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No olvidemos: «Pues sepa V. M. ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes.»

 

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María Rosa Lida de Malkiel, «De cuyo nombre no quiero acordarme...», Revista de Filología Hispánica, I (1939), 167-71, llamó la atención al hecho de que el cuento de Aladino y su lámpara maravillosa en Las mil y una noches comienza con fórmula análoga: «He llegado a saber que en la antigüedad del tiempo y el pasado de las edades y de los momentos, en una ciudad entre las ciudades de China de cuyo nombre no me acuerdo en este instante, había...» Y don Juan Manuel comenzó el último exemplo de su Conde Lucanor con estas palabras: «Señor conde -dixo Patronio-, en una tierra de que me non acuerdo el nombre, avía...» Por su parte, Francisco López Estrada, «Un poco más sobre “De cuyo nombre no quiero acordarme...”», Strenae. Estudios de filología e historia dedicados al profesor Manuel García Blanco (Salamanca, 1962), págs. 297-300, observó la frecuencia de uso en el lenguaje notarial de la época de Cervantes de fórmulas como la siguiente: «Dibersas personas biejas e antiguas de cuyos nombres no se acuerda...»

 

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La identificación del lugar de la Mancha con Argamasilla de Alba es sólo una persistente y embarazosa tradición oral, que allá en 1863 llevó al por lo demás benemérito impresor madrileño Manuel Rivadeneyra a imprimir el Quijote en Argamasilla: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Edición corregida con especial estudio de la primera, por J. E. Hartzenbusch. Argamasilla de Alba. Impr. de Manuel Rivadeneyra (Casa que fue prisión de Cervantes), 1863, cuatro volúmenes. Es de lamentar que Hartzenbusch, que fue director de la Biblioteca Nacional y ocupó un sillón en la Real Academia Española, se haya prestado a tal inocentada.

 

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Desde otro cuadrante y desde otro país, aunque para la misma época, se rubrica lo indeseable que era la libertad creadora en el arte: «L’arte nostra è tutta imitazione della natura principalmente, e poi, per che da sé non può salir tanto alto, delle cose che da quelli che miglior’ maestri di sé giudica sono condotte», Giorgio Vasari, Le vite de’ più eccellenti Architetti, Pittori, et Scultori Italiani da Cimabue insino a tempi nostri (1551), prefacio. Las familias literarias de Celestinas, Amadises, Esplandianes, obedecen tácitamente el principio expresado por Vasari. Se trata, sustancialmente, del principio de imitación (mimesis) predominante en la estética del Renacimiento.

 

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El Pinciano resume en su obra toda la estética neoaristotélica del Renacimiento. Como escribió Marcelino Menéndez y Pelayo: «Es el único de los humanistas del siglo XVI que presenta lo que podemos llamar un sistema literario completo, cuyas líneas generales pueden restaurarse, aun independientemente del texto de Aristóteles», Historia de las ideas estéticas en España, cap. X. Si he citado en el texto al Pinciano es para destacar aún más la revolución que implica, en los campos de la literatura y de la estética, la obra cervantina.

 

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No quiero decir que el sesgo existencial que doy a mi interpretación del texto citado es el único admisible. Desde luego que las palabras de Cervantes caen de lleno dentro de las teorías de la época acerca de la unidad de la fábula, pero explicar esto me metería en los vericuetos de la historia literaria, tarea que no entiendo hoy como mi principal objetivo. Mas si el lector siente interés por el ver el asunto desde esta perspectiva, le invito a leer las sesudas páginas que dedicó al tema mi querido amigo E. C. Riley, Teoría de la novela en Cervantes (Madrid, 1966), cap. IV.

 

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Ecos directos de esta nueva actitud del artista hacia su materia se hallan, y en abundancia, en Unamuno, y en el italiano Luigi Pirandello, también, pero tiempo habrá de volver a este último, con mejor coyuntura. El protagonista de Niebla, de Unamuno, Augusto Pérez, va a Salamanca a entrevistarse con su creador, don Miguel, para anunciarle sus planes de suicidio. Hay una larga discusión acerca de la libertad relativa de creador y criatura, con el resultado de que Unamuno monta en cólera: «¡Bueno, basta!, ¡basta! -exclamé, dando un puñetazo en la camilla-, ¡cállate!; ¡no quiero oír más impertinencias!... ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto! (cap. XXXI).

 

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«Perspectivismo lingüístico en el Quijote», en Lingüística e historia literaria (Madrid, 1955).

 

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En este siglo y fuera de España, Pirandello es, a mi entender, el autor más fuertemente impresionado y caracterizado por la lección del Quijote, con lo que no pretendo negarle originalidad alguna al gran genio dramático italiano. En las citas del texto, y en general en todo el drama Sei personaggi, Pirandello establece un fecundo diálogo, a través de los siglos, con el Quijote, específicamente con Quijote, II, III. En ese capítulo, recordará el lector, se narra cómo don Quijote y Sancho escuchan, lelos y azogados, al bachiller Sansón Carrasco, quien les describe el libro, recién publicado, en que narran sus aventuras, o sea el Quijote de 1605. El hidalgo y su escudero se encocoran con el autor, vale decir, el propio Cervantes, porque, en términos de Pirandello, se les ha falsificado «la vida verdaderamente suya». Inútil insistir en esto. Lo que es menos conocido es que ya en un temprano ensayo (L’umorismo, 1908) Pirandello había hecho su profesión de quijotismo. Al analizar la aventura de los molinos de viento -¿gigantes convertidos en molinos por don Quijote?, ¿o molinos transformados en gigantes por el sabio Frestón?- concluye Pirandello: «Ecco la leggenda nella realtá evidente

 

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No piense el lector que se me ha cruzado por la mente revivir, ni por un momento, disparatadas agudezas como la de Hippolyte Taine cuando escribió: «Cervantes era un caballero y amaba la nobleza y el ideal caballeresco; pero al mismo tiempo sentía la locura y se complacía viéndolo humillado bajo los palos de los villanos, en aventuras lamentables» (Essais de critique et d’histoire). Por otras y menos escondidas sendas, o así lo espero, va mi crítica, según verá el lector.

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