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Donde una puerta se cierra

Valentín Picatoste

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

De todas cuantas grandiosidades conserva la ciudad de Ávila en sus monumentos arquitectónicos y en sus archivos, ninguna excita la curiosidad ni llama tanto la atención del viajero como el misterioso mote: Donde una puerta se cierra, otra se abre, famosa y arrogante leyenda colocada en el zócalo de una inmensa ventana, defendida por monumental reja, abierta en la fachada norte de la antigua casa del caudillo —110— avilés1 Esteban Domingo, que pasó después a Pedro Dávila, primer Marqués de las Navas, y en la actualidad pertenece al Marqués de Sardoal2; la cual, como todas las de los repobladores, es una verdadera fortaleza, y entra en el sistema de defensa de la ciudad de Ávila, que es análogo al de la mayor parte de las plazas fuertes anteriores al uso de las armas de fuego.

Además de su fuerte muralla, flanqueada por 88 cubos y llamada con razón por el ilustre viajero inglés Ricardo Ford3 «"glorioso monumento", el más perfecto y bellamente concluido y conservado en Europa de la Edad Media», contaba la ciudad de Ávila, como complemento de su guerrera organización, con otro nuevo sistema de fortalezas formado por las casas de los repobladores, levantadas dentro del recinto y adosadas a la muralla.

Fácilmente se deja comprender la importancia militar de estas casas fuertes en una época en que las estratagemas jugaban un papel tan importante en el asalto de las fortalezas. Todo lo que fuera impedir la rapidez y precisión en los movimientos del sitiador, neutralizar el efecto de los escalamientos nocturnos, las alarmas repentinas y cualquier golpe de audacia que llevase a la rápida coronación de los adarves4 y ocupación de una parte del recinto, a la que generalmente seguía la de la plaza entera, aumentaba de una manera notable el valor estratégico de las fortificaciones y la seguridad de la población.

Tal era el oficio de las casas fuertes construidas por los caudillos repobladores de Ávila y habitadas por sus ilustres descendientes o en poder de entidades colectivas, como las iglesias y concejos, que podían mantener a su servicio gente de armas.

A la primera alarma, los moradores útiles de aquellas casas, sin salir de sus propios alojamientos, coronaban la muralla, y cada una se convertía en una ciudadela que defendía el recinto. Todas ellas, aunque reconstruidas en su interior y reformadas conforme a las exigencias de los tiempos modernos, conservan en sus muros almenados, en sus puertas fortificadas y otras defensas —114—, señales indelebles de lo que fueron sus pasadas glorias.

Entre la puerta de Gil González Dávila, conocida vulgarmente con el nombre de puerta del Rastro, y la antigua casa de los señores de Navamorcuende, convertida en el siglo XVI en colegio de Jesuitas, y a su expulsión en Palacio Episcopal, se levantan las denegridas paredes del palacio de Esteban Domingo, sembradas de ajimeces5 sin columna, y cuya fachada principal es de idéntica construcción a la de la muralla.

Sobre su puerta, de anchuroso arco de dovelas6, ostenta el escudo de trece róeles entre dos vellosos salvajes encadenados y dos heridos a caballo tañendo trompetas; armas ganadas por Hernán Pérez en la lucha con los moros de Ronda, y que Alfonso el Sabio dio por blasón a los Dávilas, señores de Villafranca y jefes de mesnada de Esteban Domingo.

Defienden la puerta fortísimos y salientes matacanes7 por los cuales se hacían llover dardos, piedras, aceite hirviendo y cuantos objetos pudieran herir o matar al osado que intentara forzar el paso; y en el —115— patio y pegados al muro de la derecha, yacen tres elefantes o cerdos de piedra toscamente labrada, antiguallas recogidas no se sabe cuándo ni dónde, cuyo verdadero origen no ha podido descubrir la ciencia.

Y, finalmente, en la parte de muro adosado a la muralla, se ve cerrado, como de tres siglos a esta parte, un portillo que, por efecto de los desmontes para la nivelación de la ronda, aparece como colgado en la cortina del mediodía, frente por frente al paseo del Rastro, y a poca distancia de la puerta de Gil González Dávila; portillo que, además de las aplicaciones estratégicas, servía para los usos domésticos, constituyendo uno de tantos privilegios de las casas nobiliarias, y permitía salir inmediatamente al campo, y que sin duda fue la causa remota de la inscripción asunto del presente artículo.

Conocida es de todos la tristísima situación en que Castilla quedó a la muerte de Enrique IV, cuyo reinado había sido testigo de las mayores ambiciones y de las rebeldías más inauditas por parte de la nobleza —116—; sabido es también que los Reyes Católicos, con excelente política, fueron poniendo a raya la soberbia de los próceres que tan calamitosos hicieron los reinados de Juan II y de Enrique IV; así que no es de extrañar que en este mismo tiempo, y por los años de 1507, cuando D. Fernando de Aragón regía los destinos de España, en nombre de su desgraciada hija Doña Juana la Loca, el juez de residencia de Ávila, Villafáñez, por razones especiales que a ello le movieran, o inspirado en la misma política de D. Fernando, mandase cerrar el postigo de la casa de Esteban Domingo, perteneciente a la sazón a Doña Elvira de Zúñiga8, viuda de D. Esteban de Ávila.

Dos años después, Doña Elvira acudió a la Reina Doña Juana, exponiendo los perjuicios que a su casa resultaban de haber cerrado el postigo, y suplicaba que volviera a abrirse tal y como había estado desde tiempo inmemorial.

Y, según resulta de algunos documentos que obran en el archivo de la misma casa, la Reina Doña Juana mandó abrir una información sobre si antiguamente —117— el postigo estuvo abierto, cuáles fueron las razones que tuvo el juez del Concejo para mandarlo cerrar, y si se irrogaban perjuicios a la población de que estuviese abierto, a fin de que el Concejo, en virtud de la información, hiciese justicia.

Consultado el asunto con el Regente D. Fernando, se acordó acceder a la reclamación de Doña Elvira, y en 15 de marzo de 1509 se expidió en Valladolid una carta ejecutoria, por la cual se reconocía a Doña Elvira el derecho de abrir el postigo tal y como estaba en tiempo de Villafáñez, no más nin allende, mandando al corregidor lo deje é consienta facer libremente, sin vos poner en ello embargo ni impedimento alguno, é los unos nin los otros non fagades nin fagan ende al por alguna manera, sopeña de la mi merced é de 10.000 maravedís pata mi cámara.

Tales son los antecedentes históricos que hemos podido recoger, relacionados con este curioso detalle en la historia de la vieja Ciudad de Ávila.

A juzgar por el anterior documento, y dado el interés con que Doña Elvira solicitaba el permiso para abrir el postigo y las amplias facultades que para ello se le concedían, podría creerse que el postigo quedó abierto; pero sin duda los grandes acontecimientos que se sucedieron en Ávila distrajeron a los dueños de la casa de un asunto de relativa importancia.

Las Comunidades de Castilla, que habían establecido en Ávila su cuartel general y allí habían constituido la Santa Liga9, dejaron a su triste derrota, convertida la ciudad en verdadero campo de Agramante, habiendo levantado entre vencedores y vencidos una barrera insuperable.

Entonces tomaron cuerpo los antagonismos entre aquellos nobles, que solo por serlo, se creían superiores a los demás, y habían dispuesto a capricho de los destinos de la nación y de los cetros y coronas de los monarcas; y como no podían volver sus armas contra soberanos tan poderosos como Carlos I, dicho se está que sus odios, habían de manifestarse en las luchas intestinas y en la oposición de unos a las pretensiones y decisiones de los otros. —119—

En aquellas circunstancias vino, pues, a tratarse de abrir el portillo cerrado en tiempo de Villafáñez, que pertenecía a la casa, de los ilustres descendientes del célebre adalid10 Esteban Domingo, única entre las diez fortificadas que rodean interiormente la Ciudad, que disfrutaba la franquicia de tener una poterna, que, además de los usos militares en tiempo de guerra, ofrecía inmediata salida al campo, sustraía a sus moradores a las miradas de la gente desocupada, evitaba las hablillas del vulgo y las murmuraciones de sus émulos, y era, sobre todo, un privilegio; por tanto, los próceres del opuesto bando no podían ver sin envidia cierta supremacía social que semejante prerrogativa daba a sus dueños.

En efecto; cuando la posesión de la casa de Esteban Domingo había recaído en don Pedro de Ávila, noble que gozaba del favor del emperador Carlos V, tanto que en 1533 le confirió el título de marqués de las Navas, y que contaba además con el ascendiente que entre los próceres avileses le daba su nuevo título, se propuso llevar a la práctica las facultades que le confería la carta ejecutoria firmada en Valladolid para abrir el postigo; pero sus deseos se estrellaron ante la ruda oposición del Concejo de Ávila.

El orgulloso magnate, viendo contrariados sus planes, abrió en la fachada de su casa, frente a la calle de Caballeros, una nueva puerta; pero las influencias de sus adversarios debieron ser más poderosas, por cuanto no se trataba ya de un asunto de interés general, que podía resolver el monarca, sino de una obra sometida a la decisión de las autoridades locales, y la altivez del prócer castellano se vio de nuevo humillada, porque la nueva puerta tuvo que quedar reducida a una gran ventana, defendida por fuerte reja, según hoy subsiste en la esquina del piso bajo, y decorada con graciosas y esbeltas columnas y cornisamento triangular.

El contrariado Marqués, queriendo perpetuar en ella su nombre y el de su esposa, puso en el friso la siguiente inscripción: Petrus Davila et Marta Cordubensis, uxor, MDXLI; y debajo, como recuerdo eterno Donde una puerta se cierra otra se abre; —121— y testigo de la soberbia y arrogancia de aquellos nobles, el mote, que ha pasado al pueblo convertido en sentencia: donde una puerta se cierra, otra se abre.

FUENTE

Picatoste, Valentín. Tradiciones de Ávila, Madrid: [s. n.], 1888 (Miguel Romero, impresor), pp. 109-121.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

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