acabada la lectura, los PP. de Santo Tomás y los Inquisidores apagaron las velas, y por disposicion del Inquisidor Mayor fué entregada la esclava de Escovedo á la justicia ordinaria del Rey.

El lugar destinado para la hoguera ó brasero de los hereges, judios y hechiceros, estaba á las afueras de la puerta de Fuencarral. A él condujeron los esbirros á Maria del Rosario, seguidos de una multitud de curiosos, que anhelaban presenciar los últimos instantes de aquella desventurada: el pueblo, que la juzgaba bruja, la maldecia durante el tránsito, y á duras penas podia contener la escolta el furor de la muchedumbre. Dios, sin embargo, apiadado de su inocencia, permitió que los dicterios que se la dirigian, no atormentasen su alma; la insensibilidad, con que habia salido del calabozo de la Inquisicion, acompañó á la infeliz hasta el suplicio.

Su tumba estaba preparada con haces de leña cruzados y sobrepuestos de modo, que formaban un paralelógramo hueco; sobre él se estendia un tablado semejante al de la Plaza Mayor, con un poste en el centro, al cual debian sujetarse los brazos y las piernas de la sentenciada. Hecha esta operacion con Maria del Rosario, el verdugo prendió fuego á la leña resinosa, cuyas llamas no tardaron en consumir la débil barrera, que las separaba del cuerpo de la jóven, que al punto se vió envuelto por su voracidad.

Entónces se oyó un grito lastimero, profundo, desgarrador, un grito que habia partido del alma, y que heló de espanto á todos los espectadores de tan bárbara escena. Las llamas se habian cebado en las delicadas carnes de la esclava; la intensidad del dolor acababa de devolver á aquel inanimado cuerpo un resto de existencia, y al sentirse vivo reveló toda su amargura, todos sus padecimientos todo el horror de su situacion con un grito, con un solo grito, que resonó en el espacio, como la mas elocuente protesta, contra el fanatismo, contra la ferocidad sanguinaria de sus jueces.

Después de aquel grito de la hechicera... nada. Las llamas acabaron de consumir el cuerpo de Maria del Rosario, en medio de las imprecaciones de aquellos mismos, á quienes su último lamento habia hecho estremecerse.

El tercer dia de Pascua por la mañana, cuando empezó á divulgarse en la corte el asesinato de Escovedo, aseguraban las gentes en voz baja, que Maria del Rosario habia perecido inocente; en prueba de lo cual habia dispuesto Dios el justo castigo de su amo, que la habia sometido al fallo del tribunal de la Fé. He aquí la opion pública del siglo XVI. Los mismos que escarnecieron á la esclava cuando caminaba al brasero, la ensalzaron dos dias despues, como víctima espiatoria de ageno delito. Mucho de eso acontece en nuestros tiempos ilustrados. ¿Por qué pues no hemos de condenar la supersticion é ignorancia de los que han sido?

Cuando supo Juan Escovedo que se habia ejecutado la sentencia, dijo alegremente:

-Se me ha aliviado el corazon: sin duda me favorece la Providencia divina, pues ha permitido que se haya descubierto su execrable crímen. Habia pensado llevar á Flandes á esa maldita muger, y de cierto me hubiera envenenado.

De Juan Escovedo podia decirse con razon, que tenia ojos, y que no veia en torno suyo.




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Capítulo XXXIV

Como descubrió al Rey doña Ana de Mendoza lo que tanto interés tenia en ocultar


Dos horas antes de que saliéra de la Inquisicion el fúnebre acompañamiento de Maria del Rosario, partió para Alcalá el Secretario del Rey, despues de haber asegurado á este que tenia tomadas todas sus medidas, á fin de que el mal consejero de D. Juan de Austria pagase muy en breve su merecido.

El héroe de Túnez, de las Alpujarras y de Lepanto, se hallaba entonces en los últimos dias de su gloriosa y agitada existencia, mas nada se sabía en España del triste presagio que acababan de formular los médicos, á cuyo empirismo se habia confiado, de modo que cuando D. Felipe se prometia, que los esfuerzos reunidos de su belicoso hermano y del príncipe de Parma conseguirian inutilizar completamente las tramas de la reina Isabel y su cooperacion directa en la guerra, ya las tropas españolas habian sufrido el descalabro, que tiñó con su generosa sangre las aguas del Démer, y el príncipe D. Juan yacía cadáver en aquel campamento de Namur, que sirvió de refugio á sus vencidas huestes.

Al mismo tiempo, redoblaba sus trabajos la Inglaterra, para contrarrestar en Flandes el poder de D. Felipe, y á fuerza de oro y de intrigas, logró que cuarenta mil alemanes, á las órdenes del príncipe Casimiro atravesasen el Rhin, con el objeto de que embistiesen, en cómbinacion con las tropas del duque de Anjou, á los valientes tércios de Castilla. Pero el duque, que habia tomado el pomposo título de protector de los Paises-Bajos, y que ocupaba las cercanías de Mons con un cuerpo de ejército respetable, no aceptó de buen grado la concurrencia de los alemanes en sus operaciones, y retardó el momento de emprender una marcha decisiva, cuya gloria y provecho deseaba esclusivamente para sí. Enfriáronse desde luego las relaciones en apariencia cordiales, de los dos caudillos, y su lentitud dió lugar á Alejandro Farnesio, quien por la muerte de D. Juan de Austria acababa de ponerse al frente del ejército español, para salir otra vez á campaña, animando con rápidas correrías el espíritu abatido de sus soldados por la última derrota y el ardor guerrero de algunas poblaciones, que temian quedar abandonadas á la rapacidad de los franceses y alemanes. El resultado de los movimientos de aquel prudente capitán, justificó sus grandes talentos militares y políticos, pues cuando las fuerzas del príncipe Casimiro pretendieron entrar en las ciudades católicas de los Estados, estas mostraron una actitud amenazadora, cerráronles las puertas, y en vez de suministrarles los víveres y auxilios que pedian, embistieron contra ellos y los rechazaron. Al saber estas nuevas el duque de Anjou, tembló por su propia seguridad; mas quiso salir de dudas y se acercó á las mismas ciudades con ademán pacífico; pero ellas le trataron del mismo modo que habian tratado á Casimiro, alentadas por las posiciones estratégicas de Farnesio, quien obtuvo la singular ventaja de poner en fuga á dos ejércitos, sin que sus soldados disparasen un solo tiro, ni siquiera fuesen vistos por sus contrarios. En efecto; los alemanes y los franceses no tuvieron mas remedio, que dejar libre el pais, y retirarse á los suyos.

Alejandro Farnesio no perdió el tiempo en perseguirlos, sitio en fortalecer mas y mas el prestigio de sus armas, por lo cual estrechó la plaza de Maestrich, aunque no quiso asaltarla hasta el último estremo por no hacerse odioso á sus habitantes. Por fin se apoderó de ella á los tres meses de sitio, é inmediatamente entró en negociaciones ventajosas con las provincias del Artois y del Hainault, cuya defeccion causó tan viva zozobra al príncipe de Orange que, para neutralizar su influencia, celebró en Utrech un tratado de alianza ofensiva y defensiva, en el cual entraron dicha provincia y las de Holanda, Zelanda, Frisia, Güeldres, Flandes y el Brabante. Esta union, sin embargo, fué mas embarazosa que útil al consumado político protestante, y conociendo la falsa situacion en que acababa de colocarlo la actividad de su digno rival, el profundo pensador príncipe de Parma, propuso á éste que se entablasen conferencias en Colonia, para tratar de la pacificacion definitiva de los Estados.

Alejandro Farnesio le contestó, que para conferenciar con el enemigo, necesitaba el beneplácito del Rey, y despachó un correo á D. Felipe. Era el primero que lograba penetrar en España desde el desastre de D. Juan de Austria, en las orillas del Démer: todos los demás habian sido interceptados por el príncipe de Orange y por el duque de Anjou.

Diego Martinez no se habia esplicado con matemática esactitud, cuando señaló á sus tres cómplices en el crimen de que estaba encargado, la esquina por donde debia llegar Juan Escovedo. Era cierto que por ella solía retirarse en direccion á la calle Mayor; mas hizo la suerte que la noche del lúnes de Pascua tomase distinto rumbo.

El favorito de D. Juan de Austria, á pesar de las seguridades que habia recibido de Antonio Perez para que no se apresurase á partir, persistia en su viage á Flandes, porque un presentimiento le decia que no se hallaba seguro en Madrid: deseaba sin embargo no dejar á sus espaldas enemigos que pudiesen dañarle; y como no dudaba del resentimiento que necesariamente habia de abrigar contra su persona la Princesa de Éboli, no obstante la satisfacción que la habia dado por medio del Secretario del Rey, quiso antes de ponerse en marcha, tener una entrevista con ella, y á este fin se encaminó hacia su casa al anochecer. Doña Ana de Mendoza habia salido, por lo que Escovedo determinó esperarla por no volver otro dia, mas Beatriz, que por algunas palabras de Diego Martinez habia sacado en limpio lo que aquella noche iba á suceder, así como el lugar en que el veterano y sus amigos se hallarían, bajó á la calle á las nueve, hora en que la Princesa aun no se habia retirado, y corrió sin detenerse á la plazuela de Santiago. En ella encontró á Insausti y á Miguel del Bosque, y sospechando que fuesen los cómplices de su amante, preguntóles por él.

-No le conozco, le respondió Insausti con la mayor seguridad.

Y ya Beatriz iba á pasar de largo, cuando llegó Diego Martinez y al verla preguntó:

-¿Qué es esto? Aquí no necesitamos mugeres.

-He venido á buscarte, repuso la doncella, para advertirte que la persona que aguardas se halla á estas horas en casa de la señora Princesa de Éboli.

-¡Ah! esclamó Diego. ¡Y yo que he recorrido todo ese infierno de callejuelas, porque me tenia en cuidado su tardanza. ¿Saldrá pronto de allí?

-Está esperando á doña Ana.

-¿Y doña Ana?

-Se fué temprano á visitar á su amiga doña Catalina de Herrera, y no ha vuelto.

-Es pues indispensable variar el plan de operaciones. Retírate al punto y ten mucha cuenta con lo que voy á prevenirte. Cuando el señor Juan Escovedo se disponga á salir á la calle, abre con disimulo el halcon de la cámara de la Princesa y coloca en él una luz.

Beatriz partió con toda diligencia, así para que no se notase entre los criados la escapatoria que acababa de hacer, como para disponerse á cumplir la órden terminante que acababa de darle Diego Martinez. Este habló en voz baja á Insausti y á Miguel del Bosque, quienes se adelantaron por la calle Mayor, hasta colocarse el primero junto á la estrecha callejuela del Camarin de Santa María, al presente de la Almudena, y el segundo algo mas abajo hácia la puerta del Arco.7 El soldado y Juan de Mesa, siguieron sus pasos y se quedaron á la vista, de modo que les fuese fácil acudir en su ayuda, y estorbar el paso de quien llegase á impedir sus intentos.

No tuvieron que impacientarse mucho tiempo en aguardar. Viendo Juan Escovedo que era tarde para recogerse y que la Princesa no llegaba, encargó á Beatriz un atento recado para ella, y después de repetir dos ó tres veces, que no dejaría de ofrecer sus respetos á doña Ana de Mendoza antes de abandonar la córte, se dirigió á la escalera. La doncella entró inmediatamente en la estancia de su señora, abrió el balcon, que estaba frontero precisamente á la iglesia de Santa María la Real y puso en él un farol encendido. Insausti que vió la señal, se preparó y dijo á su compañero:

-Miguel ¿ves aquel resplandor? Es la mala estrella del señor Juan Escovedo. Avisa á los otros.

Miguel del Bosque dió un silbido: el Secretario de D. Juan de Austria lo oyó cuando traspasaba el umbral de la casa de doña Ana, pero no hizo alto en ello. Enbozóse en su capa y echándose á la otra acera, que estaba mas clara, porque los rayos de la luna daban allí de lleno, tomó la calle en direccion al Arco. Apenas llegaba á la esquina de la callejuela del Camarin de Santa María, vió moverse una sombra: detúvose... y recelando algun mal encuentro, procuró desviarse del edificio, que hoy pertenece al duque de Abrantes y fué antes propiedad de la ilustre familia de los Palomares; mas la sombra no lo dió tiempo para realizar su propósito y le acosó, saliendo al medio, contra la callejuela. Al mismo tiempo le preguntó una voz:

-¿Sois el señor Juan Escovedo?

-¿Qué me quereis? dijo éste.

Insausti no replicó; pero levantando el brazo, descargó un golpe fiero que atravesó de parte á parte el corazon de aquel. Ni un ay, ni un quejido exhaló al caer sobre las losas. El asesino huyó, seguido de Miguel del Bosque, por la misma callejuela del Camarin. El último se separó poco después de su compañero, y variando de direccion llegó á la hostería en cuerpo, por haber perdido la capa en la fuga; pero Insausti anduvo desorientado mas de dos horas por diferentes calles, hasta que al fin encontró á Diego Martinez y á Juan de Mesa que le buscaban con empeño, y todos tres fueron á la hostería, donde hallaron á Miguel del Bosque. El soldado pidió á Insausti el estoque, que aun llevaba éste ensangrentado, y lo arrojó al pozo 8 que habia en el patio.

El pícaro de cocina Juan Rubio habia llegado á entender algo de lo que se tramaba, y al ver entrar á Diego á deshora en la estancia de Antonio Perez, le preguntó con descaro:

-¿Se han despachado ya los negocios que el señor Juan Escovedo trajo de Flandes?

Miróle el soldado con atencion, y conociendo desde luego que podia contar con él, le dijo:

-Si eres discreto, puedes hacer esta noche tu fortuna.

-¿Qué mas quiero, yo que serviros? murmuró el mozo. Ya sé que el señor Escovedo ha debido morir esta noche.

-¿Por qué lo sabes?

-Porque os he visto en largas pláticas, con mi pariente Insausti.

-¡Ah! Conque sois... Y supongo que Insausti nada te habrá ocultado. Bien: vas á partir ahora mismo para Alcalá, donde se encuentra desde ayer el señor Antonio Perez, y le dirás, que ya no me queda un solo escudo de los que me dió para el gasto de su casa y criados.

-¿Tanto urge ese viaje?

-Es de la mayor importancia y ya verás como no te pesa.

Juan Rubio cumplió fielmente el encargo, y cuando al dia siguiente comprendió el Secretario del Rey por sus palabras, que Escovedo habia perecido, sin que la justicia se hubiese apoderado de ninguno de los cómplices en su muerte, se frotó las manos de júbilo9. Después, como consecuencia ó complemento del plan que tenia dispuesto, volvió á Madrid y procuró contentar á los quo habian prestado á D. Felipe tan peligroso servicio, proponiéndolos al mismo tiempo alejarlos de la córte. Miguel del Bosque recibió cien escudos de oro con la orden de pasar á Aragon, en donde no tardarian en llegarle otras mercedes:10 Juan de Mesa é Insausti, se ocultaron por unos dias, y Antonio Perez les dió por fin, para ellos y para Miguel, títulos de alférez en los tércios de Nápoles: pero el mejor trato fué nuestro antiguo villano de Villagarcía, pues obtuvo por recomendacion de Beatriz, un destino en la administracion de las haciendas que en aquel reino poseia la princesa de Éboli,11 y además el regalo que le hizo Antonio Perez de una alhaja de oro y otras cosas. Tanto él, como Insausti, salieron secretamente de Madrid veinte dias después del asesinato de Escovedo, y habiéndose reunido en Zaragoza con Miguel del Bosque, marcharon los tres á Italia:12 pero después siguió su pista y ejemplo el pícaro Juan Rubio, recompensado tambien con largueza; de modo que no quedaban en la corte mas personas interesadas en que no se descubriese el perpetrado delito, que el Rey, su Secretario intimo, la princesa de Éboli, Diego Martinez y la doncella Beatriz.

Pero la opinion pública señaló desde luego al verdadero culpable, y la familia de Escovedo se empeñó en buscarlo, aun cuando se escondiera en las entrañas de la tierra. Don Pedro Escovedo, hijo del infeliz Secretario de D. Juan de Austria, habló á Mateo Vazquez, que ya habia entrado á formar parte en el gabinete particular de D. Felipe: enemigo solapado de Perez, envidioso de su gran influencia y poderío, imaginó el ambicioso hijo del asesinado Secretario del duque de Alba, que ya era ocasion de perder al mas terrible sostenedor de la política de D. Ruy Gomez y Requesens, y que ningun peligro habia en atacar de frente y por todos los medios imaginables al odioso favorito. Tomó pues al punto á su cargo la demanda de la familia de Escovedo, y después de concertarse con Pedro Velandi, Diego Nuñez de Toledo y Pedro Negrete, que andaban haciendo diligencias para averiguar el nombre del autor de aquel alevoso crimen, apoyóla enérgicamente cerca de D. Felipe, á quien escribió la siguiente carta:

«Señor: mucho se esfuerza en el pueblo la sospecha, contra el primer Secretario de Vuestra Alteza, de la muerte del otro, y dize que no las trae todas consigo, (como suelen dezir) que assy anda á recaudo su persona, despues que sucedió, y que un juyzio que se ha hechado, dize que lo hizo matar un grande amigo suyo que se halló en sus honrras, y por una muger; y el dia que entró á ver la del dicho Secretario á la del muerto, diz que la del muerto, levantó la voz echando maldiziones á quien lo habia hecho y de manera que se asustó mucho; y si Vuestra Alteza fuesse servido de preguntar con secreto á Negrete, qué se dize desta muerte, y qué sospecha él, creo que convendria, y preguntadle las causas que tuviere para lo que dixere, aunque no me ha dicho, nada; pero yo he entendido de otra parte, que él habla en ello, y por satisfazer á los ministros, y á la república, que tan escandalizada está del negocio, y divertir opiniones, que andan muy malas, y de muy dañosa conseqüencia, conviene mucho que Vuestra Alteza mande apretadíssimamente, que se siga y procure por todas las vias y modo posibles averiguar la verdad.»13

Tan fuertes razones, espuestas con tan desusada valentía, hicieron honda impresion en el ánimo del Rey; mas no era por cierto el profundo disgusto público que en ellas se anunciaba, lo que mas en cuidado le ponia, sino la idea de que el asesinato de Escovedo se habia llevado á cabo por causa de una muger.-¿Qué muger puede ser esta? se pregunfaba D. Felipe. No debo presumir ningun loco devaneo en la honradísima doña Ana de Coello y Bozmediano: tampoco he oido nunca que Escovedo la tratase... No son pues zelos de marido, los que han obligado á Perez á tomar tan á pechos ese negocio, en el cual he sido obedecido con tanto ahinco como precipitacion... No hay duda: aquí hay un misterio que es necesario aclarar.

Estas dudas atormentaron de tal manera su corazon, que durante algun tiempo siguió en la marcha de tan intrincado asunto, una marcha vacilante é indecisa y sin tomar resolucion alguna. Escuchaba con agrado á MateoVazquez, á fin de averiguar lo que con tanto empeño queria saber, y al mismo tiempo parecia como que se concertaba con Antonio Perez, al cual no ocultó la gravísima acusacion de que era blanco por parte de sus irreconciliables enemigos, aunque empeñándolo su palabra de no abandonarle en trance tan apurado.

-Señor, le dijo el Secretario, la primera vez que hablaron de tan desagradable negocio: muchas son las pesadumbres que me abruman desde que quedó hecho lo que ya sabemos, y esas pesadumbres quebrantarian una peña. Lo mejor de todo seria mandar que se me encoroce, que al fin en ello vendré á parar, en pago de haber sido un fiel vasallo.

-Debeis tener hoy muy mal humor, le contestó el Rey con familiaridad y cariño; mas no deis por seguro lo que acabais de decir.

-Es que temo Señor, insistió Perez, quien á pesar de todo andaba desasosegado, como decia Mateo Vazquez, que cuando mas tranquilo esté, si puedo estarlo, me han de abrir una herida mortal mis enemigos, porque su envidia obra contra mí, y sé por buen conducto que no sosiegan.

-Dejadles que se revuelvan, repuso D. Felipe, pues de nada les valdrá. Y ahora decidme sin rebozo, si es que lo ignorais, el nombre de esa muger que Mateo Vazquez cita en su carta; porque os juro, que si llegamos á convencerle de impostura, sabré encerrarlo en un castillo por toda su vida.

-Eso debe ser una nueva perfidia que le ha sugerido su ódio, Señor. ¿Qué muger ha podido influir en un suceso, que se habia consultado al marques de los Velez? Exáminese á D. Pedro Fajardo y él declarará si mientras tuvo en su poder las pruebas de culpabilidad de Escovedo, le hablé una sola vez.

-No creo que os acusan de haber influido en la determinacion que tomé, sino de haberla preparado.

-Confieso, Señor, que no entiendo loque mis enemigos quieren suponer.

-Yo sí; suponen que la princesa de Éboli ha sido la causa principal de esa muerte.

-¡La princesa de Éboli! esclamó Perez con una sorpresa tan natural, tan verdadera, que el Rey no pudo menos de convencerse, de que doña Ana de Mendoza nada habia hecho para precipitar el desgraciado fin de Escovedo.

-Sosegaos, Señor Antonio Perez, le dijo, despues de haber meditado prófundamente: hoy mismo se echará tierra á todo, si D. Pedro de Escovedo y Mateo Vazquez no son unas fieras.

-Lo son, Señor, lo son, replicó el Secretario.

-Verémos, insistió D. Felipe, veremos si tienen bastante arrojo para seguir acusando á la Princesa.

-¿Y qué necesidad tienen de ello? Lo que desean es mi ruina y perdicion.

-Ni una ni otra conseguirán: yo os lo afirmo.

Antonio Perez no se dio interiormente por satisfecho, pues conocia que si comenzaban las averiguaciones, se vería muy espuesto á que el Rey descubriese sus tratos amorosos con doña Ana: así pues, hizo de la necesidad virtud y le rogó que, para desarmar de una vez á sus perseguidores, y á fin de que no se hablase mas del malhadado asesinato que tan en lenguas andaba y tan inquietos traía á todos, le permitiese retirarse de los negocios, con la única recompensa de haber merecido su estimacion.

-De esa manera, dijo, cesará el encono de la familia de Escovedo y Vuestra Alteza no se verá molestado á todas horas por Mateo Vazquez.

-No lo permita Dios, repuso D. Felipe; las cosas seguirán como hasta aquí, y se pondrá órden en todo.

-Al menos, Señor, dispóngase que se me encause solo, pues no hay para qué empeñarse en mezclar en mis cosas á la viuda de don Ruy Gomez de Silva. El secreto y la órden que recibí, para hacer lo que hice, quedarán á cubierto de toda pesquisa y mis contrarios nada podrán probarme.

Esta resolucion tan generosa, tan hábil y tan osada.conmovió al Rey, quien le preguntó afablemente:

-¿Estáis bien cierto de que no posee la familia de Escovedo prueba alguna?

-Ciertísimo, Señor, contestó sin vacilar Antonio Perez: ninguno de los que tuvieron parte en el caso ha sido preso, y todos ellos se hallan en Italia.

-¿Qué habéis hecho de Diego Martinez?

-En Madrid está.

-Disponed que se aleje, como los otros, concediéndole antes todo cuanto pida.

Dos dias después de esta conversacion, se decidió D. Felipe á salvar á Antonio Perez; y viéndose acosado por Mateo Vazquez, que representaba en el asunto con indecible tenacidad los vengativos intereses de la familla de Escovedo, llamó de nuevo á su Secretario y le previno que confiase á D. Antonio de Pazos, obispo de Córdoba y Presidente entonces del Consejo de Castilla, los motivos que habian ocasionado la muerte del protegido de D. Juan de Austria. En seguida dió órden al Presidente, para que entendiéndose con D. Pedro Escovedo y con Vazquez, hiciese de modo que el primero retirase sus acusaciones y el segundo no persistiese en su enemistad contra Perez.

Don Antonio de Pazos cumplió bien y fielmente el encargo pacífico que se le habia encomendado: fue á buscar á D. Pedro y después de anunciarle, que no era su ánimo afligirle con recuerdos dolorosos, pues solo queria cumplir una obligación sagrada, le dijo:

-El Rey me ha entregado los memoriales vuestros y los de vuestra madre, en que pedís justicia de la muerte de vuestro padre, contra el secretario Antonio Perez y contra la Señora Princesa de Éboli; y me manda que os asegure, que se os hará justicia cumplidísima, sin escepcion de personas, ni de lugar, ni de sexo, ni de estado. Pero primero os quiero yo aconsejar, que mireis bien qué fundamento y recaudo teneis para la provanza, y que sean tales que esteis disculpado de la ofensa hecha á esas personas. Porque no siendo muy bastantes y muy disculpable por ello vuestra querella...

-¿Qué acontecerá, Señor Presidente? preguntó D. Pedro algo turbado.

-Se convertirá la demostracion contra vos, repuso el obispo, por ser doña Ana de Mendoza la persona que es, y su estado y alta clase mucho de reverenciar, y Antonio Perez el que también es por hijo de sus padres, y abuelos tan antiguos criados de nuestros Reyes, y por el distinguido lugar que ocupa.

-Ignoro si hallaré pruebas que justifiquen lo que de esas personas se asegura por todos, replicó el hijó de Escovedo; lo que si sé es que no hay en la corte un solo individuo que las juzgue inocentes.

-Pues la errais completamente, Señor D. Pedro: hay uno, y ese soy yo, que ós afirma en confianza y en verbo de sacerdote, que la princesa de Éboli y Antonio Perez están tan sin culpa como vos mismo.

-Si así es, murmuró el jóven convencido por la dignidad y aplomo del prelado, yo doy mi palabra por mí y por mi madre de no hablar mas de aquella muerte, ni contra el Secretario ni contra doña Ana.

Mateo Vazquez no quiso acceder á lo que de él se exigia, y tanto trabajó para que un primo hermano del difunto Escovedo se mostrase parte en el negocio y acudiese al Rey, que este se vió otra vez perseguido y mortificado con nuevas instancias. De nada pues le habia servido, que D. Pedro se hubiese apartado de su propósito de pedir justicia.

La princesa de Éboli, enterada de cuanto ocurria, se dirigió á D. Felipe con un escrito, cuya altivez le ofendió, y fué causa de que se decidiese á abandonar la defensa de Antonio. Perez. Hé aquí esta famosa carta, en la cual se revela todo el carácter de doña Ana:

«Señor: Ese perro moro de Mateo Vazquez, que Vuestra Alteza tiene agora á su servicio, publica que los que entran en mi casa merezen perder la grazia del Rey: y no le basta esta desvergüenza, sino que él y los suyos han pasado mas adelante, como á dezir, que Antonio Perez mató á Escovedo por mi respecto, y que él tiene tales obligaciones á mi casa, que cuando se lo pidiera, estuviera obligado á hacerlo; y habiendo llegado esta gente á tal y estendídose á tanto su atrevimiento, está Vuestra Alteza obligado, como Rey y caballero, á que la demostración desto sea tan clara, que llegue adonde ha llegado lo primero. Y si Vuestra Alteza no lo entendiere asy, y quisiere que aun la autoridad se pierda en esta casa, como la hazienda de mis abuelos y la grazia tan merezida del príncipe, y que sean estas las merzedes y recompensas de sus servicios, con haber dicho yo esto, me habré descargado de la satisfaccion que debo á quien esoy. Y suplico á Vuestra Alteza, que me vuelva este papel, pues lo que he dicho en él es como á caballero y en confianza de tal, y en sentimiento de tal ofensa.»

-Ya he adivinado el misterio, esclamó D. Felipe, luego que hubo leido las anteriores lineas. Y mirando de hito en hito á su confesor Fray Diego de Chaves, añadió:

-¿A qué castigo se ha hecho acreedor el hombre que me ha estado engañando por tanto tiempo?

-Señor, le contestó el religioso, no sé de lo que se trata.

-Se trata, padre mio, de que me absolváis de un horrendo crímen; se trata de que hice matar á Escovedo, y Escovedo estaba inocente de los delitos que se le atribuian; se trata de que Antonio Perez es el galán encubierto de la princesa de Éboli, el mismo á quien acometí espada en mano una noche, por castigar las ofensas que recibia el honor de D. Ruy Gómez. Absolvedme, padre mio, absolvedme por mi ceguedad, y pedid al cielo que se apiada de ni¡alma la misericordia de Dios.

El Rey habia caido á los pies de Fray Diego; este después de echarle su bendicion, le ayudó á levantarse y sosegó su espíritu con palabras consoladores. Poco despues le preguntó con interés.

-¿Quién ha hecho á Vuestra Alteza, hijo mio, tan importantes revelaciones?

-Este escrito, respondió D. Felipe: en él se exhalan las quejas que arranca la desesperacion del alma de esa muger culpable; yo las he adivinado y... pronto, muy pronto espero tener pruebas de todo. Padre mio ¿quereis concederme una gracia?

-Mandad, Señor, repuso el fraile.

-Deseo que veais al marques de la Favara y que le digais de mi parte, que tengo que consultar con él un gravísimo negocio.

Fray Diego se retiró al punto. El Rey fijó entonces la vista en un pliego sellado de negro que hacia poco habia recibido, y que por distraccion no habia abierto aun: rompió la cubierta, recorrió ávidamente los renglones que contenia, y levantándose de pronto, dijo con tristeza:

-¡Muerto D. Juan de Austria!... Gracias á Dios que está allí Alejandro Farnesio... ¡Y Juan Escovedo ha perecido inútilmente!... ¡Ah, señor Antonio Perez! Me habeis engañado vilmente... habeis hecho que bajase á la tumba el honrado D. Ruy Gomez de Silva... no habeis temido mi indignación, ni mi poder... El golpe que os abrume será terrible.




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Capítulo XXXV

Por qué Antonio Perez no durmió en su casa la noche del 28 de julio, y por qué la princesa de Éboli madrugó el dia 29 mas de lo que hubiera deseado


Habíase negado Diego Martinez á alejarse de Madrid, á pesar de todas las instancias que Antonio Perez le habia hecho de parte del Rey; pero una circunstancia alarmante le obligó á mudar de parecer y á decidirse á poner tierra en medio de su persona y la justicia. Fue el caso que, como dos horas despues de haber leido D. Felipe el arrogante escrito de la princesa de Éboli, comisionó á Mateo Vazquez para que con todo sigilo buscase al veterano, y le advirtiese de su parte, que por ningun motivo ni pretesto se ausentase de la córte, aun cuando el Secretario se empeñase en ello. El enemigo encarnizado de Perez se apresuró á desempeñar su comision, y como prueba de la importancia de su mensage, puso en las manos del amante de Beatriz una buena bolsa repleta de oro.

Nuestro héroe sacó en limpio de tanta generosidad y de la advertencia que se le hacia,que lo mejor para él era seguir el consejo de su señor, cuyos negocios debian hallarse en muy mal estado. No perdió un instante por lo que podia suceder; reunió todos sus efectos y haciendo un lio con ellos, lo llevó á la hosteria en que se habia jugado á cara ó cruz la suerte de matar á Escovedo: despues se dirigió á casa de la Princesa para concertarse con Beatriz; mas en ella le esperaba un terrible contratiempo. La doncella de doña Ana de Mendoza acababa de ser presa y conducida á la Inquisicion.

El lector no habrá olvidado seguramente que doña Magdalena de Ulloa, la noble esposa del mentor de D. Juan de Austria, habia reconocido á Juan de Mesa en la iglesia de Santa María. Como á los pocos dias supo por D. Luis Quijada de parte del Rey, que el presunto matador de Juan Vazquez habia fallecido en Aragon, no volvió á acordarse de aquel incidente, pero continuó, frecuentando el mismo templo, en que le parecia haber visto al villano del alcázar de Villagarcía. A él iba también muchas veces la princesa de Éboli acompañada de Beatriz, y quiso la mala fortuna de esta, que un dia se encontrase con la ilustre matrona al tomar agua bendita. La doncella se estremeció al reconocer á su antigua ama, y procuró perderse de vista entre los fieles que llegaban á misa; mas no lo hizo tan pronto, que su fisonomia dejase de despertar vagos recuerdos en la memoria de doña Magdalena, que siguió sus pasos con disimulo, por haber observado que el objeto de su curiosidad se arrodillada al lado de doña Ana de Mendoza. La castellana se colocó detrás de las dos, arrimándose á una columna, cuya sombra podia favorecer su pesquisa, y como no habia llegado todavía el sacerdote que debia oficiar, empezó á coordinar sus confusas ideas acerca de aquella muger. En esto oyó que la Princesa decia alguna cosa á la doncella y que esta le contestaba; y prestando la mayor atencion, alcanzó á escuchar las siguientes palabras de doña Ana:

-Has de saber, Beatriz, que Escovedo era muy deslenguado y hablaba muy mal de las mugeres principales; persuadia tambien á los frailes que predican en esta iglesia, para que dijesen cosas y palabras de malicia, que pudieran darme pesadumbre; por eso asegura la cuentona de su muger que yo lo mandé matar.

Esto sucedia precisamente cuando el Rey estaba leyendo el escrito de doña Ana; pero doña Magdalena de Ulloa no necesitó oir mas: el nombre de Beatriz, pronunciado por la Princesa, habia disipado sus dudas y desde luego reconoció en ella á la fugitiva del alcázar. Supuso tambien que su primo, ó el soldado que por tal pasaba, no andaria muy lejos de ella, á no ser que, como Juan de Mesa, hubiese pasado á mejor vida; y tomando su partido, salióse de Santa Maria y se fué á buscar al Inquisidor Mayor. Noticioso este de que en casa de la princesa de Éboli habitaba una muger llamada Beatriz, que por haber huido de Villagarcía con los asesinos de un santo hermitaño, podia suministrar grandes luces sobre aquel horrible crímen, que habia quedado impune; sabiendo además que doña Magdalena de Ulloa era persona principal y tan mirada y noble en sus procederes, que por ningun respeto humano se avendria á levantar un falso testimonio semejante, dió auto para prender á la doncella, como complicada en proceso de muerte alevosa inferida á un siervo de Dios, y comisionó sin demora á dos familiares para su cumplimiento.

Nada pudo doña Ana de Mendoza contra el decreto del gefe de la Suprema. Beatriz, á pesar de sus gritos y de su desesperacion fué sacada á la calle: allí la esperaba un carruago celular que la condujo á los secretos calabozos del Santo Oficio, y Diego Martinez debió felicitarse por no haber llegado media hora antes á buscarla, porque seguramente hubiera intentado alguna calaverada en su favor.

No se desanimó sin embargo nuestro aventurero. Resuelto á huir aquella misma noche, quiso al menos dejar á su amante protectores, que por su propio interés, consiguiesen sacaria del mal paso en que se veia. Atravesó la antecámara de la Princesa y dió su nombre al primer sirviente que encontró al paso: cinco minutos despues, que fueron para su impaciencia cinco siglos, entró en la estancia de la hermosa viuda de D. Ruy Gomez.

Doña Ana no acertaba á darse cuenta de los motivos que habian ocasionado la prision de su doncella: solo podia decir que dos familiares del Santo Oficio la habian hecho enterarse á una orden, por la cual se les mandaba proceder inmediatamente contra la persona de Beatriz. El soldado juró y perjuró que aquello no podia ser por la muerte de Escovedo; mas no siéndole fácil adivinar el delito contra la Religion, de que se acusaba á su supuesta prima, echó por el atajo y dijo á la Princesa:

-Lo que importa es que no quede abandonada á sí misma en tan amargo trance, y yo supongo que vos os interesareis con empeño en favor suyo.

-Mucho mas acertado me parece que deis antes algunos pasos, para descubrir lo que le ha metido en tal aprieto, lo contestó doña Ana, que no queria mezclarse en el negocio, ni disgustar á Diego con su negativa.

-Yo, señora Princesa, repuso este, estaré antes que amanezca el dia de mañana á algunas leguas de la corte, si Dios no dispone otra cosa. El tiempo está de tormenta por Madrid y no deseo que me coja el huracan.

-Decidme pronto lo que ocurre, replicó la de Éboli levantándose azorada.

-Ocurre que el Señor Antonio Perez asegura, que el Rey quiere que me marche, y esto será por si me prenden, á fin de que yo no cante claro. Como que sóy el único que ha quedado... Ocurre además que el Rey me ha enviado á Mateo Vazquez, para que no me mueva de aqui, aun cuando el Secretario quiera obligarme á ello, lo cual me dá á entender que mi persona peligra y que se asegurarán de ella, cuando lo juzguen necesario. Ya veis que no debo descuidarme.

-¡Oh! No hay duda: alguna trama ha urdido ese pícaro Vazquez, que no tiene en las venas una sola gota de sangre cristiana: bien haceis en huir y... cuanto mas lejos os vayáis será mejor.

-¡Bah! No lo entiendo yo así; en cualquiera parte donde me encuentre, estaré á dispósicion de Su Alteza, pero no me acomoda que me prendan sus esbirros.

-¿Qué quereis dar á entender?

-Una friolera: que si me dais vuestra palabra de sacar á mi pobre prima Beatriz del poder de la Inquisicion, os empeño la mia de que nunca tendrá Mateo Vazquez, la menor prueba de la muerte de Escovedo.

-¿Cómo pretendeis que yo me meta en el negocio de esa muger, que á caso á estas horas se vé acusada de heregía?

-Es que si no os meteis en él, me meteré yo en otro.

-¿Me amenazáis, señor Diego?

-Apuesto á que no lo creeis, señora Princesa. Lo que hago es proponeros un trato sencillísimo.

-¿Cuál?

-La libertad de Beatriz, por vuestra seguridad y la del señor Antonio Perez.

-¿Y si no me acomoda andar en dimes y diretes con los inquisidores?

-Os prenderán á los dos.

-¡A mí! exclamó doña Ana con ira. ¡A la ilustre heredera de Mendoza y de La-Cerda!... ¡A la princesa de Éboli!

-A la amante del secretario Antonio Perez, murmuró Diego sin que el respeto le contuviera.

La Princesa se puso pálida; acababa por fin de coruprender la horrible situacion en que se hallaba, y no pudo resistir tan duro golpe. Desapareció su orgullo, las lágrimas asomaron á sus ojos y se dejó caer en su sitial sollozando.

Diego Martinez se acercó á ella y la dijo con asombrosa osadía.

-Por Dios santo que no os conozco, señora. ¿Se trata de cerrarme los lábios á tan poca costa, y vacilais? Figuraos que puedo escribir al Rey todo cuanto ha ocurrido entre vos y el Secretario, desde el dia en que faltó póco para que os sorprendiese en su posada de Valladolid, hasta la fecha; añadid á esto que pocos minutos antes de que Escovedo, cayese, no muy léjos de aquí, un farol colocado en uno de vuestros balcones... en ese... avisó á los asesinos el momento, en que la víctirna salia de vuestra casa...

-Yo no estaba en ella, le interrumpió doña Ana, enderezándose como movida por un resorte.

-Pero estaba Beatriz, y esta circunstancia sobra para que Mateo Vazquez os enrede en el negocio. Aseguran malas lenguas, que es el fariseo mas ladino de las Españas. Mas dejemos aparte lo del asesinato. ¿No teneis bastante con lo primero? Contad también con que mi prima hablará, y con que no permanecerá mudo D. Lorenzo Tellez de Silva, quien, como sabeis, estuvo preso en Toledo, por haberse dejado la capa en los hierros de vuestro balcon, y por haber reñido con el Rey en la calle. ¿No imaginais que sus declaraciones probarán cuanto yo diga?

-¡Qué! ¿No temeis, hombre sin entrañas, la cólera de Antonio Perez ni la mia?.

-Cuando os haga prender, señora Princesa, me hallaré fuera del alcance de vuestro brazo: cuando la justicia se apodere del Secretario del Rey, no seré para ella su cómplice, sino su acusador. ¿No os he prevenido que me ausento esta misma noche?

-Señor Diego Martinez, ¿ignorais de lo que es capaz una dama ofendida y tan indignarnente tratada? ¿Quién me impide dar una voz para que acudan mis criados y os entreguen á la justicia?

-Hacedlo, señora, si creeis que eso pueda salvaros.

-No... no me salvará; pero me vengaré. ¿Qué puede hacerme el Rey? ¿Encerrarme en un claustro? A vos, señor valiente, puede hacer D. Pedro Escovedo que os ahorquen. ¿Pretendéis acusarnos después que salgais del reino? No; no saldréis, vive Dios...

Los ojos de doña Ana despedian rayos cuando pronunciaba estas palabras, y Diego Martinez conoció que se habia aventurado mucho, pues no puso en duda, atendida su soberbia, que llevaria á cabo su propósito. Pero el temple de nuestro héroe era digno de rivalizar con el de su antagonista, y por todo el oro del mundo no se hubiera suavizado en ocasion tan crítica y desesperada. Dirigióse á la puerta del salon con desenfado y la cerró por dentro; hizo lo mismo con la de la cámara, y volviendo al lado de la Princesa, dijo resueltamente:

-Hablemos, si gustais, como buenos amigos y como cómplices en el asesinato del señor Juan Escovedo.

-¡Cómo cómplices! gritó doña Ana, procurando acercarse al balcon.

Diego la detuvo y estrechando su mano con galantería, la obligó á sentarse al otro estremo de la estancia, colocándose respetuosamente en pié delante de ella.

-No debe oirse desde la calle lo que tengo que revelaros, prosiguió diciendo con horrible calma. Como cómplices vamos á tratar, no lo dudeis... ¡Cuando yo os lo afirmo!...

-Afirmad cuanto se os antoje... matadme si quereis... replicó la Princesa, retorciéndose los brazos con desesperacion. Nunca se probará que tuve parte en ese crímen.

-Señora, repuso el soldado clavando en doña Ana sus ojos de hiena, miradlo bien y repasad conmigo la lista de los que deben responder á Dios de aquel hecho. El Rey, el marqués de Los Velez, el señor Antonio Perez, mi humildísima persona, los amigos Insausti, Miguel del Bosque y Juan de Mesa...

-Callad. ¿Qué tengo yo que ver con esos nombres?

-No he concluido, señora: despues de ellos siguen el vuestro y el de Beatriz.

-Sois un impostor, mas no os temo: podreis vender al Rey mis secretos y los del Secretario... En buen hora; me desterrará de la corte... me enviará á las Huelgas...

-Os equivocáis de medio á medio; si alguno muere por el asesinato de Escovedo, morireis tambien, y en Italia está Juan de Mesa, que no me dejará mentir.

-¡Juan de Mesa!... ¡Cómo!... ¿Estáis enterado...?

-De todo, señora Princesa, de todo, porque siempre me preparo en tiempo para lo que puede venir. Juan de Mesa, á quien hace muchos años encargó vuestro esposo, el príncipe de Éboli, la muerte del secretario de D. Fernando Alvarez de Toledo, ha recibido de vuestras manos, por la de Escovedo, magníficos presentes y un empleo en la administracion de vuestras haciendas de Nápoles. A pesar de esto, hablará cuando yo quiera.

Al escuchar doña Ana tan terrible revelacion se consideró perdida sin remedio, si no entraba en un arreglo amistoso con aquel hombre, que podia disponer de su suerte y de la de su amante. Fácil le hubiera sido dar voces y hacer, si Diego no la mataba, que acudiesen sus criados ó gentes de la calle, que forzando las puertas lograsen socorrerla; mas nada adelantaba con tal escándalo y antes bien precipitaria un desenlace espantoso para ella, por las declaraciones del soldado. Convencida de su impotencia, sin fuerzas ya para luchar, recurrió al espediente de enternecer á su enemigo, dispuesta en último caso á concederle cuanto quisiera, por lo que, anudando el hilo de sus ideas y subordinando estas al imperio de la necesidad, exclamó despues de meditar profundamente:

-¿Conque tanto deseais verme morir?

-¡Yo! repuso Diego, quien conoció, por el tono de la Princesa, que habia conseguido la victoria. Dios me libre de tan ruin pensamiento. Lo único que deseo es que no os espongais vos misma á caer en el precipicio: para hacéroslo comprender bien, he tenido que hablaros con franqueza, ya que tan interesado estoy en vuestros secretos.

-Como me habeis ofrecido nada menos que la horca...

-¡Bah! No hagais caso de mis arranques de mal humor, porque desde el lance de la callejuela del camarin, me he vuelto tan caprichoso y tan descontentadizo como un turco. Suponed que nada os he dicho; que parto de la corte para que Mateo Vazquez no se salga con el intento de prendernos á todos; que vuestro secreto y el del señor Antonio Perez es una cosa sagrada, y salvad á mi querida Beatriz.

-¡Vuestra querida!

-Ó mi prima, si os place mejor.

-Mas... ¿qué he de hacer para alcanzarlo?

-Poca cosa: escribid al señor obispo de Córdoba, para que se interese con el Inquisidor Mayor y vereis maravillas.

-Ahora recuerdo que D. Antonio de Pazos debe muchas obligaciones á mis nobles padres.

-Añadid, señora Princesa, que hoy es presidente del Consejo de Castilla, merced á la influencia del señor Antonio Perez.

-En tal caso, no dudo que acceda á sus ruegos y á los mios, y si el Inquisidor Mayor...

-El Inquisidor Mayor se halla hoy dispuesto á hacer un santo del herege mas empedernido, si el Obispo de Córdoba se empeña en ello, porque aspira á dominar al Rey por medio del prelado. Beatriz saldrá sana y salva de la Inquisicion, si vos quereis; y como es indispensable que querais, resulta que todos viviremos felices.

-Mejor será que yo hable al Presidente y que el Secretario del Rey apoye mi demanda. Descuidad, señor Diego, que voy sin perder un instante á hacer vuestra diligencia.

-Contad vos con el silencio de Juan de Mesa y con el mio.

Estas fueron las últimas palabras de Diego, que se despidió de doña Ana, bien persuadido de que esta seguiria al pié de la letra sus instrucciones, ó mas bien sus mandatos, para la libertad de Beatriz. Ritiróse á la hostería, y fiel al compromiso que acababa de contraer, creyó conveniente instruir á Antonio Perez de la órden que el Rey le habia enviado por conducto de Mateo Vazquez. Mas no atreviéndose á ir en su busca, por temor de que le prendiesen, cogió la pluma y le escribió la siguiente carta:

«Señor Antonio Perez: atinado anduvisteis al aconsejarme que hurtase mi cuerpo de las pesquisas que pudieran hazerse, porque habeis de saber, que vuestro enemigo Vazquez, ha venido á mí de parte del Rey, para que no me vaya, aunque vos me lo mandeis, y por añadidura me ha entregado una buena bolsa, llena de escudos de oro. Catad que el tal Vazquez, se propone hacer de mí un nuevo Judas, para que os venda, y yo imagino esto por la bolsa y por los escudos: y, como no lo alcanzará de mí, porque no estoy de humor de danzar en la cuerda, ni obligaros á que danzeis vos, ni tampoco mi señora la princesa de Éboli, ni otras honradísimas personas, voy á ponerme en marcha en cuanto os despache la presente, que debe serviros de advertencia y consejo para todo. Y tengo para mi coleto, que el Rey anda estos dias, como diz que anduvo el ángel malo, cuando el muy glorioso San Miguel le arrojó del cielo; que si no mienten libros se quedó largo espacio entre las nubes y la tierra, antes de tomar el partido de irse á los profundos abismos. Don Felipe de Castilla, anda ansi, entre dar gusto á Mateo Vazquez y el deseo de no sacrificaros, lo qual os pone en grandísimo aprieto, porque la familia del difunto Escovedo se mueve mucho, y al fin y postre, os perderán unos y otros. Pidóos tambien humildemente, que atendáis á quanto os dixere mi señora doña Ana de Mendoza que hagais en favor de mi prima Beatriz, la qual ha sido presa hoy mismo por los inquisidores, porque ansi trabajareis en vuestra propia ventaja. Y ahora andad con tino en vuestros negocios, que han menester no poca cordura y trastienda, pues he brujuleado para mis adentros, que os halláis en grave peligro de la vida y de la hacienda. Escribidme á Zaragoza con el nombre de Roque de Almagro, si en algo necesitais mi ayuda, que yó os afirmo que no os faltará.=Y parto deste infierno, pidiendo á Dios que os saque con bien de las uñas de Mateo Vazquez, siendo en todo apuro y malanlanza vuestro humildísimo criado==Diego Martinez.»

En seguida llamó al hosterero y le encargó que saliese y le comprase sin tardanza un jaco de buenas piernas. Al anochecer tenia ya terminados sus preparativos de viage, y así después de entregar al mismo hosterero la carta para el señor Antonio Perez, Secretario del Rey, y de gratificarle generosamente, se dirigió á la puerta de Guadalajara14 y partió de Madrid, con el propósito de burlar todas las pesquisas, que Maleó Vazquez intentase poner en juego para prenderle.

Media hora después recibió el amante de la Princesa de Éboli la epistola que le habia dejado escrita, y sin perder momento pasó á ver á doña Ana: allí supo que ésta habia ido á hablar con el Presiden te del Consejo, por lo que no dudó de que se trataba de algun asunto grave, en el cual debia hallarse interesado. Volvió pues á su casa, resuelto á preguntar al Rey en el siguiente dia lo que debia temer ó esperar de su protección ó de su justicia, en vista del encarnizamiento con que Mateo Vazquez persistia contra él, á pesar de haberse apartado de la demanda la muger y el hijo de Escovedo, y en todo caso á decirle que le permitiese retirarse de su servicio, pues no queria ser por mas tiempo blanco esclusivo de las persecuciónes y mala voluntad de un hombre que nada tenia que entender en el negocio.

Don Felipe habia decretado en su mente la ruina del favorito, desde el punto en que creyó adivinar por la imprudente carta que le habia dirigido la princesa de Éboli, sus amorosas relaciones con esta dama. Importábanle poco las repetidísimas instancias, en que no cejaba Mateo Vazquez contra el matador de Juan Escovedo, y aun hubiera querido de todas veras echar tierra á tan desagradable negocio, porque temia que en él llegase á sonar su nombre. Mas lo que no perdonaba á Antonio Perez era que le hubiese engañado por tanto tiempo; que hubiese consentido en casarse con doña Juana Coello, á fin de ocultar su ílicito trato con doña Ana de Mendoza y no esponerse á perder su privanza, y por último la infame doblez con que habia sabido hacer recaer sobre el marqués de la Favara todas las sospechas. Este último, como ya sabemos, fué llamado por el Rey, á quien no tuvo reparo en declarar que la cartera, causa inocente de su prision en el alcázar de Toledo, era ni mas ni menos que una prenda de amistad, regalada al Secretario: D. Felipe no necesitó saber mas, para convencerse por completo de la perfidia de aquel hombre, á quien tanto habia enaltecido, y así se propuso abandonarle á su suerte.

Pero antes de que esto sucediese, érale preciso llamar cerca de su persona á algun otro, que pudiese reemplazarte en su confianza y buen afecto, así como en la direccion de los graves asuntos de la monarquia, y pensó en el cardenal Granweta, hijo del canciller del emperador Carlos V, que fue virey de Nápoles, y residia en la corte romana. Don Felipe le escribió para que con la mayor premura emprendiera su viage á España por Genova, punto en que encontraría las galeras de Juan Andrea Doria, prontas para transportarle á Cartagena; y para encarecerle mas su impaciencia, añadió estas palabras de su puño: Quanto mas presto esto fuere, tanto mas holgaré dello.

Este pliego remitido desde Madrid á 30 de marzo estaba refrendado por el mismo Antonio Perez, que ignoraba las secretas intenciones del Rey. Por su parte el cardenal Granvvela, que ya frisaba en los sesenta y tres años de edad, quedó asombrado al recibirlo, y antes de abandonar á Roma, donde descansaba tranquilo de sus pasadas fatigas, para trasladarse á la capital de las Españas, á sucumbir tal vez bajo el grave peso de un gobierno vastísimo, consultó el caso con el Papa. Temia ademas esponerse al ódio de los castellanos, enemigos de estrangeros, y á las malas ártes é intrigas de los cortesanos, á quienes no dejarla de irritar su repentina elevacion, acrecentando en su alma estos recelos el conocimiento que ya tenia de la peligrosa amistad de un monarca como D. Felipe. Pero Gregorio XIII, que á la sazon ocupaba la silla de San Pedro, solo atendió al interés que reportaría á la Santa Sede el conservar al lado del Rey un ministro tan fiel y tan entendido, en circunstancias difíciles para la iglesia, por la pugna subsistente entre el partido católico y el protestante, y fué de parecer que Granwela aceptase.

Hízolo este así y saltó para Civita-Vechia, donde se embarcó para España, aunque decidido á tomar parte únicamente en la política esterior y á mantenerse estraño á los negocios interiores del reino. Su travesía fue penosa y larga; mas por fin arribó á Cartagena, y desde allí se encaminó á la corte en compañia de D. Juan Idiaquez, á quien Antonio Perez habia hecho salir hacía ya tiempo de la Secretaria de Estado, por considerarle un rival temible, y que habiendo sabido que su contrario se hallaba próximo á caer en desgracia, determinó volver á la corte y presentarse al Rey.

Pocos dias después de la llegada de Granwela, pasó el confesor de D. Felipe á proponer á la princesa de Éboli, de parte del Rey, una transaccion con Mateo Vazquez en el asunto de Escovedo; pero ella se indignó de semejante proceder y respondió á Fray Diego:

-Mucho estraño ciertamente que Su Alteza me envie un recado semejante, con persona tan virtuosa y digna como vos.

-Señora, repuso el religioso, el Rey desea que cubra el olvido todo lo pasado, y que no se publique en la corte y fuera de ella, que el señor Antonio Perez hizo matar á Escovedo por causa vuestra.

-Decid al Rey de mi parte, replicó con altanería doña Ana, que él sabe mejor que nadie por qué murió Escovedo, y que es una impostura lo de ese perro judío de Vazquez, que no desciende de cristianos: decidle tambien, que no es mi persona para andar en tratos ni conciertos de amistades con persona tal, ni lo sufre la ofensa que me ha hecho.

-Ved, Princesa, contestó Fray Diego con calma, que me encargais palabras muy duras, para los oidos de un rey. Yo no las repetiré, á fin de que ellas no lleguen á ser ocasión de pesadumbre para vos. Hacedme saber únicamente, si aceptais la concordia, con que os brinda el señor Mateo Vazquez.

-Nada quiero de ese infame renegado, á quien Dios confunda, exclamó la Princesa.

Fray Diego de Chaves se retiró de su presencia confundido.

Antonio Perez, presintiendo el golpe que le amenazaba, y despechado también en vista de la ingratitud con que D. Felipe retribula sus importantes servicios, dejando que Mateo Vazquez le persiguiese con encarnizamiento, á pesar de las palabras que le habia dado asegurándole su proteccion, le escribió diciendo: «que él soltaba al Rey la palabra de la satisfaccion, de lo que él sabia y perdonaba sus ofensas, pues el Rey queria sufrir las suyas... con solo que lo dejase retirar y apartar de tales persecuciones, con su buena gracia en señal de su fé, y en lugar de carta de bien servido.»15

No faltó sin embargo en la corte quien aconsejase bien á doña Ana y al Secretario. El obispo de Córdoba, á quien los dos habian acudido para alcanzar la libertad de Beatriz, y que por su parte tenia ya mucho adelantado con el Inquisidor Mayor sobre este asunto, les hizo entender el peligro en que se hallaban, si no se avenian á un arreglo con Mateo Vazquez y con el pariente de Escovedo, que habia salido á la palestra; exhortóles á la paz con su adversario, aun cuando supiesen de cierto que este les calumniaba; díjoles por último que hablaria al Rey y á Vazquez, si para ello lo autorizaban, y tanto fue lo que el buen Presidente trabajó en sus ánimos, que al cabo se mostró la Princesa menos implacable en sus resentimientos y Antonio Perez se dispuso á anunciar al Rey el dia 29 de julio su resolucion de reconciliarse con su perseguidor. Más ya era tarde; porque el 28 por la noche cayó para siempre de la gracia de D. Felipe.

Las once serian, cuando hallándose en compañia de su esposa doña Juana Coello y Bozmediano, llamaron á la puerta de la calle. Asomóse un criado al balcon y habiendo preguntado: -¿Quién vá?... le respondieron desde abajo: -Ábrase á la justicia del Rey, nuestro señor.

Doña Juana se arrojó asustada á los brazos de Perez, á quien amaba en estremo, y por algunos instantes se convirtió aquella casa en una verdadera y fiel imágen del caos. El Secretario, aunque conmovido, conservó su serenidad; pues no pudo imaganarse que con tanto sigilo se hubiese decretado su prision, y mucho menos que el Rey le arrancase de su morada á aquellas horas y sin oirle, por un motivo, cuyo secreto le interesaba á él mas que á nadie tener guardado. Dió pues orden de que se abriese sin tardanza á la justicia, tranquilizó como mejor pudo á su tristísima esposa, que presagiaba los acerbos males que lo prevenia la suerte, y comenzó á pasearse por la habitacion, no sin pedir mentalmente al cielo que le concediese sus auxilios, para soportar con valor cualquiera desgracia, que pudiera sobrevenirle.

A pocos momentos se la presentó el alcalde de corte Alvaro García de Toledo, y después de saludarle cortesmente, le dijo:

-Me habéis de perdonar, señor Antonio Perez, si vengo á molestaros en hora y ocasion tan intempestivas; pero me obliga á ello una órden apremiante del Rey nuestro señor.

-Cumplidla, señor alcalde, lo respondió el Secretario, que yo también la acataré como buen vasallo.

-Así lo creo, repuso Alvaro García, y por eso he venido á vuestra casa sin escolta de indiscretos alguaciles.

-¿De qué se trata?

-Mucho siento anunciároslo...

-Yo os ahorraré esa pena; venis á prenderme.

-Tal es mi encargo especial.

Doña Juana lanzó un gemido angustioso; el Alcalde se acercó á ella y la sosegó diciendo:

-Nada temais, señora, por vuestro noble esposo, porque si mal no he oído las razones del Rey...

-¡Ah! esclamó Perez. ¿Conque el rey D. Felipe os ha dado la órden?

-¿Pues quién había de dármela? contestó Alvaro García, que no habia comprendido la amargura de aquella esclamacion.

-Si os place, enteradme de ella.

-Os mando, me ha dicho, que paseis esta noche á las once á casa de mi secretario, el señor Antonio Perez, y le intimeis que se os entregue preso...

-¿Y asegurais á doña Juana Coello que nada debe temer por mí?

-Lo repito, porque el Rey ha añadido que le duele en el alma esta necesidad, en que le ha puesto Mateo Vazquez

-Es que Mateo Vazquez, á poco que se le dejo, pondrá al Rey en la necesidad de ahorcarme.

-No digais eso, por Dios, que yo confio en que vuestra desgracia pasará pronto.

-Estáis en un error, señor Alvaro: tengo muchos enemigos envidiosos de mi privanza, y todos se unirán á Mateo Vazquez para acabar de perderme.

-Tambien os quedan buenos amigos, y yo sé de buena tinta que el Presidente del Consejo aboga con calor en vuestra defensa.

-Ya sé que el señor óbispo de Córdoba es un prelado virtuosísimo; pero ¿qué ha de hacer solo contra el vizcaino Idiaquez, á quien protege el cardenal Granwela? Señor Alvaro, desde que os he visto esta noche abriga mi alma crueles presentimientos.

-Observad al menos que un hombre como vos no debe dejarse abatir por la desgracia, y que estáis apesadumbrando con vuestro dolor á vuestra noble esposa.

-Vuestras palabras me alientan; vamos pues... mas... decidme primero dos cosas: á qué castillo vais á conducirme, y si me es permitido llevar lo necesario para la muda y aseo de mi persona.

-No os molesteis, porque mi seriora doña Juana Coello atenderá desde mañana á cuanto hayais menester, como si estuviéseis aquí.

-Ahora sí que no os entiendo, señor Alvaro.

-Entendedme, ya que os aseguro que no saldréis de la córte.

-¿Pues adonde vamos?

-A mi casa y la vuestra, que vá á tener la honra de albergaros.

Antonio Perez estrechó las manos al compasivo Alcalde de corte, abrazó á su esposa, que mas trarquila al saber, que no le llevaban á una prision de Estado, dió las gracias á Alvaro Garcia por su noble comportamiento, y bajó con este á la calle, en la cual les esperaba un coche. Al poner el pie en el estribo, dijo á su guardian:

-Se me habia olvidado entregaros mi espada.

-Guardadla, señor Secretario, guardadla, le contestó aquel, porque vais á casa de un amigo.

Al amanecer del siguiente dia salió D. Felipe del alcázar, acompañado del marqués de la Favara y del conde de Chinchon: seguíales á corta distancia otro coche y después de haber entrado en la calle Mayor, se detuvo éste delante del portal de la princesa de Éboli. El conde y D. Lorenzo Tellez de Silva se separaron entonces del Réy y llamaron á la puerta de doña Ana. Abriéronles al cabo de un cuarto de hora y un criado les preguntó quienes eran:

-La justicia del Rey, contestó el marqués de la Favara, á quien satisfacia vengarse del arresto que tan sin culpa habia sufrido en el alcázar de Toledo.

Franqueóseles la entrada y subieron. Media hora despues volvieron á bajar: el conde de Chinchon daba el brazo á la princesa de Éboli: el marqués abrió la portezuela del coche y entraron los tres en él. Entonces preguntó el cochero:

-¿Cuál es la direccion?

-A la fortaleza de Pinto, le respondió D. Lorenzo.

El coche rodó con rapidez, y el rey D. Felipe lo vió partir desde el quicio de una puerta de la iglesia de Santa Maria.




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Capítulo XXXVI

De qué modo dió principio el rey D. Felipe, á su venganza contra Antonio Perez


Retrocedamos un poco en nuestra narracion.

El Rey no lloró mucho tiempo á la desgraciada doña Isabel de Valois: á los pocos meses de haber bajado esta al sepulcro, dió la mano á su sobrina doña Ana de Austria, cuya entrada en Madrid dejó por mucho tiempo memoria entre sus habitantes, por haberse derribado entonces la famosa Puerta Cerrada, cuyo nombre subsiste todavia, aplicado al sitio que ocupó, y en el cual se ve hoy una Cruz de piedra, sin duda como recuerdo del límite que por aquel lado alcanzaba la corte. Dicha puerta era tan angosta. y tortuosa en un principio, que formaba varias revueltas sumamente peligrosas para la gente honrada, pues ni los que entraban por ella podian evitar el encuentro imprevisto de los que salian, ni estos librarse de ser asaltados por los primeros, cuando menos lo esperaban. Llamóse en lo antiguo Puerta de la Culebra, nombre significativo, cuyo emblema figuraba en su arco, y luego tomó el que dejamos apuntado, porque estuvo cerrada mucho tiempo, pues los facinerosos se escondian allí y robaban y capeaban á los vecinos pacíficos, ocasionando muchas desgracias, robos y muertes. Por fin hubo necesidad de demolerla para el suntuoso recibimiento de la reina doña Ana, que fué acogida con grandes regocijos públicos por todas las clases de la poblacion madrileña.

Las conferencias de Colonia, entabladas por Alejandro Farnesio, y el príncipe de Orange con el beneplácito de D. Felipe, no produjeron resultado alguno ventajoso, porque el general español se mostró inflexible respecto á las cuestiones religiosas: sepa ráronse por consiguiente los negociadores y se prepararon de nuevo á decidir la contienda, en que estaban empeñados, por medio de las armas.

Entre tanto habia muerto D. Sebastian, rey de Portugal, en los campos africanos, y ocupaba aquel trono su tio el cardenal don Enríque, que solo sobrevivió al primero un año escaso. La ley de primogenitura llamaba á la sucesion del reino á D. Felipe y luego á la duquesa de Braganza, pero habia otros competidores, siendo el principal, ó el mas osado de todos D. Antonio, prior de Crato. A pesar del ascendiente que éste tenia sobre el pueblo portugués, apoyó el Rey de Castilla sus derechos en un manifiesto, por medio del cual se declaró soberano de toda la Pinínsula; al mismo tiempo levantó tropas en España y en Italia, y pretestando una ruptura con el rey de Marruecos, equipó una fuerte escuadra para llevar á cabo su proyecto.

Los regentes que habia dejado D. Enrique anhelaban acceder á los deseos de D. Felipe, pero el pueblo de Lisboa se declaró en favor de D. Antonio y le proclamó rey de Portugal. No bien llegó á Madrid esta noticia, cuando el Rey hizo llamar al duque de Alba, que vivia retirado en Úceda desde de su llegada á Flandes, y poniendo á sus órdenes un ejército de treinta mil hombres, le ordenó la conquista de aquella tierra. D. Fernando Alvarez de Toledo no dio mas que dos batallas; pero fueron tan decisivas, que bastaron para dejar bien, y fielmente cumplimentado el encargo que habia recibido. El prior de Crato, huyó á Francia después de haber sido derrotado en Alcántara y en las inmediaciones de Viana, paró después en las islas Azores con objeto de organizar la resistencia de las mismas, llevando una escuadra de sesenta velas con seis mil hombres de tropas, que la proporcionaron los auxilios de Francia y de Inglaterra; pero atacado de improviso por la armada española, al mando del marqués de Santa Cruz, quedaron apresadas ó destruidas casi todas sus naves y las islas sujetas á la dominacion española.

Los flamencos por su parte no se intimidaron con el aumento de poder, que la conquista de Portugal proporcionaba á D. Felipe, á pesar de que la union llamada de Utrech no producia en su favor los resultados que, se habian prometido. El príncipe de Orange, que nunca descansaba, consiguió al fin que los Estados declarasen su separacion absoluta de la autoridad del Rey, é invistiesen con la soberanía de las provincias á un principe estrangero. La eleccion recayó en el duque de Anjou, á propuesta del mismo príncipe de Orange y por recomendaciones de la reina de Inglaterra, que ofreció grandes auxilios á los Estados, y D. Felipe puso inmediatamente á precio la cabeza del arrogante caudillo de la insureccion flamenca, que tantas veces habia hecho traicion á su soberano y á sus propios amigos.

Alejandro Farnesio sitió á Cambray con las pocas fuerzas que le quedaban, pero tuvo que retirarse á la llegada del duque de Anjou. Este, despues de reducir Chateau-Cambreis, pasó á Inglaterra con el intento de solicitar la mano de la orgullosa Isabel. La pérfida Princesa, empeñada en minar la gran preponderancia de D. Felipe, sin atreverse á correr los riesgos de una guerra abierta, entretuvo las esperanzas del ambicioso é improvisado Rey de Flandes, y luego, sin realizarlas legitimamente, á pesar del escándalo que, produjo en la corte de Londres la intimidad en que con él vivia, le regaló una gran suma de dinero, que tuvieron qué aprontar los mercaderes protestantes de la City, y una buena escuadra, para que diese la ley á España en los dominios sublevados. El duque arribó á Flesinga y en seguida se dirigió á Amberes, donde fué recibido con estraordinaria pompa y entusiastas aclamaciones.

El duque. de Parma, siempre sereno en medio de los peligros que lo cercaban por todas partes, no perdió la coyuntura que se le ofrecia, de descargar un buen golpe. Reunió apresuradamente sus tropas, las pocas que lo llegaron de España y de Italia, y emprendió las operaciones, amagando á un mismo tiempo diferemes puntos estratégicos, situados á grandes distancias: de este modo logró tener en espectativa al príncipe de Orange, que no supo fijamente á donde acudir, hasta que por medio de ataques sucesivos y sábiamente combinados, se apoderó de Chateau-Cambresis, de Minobe y de Gesbec, obligando á las tropas confederadas á retirarse de sus líneas de defensa, y á meterse en el campamento de Gante.

El duque de Anjou, único caudillo que podia oponerse á Alejandro Farnesio, pues acababa de recibir de Francia un refuerzo de echo mil hombres, creyó que convenía mejor á su dignidad y á los fueros de la soberanía, oprimir al mismo pueblo, que aclamaba su nombre como el de un libertador. Entró, valiéndose de miserables artificios, en Dismunda, Dunquerque y otras varias ciudades; pero los habitantes de Amberes corrieron á las armas, degollaron dos mil franceses, y hubieran esterminado á todos los restantes, sin la intervencion del príncipe de Orange, que logró apaciguar aquella revuelta. Los Estados se manifestaron poco satisfechos de la conducta de su nuevo rey, pero cediendo á la influencia del príncipe Guillermo, celebraron con él un tratado de reconciliacion y amistad. El duque sin embargo, escarmentado por la enérgica actitud de sus súbditos, no se consideró seguro en Flandes, y retrocedió hasta Calais con la mayor parte de sus fuerzas. Alejandro Farnesio, que observaba á sus dos contrarios, dispuesto á aprovecharse de la mas pequeña falta que cometiesen, se puso en movimiento, alcanzó al mariscal de Biron, la derrotó cerca de Stemberg, y tomó esta ciudad, así como las de Dunquerque, Zutphen y Nieuport, despues de haber sometido á Ipres y Brujas.

Cuatro meses habían transcurrido desde aquella noche, en que Antonio Perez fue preso. Alvaro García de Toledo le trataba con la misma distincion que si no hubiera perdido la gracia del Rey, y viendo que este no daba orden para que se entablase inmediatamente proceso alguno contra el Secretario, se figuró que no duraria mucho tiempo su desgracia. D. Felipe, lejos de molestarle, y mucho menos de perseguirlo, dispuso que el Arzobispo de Toledo visitase de su parte á doña Juana Coello, con el fin de tranquilizar su ánimo, dándolo seguridad de que lo que habia hecho en nada podia perjudicar á la honra ni á la existencia de su marido, supuesto que el único motivo de su arresto, era su desavenencia con Mateo Vazquez.

También se apresuró á dar esplicaciones satisfactorias á los duques de Medina Sidonia, del Infantado y de Cifuentes, unidos á la princesa de Éboli con lazos de parentesco, acerca de la resolucion que habia tomado, de hacerla conducir á la fortaleza de Pinto, diciéndoles que doña Ana era el estorbo que impedia la reconciliacion de Vazquez con Antonio Perez, sin la cual nunca podría darse por terminada la guerra, que habia suscitado el desagradable acontecimiento de la muerte de Escovedo.

A pesar de la benevolencia con que D. Felipe doraba al parecer la caida de su favorito, este no pudo conformarse con tan brusco cambio de fortuna. Aquel vergontoso arresto, la pérdida de su privanza, el triunfo de sus implacables enemigos, y el desaliento y el temor de que su situacion empeorase, le abrumaron de manera que cayó enfermo con calentura. No bien lo supo el Rey, cuando mandé que dejase la casa del alcalde de corte, para pasar á la suya propia. Este fué un gran consuelo para el infeliz valido destronado; pero mucho mas grande fué el que recibió algunos dias despues, cuando se le presentó D. Rodrigo Manuel, caplian de la guardia de D. Felipe, para exigirle pleito homenage de ser amigo de Mateo Vazquez, y de que ni él, ni sus deudos, ni sus amigos, le ocasionarian daño en tiempo alguno. Antonio Perez creyó que iba á cesar para él aquel estado de incertidumbre y de angustia, que tanto tiempo le atormentaba, y ofreció y juró al Rey, todo lo que este quiso. D. Felipe sin embargo, habia jurado no perdonarle, y abrigaba proyectos, cuya ejecucion le convenia dilatar por algun tiempo. Ocho meses estuvo detenido en su casa con guardias de vista el amante de doña Ana de Mendoza: al fin pareció que el Monarca se habia aplacado, porque se retiraron los vigilantes, y por último se le concedió permiso para salir á misa y pasearse, así como tambien para que recibiese visitas, con tal que no las devolviese.

Nada de esto satisfacia completamente á Antonio Perez, que orgulloso y poco precavido, aspiraba á reconquistar de nuevo su privanza, anhelando vengarse de sus contarios. Nada sin embargo pudo conseguir, porque el Rey no acababa de pronunciarse ni en favor suyo, ni en el de Mateo Vazquez, que le asediaba sin tregua ni descanso, para que dispusiese el proceso contra su enemigo. El viage que hizo entonces para tomar posesion del reino de Portugal y coronarse en Lisboa, dió treguas al deseo que tenia de terminar tan enojoso asunto de una manera, que hiciese comprender á Perez todo el encono, toda la indignacion, que en su alma habia despertado el descubrimiento de su alevoso y calculado proceder.

Doña Juana Coello no se desanimó: con una abnegacion heróica y á pesar de hallarse embarazada de ocho meses, partió para Lisboa, á fin de arrojarse á los piés del Rey, y pedirle que, como caballero, hiciese entender á Mateo Vazquez, la sinrazon con que obraba, y le órdenase el sobreseimiento de un negocio, que si llegaba á publicarse con los nombres de los que en él habian tenido parte, no saldria ciertamente muy bien librado el mismo D. Felipe. Pero este contaba con excelentes espías para saber desde las orillas del Tajo cuanto pasaba á las del Manzanares, y no bien recibió aviso de los intentos que llevaba la mujer de Perez, cuando llamó al alcalde Tejada, que le habia acompañado á Portugal, y le dio orden para que la prendiese en el camino.

Tejada se trasladó inmediatamente á Aldea Gallega, llegando á esta poblacion media hora antes que doña Juana Coello; al entrar la virtuosa matrona en la posada prircipal, se vió rodeada de alguaciles. Sobrecogióse de susto, y habiendo preguntado si aquella escuadra de esbirros se dirigia contra ella, se adelantó el alcalde Tejada para declararle, que quedaba presa.

-¿Por qué causa? le preguntó con altivez la esposa de Antonio Perez. ¿Ignoráis por ventura que voy á Lisboa al encuentro del Rey mi señor?

-Por eso mismo, y de su órden os prendo, murmuró el alcalde.

Doña Juana tuvo que obedecer, así á este mandato, como al que llevaba Tejada de exigir de ella una declaracion sobre las intenciones, que se suponian en Antonio Perez contra Mateo Vazquez, y sus deseos de matarle, por haberse mostrado su acusador público en el asunto de la muerte de Escovedo; pero tanto la afectaron aquellos rigores y el aparato desplegado contra su persona, que malparió el mismo dia, y estuvo algunos mas en grave peligro de perder la existencia.

Tejada avisó al Rey esta novedad desde Aldea Gallega, y cuando se presentó á él en Lisboa, observó que le miraba con enojo, sin que acertara á darse cuenta de la causa que lo producia, supuesto que él no habia hecho mas que cumplir exactamente su voluntad. D. Felipe, que sentia en el alma haber sido obedecido con tanto empeño, tratándose de una señora tan principal y de tan elevados pensamientos, le preguntó:

-¿Qué me traeis?

-Señor, le contestó Tejada temblando, es la declaracion de doña Juana Coello y Bozmediano.

-Dádmela, repuso el monarca, y tened entendido que si esa dama pierde la vida por el susto que la habéis causado, mandaré que os ahorquen.

Diciendo así cogió la declaracion, la arrojó al fuego y la dejó quemar en presencia del aturdido alcalde, á quien no volvió á dirigir la palabra. El recuerdo de tan estraña escena produjo desde entonces en el pobre Tejada estremecimientos nerviosos, que le duraron toda su vida.

El Rey envió al Padre Rengifo á Aldea Gallega, con encargo especial de decir á doña Juana, que en cuanto se lo permitiese el estado en que se hallaba, se volviese á Madrid con toda comodidad y sosiego, pues él la empeñaba su palabra de caballero en el pronto despacho del negocio de su marido, así que los asuntos de Portugal le permitiesen regresar á su corte de Castilla.

No tardó en verificarse esto último, ni le fué posible tampoco á Mateo Vazquez disimular la impaciencia que tenia de ver á D. Felipe, á fin de asestar nuevos golpes al corazon del caido Secretario. El Rey lo recibió sin manifestar en su severo rostro señal alguna que revelase sus miras favorables ó adversas, respecto á la lucha entablada; pero adivinando por el júbilo de aquel hombre implacable, que iba á escuchar alguna nueva de interés, relativa á Antonio Perez, le dijo:

-Se me figura, señor Mateo Vazquez, que no habéis perdido el tiempo durante mi ausencia.

-Al contrario, señor; lo he aprovechado para acabar de conocer al traidor, que tantas veces ha abusado de su poder y valimiento. Ya no pueden oscurecerse ciertas cosas, ni el escarmiento atemoriza á ciertas conciencias.

Este exordio estudiado del enemigo de Perez excitó la curiosidad del Rey, que repuso con vehemencia:

-Esplicaos. ¿Qué habeis descubierto?

-Señor, respondió Vazquez, al Secretario que dispuso la muerte de Escovedo, porque nunca he creido que la ejecutase con su propia mano, han servido muy poco las enseñanzas de su desventura, ya que con tan escasa modestia hace alarde de las grandes riquezas que posee.

-Eso es dejarme en tinieblas, replicó D. Felipe. Hace mas de año y medio que pedis justicia en nombre de la familia de Escovedo, y otro tanto que todos se quejan porque no se os atiende; y hasta ahora, no habéis presentado un solo hecho que pruebe vuestras acusaciones. ¿Queréis por ventura que mande empalar vivo al señor Antonio Perez, porque se os antoje decir, que él ordenó aquella muerte?

-El la ordenó, Señor... murmuró Vazquez.

-Justificadlo, si podeis.

-Señor, eso llegará á su tiempo.

-Pues hasta entónces, reportaos y no acuséis al hombre, contra quien nada probais.

-Puedo, señor, probarle otros delitos, que ha cometido en ausencia de Vuestra Alteza.

-¿Cuáles son?

-Antonio Perez es muy poco precavido y sin duda se ha propuesto mofarse de su propia desgracia, probando que el valimiento es cosa provechosa para las malas conciencias. El mismo género de vida lleva ahora que antes; sus gastos son enormes y tales, que ningun príncipe le iguala en ellos; en las comedias tiene palco magníficamente entapizado, y mantiene en su casa escandaloso juego de veinte doblones de saca y cuatro de posta, dando casi todas las noches cena con grande ostentacion de platos y de viandas.

-Mal hace en burlarse así de mi justicia, señor Mateo Vazquez; pero se pondrá órden en ello.

-Es seguro, senor, que de todas estas cosas se murmura en la corte y en la vilia, que urge tomar una determinacion.

-Habeisme dicho, que, esos delitos pueden probarse. ¿De qué modo lo entendeis?

-Preguntando al almirante de Castilla, á D. Antonio de La-Cerda, al marqués de Auñon y al señor Octaviano Gonzaga, que no me dejarán mentir, porque son los que acompañan en el juego al desatentado Antonio Perez.

-¿Estais cierto de todo?

-Señor, si no fuese verdad que el secretario ha amontonado inmensas riquezas, vendiendo los cargos públicos al que mas daba, como en pública almoneda, consiento en que mi cuerpo sea enrodado.

-Y enrodado será, si vuestro ódio os incita á calumniar al que en tan alta estima he tenido. Id con Dios, que en todo se hará justicia.

Pocas horas después se hallaba el Rey en la cámara de doña Ana de Austria, en cuya compañia y trato se consolaba de las grandes contrariedades y enojosos cuidados de su difícil y complicado gobierno. La conversación de los régios esposos era animada, y desde luego se conocia que el objeto principal de ella versaba sobre alguna súplica de la Reina, á la cual se resistia D. Felipe, aunque sin enfado, antes bien con todos los miramientos y atenciones debidas á la persona, que con generoso empeño procuraba convencerte.

-Mirad, señor, decia la Reina, que la Princesa me lo jura por escrito.

-Y vos, señora, replicaba el monarca, habeis dado fé á su juramento.

-¿Qué quereis que haga? Una dama tan ilustre como doña Ana de Mendoza no puede mentir.

-Se os ha escapado una palabra, que prueba toda la bondad é hidalguía de vuestro corazon; mas yo quiero enmendaros la plana: donde pusisteis no puede, poned no debe, á fin de que nos entendamos.

-¿Suponeis que ha osado negarme la verdad?

-No lo supongo; lo doy por cierto y seguro ¿No se ha atrevido á pedirme mil veces justicia contra sus calumniadores? ¿No pedí perdón á D. Ruy Gomez de Silva, por mi hijo el desventurado D. Cárlos de Austria, y todo en vista de un escrito que me dirigió la princesa de Éboli? ¿No se me quejó contra su mismo esposo? ¿No ha vuelto á quejarse despues de Mateo Vazquez? Señora, esa muger ha dado la muerte al mas hon rado magnate de Castilla y ha perdido para siempre al hombre, en quien habia depositado toda mi confianza.

-Pero esas relaciones... esos tratos secretos de doña Ana con el secretario Antonio Perez, ¿no son supercherías forjadas por sus enemigos?

-Preguntádselo al marqués de la Favara, á quien encerré en el alcázar de Toledo, porque me hicieron creer que era el galán de la Princesa, el mismo que saltó una noche desde su balcón á la calle y que se defendió espada en mano de mis acometidas. ¿Y sabeis quien acusó al marqués, señora? El galan verdadero de doña Ana; el secretario Antonio Perez: ese fué el que saltó y el que huyó de mí al conocerme. Todavia he de conservar la capa, que el conde de Cifuentes se encontró enredada entre los hierros del balcon de doña Ana de Mendoza.

-¿Y qué pensáis hacer de ella?

-Tenerla encerrada en Pinto.

-Pero allí se aburre, señor..

-Váyase por lo mucho que se ha holgado en la corte, haciendo rabiar al noble Silva.

-¿Imagináis que, si es verdad enantorse habla contra ella, no se habrá arrepentido de sus locuras?

-¿Cómo ha de haber hecho eso, si las niega?

-Mas yo debo responder á su súplica...

-Es justo: habeis intercedido en favor de la culpable.

-Señor ¿quereis que me arroje á vuestros piés para arrancaros su perdon?

-No os lo consentiria yo... Esa muger es indigna de tan alta protectora...

-¡Ah! Permitid que una buena obra sea el feliz anuncio de mi venida á España; ese anuncio me promete muchos años de felicidad.

-Señora... Señora... doña Ana de Mendoza os ha seducido. ¿De qué no es capaz esa vizca? Mas... decidme, ¿la creeis inocente?

-¡Llora tanto la infeliz en su fortaleza de Pinto!

-Llora, porque ya no puede hacer de las suyas.

-Señor, no debeis insultar su desgracia: Hoy son muy poderosos sus enemigos...

-Es decir que para vos...

-No os lo negaré, señor; la princesa de Éboli es una víctima de sus maquinaciones.

-¿Y si os pruebo que D. Ruy Gomez de Silva se mostraba sobrado clemente, cuando queria encerrarla en el monasterio de las Huelgas?

-Si eso haceis, no volveré á despegar mis lábios en favor de doña Ana.

El Rey hizo resonar el timbre de la cámara, y al punto se presentó un page, á quien dijo el primero.

-Llamad á D. Rodrigo Manuel, mi capitan de guardias.

No tardó este en presentarse, y D. Felipe le dió órden terminante de que fuese á buscar al señor Antonio Perez, y no volviese sin él.

El capitan de guardias encontró al caido privado disponiéndose para asistir á un banquete, que daba á sus amigos el presidente de Castilla; mas no bien se hubo enterado de la voluntad del Rey, esclamó frotándose las manos.

-Gracias os doy, señor D. Rodrigo, por tan alegre nueva; que alegre y muy alegre debe de ser para mí el momento que la suerte me depara, para que pueda convencer á Su Alteza de las imposturas de Vazquez. Vamos, vamos sin perder minuto, para que no se retarde mas de lo necesario la satisfaccion de mi venganza.

Cuando entró Antonio Perez en la cámara de la Reina, se hallaba este sentada junto á una ventana, que caia al patio principal del alcázar. D. Felipe hizo seña al capitan para que retirase y mirando fijamente al Secretario, le dijo:

-Os he llamado señor Antonio Perez, porque la Reina desea que la señora princesa de Éboli se restituya á su casa y familia; mas como para que así se haga, es preciso que su inocencia aparezca tan clara y brillante como la luz del sol, declaradnos cuanto sepais acerca del caso que nos ocupa.

El amante de doña Ana de Mendoza hizo acatamiento á la Reina y al Rey, y contestó:

-Negocio es ese, señor, tan grave y de tanta consecuencia, desde que la terquedad de Mateo Vazquez lo ha embrollado, que acarreará grandes males, si no se corta en tiempo.

Antonio Perez creia que D. Felipe, le hablaba de la intervencion que habia podido tener la viuda de D. Ruy Gomez en la muerte de Escovedo: al oir la Reina su respuesta, apoyó la frente en una de sus manos y quedó pensativa, y el Rey volvió á mirarle de hito en hito, porque queria que Perez adivinára lo que no se atrevia á declarar. Viendo al fin que necesitaba recordarle cosas pasadas, para hacerte conocer el objeto de aquella entrevista, te dijo con sombrío acento.

-Mateo Vazquez entiende en el negocio de la muerte de Escovedo y allá se las haya: bien sabeis que doña Ana de Mendoza no está detenida en Pinto por ese suceso. ¿Jurais que D. Lorenzo Tellez de Silva ha sido su amante?

Antonio Perez conoció que estaba perdido sin apelacion; acordóse de Diego Martinez, de aquel confidente tan fecundo en engaños, pero al mismo tiempo leia en el irritado semblante del Rey, que era ya de todo punto imposible adormecerle de nuevo. En tan angustioso apuro, perdió la serenidad que tanto le habia favorecido en los mas arriesgados lances de su azarosa vida, y arrojándose, a los pies de la Reina, esclamó desesperadamente:

-Señora... Señora... á Vuestra Alteza me acojo.

-Está bien, levantaos, repuso D. Felipe con bondad. Eso es lo que yo pretendia de vos y ahora estoy satisfecho, porque la Reina sabe lo que deseaba saber. Retiraos en paz, y tened entendido que acabáis de hacer una buena obra.

Obedeció Antonio Perez y marchó á su casa sin comprender lo que significaba la conducta del Rey, aunque persuadido de que nada ignoraba de sus misteriosas relaciones con la Princesa. Despues de largas meditaciones que entretuvieron su imaginacion el resto del dia y toda la noche, entrevió la terrible suerte que le esperaba, si no ponia cuanto antes en salvo su persona: en efecto, la vacilacion del Rey en determinar que se instruyese proceso contra su Secretario, habia consistido hasta entonces, en que carecia de una prueba irrecusable de sus traiciones; á la esplicacion del marqués de la Favara necesitaba añadir las que pudieran suministrarle el mismo Perez ó su cómplice dona Ana, y la confusion del primero, su humildad á los piés de la Reina, su abatimiento y vergüenza, al exigírsele juramento sobre los amores de la princesa y Tellez de Silva, completaban el convencimiento de un Monarca que jamás transigió con la falsía, y á quien tantas veces habia engañado el presuntuoso favorito.

Resuelto este á salir de la corte, quiso antes escribir á Diego Martinez, quien con el nombre de Roque de Almagro residia pacíficamente en Zaragoza, y aplazó su viage por dos dias; esta detencion fué fatal para él y para su familia.

El misino día de su entrevista con la Reina, dió D. Felipe órden verbal y secreta á Rodrigo Vazquez de Arce, presidente del consejo de Hacienda, para que en el término de veinte y cuatro horas le presentase una sumaria informacion acerca de la fidelidad de Antonio Perez, como ministro. El resultado patentizó su corrupcion, por cuanto Luis de Oyera, caballero de Santiago, D Juan Gaetan, mayordomo mayor, el conde de Fuensalida, D. Pedro de Velasco, capitán de la guardia española, D. Fernando de Solis y el Arzobispo de Sevilla declararon unánimemente su venalidad, sus inmensos gastos y además su intimidad estrecha con la princesa de Éboli. Probósele asimismo que al morir su padre, Gonzalo Perez, nada le habia dejado, y que poseia sin embargo una fortuna y tren de casa y servicio, que nunca habian guardado proporcion con los emolumentos de su destino. Quien mas daño lo hizo fue Luis de Overa, asegurando que él mismo le habia remitido cuatro mil ducados por el título del mando de la infantería italiana, espedido á favor de Pedro de Médicis; que recibia todos los años de Andrea Doria una gratificacion, para que atendiese á sus asuntos en el despacho del Rey16; que los señores estrangeros y los mismos príncipes, que pretendian algo en la corte de España, se dirigian á él con largueza, por medio de grandes regalos, para que les favoreciese, diciendo públicamente, que mas querian dar al secretario íntimo del Rey lo que habian de gastar en Madrid para conseguir sus fines, que permanecer esperando muchos meses y aun años las gracias y mercedes, que aquel les alcanzaba en un dia.

Don Felipe en vista de lo que arrojaba el sumario mandó arrestar á Perez en su propia casa, inmediata á la iglesia de San Justo, pero con mas rigor que la primera vez, y le hizo condenar por concusionario: he aquí la curiosa sentencia, que pronunció el Consejo sobre tan escandaloso asunto:

«El Licenciado D. Tomás de Salazar, del Consejo de Castilla por la Santa y general Inquisicion, Comisario general de Cruzada etc. Por cuanto el Rey nuestro Señor desea saber y conocer la manera con que le han servido los Secretarios de la Corona de Castilla, así como la fidelidad, integridad y celo, con qué ellos y sus oficiales han procedido en el ejercicio de su ministerio y cargo, ha ordenado que se sometiesen a la visita, comisionándonos al efecto; y después de algunas diligencias previas, en virtud de las cuales hemos juzgado oportuno notificar a algunos de ellos los cargos que les resultaban, y despues de verificada la notificacion, oidos sus descargos, terminado el procedimiento de visita, el Rey á resuelto que se nombren jueces, para que todos reunidos examinen y revean el referido procedimiento y den su fallo conforme á justicia.»

«Y habiendo considerado los cargos y descargos del Secretario de Estado Antonio Perez, despues de consultado con el Rey nuestro Señor, el dicho Perez ha sido condenado á encierro y prision en la fortaleza que el Rey sea servido señalar, por espacio de dos años y mas, si lo cree conveniente; y á ser desterrado por diez años á treinta leguas de la corte, quedando suspenso por este tiempo de sus empleos, y que ambas penas se dejen a la discreccion del Rey y sus sucesores; contándose, en el dicho destierro el tiempo de la prision y arresto en la fortaleza, y en caso de infraccion se doblará la condena. Otro si. En los siguientes nueve primeros dias pagará, devolverá y restituirá doce millones, doscientos veinte y cuatro mili setecientos noveinte y tres maravedises, en la forma y manera siguiente: 2.070,385, que recibió y le enviaron de Nápoles, por cuenta de la Señora doña Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli, salvo el derecho que pueda alegar para recibir de la dicha princesa cierto censo, que supone pertenecerle y está impuesto sobre sus bienes; Item, ocho colchas nuevas de terciopelo carmesí, recibidas de la dicha Princesa y en el mismo estado que le fueron entregadas, á no ser que prefiera dar por cada una de ellas, 300 ducados, reservando al dicho Perez su derecho contra la Princesa, para exigirlo que en cambio supone haberla dado; Item cuatro piezas de plata procedentes de la venta del conde Galvez, y que recibió de la dicha princesa, tales y tan buenas como estaban cuando las recibió, á no ser que por ellas pague 44.370 maravedises; Item, una sortija con un rubí, que recibió de la dicha princesa, á menos de que pague por ella 198.750 maravedises; a fin de que todas las sumas y objetos susodichos se entreguen y remitan a los hijos y herederos del príncipe D. Ruy Gomez, ó por ellos á quienes pertenezcan; Item, un brasero de plata, que recibió del Señor D. Juan de Austria, en el mismo estado en que lo recibió, ó en cambio 700 ducados; y por otros varios cargos y faltas que resultan de la sumarla y están probados 7.371.098 maravedises, aplicado todo al fisco y á la cámara del Rey.»

Al mismo tiempo que así se procedia contra el desgraciado Antonio Perez, fué conducida doña Ana de Mendoza al monasterio de las Huelgas de Burgos. Su empeño de justificarse y de reconquistar su perdida influencia para perseguir á Mateo Vazquez y sacrificarlo á su venganza, la obligó á dirigirse á la Reina, esperando que por su medio consiguiria aplacar las iras de D. Felipe. Lo único que logró fué empeorar su situacion y la de Antonio Perez, dando lugar con su impaciencia el procedimiento de visita y á la nueva prision de este, asi como á sus propios tormentos y á la desesperacion de verse encerrada en un claustro.




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Capítulo XXXVII

Un Reverendo Padre Franciscano y su Lego en emboscada


Una vez arrestado en su casa, suspendió Antonio Perez la realizacion de su proyecto de fuga, hasta que recibiese respuesta de Diego Martinez á la carta que le habia escrito: pero el Rey, dispuesto ya á castigarle con todo rigor, dió órdenes estrechas contra su persona. Mateo Vazquez, que no perdonaba medio ni ocasion de dañar á su enemigo, fué tambien el primero á quien ocurrió que este podia sustraerse á la justicia de Castilla, con solo dirigirse á Aragon é invocar los fueros y privilegios de aquellas leyes protectoras: por lo tanto pidió a D. Felipe que fuese custodiado en sitio mas seguro que el que ocupaba, y en consecuencia recibieron los alcaldes Espinosa y Alvaro García de Toledo comision secreta de sacar á Perez del lado de su muger, y de conducirle al castillo que su incansable perseguidor indicase.

Los comisionados hallaron al preso en compañia de doña Juana Coello y del Arzobispo de Toledo, que habia ido á visitarle. Al verle; se levantó todo turbado, y encarándose con Alvaro García, le dijo:

-De mal agüero es vuestra presencia en mi casa, señor Alcalde.

-Así es, señor Antonio Perez, le respondió este con tristeza, pero esta vez no os irá tan á gusto como la otra.

-¿Conque vais á llevarme?

-Eso se me ha prevenido y en secreto.

-¿Sabéis que voy creyendo, que Mateo Vazquez ha de conseguir del Rey que me descuarticen vivo? Mucho poder ha alcanzado en poco tiempo.

-¿Qué quereis que os diga? Juego de azar es la privanza, en el cual se pierde, cuando mas seguros estarnos de ganar.

-Dígalo yo, señor Alvaro.

-Mucho me duele vuestra desgracia y algo bueno diera yo, porque otro desempeñára esta comisión que traigo; mas no ignorais que la obligacion de mi destino es obedecer ciegamente la voluntad del Rey.

-La del Rey, sí; mas no la de ese miserable judío.

-Si el Rey me envia ¿tengo yo, señor Antonio Perez, derecho para averiguar por qué lo hace?

-Señor Alcalde de corte, muy bien discurrís en eso, más no se os oculta, que todo lo que me sucede es por sugestiones de un malvado, que aspira á ocupar mi puesto.

Alvaro García nada repuso á esta observacion. Perez entonces le preguntó temblando:

-¿A qué prision de Estado vais á llevarme?

-Os lo diré cuando lleguemos á ella, le contestó el Alcalde.

El Secretario se retorció las manos con angustia, perdió el color y se dejó caer casi aniquilado en un asiento. Doña Juana se levantó del suyo y corrió hácia, él para darle ausilio e infundirle valor, y viendo que Espinosa se adelantaba, colocóse delante de él y esclamó:

-No deis un paso mas para arrancarte de mí, si no quereis que me arroje á vuestro cuello y os ahogue. Decid de mi parte al rey D. Felipe, que no es esto lo que me ofrecieron de la suya en Aldea Gallega, y que si preso sale de la corte el señor Antonio Perez, que tantos servicios le ha prestado, presa irá con él su noble esposa doña Juana Coello.

-Tranquilizaos, hija mia, y creedme que es mucho mejor obedecer al Rey, para adquirir el derecho de apelar á su justicia, murmuró el Arzobispo de Toledo, procurando contener á la irritada matrona.

-Callad, doña Juana, añadió Antonio Perez levantándose, y como absorto en alguna idea que dominaba en su imaginacion; he oido decir que todos los males de esta vida tienen remedio, y el mio tambien lo tendrá. Ahora pido á estos señores que me dejen hablar a solas cinco minutos con el señor Arzobispo, de cosas que atañen á mi salvación.

Los alcaldes respetaron el dolor del hombre, cuya voluntad habian acatado tantas veces y se hicieron atrás, retirándose hasta la puerta de la estancia. El Secretario aprovechó aquel momento en que no podian oirle, para decir al Arzobispo, en tanto que doña Juana observaba á los enviados del Rey:

-¿Creeis que puedo evitar esta desdicha, acogiéndome al amparo de la Iglesia?

-Creo que debeis intentarlo, si os es posible. Mas... ¿cómo hacerlo? le contestó el Prelado.

-Ahora mismo lo veréis, replicó Perez con viveza. Solo os ruego que entretengais a esos hombres, mientras pongo en ejecucion mi proyecto.

Y volviéndose hácia los alcaldes añadió:

-Dadme vuestra licencia para tornar mi capa y mi sombrero, señores; he dicho al señor arzobispo, tocante a mi salvacion, cuanto tenia que decirle y en breve estaré á vuestras órdenes, para que cumplan las del Rey.

Diciendo así, se retiró de la estancia y entró en una pieza contigua, en la cual había una ventana que daba á San Justo, y cuya elevacion era de unos nueve piés; descolgóse por ella y bajó á la iglesia; mas considerando que si no se daba prisa en sus gestiones, podrían sacarle de ella sin faltar á la jurisdiccion eclesiástica, se dirigió sin perder momento a la sacristia y habiendo encontrado al Cura mayor, le enteró del caso. Cuando corrian los dos á cerrar las puertas, vieron en el templo al Arzobispo, quien sospechando lo que Antonio Perez acababa de ejecutar, se había despedido de doña Juana y de los alcaldes. Cansados estos de esperar la vuelta del Secretario, manifestaron al fin su admiracion á la afligida esposa: doña Juana entonces imaginó que el Arzobispo y Antonio Perez habian urdido alguna trama, y á fin de ganar tiempo, dijo á Alvaro García:

-No os inquietéis por la tardanza; pues si al cabo le llevais hoy, sabe Dios por cuanto tiempo, ¿por qué estrañais que manifieste apego á todos los objetos que se presenten á su vista? Las mismas paredes le detendrán para que se despida de ellas. Aguardad, que yo le traeré, para que le robeis, sin compasion, á mis lágrimas y á mi cariño.

La esforzada matrona penetró en el aposento que se comunicaba con San Justo, y quedó convencida de que su esposo se había salvado. Su júbilo no pudo permanecer encerrado en su pecho, y estalló con un grito: corrieron los alcaldes temiendo alguna horrible desgracia, mas ella les salió al encuentro, diciéndoles:

-Podeis informar al rey D. Felipe de Castilla, que el secretario Antonio Perez, se ha amparado bajo la santa jurisdiccion de la Iglesia.

Aterrados escucharon esta nueva Espinosa y Alvaro García de Toledo; mas como no osaban presentarse á D. Felipe para darle cuenta del mal éxito de su cornision, trataron de ver si podían llevarla á cabo apoderándose del prófugo. Echáronse precipitadamente á la calle, y después de reunir una escuadra de alguaciles, se acercaron á San Justo y requirieron al Cura Mayor en nombra del Rey, para que abriese las puertas. Inútiles fueron su persuasiones y su porfia, los sacerdotes reunidos ya en el templo se negaron á la demanda, y entonces Espinosa dispuso que se violentase una de las entradas: hízose así con auxilio de una palanca, la puerta cedió, y los alguaciles penetraron en la Iglesia, á pesar de las excomuniones y anatemas que, al huir en todas direcciones, les lanzaban los asustados clérigos. Los alcaldes seguidos de su escolta, registraron los confesionarios, los rincones de los altares y la sacristia buscando al fugitivo, hasta que por fin, al cabo de á una hora de esfuerzos y de pesquisas infructuosas, dieron con él en un desvan de la iglesia, y de allí le bajaron cubierto de polvo y de telarañas. De nada sirvieron entonces las nuevas protestas del Arzobispo y de los curas, que amenazaron á Alvaro García con un motin popular. Espinosa sacó á Antonio Perez de San Justo, le hizo entrar en un coche y rodeado de buena escolta, partió con él á la fortaleza de Turruégano. El vecindario se alborotó, á la primera noticia de que los esbirros de la justicia del Rey acababan de profanar el templo, declarándose contra el derecho de asilo, y aunque dejó pasar el coche que conducia al Secretario, por temor á la custodia de los mosqueteros que llevaba, apedreó á Alvaro García de Toledo y á sus alguaciles, persiguiéndoles hasta la calle Mayor y descalabrando á algunos de ellos.

Tan desagradable asunto tornó en seguida sérias proporciones, pues se promovió larga y reñida competencia entre la justicia seglar y la religiosa. Fueron acusados los dos alcaldes por el fiscal eclesiástico de haber escarnecido los fueros e inmunidades de la iglesia, y en vista de todo lo actuado, reunidos el juez apostólico y el vicario general dieron sentencia contra ellos, disponiendo que volviesen á depositar el preso en S. Justo. Enterado D. Felipe de cuanto ocurria, mandó inmediatamente á los jueces eclesiásticos que se inhibiesen de la causa, reprendió severamente al vicario, hizo salir de la corte el Arzobispo de Toledo, y dispuso que el Consejo de Castilla, diese por no pronunciadas las censuras y excomuniones, que se habian lanzado contra sus alcaldes y alguaciles.

No bien supo Diego Martinez en Zaragoza las últimas ocurrencias de Madrid, cuando determinó pasar de nuevo á Castilla con ánimo de enderezar todos los entuertos que se habian cometido. Grandes eran estos, en opinion del héroe de Pavía. En primer lugar, Antonio Perez habia andado muy torpe en dejarse prender, cuando tenia á su disposicion todos los medios necesarios para evitar su desgracia: por otra parte, no entraba en sus cálculos la resignacion con que la princesa de Éboli se habia sometido á la voluntad del Rey, permaneciendo encerrada en la fortaleza de Pinto.

-Esa dama, decia al buen veterano, al repasar la carta de Antonio Perez, ha perdido todo su temple; el Secretario tambien se deja abatir por el primer revés de la fortuna... ¡Qué hombre!... ¡Qué muger!... Es necesario que yo vaya á poner órden en sus negocios, ya que ellos han fomentado los mios. ¡Oh! El agradecimiento por delante, señor Diego Martinez, y supuesto que doña Ana y el Secretario han hecho todo lo que han podido en favor de Beatriz, justo es que yo corresponda á su fineza. Iré á la córte sin temer al Rey, ni á Mateo Vazquez, ni á los Inquisidores; sacaré al Secretario de su casa, contra el parecer de todos los guardianes del mundo, y á la Princesa, del cascaron de piedra en que la han metido, por demasiado confiada; aporrearé si es necesario, al Inquisidor Mayor, y á todos sus familiares, para que me entreguen la persona de Beatriz sana y salva, y luego... Dios proveerá.

Apenas hubo concluido este monólogo, que la audacia acababa de inspirarle, cuando abriéndose la puerta del aposento que ocupaba, en uno de los mas ocultos hospedages de la capital del antiquísimo reino de Aragon, dió paso á un personage, cuya catadura no era muy apropósito para tranquilizar á nuestro aventurero. No podia distinguirse su trage, porque le cubria de alto á bajo una capa á la usanza española, y lo tapaba el rostro un sombrero de anchas alas, que tuvo especial cuidado de encasquetarse mas al entrar. Diego le examinó con recelo y aun dió algunos pasos hácia atrás para acercarse al sitio en que tenia sus armas, lo cual excitó la hilaridad del recién llegado, quien soltando la carcajada, esclamó presentándolo su mano:

-Vive Dios, que de aquí en adelante no ha de decirse que el hábito no hace el monge. ¿Tan corto de vista se ha vuelto ya el señor Diego Martinez, que no conoce á sus antiguos amigos?

El primer movimiento del soldado fue abalanzarse, por única respuesta, al desconocido, desembozarle y echar su sombrero atrás.

-¡Providencia divina! gritó luego que le hubo visto la cara. ¡Juan de Mesa en Zaragoza!

-Ni mas ni menos, repuso el villano, y cuenta... que no he venido solo.

-El cielo lo trae de Italia, para que me ayudes á salvar á la princesa de Éboli y al señor Antonio Perez, le dijo Diego en voz baja.

-Algo he oido del peligro que corre el Secretario, porque Miguel del Bosque se las promete felices con las promesas que le han hecho.

-¿Promesas? Esplícate, Juan... pero antes cerremos esa puerta.

Hízolo así Diego, sentáronse los dos amigos y el villano de Villagarcía tomó la palabra diciendo:

-Necesito saber, antes que pasemos á otra cosa, por qué motivo se han empeñado los pillos de esta maldita posada, en que el señor Diego Martinez no se hospeda en ella.

-¡Bah! contestó el veterano, por la misma razon que negaba el consabido hosterero de Madrid, que Juan de Mesa se aposentase en su miserable pocilga.

-Lo cual significa que has tenido razones de gran peso para abandonar tu nombre.

-¿Quién lo duda? Ya te las esplicaré: bástete saber por ahora, que aquí soy conocido por Roque de Almagro.

-Pues bien, señor Roque, tened entendido que para llegar hasta vos, he tenido que atropellar en la escalera á cuatro badulaques, que me impedian subir.

-Allá se las hayan eso prueba que en Italia has echado humos de conquistador.

-En Italia se vive á lo rey, amigo mio, y ya estoy rabiando por volverme á esa tierra de promision, donde corren con mas abundancia que en Castilla y Aragon los dineros de España.

-¿Por qué diablos has venido?

-¡Toma! ¿No has dicho antes que el cielo me trae?

-Eso es bueno para que yo lo crea, pero no me esplica tu viaje.

-No quiero ocultarte que salí de Italia, siguiendo á Miguel del Bosque.

-¡Ah! ¿Conque está en Zaragoza?

-Si prosigues de ese modo haciéndome preguntas, no nos entenderemos.

-Cierro mis lábios y nada me ocultes, porque nuestros negocios exigen hoy entera franqueza y mútua confianza.

-Algo embrollados deben andar, amigo Diego, y así, escúchame bien. Luego que llegamos á Nápoles, quedamos Miguel y yo en los tercios que dan guarnicion á aquella ciudad, y el alférez Insausti pasó á su compañia que estaba en Palermo, y allí murió.

-¡Ah! Un testigo menos, murmuró el soldado.

-Le mataron de dos puñaladas, prosiguió diciendo Juan de Mesa, no sin dirigir, á su interlocutor una mirada escrutadora; es decir, que recibió con las setenas el golpe que dió al señor Juan Escovedo. Yo, como sabes, me metí en la administracion de las haciendas de la señora princesa de Éboli, y no he perdido el tiempo: lo peor es que me ha durado poco, porque la justicia del Rey ha embargado aquellos bienes, de resultas de los embrollos que ha habido en la corte con doña Ana. Mas no para aquí la historia; sino que un dia fue á verme Miguel del Bosque, á fin de noticiarme que iba á pónerse en marcha para la corte. Díjome que habia recibido carta con salvo conducto de un tal Mateo Vazquez, al presente secretario del Rey, en la cual le ofrecia grandes mercedes y regalos si se presentaba en Madrid á declarar contra el señor Antonio Perez; añadíale el mismo Secretario, que al rey D. Felipe no le importaba saber quienes ejecutaron la muerte de Escovedo, sino solo quien la mandó hacer, y si la princesa de Éboli tuvo de antemano conocimiento de ella, con tantas y tan fuertes y tentadoras razones, para convencerte de lo mucho que le importaba someterse á los deseos de su Alteza, que el alferez Bosque, despues de jurarme que mi nombre no sonaria para nada en el asunto, se resolvió á cumplir lo que se le ordenaba. Yo le vi partir de Nápoles, y te confieso que desde aquella hora, no tuvo un momento de reposo. ¿Quién me aseguraba á mí que Miguel, una vez entre las manos de los jueces de Castilla, no cantaria claro? Entonces me acordé de tí, y dije con resolucion: á España, á buscar á Diego Martinez, único hombre capaz de discurrir lo que convenga á todos. Al dia siguiente pedí mi licencia al virey, pretestando que mi anciana madre se hallaba poco menos que agonizando y que queria abrazarme por la última vez, y me embarqué para Barcelona. Allí tomé lenguas de Miguel del Bosque y me enteraron que dos dias antes de mi llegada, se habia dirigido á esta ciudad; púseme en marcha, y al entrar en Zaragoza, hace veinte y cuatro horas, olfateé dos buenas nuevas: la primera fué, que el que con tanto afan me obligaba esponerme á ser ahorcado por seguirle, habia caido enfermo y no podia cóntinuar su viage á Castilla; la segunda, que Diego Martinez se encontraba disfrutando de completa salud en este suelo de valientes.

-¿Cómo te gobernaste para saber tanto en tan poco tiempo? le preguntó el soldado sonriéndose y estrechando su mano.

-De lo primero me informaron en la posada que ocupa Miguel; de lo segundo me convencieron mis propios ojos.

-¿Me has visto en la calle?

-Anoche seguí tus pasos hasta este pícaro alojamiento.

-Perfectamente, Juan; eres hombre de resolución, y has salvado nuestras cabezas de las garras del verdugo. Ese Mateo Vazquez, que debe tener algo de brujo, segun el acierto con que huele las personas que pueden suministrarle buenos informes, es el descreido perseguidor del señor Antonio Perez, de la princesa de Éboli, y de cuantos hemos tenido arte ó parte en el miserable asunto, que no hay para que mentar. Se ha encargado de la demanda de la familia de Escovedo, y anda revolviendo el mundo para dar con los autores de aquel hecho. ¿Por qué estoy en Aragon? Porque quiso ganarme para las declaraciones con un bolsillo de oro. ¿Sabes lo que determiné? Cojer el bolsillo, mudar de nombre y venirme á la tierra. Creéme, Juan: nuestro cómplice Miguel, vá á meternos á todos en un mal paso, porque lo harán cantar de grado ó por fuerza.

-No le harán, replicó vivamente el villano.

-¿En qué te fundas?

-En que para algo he salido yo de Italia.

-Es preciso caminar con tiento.

-Por lo pronto, descansemos en Zaragoza hasta que nuestro alferez se halle en disposicion de pasar á Castilla. He tomado cuarto en su misma posada, y saldré detrás de él de la ciudad.

-Los dos irémos, Juan, los dos, para convencerle de que es un necio.

-Y luego que estemos fuera, apretaremos el paso y... á quien Dios se la diére...

-No, no, por todos los santos del Paraiso.¿Quieres que se nos cierren las puertas de los fueros de Aragon?

-No te entiendo.

-Escúchame bien. Seguiremos á Miguel del Bosque, paso á paso hasta el territorio de Castilla, y una vez allí, tendremos con él las esplicaciones necesarias. De ese modo nuestra retirada será segura en caso de aprieto.

-Ya decia yo que sin tu auxilio, era iniposible que saliese bien de tan intrincado enredo.

-Prudencia y no dormirse. Yo estaré prevenido á todas horas del dia y de la noche.

-Me ocurre una idea, dijo Juan de Mesa levantándose.

-Oigámosla, repuso Diego imitando aquel movimiento.

-Antes de venir á buscarte, he comprado dos yeguas.

-Bien pensado, porque así no nos cansará el camino.

-Es que voy á hacer con ellas lo que se llama en la guerra, armar una emboscada.

-Ahora soy yo, quien no te entiende.

-Se me figura que puede servirnos de algo el discurso de que esas yeguas lleven las herraduras al revés.

-¡Demonio! esclamó Diego fuera de sí y abrazando á su amigo; desde que partiste á Nápoles, has aguzado prodigiosamente el ingenio. ¡Las yeguas herradas al revés!... ¿Sabes que has descubierto una mina de oro? Haz lo que has imaginado, que ya verás en breve los milagros que produce tu invencion.

Separáronse aquellos dos hombres honradísimos; Juan de Mesa para volver á su posada y tomar las disposiciones convenientes que habian quedado acordadas, y Diego Martinez, para darse trazas de que Antonio Perez pudiese fugarse de Madrid, así como de Pinto la princesa de Éboli, pues ignoraba que la justicia del Rey, habia encerrado con mayor seguridad, á estos dos personages de nuestra historia. En cuanto á Beatriz, tenia ya formado su plan y confiaba triunfar, á buenas ó á malas, del encono de los Inquisidores.

Ocho dias transcurrieron, sin que el veterano recibiese el menor aviso de su amigo Juan, y no pudo resignarse á esperar mas tiempo. Echóse á la calle resuelto á dirigirse á su posada, cuando le vió llegar sofocado y sin aliento. -¿Qué tenemos? le preguntó, temiendo algun desastre.

-No hay tiempo que perder, le contestó el villano: nueatro compañero se ha puesto en marcha hace media hora, en un buen jaco.

-Al avio, y Dios y la Virgen Santísima del Pilar nos ayuden. ¿Están listas las yeguas?

-Y también nuestros disfraces.

-¿Qué significa esa mojiganga?

-Que vas á convertirte, no bien nos encontremos fuera de la ciudad, en el muy Reverendo Padre Almagro, de la órden de San Francisco, y yo, en el devotísimo lego Bastian.

-Qué me place. ¿Y á dónde están los arreos necesarios para tan sábia transformacion?

-Ocultos en el saco que lleva una de las dos yeguas.

-Adelante y cúmplase la voluntad del cielo.

Un cuarto de hora después, caminaban á trote largo dos frailes franciscanos en sendas cabalgaduras con direccion á Castilla; mucho debieron fatigar á sus bestias, porque al cabo de cinco dias se hallaban muy descansados en el comedor de una venta solitaria, situada entre Pastrana y Villavieja, en término y jurisdiccion de Guadalajara.

El sitio era apropósito para una celada, porque la venta, único, albergue que podía encontrar el viajero en muchas leguas á la redonda, tenia dos salidas; una que daba al camino, y otra por la parte del monte. En aquel momento no habia en ella mas personas que nuestros aventureros y la ventera, mujer de unos treinta años, fresca, morena, y dispuesta á no decir, esta boca es mía, cualesquiera que fuesen los acontecimientos, que turbasen la monotonía de su morada. Su marido se hallaba á la sazon ausente en el mercado de Villavieja y ella fué la que acogió á los fingidos religiosos, no sin sonreirse maliciosamente después de haberles examinado de piés á cabeza; lo cual daba á entender que estaba acostumbrada á recibir en su casa todo cuanto á la providencia de Dios le parecia bien regalarle, bajo la capa de parroquiano.

Diego Martinez y Juan de Mesa, estaban, como hemos, dicho, en el comedor de la venta, donde acababan de dar fin á una sabrosa refaccion de conejos guisados, cuando llegó hasta, ellos el acompasado ruido de los pasos de una caballería.

-Este debe ser, dijo el segundo; prevengámonos.

-Ya lo sabes; se trata de convencerle, repuso el soldado: acordémonos de que fué nuestro amigo en Villagarcía.

No pudieron proseguir, porque al mismo tiempo llegó á la venta Miguel del Bosque: era pues evidente que los que salieron en su seguimiento de Zaragoza se le habian adelantado en el camino.

La ventera introdujo al alferez de los tercios de Italia en el comedor, y él saludó á los dos frailes cortesmente. Al mismo tiempo se levantó Juan, cerró la puerta y echó el cerrojo, circunstancia que no pudo menos de estraflar el recién llegado y que le obligó á preguntar á Diego:

-Tengo para mí, reverendo padre, que vuesiro lego sueña con ladrones ¿eh?

-Y por si sois uno de ellos, señor Miguel del Bosque, le contestó el veterano alzándose la capucha que le cubria el rostro, ha tomado sus precauciones.

-¡Qué veo! esclamó Miguel palideciendo. ¡Tú aquí!... ¡Tú en ese trage!...

-Y yo tambien, añadió el lego desbabriéndose y mirando con ojos de tígre á su cómplice traidor.

-¡Juan de Mesa! gritó éste, santiguándose como si hubiera visto aparecer al enemigo del género humano. ¿En dónde estoy?

-En tierra de amigos, si eres hombre razonable, dijole con calma Diego Martinez.

-¿Y de lo contrario?

-En una emboscada.




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Capítulo XXXVIII

Una discusion, cuyo razonamiento no tiene replica


Y ahora discutamos, prosiguió díciénd o el amante de Beatriz, desentendiéndose del asombro que revelaba el semblante de su interlocutor.

Este registró con una mirada todos los rincones del aposento y se convenció de que le era imposible evadirse por la única ventana que en ella habia, porque estaba muy alta. Hizo pues de la necesidad virtud, echó mano con un desenfado verdaderamente militar al taburete mas próximo á su persona, sentóse cruzando las piernas de modo que no le embarazase la espada, y murmuró entre dientes:

-Discutamos.

-¿A qué has venido á España? le interrogó el veterano.

-Eso no es discutir, respondió Miguel, retorciéndose el vigote.

-Yo lo diré por él, repuso el antiguo villano de Villagarcía.

-Silencio, señor alferez Juan de Mesa; contentaos con guardar la salida y no os metais en dibujos. Señor alferez Miguel del Bosque ¿por qué habéis abandonado vuestras banderas de Nápoles?

-Ese lo sabe, contestó el preguntado.

-Y yo no lo ignoro. Habéis hecho este viage, seducido por las promesas de un bribon que quiere perdernos; venis á delatarnos.

-Nada de eso: en Nápoles juré á Juan de Mesa, que nada tendria que temer de mis declaraciones.

-¿Qué necesidad tenemos de que declares?

-El Rey lo quiere.

-No hay tal: quien lo quiere es el bribon que te ha escrito para engañarte.

-Lo mismo da, y en cuanto á engañarme, estás en un error: tengo salvo-conducto.

-También lo tenian el baron de Montigny y el marqués de Mons, que eran personages de mas valía.

-Se me ha ofrecido, que nada se hablará en la causa, acerca de los que mataron á Escovedo.

-Pues entonces ¿de qué se hablará?

-De los que lo prepararon.

-¿Los conoces tú?

-Sé que fueron el señor Antonio Perez y la princesa de Éboli.

-¿Cómo harás para probarlo?

-Eso no me toca á mí.

-¡Imbécil! ¿Conque no te toca probar una acusacion? ¿Imaginas que el señor Antonio Perez, la princesa de Éboli, los jueces y el Rey están en el deber de pasar por lo que digas?

-Allá lo veremos.

-No; no lo veremos allá, porque es necesario que lo veamos aquí. Cuando acuses á las personas que has nombrado, te pedirán la justificacion de tu dicho, y tú, so pena de sufrir el suplicio del tormento como testigo falso, declararás que te buscó para matar á Escovedo el hombre de confianza del Secretario del Rey, esto es, un tal Diego Martinez, que, por ahora no desea meterse en honduras con los señores alcaldes de corte; y para que te lo crean, apelarás al testimonio del alferez Juan de Mesa, añadiendo que el de Insausti es completamente inútil para el proceso, supuesto, que ese valiente camarada ha pasado á mejor vida. He ahí lo que sucederá en cuanto llegues á Madrid; de modo que vamos á danzar todos en el negocio.

-No danzaréis; lo he prometido y lo prometo ahora, si es necesario.

-Ven acá, mal aconsejada criatura. ¿No te he hecho ver que, si no citas nuestros nombres, serás tenido por testigo falso y sobornado? ¿Conoces algun otro medio de probar contra el señor Antonio Perez lo que pasó? ¿Crees que los dolores de la tortura serán menos fuertes que tu voluntad?

-El miedo os hace ver visiones; pero yo os afirmo que las cosas no llegarán á ese estremo.

-¿Conoces á Mateo Vazquez?

-Nunca le he visto.

-Pues bien; guárdate de verlo, porque si te atrapa, no te librarás de la horca.

-Al contrario; espero obtener muy pronto su favor.

-Delatándonos...

-Dios me libre de semejante tentacion.

-No te librará, no te librará y nos perderás todos, y también á la pobre Beatriz.

-¡A Beatriz! ¿De qué modo?

-Sin duda ólvidas que Mateo Vazquez te llama para que acuses á la princesa de Éboli.

-Es verdad.

-¿Y por dónde sabes tú, que esa ilustre dama tenia conocimiento de lo que íbamos á hacer con el Secretario de D. Juan de Austria?

-Yo diré lo que el señor Mateo Vazquez me dicte.

-Mateo Vazquez no ignora que aquella noche alumbró la escena un farol, colocado en uno de los balcones de doña Ana de Mendoza.

-Si tan adelantado está...

-Señor alferez Miguel del Bosque, no echeis por el atajo, porque vive Dios, que por mucho que me adelanteis, os he de alcanzar. Tambien salisteis antes que nosotros de Zaragoza y os dejamos dormido en la Almunia.

-En efecto; allí me dijeron que habian pasado dos frailes...

-No nos distraigamos, porque el asunto es mas peliagudo de lo que parece. Mateo Vazquez os apuntará lo del farol, para enredar á la Princesa; mas como Beatriz lo puso allí, la princesa enredada será mi prima...

-Por parte de Adan, señor Diego Martinez.

-Por parte del diablo, si quieres; eso á nadie le importa. Ya nos tienes pues á todos bajo la férula de la justicia, sin que te libres de ella.

-¡Bah! Te repito que sueñas de puro miedo.

-Y yo te juro, que nada de lo que piensas declarar será cierto.

-Tanto mejor para todos.

-Tanto peor, tanto peor, porque nos enredarán por culpables, siendo inocentes.

-¡Inocentes! Ojalá...

-Te pesqué á la primera, compadre. ¿No has asegurado que la justicia solo busca á los que dispusieron la muerte de Escovedo?

-Esa es la verdad.

-¿La dispusimos nosotros?

-Por lo mismo, nada debemos temer.

-Segunda parte: tampoco la dispusieron el señor Antonio Perez ni la princesa de Éboli.

-¿Conque no? ¿A quién harás creer semejante absurdo?

-A cualquiera que no sea un necio y un vendido. A fé que hoy eres el único hombre de cuantos pisan el suelo castellano, que no sepa á qué atenerse respecto de ese negocio.

-Pero... ¿no te encargó el Secretario que nos buscáras y reunieras para dar el golpe?

-¿Quién lo duda?

-Pues no necesito mas, para tranquilizar mi conciencia.

-¿Y qué me responderás cuando yo ponga al cielo por testigo de que el señor Antonio Perez recibió esa comision de otra persona?

-¡El! Esos son cuentos.

-Eso y únicamente eso es lo que debes decir á Mateo Vazquez, para que tu alma no se pierda.

-¡Ah! Ya estoy en autos; se metió en el atolladero por dar gusto á la Princesa.

-Por obedecer al Rey.

-¡Al Rey! ¿Por qué entonces se le persigue en su nombre?

-Porque las felicidades de este mundo son pasageras, amigo Miguel; porque D. Felipe de Castilla no aborrece al que preparó de su órden la muerte de Escovedo, sino al amante de doña Ana de Mendoza.

-Sea lo que fuere, me lavo las manos: tengo salvo-conducto del Rey y me veré con Mateo Vazquez.

-¿Estas seguro de ello?

-Casi seguro.

-¿Y si yo te lo prohibo, por tu bien y por el nuestro?

-¿Y si yo os ofrezco á los dos salvo-conducto igual al mio para volver á la corte, y para que nadie pueda tocaros al pelo de la ropa?

-Necesito mas.

-Se os harán mercedes.

-Juan de Mesa y yo somos ricos, y á mas á mas, agradecidos. Ojalá pudieras decir otro tanto.

-¿Qué es lo que deseais?

-La libertad del señor Antonio Perez, la de doña Ana y la de Beatriz.

-¿Están esas gracias en mi mano?

-Está en tu mano y en tu obligacion morir defendiendo á los que te sacaron de la miseria, ¿Qué eras cuando yo te busqué en la corte? ¿Qué tenias cuando jugamos á cara ó cruz la suerte de asesinar á Escovedo? ¿Quién te sacó el título de alferez?¿Quién te llenó de oro confiándote como á Juan un empleo lucrativo y tentador en unas riquísimas haciendas de Nápoles? Ahora elige: ó nosotros, ó Mateo Vazquez.

-He jurado fidelidad al Rey.

-¿Hasta el punto de llevar á la horca á tus protectores?

-Ignoro lo que será de ellos: me llama el Rey y debo obedecerle, presentándome en la corte.

-Mira, Miguel del Bosque; si me conoces á fondo, habrás comprendido que cuando tomo una resolucion, no soy capaz de cejar en ella por nada de este mundo.

-¿Y qué has resuelto hoy?

-Salvar á las personas, que tanto derecho tienen á nuestra eterna gratitud.

-Sálvalas en buen hora; yo no te suscitaré el menor obstáculo.

-Tu viage á Madrid es el principal de todos.

-¡Ah! ¿Y pretendes...?

-Impedirlo á todo trance.

-Sepamos como.

-Aquí hay recado de escribir, y por lo mismo no se necesita incomodar á la buena ventera. Acércate á esa mesa, si lo tienes á bien y apunta con cuidado lo que voy á dictarte.

-¿Qué es ello?

-Una epístola para el señor Mateo Vazquez, diciéndole que has consultado maduramente el negocio con un reverendo padre de la órden seráfica de San Francisco, y que éste te ha hecho ver con irresistible claridad, que la ingratitud es el mas abominable de todos los vicios; que en consecuencia, has determinado echar á tu boca una mordaza y volverte á tu compañia de Nápoles, ó adonde quieras, pues en esta parte puedes mentirle á tu antojo. Por último añadirás para que no crea que te mamas el dedo, que si tanto empeño tiene en averiguar quien mandó la muerte de Escovedo, puede preguntárselo al Rey nuestro señor, quien le enterará de todo, si tal es su suprema voluntad.

-¿Y si me niego á emborronar el papel con semejantes embrollos?

-Hay otro camino: no escribas una palabra y vuélvete á Zaragoza, firmándome un documento, en que conste que Mateo te ha sobornado.

-¿A dónde vais vosotros?

-A Madrid.

-Iremos juntos.

-Imposible. Escribe lo que he dicho á Mateo Vazquez, ó marcha á Zaragoza.

-Ni lo uno, ni lo otro, si nome veo en, peligro de muerte.

-Muy torpe eres, si no te has convencido, de que ese peligro te amenaza desde el principio de esta discusion.

-¡Cómo! ¿Pensais asesinarme?

-De seguro, si no te avienes á lo que te propongo. ¿Imaginas que solo por pasatiempo, ó por sorprenderte y alegrarte un rato en esta maldita venta, hemos endosado la capucha de frailes franciscos? Te advierto que nuestro amigo Juan está ya que no puede con su impaciencia, y que mas de una vez me he visto en el caso de contener su arrojo con mis miradas, desde que nos ocupa tan importante asunto.

-De modo que... efectivamente me habeis armado una celada.

-De la cual no saldrás con vida, si persistes cinco minutos mas en tu negativa á nuestros deseos.

-¡Ira de Dios! Sois los mas fuertes y reniego de mí, por no haber echado mejor mis cuentas desde Nápoles. ¿Quién diablos, me sugirió la idea de participar á ese desconfiado mi venida á España?

-No blasfemes, Miguel del Bosque, porque los minutos están contados. La divina Providencia te ha puesto en nuestro poder, para que no cometas un horrendo crímen.

-He dicho ya que sois los mas fuertes; héme aquí pues; dispuesto á todo, con tal que no me estorbeis mi viage á la corte.

-Negado, amigo Miguel, porque una vez allí, harás que nos prendan, y de nada servirá lo que hoy escribas si quieres creerme...

-Os empeño mi palabra, de que solo me detendré en Madrid dos dias.

-En dos dias se pueden cometer mil horrores: ya no nos fiamos de tí, sin pruebas.

-Pedídmelas.

-Dirígete hácia Burgos, penetra en el monasterio de las Huelgas y saca de él á la princesa de Éboli, llevándola á Aragon.

-¿Y el Santo Oficio?

-Si no aceptas, tú lo perderás. Ea; escribe, porque estamos perdiendo un tiempo precioso.

-A la buena de Dios, y salga lo que saliere.

Al pronunciar Miguel del Bosque estas palabras, se levantó mas en vez de acercarse á la mesa, como esperaba Diego Martinez, le vió llegar hacia su asiento, armado de una daga que debajo de la capa habia tenido oculta hasta entonces; el soldado saltó como una pantera hasta la pared, pero antes que pudiese desnudar el puñal para defenderse de tan brusca acometida, sintió clavarse en su hombro izquierdo el frio acero de la daga de su enemigo. Este, viéndole caer en tierra, se volvió furioso para matar á Juan de Mesa; pero el villano le acometió con tan desesperada furia, que empezó á arrepentirse de haberse dejado dominar tan fácilmente por la cólera.

Entonces dió principio entre los dos alféreces de los tercios de Nápoles una lucha encarnizada, horrible, sin trégua ni descanso; una lucha silenciosa, en que menudeaban los golpes, los quites y las retiradas; una lucha, en que el vencido tenia que morir. No duró mucho tiempo: Juan de Mesa llamó diestramente la atencion de su contrario con un falso ataque, y cuando Miguel del Bosque, iba á defenderse desplegando toda su destreza, hízose atrás con rapidéz, avanzó en seguida sin detenerse á tomar aliento, y cayendo sobre él como un rayo, le embainó su puñal en el pecho.

-¡Confesion! esclamó el infeliz doblando una rodilla.

-Toma, le respondió el villano, asestándole otro golpe en el corazon, que le hizo rodar á sus pies.

Inmediatamente corrió hacia Diego Martinez, que habia perdido el conocimiento por la violencia de la puñalada que le habia dejado sin accion. Su herida no era peligrosa, porque la punta de la daga habla penetrado poco en la carne, merced al movimiento natural que hizo de agacharse al reconocerse sorprendido, y que disminuyó en gran manera la fuerza misma del arma. Cuando abrió los ojos y vio á su lado á Juan de Mesa, un sentimiento de júbilo feroz iluminó su semblante:

¿Cuántas le has dado, querido Juan? le preguntó apoyándose sobre el brazo derecho.

-La primera fué mortal, pero repetí la segunda para rematarlo, murmuró aquel con sordo acento.

-Bien, hijo mio, bien; nos has salvado á todos. Ayudame ahora á sentarme por ahí, véndame como puedas este alfilerazo y llama á la ventera, para que entre todos echemos tierra á ese judío.

El villano encontró en las alforjas, que á prevencion llevaban, lo necesario para curar á su amigo, mas antes quiso lavarle la herida: cogió pues la capa de Miguel del Bosque, cubrió su cadáver con ella después de arrastrarlo á un rincon del comedor, y abrió la puerta para pedir agua á la ventera. Esta, que hacía rato habia sospechado el género de entretenimiento á que se entregaban sus huéspedes, estaba cantando á la entrada de aquella madriguera con tan desaforadas voces, que hubieran bastado para resucitar á un muerto, si los muertos fueran capaces de resucitar por la virtud del canto; pero al oir que la llamaban, calló de pronto y se presentó en la pieza que acababa de ser teatro de la desesperada refriega.

-¿Qué se os ofrece, Reverendo Padre? preguntó á Juan de Mesa, dirigiendo hácia todas partes curiosas miradas.

-Agua, un cántaro de agua, contestó el villano, para restregar el hombro del Superior y... añadió señalando al suelo, para limpiar esas manchas.

-¡Ah! ¿Conque tan pesada ha sido la broma? preguntó la buena muger, aparentando una inocencia angelical.

-¡Eh! Nos hemos divertido á nuestro sabor. Ya se vé...somos gente ociosa, cuando no nos obligan las austeridades del monasterio...

-¿Y el otro que llegó después? Se habrá ido por la ventana por no pagar el hospedage.

-No hay cuidado, que aquí hay quien pague el gasto que hubiera podido hacer en tres meses. Lo que importa es prepararle una buena cama, porque está roncando como un prior.

-Atendamos primero al rasguño, dijo á esta sazon Diego, porque ese otro no tiene prisa.

La ventera se acercó al cadáver de Miguel, levantó la capa, lo contempló breves instantes, y volviéndolo á cubrir, respondió sin inmutarse:

-No; no tiene prisa; tiene sueño pesado. Lástima es que mi hombre se haya ido á Villavieja.

-¿Por qué, patrona?

-Porque... porque entiende de cuentas mejor que yo, y vuestra diversion debe valer algo.

-Puedes ponerlo precio, y no se regateará, con tal que ese bulto desaparezca cuanto antes.

-Si quereis levantarlo, no tencis mas que seguirme: lo otro queda á cargo de vuestra generosidad ó de vuestra conciencia.

-Corriente: venga el agua y despues nos entenderemos.

Media hora despues estaba perfectamente vendada la herida de Diego Martinez y lavado el suelo del comedor. Juan de Mesa cogió el cuerpo de Miguel por la mitad del cuerpo; el amante de Beatriz, aunque débil por la sangre que habia derramado, hizo un esfuerzo y lo sostuvo por las piernas con el único brazo que tenia disponible, y la ventera, cuyo primer cuidado habia sido cerrar la puerta que daba al camino, les guió por la salida que conducia al monte. Metiéronse en una arboleda, dejaron el muerto á la intempérie, mientras Juan de Mesa abria una fosa en aquella tierra blanda y movediza, y levantándolo otra vez, le dieron sepultura. Terminada la operacion, dijo Diego:

-Esto me recuerda otros tiempos, lego Bastian.

-Ya... ya... repuso este; cierto hermitaño y cierto castillo.

-Y cierto mastin, añadió el soldado. Entonces éramos mas jóvenes. ¡Cómo ha de ser! Cuando Dios dispone una cosa, ya sabe, lo que hace.

-Y tanto como lo sabe... pero vámonos de aquí y si os parece, Reverendo Padre Almagro, prosigamos nuestra ruta.

-No por cierto; necesito descansar bien esta noche, y nuestra buena ventera nos proporcionará cena y camas; ya se supone que la cuenta ha de hacerse á su gusto.

De vuelta al comedor de la madriguera, no tuvo por qué arrepentirse Diego Martinez de la resolucion que habia tomado. La ventera trató á los dos amigos como á dos arzobispos, y les puso camas tan limpias y tan mullidas, que pudiera envidiarlas el mismo rey D. Felipe. La noche se pasó en un sueño; el soldado se encontró al siguiente dia con bastantes fuerzas para soportar la fatiga del viage y sobre todo para almorzar, lo cual, segun el sábio parecer de Juan de Mesa, era prueba segura de pronta curacion.

Después de haber refocilado convenientemente el estómago, y mientras el villano atendia á la refaccion de las yeguas, dijo Diego á la ventera.

-Hija mia, nosotros nos retiramos ya al convento, donde pediremos á Dios por tu bien y por la prosperidad de tu casa. ¿Has formado ya tu cuenta?

-Ya os enteré ayer, Reverendo Padre, respondió aquella sonriéndose, de que muy poco se me alcanza en esas cosas. Tasadlo vos todo con arreglo á... á vuestro bolsillo.

-Eres una perillana como hay pocas, repuso el veterano, pasando su brazo alrededor del talle de su interlocuta. Conque... ¿con arreglo á mi bolsillo?

-Padre... padre... eso es pecado, gritó la última, haciendo como que se resistia á aquella dulce presion.

-¿De veras, hija mia?... Pensemos un poco... Veinte ducados por comida, cena, camas y forrage para las caballerías... ocho ducados por lavar un alfilerazo y un suelo... cuatro ducados por cantar á la entrada de la venta... cincuenta ducados por la cama de un condenado... cincuenta ducados por callar... ocho por haber adivinado que no somos frailes... y cien mas por un beso. Total, doscientos cuarenta ducados. ¿Estás contenta?

-Contentísima: sois un bribon con fortuna.

Diego contó á la ventera la suma indicada y estampó en sus mejillas, no uno, sino media docena de besos, que ella no le cobró por generosidad.

Pocos momentos despues cabalgaban los dos amigos camino de Madrid.



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