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ArribaAbajoCapítulo X

De como don Juan oyó contar una historia, que aunque interesante, le hizo muy poca gracia.


Cuando el augusto hijo de Enrique el de las Mercedes, huyendo de una muerte cierta se refugiaba en la cabaña, de que hemos hablado en el capítulo precedente, encontró en ella un jóven, única persona que la habitaba, en un estado deplorable. Era alto y bien formado, pero su escesiva debilidad apenas le permitia mantenerse en pié: su rostro pálido y demacrado; sus ojos hundidos y sin brillantez; su laxitud y sus cárdenos labios; los hondos suspiros que á menudo exhalaba, y la profunda melancolía que reflejaba en su frente, todo en él indicaba la existencia de uno de esos seres desgraciados próximos a sucumbir bajo el peso del infortunio. El rey se sorprende al verlo, no solo porque sus vestiduras, aunque rotas, manifestaban ser de persona principal, sino porque tambien sus finas maneras le hubieran hecho traicion si tratase de ocultar su distinguido orígen.

-Vengo á ser vuestro huésped, le dice al tiempo de entrar: me permitireis que aqui esté mientras dura la tormenta?

-Y despues tambien, si quereis, respondió el solitario alargándole un taburete para que en él se sentase.

-Os agradezco la buena voluntad; pero al amanecer, si encuentro la senda que he perdido, me alejaré de aquí.

-Lo creo muy bien, repuso el jóven suspirando: como vos ya muchos otros lo han hecho así. Un infeliz, á quien han perseguido de muerte una multitud de males y desgracias, inspira asco y aversion, y como si fuese un leproso, huyen todos de su vista temiendo contaminarse con el aire que respira.

-Qué! Tan desgraciado sois que hasta la compasion de vuestros semejantes os falta?

-No sé si alguno la habrá tenido de mí; pero si estoy engañado, esa compasion ha sido bien estéril.

Habrá sido sin duda porque los recursos de los que os compadecian no guardaban proporcion con sus deseos.

-Ah! Cuántos como vos se han guarecido en esta miserable choza de algun turbion ó pedrisco, á los cuales, sobrándoles el pan y otros alimentos para arrojarlos á sus perros, han rehusado repartirlo conmigo!...

Los ojos del jóven llenáronse en aquel momento de agua; mas despues, como si se avergonzase de dar esta prueba de debilidad, revistióse repentinamente de cierto aire de orgullo, acordándose sin duda de su antigua fortuna, y continuó:

-Pero no, nada quiero de esos miserables: yo les hubiera hecho un bien, si hubiera sido socorrido por ellos. Al fin, qué hubiera conseguido? Acaso la prolongacion de mi vida por algunos dias mas. Es decir, cambiaria por un pedazo de pan la dulce esperanza de sucumbir presto. Quién habrá, que no habiendo participado de la vida mas que la hiel de sus tormentos, no desee la muerte?... Sentado estoy al borde del sepulcro; oigo ya los golpes del azadon que abre mi sepultura; descubro los gusanos que han de roer mis entrañas; me espanta el juicio que me espera; tengo presente el olvido y la ingratitud de los hombres, y sin embargo, si me dan á escoger entre la muerte y la vida, entre la pobreza y las riquezas, entre los placeres de una corte voluptuosa y la soledad de esta cabaña, doy la preferencia á esta para vivir y morir ignorado. La vida es para mí una carga insoportable, y la mayor desdicha, el mas grande trabajo ha sido el no haber sucumbido entre tantos buenos como me han precedido...

El bondadoso corazon del príncipe se enterneció al oir estas palabras, que bien á las claras manifestaban la desesperacion de que estaba poseido el que las pronunciara. Si él pudiera restituirle la tranquilidad de que carecia; si en su mano estuviera el trocar su suerte de aciaga y triste en dichosa y feliz, con cuánta alegría no se prestaria á cualquier sacrificio para conseguirlo! Pero hay males tan hondos, desgracias tan lamentables, que ni aun el poder y magnificencia de los reyes es bastante para estinguirlas. En esto tambien ha querido significar el Eterno su divina omnipotencia, y la pequeñez y miseria de todas las grandezas humanas.

Bien persuadido don Juan de esta verdad, no abriga la conviccion de que aquel desgraciado le deba su completa dicha; pero al menos se dispone para derramar sobre su lacerado corazon algunas gotas de ese bálsamo consolador que presta la verdadera caridad á los que tratan de practicarla.

-Yo respetaré siempre, le dice, los motivos que os obligan á espresaros así; pero decidme: si hubiese un grande y poderoso señor que, sin interés ninguno, sin exgir de vos ni aun la gratitud, se esforzase en remediar vuestros males, lo repeleríais de vos con indignacion?

-Con indignacion, no; pero le suplicarla que me dejase.

-Y si él insistiese á pesar de vuestras súplicas, qué haríais?

-Huir si podia de un bienhechor tan importuno.

-Luego vos estais contento con vuestra suerte: luego preferís vuestro estado presente á los bienes que habeis perdido: luego sois un injusto cuando os quejais de los que dan su pan á los perros y no lo reparten con vos; y luego, en fin, sois indigno de que se os tenga compasion.

El huésped, que no esperaba esta salida, no supo qué responder. Al pronto quiso hacerlo de una manera brusca: pero era cortés y bien nacido, y reputaria como una nueva desgracia el faltar á la urbanidad, que con el hábito era para él una segunda naturaleza. Estuvo por esto un largo rato suspenso, y despues que hubo algun tiempo meditado sobre lo que acababa de oir:

-Si supiéseis mi historia, dice, si á vuestro conocimiento llegase una pequeña parte de mis tristes aventuras, estoy seguro que disimularíais mis imprudencias. Vos sois jóven, y yo lo soy tambien; pero qué cúmulo de males no han llovido sobre la mayor parte de mi vida! No dudo asegurar que si á cualquiera otro le hubiese un hado adverso perseguido con tanto encarnizamiento como á mí, emplearia el mismo lenguaje para lamentarse de sus desgracias.

-Está bien todo eso, repuso don Juan, que creía tener mucho adelantado; pero vos creeis de buena fé que sois el mas desgraciado de todos los hombres, y que aun siéndolo, vuestros males resistirán á los consuelos de la amistad?

-Nada puedo deciros que pueda satisfaceros: en treinta años de desdichas no he conocido hombre mas perseguido por ellas que yo; y los consuelos de la amistad, los esfuerzos del interés mas vivo, son ineficaces para mitigar mis penas. Conozco que he nacido para padecer, que mi vida debe asemejarse á la agonía prolongada de los que espiran en un lento tormento; porque á no ser así, cómo era posible que yo sobreviviese á la pérdida de objetos tan dulces y queridos para mi?

-Os compadezco de todas veras, y en vuestra mano está el que mi compasion no sea estéril...

-Os agradezco los buenos sentimientos que os animan.

-Podeis manifestarme ese agradecimiento dándome palabra de que admitireis mis favores, y refiriéndome aunque no no sea mas que una parte de vuestra historia.

-Aunque es mucho lo que me pedís, renegaria de los sentimientos que desde la infancia llevo indeleblemente grabados en mi corazon, sino accediese á vuestros deseos. Por lo mismo, disponeos á oir algunas de mis tristes aventuras.

En seguida, recostándose sobre un monton de heno, que otro ajuar allí no habia, refirió su historia de esta manera:

-Cuando el rigor del rey don Pedro tenia helados de espanto á la mayor parte de sus enemigos, presentóme en su corte mi padre Men Rodriguez de Sanabria, que era uno de sus mas fieles caballeros. Acababa yo entonces de entrar en esa edad en que las pasiones germinan en el corazon; y el príncipe, que se pagaba mucho de mi juventud y arrogancia, dispensóme al instante su proteccion y amistad. Al fin eran tantos los servicios que mi padre habia prestado á su causa, que solo, en cierta manera, así podia premiarlos. Víme desde entonces asociado á sus empresas, y tan identificado con su buen éxito, que por conseguirlo arrostraba siempre los mayores peligros. Ah! Si aquellos de sus vasallos, que él sacara para puestos importantes del polvo de la tierra, hubieran comprendido así y desempeñado sus deberes, don Pedro estaria entre nosotros, y la usurpacion no hubiera triunfado!...Yo era, á pesar de mi edad tan temprana, el alma de sus consejos, el fiel amigo con quien compartia los secretos mas ocultos de su corazon; y puedo seguraros que no todos sus castigos eran sugeridos por el odio: algunos habia que los dictaba una recta justicia. Qué podria yo apetecer entonces que no tuviera seguro? Yo era un jóven sonreido por la fortuna, mimado por el rey, y ademas hijo de un poderoso privado que no tenia rival en la corte. Empero aquel brillante período de mi vida desapareció bien pronto. Una nefanda conjuracion tramada en Francia y consumada en Calahorra destruyó en breves dias el robusto trono en que se asentaba don Pedro. Doce mil bandidos, á quienes el Papa Urbano para librar á la Europa de sus tropelías habia pensado seriamente en enviar á los cálidos arenales del Asia y que con el nombre de compañías blancas asolaran la Francia y una parte de la Italia poniendo en grave conflicto á la Santa Sede, fueron los recursos de que se valió para usurpar la corona de Castilla el bastardo don Enrique... Si en la prosperidad el rey me dispensara su favor, justo era dije yo en la adversidad le manifestara mi gratitud: juré sacrificarme por su causa, no retroceder ante ningun obstáculo ni peligro hasta ver el aniquilamiento de sus enemigos; y segun lo dije, lo hice: mi conciencia está tranquila, y sino conseguí mis intentos, no economicé mi sangre. Mientras mi padre quedaba en el reino manteniendo el espíritu de nuestros partidarios, yo acompañaba á don Pedro buscando un asilo en Portugal. Por qué la desgracia persigue con tanto encarnizamiento á los príncipes infortunados? Por qué las piedras se vuelven contra el que huye? No es bastante la pérdida de la patria para satisfacer la venganza de un enemigo? No es suficiente tormento para satisfacerle la pérdida de un trono? Don Pedro tenia muchos adversarios encubiertos en todas partes, y en esta ocasion se manifestaron porque ya no le temian. Solo así pueden esplicarse los asombrosos triunfos y rápidas conquistas del usurpador don Enrique. Cuando llegamos á Portugal, envióme mi augusto amo á la corte de Lisboa á pedir en su nombre un albergue al rey don Pedro.

-Un príncipe ilustre, le dije, á quien una deshecha tormenta acaba de arrojar á vuestras playas, os pide permiso para permanecer en vuestros estados, ínterin no le es dado recuperar la herencia de sus padres. Si V. A. consulta á las bondades de su corazon, no le podrá negar esta gracia, y si recuerda los miramientos y tiernos cuidados que en otra época se han dispensado en Castilla al desventurado Sancho II, le concederá su proteccion.

-En una provincia no pueden caber dos reyes, me contestó secamente el monarca lusitano.

Yo quedé helado con semejante respuesta: conocí que tambien en él teníamos un enemigo tan poderoso como temible; y antes que intentase entregarnos á los de Castilla, abandonamos la tierra ingrata que nos negaba, y entramos en Galicia. Decíase entre nosotros que en este pais era en donde el rey tenia mas partidarios. Es cierto que en él habian sido menos frecuentes las defecciones, y que agradecidos sin duda sus habitantes á la gracia de que los primogénitos de los reyes se titulaban sus príncipes, Compostela continuaba por nosotros. Sin embargo, tambien aquí vi rostros ceñudos; y conociéndolo el rey, trató de retirarse á Francia buscando la proteccion de los ingleses, en quien mucho confiaba. No fueron vanas sus esperanzas; porque así que llegamos á Bayona pusieron á su disposicion un lucido ejército que podia competir con el mas aguerrido del mundo. Con él pasamos los Pirineos y llegamos á Pamplona, casi sin ser sentidos de nuestros enemigos; destruimos su plan adelantándonos hasta Najara, en donde aniquilamos las huestes del usurpador, y arrancamos de su frente la diadema con que se envanecia. No quiero referiros detalladamente cuanto pasó en aquella jornada memorable: vos debeis de saber los estraordinarios prodigios, las heroicidades que entonces tuvieron lugar entre ambos hermanos; y que solo la pericia y valor de los ingleses, arrancó á don Enrique una victoria con que mucho antes contara. Esta justicia la merece su arrojo y serenidad, pues él fué el último en retirarse con pocos caballeros del combate. Desde entonces todo lo demas se nos allanó: el reino quedó en pocos dias por nosotros; pero bien presto un nuevo aluvion de males, un enjambre de desdichas nos acometió por todas partes: el bastardo don Enrique encontró proteccion entre los franceses; y al mismo tiempo que estos se disponian para entrar en España, las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya, las ciudades de Segovia, Ávila, Palencia, Salamanca, la villa de Valladolid, y otros muchos pueblos del reino de Toledo, seguían su parcialidad y se esforzaban por su triunfo. De poco aprovechó á don Pedro su valor desesperado y el auxilio del rey de Granada. Vos sabeis ya cómo sucumbió en Montiel; y si no os refiero todas las escenas que allí se representaron, es porque os supongo demasiado instruido en ellas: os hablo de sucesos que tal vez vos habreis presenciado; y si los menciono, cuando por sabidos debia callarlos, es tan solo para que conozcais por ellos la parte primera de mi lastimosa historia. Prestadme atencion y pasaré á la segunda. Luego que Men Rodriguez de Sanabria vió á sus piés el cadáver ensangrentado de su rey, estremecióse de terror y juró vengarse en su corazon, de sus crueles asesinos. Entró presuroso en el castillo, y auxiliado por la confusion que en él reinaba, se acerca al lecho en que dos profundas heridas me tenian postrado, y me dice:

-Ramiro, la sangre que ayer has derramado en defensa del rey no es la última que exijo de tí. Yo marcho á Galicia á vengar su traidora muerte, y á proclamar por reina de Castilla á la duquesa de Alencastre. Nuestro triunfo será tan próximo como seguro: en él está interesada una nacion poderosa, que tiene á uno de sus príncipes casado con la hija mayor del desventurado don Pedro. -Qué! le pregunté sorprendido con lo que acababa de decirme, han asesinado al rey? no ha conseguido fugarse?

-Por desgracia, Ramiro, por desgracia. El pérfido Beltran Claquin nos ha vendido.

Mi padre acababa de comunicarme con estas palabras toda su indignacion: en un instante me sentí animado: deseaba por momentos vengar la muerte de mi regio amigo: creía que yo solo bastaba para conseguir empresa tan gigantesca; y como si me fuera dado moverme del potro en que me colocara mi lealtad, quiero vestirme. Insensato! Al intentarlo renuévanse mis dolores, ábrense mis heridas, y de ellas brota un lago de sangre.

-Ramiro, me grita mi padre entre el dolor que mi estado le causaba y la desesperacion de que estaba poseido, no puedes ahora, mas despues sígueme á Galicia.

Dicho esto desapareció, dejándome luchando con mis aflicciones y tormentos. No bien se habia marchado, cuando el castillo de Montiel fué ocupado por los soldados victoriosos de don Enrique, que ansiosos buscaban con que satisfacer su codicia. Llegáronse á mi aposento, y en un instante desaparecieron de él cuantos objetos lo adornaban: mi lecho sufrió un saqueo pocas veces usado con los heridos; y mi estado, que era cada vez mas triste, á nadie inspiró compasion. Víme entonces el hombre mas miserable de la tierra, pues á mi estremada pobreza y debilidad, reunia mis mortales heridas, y el encontrarme en poder de mis mayores enemigos. Sin embargo, algo debí á su compasion: el alcaide del castillo la tuvo de mí; y por ministerio de un médico árabe, despues de muchos meses, recobré la salud. Yo quise entonces marchar á reunirme con mi padre, que se encontraba levantando tropas en Galicia por el duque de Alencastre; pero al intentarlo hízoseme saber que habia perdido la libertad. En vano imploré la piedad del alcaide, en vano tambien invoqué en mi favor el derecho de gentes, diciendo que yo no era ni podia ser prisionero, puesto que no habiéndome cogido con las armas en la mano, era igual á cualquiera otro de los vasallos de don Enrique. De todo se prescindió, y solo se contentaron con decirme, que habia orden del nuevo rey para retenerme en el castillo. Esta inopinada conducta de mis enemigos hízome sospechar si los progresos de mi padre serian la causa. Deseaba aclarar esta duda: tenia contra mí para conseguirlo la distancia y la falta de comunicaciones; pero el alcaide era franco; habíame manifestado su afecto en varias ocasiones, y esta vez esperaba que tampoco desmentiria el buen concepto que de él habia formado.

-Podeis decirme, amigo, le dije para conseguir mi objeto, si sabeis algo de Men Rodriguez de Sanabria?

-De vuestro padre?

-Sí: por él os pregunto.

-Dicen que anda revolviendo la feria allá por Galicia.

-Y no sabeis si cuenta con mucha gente?

-Dícese que con bastante, aunque segun dicen, la mitad son ingleses y la otra portugueses.

-A pesar de todo, creo que no adelante nada habiendo muerto don Pedro, le dije para encubrir mis deseos.

-Y eso qué importa para revolver y no sosegar? Bastantes hijos ha dejado, aunque con mal derecho por ser todos ilegítimos; pero...

-Sí; tambien don Enrique, le interrumpí prontamente, no es hijo legítimo del rey don Alonso el Onceno, y con todo eso...

-No hablemos mas sobre este particular. Quién nos mueve á nosotros á tomar en boca su persona real y sagrada? Hay por ventura algun otro príncipe mas legítimo que él en Castilla? Él, demas del derecho que heredó de su padre, conquistó el trono que ahora ocupa; y á mas á mas, es rey por la voluntad de todos sus vasallos.

El alcaide acababa con estas palabras de imponerme silencio; pero mi principal objeto ya estaba conseguido. Era para mí indudable que Rodriguez de Sanabria se encontraba haciendo guerra en Galicia á la dinastía de los Trastamaras, y como siempre creemos aquello que mas nos lisonjea, me persuadia que las fuerzas que mandaba eran respetables. Desde aquel momento todos mis esfuerzos debian dirigirse á huir del castillo para reunirme con mi padre; mas como estaba tan vigilado, fuéme imposible conseguirlo. El alcaide acompañábame á todas partes; estaba casi siempre conmigo; y tal le veía, que estuve por asegurar que no habia recibido mas encargo que hacerme la guardia. Por otra parte no debo quejarme de su trato; y si he de decir la verdad, no puedo menos de confesar que pocos prisioneros han sido tratados con tanto miramiento. En esto iba avanzando el tiempo, cuando al cumplirse el año de la muerte trágica de don Pedro, hízoseme saber que ya podia marchar á donde quisiese. Esta orden imprevista me llenó de consternacion; llegué hasta derramar lágrimas: y el alcaide, que no debia ignorar la causa por que las vertia:

-Válgame Dios! me dijo; llorais cuando os ponen en libertad: qué sería si os encadenasen?

-Vos sabeis demasiado por qué lloro, le respondí. No es verdad que se me echa de Montiel, porque mi padre ha sido vencido y ya no inspira cuidados?

-Segun se dice de público, vuestro padre ha muerto en una refriega despues de perder sus tropas.

-Cómo! Mi padre?...

-Vuestro padre, sí. Lo mejor es que os resigneis y que rogueis de veras á Dios por él. Todos tenemos que morir; y si vos continuais afligiéndoos de esa manera, no tardareis en seguirle. Sois jóven todavía, y vuestra vida, que promete ser muy larga, debeis emplearla en servicio de don Enrique. Este príncipe, no solo premia liberalmente á sus servidores, sino que tambien perdona á sus enemigos. Vos acabais de recobrar la libertad que vuestro afecto á don Pedro os hizo perder; y si sabeis corresponder á los favores que se os hacen, justo es que con vuestras obras desmintais la nota de ingrato, en que podeis incurrir.

-Por lo mismo, le respondí vomitando indignacion y rabia, por lo mismo, ahora mas que nunca necesito, vengarme. La sangre de don Pedro vilmente derramada por la inicua mano de don Enrique, fresca está, y demanda al cielo su venganza: la muerte de mi padre, ordenada acaso por el mismo príncipe, tampoco quedará sin castigo. Pues qué, han de quedar impunes tamaños crímenes? de nada han de servir mis esfuerzos para abatir el orgullo de un enemigo aunque grande y poderoso? no ha de llegar algun dia el triunfo de la verdad y la justicia, tan despreciada por nuestros enemigos? Desengáñense los que lo contrario creyesen; estremézcanse los que adulan á un príncipe manchado con la sangre de un rey; tiemblen de espanto los que han contribuido á su nefanda obra; porque ellos tambien esperimentarán el rigor que provocan con sus injusticias. Aun hay en Castilla almas nobles y generosas, corazones llenos de abnegacion y energía, que sabrán sacrificarse por una causa justa y desgraciada: aun el infortunado don Pedro tiene herederos de su sangre: aun cuenta entre nosotros con mil aguerridos defensores, y sus esfuerzos no serán inútiles.

-Vos no quereis salir de Montiel, repuso el alcaide sorprendido al oirme hablar de esta manera: parece que habeis tomado afecto á la posada. Cuánto va á que todos vuestros fieros y amenazas quedan sepultados en este castillo? Y en verdad que si tal os sucediese, no respiraríais el aire puro de los campos, ni vuestra vista se recrearia como hasta aquí desde estas elevadas almenas. Un calabozo de los muchos que aquí tenemos deshabitados, sería vuestra perpetua habitacion.

-En dónde está? lo pregunté cada vez mas poseido de la ira: encerradme en él al instante, y enviadme al verdugo para que me despene...

Entonces el alcaide cogiéndome de la mano me puso la puerta del castillo; y al mismo tiempo que me señalaba el camino que debia seguir, me dijo:

-Sois muy mozo todavía, y vuestra juventud os impide conocer los favores que se os hacen: andad y no abuseis de nuestra paciencia.

-De este modo fuí echado de Montiel, de aquel alcázar en que vi por última vez á mi regio amigo y protector, y bajo cuyos muros encontró tan impensadamente la muerte. Allí lloré su fin y sus desgracias; allí gemi en largo cautiverio, y vi desaparecer, cual si fuesen sombras, mis mejores esperanzas. Qué me restaba ya de mi primer estado? Tan solo la vida, pues lo demas todo lo habla perdido. Encontréme pobre, solo, desamparado y huérfano. Habian desaparecido para mí los amigos que me rodearan en el tiempo de mi privanza, y cuando en la miseria recurrí a su generosidad, solo encontré hombres que no quisieron conocerme. Las mercedes del nuevo rey habian corrompido su lealtad; y de aquel considerable número de adictos que yo creí encontrar para vengarme, solo encontré muy pocos que estuviesen dispuestos para seguirme. Y qué podia prometerme entonces de sus servicios? Parecidos á los humeantes restos de una estrella abrasada, ó á los fragmentos de una nave, á quien deshecha tempestad estrelló contra las rocas de la orilla, carecian de union y de fuerza para emprender una guerra. Fuéme, pues, preciso desistir de mis intentos, y mientras el tiempo no daba de sí otra cosa, conformarme y marchar á Galicia. Allí supe circunstanciadamente las últimas desgracias de nuestra causa; y deseando saber el modo como habia sucumbido mi padre, díjoseme, despues de haberlo preguntado, que mortalmente herido, se habla refugiado en Portugal. Esta noticia aumentó mis deseos, y un ligero rayo de esperanza vino á animar mi espíritu abatido. Preguntando á cuantos se habian hallado en la batalla, pasé el Miño y llegué á una pobre alquería, en que me dijeron que se encontraba refugiado un pobre soldado de Castilla. Al pisar sus umbrales presentí cierta alegría mezclada de tristeza; y esta última, que jamás me abandonaba, degeneró bien pronto en un profundo dolor, al reconocer en un miserable gergon que allí estaba, al esforzado Men Rodriguez de Sanabria. Este espectáculo me conmueve, y sin poder contenerme, lanzo un grito que resonó en toda la estancia.

-Padre mio! esclamé arrojándome sobre su lecho: cómo os encuentro en un estado tan deplorable? qué males os han reducido á tan espantosa miseria? Sois vos aquel que imponias respeto á los enemigos de don Pedro, y hacias temblar á sus rebeldes vasallos? Qué se hizo de las aguerridas huestes que no há mucho tiempo comandábais? Adónde han ido á parar aquellos campeones que con vos juraran la venganza de la inocencia oprimida? Ah! Todo ha desaparecido envuelto en el horrible cataclismo que por nuestra desdicha hemos presenciado; y todo en fin ha sucumbido bajo el peso de la mano férrea de un enemigo poderoso auxiliado por la ingratitud y la perfidia! Vos mismo, tendido aqui en tierra estraña, sois mas que un triste resíduo de aquella falange de leales que os acompañaba en dias de mas ventura? Ellos os precedieron en la muerte, y vos no tardareis en seguirlos, concluyendo así el último de los defensores del rey mas desgraciado de nuestros dias.

Men Rodriguez, á quien una enfermedad aguda quitaba la vida, abrió sus ojos para conocerme; y como mis palabras le hubiesen recordado todas sus prosperidades y desdichas, con una voz que parecia salir del sepulcro:

-Hijo mio, me dijo, yo muero, pero tú vengarás mi muerte... Mis bienes se acabaron, y nada puedo dejarte mas que mi odio á la dinastía de los Trastamaras....

-Quiso continuar, pero su estremada fatiga y debilidad se lo impidieron. Al poco tiempo perdió el sentido, y entró en la agonía. Yo estrechaba con las mias sus manos frias y arrugadas; yo queria comunicar mi aliento á aquel pecho próximo á quedar sin él; yo bañaba su rostro con mis lágrimas y pronunciaba su nombre enternecido; pero cuán vanos eran estos esfuerzos de mi filial amor! La muerte se presenta entonces con faz lívida y aterradora; bate sus negras alas sobre la cabeza del moribundo; y mi padre, la persona que yo mas amaba, desciende á la tenebrosa region de los muertos. Afligido y desconsolado por la gran desgracia que acababa de esperimentar, despues de haber tributado á Men Rodriguez los honores de la sepultura, dejé á Portugal, atravesó la Galicia, y entré en Castilla para cumplir el testamento de mi padre... Pero lo que me pasó en esta tercera parte de mi vida, os lo referiré despues de haber descansado algun tiempo, porque ya veis que me fatigo demasiado.




ArribaAbajoCapítulo XI

De como Ramiro concluyó su historia desagradando cada vez mas al rey.


Acababa entonces la Providencia de castigar anticipadamente los crímenes del último rey, y su hijo el príncipe don Juan, de ser aclamado en la mayor parte de Castilla. Las circunstancias no podian sernos mas favorables si tuviésemos de antemano concertados nuestros planes; pero el duque de Alencastre, que defendia los derechos de su esposa doña Constanza, y el conde de Gijon que trabajaba por su propia cuenta, habíanse descuidado demasiado. Yo recibí orden del duque de levantar tropas que le protegiesen en Castilla, y que si no podia conseguirlo, que hiciese causa comun con el conde. En esto quiso seguir, la política de mi padre, que era la de destruir con las armas de unos enemigos, los esfuerzos de otros. Antes de proclamar por reina de Castilla á la princesa doña Constanza, quise ir á Burgos para enterarme mejor del estado del reino, y ponerme de acuerdo con algunos partidarios que allí teníamos. Alojéme cerca de la casa de un judío llamado Joseph Pico, á quien su destino de recogedor general de las alcabalas reales y tesorero del nuevo rey, habia dado mucha celebridad. Su casa era frecuentada por los mas opulentos judíos: los ricos-hombres y otros nobles de la corte allí concurrian tambien, buscando el dinero que necesitaban para salir de sus apuros; y aunque se quejaban de sus escesivas usuras, á él siempre recurrian obligados por la necesidad. Hízoseme entender por el duque de Alencastre la conveniencia de atraer á nuestro partido un personage que con sus tesoros tanto podia influir en su triunfo. Presentéme á él para conseguirlo haciéndole en su nombre las mas brillantes promesas; y aunque por entonces estuvo muy reservado conmigo, supe luego que ya los partidarios del conde don Alfonso se me habian anticipado. No me desanimé por esto, antes por el contrario, conociendo que cuanto se trabajase en favor del conde debia redundar de alguna manera en beneficio del duque, asociéme á esta empresa, y deseé su triunfo para mejor conseguir el nuestro. Tenia Joseph Pico una hija de rara hermosura: Abigail, que así se llamaba, no conocia rival en Burgos ni en toda su comarca. Su cabello de ébano y su frente de marfil; sus rasgados ojos circundados de negras pestañas; sus sonrosadas megillas y sus labios de coral; sus dientes como blancas perlas, y su cuello alabastrino, habian llamado la atencion de los principales señores de la corte de Castilla. Guardábala su padre como la joya de mas precio de cuantas poseía; y por lo mismo que sabia que era codiciada, reservábala hasta de nuestras miradas. Yo pude, sin embargo, verla algunas veces; y auxiliado por Débora, que habla sido su nodriza, llegué á frecuentar su trato y amistad, que muy en breve degeneró en un entrañable amor. Solo faltaba para nuestra felicidad que nuestras almas estuviesen unidas con el vínculo santo del matrimonio. Pero esta dicha, que yo tanto codiciaba, era imposible conseguirla, por el apego que Abigail conservaba al judaismo. No

obstante, su amor y mis discursos iban preparando su corazon para recibir el Bautismo, y hacerse de este modo cada vez mas digna de ser esposa de un caballero cristiano. Faltábanos tan solo vencer la repugnancia de Joseph Pico, y nuestra empresa prometia buen éxito, cuando en unas justas celebradas en Burgos, quise romper lanzas por la hermosura de mi judía. Al intentarlo encontré en la plaza al hijo de uno de los principales enemigos de mi padre, y que por sola esta circunstancia debia también de serlo mio. Manifestéle mi deseo; y habiéndolo aceptado, no solo vencí á mi adversario, sino también á su hermano, que salió poco después al palenque. Ya poco faltaba para conseguir mis principales deseos: Abigail estaba dispuesta para adjurar su religion, y su padre para consentirlo, cuando una catástrofe impensada vino á demostrarme que la desgracia aun no se habla cansado de perseguirme. El rey don Juan, ese príncipe que heredó todos los vicios de su padre, y se olvidó de sus pocas virtudes, ardiendo en deseos de poseer las riquezas de su tesorero y la hermosura de su. hija, ordenó su muerte con escándalo de cuantos vivian en sus estados. Abigail desapareció en la misma noche en que fué asesinado su padre, sin que hasta ahora se sepa en dónde el rey la tiene escondida.

-No; perdonad, le interrumpió don Juan no pudiendo resistir mas: calumniais al rey, y vuestro odio hácia su persona os impide conocer la verdad.

-Con que vos también le creeis inocente?

-Y ademas de inocente, calumniado...

-Os inspirará mas interés la opulencia que la desgracia: no me engañé cuando al principio supuse esto mismo.

El rey disimuló cuanto pudo este nuevo insulto. Sobrábale poder para aniquilar al insensato que así se esplicaba; pero conociendo que mejor le estaba á él perdonar que á sus enemigos el calumniarle, le rogó que continuase su historia.

-He notado, repuso el hijo de Men Rodriguez de Sanabria, que mis últimas palabras os han afectado demasiado. Yo no puedo creer que vos seais el rey; porque si así fuese, ya no seríamos tan enemigos; pero cuando menos supongo que sereis alguno de sus mas acérrimos partidarios.

-Soy el principal de su corte...

-Por lo mismo procuraré concluir mi historia sin herir vuestras caras afecciones.

-Nos hemos entendido sin esplicarnos.

-Privado del dulce objeto de mi amor, y sin esperanza de poseerle, salí de la ciudad de Burgos para vengarme de mis crueles enemigos, aunque mis fuerzas y recursos en nada eran comparables á mis deseos. Mi ánimo era presentarme al conde don Alfonso que acababa de ser proclamado por rey de Castilla en su villa de Gijon; pero el haber encontrado en el camino algunos de mis amigos dispuestos á proclamar por reina á la duquesa doña Constanza me hizo variar de designio. Acogí su pensamiento con entusiasmo; y con el mismo, despues de haber presentado mis títulos y poderes, fuí nombrado su gefe. Un pueblo de poco vecindario situado á corta distancia de Medina, fué el primero en donde proclamamos á la hija del desventurado don Pedro. De allí pasamos á otros de escasa nombradía, á ver si nuestras filas se engrosaban con los descontentos que en ellos podia haber; pero bien pronto conocimos que sus habitantes mas estaban dispuestos para repelernos que para admitirnos en su seno. Vímonos por muchos dias obligados á permanecer en el campo, alentados tan solo con la esperanza de los auxilios que esperábamos de Portugal. El duque entró al cabo en Castilla, y cuando tenia estrechamente cercado el castillo de Valderas, dirigímonos á incorporarnos con él. No bien lo habiamos hecho, cuando nos dijo que era muy conveniente que nos separásemos, para llamar por distintos puntos la atencion de nuestros enemigos. Tuve con sentimiento que obedecerle, porque tenia un triste presentimiento de que aquella campaña iba á ser escesivamente desgraciada. Mis compañeros opinaban de distinta manera, porque su poca esperiencia les hacia creer que nuestras fuerzas eran indestructibles. Habíanos el duque dado hasta doscientos caballos, y mas de quinientos peones; y si bien es cierto que eran aguerridos, era muy de temer que las fuerzas que sitiaban á Gijon cayesen sobre nosotros y nos aniquilasen. Toda mi esperanza estaba cifrada en los esfuerzos de don Alfonso, y cuando supe que habia sucumbido, desesperé de poderme sostener por unas tiempo. Reuní entonces á algunos de mis amigos, y en un pequeño discurso destinado á probar el peligro de que nos encontrábamos amenazados, les espuse la conveniencia de retirarnos á las fronteras de Portugal. Los pareceres fueron muy encontrados: unos querian llevar la guerra á Galicia: opinaban otros por marchar en derechura á Burgos, y espantar la corte con un golpe atrevido; mientras otros se esforzaban por probar que no se debia abandonar el pais. Esta opinion, que tenia mucho de temeraria, prevaleció en el consejo. Yo no me atreví á combatirla por no incurrir en la nota de cobarde, y aunque conocia que allí poco nos podíamos sostener, traté de animar á los mas pusilánimes. Empero, cuán pronto los acontecimientos que se siguieron á esta determinacion vinieron á probarme lo errado de nuestros cálculos!

Pero Ruiz Sarmiento, ese Adelantado que pacificó la Galicia destruyendo las huestes que capitaneaba mi padre, avanzaba, despues de haber rendido a Gijon, á oprimirnos con todo el peso de sus fuerzas. Vímonos en pocos dias atacados por todas partes. Do quiera nos dirigiésemos, allí nos seguian los soldados victoriosos del primer Mariscal de Castilla; y como si todo esto fuese poco, imposibilitados hasta de huir, por habernos tomado el enemigo todas las avenidas. Encerrados en un angosto valle no muy lejos de Rodilana, proyectábamos abrirnos paso á viva fuerza por entre las filas de nuestros enemigos, cuando en la misma noche en que debíamos ejecutarlo, el Adelantado, que sin duda conoció nuestros designios, mandó tocar al arma y alancearnos sin compasion. Veis cómo caen en el otoño las doradas espigas á los golpes de la cortante guadaña de un infatigable segador? pues así caían delante de sus enemigos los últimos defensores de la augusta hija del rey don Pedro. En vano traté de reanimar su valor para regularizar el combate; en vano tambien mis rendidos soldados imploraban la clemencia del vencedor; porque habiendo este jurado su esterminio, solo con su muerte se satisfacia. Lagos de sangre, montones de cadáveres, densas tinieblas, caballos que corrian á la ventura, ayes desgarradores, gritos horribles, hé aquí lo que en medio de aquella terrible y cruel noche abundaba en aquel campo en que la muerte imperaba. La matanza continuaba aun cerca del amanecer, cuando para librarme de la saña de un enemigo tan implacable, puedo reunir algunos miserables restos de mis destrozadas falanges, y haciendo un esfuerzo superior á la rabia de nuestros enemigos, rompo sus filas y me pongo en salvo. Cincuenta eran los caballeros que me acompañaban: todos se encontraban consternados y la mayor parte heridos. Anduvimos sin descansar todo aquel dia: nuestro ánimo era ganar la frontera de Portugal; pero cuando cerca del anochecer íbamos á conseguirlo, avistamos á corta distancia las tropas del Adelantado que nos perseguian. En breve nos acometen y cercan; y así como la pestaña rodea al ojo, quedamos dentro de un círculo de hierro. Reprodújose entonces la horrible carnicería de la noche precedente; y aunque nosotros no estábamos dispuestos á dejarnos matar impunemente, todo nuestro valor estrellábase contra el número y rabia de nuestros enemigos. Todos mis compañeros cayeron como buenos peleando por la causa que juraran defender. Yo me encontraba debajo de mi caballo, que tambien quedó muerto en esta refriega, y á esta circunstancia, unida á la oscuridad de la noche, que sobrevino muy presto, debí la salvacion de mi vida. Luego que los enemigos vieron concluida su obra de esterminio, abandonaron aquel campo enrojecido con nuestra sangre y cubierto con los cadáveres de mis infortunados compañeros. Yo, exánime por la mucha que brotaba de mis heridas, allí hubiera espirado, si el deseo de poseer nuestros miserables despojos, no hubiera conducido á aquel campo de desastres á un miserable labrador. Cuando este mas afanado se encontraba, oyó mis débiles acentos; penetróse de compasion al escucharlos, y acercándose á mí, me ayudó, á incorporarme. Pero ¡infeliz! quiero dar algunos pasos, y al instante mi escesiva debilidad da conmigo en tierra. Aquel hombre, en quien podia suponerse un corazon menos compasivo, se aflige de verme así. Rasga en pequeñas tiras su camisa para vendar mis heridas, y acomodándome lo mejor que pudo en un jumento en que habla venido montado, echó á andar conmigo en direccion de su casa. A ella llegamos á media noche; y los cuidados de su muger, que aun era mas compasiva que él, contribuyeron a que yo no perdiese la vida. A la mañana siguiente buscaron un cirujano, el que, despues de reconocer cuidadosamente mis heridas, declaró que aunque eran profundas, no parecian mortales. No sé si recibí esta noticia con alegría ó tristeza. Para mí la vida, cuando no fuese una carga insoportable, era al menos indiferente. Porque, qué podía prometerme en el mundo despues de haber sucumbido todos los que conmigo juraran la venganza de don Pedro? Sin embargo, mi curacion, aunque con lentitud, avanzaba: mis heridas cicatrizáronse al cabo de algunos meses, y para remunerar de alguna manera los cuidados de mis huéspedes, repartí con ellos algunas monedas, que eran el resto de mi pasada fortuna. Érame ya preciso abandonar para siempre aquel pais en que dejaba supultadas mis mejores esperanzas. En mi triste situacion solo podía consolarme la memoria de mis esfuerzos y sacrificios para que triunfase la hija de don Pedro, y la esperanza de poseer algun día á la hermosa Abigail. Por la primera derramé mi sangre y arrostré gustoso los mayores trabajos; y por la segunda iba otra vez á esponer mi vida. Portugal estaba cerea del pueblo en que me encontraba: su proximidad me ofrecia un albergue capaz de inutilizar las pesquisas de mis enemigos; pero, cómo había de abandonar las tierras de Castilla sin despedirme al menos de mi encantadora judía? Cruzar en todas direcciones la España para encontrarla, preguntar por ella en todas las torres y castillos, y esponerme á ser descubierto por los autores de mis desgracias, todo era poco si al fin conseguia sustraerla del poder de sus raptores. Disfrazado para mejor conseguir mi objeto, penetré en las tierras mas hondas de este reino, y preguntando á todos por la hija de Joseph Pico, llegué á la ciudad de Burgos. Aquí creí encontrar quien me diese noticias de mi amada; pero cuando mas confiado estaba de que me sería fácil conseguirlo, empezóse á susurrar que yo era un espía de los portugueses, y que con ánimo de asesinar al rey había entrado en su capital. Este rumor destruyó todos mis proyectos; porque temiendo ser descubierto, abandoné para siempre una ciudad de tan tristes recuerdos para mí. Maldiciendo la incontinencia del rey y la maldad de mis enemigos, llegué á estas soledades en un estado capaz de inspirar compasion a los hombres mas desapiadados del mundo. Mi salud, mal restablecida de los ataques anteriores, empezó á resentirse, mis facultades mentales á debilitarse, y mi trage, que en otra época era de los mas vistosos de la antigua corte de don Pedro, quedó en poco tiempo reducido a una porcion de harapos. Mi situacion era tristísima: sin albergue para preservarme de los ardores del sol y de los frios de la noche, adquirí una enfermedad que indudablemente me hubiera conducido al sepulcro, si á los dos días de encontrarme en estas asperezas, no acierta á pasar por aquí un pastor con su ganado. El suceso, porque será bueno que os lo cuente, pasó de esta manera: devorado por una fuerte calentura, me refugié con estremo trabajo en la concavidad de una peña, en donde esperaba el fin de mi vida. La fuerza del delirio me arrancaba grandes voces, que pronunciaba sin concierto. Tan pronto llamaba traidores, creyendo tenerlos delante, á los defensores de don Juan, como dirigía á este los mas insultantes apóstrofes. Este desconcierto de mi razon acaso me salvó la vida; porque descubierto por el ladrido de un perro del ganado que antes os he citado, fuí socorrido por su pastor. No puedo deciros cuanto pasó entonces; solo que al ver junto á mí á aquel hombre compasivo, le reputé por el rey, y avalanzándome á él, le obligué a mantener conmigo una lucha desesperada. Sus fuerzas y robustez triunfaron al fin de mi debilidad, y maniatado para que no volviera á sublevarme contra el que se declaraba mi protector, fuí conducido á esta cabaña, en que él reposaba en las altas horas de la noche. Al dia siguiente habíase aumentado la calentura; y mientras el pastor buscaba unas yerbas para preparar un brevaje con que pensaba ponerme bueno, obligado por el calor, que parecia abrasarme las entrañas, fuí arrastrando hasta ese arroyuelo que ayer tarde habeis visto convertido en rio. En él bebí hasta saciarme; y lo que al parecer debia de acelerar mi fin, contribuyó tal vez para que se prolonguen los males que me atormentan; porque al poco tiempo empecé á sudar tan: copiosamente, que creo que á esto debe atribuirse la disminucion de la calentura. Mi huésped volvió despues de haber terminado el sudor, y creyendo que los caldos de carnero concluirian la obra que empezó el agua fria, no se descuidó en hacérmelos tomar con frecuencia. Con ellos estoy desde ayer, y si recobró mi robustez y salud, no tardaré en dejar un pais que tan ingrato se muestra conmigo.

-Adónde pensais ir? le preguntó el rey.

-A Portugal, contestó tristemente el hijo de Men Rodriguez de Sanabria.

-Y pensais encontrar allí á vuestra Abigail?

-Ah! De ninguna manera. Abigail está en el palacio del rey don Juan.

-Por Dios Santo, os puedo jurar qué en él no está.

-Tengo mis razones para creerlo así.

-Vuestras razones son falsas.

-Falsas, cuando el deseo de poseerla fué una de las causas de la muerte de su padre!

-Por lo que la amais os pido que no calumnieis al rey.

-No lo calumnio, no: yo solo refiero un hecho.

-Y si algun dia os convenciéseis de su inocencia, qué haríais?

-Decir que estaba inocente cuando le suponia culpable.

-Nada mas?

-Pues qué queríais que hiciese?

-Yo en vuestro lugar le juraria fidelidad, y trataria con mis servicios de reparar mis faltas anteriores.

-Eso no puede ser: mi padre me dejó por herencia el odio á la dinastía de los Trastamaras.

El rey al oir espresarse así á su indómito enemigo, se acercó un poco mas, y fijando en él su vista:

-Vos sois, le dijo, de los que mi padre me mandó premiar.

-Pues quién sois vos? preguntó alterado Ramiro.

-Don Juan I de Castilla.

Y al acabar de pronunciar estas palabras, desapareció de la rústica habitacion de su enemigo para incorporarse con los que ansiosos le buscaban por el bosque.




ArribaAbajo Capítulo XII

Como el rey don Juan hizo nuevos esfuerzos para desengañar á Ramiro, y de la ingratitud con que fué correspondido.


Diversos y encontrados fueron los afectos que desde este momento combatieron el alma del hijo de Men Rodriguez de Sanabria. Por un lado representábasele el vivo interés que por su suerte habia manifestado aquel príncipe, á quien odiaba tan indebidamente; por otro su generosidad en no castigar por sí mismo sus palabras ofensivas, y su moderacion en manifestar su inocencia vilmente calumniada por sus enemigos. Sin embargo, si algun pensamiento de reconciliacion se le ocurria en estos momentos de lucha, al instante sus antiguos odios renacian en su corazon, y se oponian á toda idea generosa. La sangre de don Pedro y los beneficios que debia á este infortunado príncipe, le parecia que entonces mas que nunca reclamaban la venganza que habia meditado toda su vida. Traía á la memoria los trabajos sufridos por el triunfo de una dinastía desgraciada y proscrita; y como si todo esto no bastase para aumentar su encono, recordaba las últimas palabras de su moribundo padre.

Deslizanse al fin en esta terrible lucha las horas de aquel dia en que conociera por primera vez al mas grande de sus enemigos, y cuando á la mañana siguiente estaba todo ocupado con sus odios, llegó á su cabaña un personage que no esperaba. Era uno de los médicos del rey, que acababa de apearse de una cabalgadura que atada dejara á la puerta de aquella rústica habitacion. Como el recien llegado tenia noticias del carácter duro é indómito del enfermo á quien se proponia visitar, le suplicó que le permitiese penetrar en su cabaña, y permanecer en ella el tiempo que requeria la mision que se le habia confiado.

-Pues quién sois vos, y qué objeto aquí os conduce? le pregunta Ramiro mirándole de piés á cabeza.

-Oidme, le responde tranquilamente, y lo sabreis: un príncipe á quien todos aman por sus virtudes, me envía á vos para que os restituya la salud que habeis perdido.

-Y ese príncipe, le interrumpe el enfermo, es el rey don Juan?

-El mismo, que por cierto os está muy reconocido por haberle aquí dispensado hospitalidad en la noche de la última borrasca.

-Y qué quiere? qué pretende? vuelve á preguntar con aire colérico.

-Acabo de decíroslo...

-Darme la salud?

-Y mejorar vuestra triste condicion.

-Ah! Callad, callad y contad vuestro encargo por cumplido. Del rey don Juan, nada...

-Tanto lo odiais!

-Sí: de-todo corazon.

-Obrais con suma injusticia.

-No importa.

-Ese no importa, os condena.

-Por qué?

-Porque con él manifestais la sinrazon con que lo haceis. Si el rey os hubiese ofendido, no me atreveria á deciros que vuestros odios eran injustos; pero si en vez de ofensas hay servicios, hay dones con que quiere ganar vuestra voluntad, no me sobra razon para deciros que vuestro no importa os condena? Yo en vuestro caso temeria mucho incurrir en la nota de ingrato si rehusase admitir los favores que se me ofreciesen de parte de cualquier hombre, para cuanto mas de un príncipe justo y poderoso que para nada necesitase de mí. La ingratitud ya sabeis que es uno de los mas feos vicios que pueden manchar el corazon humano; y que no es caballero ni bien nacido el que no es agradecido.

-El hijo de Men Rodriguez de Sanabria meditó antes lo que debia contestar á estas palabras; porque si bien es verdad que habia jurado en su corazon un odio eterno al hijo de don Enrique, tambien lo era que siempre habia querido pasar por caballero, y mal podia conseguirlo, si entonces respondia con descompuestas frases, que obligasen al médico á formar de él un concepto poco conforme con

us deseos.

-Pues bien, respondió despues de algunos momentos de silencio, dad la vuelta para Burgos, y decid á S. A. que yo le agradezco mucho su fina voluntad; y que el mas grande favor que puede dispensarme, es el de dejarme morir en mi miseria. Al fin, de qué puedo serle útil? Vos mismo acabais de decirme indirectamente, que para nada necesita de mí.

-Sí; pero atended: el rey, prescindiendo de que su bondadoso corazon disfrutaria esos placeres que solo presta la virtud al que la practica si lograse mejorar vuestra triste situacion, necesita que la verdad se esclarezca; pues vos habeis contribuido á que sea tenido por algunos por un príncipe injusto.

-Con que segun eso lo que se pretende es ganarme la voluntad para que yo me convierta en uno de sus encomiadores, eh?

-Preténdese el que salgais de aquí para que vos mismo os persuadais de que S. A. ni ha tenido parte en la muerte de Joseph Pico, ni en el rapto de su hija.

-Grandes son los recursos de un rey; pero los de don Juan no alcanzan á sincerarse de estos crímenes que la opinion de todo un pueblo le atribuye.

-Estais engañado: el pueblo no participa de semejante opinion. Cuando un partido odioso y sagaz calumnió de esta manera al príncipe, el pueblo no tardó en conocer la maldad de aquel, y de agruparse en derredor del que ocupapaba el trono para salvarle. A vos os han hecho creer semejantes infamias, porque así convenia mejor á los torcidos fines de los conspiradores; pero lo que mas debe de llamar la atencion en el caso presente, no es su maldad, sino que despues que ya todos estan desengañados, vos continueis en el error.

-Pero esos todos, habrán tenido pruebas: dádmelas á mí, y tambien creeré que el rey está inocente.

-Y qué otras pruebas quereis mas que el consentimiento unánime de cuantos viven en Burgos?

-No teneis otras?

-Confieso ingenuamente que, despues de las virtudes del rey, que conozco mucho, no.

-Y luego decís, esclamó Ramiro con aire de triunfo, que permanezco en el error!

-Y qué! no?

-Esa misma pregunta debo yo haceros.

-Pues contesto resueltamente, que un hombre tan virtuoso como don Juan, es imposible que sea capaz de perpetrar esos crímenes.

-Pues yo os opongo á esas palabras estas otras: necesitaba los tesoros de Joseph Pico para hacer frente á sus muchos enemigos, y se apoderó de ellos ordenando su muerte: su incontinencia le obligó tambien á apoderarse de la hermosa Abigail; y como tenia á su disposicion la fuerza para saciar sus innobles pasiones, consiguió en una sola noche cuanto deseaba. Y no creais que el odio que profeso á su dinastía es el que me mueve á creer estos hechos, no; es la conviccion íntima en que estoy de que así pasaron. Dos testigos que presenciaron la catástrofe de que me lamento, fueron á noticiármela inmediatamente; ademas de que todos los judíos entonces residentes en Burgos atribuyeron al rey la desgracia de su infeliz tesorero.

-No podíais buscar peores testigos para esclarecer la cuestion presente, que los judíos de España. Siento decíroslo; pero las imprudencias de muchos de ellos, han ocasionado la ruina de todos. Sin saber por qué, se han conjurado contra su legítimo rey, prefiriendo al príncipe que poco há se insurreccionó en las Asturias. De este esperaban la libertad y los otros bienes á que solo tienen derecho los discípulos de Jesucristo; y su ceguedad fué tan grande, que les impulsó á depositar en su poder enormes sumas. Y vuelvo á decir, que no sé cómo prestais asenso á una gente que su interés inmediato es el de desacreditar á su enemigo.

-Pues bien, sea como vos querais: hablemos de otra cosa porque ni vos habeis de convencerme, ni yo abrigo la esperanza de persuadiros.

-Sea así; pero me parece que ninguna conversacion podia ser mejor que la que tuviese por objeto arreglar un plan para sacaros de estos pinares.

-Oh! No insistais, por Dios, en vuestro tema, porque me obligareis á mostrarme descortés con quien no debo.

-Sin embargo, contando con vuestra venia, os haré algunas preguntas sobre vuestra enfermedad: así podré, conocerla mejor para prescribiros con acierto lo que me enseña la ciencia que profeso.

-Ya os he dicho que del rey de Castilla no recibia nada.

-Pero podeis admitir mis servicios sin que falteis á vuestra palabra; por que yo ni soy rey, ni pretendo serlo.

-Os ruego encarecidamente que me dejeis en paz.

Estas palabras con que Ramiro impuso silencio á su interlocutor causaron en este muy mal efecto: en aquel instante le juzgó como uno de esos hombres que odian á su especie, é indignos por lo mismo de que se les tenga compasion. Resuelto á dejarlo con su error, quiso antes esperar á ver si enmendaba su imprudencia con alguna palabra atenta; pero viendo que nada conseguia, y que ya había pasado un largo rato sin que se dignase, siquiera por cortesía, hablar con él sobre objetos diferentes de la mision que se le encargara, se despidió, preguntándole si algo se le ofrecia para Burgos.

-Nada, contestó secamente el orgulloso mancebo.

Dando al diablo el tiempo tan lastimosamente perdido en convencer á un hombre que mas parecia necio que discreto, iba nuestro médico montado sobre su cabalgadura, que era algo menos que mediana. Su paso tardo le daba lugar para meditar lo que debia decir al rey acerca de la terquedad del enfermo: pensaba pintar con vivos colores la entrevista que con él había tenido; y cuando se prometia persuadirle de que olvidase á un hombre tan digno de desprecio como el que habitaba en la cabaña, se vió acometido por un enorme perro que guardaba unas ovejas que por allí pacian. El rocin dió muestras de flaquear, y en verdad que con razon (si razon pueden tener los brutos), pues sufrió algunas dentelladas en las ancas. El médico apretaba las espuelas, pero en vano; por que su caballo, que sin duda era primo hermano del que llevó á las Galias el rey Wamba, se habia propuesto no salir de su paso de tortuga.

Aquellas ovejas no estaban solas; queremos decir con esto que tenian pastor, pero pastor rudo y malicioso: desde una altura inmediata aplaudia la bravura de su mastin, y los apuros del médico. Este bramaba de corage; maldecia al perro, amenazaba al pastor, y daba fuertes espolazos al rocin. Al fin, rindióse este al peso de tanta desdicha: dobló sus corvejones y dió consigo en tierra. El pobre animal abrió la boca como queriendo decir á su amo: tú has sido la causa de mi desgracia, pues en vez de defenderme del mastin, has acrecentado mis males tratándome sin piedad. Cómo quieres que mi paso sea largo, si en toda la jornada no me has dado un miserable pienso? Hé aquí, pues, la obra de tus manos: yo muero asesinado por tu dureza; pero tú, en castigo de tu crueldad, veráste privado de los servicios que te prestaba el mejor de tus compañeros.

El caminante creyó efectivamente que había llegado la hora de su jamelgo; y convertido el furor en lástima, empezó á despojarlo de los arreos para que pudiese morir menos atormentado.

En cuanto concluyó su operacion, quiso vengar en el perro la muerte de su cabalgadura; pero de este trabajo le libró el pastor, el cual, sin duda por el temor de las amenazas que á él habian sido dirigidas, acertó con su honda al ladrador animal dos tiros buenos de piedra, que le dejaron por entonces incapaz de emprender otra campaña semejante.

El jamelgo, á pesar de todo, aun vivia; y el caminante empezó á concebir esperanzas de su recobro, cuando le vió levantar la cabeza. Su alegría fué completa cuando despues de haberle ayudado á incorporarse, le vió en pié junto á sí sacudiendo las orejas.

Quiso entonces el médico reparar sus faltas anteriores, pues de las alforjas, que llevaba bien provistas, sacó cebada en grande abundancia, que puso inmediatamente en una manta estendida debajo del hocico de su rocin. El animal no se hizo de rogar, porque empezó á comer con tal apetito, que en breve tiempo apuró hasta el último grano.

-A los animales, dijo el pastor apoyándose en su cayada, les entra la fuerza por la boca.

-Sí; es una verdad; pero por las heridas que abren los dientes de tu perro, repuso el caminante mal reprimida su cólera, puede entrar la muerte.

-No le quedará, no, mas gana de morder: ha recibido mas daño con mi honda, que el caballo con sus mordeduras.

-Y por qué no le habeis tirado antes que hiciese el estrago?

-Por que entonces era de temer que la piedra que iba dirigida á él, fuese á parar á vuestra cabeza.

Esta respuesta inesperada de un rústico, dejó sin gana á su interlocutor de volverle á hacer ninguna pregunta por el estilo de la que la habia motivado; y contentándose con callar, solo esperaba que su jamelgo se repusiese con la cebada que comia, para proseguir su viaje. Mientras tanto, ocurriósele preguntar al rústico si conocia á Ramiro. Su ánimo era conocer al dueño de la cabaña en que se albergaba, con el fin de entregarle algun dinero para que mejor pudiese atender á su cuidado. Este era uno de los principales encargos del rey, y mientras que no lo cumpliese no estaba tranquilo.

Hé aquí, pues, el diálogo que con este motivo tuvo lugar entre los dos.

-Conoces, preguntó el médico, á un joven que debe encontrarse enfermo por estas inmediaciones?

-A muchos conozco, sí, que se hallan malos y buenos á un mismo tiempo. Aquí un poco mas arriba, hay uno que tiene malo el pecho, pero la cabeza muy buena. De otro sé cerca de San Leonardo, que es cojo de los piés, pero tiene las manos muy listas para comer y para tocar un laud que es lo que hay que oir. Su padre hace cucharas, y aunque él no le ayuda en su trabajo, está muy contento por tener un hijo que con sus músicas y cantares trae alborotadas á todas las mozas de la comarca, que particularmente de noche, corren en bandadas á oirle. Tambien en Quintanar tengo yo un sobrino, válgame Dios! qué malo y qué atravesado es: baste decir, que...

-Suspended, suspended vuestra relacion, lo interrumpió el médico, porque no es eso lo que yo os pregunto. Lo que deseo saber es si conoceis á un jóven que se llama Ramiro.

-Ah, sí: á Ramiro le conozco yo mucho; como que si no es por mí, á estas horas está en el hoyo al lado del tio Tajadillas, que se murió el año pasado de haber bebido mas agua que vino.

-Y eres tú por ventura el que le asiste?

-El que le asiste, no; porque yo solo asisto á mis ovejas.

-Que si eres el que le curas, te quise preguntar.

-Tampoco yo curo á nadie, porque no sé curar mas que la roña de mi ganado, y el muermo de las caballerías.

-Pues dime siquiera quién es el que le da el pan que come.

-Ah! El pan que come y los caldos de carnero que toma, soy yo.

-Y tú lo ves á menudo?

-Todos los dias, cuando llevo el ganado á beber al arroyo de las Siete Hermanas.

Entonces el caminante presentó un bolsillo al rústico, y poniéndolo en sus manos:

-Aquí hay, le dijo, una docena de ducados para que los repartas con tu huésped.

-Es decir, repuso el rústico con una alegría inesplicable, que tambien son para mí, no es verdad?

-Sí; la mitad.

-Os lo agradezco; pero decidme: si Ramiro me pregunta quién me los ha dado, qué le digo?

-Guardaos de decirle que he sido yo.

-Pero él deseará saber...

-Nada, no tiene necesidad de saber nada.

-Al acabar el médico de pronunciar estas palabras, empezó á aparejar su caballo; pero el pastor no lo consintió, porque, á fuer de agradecido, quiso hacerlo por sí solo.

-Ya puede vuestra merced montar cuando guste, dijo así que acabó de ensillar el jamelgo del caminante.

-Sí; voy á hacerlo, respondió este, pues ya es tiempo de que me traslade á Burgos.

Y mientras iba marchando por entre los pinares, el pastor quedaba contando las monedas que contenia el bol, sillo. Su alegría era estremada al verse con una cantidad tan grande de dinero para una época en que tanto escaseaba; y como empezó por amar lo ageno, concluyó por retenerlo en su poder. Es decir, que su maldad privó á Ramiro de lo que entonces, despues de su salud, mas necesitaba.




ArribaAbajoCapítulo XIII

De como Ramiro llegó a conocer la inocencia del que tenia por su enemigo.


Avanzaba el tiempo, y con él, aunque lentamente, la curacion del hijo de Men Rodriguez de Sanabria. La calentura iba cediendo en su lucha con la naturaleza del enfermo, y este desdichado; casi abandonado de todo consuelo, recobrando la salud. Al fin llegó el dia en que se sintió enteramente bueno: comió con apetito una tajada de carne y un pedazo de pan; bebió en el arroyo, cuyas aguas tantas veces había visto correr desde su lecho de heno; dió las gracias al pastor, y abandonó la cabaña. Dirigió sus pasos á la capital, aunque con ánimo de permanecer muy poco tiempo en ella; pero como aun estaba tan débil, no pudo salir aquel dia de la sierra en que tanto habia suspirado. Qué suerte tan dura y cruel la de este orgulloso jóven en aquella tristísima época de su vida! Verse pobre, convaleciendo de una enfermedad que le condujera al borde del sepulcro, cubierto de harapos, sin recursos, y vagando por un pais desconocido. Ah! Por odioso que fuese el partido á que pertenecia, era digno de lástima; y si hoy existiese un ser semejante entre nosotros, debíamos esforzarnos para poner término á sus calamidades. Respetemos siempre los grandes sacrificios del humano corazon; rindamos nuestros homenages á los grandes infortunios, cuando no sean efecto de pasiones mezquinas y corruptoras. Ramiro, sumido en la miseria que hemos visto, era infinitamente mas grande á los ojos del filósofo, que muchos personages de su siglo; porque mientras habia sacrificado hasta su propia vida por ser fiel á la causa que jurara defender, ellos, olvidando sus juramentos, fueron los primeros que, cuando vieron seguro el triunfo de don Enrique, se arrastraron como viles aduladores por las gradas de su trono.

Pero volvamos á ocuparnos del desgraciado que ha motivado esta corta digresion. La noche avanza por los bosques: su negro manto cubre ya la redondez de la tierra: el frio es tan intenso, que parece que penetra hasta la médula de los huesos: brillan en el firmamento las estrellas, y reina por todas partes la soledad y el silencio. Adónde, pues, irá el infortunado amigo del rey don Pedro? Si apenas puede moverse; si carece de un guia que le conduzca á una poblacion cercana; si se encuentra en un estado tan débil, que cualquiera recaida puede serle funesta; y si tambien el cierzo es capaz por sí solo de concluir en aquella noche lo que no destruyera la enfermedad, qué arbitrio le queda mas que el de conformarse y perecer?

Sin embargo, la Providencia vela por su conservacion, y se salvará esta víctima, sobre la cual tan rudos golpes descarga la adversidad.

Cuando, pues, espera tranquilo la muerte, aunque con sentimiento por morir en la primavera de su vida, suena melancólicamente una campana, y su eco, que se difunde por los bosques, llega tambien á sus oidos. Hace un esfuerzo para acercarse al sitio en que vibra el sagrado metal; da algunos pasos, y descubre á bastante distancia una luz. Guiado por ella, llega despues de mucho tiempo y trabajo á una ermita, que encuentra cerrada, y por cuyas altas claraboyas salen los resplandores de una lámpara que habia encendido la piedad. Llama á la puerta y nadie le responde. Cree que aquel es un lugar solo frecuentado durante el dia por algunos romeros, y en virtud de esta creencia trata de alejarse; pero al intentarlo repara que á su derecha hay una humilde habitacion, á la cual se acerca y empieza á llamar con todas las fuerzas de que puede disponer.

-Quién va allá? preguntan desde adentro.

-Un desgraciado, responde Ramiro con dolorido acento.

-No es esta hora de abrir á nadie, replicó la misma voz.

-Abrid, no no os detengais, por Dios, si no quereis que perezca en estas soledades el hombre mas perseguido y desgraciado de la tierra.

Estas palabras, que el mísero caminante pronunció con el tono mas triste que puede usar la desgracia, conmovieron las entrañas de una pobre muger que allí habitaba; la cual, despues de abrirle la puerta, le brindó con un asiento á la lumbre.

-Dios, le dijo el mancebo al aceptar este favor, se vale de vos para remediar mi escesiva miseria en esta noche, y por lo mismo creo que vuestra buena obra algun dia será premiada.

-Debemos creer, respondió la huéspeda, que nada de cuanto hagamos en bien de nuestros hermanos queda sin recompensa; porque así nos lo enseñan todos los dias los que son nuestros padres en el Señor.

-Esa doctrina es muy consoladora, pero por desgracia poco seguida. El hombre cierra de ordinario su corazon á las inspiraciones del cielo, y cuando se le presenta ocasion de remediar alguna necesidad de sus semejantes, se contenta con una estéril compasion. Y entonces, de qué sirve el que se llame cristiano, si no cumple los preceptos del que por salvarnos murió en la Cruz?

-Esas palabras tambien á mí me condenan, porque debí de abriros la puerta mas pronto; y aun debo de arrepentirme del mal juicio que he formado de vos cuando llamábais; pero Dios, que es misericordioso, me perdonará una falta que tal vez me fué muy dificil evitar: abundan tanto los malhechores en esta época de revueltas, que nada tendria de estraño que alguno tratase de apoderarse de las limosnas de la ermita fingiéndose un desgraciado como vos!

-Y estais plenamente convencida de que os habeis equivocado?

-Sí lo estoy.

-Sin embargo! repuso el jóven maliciosamente.

-No, no: nada creais en contrario. A pesar de vuestra triste situacion, hay un no sé qué en vos que revela un noble orígen. Y aun me parece que antes de ahora os he visto en muy diferente estado.

El caminante fijó sus ojos en aquella muger que así le recordaba otros dias mas felices, y cuando con los resplandores de la llama distinguió bien su rostro:

-Débora, esclamó, tú aquí!

-Ese nombre le he llevado en otro tiempo, respondió tranquilamente: ahora me llamo María.

-Pues cómo te encuentro en tan diferente trage y en un sitio tan estraviado?

-Antes de responderos, aclarad mis dudas: cómo os llamais?

-Ramiro, cuyo solo nombre revela una historia de calamidades.

-Vos sois aquel jóven que pasmó con su denuedo á toda la ciudad de Burgos? Vos aquel á quien prefirió entre mil una hermosura desgraciada?

-De todo cuanto dices, María, solo conservo los recuerdos que sin cesar me atormentan.

-Ah! Y cuántas cosas han pasado desde aquella memorable tarde en que vencísteis á los hijos de Ayala! Desde entonces no os he vuelto á ver, y aun tengo bien presentes aquellas palabras que á la siguiente noche dijísteis á la hija del tesorero del rey, cuando lleno de amor y entusiasmo os presentásteis á ella: «Abigail, he probado con la fuerza de mi brazo y el ardimiento de mi corazon, que eres la dama mas hermosa que se encuentra en la capital de Castilla.»

-Recuerdos dolorosos, María; tú desgarras con esas palabras mis entrañas! Por qué no te limitas á referirme la historia de tu conversion, y olvidas lo que ahora mas puede atormentarme?

-Mi historia, aunque corta, está unida á la del desventurado Joseph Pico, y vos no querreis oírla.

-Juzgais mal.

-Habeis dicho que mis palabras os desgarraban las entrañas!

-Sin embargo, es preciso oirlas, por que deseo saber en dónde está Abigail. Podreis decírmelo ahora mismo?

-Prestadme atencion, y os referiré brevemente cuanto ha pasado en aquella desgraciada noche.

Entonces la antigua nodriza se sentó en un taburete enfrente de su huésped, y despues de atizar la lumbre, refirió su historia de esta manera:

«Cuando murió don Enrique, la mayor parte de los judíos que á la sazon se encontraban en Castilla, deseaban que le sucediese en el trono su hijo don Alfonso. Por desgracia manifestaron demasiado sus deseos, y despues de esta imprudencia, que ya por sí sola era un atentado contra el mejor derecho del actual rey, pusieron á disposicion del bastardo, que acababa de insurreccionarse en las Asturias, sus grandes caudales. Joseph Pico, que al principio entraba en la liga, se declaró despues en favor de don Juan, cuyo príncipe acababa de nombrarle su tesorero. Este modo de proceder irritó sobremanera á los conspiradores, y llegaron a temer que los descubriese y delatase al rey. Para evitarlo meditaron un crímen, pero acompañado de circunstancias tan agravantes, que cada una de ellas es un horrendo delito. Sedujeron con dádivas y promesas al verdugo para que los librase de un enemigo á quien tanto temian: esparcieron la voz entre el pueblo de que el rey para hacerse dueño de los tesoros de Pico, había ordenado su muerte: arrebataron á la hija del lado de su padre, y haciendo con ella un presente al conde de Gijon para que satisfaciese sus innobles apetitos, calumniaron igualmente al rey, diciendo que su incontinencia era la causa de esta última desgracia.

-Es eso verdad? pregunta admirado el antiguo amante de Abigail.

-Verdad es, y muy notoria en Burgos y en toda esta tierra.

Un rayo que hubiera caído á sus pies no causa en su corazon un efecto semejante á estas palabras. Reconoce, aunque tarde, la maldad de aquellos mismos á quienes considerara como amigos, y por cuyo triunfo se habia esforzado: el hijo de don Enrique, á quien había reputado como el autor de la mayor parte de sus desdichas, ya se lo presenta en aquel momento como un príncipe inocente y digno por lo mismo del afecto de todos sus vasallos; pero como Ramiro estaba destinado para padecer, al poco tiempo recordó las últimas palabras de su padre, y tuvo que olvidar sus nobles pensamientos.

Mientras tanto Débora continuaba refiriendo la historia que había comenzado.

»Muy ageno se encontraba, decia, el pobre tesorero de lo que contra él se maquinaba entre sus compañeros los hebreos de Burgos. Acababa por esto de cerrar sus grandes libros de vitela en que llevaba asentadas las sumas que le debian, y cuando se disponia para acostarse llamaron con grandes golpes á la puerta.

-Débora, me dijo, no abras hasta saber quién es: estamos en mal tiempo, y la hora favorece á los malvados.

»Asoméme entonces por una ventana que caía sobre la puerta, y solo vi á dos hombres, que la oscuridad de la noche me impidió conocer.

-Quién es? pregunté en el acto.

-Decid á vuestro amo, me respondió uno de ellos, que traemos órdenes muy importantes que comunicarle.

-Y esas órdenes, son del rey?

-Abrid al instante.

-No, permitid que no lo haga hasta saber quién sois.

-Abrid al Rabino, repuso la misma voz.

»Por mas respetable que para nosotros fuese la persona cuyo nombre acababa de pronunciarse, no podia, en virtud de las órdenes de mi amo, determinarme á complacer á quien de aquella manera turbaba nuestro reposo. Pero Joseph Pico, que habia oido sus últimas palabras, me mandó que abriese la puerta, porque del Rabino, me dijo, nada tenia que temer. Entonces cogí las llaves y una luz, y bajé á cumplir la orden que acababa de recibir, subiendo al poco tiempo acompañada de aquel doctor de nuestra ley, quedándose á la puerta mientras tanto el sugeto que lo acompañaba.

-Perdonad, le dijo el tesorero saliendo á su encuentro, perdonad por lo que os hice esperar en la calle, porque nunca creí que tan á deshora viniera á honrarme el mas sabio de la ley de Moisés.

-Estais dispensado de una falta que solo vuestras riquezas os han hecho cometer: si así como llamé á la puerta del hombre mas rico de nuestra nacion, me hubiera dirigido á la del mas pobre de ella, estoy seguro que no me hubiera dirigido á la del mas pobre de ella, estoy seguro que no me hubieran detenido ni preguntado tanto.

-Vuelvo á pediros perdon.

-Por mi parte, concedido...

-Por vuestra parte!...

-Sí, porque tambien á otros habeis hecho esperar...

-Pues qué! venís acompañado?

-Y podíais creer que viniese solo?

-Pues solo os veo, sabio de la ley de Moisés, y solo tambien os he visto otras veces en esta casa que ahora honrais con vuestra presencia.

-Sin embargo, las circunstancias son enteramente distintas...

-Distintas decís! pues qué ocurre?

-Tengo que hablaros.

-Hacedlo ya, porque vuestras palabras me infunden cierto recelo que jamás he conocido.

-Aguardo testigos.

-Luego no es asunto reservado el que teneis que comunicarme.

-Nada por cierto tiene de eso.

»Al mismo tiempo que esto dijo el Rabino, entraron en la pieza en que tuvo lugar la anterior conversacion hasta unos catorce desconocidos, que sin pronunciar una sola palabra, formaron un corro dejando en medio á los dos personages. El tesorero se inmutó al ver estos hombres en su casa: su corazon comenzó á presagiarle algun acontecimiento funesto; y sus temores se aumentaron, cuando tendiendo la vista por ellos, descubrió al verdugo armado con los instrumentos de las sangrientas ejecuciones.

-Qué significa esto? pregunta con temblorosa voz.

»Entonces el Rabino sacó de su escarcela un papel, y despues de desdoblarlo y toser, leyó lo siguiente:

«Por cuanto Joseph Pico, abusando torpemente de su destino de tesorero del rey, es uno de los principales promovedores de las revueltas que traen agitado el reino y por cuanto tambien ha prestado sus caudales al conde don Alfonso, sirviendo de este modo á la rebelion que ha enarbolado últimamente su bandera en las Asturias, S. A., deseoso de castigar tan gran crímen, ordena al consejo de la Sinagoga que, valiéndose del ejecutor público, sea inmediatamente decapitado.=Benjamin, Rabino de la Sinagoga de Burgos.»

»Yo dí un grito al oír esta terrible sentencia; y esforzándome por llegar adonde estaba el acusado, fui arrojada de aquel teatro de horror por dos de aquellos sayones. En lance tan crítico como funesto, vuelo al aposento de Abigail para noticiarla cuanto pasa; pero en aquel instante mismo apodéranse de ella cuatro malvados de los mas robustos que acompañaban al Rabino, y á pesar de los ayes y tristes voces con que implora el socorro de su padre, la arrancan de su casa. Yo me decido entonces á seguir á los raptores; y estando ya en la calle, observo que colocan á la jóven en un veloz caballo, y oigo que uno de ellos la dice con bronca voz:

-No os lamenteis tanto, porque otras que no son peores que vos quisieran tener vuestra suerte. Al fin, qué puede faltaros al lado de un príncipe tan bizarro como el conde de Gijon?

»La desventurada Abigail lanzó un penetrante grito al oir estas insolentes palabras, y aquellos hombres, con un corazon mas endurecido que el de una fiera, desaparecieron con la jóven por entre las sombras de aquella funesta y cruel noche. Despues de haber presenciado este crímen, regreso precipitadamente á la casa de que acababa de salir, y al entrar me sorprende el profundo silencio que en ella reinaba. Avanzo un poco mas, y al instante me llena de consternacion el sangriento espectáculo que se ofrece á mi vista. El infortunado tesorero del rey don Juan ya no existia; y su cadáver, separado de su ensangrentada cabeza, yacía sobre aquel frio y enrojecido pavimento. Semejante espectáculo me horroriza; lanzo un grito y caigo desmayada. Al volver de mi enagenamiento conozco los peligros que me cercan, y haciendo un esfuerzo superior á mi dolor, abandono aquella estancia que acababa de presenciar tan inauditos crímenes. Al siguiente dia divulgóse por la ciudad la horrible catástrofe que os acabo de referir; pero tan desfigurada por sus autores, que los vecinos de Burgos creyeron al principio cuanto estos les decian. Todos por consiguiente culpaban al rey de haber ordenado la ejecucion de Joseph Pico; todos decian que era un príncipe incontinente y avaro; y en medio de la unanimidad con que se le acusaba, solo una voz, aunque demasiado débil, se levantó para defenderle. Yo no podia permanecer en el silencio, y empecé á proclamar por todas partes la inocencia del acusado. Esta conducta concitó sobre mi las iras de la Sinagoga, que rabiosa maldecia su inadvertencia por no haberme sacrificado en compañía del padre de Abigail. Fuéme preciso entonces abandonar la ciudad y la humilde morada que, despues del cruel naufragio que os he referido, me servia de asilo. Retiréme á estas asperezas; referí mis cuitas á un varon santo que aquí vivia, y en odio á la raza impía y maldita á que tenia la desgracia de pertenecer, abjuré el judaismo y me hice cristiana. Desde entonces, habiendo el ermitaño que aquí me acogió sido trasladado á otra parte, he quedado yo en su lugar; y aunque la recien convertida no tiene los méritos que él, no la falta sin embargo una decorosa manutencion. Mis deberes estan reducidos á cuidar del aseo del santuario, á tener siempre encendida la lámpara que arde ante el señor Santiago, y á recoger las limosnas para el culto que aquí dejan los romeros. De este modo he vivido desde que falto de Burgos, y así pienso continuar hasta que se me acabe la vida. Nada por lo tanto puedo ofreceros, mas que una generosa hospitalidad. Si os dignais aceptarla, se conceptuará dichosa la antigua nodriza de la desverturada Abigail.

Entre absorto y asombrado escuchó esta historia el hijo de Men Rodriguez de Sanabria. Cada palabra de su huéspeda era para él una tremenda acusacion, por el equivocado juicio que formara de un príncipe tan justo como calmuniado. Dolíase de sus imprudentes y descorteses palabras cuando conversara con él y con su médico en la cabaña; lamentábase del trágico fin del tesorero, y de la perversidad de los hebreos, cuyos intereses defendiera con tanto celo y valor; pero el objeto porque mas suspiraba, era la desventurada Abigail. Ah! Él la suponia arrebatada á su amor por el hijo de don Enrique, y en aquel instante acababa de saber que su hermosura habria sido tal vez mancillada por el conde de Gijon. Desde este momento formó por lo mismo el proyecto de dirigirse á las Asturias, para inquirir siquiera el paradero de su adorada. Pero como su prevencion era tan grande contra el principe que entonces ocupaba el trono, aun preguntó á la nodriza si estaba cierta de cuanto le habia referido. La respuesta fué, como era de esperar, afirmativa; y Ramiro, despues de haber permanecido en la ermita algunos dias para reponer su quebrantada salud, emprendió solo y á pié su proyectado viaje.




 
 
Fin del libro primero
 
 



ArribaAbajoLibro II


ArribaAbajoCapítulo I

Como al conde de Gijon le proporcionaron sus mismos enemigos los medios de recobrar su libertad.


A tres, leguas de la nobilísima ciudad de Toledo elevábase en la época en que tuvieron lugar los sucesos que dejamos referidos el antiguo castillo de Montalban, edificado sobre una áspera colina. Esta fortaleza, compuesta de negruzcas murallas, de elevadas torres y de innumerables almenas que por todas partes la coronaban, encerraba entonces un personage de quien nuestros lectores tienen ya grandes noticias. El conde don Alfonso, despues de haberse por segunda vez insurreccionado en las Asturias, habla sido encerrado por orden de su hermano en una de aquellas torres, para que no volviese á abusar de su libertad. Como es de suponer, el rebelde conde no habia escarmentado por eso; y auxiliado por las travesuras de su criado Amós, que podia entrar á todas horas en su prision, se entretenia en trazar nuevos planes para conmover los ánimos y alterar el orden establecido. Encerrado en las estrecheces de una torre, es claro que no podia alentar el turbulento espíritu de sus partidarios; pero si conseguia la libertad, las circunstancias que tanto le favorecian podian cuando menos darle, aunque no fuese mas que por algunos meses, la posesion de nuevos pueblos, ya que el trono que tanto habia ambicionado era demasiada locura pensar en su conquista.

Pero el tiempo pasaba, y él mientras tanto no conseguia otra cosa mas, que el consumirse y meditar dia y noche en su triste situacion. Su criado Amós, que le servia con mas fidelidad que se podia esperar de un judío, no cesaba de andar de uno en otro pueblo animando á los conspiradores ocultos, diciéndoles que el príncipe muy pronto estaria entre ellos. Estos como prudentes no se movian: esperaban á que el bastardo se pusiese á su frente, como tantas veces habia prometido, para hacer algo en su favor; y él por otra parte esperaba, porque así se lo habia hecho creer el hebreo, á que ellos se insurreccionasen y viniesen á romper las puertas de su prision.

-Cuándo llega ese momento, preguntó en cierto dia á su confidente, en que yo vea coronadas todas esas alturas que tenemos á la vista por mis fieles servidores? cuándo los veré subir á esta colina, y escalar este maldito castillo en que me tienen encerrado? Ah! tú me engañas, Amós; tu buen deseo te hace creer que se realizarán nuestros planes; y mientras tanto ya ves cómo pasa el tiempo y nos deja burlados. A un dia sucede otro dia, á una semana otra, fórmanse con ellas los meses, completaremos un año, y en este tiempo habránse olvidado de mí los que mas entusiasmo y adhesion me mostraban.

-Tan tristemente piensa vuestra merced! respondió el hebreo rascándose la cabeza.

-Y qué! no me sobra motivo para hacerlo?

-Mientras haya esperanzas...

-Adelantaremos bastante con ellas!... háblame de hechos, como yo te hablo, y dejate de cosas que á cada paso está desmintiendo el tiempo.

-Pues yo tambien creo, que para salir de aquí nada valen las lamentaciones de vuesa merced.

-Dime tú entonces en qué debo de ocuparme.

-En qué? Voy á decírselo á vuesa merced.

-Ya tardas, Amós.

-Pues debe vuesa merced ocuparse en lo que se ocupan todos los que han perdido su libertad.

-Ya te entiendo, pero es imposible alcanzar un buen resultado.

-No hay nada imposible para el hombre.

-Para mí lo es todo.

-Con el ánimo que vuesa merced me manifiesta, nada conseguiremos.

-Y con el tuyo conseguiremos algo?

-Desde luego.

-Sí; pero será comprometiendo cada vez mas mi situacion.

-Nada de eso: si vuesa merced quiere oirme, le propondré mil medios para sacarlo de aquí sin que nadie le toque al pelo de la ropa.

-Vamos á ver.

-Este castillo está edificado sobre grandes subterráneos, y en ellos hay gran copia de leña...

-Y qué tenemos con eso? preguntó el conde amostazado.

-Mucho, respondió Amós con la mayor confianza; por que si á deshora de la noche se le prende fuego, el alcaide y sus soldados correrán á apagarlo sin cuidarse de nosotros, y entonces la evasion de vuesa merced es segura...

-Bueno, magnífico plan, Amós, le interrumpió el preso soltando una sardónica carcajada; de tu cabeza no podia esperarse mejor concepcion! Es decir que quieres quemarme como á San Lorenzo, no es verdad? Continúa, hombre, continúa, que aunque no sea mas que por pasar el tiempo, quiero oirte.

-Sí; pero si nada ha de merecer la aprobacion de vuesa merced, para qué?

-Quién sabe? Tal vez á fuerza de machacar lograrás tu objeto.

-Sea así, pues yo no deseo mas que complacer al que me da de comer.

-En medio de tantos vicios, tienes algunas virtudes que me encantan.

-Aun vuesa merced no sabe todo lo que puede esperarse de mí. Si así como se encuentra en Montalban se encontrase en Gijon, ó en el trono de Castilla, ya verian todos como no habia entre los nacidos quien se pudiese igualar á mí. Qué de cosas, todas estrepitosas, habia de hacer por la conservacion de vuesa merced! No habia de haber cabeza de grande que no rodase por el suelo, ni pechero de quien no me vengase por su adhesion á don Juan...

-Con esas disposiciones ibas á dejar muy atrás al rey don Pedro. Y no conoces que esa política podia perjudicarnos? ya conozco que no sirves para mi consejero.

-Sí sirvo, sí, respondió Amós inmediatamente: nómbreme vuesa merced, y verá como soy capaz de cosas muy grandes.

-Corriente; con tal de que dentro de ocho dias sea rey, te nombro no solo mi consejero, sino tambien el principal de mi corte.

-Eso es lo mismo que no ofrecerme nada: dentro de ocho dias todavía estará vuesa merced en Montalban.

-Y la leña? y el fuego?

-Vuesa merced se burla.

-Me burlo, sí, pero de tus planes.

-Es que aun no los ha oido todos.

-Estoy esperando á que concluyas.

-Pues si no sirve el primero podrá servir el segundo, que consiste en introducir una muger, bajo cualquier pretesto, diferentes veces en esta torre y en una de ellas, tomar vuesa merced su trage, quedándose ella aquí, y salirse entre dos luces por las puertas del castillo, sin que nadie le diga oste ni moste.

-Válgame Dios qué necio eres!

-Eso ya lo sabia yo; como tambien que nada de cuanto diga ha de aprobar su merced.

-Pero hombre, no quieres que así sea, cuando no haces mas que decirme despropósitos?

-Toma! pues no es el primero que con semejantes despropósitos recobra su libertad.

-Por lo mismo, hombre, por lo mismo. No ves que ese maldito alcaide está tan vigilante, que es muy dificil sorprenderle?

-Y qué haremos entonces para que su merced salga de aquí?

-Esperar á que mejoren los tiempos.

-Nada mas?

-Déjame de preguntas, y tráeme recado de escribir.

Amós obedeció como debia á su amo; y despues que este se retiró á escribir una carta que pensaba enviar á un personage muy principal, solo pensó en cenar y dormir profundamente como acostumbraba, para pasar al amanecer á la estancia del conde con objeto de recibir sus órdenes. Pero esta vez solo pudo hacer lo primero, porque al acostarse fué llamado por don Alfonso, el cual, entregándole un papel cerrado:

-Vas, le dijo, á llevar esta carta al maestre de Avis, á quien encontrarás en Santaren ó en Lisboa. Conviene que marches cuanto antes, y que para nada te detengas en el camino.

-Pero, señor!...

-Qué quieres decirme?

-Yo no podré resolverme á abandonar á vuesa merced.

-Pues resuélvete, que en tu mano está el que la ausencia sea mas ó menos larga.

-A Portugal, señor, á Portugal, y ahora de noche!

-Si es de noche, esperarás el dia andando.

-Conque no hay mas remedio?

-Ya te he dicho que cuanto antes tienes que ponerte en camino.

-Déjeme vuesa merced esperar siquiera á que amanezca.

-Pues qué inconveniente tienes en marchar ahora?

-Téngolo, y muy grande, señor.

-Cuál es?

-El miedo que me infunde una vision estraña, que todas las noches rodea dando tristes alaridos las murallas del alcázar.

-Voto á briós! Y tú, Amós, tú tambien crees esas cosas!

-Conque no las he de creer, cuando la guarnicion del castillo está consternada, y no se encuentra un soldado que quiera por cuanto hay en el mundo hacer la centinela por la noche!

-Pero bien, esa vision, en qué consiste? qué figura tiene?

-Preséntase de varias: unas veces se parece á un negro que desgarra con los dientes á un blanco niño de que está apoderado; otras á un perro que arroja encendidas chispas por la boca, y otras tambien toma la figura de una cabra, y va aumentándose hasta hacerse tan grande como un camello.

-Tú eres el que aumentas para que te deje dormir esta noche en tu cama; pero te equivocas, porque quiero que ahora mismo marches á Portugal.

-Pero, señor, hágase cargo de la razon: qué mas le da esperar á que llegue el dia, cuando ya hemos pasado una gran parte de la noche? Es de tanto interés el contenido de esta carta, que sea necesario por él esponer la vida de un hombre, y de un hombre de tanta importancia como yo?

-Amós, repuso el conde enojado, estoy acostumbrado á que me obedezcan todos sin replicar; y si no quieres esperimentar por tí mismo los efectos de la inobediencia, en este instante emprende el viaje que te ordeno.

El confidente, temeroso de incurrir en la indignacion del bastardo, no hizo mas que guardarse la carta que aun tenia en la mano, y salirse de aquella estancia sin responder ni una sola palabra.

Ya don Alfonso, despues de este diálogo, solo pensaba en entregarse nuevamente á sus profundas meditaciones, necesario fruto de un hombre que por su turbulento carácter habia perdido la libertad, cuando recibió una visita que no esperaba: era el alcaide del castillo, que contra su costumbre le visitaba por la noche.

-Qué novedad es esta, Rui García? le pregunta al verle entrar en su prision.

-Ahora lo sabreis, pues no vengo á otra cosa. El arzobispo don Pedro Tenorio, á cuya guarda estais por vuestro hermano encomendado, ha dispuesto que mañana seais conducido al castillo de Almonacir; y como tendreis que mandar á vuestros criados que recojan cuanto os pertenece para que sea trasladado á vuestra nueva prision, he querido decíroslo con tiempo para evitar que de mí se diga que no sé tratar como se debe á los hijos de los reyes.

-Gracias, contestó tristemente don Alfonso.

-He cumplido con lo que os debia; ahora permitidme que me retire, porque necesito descansar de mi viaje.

-Podeis hacerlo cuando gusteis, repuso el conde á pesar del mal humor que le causaran las palabras del alcaide; pero yo ignoraba que hoy hubiéseis viajado; y cuando vos habeis dejado el castillo de Montalban, algun grave suceso debe ocurrir... Vamos claros, qué hay de Portugal?

-De Portugal! pues qué! no sabeis lo que pasa?

-Qué quereis que sepa un infeliz encarcelado? respondió don Alfonso deseando por momentos oir á Rui García.

-Pues yo os diré lo que ya es público en Toledo. El rey don Fernando de Portugal ha muerto hace pocos dias; y su yerno don Juan, en virtud de las capitulaciones que tuvieron lugar cuando se casó con doña Beatriz, trata ahora de tomar posesion de su nuevo reino. Para llevar a cabo esta delicada empresa, no solo cuenta con un grande y lucido ejercito que se está formando en Simancas, sino tambien con el voto de los principales señores de aquel Estado, entre los cuales se cuenta el maestre de Avis.

-El maestre de Avis! le interrumpió don Alfonso: eso es imposible.

-No es imposible, respondió el alcaide como muy poseido de la verdad de cuanto decia.

-Pues yo os digo que el maestre de Avis no puede ser de los que ofrecen la corona de Portugal á don Juan, porque es uno de los mayores enemigos de la de Castilla.

-Será todo cuanto se quiera; pero en lo que no cabe duda es en que es cierto cuanto os digo.

-Pues dudo mucho, replicó el preso, que los castellanos consigan dominar á los portugueses.

-Eso ya es otra cosa; pero tened siempre presente que el derecho y la fuerza son dos palancas capaces de mover un mundo, para cuanto mas el pequeño reino de que ahora se trata.

-Sin embargo, no es obra tan fácil como os parece. El nombre de Castilla es allí muy odiado, y harto será que los que se creen vencidos no vengan á ser vencedores.

-Estan tomadas cuantas medidas sugiere la prudencia mas consumada para evitar esa desgracia de que hablais.

-Muy enterado estais de todo lo que pasa! Sabeis si mi traslacion al castillo de Almonacir tiene relacion con todos esos proyectos y medidas?

-Lo ignoro: solo sé que el infante don Juan, que como sabeis hace algun tiempo que huyendo de la reina doña Leonor se retiró á Castilla, debe llegar de mañana á pasado á esta fortaleza, en la que permanecerá hasta que se haya concluido la danza que debe empezarse muy pronto.

-Pues entonces no digais mas, porque ya conozco la causa de mi traslacion al castillo de Almonacir... Ya se ve, dos hombres tan temibles para mi hermano como el infante portugués y el conde de Gijon, podian derribarle del trono si juntos estuviesen en un mismo recinto!... Vive Dios, que el arzobispo es previsor...

El alcaide se encogió de hombros como dando á entender que él no podia menos de cumplir las órdenes de don Pedro Tenorio, y pidiendo la venia al preso se despidió hasta el siguiente dia.

El autor no sabe en qué se ocupó don Alfonso despues que se retiró Rui García: supone, porque para ello le autoriza el turbulento carácter del bastardo, que en meditar nuevos planes de evasion. Tampoco puede decir si Amós, temiendo á la estraña vision de que habia hablado á su amo, se quedó aquella noche esperando á que llegase el dia, oculto en alguna casa de Montalban. Pero si lo que puede asegurar sin temor de ser desmentido es, que tan pronto como amaneció, vióse salir de Montalban al conde don Alfonso, escoltado por algunos caballeros que estaban al servicio de don Pedro Tenorio. Su direccion era bien marcada, pues tomaron el camino de Almonacir, adonde pensaban llegar antes de anochecer; y aunque todos caminaban alegres y en continua conversacion, no por eso dejaban de guardar con el conde las consideraciones que se deben á los príncipes, por haberlo así ordenado el arzobispo don Pedro.

Semejante conducta fué en estremo contraria á este prelado, porque el conde, aprovechándose de las atenciones de que era objeto por parte de los que formaban la escolta, al llegar á una llanura en que podia correr perfectamente su caballo, soltó las riendas, apretó las espuelas, y en un instante se internó en un bosque que á la derecha del camino real habia, y desapareció. Conociendo Rui García su imprudencia, dió orden á sus compañeros de que inmediatamente, unos por un lado y otros por el otro, registrasen todas las sinuosidades del bosque; pero esta operacion, que fué muy larga, no produjo mas resultados que convencer al alcaide de que el bastardo acababa de recobrar su libertad.




ArribaAbajoCapítulo II

Como el Adelantado de Galicia conocia perfectamente á sus vecinos.


Era llegado el invierno del año de 1383, cuando en una casa de aspecto bastante humilde de la ciudad de Plasencia, conversaban cerca de media noche dos caballeros ya bastante conocidos de nuestros lectores, pues el uno era el esforzado Pero Ruiz Sarmiento, y el otro el pundonoroso don Juan Ramirez de Arellano.

-No sé, decía acalorado el primero, cómo os atrevísteis á dar semejante consejo al rey, porque debísteis preveer las consecuencias que iban á seguirse tan pronto como se pusiese en práctica. Un hombre como vos, que apenas ha salido de la corte de Castilla, antes de resolverse á aconsejar al monarca debia oír el parecer de sus compañeros. Y no creais, no, que yo me duelo del ascendiente que sobre él teneis: conozco los importantes servicios que en vuestra larga carrera le habeis prestado; pero no puedo menos de confesar que en esta ocasion, aunque hubiérais sido uno de sus mayores eneinigos, no le hubiérais servido peor.

-Mariscal, repuso el anciano gravemente, reportaos, porque aunque viejo, soy caballero; y si vos sois mas jóven, tened entendido que nunca os será lícito insultarme impunemente...

-No, permitid, contestó con la mayor tranquilidad Pero Ruiz Sarmiento; el primer mariscal de Castilla es demasiado noble para insultaros: quédese reservado ese modo de proceder para esos hombres en cuyo corazon abunda la perfidia; mas para caballeros como yo, la lealtad y la franqueza. Vos habeis tomado por un insulto el que os haya dicho la verdad tan desnuda como acostumbro á decirla siempre, y mi intencion no era otra mas que la de lamentarme por los tristes sucesos que preveo.

-Sin embargo, habeis dicho que no he podido servir peor al rey, y...

-Sí; pero con la mejor intencion, le interrumpió el mariscal.

-Mi conciencia me dice que lo he servido bien.

-Eso tambien lo creo; pero no me prueba que hayais acertado.

-Ya se ve, como no se aprobó vuestro dictámen!...

-El tiempo dirá que era mejor que el vuestro.

-Para llevar la guerra á un reino que nos brinda con la paz!...

-Esa paz es fingida, y antes de pocos dias conocereis vuestro yerro.

-Y no habrá entonces lugar de enmendarlo?

-Hablais, don Juan, como quien está muy seguro de haber llevado á cabo la mas dificil empresa: parece que ya teneis todo el reino lusitano á vuestra disposicion. y que por vuestra misma mano colocais la corona en las reales sienes del augusto hijo de don Enrique. Y no es esto lo peor, sino que el tono de vuestras palabras manifiesta cierto desprecio de los saludables avisos de un esperimentado militar; pero no importa, porque yo, aunque mas jóven, no me dejo dominar tan facilmente de la ira como vos.

-Mariscal, le dijo entonces el anciano poniéndole la mano sobre el hombro, si la ira no os domina, no está muy lejos de vos; y en verdad que sentiria que venciese al mejor de mis amigos.

-Tal vez vos podeis estorbar ese triunfo...

-Y para complaceros os digo ahora mismo que aprecio vuestras palabras, y que si en el consejo fuí de diferente parecer, fué tan solo porque creí que mi dictámen era mas acertado.

-Yo estoy siempre por el del mariscal, interpuso un personage que súbitamente apareció en la escena: he oido algunas de vuestras palabras al entrar, y al instante conocí que hablábais de lo que pasó esta noche en presencia del rey. Repetiré lo que entonces dije, que el peor partido que se puede tomar, es el de entrar en Portugal sin llevar un poderoso ejército para domar el orgullo de los enemigos de Castilla. Los portugueses no se someterán si los tratan con benignidad: son gentes que desprecian á todas las naciones: figúraseles que no hay otra mas poderosa en el mundo; y acostumbrados á tener reyes propios, se burlarán de las intenciones pacíficas del nuestro. En vano se dice que el maestre de Avis se ha sometido, y que muchos grandes han seguido su ejemplo: este no es mas que un ardid para que les demos tiempo de organizarse, y poder declararnos la guerra con ventajas. Por otra parte, yo sé que en Lisboa se tienen reuniones, y que en estos nocturnos conciliábulos es en donde se fraguan todas las intrigas que tienen en alarma al populacho. La misma reina doña Leonor, aunque seducida, no es estraña á estos manejos; y para complemento de males, los descontentos han obligado á la reina á que destierre al conde de Uren, que siempre defendió los intereses de Castilla.

-Está bien, condestable, repuso don Juan Ramirez; grandemente habeis exagerado los riesgos que nos amenazan! Si S. A. os hubiera oido, estoy seguro que muda de resolucion...

-Vos sois, respondió de repente el recien llegado, el que no quiere que varíe.

-Porque conozco, condestable, que es lo que mas nos conviene en el caso presente.

-Allá veremos, respondieron á un mismo tiempo los dos caballeros que desaprobaban la conducta de Ramirez.

-La noche avanza demasiado, dijo este, y mañana tenemos que madrugar para entrar en Portugal.

-Mañana? preguntó el condestable.

-Sí, respondió Ramirez, porque el obispo de la Guardia, cuya ciudad está á la entrada del reino, ha prometido á S.A. abrirle las puertas de la plaza, y contribuir por su parte al triunfo de su causa.

-Pues hasta mañana, dijo el condestable.

-Hasta mañana, respondieron sus dos compañeros al tiempo de retirarse.




ArribaAbajoCapítulo III

Como un palaciego que trabajaba para otro, logró desbancar á uno que trabajaba por cuenta propia.


En medio de una tenebrosa noche del mes de enero del año de 1384, al mismo tiempo que los habitantes de la antigua ciudad de Lisboa se habian entregado al descanso, una dama enlutada, en cuyo rostro estaba pintada la ansiedad y el dolor, se paseaba por uno de los mas espaciosos salones del gótico alcázar de los reyes de Portugal. De cuando en cuando se paraba, permanecia un largo rato pensativa, pronunciaba algunas palabras entrecortadas, y asomándose luego á una de las elevadas celosías que caían sobre el Tajo, esclamaba con dolorido acento:

-Cuándo vendrá!...

Y al ver la oscuridad, al observar el silencio que reinaba por todas partes, al oir el fragor del trueno que resonaba en las inmensides del espacio, y al presenciar el rayo que rasgaba las nubes, volvia á repetir las mismas palabras:

--Cuándo vendrá!... Tantos peligros como le rodean, continuaba luego, y tantos enemigos como acechan la ocasion de asesinarle, si habrán conseguido ¡ay! su fatal objeto!... Qué noche tan cruel, qué horas tan largas, y qué situacion tan triste!... Blanca, Blanca! tú eres mas feliz que yo; duermes sin recelo, y tu nombre no es objeto de escarnio en esas calles y plazas.

Suspiró entonces profundamente, y de sus ojos, que debian ser hermosos, salieron dos raudales de lágrimas.

-Blanca! volvió á gritar sollozando.

Señora, respondió una voz que salia de un gabinete muy próximo.

-Ven á hacerme compañía, dijo la enlutada, ya que todos me han abandonado.

Al momento se presentó una jóven de estremada belleza, que debia ser una de sus damas.

-Perdonad, señora, dijo al entrar, me habia rendido el sueño y...

-Eres mas feliz que yo!...

-Cuánto diera porque V. A. participase de mi felicidad! Pero si es lícito á una de vuestras damas venir á haceros compañía, no la será tambien preguntaros por qué tan á deshora os encuentra tan acongojada?

-Ay, Blanca, cuánto padezco... tú lo sabes y me lo preguntas!...

-Acaso, señora, no tarden en mejorar los tiempos, y vuelvan a amanecer para vos aquellos dias claros y apacibles que habeis perdido. Tal vez el príncipe don Juan, bien hallado con la herencia de sus padres, renuncie al trono de Portugal, y seais de esta manera respetada. por los grandes de la corte.

-No creas, Blanca, que lleguen á realizarse tus esperanzas. Verásme, sí, mas humillada y abatida de lo que ahora estoy; presenciarás cómo entre el orgullo y encumbramiento del maestre de Avis acrecen las fuerzas de Castilla, y lo que es aun mas sensible que todo, la ruina completa del conde. Este pensamiento, esta desgarradora idea me aniquila; porque yo, Blanca, yo que á ti sola revelo las debilidades de mi corazon, puedo decirte que no podré sobrevivir á su pérdida.

-Pero yo creo, señora, que sus enemigos, al verle en un destierro, y que aparentemente perdió vuestra gracia, desistirán de maquinar contra él...

-Silencio! gritó la señora corriendo hácia la celosía; no oyes un ruido de espadas como de dos caballeros que se baten?... Él es, que ha sido asaltado por sus enemigos...

-Tranquilizaos, señora, respondió la jóven despues de escuchar algun tiempo; ese ruido no es de espadas, sino de los remos de algun esquife que acaba de arrimarse á la costa.

-Tú lo crees así? preguntó la señora sobresaltada.

-Y tambien lo aseguro.

Hubo entonces algunos momentos de silencio, que ninguna de las dos, aunque por motivos distintos, se atrevia á interrumpir. Pero cuando de allí á algun tiempo se oyeron pasos como de una persona que subia por una escalera, la espresion cada vez mas animada de una de ellas manifestaba que sus recelos acababan de convertirse en esperanzas. Sus cuidados entonces limitáronse á componer su desarreglado tocado, y á tomar en un maunífico sillon, en que estaban de relieve representados los castillos y guinas de Portugal, una postura digna de su elevada gerarquía. Blanca esperaba á una respetuosa distancia las órdenes de su ama, cuando se abrió una puerta oculta y apareció en aquella estancia un caballero embozado en una ancha y negra capa. Su estatura era alta; su paso grave y airoso; sus modales finos, y su edad, que sería como de cuarenta años, parecia disminuirse con el riquísimo trage que vestía.

-Conde! esclamó la señora corriendo hácia él; sois vos? Ah! cuántos sustos y zozobras me habeis causado!... por qué habeis tardado tanto?...

-Señora, respondió el caballero, preguntádselo á los agentes del maestro de Avis.

-Qué significan, conde, esas palabras?

-Retiraos, Blanca, dijo el recien llegado á media voz, como disponiéndose á revelar muy importantes secretos.

-Mis enemigos, continuó así que se vió solo con la señora, han llegado á descubrir mi paradero, y el pequeño pueblo de Belen acaba de presenciar un escandaloso motin, dirigido á quitarme la vida. La gente que en él figuraba, era tan despreciable y asquerosa como lo son la mayor parte de los que sirven al maestro de Avis, á ese hombre aborrecible, que con su ambicion es la causa de todas las desgracias que nos afligen.

-Pero estais bien cierto de que él ha sido el instigador de ese tumulto?

-Demasiado, señora, demasiado...

-Tened en cuenta, conde, que muchas veces nuestros enemigos se valen de mil reprobados medios para causar nuestra ruina, y que por lo mismo, nada tendria de estraño que otros, á quienes no odiais tanto como debíais, se hayan valido del nombre y de los asalariados agentes del maestre para asesinaros.

-Hasta cuándo, señora, habeis de permanecer en vuestro error! cuándo llegareis á conocer que no es á don Juan de Castilla, sino al de Portugal, á quien debeis de temer y odiar! Cada dia que pasa, cada momento que transcurre, os encuentro mas aferrada á vuestras antiguas afecciones, y si no fuera porque sois reina, creerla que mi vida se encontraba mas espuesta en vuestro palacio, que en mi retiro de Belen...

-Conde! gritó la enlutada señora, me insultais...

-La verdad nunca fué un insulto.

-Conque es decir que tambien yo atento contra vuestra vida? Ah, conde, añadió vertiendo algunas lágrimas, y qué mal correspondeis al amor que os profeso! Qué habeis visto en mí para que pudiéseis formar tan injusta sospecha? Por ventura no soy yo la misma que os he dado tantas pruebas de deferencia y amor, aun en vida del último rey? Yo, que en nada he tenido la dignidad del trono cuando se ha tratado de vuestra persona, podia ahora convertirme contra ella? Reflexionad, conde, reflexionad, y no añadais nuevos disgustos á mi triste vida.

-Sin embargo, señora, creo que habiendo variado los tiempos, habeis variado vos tambien. De otro modo, cómo era posible que os obstináseis en defender al mayor enemigo de vuestra corona? cómo esplicar esa aversion que profesais á los reyes de Castilla, cuando solo ellos pueden salvarnos del cruel naufragio que nos amenaza?

-Cada palabra vuestra es una saeta que me atraviesa el corazon. Vos, que debíais compadecerme por los trabajos que me persiguen, los aumentais con vuestras injustas suposiciones! Yo no defiendo al maestro, ni odio tampoco al rey don Juan. Entre los dos hay una distancia inmensa; y si yo me aproximo algo mas al primero que al segundo, es porque, siendo portugués, espero de él que se convierta contra los estrangeros que traten de derribarme del trono. Es cierto que su desmesurada ambicion solo podrá satisfacerse compartiendo con él los negocios del Estado; pero yo espero de este modo atraerle á mi partido, y que deponga contra vos sus antiguos odios.

-Imposible! prorumpió indignado el caballero.

-Por qué decís imposible, cuando hace muy pocos dias que me dijo que solo deseaba que se destruyesen las prevenciones que el pueblo abrigaba contra vos, para abrazaros en presencia de toda la corte? Atended, si de esta manera llegais á entenderos, no podreis ser dos robustas columnas sobre que descanse el trono lusitano? Yo por mi parte voy á exigir de vos un nuevo sacrificio. Escuchad...

-Qué vais á decir, señora? preguntó el conde bruscamente.

-Atrévome á proponeros una reconciliacion con el gran maestre... Yo seré la mediadora.

-Callad! gritó encolerizado el caballero. Estoy admirado, y no sé cómo esplicar la gran mutacion que en vos observo. Antes tan prevenida contra él, y ahora tan dispuesta en su favor! Por ventura, ha penetrado en esta mansion alguno de sus amigos, y con maligna astucia consiguió engañaros? Reconciliacion con el mas encarnizado de mis enemigos, con el hombre cruel que esta noche misma armó sus viles mercenarios para asesinarme en mi retiró de Belen! Desistid, señora, desistid de semejante propósito, si no quereis que os cuente en el número de mis enemigos tambien.

-Ese mortal odio será, no lo dudeis, la causa de mi desgracia...

-He venido esta noche, respondió á estas palabras el caballero poniéndose en disposicion de marcharse, por cumplir una palabra que os habia dado. Permitidme por lo mismo que me retire para atender á la seguridad de mi persona.

-Qué pensais hacer? preguntó la enlutada con ansiedad.

-Acabo de decíroslo, respondió friamente el caballero.

-Sí; pero me ocultais vuestros proyectos.

-No quiero que lleguen á saberlos mis enemigos...

-Conde!...

-A Dios, señora.

Y abriendo precipitadamente la puerta, desapareció.

Semejante despedida hirió, como no podia menos, el orgullo de aquella encumbrada muger; pero como se encontraba abrasada con el concupiscible fuego que ardia en su corazon, presto olvidó sus resentimientos para pensar tan solo en la suerte de su adorado. Lo que mas temia era que atribuyendo este á veleidad cuanto sobre el maestre de Avis le habla dicho, tomase la resolucion de olvidarla, no acordándose mas de su amor.

Por esto, antes de amanecer le escribió una carta, suplicándole que á la noche siguiente, en el mismo sitio y á las mismas horas, tuviese una entrevista con ella.

El favorito accedió á sus ruegos, penetrando á media noche en el regio alcázar, valiéndose de los mismos medios que antes empleara.

-Vengo, señora, le dijo al encontrarse en su presencia, á recibir órdenes de la reina viuda de Portugal...

-Y no venís, preguntó esta señora con amable sonrisa, á departir amigablemente con doña Leonor?

-Si la reina lo manda...

-La reina lo manda y lo quiere. Sentaos.

Hízolo así el conde, y en seguida habló de esta manera:

-Creo que ya sabreis las noticias que hoy corren por la corte...

-Nada sé: qué noticias son esas?

-Es muy estraño que os las hayan ocultado los que mas interés tenian en manifestároslas! Pero ya se ve, como su virtud dominante no es la lealtad!... Y eso que el maestre de Avis puede llegar á ser una de las mas robustas columnas de vuestro trono!....

-Dejaos de burlas, y decidme luego lo que pasa.

-Nada, señora, no es mas que lo que yo mismo tantas veces habia previsto: el rey don Juan de Castilla, acompañado de la reina doña Beatriz y de muchos grandes y prelados de su reino, acaba de entrar en Portugal; y lo que es mas que todo, muchos pueblos del reino le han recibido de una manera tan entusiasmadora, que cualquier príncipe podia para sí codiciar tanta dicha. En particular la Guardia, siguiendo el ejemplo de su obispo y de su clero, le aclamó por rey de Portugal, deseándole que por largos y felices años ocupe el trono.

-Y ese es el príncipe, repuso indignada la reina, que algunos suponian tan virtuoso? así cumple con las capitulaciones acordadas entre él y el rey don Fernando?

-Esas razones nada valen ante la fuerza, y nosotros debemos de decidirnos por un partido: la inaccion en que nos hallamos, nos mata.

-Pues qué partido quereis que sigamos mas que el de la resistencia? Que entren, que entren los castellanos, que en este reino encontrarán su sepultura.

-Señora, esas fanfarronadas, tan propias de la nacion portuguesa, no amedrentarán á los invasores. Vos sabeis cómo acostumbran á batirse: no ignorais tampoco los medios con que cuentan para hacernos la guerra; y sobre todo debeis tener presente, que no conviene irritarlos con nuestras imprudencias...

-Que no conviene irritarlos! Por Dios que no os entiendo, conde de Uren.

-Me entendereis, doña Leonor: el rey don Juan al pisar el suelo portugués no se parece á esos conquistadores á quienes sigue la desolacion y la muerte; es mas bien un señor que, apoyado en sus derechos, viene á tomar posesion de sus estados...

-Pues tanto mejor para que sea vencido, replicó la reina.

-Guardaos de hacer marchar vuestras tropas contra él, repuso el conde.

-Tanto le temeis? preguntó desdeñosamente doña Leonor.

-Yo no le temo, pero tampoco le desprecio.

-Por lo mismo, debemos de prepararnos para recibirle hostilmente.

-Guardaos de hacerlo, vuelvo á repetiros; porque solo él puede libraros de los riesgos de que estamos cercados.

-Vos quereis segun eso que yo descienda del trono para que á él suba el rey de Castilla! No es así?

-Las verdaderas intenciones de don Juan nadie las sabe: él desde la frontera nos brinda con la paz, pero tambien nos demuestra que no rehusa la guerra si se la declaramos. Es cierto que hasta ahora no ha desplegado sus fuerzas, pero cuando llegue el caso, ocupará á Portugal con sus numerosos escuadrones; y entonces, señora, ya será tarde para implorar su perdón...

-Reportaos, don Juan Fernandez de Andeyro, porque la reina de Portugal, la augusta viuda del rey don Fernando, no tiene que pedir á nadie perdon, para cuanto mas al hijo del bastardo de Castilla.

-Haced ostentacion de esos títulos, replicó el conde friamente, entre los cortesanos de Lisboa; y acordaos que ahora solo hablais con vuestro favorito, el cual no tiene mas objeto que contribuir á vuestra felicidad...

-Aconsejándome que renuncie el trono, no es verdad? interpuso maliciosamente la reina.

-Es un consejo mas sano que los que os incitan á que hagais resistencia.

-Si vos añadís al vuestro que despues que deje de ser reina me entregue á una vida de ásperas penitencias y cilicios, convengo: de lo contrario...

-No habeis querido entenderme.

-Esplicaos, pues.

-Don Juan primero de Castilla no pretenderia al ceñirse la doble corona, despojaros de las consideraciones que os son debidas por vuestro elevado rango. Si ahora ocupais un solio rodeado de traidores, entonces seríais verdaderamente reina y señora de los pueblos que os cediese en toda propiedad. Mas si de otro modo con él os portáseis, don Juan de Portugal tendria tiempo para coronarse; y este rey de nuevo cuño, solo con el desprecio remuneraria los servicios que ahora le estais prestando.

-Y quién es ese don Juan de Portugal? preguntó alarmada doña Leonor.

-Quién? el maestre de Avis...

-Y vos creeis sinceramente que él sea uno de mis enemigos?

-El mayor y el mas temible.

-Sin embargo, se necesitan pruebas; y él hace mas de un mes que se desvela por servirme.

-Cabalmente el tiempo que hace que yo falto de la corte...

-Y si yo llegase á descubrir sus perfidias, cómo habia de deshacerme de un señor tan poderoso?

-Me haceis esa pregunta, cuando poco há os mostrábais tan animosa contra don Juan de Castilla!

-Vos mismo decís que es el mas temible de mis enemigos.

-Sí, es verdad; porque es un enemigo encubierto á quien os empeñais en proteger.

-Pues desde ahora yo os prometo, conde de Uren, el trabajar para alejarle de la corte; y mientras tanto, pienso reunir algunos grandes, de aquellos que mas confianza me inspiran, para acordar lo que debemos de hacer en los borrascosos tiempos que atravesamos. Vos podeis visitarme del mismo modo que lo habeis hecho estas noches para ayudarme con vuestros consejos.

-Os lo juro, á pesar de los peligros que me cercan en la corte de Lisboa.

Terminó este diálogo retirándose don Juan Fernandez de Andeyro por la oculta escalera por donde habla subido; y doña Leonor, que entonces se encontraba mas intranquila que al principio de esta entrevista, empezó a meditar sobre su triste y crítica situacion.