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ArribaAbajo- IV -

El de Farnesio



- I -

Los soplos primaverales, con su especie de ilusoria renovación (todo continúa lo mismo, pero al cabo, en nosotros, en lo único que acaso sea real, hay fervorines de savia y turgencias de yemas), me sugieren inquietud de traslación. Me gustaría viajar. ¿No fueron los viajes uno de los goces que soñé imposibles en mi destierro?

A la primer indicación que hago a Farnesio, para que me proviste de fondos, noto en él satisfacción; mis planes, sin duda, encajan en los suyos. Es quizás el solo momento en que se dilata placenteramente su faz, que ha debido de ser muy atractiva. Habrá tenido la tez aceitunada y pálida, frecuente en los individuos de origen meridional, y sobre la cual resalta con provocativa gracia el bigote negro, hoy de plomo hilado. Sus ojos habrán sido apasionados, intensos; aún conservan terciopelos y sombras de pestañaje. Su cuerpo permanece esbelto, seco, con piernas de alambre electrizado. No ha adquirido la pachorra egoísta de la cincuentena: conserva una ansiedad, un sentido dramático de la vida. Todo esto lo noto mejor ahora, acaso porque conozco antecedentes...

-¿Viajar? ¡Qué buena idea has tenido, Lina! Justamente, iba a proponerte...

-¿Qué? -respingo yo.

-Lo que me ha escrito, encargándome que te lo participe, tu tío don Juan Clímaco. Dice que toda la familia desea mucho conocerte, y te invita a pasar una temporada con ellos en Granada. Ya ves...

-Ya veo... No era ese el viaje libre y caprichoso que fantaseaba... Pero Granada me suena... ¿Y qué familia es la de mi tío? No lo sospecho.

La cara de Farnesio, siempre sentimental, adquirió expresión más significativa al darme los datos que pedía. Hablaba como el que trata de un asunto vital, de la más alta y profunda importancia.

-Por de pronto, tu tío, un señor... de cuidado, temible. Desde que le conozco ha duplicado su fortuna, y va camino de triplicarla. Está viudo de una señora muy linajuda, procedente de los Fernández de Córdoba, y que tenía más de un cuarterón de sangre mora, ¡tan ilustre en ella como la cristiana! Descendencia de reyes, o emires, o qué sé yo... Le han quedado tres hijos: José María, Estebanillo y Angustias.

-¿Solteros?

-Todos. El mayor, José María, contará unos veintinueve a treinta años...

-¡Entonces ya entiendo el mecanismo del viaje, amigo mío! ¿A que sí, a que sí? No guarde usted nunca secretillos conmigo, Farnesio; ¡si al cabo no le vale! Don Juan Clímaco Mascareñas debía ser el heredero de mi... tía, y yo le he quitado esa breva de entre los dientes. Según usted me lo pinta, codicioso, el buen señor lo habrá sentido a par del alma. Como además es inteligente, ha tomado el partido de callarse y trazar otro plan, a base de hijo casadero... Y como usted tiene la desgracia de tener... buena conciencia... se cree en el deber de auxiliar a don Juan en el desquite que anhela... y de aproximarme al primo José María o al primo Estebanillo...

-¡Oh! Lo que es el primo Estebanillo..., ese...

-¡Ya! Se trata de José María...

Farnesio calla conmovidísimo, con el respiro anhelante. No se atreve a lanzarse a un elogio caluroso; tiembla y se encoge ante mis soflamas y roncerías.

-Sea usted franco...

Se decide, todo estremecido, y habla ronco, hondo.

-No veo por qué no... En efecto, opino que tu primo José María puede ser para ti un marido excelente, y creo que, en conciencia, ya que de conciencia hablaste, Lina... ya que piensas en la conciencia... ¡porque en ella hay que pensar...!, mejor sería que, en esa forma, los Mascareñas no pudiesen nunca... nunca...

-¿Era o no doña Catalina dueña de su fortuna? -insisto acorralándole y descomponiéndole.

-¡Dueña! ¡Quién lo duda...! Sin embargo... En fin...

Y, cogiéndome las manos, con un balbuceo en que hay lágrimas, don Genaro añade:

-No se trata sólo de la conciencia... ni del daño y perjuicio de tus parientes... Es por ti... ¿me entiendes?, por ti... Cuando un peligro te amenace, cuando algo pueda venir contra ti... oye a Farnesio... ¡Qué anhela Farnesio sino tu dicha, tu bien!

Mi corazón se reblandeció un momento, bajo la costra de mis agravios antiguos, del injusto modo de mi crianza, que casi hizo de mí un Segismundo hembra, análogo al anarquista creado por Calderón.

-Lo creo así, don Genaro. Y como con ver nada se pierde... Iré a Granada. Será, por otra parte, cosa divertida. ¿No le agradaría a usted acompañarme?

Se demuda otra vez.

-No, no... Conviene más que me quede... ¿Por qué no buscamos una señora formal...?

-¡Déjeme usted de formalidades y de señoras! Me llevaré a Octavia, la francesa.

-Buen cascabel.

-Va para limpiarme las botas y colgar mis trajes. Para lo demás, voy yo.

Se resigna. Él escribirá, a fin de que me esperen en la estación...

Empieza mi faena con Octavia. Es una doncella que he pedido a la Agencia, y que parece recortada de un catálogo de almacén parisiense. A ninguna hora la sorprendo sin su delantal de encajes, su picante lazo azul bajo el cuello recto, níveo, su tocadito farfullado de valenciennes, divinamente peinada. Trasciende a Ideal, y está llena de menosprecio hacia lo barato, lo anticuado, les horreurs. La vieja Eladia, a quien he relegado al cargo de ama de llaves, aborrece de muerte a la «franchuta».

Prepara Octavia genialmente mi equipaje, pensando en ahorrarme las molestias de las pequeñeces, los petits riens, lo que más mortifica, la hoja de rosa doblada. ¡Friolera! ¡Hacer noche en el tren! Hay que prevenirse...

-¿Cuándo es la marcha, madame?

-Dentro de una semana, ma fille... Cuando nos entreguen todo lo encargado...

-¿La señorita no tiene prisa?

-Maldita... ¡Figúrate que voy en busca de novio!

Se ríe; supone que bromeo. Es una mujer de cara irregular, tez adobada, talle primoroso. Ni fea ni bonita; acaso, por dentro, ajada y flácida; llamativa como las caricaturas picarescas de los kioscos. Tal vez no muy conveniente para servir a una dama. Pero tan dispuesta, tan complacedora... ¡Se calza tan bien... lleva las uñas tan nítidas!

Al disponer este viaje, advierto más que nunca la falta -en medio de mi opulencia- de lujos refinados. De doña Catalina, que nunca viajaba, no he heredado una maleta decorosa. Encuentro un amazacotado neceser de plata, de su marido, con navajas de afeitar, brochas y pelos aún en ellas. Octavia lo examina. «¡L’horreur!» Recorro tiendas: no hay sino fealdades mezquinas. No tengo tiempo de encargar a Londres, único punto del mundo en que se hacen objetos de viaje presentables... En Madrid -deplora Octavia- no se halla rien de rien... A trompicones, me provisto de sauts de lit, coqueterías encintajadas, que son una espuma. Ya florezco mi luto de blanco, de lila, de los dulces tonos del alivio. Batistas, encajes, primavera... Y seda calada en mis pies, que la manicura ha suavizado y limado como si fuesen manos.

-¿Todo esto, por el primo de Granada, a quien no conozco?

No; por mi autocultivo estético. Es que el bienestar no me basta. Quiero la nota de lo superfluo, que nos distancia de la muchedumbre. Lo que pasa es que procurarse lo superfluo, es más difícil que procurarse lo necesario. No se tiene lo superfluo porque se tenga dinero; se necesita el trabajo minucioso, incesante, de quintaesenciarnos a nosotros mismos y a cuanto nos rodea. La ordinariez, la vulgaridad, lo antiestético, nos acechan a cada paso y nos invaden, insidiosos, como el polvo, la humedad y la polilla. Al primer descuido, nos visten, nos amueblan cosas odiosas, y el ensueño estético se esfuma. ¡No lo consentiré! ¡Mejor me concibo pobre, como en Alcalá, que en una riqueza basta y osificada, como la de doña Catalina Mascareñas, mi... mi tía!

Por otra parte, como no soy un premio de belleza, y lo que me realza es el marco, quiero ese marco, prodigio de cinceladura, bien incrustado de pedrería artística, como el atavío de mi patrona, la Alejandrina, que amó la Belleza hasta la muerte.

En cuanto al proco... ¡bah! Ni sé si me casaré pronto o tarde, ni si lo deseo, ni si lo temo. ¿Qué duerme en el fondo de mi instinto? Es aún misterioso. Casarse será tener dueño... ¿Dulce dueño...? El día en que no ame, mi dueño podrá exigirme que haga los gestos amorosos... El día en que mi pulmón reclame aire bravo, me querrá mansa y solícita... La libertad material no es lo que más sentiría perder. Dentro está nuestra libertad; en el espíritu. Así, en frío, no me seduce la proposición de Farnesio.

Hago memoria de que en Alcalá, leyendo las comedias antiguas, me sorprendía la facilidad con que damas y galanes, en la escena final, se lanzan a bodas. «Don Juan, vos casaréis con doña Leonor, y vos, don Gutierre, dad a doña Inés mano de esposo... Senado ilustre, perdona las muchas faltas...». Y recuerdo que en una de esas mismas comedias, de don Diego Hurtado de Mendoza, hay un personaje que dice a dos recién casadas:


   Suyas sois, en fin; más ved
que ya en nada quedáis vuestras...



Pocos maridos recuerdan la advertencia del mismo personaje:


   Y vos, don Sancho y don Juan,
estad cada uno advertido
que el entrar a ser marido
no es salir de ser galán...



En resumen, mi caso no es el frecuente de la mujer que repugna el matrimonio porque repugna la sujeción. Hay algo más... Hay esta alta, íntima estimación de mí propia; hay el temor de no poder estimar en tanto precio al hombre que acepte. El temor de unirme a un inferior... La inferioridad no estriba en la posición, ni en el dinero, ni en el nacimiento... Este temor, ¡bueno fuera que lo sintiese ahora! Lo sentía en Alcalá, cuando barría mi criada con escobas inservibles... Acaso me ha preservado de algún amorcillo vulgar.

¿Habrá proco que me produzca el arrebato necesario para olvidar que «ya en nada soy mía»? No sé por dónde vendrá el desencanto; pero vendrá. Soy como aquel que sabe que existe una isla llena de verdor, de gorjeos, de grutas, de arroyos, y comprende que nunca ha de desembarcar en sus playas. No desembarcaré en la playa del amor. Y, si me analizo profundamente, ello es que deseo amar... ¡cuánto y de qué manera! Con toda la violencia de mi ser escogido, singular; como el ciervo anhela los ocultos manantiales...

¿Por qué lo deseo? Tampoco esto me lo defino bien. En tantos años de comprimida juventud y de soledad, he pasado, sin duda, mi ensueño por el tamiz de mi inteligencia; he pulido y afiligranado mi exigencia sentimental; he tenido tiempo de alimentarla; la he alquitarado, y su esencia es fuerte. Mi ansia es exigente; mi cerebro ha descendido a mi corazón, le ha enlorigado con laminillas de oro, pero en su centro ha encendido una llama que devora. Y, enamorada perdida, considero imposible enamorarme...




- II -

En la estación de Granada me aguardan los Mascareñas.

Desde una hora antes, hemos trabajado Octavia y yo en disimular las huellas de la noche en ferrocarril. Y me he tratado, a mí misma, de estúpida. ¿Por qué no haber venido en auto? Pero un auto de camino, decente, tampoco se encontraría en Madrid, de pronto.

Por fortuna he dormido, y no presento la máscara pocha del insomnio. Mi hálito no delata el trastorno del estómago revuelto. Lo impulso varias veces hacia las ventanas de la nariz, y me convenzo de su pureza. Por precaución, me enjuago con agua y elixir y mastico una pastilla de frambuesa, de las que encierra mi bombonerita de oro, cuya tapa es una amatista cabujón, orlada de chispas. En joyería, está Madrid más adelantado que en confort.

Refresco mi tez, mi peinado, mi traje. Me mudo la tira blanca del cuello. Renuevo los guantes, de Suecia flexible. Atiranto mis medias de seda, transparentes, no caladas (lo calado, para viaje, es mauvais genre). Y bien hice, porque al detenerse el tren y precipitarse el primo José María a darme la mano para bajar, su mirada va directa, no a mi cara, sino al pie que adelanto, al tobillo delicado, redondo.

El rostro, verdad es, lo llevo cubierto con un velo de tupida gasa negra, bajo el cual todavía nuba las facciones un tul blanco. Entrevista apenas, yo veo perfectamente a mis primos. José María es un moro; le falta el jaique. Estebanillo un mocetón, rubio como las candelas. La prima, igual a José María, con más años y declinando hacia lo seco y lo serio meridional, más serio y seco que lo inglés. El tío Juan Clímaco... De este habrá mucho que contar camino adelante.

Hay saludos, ceceos, ofrecimientos, cordialidades. Dos coches, a cual mejor enganchado, nos aguardan. En uno subimos las mujeres, el tío Clímaco -así le llamo desde el primer momento- y el hijo mayor. En el otro, Octavia y las maletas. Estebanillo lo guía.

La casa es un semipalacio, en una calle céntrica, antigua, grave. ¡Qué lástima! Un edificio nuevo, bien distribuido, vasto, sustitución de otro viejo «que ya no prestaba comodidad». En el actual, obra de mi tío, nada falta de lo que exigen la higiene y la vida a la moderna. Se han conservado muebles íntimos, viejos -bargueños, sillerías aparatosas, cuadros, braseros claveteados de plata- pero domina lo superpuesto, la laca blanca, el mobiliario a la inglesa. Estebanillo me lo hace observar. Angustias -a quien llaman sus hermanos Gugú, transformación infantil de un nombre feo- se siente también orgullosa de la educación recibida en un convento del Yorkshire, de que «el niño» se haya recriado en Londres, de los baños y los lavabos de porcelana que parece leche, de esa capa anglófila que reviste hoy a tanta parte de la aristocracia andaluza. Me conducen a mi cuarto, me enseñan el tocador lleno de grifos, de toda especie de aparatos metálicos para llamar, soltar agua hirviendo o fría... Me advierten que se almuerza a las doce y media. Y el lánguido, fino ceceo del primo José María, interviene:

-No cean uztez apuronez; la verdá, siempre nos sentamo a la una.

Lo agradezco. Octavia prepara el baño, deshace bultos, y a las dos horas de chapuzar y componerme algo, salgo hecha una lechuga, enfundada en tela gris ceniza, y hambrienta.

Me sientan entre el tío y el primo, que así como indiscretamente escudriñó el arranque de mi canilla, ahora registra mi nuca, mi garganta, hunde los ojos en la sombra de mi pelo fosco. Me sirve con aire de rendimiento adorador, y a la vez con suave cuchufleteo, burlándose de mi apetito. Él come poco; al terminar se levanta aprisa, pide permiso, saca accesorios muy elegantes de fumador y enciende un puro exquisito, de aroma capcioso, que mis sentidos saborean. Es la primera vez que a mi lado un hombre fuma con refinamiento, con manos pulidas, con garbo y donaire. -Carranza, al fumar, resollaba como una foca-. La onda del humo me embriaga ligeramente.

José María tiene el tipo clásico. Es moreno, de pelo liso, azulado, boca recortada a tijera, dientes piñoneros, ojos espléndidamente lucientes y sombríos, árabes legítimos, talle quebrado, ágiles gestos y calmosa actitud. Su habla lenta, sin ingenio, tiene un encanto infantil, espontáneo. No charla; me mira de cien modos.

Reposado el café, surge lo inevitable.

-¿Tú querrá ve la Jalambra, prima?

¡Sí quiero ver la Alhambra! Pero no así; yo sola, sin que coreen mi impresión. Pecho al agua. Lo suelto.

-¡Ah! -celebra Estebanillo-. Como las inglesas...

-Has tu gusto, niña -sentencia el tío Clímaco-. Es la cosa más sana...

También el tío Clímaco se parece a su hijo mayor; pero evidentemente la sangre de la señora que descendía de reyes moros, ha corregido las degeneraciones de la de Mascareñas, en este ejemplar muy patentes. Mientras el perfil de José María tiene la nobleza de un perfil de emir nazarita, el de su padre es de rapiña y presa y se inclina al tipo gitanesco. No veo en él el menor indicio de ilustre raza. ¿Quién será capaz de adivinar los cruzamientos y los injertos de un linaje? ¿No sé yo bien que hay sus fraudes? Y que me maten si no está harto de conocer la novela secreta de mi nacimiento don Juan Clímaco... De otra novela más popular aún procederán tal vez los rasgos, más que avillanados, picarescos, de este señor, que afecta cierta simpática naturalidad, y bajo tal capa debe de reservar un egoísmo sin freno, una falta de sentido moral absoluta. ¿Que cómo he notado esto en el espacio de unas horas? La intuición...

El tío Clímaco opina que haga mi gusto. Me excuso de mi falta de sociabilidad; me ponen el coche; ofrezco volver para un paseo al caer de la tarde, al laurel de la Zubia, y sin más compañía que la que nunca nos abandona, a la Alhambra me encamino.

Voy a ella... no a satisfacer curiosidades irritadas por lecturas, sino porque presiento que es el sitio más adecuado para desear amor. Y mi presentimiento se confirma. El sitio sobrepuja a la imaginación, de antemano exaltada.

No creo que en el mundo exista una combinación de paisaje y edificios como esta. Ojalá continúe solitaria o poco menos. Ojalá no se le ocurra a la corte instalarse aquí. Recóndita hermosura, me estorban hasta tus restauradores. Vivieras, semiarruinada, para mí sola, y desplomárase en tierra tu forma divina cuando se desplome mi forma mortal.

Mil veces me describirían esta arquitectura y no habría de entenderla, pues aislada de su fondo adquiere, en las odiosas, y, sin embargo, fieles reproducciones que corren por ahí, trazas de cascarilla de santi-boniti. Lo que dice la Alhambra es que no la separen de su paisaje propio, que no la detallen, que no la vendan. El Partenón se puede cortar y expender a trozos. La Alhambra de Alhamar no lo consiente.

No me sacio del fondo de ensueño de la Alhambra. Baño mis pupilas en las masas de felpa verde del arbolado viejo, en las pirámides de los cipreses, en el plateado gris de las lejanías, en las hondonadas densamente doradas a fuego, recocidas, irisadas por el sol. No niego el encanto de las salas históricas, alicatadas, caladas, policromadas, de los alhamíes, cuyo estuco es un encaje, de los ajimeces y miradores, de los deliciosos babucheros, donde creo ver las pantuflas de piel de serpiente de la sultana; pero si colocamos estos edificios sobre el celaje de Castilla, sobre sus escuetos horizontes, sus desiertos sublimes y calcinados, ¡adiós magia! Son los accidentes del terreno, es la vegetación, y, especialmente, el agua, lo que compone el filtro.

A ellos atribuyo el sentimiento que me embargó -no sólo el primer día, sino todos- en la Alhambra. Sentimiento para mí nuevo. Disolución de la voluntad, invasión de una melancolía apasionada. Quisiera sentarme, quedarme sentada toda mi vida, oyendo el cántico lento, triste y sensual del agua, que duerme perezosa en estanques y albercas, emperla su chorro en los surtidores, se pulveriza y diamantea el aire, se desliza sesga por canalillos antiguos, entre piedras enverdecidas de musgo, y forma casi sola los jardines, ¡extraños jardines sin flores apenas! Y se desliza como en tiempo de los zegríes, como cuando aquí se cultivaba el mismo estado de alma que me domina: las mieles del vivir lánguido, sin prosa de afanes. Es agua del ayer, y en el agua que corre desde hace tantos siglos hay llanto, hay sangre; aquí la hay de caballeros degollados dentro de los tazones de las fuentes, cuyo surtidor siguió hilando, sobre la púrpura ligera, sus perlas claras. Y los pies de la historia, poco a poco, bruñeron los mármoles, todavía jaspeados de rojo.

Me dejan pasarme aquí las tardes, sin protestar, aunque Gugú -lo leo en su cara- encuentra chocante mi conducta. Si yo hubiese nacido en la Gran Bretaña, ¡anda con Dios! Ya sabemos que son alunadas las inglesas. A una española no le pega la excentricidad. Sin embargo, al cuarto día de estancia en Granada, observo que Gugú sonríe franca y amena al saber que también iré, después de almorzar, al mismo sitio. Y, cuando sentada en un poyo del mirador de Lindaraja, contemplo la gloria de luz rubia y rosa en que se envuelven los montes, suena cerca de mi oído una voz baja, intensa:

-¿En qué piensa la sultaniya?

Sonrío al primo. Ni se me ocurre formalizarme. Él, previsor, se excusa.

-Tú quisiste venir sola. Venir sola, no es tanto como está sola toa la tarde. Si estorbo...

-No estorbas. Siéntate en ese poyo, y no hables.

Obedece con graciosa y festiva sumisión. El imán de sus negras miradas, al fin, me atrae. Aparto la vista del paisaje y la poso en él.

-¿Sabes lo que pienso?

-¡Qué má quisiera!

-Me gustaría que estuvieses vestido de moro.

-¡Cosa má fásil! Aquí alquilan lo trahe; y tú puede vestirte de reina mora también, y nos hasen la fotografía. Verá que pareja. Saide y Saida...

-He dicho mal -rectifico-. Lo que quisiera no sería que te vistieses de máscara, sino que fueses moro hecho y derecho.

-Pue, niña, moro soy. Moro bautisado, pero moro, créeme, hata el alma. Me guta lo que gutó a lo moro: flore, mujere, cabayos. Los que andan de mácara son lo granadino como mi señó hermano Estebaniyo, que me gata uno trahe a cuadro que parten el corasón, y se atisa a la sei un yerbajo caliente porque lo hasen así en Londre a la sinco. ¡Por vía de Londre! Ahora les ha entrao ese flato a lo andaluse... Nena, nosotro no hemo nasío para eso. Yo me quise educá aquí, y no soy un sabio e Gresia, pero lo señorito como Estebaniyo aún son má bruto. Aqueya tierra donde lo novio van del braso y no se ven la cara por causa e la niebla... hasle tú fu, como el gato al perro. La vía es corta, hechiso... y el que tiene a Graná... ¿pa qué quiere otra cosa?

Las palabras coincidían de tal modo con mi impresión, que mi cara lo descubrió.

-Y a ti te pasa iguá. Si somo para en uno...

Desde aquel día, invariablemente, mi primo vino a cortejarme en el palacio de las hadas. Y yo no resistía, no exigía que se respetase mi soledad. No acertaba a sacudir mi entorpecimiento delicioso, ritmado por el fluir del agua secular, que había visto caer imperios y reinos, bañado blancos pies, tobillos con ajorcas, y que susurraba lo eterno de la naturaleza y lo caduco del hombre. Reclinada, callaba largos ratos, complaciéndome en el musical ¡risssch! de mi abanico al abrirse. Según avanzaba la tarde, los arrayanes del patio de la Alberca, donde nos instalábamos, exhalaban amargo aroma y el gorgoriteo del agua era más melodioso. José María ha llegado a conseguir -¡no es poco!- no echarme a perder estas sensaciones. Le admito: él cree que le aguardo...

No niego la gentileza de su sentenciosidad, que no degenera nunca en charla insípida, y, no obstante, hay a su lado el fantasma de un moro, contemporáneo de Muley Hazem, a quien pido que me descifre los versículos árabes, las suras del Korán inscritas en los frisos y en las arquerías elegantes. Y el fantasma murmura, con la voz del agua llorosa, lastimera: «Sólo Alá es vencedor. Lo dicen esas letras de oro, en el alicatado. Soy Audalla; mi yegua alazana tiene el jaez verde obscuro, color de esperanza muerta; una yegua impetuosa, toda salpicada de la espuma del freno. Soy el amante de Daraja. No diga que sirve dama quien no sirve dama zegrí. Y enójense norabuena las damas gomeles y las almoradíes...».

-¿En qué piensa la sultaneja...?

-En Audalla pienso... ¿No has leído tú el Romancero?

-¡He leío tanta cosa tonta! Ahora quisiera leé en ti. Tú eres un libro de letra menúa. Tú no ere como las demá mujere. Contigo estoy acortao, palabra.

-¿Sabes que deseo ver la Alhambra a la luz de la luna? Y creo que no permiten, por lo del incendio.

-¿No permití a este moso? Con una propina...

En efecto, los obstáculos se allanan. Llevamos una lamparita eléctrica de mano para los sitios obscuros. El patio de los Leones, a esta hora, sobrepuja a cuanto me hubiera forjado imaginándolo. Las filigranas son aéreas. Todo parece irreal, porque, desapareciendo el color, queda la fragilidad de la línea, lo inverosímil de las infinitas columnillas de leve plata, la delicadeza y exquisitez de los arquitos, que, lo observo con placer, tienen el buen gusto de no ser de herradura. Dijérase que todo es luz aquí, pues las sombras parecen translúcidas, de zafiro claro. Nos domina el encanto voluptuoso de este arte deleznable, breve como el amor, milagrosamente conservado, siempre en vísperas de desaparecer, dejando una leyenda inferior a sí mismo. No se siente la pesadumbre de esta arquitectura de silfos, que acaso no existe; que es el decorado en que nuestro capricho desenvuelve nuestra vida interior. Libres estamos aquí de la piedra agobiadora, como en los jardines del palacio lo estamos de la tierra, y no vemos sino agua y plantas seculares. Y siempre la impresión de irrealidad. ¿Existieron las sultanas que dejaban sus babuchas microscópicas en los babucheros de oro, azul y púrpura? Seguramente son un poético mito. ¿Brotaron y se difundieron alguna vez perfumes de estos pebeteros incrustados en el suelo? ¿Se bañó alguien en estas cámaras de cuyo techo llovían, sobre el agua, estrellas luminosas? No, jamás... Se lo aseguro a José María, que se ríe, acercando cuanto puede su rostro al mío.

-Todo ensueño y mentira, primo... Un ensueño viejo, oriental, de arrayanes, laureles y miradores, bajo la caperuza de nieve de una sierra... ¿Por qué me gusta Granada? Porque estoy segura de que no existe.

-Niña, tú debe de ser poetisa. La verdá. ¿No te has ganao algún premiesiyo, vamo, en los Juego Florale? Sigue, sigue, que yo, cuando te oiho, me parese que esa cosa ya se me había ocurrío a mí. Y no crea: he leío hase año los verso de Sorriya.

-¡No soy poetisa, a Dios sean dadas gracias! Conste, primo. La Alhambra no existe. En cambio, esos leones, esos monstruos están vivos. Les tengo miedo. Me recuerdan unas esfinges de Alejandría que persiguieron a una santa... Los versos entallados al borde de la fontana dicen que están de guarda, y que el no tener vida les hace no ejecutar su furia... Vida, yo creo que la tienen esas fieras.

-¡Que me gusta to lo que dises! -balbucea, en tono de adoración, el moro bautizado-. Sigue, sigue, Saida...

-Calla, calla... Miremos sin hablar...

-Miremo -responde, y me toma una mano, iniciándome en las lentas, semicastas delicias de la presión...

Es algo sutil, insidioso, que no basta para absorberme, pero me hace ver la fontana de los terribles monstruos al través de un velo de gasa argentina con ráfagas de cielo, como rayado chal de bayadera. La Alhambra, al través del amor... de una gasa tenue de amor, flotando, disuelta en el rayo lunar... Y los versos que para entallar en el pilón compuso el desconocido poeta musulmán, se destacan entre el ligero zumbido de mis oídos. El agua se me aparece como él la describe, hecha de danzarín aljófar y resplandeciente luz, y que, al derretirse en profluvios sobre la albura del mármol, dijérase que también lo liquida...

¡Y el silencio! ¡Un silencio sobresaturado de vida ideal, de suspiros que se exhalaron, de ciertas lágrimas de que habla la inscripción, lágrimas celosas, que no rodaron fuera de los lagrimales; un silencio morisco, avalorado por el susurro sedoso de los álamos y por el soplo del aire fresco de la Nevada, que desgarró sus alas en los nopales!

¡Y el perfume! ¡Perfume seco de los laureles asoleados, resto de los pebeteros que se agotaron, brisa ajazminada, y tal vez, vaho ardiente de sangre vertida por trágicos lances amorosos!

Cuando existen sitios como la Alhambra, tiene que existir el amor. ¿Por qué no viene más aprisa? ¿Por qué no me devora?




- III -

En casa de mi tío no saben qué pensar de mí. Soy una maniática; soy una casquivana; soy una hembra «de cuidado», con la cual hay que mirar donde se pisa? Gugú no me entiende. Se afana en obsequiarme, insegura del resultado. Estebanillo, el mocetón anglófilo, de labio rasurado, aunque afecte frialdad y superioridad, me teme un poco. José María, que no es ningún patán, pero cuyo pensamiento no va más allá del sensualismo de su raza, está desconcertado: con otra mujer hubiese él pisado firme... ¡Vaya! Su olfato sagaz en lo femenino le aconseja que conmigo no se aventure, no se resbale... Y, sobre todo, el tío, el gitano-señor, anda receloso: empieza a consagrarme un estudio excesivo, una atención disimulada, de todos los momentos. ¿Por dónde saldré? Es sobrado ladino para no conocer que José María y yo, a pesar de las apariencias, todavía no... vamos, no... En el mismo acostumbrado tono, de galantería chancera, picante, popular y señoril, el tío Clímaco me analiza, quiere desentrañar mis aspiraciones, saber de qué pie cojea esta sobrina millonaria y extravagante, que se va de noche a la Alhambra, con un guapo mozo, a mirar realmente correr el agüilla... ¿Seré de mármol, como los leones? ¿Seré una romanticona...? ¡Qué de hipótesis! La verdad, no es dable que la interprete el de las grises patillas, el marrajo que me ha señalado por suya, a fin de que no prevalezca la superchería y vuelva la rama a la rama y el tronco al tronco...

Debe de correr por Granada una leyenda a propósito de mí. Lo noto en la aguda curiosidad que me acoge, en los eufemismos con que se me habla. ¡Lo que más ha contribuido a dar cuerpo a la leyenda, es mi originalidad de no querer ver, en la ciudad, absolutamente más que la Alhambra! El primer día me llevaron al Laurel de la Reina. Después, me negué rotundamente. Ni Catedral, ni Cartuja, ni sepulcro de los Católicos, ni Albaicín, ni Sacro Monte... Nada que pudiese mezclar sus líneas y sus colores y sus formas con las de la Alhambra.

-Se acabó, prenda: que la Jalambra te ha embrujao...

Para desembrujarme, el tío propone unos días en Loja. Tiene allí asuntos; hay que ver aquellos rincones, donde posee dos palacios y un cortijo, hacia la Sierra.

-Capás eres de que te gusten más aquellos caserones que este de aquí.

-Si son antiguos, de seguro.

-¡Pero qué afisioná a las antiguayas! -susurra el proco, dando a lo inofensivo intención-. Voy a pedí a la Virgen e la Victoria, de Loha, que me haga encanesé...

Y, en efecto, el palacete de Loja me cautiva tanto como me deja fría la cómoda vivienda de Granada, y su inglés «conforte». Es un edificio a la italiana, con vestíbulo y ático de mármol serrano, y columnas de jaspe rosa. No está en Loja misma: de la posesión al pueblo media un trayecto corto, entre sembrados y alamedas. No tiene el palacio, de las clásicas construcciones andaluzas, sino el gran patio central, pero sin arcadas. En medio, la fuente, de amplio pilón, se rodea de tiestos de claveles, y el surtidor canta su estrofa, compañera inseparable de la vida granadí.

Al entrar en la residencia, dueñas ceceosas y mozas de negros ojos me dirigen cumplimientos. Mi habitación cae al jardín, donde toda la noche cantan los ruiseñores. Jazmines y mosquetas enraman la reja de retorcidos hierros. Al amanecer, salgo a tomar aire, y desde el parapeto veo, en un fondo de cristal, el panorama de Loja, la mala de ganar, la que dio que hacer al cristiano, por lo cual, los Reyes pusieron a su Virgen la advocación de la Victoria. Diviso los dos arcos del puente sobre el Genil, el blanco caserío, las densas frondas, las ruinas, las montañas, las torres de las iglesias, descollando la redonda cúpula de la mayor... Y José María se aparece, saliendo no sé de dónde.

-¿Te gusta el poblachón? Yo te llevaré a ver sitio... Esto lo conosco... Aquí me crié...

Voy con él a recorrer los tales sitios. Gugú tiene que hacer en casa; tío Clímaco se pasa la vida sentado en el patio, escuchando a los lugareños, que vienen a hablarle de cosechas, arriendos y labores; Estebanillo allá se ha quedado, en Granada, con unos amigos ingleses, que acaso se lo lleven a dar una vuelta por Biarritz, en automóvil... Y yo pertenezco a José María, pero le tengo a raya: sigue presintiendo en mí enigmas psicológicos, no comprendidos en su ciencia femenina. Me lleva a la Alfaguara o fuente de la Mora, torrente que brota, al parecer, de un inmenso paredón inundado de maleza, y mana límpido por veinticinco caños. ¡El agua! ¡Siempre el agua misteriosa, varias veces centenaria, que habrán bebido los que murieron! Si subimos por los abruptos flancos de la Sierra, hacia algún cortijo, a comer gachas y a cortar albespinas silvestres, el agua rueda de las laderas, surte de los pedruscos, retostados, candentes... Si seguimos la llanura, al revolver de un sendero, nos sale al paso la extraña cascada de los Infiernos, oculta en un repliegue, delatada por ser fragor espantable, saltando espumeante, retorcida y convulsa. Y si visitamos, en la falda de la Nevada, la fábrica de aserrar mármoles, el agua es lo deleitoso. Trepamos por las suaves vertientes, sembradas de fragmentos de mármol amarillo, con vetas azules y blancas, y de un ágata roja, en la cual serpentean venas de cuarzo. El cielo tiene esa pureza y esos tonos anaranjados, que hicieron que Fortuny se quedase dos años donde había pensado estar quince días, y que extasiaron a Regnault. No sin protestas de José María -¡estropear las manitas de sea!- alzo un trozo de piedra y hallo impresa en él la huella fósil, las bellas volutas del anmonites primitivo. Mi primo lo mira enarcando las cejas.

-¿No se te ha ocurrido subir a los picos de la Sierra? -le pregunté.

-No... ¿Pa qué? ¡Pero si e antoho, te acompaño! Se buscan mulo, y por lo meno hata el picacho de Veleta... Porque despué, se pué, se pué... ¡pero sólo en aeroplano, hiha!

-¿Quién sabe, primo, si te cojo la palabra?

-Contigo, al Polo.

Bajamos a la serrería; nos enseñan los pulimentados tableros de mármol; seguimos hasta un recodo que forma el riachuelo, donde en la corriente remansada se mecen las plumeadas hojas de culantrillos y escolopendras. Un zagal se acerca, tirando de la cuerda que sujeta a una hermosa cabra fulva, de esas granadinas, cuya leche es deliciosa. A nuestra vista la ordeña y mete la vasija dentro del remanso. De la serrería nos traen pestiños, alfajores, miel sobre hojuelas, rosquillas de almendra, muestras de la golosa confitería de Loja, donde se venden más yemas y bollos que carne de matadero. Riendo, bebemos la leche: en el baño se ha helado casi. Es una hora divina, un conjunto de sensaciones fluidas, livianas como el agua, rosadas como el cielo, que vierte ráfagas lumbrosas sobre las nieves de los picos.

Volvemos despacio, por las sendas olientes a mejorana y a menta silvestre. José María me lleva del brazo. Su sentido de lo femenil le dice que los momentos van siendo propicios. De súbito, manifiesta entusiasmo por la expedición a la Alpujarra, y me cuenta maravillas del pico de Mulhacén, de los aspectos pintorescos de los pueblos de la sierra, que él jamás ha visto. Penetro su intención, y quién sabe si late en mí una secreta complicidad. Después de la poesía moruna de la Alhambra, la sierra es el complemento, la clave. Allí se había refugiado la raza vencida... Las aguas seculares descendían de allí, de los riscos donde, impensadamente, en oasis, el naranjo cuaja su azahar. José María, para la excursión, se vestiría -y no sería disfraz, pues así suele andar por el campo- de corto, airosamente, con marsellés, faja, sombrero ancho y elegantes botines. Yo llevaría falda corta, y los cascabeles de las mulas, tintineando sonoramente, despertarían un eco melancólico en las gargantas broncas del paisaje serrano. Mientras la noche desciende, clara y cálida, forjo mi novela alpujarreña. José María empieza a producirme el mismo efecto que la Alhambra; disuelve, embarga mi voluntad. Hay en él una atracción obscura, que poco a poco va dominándome.

En eso pienso mientras Octavia me desnuda, escandalizada de los accidentes de mi atavío en estas excursiones; de mi calzado arañado y polvoriento; de mi pelo, en que se enredaron ramillas; de mis bajos, en que hay jirones.

-¡Si c’est Dieu possible! ¡Comment madame est faite!

Ella, que trae revuelta y encandilada a la servidumbre y a los campesinos que acuden a conferenciar con mi tío, y hasta sospecho que a mi propio tío,


que, aunque viejo, es de fuego,
corriente en una broma y mujeriego,



está, en cambio, más emperifollada y crespa que nunca, y ha aprendido de las andaluzas la incorrección del clavel prendido tras la oreja...

Pienso en esta marea que crece en mi interior, en este dominio arcano que otro ser va ejerciendo sobre mí. No puedo dudar de que mi primo me pretende porque soy la heredera universal de doña Catalina Mascareñas, y así como el interés de una familia trató antaño de hacerme monja, el interés de otra decide hogaño que me case... Pero asimismo se me figura que produzco en mi primo el efecto máximo que produce una mujer en un hombre. ¿Se llama esto amor? ¿Hay otra manera de sentirlo? ¿Qué es amor? ¿Dónde se oculta este talismán, que vaya yo a matar al dragón que lo guarda?

He observado que mi primo, cuando me habla, exagera la tristeza; dijérase un hombre muy desdichado, a dos dedos del suicidio por los desdenes de una ingrata. Y cuando habla con los demás, su tono se hace natural y humorístico. Lo gracioso es que las sentenciosas dueñas y las mocitas con flores en el moño, que componen la servidumbre, hablan del «zeñito José María» con acento de conmiseración, como si yo le estuviese asesinando. Y un aperador ha llegado a decirme:

-Zeñita, peaso e sielo... ¿pa cuándo son los zíes?

Los lugares, el coro, conspiran en favor del proco rendido. Y, en medio de ese ambiente, trato de descomponer mis sensaciones por la reflexión. No, el amor no puede ser esto. Sin embargo, ¡menos aún será la comunicación intelectual! Este aturdimiento, esta flojedad nerviosa algo significan... Quizás lo signifiquen todo.

La noche de un día en que no hemos salido a pasear largo, al través de la tupida reja de mi salita, que está en la planta baja, oigo guitarrear. José María me llama, me invita a asomarme a las ventanas del comedor, que caen al patio, para ver el jaleo. Es él quien ha convocado a las contadísimas bailarinas de fandango que quedan en Loja y su contorno, ya todas viejas, cascadas, porque las mocitas ahora dan en aprender otros bailes, de estos a la moderna, achulados, no moriscos. Estas ventanas no tienen reja y nos recostamos en el antepecho el primo y yo. Don Juan Clímaco y Gugú han sacado sillas al patio. La música del fandango es una especie de relincho árabe, una cadencia salvajemente voluptuosa, monótona, enervante a la larga. La luna, colgada como lámpara de plata en un mirrab pintado de azul, alumbra la danza, y el movimiento presta a los cuerpos ya anquilosados de las danzarinas, un poco de la esbeltez que perdieron con los años. Sus junturas herrumbrosas dijérase que se aceitan, y entre jaleamientos irónicos y risas sofocadas de la gente campesina que se ha reunido, bailan, haciéndose rajas, las viejecitas. Baila con sus piernas el Pasado, la leyenda del agua antigua, donde las moras disolvieron sus encendidas lágrimas...

Siento la respiración vehemente, acelerada de José María; el respeto que le contiene le hace para mí más peligroso. Noto su emoción y no puedo reprender la osadía que anhela y no comete. Extiendo, como en sueños, la mano, y él la aprisiona largamente, derritiéndome la palma entre las suyas y luego apretándola contra un corazón que salta y golpea. Al retraer el brazo, nuestros cuerpos se aproximan, y él, bajándose un poco, me devora las sienes, los oídos, con una boca que es llama. Allá fuera siguen bailando, y las coplas roncas gimen amores encelados, penas mahometanas, el llanto que se derramó en tiempo de Boabdil... El balbuceo entrecortado de los labios que se apoderan de mí, repite, con extravío, la palabra mora, la palabra honda y cruel:

-¡Sangre mía! ¡Sangre! Mi sangresita...

Me suelto, me recobro... Pero él ya sabe que del incidente hemos salido novios, esposos prometidos -y cuando don Juan Clímaco vuelve, habiendo mandado que se obsequie con vino largo a los del jaleo-, José María, pasándose la mano bien cortada y pulida por el juvenil mostacho, dice a su padre:

-Esta niña y yo no vamo a la Sierra el lune... Quiere eya ve eso pueblo bonito... del tiempo el moro... Hasen falta mulo y guía.

A solas en mi cuarto, todavía aturdida, el temblor vuelve. ¿Es esto amar? ¿Es esto dicha? Parece como si tuviera amargo poso el licor, que ni aún me ha embriagado. Me acuesto agitada, insomne, y cuando apago la luz, la obscuridad se me figura roja. Enciendo la palmatoria varias veces, bebo agua, me revuelvo, creo tener calentura. Y, convencida ya de que no podré dormir, al primer tenue reflejo del alba que entra por resquicios de las ventanas, salto de la cama en desorden, me enhebro en los encajes de mi bata, calzo mis chinelas de seda y salgo al pasillo apagando el ruido de mis pasos para llamar a Octavia, que me haga en mi maquinilla una taza de tila. El cuarto de la francesa está al extremo del pasillo, frente a mi departamento, que comprende alcoba, tocador, gabinete y salón bajo. No hay en este palacio, al cual sus dueños vienen rara vez, timbres eléctricos. Recatadamente, sigo, entre la penumbra, adelantando. Al llegar cerca, veo que la puerta de Octavia se abre, y un bulto surge de su cuarto, titubea un momento y al cabo se cuela furtivamente por la puerta del salón, el cual tiene salida, por el comedor, al patio central. No importa que se haya dado tal prisa. Conozco la silueta, conozco el andar. Es mi primo. Él también me ha visto, ¡me ha visto perfectamente! ¡Gracias, primo José María! Glacial, serena, retrocedo, me despojo, me rebujo y medito, con bienestar, mi resolución.

Cuando a las diez de la mañana salgo al patio en busca de la familia, él no está. El tío me embroma. ¡Vamos, se conoce que también yo bailé el fandango, quedé rendida y me levanté tarde!

-Puede que haya sido eso...

-Y ¿cómo andamos de ánimo? Joseliyo etará hasiendo milagro para yevarte a la Sierra con má comodidá...

-Tío, no iré a la Sierra. Me siento un poco fatigada, y además, he recibido aviso de que es necesaria mi presencia en Madrid para asuntos. Le ruego que me conduzca hoy a la estación en su coche...

La transformación de la cara del señor, fue algo que siento no haber fotografiado. De la paternidad babosa y jovial dio un salto a la ira tigresca. ¡Juraría que adivinó...! Su instinto, de hombre primitivo, que ha tomado de la civilización lo necesario para asegurar la caza y la presa, le guió con seguridad de brujería, excepto en lo psicológico, que no era capaz de explicarse.

-¿Qué dises, niña? ¿Eh? ¿Mono tenemo? ¿Historia? ¿Seliyo? Mira tú que... ¿Llevarte al tren? ¿Para que Joseliyo me pegase un tiro? Tú no te vas. ¿Estás loca?

Bajo el tono que quería ser de chanza, había la indicación amenazadora. Ocupábamos, bajo la marquesina, mecedoras, y el fresco del surtidor nos halagaba. Adopté el estilo cortés, acerado, la mejor forma de resistencia.

-Tío, supongo que usted no me querrá detener por fuerza. Lo siento en el alma; agradezco la hospitalidad tan cariñosa, pero necesito irme.

-Y yo te digo que no te vas, hata haser las pase. ¿Si conoseré yo a los niños? Sobrina, ¿piensas que el tío Clímaco es siego o es tonto? Como palomitos os arruyasteis anoche en el comedor. Cuanto más reñidos, más queridos. Y esta boda, serrana, te parecerá a ti que no, pero es de necesiá. No me hagas hablar más, que tú tampoco ere lerda, y me entiendes a media habla, y se acabó, y no demos que reír al diablo.

-Ni hay boda, ni arrullos, tío. Al menos, por ahora -transigí-. Dispénseme usted; no cambio yo nunca de resolución. Menos aún cambiaría ante lo violento.

-Qué violento, ni... Si a ti se te ha metido en el corasón el muchacho. Si le quieres. Suerte que sea así, porque te ahorras muchos disgustos que te aguardaban... Yo soy un infeliz, pero eso de que quiten a uno lo que debe ser suyo, no le hase tilín a nadie. Y hay modos y modos de quitar. ¡Nada, que no suelto la lengua! Ni es preciso, porque, al cabo, mi hijo y tú... -y juntó las yemas de los pulgares.

Me levanté tranquila, hasta sonriente, aunque por dentro, un terremoto de indignación me sacudía ante aquel gitano trabucaire, que me exigía la bolsa o la vida, apostado en un desfiladero de la Sierra. Todo el britanismo de cascarilla se le caía a pedazos, y aparecía el verdadero ser... el natural; acaso el más estético y pintoresco. Me propuse burlarle; realicé un esfuerzo, me dominé, me incliné hacia él, y, acariciando con el abanico sus patillas típicas, murmuré sonriendo:

-¡Soniche!

A su vez, se incorporó. Descompuestas las facciones, en sus ojos brilló una chispa mala, venida de muy lejos. La mirada del que asesinaría, si pudiese...

¿A mí por el terror? Resistí la mirada, y con cuajo frío, sentencié.

-Ahora le digo a usted que me voy, no por la tarde, sino inmediatamente, a pie, a Loja. De allí, en un coche, a donde me plazca. Allí queda mi criada, que arreglará el equipaje. Y cuidado con que nadie me siga, ni me estorbe. Adiós, tío Juan. Por si no volvemos a vernos, la mano...

Estrujó iracundo la mía y la sacudió. Logré no gritar, no revelar el dolor del magullamiento.

-¿No vernos? ¡Ya nos veremos! Eso te lo fío yo... -Y cuando rompí a andar, puso el dedo en la frente, como diciendo que no me cree en mi cabal juicio.






ArribaAbajo- V -

Intermedio lírico


Llego a Madrid de sorpresa, y la alarma de Farnesio es indecible.

-¿Pero qué ha sucedido? ¿No te encontrabas bien? ¿Algún disgusto?

-Nada... Convénzase usted de que yo estoy donde me lo dicta mi antojo.

-Es que tu tío me escribió que te quedarías con ellos hasta el otoño, y que ibais a dar una vuelta por Biarritz y París.

-Esos eran sus planes. Los míos fueron diferentes.

La cara de don Genaro adquirió una expresión de ansiedad tal, como si viese abrirse un abismo.

-¿De modo que... lo de José María...?

Hice con los dedos el castañeteo elocuente que indica «Frrrt... voló».

Violento en la mímica, por su origen italiano, Farnesio se cogió la cabeza con ambas manos, tartamudeando:

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué va a pasar aquí!

-¡Nada! -respondo al tuntún, puesto que en sustancia desconozco lo que puede pasar, aunque sospecho por dónde van los terrores de mi... intendente.

-¡Sea como tú quieras! -suspira desde lo hondo don Genaro.

-Así ha de ser... Oiga usted: es preciso remitir hoy mismo a mi prima Angustias, los pendientes y el broche de esmeraldas que fueron de mi... de mi tía, doña Catalina, que en gloria... ¡Ah! Deseo preguntar por teléfono al conserje del Consulado inglés si pueden encargar para mí a Inglaterra una buena doncella, lo que se dice superior, sin reparar en precio. Lo mejor que se gaste. Propina fuerte para el intermediario...

-Ya me parecía a mí que la tal francesita... ¡Qué fresca! Bien me lo avisó Eladia... Hasta a mí me hacía guiños... Tuve que tomar con ella un aire... ¿Dónde se ha quedado semejante pécora?

Sonrío y me encojo de hombros.

-Llegará en el tren de la tarde con mis baúles. Me hace usted el favor de ajustarle la cuenta, gratificarla y despacharla. Es que deseo practicar un poco el inglés.

A solas, repantigada en mi serre diminuta, recuerdo el breve episodio granadino. No para exaltar mi indignación contra lo demás, sino para zampuzarme en mí misma. ¿Cómo me dejé arrastrar por el instinto? Al rendirme -porque moralmente rendida estuve- a un quidam, pues José María no es un infame, como diría una celosa, pero es el primero que pasa por la acera de enfrente -yo también me conduje como cualquiera... ¿Fue malo o bueno ese instinto que por poco me avasalla? Quizás sea únicamente inferior; una baja curiosidad. ¿Y no hay más amor que ese?

Si eso fuese amor, yo me reiría de mí misma, y con tal desprecio me vería que... Y si fuesen celos, la repugnancia que me infunde la hipótesis de Octavia abrochándome mi collar de perlas, de su mano rozando mi piel; si fuesen celos estos ascos físicos, me encontraría caricaturesca. De todos modos, he descubierto en mí una bestezuela brava..., a la cual me creía superior. A la primer mordida casi entrego mi vida, mi alma, un porvenir, a cambio...

¿A cambio... de qué? ¿De qué, vamos a ver, Lina?

¡Es gracioso, es notable! Lo ignoro. Nada, que lo ignoro. ¿Será ridículo? ¡Pues... lo ignoro, ea!

Soy una soltera que ha vivido libre y que no es enteramente una chiquilla. He leído, he aprendido más que la mayoría de las mujeres, y quizás de los hombres. Pero ¿qué enseñan de lo íntimo los libros? Mis amigos de Alcalá han tenido la ocurrencia de llamarme sabia. ¡Sabia, y no conozco la clave de la vida, su secreto, la ciencia del árbol y de la serpiente!

¡De esas analfabetas que en este momento atravesarán la calle; modistuelas, criadas de servir, con ropa interior sucia y manos informes..., pocas serán las que, a mi lado, no puedan llamarse doctoras! Y lo terrible para mí, lo que me vence, es el misterio. ¡Mi entendimiento no defiende a mi sensitividad; ignoro a dónde me lleva el curso de mi sangre, que tampoco veo, y que, sin embargo, manda en mí!

Cierro los ojos y vuelvo a oír el balbuceo de José María, que halaga, que sorbe golosamente mis párpados con su boca...

-¡Sangresita mía...!

¡Ah! ¡Es preciso que yo indague lo que es el amor, el amor, el amor! Y que lo averigüe sin humillarme, sin enlodarme. ¿Pero cómo?

¿Adquiriendo ciertas obras? Entre lo impreso y la realidad hay pared. ¿Disfrazándome a lo Maupín...? No, porque, yo no busco aventura, sino desengaño. Quiero viajar, y antes, como se traga una medicina, tragar el remedio contra las sorpresas de la imaginación.

Asociando la idea de la lección que deseo a la de una droga saludable, me acude la memoria de una lectura, la del Médico de su honra. La intervención del doctor en un asunto de honor y celos; la ciencia médica como solución de los conflictos morales, me había sorprendido. No podía ser un verdugo cualquiera el que «sangrase» a doña Mencía de Acuña, sino Ludovico, el médico. Y evocaba también a los personajes y reyes que del médico se sirvieron en críticos trances, para las eficaces mixturas deslizadas en un plato o en una copa... El médico, actor en el drama físico, como el confesor en el moral...

El médico... ¿Pero cuál? Doña Catalina había tenido varios: algunos, eminentes; otros, practicones. Ninguno de ellos, sin embargo, me pareció a propósito para recurrir a su ciencia. ¡Ciencia! Me reí a solas. ¡Si eso lo sabe el mozo del café de enfrente, el tabernero de la esquina! ¡Vaya una ciencia, la de la manzana paradisíaca...!

Supuse, no sé por qué, que la explicación me sería más fácil con un doctor desconocido del todo. Decidí fiar a la casualidad la elección del que había de batirme las cataratas. Y una tarde salí al azar, recordando unas señas, un anuncio, leído la víspera en un diario. No eran señas de especialista -¡oh, qué anticipada repugnancia!- sino de quien solicita clientela; probablemente, un joven... En tranvía, luego a pie, hago la caminata. Calle retirada, casa mesocrática, portera de roja toquilla. He aquí el templo de los misterios eleusiacos...

Trepo al tercero, con honores de segundo, en que vive tanta gente de medio pelo. Una cartela de metal -Doctor Barnuevo, de tres a cinco...-. La suerte me protege; no hay nadie en la consulta. Es probable que esta suerte frecuente la antesala del doctor Barnuevo...

Una criada moza, lugareña, me hace entrar; el médico me mira impresionado por mi aspecto de mujer elegante, vestida en París, que lleva un hilo de perlas medio escondido bajo la gola de la blusa. Todo esto, quizás no lo analiza el doctor al pronto, pero lo nota en conjunto; y, respetuoso, me adelanta una silla.

El doctor es todavía joven, efectivamente, pero calvo, precozmente decaído, de sonrisa forzada, de ojos entristecidos, de barba obscura, en que ya hay sal y pimienta. Se le nota la juventud en los blancos dientes, en la voz, en todo -a pesar del desgaste y de la fatiga tan visibles-. Inicia un interrogatorio.

-No, si no padezco de nada... Vengo a pedirle a usted un servicio... extraño. Muy grande.

Una zozobra, un recelo repentino, hacen que se enrojezca un poco la tez de marchita seda del doctor. Sonrío y le tranquilizo.

-Señora...

-Señorita...

-Bien, pues señorita...

-No se trata sino de que usted me explique algo que no entiendo...

Y me explayo, y manifiesto mi pretensión y la razono y la apoyo y argumento: es probable que me case pronto, es casi seguro...

-¿Quién se puede comprometer a lo que desconoce? ¿No lo cree usted así, doctor? Y de estas cosas no se habla tranquilamente con un novio... ¿A que soy la primera mujer que dirige a un médico tal pregunta?

En la sorpresa de Barnuevo creo percibir una especie de admiración. Insisto, intrépida, redoblando sinceridades. Refiero lo de Granada sin muchas veladuras. Y, según crece mi franqueza, en el espíritu del médico se derrumban defensas. Voy apoderándome de él.

-No sé si lo que usted me pide es bueno o malo... De fijo es singular...

-Arduo, ¿por qué? Malo, ¿por qué? ¿Es usted un esclavo del concepto de lo malo y lo bueno? Nosotros, a nosotros mismos, nos cortamos el pan del bien; nosotros nos dosificamos el tósigo del mal.

-Seguramente es usted una señora...

-¡Señorita!

-¡Ah, claro! ¡Naturalmente! -sonrió-. Una señorita excepcional. Por eso me prestaré a lo que usted quiera. ¿Hasta qué límite han de llegar mis lecciones?

-Hasta donde empieza mi decoro... el mío, entiéndame usted bien, el mío propio, no el ajeno. Y mi decoro no consiste en no saber cómo faltan al decoro los demás. El límite de mi decoro no está puesto donde el de otras; pero, en cambio, es fijo e inconmovible; creo que usted, doctor, entiende a media palabra.

Abozalada así la fatuidad inmortal del varón, avancé con más desembarazo.

-Alguna observación personal, señor Barnuevo, ha sustituido ya en mí a la experiencia... que acaso no tendré nunca.

-Debo advertirle a usted que la experiencia, en la plena acepción de la frase, es algo quizás insustituible... al menos en este terreno que pisamos. Todas mis... enseñanzas, no romperán cierto velo...

-Puede que sea así; pero ya, al través de ese velo, la verdad resplandece. ¡Si casi diría que ha resplandecido, aun antes de oír sus doctas explicaciones de usted! Permítame, doctor, que le entere de lo que he percibido yo, profana... Pues he notado que el sentimiento más fijo y constante que acompaña a las manifestaciones amorosas es la vergüenza. ¿Me equivoco?

-No le falta a usted razón... ¡Es una idea...!

-¿Y no encuentra usted que esa vergüenza tan persistente, tan penosa, tan humillante, es como una sucia mosca que se cae en el néctar de la poesía amatoria y lo inficiona, y lo hace, para una persona delicada, imposible de tragar?

-Señor... ita, ¡hay quien no conoce ni de nombre la vergüenza! -arguyó festivo.

-¡Ay, doctor, voy a contradecirle! Perdone; en cuanto me explique, usted va a estar conforme, porque es más observador que yo, pobrecilla de mí... Excepto algún caso que será ya morboso, esta dolorosa vergüenza no se suprime ni en medio de la abyección. Se ocultará bajo apariencias, pero existe, y a veces ¡se revela tan espontánea!

-¡Pues lo confieso! -asintió-. ¡Hay cinismos, en ciertas profesiones, que no son sino vergüenza vuelta del revés!

-¿Y eso, no significa...? Doctor, ¿se avergüenza nadie de lo hermoso?

-La función, señorita, no será hermosa; pero es necesaria. Por necesaria, la naturaleza la ha revestido de atractivo, la ha rodeado de nieblas encantadoras. La especie exige...

-Yo no quiero nada con la especie... Soy el individuo. La especie es el rebaño; el individuo es el solitario, el que vive aparte y en la cima. Y, a la verdad, me previene en contra esa vergüenza acre, triste, esa vergüenza peculiar, constante y aguda. Por algo pesa sobre ello la reprobación religiosa; por algo la sociedad lo cubre con tantos paños y emplea para referirse a ello tantos eufemismos... No se coge con tenacillas lo que no mancha.

-Tal vez hipocresía... Usted, señorita, antes de entrar en los infiernos adonde voy a guiarla, ¡acuérdese del paraíso! ¡De la maternidad! ¡La sagrada maternidad!

Una ironía cruel me arrancó una frase, cuyo alcance el doctor no pudo medir.

-¡También yo he tenido madre... madre muy tierna!

El médico, de una ojeada, me escrutó.

-¿Está usted de prisa?

-Nadie me aguarda...

Tocó un timbre, y la criada lugareña se presentó, clavándome unos ojuelos zaínos, de desconfianza.

-Cipriana, no estoy en casa. Venga quien venga, que no entre.

Se acerca a sus estantes, hace sitio en la mesa, trae un rimero de libros gruesos, en medio folio. Empieza a volver hojas. Los grabados, sin arte, sencillos en su impudor, atraen y repelen a la vez la mirada. La explicación, sin bordados, escueta, grave, es el complemento, la clave de las figuras. Bascas y salivación me revelan el sufrimiento íntimo; el médico, a la altura de las circunstancias, sin malicia, sin falsos reparos, enseña, señala, insiste, cuando lee en mis turbias pupilas que no he comprendido.

A veces, la repulsión me hace palidecer tanto, que interrumpe, me da un respiro y me abanica con un número de periódico...

¡Qué vacunación de horror! Lo que más me sorprende es la monotonía de todo. ¡Qué líneas tan graciosas y variadas ofrece un catálogo de plantas, conchas o cristalizaciones! Aquí, la idea de la armonía del plan divino, las elegancias naturales, en que el arte se inspira, desaparecen. Las formas son grotescas, viles, zamborotudas. Diríase que proclaman la ignominia de las necesidades... ¿Necesidades? Miserias...

-Siento náuseas -suspiro al fin. ¿A dónde cae esta ventana, doctor?

-A un patio interior... No soy rico... Mi sueño sería tener mi jardín del tamaño de un pañuelo... Espere usted, abriremos la puerta...

De mi saco de malla entretejida con diamantitos, extraigo el frasco de oro y cristal de las sales. Respiro.

-Adelante... El mal camino, andarlo pronto...

-Creo, señorita, que está usted haciendo una locura. Tengo escrúpulos.

Adelante he dicho... No va usted a dejarme a la mitad de la cuesta.

Y me acerco al libro, rozando el brazo de este hombre que no es viejo, ni antipático, y con el cual me siento tan segura, como pudiera estarlo en compañía del sepulturero.

Él vuelve a echar paletadas de tierra más fétida. Agotadas las láminas corrientes, vienen otras, y tengo que reprimir un grito... También son de colores... ¡Qué coloridos! ¡Qué bermellones, qué sienas, qué lacas verduscas, qué asfaltos mortuorios! ¡Qué flora de putrefacción! ¡Y el relieve! ¡Qué escultor de monstruosidades jugó con sus palillos a relevar la carne humana en asquerosos montículos, a recortarla en dentelladuras horrendas!

-Esto está mal -insiste Barnuevo, cerrando un álbum de espantos-. ¡Me estoy arrepintiendo, señorita!

-¡Doctor, lo que usted siente, y yo también, no es sino la consabida vergüenza! ¡Vergüenza, y nada más! Nos avergonzamos de pertenecer a la especie. ¡A beber el cáliz de una vez! ¿Falta algo, doctor...? No omita usted nada. ¿Las anormalidades?

-¿También eso?

-También.

-¡Qué brutalidad... la mía!

-La mía, si usted quiere. Pronto, por Dios, señor de Barnuevo.

Y se descubre el doble fondo de la inmundicia, en que la corrupción originaria de la especie llega a las fronteras de la locura; las anomalías de museo secreto, las teratologías primitivas, hoy reflorecientes en la podredumbre y el moho de las civilizaciones viejas; los delirios infandos, las iniquidades malditas en todas las lenguas, las rituales infamias de los cultos demoníacos...

Por mis mejillas ruedan lágrimas, que me salvan de un ataque nervioso. El doctor, conmovido, interroga:

-¿Basta?

-Basta. Deme usted la mano, con...

Él encuentra la frase delicada y justa.

-Con el sentimiento más fraternal.

-¡Y quién podrá jamás cultivar otro! -grito, en un arranque-. Doctor, debo a usted gratitud... Permítame... que no le envíe nada por sus honorarios.

-No voy para rico, señorita; tengo mala suerte en mi profesión... ¡Pero si usted me enviase algo..., créame que soy capaz de... no sé..., de sentir mayor vergüenza aún, de esa que a usted tanto la mortifica! ¡Y de llorar... como usted!

-¿No aceptaría usted un retrato mío? ¿Para acordarse de una cliente tan... insólita?

-¡Siempre me acordaría...! El retrato lo espero con ansia. Y perdón, y... nada de vergüenza. ¿Puedo ofrecerla un sorbo de Málaga? Está usted tan desencajada... Acaso tenga fiebre.

-Gracias... Se me hace tarde.

Era uno de esos anocheceres rojizos, cálidos, de la primavera madrileña. Al llegar a las calles concurridas, el gentío me hostigaba con contactos intolerables. Me codeaban. Sentí impulsos de abofetear. Corrí, huyendo de las vías céntricas. Me encontré en el paseo de la Castellana, donde empezaban a encenderse los faroles. El perfume de las acacias exasperaba mi naciente jaqueca. Ni me daba cuenta de lo imprudente de pasear sola, a pie por un sitio que iba quedándose desierto, con un hilo de perlas sobre el negro traje. Un coche elegante cruzó, con lenta rodadura. El cochero me miraba. Comprendí.

-¿Puede usted llevarme a casa?

-Suba la señora...

La portezuela estaba blasonada, el interior forrado de epinglé blanco, y olía a cuero de Rusia. ¡Qué chiripa, haber dado con un cochero particular que se busca sobresueldo! Un simón me sería insufrible, hediondo...

En casa, me bañé, me recogí... La frescura de las sábanas me desveló. El ventilador eléctrico, desde el techo, me enviaba ondas de aire regaladamente frío. Mi calentura aumentaba. Después he comparado mi estado físico al de una persona que asiste por primera vez a una corrida de toros. Toda la noche estuve volviendo a ver los grabados, y abochornándome de haber nacido. He aquí lo que sugerían los árboles viejos de la Alhambra, el romanticismo del agua secular en que se disolvieron lágrimas de sultanas transidas de amores, la gentileza de los zegríes, el olor de los jazmines, el enervamiento de las tardes infinitas, el cántico de los surtidores y el amargor embrujado de los arrayanes.

Y dando vueltas sobre espinas, repetía:

-¡Nunca! ¡Nunca!




ArribaAbajo- VI -

El de Carranza



- I -

Una fiebre nerviosa, no grave, me postra varios días. Convalezco serenamente. Farnesio está como loco. De una parte, cree que me muero; de otra cree que el tío Clímaco ha venido resuelto a hacer una. Sólo es verdad que el tío está en Madrid y no me ha visitado.

-Tendrá sus asuntos. No le podemos negar el derecho de viajar a ese señor.

Un fruncimiento de cejas de don Genaro; su cara más alargada y preocupada que de costumbre, me indican que el recelo le socava y le mina el espíritu. Ya me figuro lo que teme. Sin embargo, la empresa no ha de ser tan liviana. Sabré defenderme, ahora que las fantasmagorías de amor se han desvanecido, y sólo me queda el ansia de una vida fuerte, intensa, con otros goces y otros triunfos; los que mi brillante posición me asegura, a mí que ya traigo en la lengua, si no la pulpa, por lo menos el jugo acre y fuerte de la poma del bien y del mal...

Llega, sudoroso, el viejo y el polvoriento estío de Castilla. Me dedico a planear mi veraneo. Me acuerdo, con fruición, del calor sordo de los veranos alcalaínos. El bullir de mi sangre pedía otros aires, otros horizontes, y me ataba al pueblo muerto y callado la falta de dinero. El agua se recalentaba en el botijo. No se oía en la casa sino el andar chancletudo de la fámula, que arrastraba zapatos desechados míos. No podía yo conseguir que no se me presentase despechugada, con las mangas enrolladas hasta más arriba del codo. No tenía ni el consuelo de la compañía de mis amigos: Carranza se había ido de vacaciones a su tierra, la Rioja, donde posee viñas, y Polilla a la sierra, a casa de una cuñada suya, a cuyos hijos daba lecciones... Y cuando estoy enfrascada en rememorar mis tedios antiguos y mis glorias nuevas, el criado, con un recadito:

-Que está aquí el señor de Carranza. Que si la señorita está ocupada, aguardará. Y que si no hay inconveniente, almorzará con la señorita.

-Que le pongan cubierto. Que pase al gabinete.

De bata, de moño flojo, con fueros de convaleciente, salgo y estrecho la mano gruesa, recia de músculos, a pesar de la adiposidad, del canónigo. No acertaría a explicar por qué me siento enteramente reconciliada con él.

-Dichosos los ojos. Pudo usted venir antes.

-Vengo a tiempo. Vengo cuando hay algo importante que decir. Son las doce y media y no me falta apetito. Almorzaremos en paz, y después... ¿Podremos charlar sin testigos?

-¡Ya lo creo! -exclamo afirmando mi independencia.

Orden al jefe de que se esmere. Desesperación en la cocina: ¡esmerarse tan tarde y con una señorita que desde hace una quincena no prueba sino leche, caldos y gallina cocida! A la una y media, sin embargo, sirven un almuerzo pasable, vulgar, al cual Carranza hace cumplido honor. El melón con hielo en medio, el consomé frío, los huevos a la Morny, los epigramas de cordero, el valewsky... todo le encanta. Gastrónomo y no gastado, goza como un niño. Hasta beber a sorbos el café, con sus licores selectos, y apurar el Caruncho de primera, no se decide a entablar la plática.

-Hija mía, es mucho lo que traigo en la cartera. Haré por despachar pronto: contigo se puede ir derecho al asunto... Ante todo, has de saber que tu tío Clímaco ha estado en Alcalá unos días. Y creo que también dio su vueltecita por Segovia...

Ante mi silencio y el juego de mi chapín de raso sobre el tapete, apretó el cerco, descubriendo ya sus baterías.

-Mira, Lina, te he juzgado siempre mujer de entendimiento nada común. Se te puede hablar como a otra no... Estás en grave peligro. Tu tío quiere atacar el testamento y probar que no eres hija de Jerónimo Mascareñas, ni cosa que lo valga; que hubo superchería, y que el verdadero dueño de la fortuna de doña Catalina Mascareñas, viuda de Céspedes, es él. Parece que tu tío anda furioso contigo, porque no quisiste aceptar por novio al primo José María, que es un gandul. Ya ves si Carranza está bien enterado -se enorgulleció golpeando sus pectorales anchos, la curva majestuosa de su estómago-. Como que el gitano del señor de Mascareñas se ha ido de Alcalá en la firme persuasión de que tiene en mí un aliado. Pero a mí no me vende él el burro ojiciego con mataduras. A un riojano neto, no le engaña un almiforero de ese jaez. Me he propuesto estropearle la combinación y sacarte del berenjenal, sin que salga a la luz nada de lo que... de lo que no debe salir. Conque, anímate, no te me pongas mala... y ríete de pindorós, como les dicen a tales gitanazos.

-Carranza, mil gracias. Me parece que es usted sincero... en esta ocasión.

-Nada de reticencias... Hay tiempos diferentes, dice el Apóstol: hubo una época en que... convenía... cierto disimulo... Ahora, juego tendido. Yo te profeso cariño, pero al demostrártelo salvándote, no te negaré que también hay en mí un interés... un interés legítimo, en que a nadie perjudico. Esto no se ha de censurar. ¿Verdad?

-No por cierto. Sepa yo como me salvará usted.

-De un modo grato. Te propongo un novio.

-¡Llega usted en buen momento! Me repugna hasta el nombre; la idea me haría volver a enfermar.

-Hola, hola. ¿Eres tú la que tenía horror al convento?

-¿Quiere usted oírme lo mismo que en confesión?

Un pliegue de severa inquietud en la golosa boca rasurada... Carranza escucha; su oreja, en acecho, parece captar, beber mis palabras singulares. Le refiero todo, en abreviatura, desde los fugitivos ensueños del caballero Lohengrin, hasta la visita al médico...

-Comprendo -asiente- que estés bajo una impresión de disgusto y hasta de asco. Esas cosas, desde el punto de vista que elegiste, son odiosas. Te conozco desde hace bastantes años, y nunca he visto en ti sino idealidad. Tu imaginación lo eleva, lo refina todo. Sin embargo, debes reflexionar que si estudiásemos en esa forma otras funciones, verbigracia, las de la nutrición, nos dejaríamos morir de hambre. Y sería lástima, que almuerzos como el tuyo... En serio, que la situación es seria. O el claustro, o el matrimonio.

-Soltera, viviré muy a mi placer.

-Te volverás a Alcalá, pobre nuevamente, y acaso ni te den la rentita que entonces disfrutabas. Ni tú, ni don Genaro, ni yo, podemos defender esta causa mala y perdida. Han aparecido testimonios de la suplantación, de los amaños; la cosa no se hizo, a lo que me parece, con demasiada habilidad; no se presintió que un día, muerto Dieguito, la cuestión de la herencia podría plantearse. A don Juan Clímaco no le faltan aldabas. El castillo de naipes se viene a tierra. Existe, sin embargo, quien lo sostendrá con sólo un dedo.

-¿Tanto como eso?

-¡Vaya! Tu futuro, el novio que te propongo yo. Agustín Almonte, hijo de don Federico Almonte.

El nombre no era nuevo para mí. En Alcalá, mil veces Carranza hablaba de Almonte padre, paisano suyo, a quien debía, según informes de Polilla, la canongía y una decidida protección.

-Almonte, ¿no era ministro el año pasado?

-Ya lo creo. De Hacienda. Pero su hijo mayor, Agustín, que también el año pasado era subsecretario de Gobernación, ha de ir mucho más allá que el padre. Pasa algún tiempo en la Rioja; le conozco bien; charlamos mucho... y que me corten la cabeza si en la primer subida de su partido no ministra. ¿Tú sabes las campañas que hizo en el Parlamento? El padre va estando viejo; padece de asma. En cambio, el hijo... Porvenir como el suyo, no lo tendrá acaso ningún español de los que hoy frisan en los treinta y tantos. Reúne mil elementos diferentes. Sus condiciones de orador, su talento, que es extraordinario, ya lo verás cuando le trates... y el camino allanado, porque desde el primer momento, la posición de su padre le hizo destacarse de entre la turba. El padre es como la gallina que ha empollado un patito y le ve echarse al agua; la altura de Agustín, sus vuelos, van más allá de don Federico. Así es que, al saber que tú eres tan instruida, el muchacho se ha electrizado. Él, justamente, deseaba una mujer superior...

-¿Soy yo una mujer superior, según eso?

-Vamos, como si te sorprendiese. Tus cualidades...

-¡Pch!, mi primer cualidad, será mi dinero...

-¡Tu dinero, tu dinero! No eres la única muchacha rica, criatura. Sin salir de la misma Rioja, hubiese yo encontrado para Agustín buenos partidos. El dinero es cosa muy necesaria, es el cimiento; pero hacen falta las paredes. ¡Y, además, Lina querida, tu dinero está en el aire! No lo olvides. Si Agustín no lo arregla, cuando menos lo pienses... Tienes mal enemigo. Don Juan Clímaco está muy ducho en picardihuelas y pleitos... Piénsalo, niña.

-Tráigame usted a don Agustín Almonte cuando guste.

Carranza clavó en mí sus ojos sagaces, reposados, de confesor práctico. Me registró el alma.

-¿Qué es eso de «tráigame usted»? -bromeó-. ¿Es algún fardo? Es un novio como no lo has podido soñar. Quiera Dios que le gustes; porque, criatura, nadie es doblón de a ocho. Si le gustas (él a ti te gustará, por fuerza, y te barrerá del pensamiento esas telarañas románticas de la repugnancia a lo natural, a lo que Dios mismo instituyó...), entonces... supongo que no pensaréis que os eche las bendiciones nadie más que este pobre canónigo arrinconado y escritor sin fama...

-Sólo que -objeté- siendo los novios tan altos personajes como usted dice, parece natural que los case un Obispo...

Un gesto y una risada completaron la indicación. Carranza me dio palmaditas en la mano.

-Por algo le dije yo a Agustín que tú vales un imperio...




- II -

¿Qué aspecto tiene el nuevo proco? A fe mía, agradable hasta lo sumo. Buena estatura, no muy grueso aún, por más que demuestra tendencia a doblar; moreno, de castaña y sedosa barba en horquilla; tan descoloridas las mejillas como la frente, de ojos algo salientes, señal de elocuencia, de pelo abundante, bien puesto, con arranque en cinco puntas, fácilmente parecería un tenor, si la inteligencia y la voluntad no predominasen en el carácter de su fisonomía. Desde el primer momento -es una impresión plástica- su cabeza me recuerda la de San Juan Bautista en un plato; la hermosa cabeza que asoma, lívida, a la luz de las estrellas, por la boca del pozo, en Salomé. Cosa altamente estética.

El pretexto honroso de la visita es que, informado por Carranza del riesgo que pueden correr mis intereses y la odiosa maquinación de que quiere «alguien» hacerme víctima, para despojarme de lo que en justicia me pertenece, viene a ofrecerse como consejero y guía, y cuando el caso llegue, como letrado, a fin de parar el golpe. Esto lo dice con naturalidad, con esa soltura de los políticos, hechos a desenredar las más intrincadas intrigas y a buscar fórmulas que todo lo faciliten. Sin duda los políticos son gentes que se pasan la vida sufriendo el embate de los intereses egoístas y ávidos, tropezando con el amor propio y la vanidad en carne viva, amenazados siempre de la defección y la puñalada artera. Nada se les ofrece de balde a los políticos, y todos, al dirigirse a ellos, hacen un cálculo de valor, de conveniencia. Así es que pesan la palabra y comiden la acción. Almonte no pronuncia frase que no responda a un fin... Y si yo soy la desilusionada, él debe ser el escéptico. Nuestros ojos, al encontrarse, parecen decirse:

«Una misma es nuestra pena...».

Nuestros dos áridos desencantos se magnetizan. Él me encuentra a la defensiva; me estudia. Yo le considero como se considera a un objeto, a un mecanismo. Es una máquina que necesito. Soy un campo que le ofrece la cosecha. Él ha visto el fondo de la miseria humana en su aspiración al poder y en los primeros peldaños de su ascensión; yo lo he visto en el gabinete de un médico.

¡Así está bien! Apartemos la cuestión de amor, la cuestión repugnante... y podré complacerme en el trato, en la compañía y hasta en la vista de este hombre, que no es cualquiera. ¡Si llegase a tener en él un amigo! Un amigo casi de mi edad, ¡no un vejete iluso como Polilla, ni un zorro sutil como Carranza! ¡Me encuentro tan sola desde que mi ensueño se ha quedado, pobre flor ligera, prensado y seco entre las hojas de los horribles libros del doctor Barnuevo, museo de la carne corrompida por el pecado! ¡Un amigo! ¡Un amigo... que no sea un esposo!

Mi proco -bien se advierte-, posee ese don de interesar conversando, de que han dejado rastro y memoria al ejercerlo los Castelar, los Cánovas, los Silvelas. Este es don y gracia de políticos. Refiere anécdotas divertidas; se burla suave, donairosamente de Carranza, al mismo tiempo que hace refulgir próximo el dorado de la mitra; traza una serie de cuadros humorísticos, de unas elecciones en la Rioja; y mi cansancio de enferma, misantrópico, desaparece; me río de buen grado, de cosas sencillas, sedantes para los nervios. Recuerdo el mutismo árabe de mi primo José María. Almonte, por lo menos, me entretiene. Sin saber cómo, y, afortunadamente, sin conato de galantería por parte de él, diría que nos entendemos ya en bastantes respectos.

Le refiero el caso de Hilario Aparicio, y lo celebra mucho. Él conoce un poco al amigo de Polilla; y con su equidad de hombre habituado a discernir, en medio de las chanzas, le defiende, le encomia.

-No crea usted, es muchacho que ha estudiado, que vale.

-¿Me querría usted hacer el favor de protegerle, de ponerle en camino?

-De muy buena gana. Es fácil que sea una adquisición. A esos muchachos, se les distingue a causa de lo que han escrito, con la esperanza de que, una vez en situación mejor, harán exactamente todo lo contrario de lo que escribieron. Su rasgo de usted, Lina, es de una malicia donosísima; es delicioso.

-Mi conciencia lo reprueba a veces.

-No se preocupe usted. Haremos por el kirkegaardiano -¿no ha dicho así?-, cuanto quepa. Verá usted cómo le volvemos al ser natural, despojándole de la piel falsa de sus filosofías. Y, por otra parte, a usted le consta que no es ni sincero en las utopías que profesa.

Le invito a almorzar con Carranza al otro día. Se excusa porque se va aquella misma tarde a Zaragoza, adonde le llama una cuestión de sumo interés; y añade sin reticencia:

-¿Dónde se propone usted veranear?

-Confieso que todavía no lo he determinado.

Y después suplico:

-¿Por qué no me hace usted un plan de viaje?

-Con sumo gusto. Conozco a Europa; salgo cada año dos meses a respirar en ella. Forma parte de mis deberes y de mis estudios, eso que han dado en llamar europeización. Antes de que lo inventasen, yo lo practicaba. ¡Sucede así con tantas cosas! Usted, Lina, podría pasar quince días en París -las señoras en París tienen siempre mucho que hacer. Antes debe usted detenerse en Biarritz y San Sebastián... Escribiré a la Duquesa de Ambas Castillas, que está allí y es muy buena amiga mía, para que la vea a usted y la acompañe. Este período que usted entretenga agradablemente, yo lo consagraré a imponerme bien de sus asuntos y a dejar jaloneada la defensa de su patrimonio. ¡No faltaba más! El bueno de don Juan Clímaco Mascareñas y yo nos conocemos; he intervenido bastante en las cuestiones de su senaduría vitalicia; a mi padre se la debe. Voy a enterarme como Dios manda; el señor Farnesio me ilustrará. Y ya se andará con tiento el gitano. Tengo armas, si él las tiene. De eso respondo. No se preocupe usted. Desde París puede usted seguir a Suiza. Yo suelo dirigirme hacia ese lado. Allí tendría la honra de presentarla mis respetos... De Zaragoza regreso el día quince. ¿Cree usted haberse puesto en viaje para entonces?

-No es probable. Espero a una doncella inglesa que me envían, y sin la cual...

-¡En efecto! Pues siendo así, el quince... ¿Insiste usted en invitarme a almorzar?

Cuando, de regreso, se presenta el proco, ya tengo a Maggie, la doncella, no inglesa, sino escocesa, pero vezada y amaestrada en Londres, nada menos que en la casa de Lady Mounteagle, lo más superferolítico. Esta mujer, a juzgar por las señales, es una perla. Chata, cuarentona, de pelo castaño con reflejo cobrizo, de tez rojiza, de ojos incoloros, posee en el servir un chic especial. Se siente uno persona elevada, al disponer de tal servidora. Indirectamente, con un gesto, rectifica mis faltas de buen gusto, cuanto desdice de mi posición y de mi estado; y, sin embargo, Maggie no se sale de sus atribuciones, y me demuestra un respeto inverosímil. Jamás familiaridades, jamás entrometimientos, jamás descuidos. Me recomienda a un criado inglés bastante joven, y que, en el viaje, nos será utilísimo. Pagará cuentas, facturará, pensará en el bienestar de Daisy, el lulú, se ocupará de detalles enojosos. Maggie chapurrea medianamente el francés; el criado, Dick, lo parla con suma facilidad. Con los dos, espero un viaje cómodo.

Almonte opina lo mismo; sin embargo, y conviniendo en que Maggie es una adquisición, me aconseja cuidado.

-Crea usted que los ingleses también tienen sus macas. Yo he sido cándido, y he creído en la superioridad de los anglosajones; niñerías... Una de las cosas que la civilización tiene a la vez más perfeccionadas y más corrompidas, es el servicio doméstico. Hoy se sirve a maravilla, pero el odio es el fondo de esas relaciones. Les exigimos tanto, en nuestro egoísmo, que a su vez la idea de interés es la única que cultivan. ¿Me perdona usted, Lina, estas advertencias? Con relación a usted soy viejo... es decir, lo soy interiormente; usted, en lo moral, es una niña, llena de candor.

Me ofendo como si me hubiese insultado. Se sonríe, tomando a cucharaditas el helado praliné.

-¿No le gusta a usted ser candorosa? ¡Pero si el candor, en ciertas épocas de la vida, es el signo de la inteligencia!

Siempre evitando esa personalización a que propenden los que asedian a una mujer, Agustín refiere historias de la corte, los anales de una sociedad que yo no conozco sino por los diarios -peor que no conocerla-. De estas pláticas parece desprenderse que el amor no existe. Dijérase que es un terrible mito antiguo, fabuloso. Agustín presenta las acciones de los hombres desde el punto de vista de la conveniencia, la utilidad, la razón. Sin duda la atracción de los sexos ejerce influjo, pero la clave secreta suele ser el interés, la vanidad, la ambición, mil resortes que actúan, no sólo en la edad pasional, sino en todas las de la existencia. La palabra de Agustín, nutrida, segura, se vierte sobre mi espíritu dolorido, magullado de la caída, como un bálsamo calmante. Me consuela pensar que hay más que ese amor que anhelé con loco anhelo. Me rehabilita ante mí misma convenir con mi proco en que tan insensato afán no es sino un accidente, una crisis febril, y que la vida se llena con otras muchas cosas que le prestan atractivo y hasta sabor de drama.

-¡La conquista del poder! -sugiere Agustín-. ¡Eso, no sabe lo que es quien nunca lo ha probado! Como se funda en la realidad, no en fluidas revêries de venturas místicas, porque usted es una mística, Lina; la han llevado a usted al misticismo y al romanticismo sus años de soledad y de injusto aislamiento; digo que, como se funda en la realidad, en las realidades más concretas, y al mismo tiempo en las honduras de la psicología positiva... tiene el encanto de la guerra, el sabor violento de la conquista. ¡Ah, si usted lo probase!

-No sé cómo lo había de probar.

-Yo sí lo sé -responde él, sin la menor intencionalidad picaresca-. De esto hemos de hablar mucho. Me precio de que la convenceré. No hay cosa más fácil que convencer a la gente de talento... y de una sensibilidad despierta para sentir los horizontes bellos, prescindiendo, como usted sabe prescindir, de madrigales y de romanzas cursis.

Le miro con risueña benignidad. ¡Le agradezco tanto que, aunque sea con artificios, me escamotee el horripilante recuerdo, del cual estoy enferma aún! Tiene el arte de tratarme como yo deseo ahora ser tratada; de engañar mi melancolía de convaleciente con perspectivas que, sin arrebatarme, me distraen.

-Amiga Lina, hay cosas que, antes de conocerlas, parecen encerrar el secreto de la felicidad, y cuando se conocen, son más amargosas que la muerte. De esas cosas es preciso huir. Todos hemos tenido veinticinco años, y sufrido vértigos y rendido tributo a la engañifa, a las farsas, a los faroles de papel con una cerilla dentro... Ya vemos más claro. Otra lucha, ardiente, nos llama. Otro sport, como ahora dicen... ¿Usted supone que la mujer no puede jugar a ese juego? Vaya si puede. Detrás de cada combatiente suele haber una amazona; detrás de cada poderoso, una reina social. Consiéntame usted que, por lo menos, la inicie. Después, si no se pica usted al juego, nuestra amistad persistirá: siempre tendré igual empeño en que no se salga con sus malos propósitos Mascareñas. Le ajustaré las cuentas, no lo dude usted...

Al despedirme al día siguiente en la estación, me deslizó al oído, entregándome una primorosa caja de chocolates:

-Una postalcita... Deseo saber qué impresión la causa París.

¡Ah, Carranza! Reconozco tu mano eclesiástica, diplomática, de futuro cardenal, en la manera de haber adoctrinado a este proco. Le has revelado mi herida y la precaución que se ha menester para no irritar la viva llaga... Le has descubierto mi espíritu crispado de horror, mis nervios encalabrinados, mi mente nublada por sombras y caricaturas goyescas, por visiones peores que las macabras, ¡oh, la muerte es menos nauseabunda! Y, tal vez así...




- III -

Una magia es Biarritz, con su aire salobre, vivaz, su agua marina encolerizada, la alegría de sus edificaciones modernas, y el apetito que he recobrado, y el humor juvenil de moverme, de hacer ejercicio, de bañarme en el mar, sin necesidad probablemente. Por otra parte, en Biarritz empiezo a entrever esa actividad intensa, sin lirismo, esos resortes y esos fines que no evocan lo infinito, sino lo que está al alcance, no de todas las manos -despreciable sería entonces- sino de pocas y sabias y hábiles...

Entreveo ese juego atrayente, de que es imagen muy burda el otro juego, del cual se habla aquí y en que salen desplumados los «puntos». Así se lo escribo a Agustín, no en la postalcita que humildemente pidió, sino en una carta amistosa, en que apunta el compañerismo. El pretexto para convencerme de que debo escribirle pronto y largo, es que parece natural enterarle de la acogida que me dispensa la Ambas Castillas, mediante la esquela de presentación, redactada en términos de apremiante interés. La duquesa, a quien envío la esquela por Dick, contesta por el mismo, anunciando inmediata visita; y a la media hora se presenta, ágil y airosa y envelada la cara de tules, a fin de disimular y suavizar el estrago que los años han ejercitado, impíos, en su belleza célebre. Los rasgos permanecen aún, bajo el estuco; el pie es curvo, la mano elegante al través de la Suecia; el busto, atrevido, obedece a la obra maestra del corsé; y en su maceramiento de sesentona, persiste una gracia arrogante que yo desearía imitar. Envidio los gestos delicados, de coquetería y de hermosura triunfante, de gentil aplomo y gentil recato altanero; envidio este aire que sólo presta cierto ambiente... al ambiente que debe llegar a ser mío.

Corta es la visita. Por la tarde, en su automóvil, me lleva a recorrer caminos pintorescos, hasta San Sebastián. Nos cruzamos con otros autos, con mucha gente, mujeres maduras, niños de silueta modernista, hombres que saludan con respeto galante; dos autos se detienen, el nuestro lo mismo; la Ambas Castillas hace presentación: me flechan agudas curiosidades; oigo nombres, cuyo runrún había percibido desde lejos. Con nosotros viene una hermana de la Ambas Castillas, insignificante, callada y al parecer devota, pues se persigna al cruzar por delante de las iglesias. La duquesa me envuelve en preguntas. ¿Desde cuándo conozco a Agustín Almonte y a don Federico?

-A don Federico no le conozco. Don Agustín va a ocuparse en asuntos míos que revisten importancia.

-¿Es su abogado de usted?

-Sí, duquesa.

Después, salen a plaza los trajes. Mi atavío gris, de alivio, mi sombrero, sobre el cual vuela un ave de alas atrevidas, ave imposible, construida con plumas de finísima batista, enrizada no sé cómo y salpicada de rocío diamantesco, mis hilos de perlas magníficas, redondas; los detalles de mi adorno fijan la experta atención de la duquesa. Me encuentra a la altura; lo que llevo es impecable.

-¿Quién la viste?

Pronuncio negligentemente el nombre del modisto.

-¡Ah...! -la exclamación es un poema-. Claro, ese habrá de ser... Pero el bocado es carito...

Las preguntas, delicadamente engarzadas, continúan. ¿Tengo hermanos? ¿Vivo sola en Madrid? ¿Sigo a París? ¿A dónde iré a terminar el verano? Los proyectos de Suiza determinan una sonrisa discreta.

-Nuestro amigo Almonte también creo que suele ir por ese lado a descansar de sus fatigas políticas, parlamentarias y profesionales... ¡Qué porvenir tan brillante el de Almonte! Llegará a donde quiera. Su padre (en confianza) no ha alcanzado la talla de otros grandes políticos de su época: Cánovas, Sagasta, y aquel Silvela tan simpático, tan hombre de mundo... Pero como ahora unos se han muerto y otros están más viejos que un palmar, ¡pobres señores! -añadió la dama con juvenil, casi infantil alarde, que a pesar de todo no la sentaba mal-, crea usted que Almonte... Yo no entiendo de eso; lo que pasa es que oigo; mi marido es muy aficionado, va al Congreso mucho... El sol que nace, es Almonte.

Completé el elogio. La duquesa me hizo coro. La hermana insignificante suspiró.

-Es lástima que sus ideas...

-¡Hija, sus ideas! -se apresuró la duquesa-. Manolo, mi marido, asegura que Agustín, cuando mande, respetará lo que debe respetar.

Y variando de tono:

-Es seguro que al formarse Almonte una familia, eso también ejercerá en su modo de ser provechoso influjo. ¡Oh, la familia! Si encuentra una mujer de talento y buena... Y la encontrará. ¿No opina usted lo mismo, Lina...?

La familiaridad del nombre propio era un halago en la elegante señora, árbitra sin duda de la sociedad, aunque ya su sol declina. Puesto del todo este sol, que fue esplendoroso, aún quedará un reflejo de su irradiar. El propósito de halagarme, por si soy para Almonte algo más que una cliente rica, se revela en el empeño de acompañarme y pilotearme en el Casino -sin oficiosidad inoportuna-, de inventarme excursiones entretenidas, de relacionarme. Debieron de correr voces, un santo y seña, porque hubo atenciones, encontré facilidades, me vi rodeada, mosconeada, invitada a diestro y siniestro, a almuerzos y lunchs. Pregusté el sabor de los rendimientos que el poder inspira; sentí la infatuación de la marcha ascendente por el florecido sendero. No tuve, en pocos días, tiempo de profundizar la observación de lo que me salía al paso. Mi goce se duplicó por el bienestar físico que me causaba la tónica balneación, y por el femenil gusto de vestir galas y adquirir superfluidades en las ricas tiendas. También sentí orgullo al convidar a la duquesa, a su hermana, a algunos de los que me han obsequiado, a almorzar en mi hotel. Se enteraron de Dick, de Maggie, y vi el gesto admirativo de las caras cuando agregué:

-Bah, mi escocesa... Salió, para venir a servirme, de casa de lady Mounteagle. En efecto, sabe su obligación...

¡Al cabo, Biarritz es un pueblecillo! En una semana, no había nadie que no me conociese. De mi yo verdadero nada sabían; en cambio, conocían hasta el número de frasquitos de vermeil cincelado que contenía mi maleta de viaje, traída por Maggie de la casa Mapping and Web, reina de las tiendas caras y primorosas, en que se expenden tan londonianos artículos. No todo el mundo, sin embargo, me hizo igual acogida. Hubo sus frialdades, sus distanciaciones, sus impertinencias, aristocráticas y plutocráticas. Con mi fina epidermis, sentí algunos hielos, algunas ironías, mal disimuladas por aquiescencias aparentes; hubo sus corrillos que se aislaron de mí, sus saludos envarados, peores que una cabeza vuelta para no ver. Y entonces sí que empecé a «picarme al juego». A vuelta de correo, Agustín me contestaba:

-Esa es la lucha. Eso es lo que le prepara a usted un deleite de victoria. Apunte usted nombres. Verá usted qué delectación exquisita la de recordarlos después... Cuando llegue la hora, amiga Lina... Y váyase usted pronto a París. Conviene que haya usted pasado por ahí como un meteoro...

Seguí el consejo. No sufrí la fascinación de París. Es una capital en que hay comodidades, diversión y recreo para la vista, pero no sensaciones intensas y extrañas, como pretenden hacernos creer sus artificiosos escritores. El caso es que yo traía la imaginación algo alborotada a propósito de Notre Dame. Este monumento ha sido adobado, escabechado, recocido en literatura romántica. Sin duda su arquitectura ofrece un ejemplar típico, pero le falta la sugestión de las catedrales españolas, con costra dorada y polvorienta, capillas misteriosas, sepulcros goteroneados de cera y santos vestidos de tisú. Notre Dame... Un salón. Limpio, barrido, enseñado con facilidad y con boniment, por un sacristán industrial, de voz enfática y aceitosa. Falta en Notre Dame sentimiento. Yo rompería algunas figurillas del pórtico, plantaría zarzas y jaramago en el atrio. Y sin embargo, aquí han sentido profundamente los del Cenáculo. Ellos sacaron de sí mismos a Notre Dame. Yo, española, no puedo sentir hondo aquí, ni aun por contraste con las calles infestadas de taxímetros, de autobús y otras cosas feas. Vale más, seguramente, que no sienta. El lirismo, como un licor fuerte, me daña.

Patullo en la prosa parisiense. Manicuras, peluqueros, modistas, reyes del trapo, maniquíes vivientes, destilan en actitudes afectadas. Mis uñas son conchitas que ha pulido el mar. Mi peinado se espiritualiza. Mi calzado se refina. Dejo a arreglar en la calle de la Paz las pocas joyas anticuadas de doña Catalina Mascareñas que no transformé en Madrid, para que me hagan cuquerías estilo María Antonieta o modernisterías originales. Voy a los teatros, donde los intermedios me aburren. Me doy en el Louvre una zambullida de arte y de curiosidad. ¡Cuánto se divertiría aquí don Antón de la Polilla! Pude hacerle feliz quince días... Sólo que me aburriría a mí, porque lo admiraría todo en esta ciudad y en este modo de ser de un pueblo aburguesado y jacobino. ¡Me daría cada solo volteriano inocente! ¡Y si al menos él tuviese gracia! Pero un Voltaire pesado, curado al humo en Alcalá...

Y lo que me asfixia en París, lo que me hace de plomo su ambiente, es la continua exhibición de la miseria humana, la suciedad industrializada, fingida, afeitada, cultivada lo mismo que una heredad de patatas o alcacer. Las desnudeces y crudezas de los teatros; las ilustraciones iluminadas de los kioscos; los títulos de guindilla de los tomos que sacan a la acera las librerías; los anuncios con mostaza y pimienta de Cayena, me renuevan la náusea moral, el sufrimiento de la vergüenza triste, de la repugnancia a tener cuerpo. Vuelven las horas de aburrimiento, y al regresar al hotel me dejo caer en la meridiana, mientras Maggie me da consejos higiénicos, me recomienda la poción que tomaba para sus vapores lady Mounteagle...

-¡A Suiza! -ordeno lacónicamente-. Vamos directamente a Ginebra... Prepare usted el equipaje.




- IV -

Noto en Suiza lo contrario que en Granada. A Granada pude yo hacerla para mí. Suiza está hecha: tan hecha, que nada nuevo íntimo descubro en ella. La sedación de Suiza, su frígida pureza de horizontes, me hacen, eso sí, un bien muy grande. Comprendo que aquí se busque reposo después de una caída de las de quebrantahuesos. Reposo activo; no la disolvente languidez de la Alhambra.

Como Agustín me escribe que todavía le detendrán una quincena los quehaceres y que en Ginebra nos reuniremos, dedico este tiempo a ciudades y lagos. De los Alpes, visito todo lo que no obliga a alardes de alpinismo. ¡Soy de la meseta castellana! Subo, por dentro, a las montañas inaccesibles; con los pies, no. He visitado Friburgo y Berna, encontrando superiores los hoteles a las ciudades; Lucerna y Zurich, y, por Schaaffhausen, me he dirigido al lago de Constanza, punto menos infestado de turistas ingleses que el resto de Suiza. El Rin, que forma estos dos lagos entre los cuales Constanza remeda el broche de una clámide, es al menos un río cuya imagen he visto en mis deseos, un río de leyenda. Constanza es poco más que un pueblecillo; sin embargo, los hoteles no ceden a los de ninguna parte. Suiza ha llegado, en punto a hoteles, a lo perfecto. Y es una sensación de calma y de goce físico, reparadora, la que me causa, después del enervamiento del tren, esta vida solitaria y magnífica, con Maggie que no me da tiempo a formular un deseo, y pasándome el día entero al aire libre, el aire virgen, purificado por las nieves eternas, en un balcón o veranda sobre el lago, que enraman las rosas trepadoras y los cabrifollos gráciles. A mi lado, sentada perezosamente, una inglesita lee una novela; de vez en cuando sus ojos flor de lino buscan, ansiosos, los ojos de un inglesón de terra cotta, que sin ocuparse de su compañera, se mece al amparo de la sábana de un periódico enorme. Pobre criatura, ¿sabrás lo que anhelas? ¡Qué fuerza tendrá el engaño para que tu cabecita de arcángel prerrafaelista, nimbada de oro fluido, se vuelva con tal insistencia hacia ese pedazo de rubicunda carne, amasada con lonchas de buey crudo, e inflamada con mostaza desolladora y picores de rabiosa especiería!

De Constanza, me agrada también el que sus recuerdos no me producen lirismo... Aquí no flotan más sombras que las de herejes recalcitrantes asados en hogueras, y emperadores, condes y barones a quienes hubo que embargar sus riquezas porque no pagaban el hospedaje a los burgueses de la ciudad. Bien se echa de ver que los suizos están convencidos, al través de las edades, de dos cosas: que hay que ser independiente y cobrar a toca teja las cuentas del hotel.

El Rin me atrae; de buen grado pasaría la frontera y recorrería Baviera y el Tirol, aunque me sospecho que pudieran parecerse exactamente a Suiza; los mismos glaciares, los mismos precipicios, y esas montañas donde los que logran alcanzar la cúspide, echan sangre por los oídos. No realizo la excursión, porque experimento cierta inquietud de volver a ver a Agustín; me agrada la perspectiva de su presencia. Ninguna turbación, ninguna emoción desnaturaliza este deseo sencillo, amistoso.

Una postal me avisa, y retorno por el lago de Como a Ginebra, donde al venir no he querido detenerme. Me instalo, no en el mejor hotel, sino en el que domina mejor vista sobre el lago azul. No es una frase: en el lago Leman, las aguas del Ródano, al remansarse, sedimentan su limo y adquieren una limpidez y un color como de zafiro muy claro. Hay quien cree que no basta esta explicación, y que algún mineral o alguna tierra de especial composición se ha disuelto en ellas, para que así semejen jirón de cielo.

Me acuerdo de aquellas aguas de Granada, seculares, donde el pasado hace rodar sus voluptuosas lágrimas... y me parece que este lago es como mi alma, donde el limo se ha sedimentado y sólo queda la pureza del reposo.

No me canso de mirarle y de comprenderle. Forma una media luna, y en uno de sus cuernos se engarza Ginebra, como un diamante al extremo de una joya. Ningún lago suizo, ni el de Constanza, donde desagua el Rin, le vence en magnitud. Con razón le califican de océano en miniatura. El barquero que me pasea por él en un botecito repintado de blanco, graciosa cascarita de nuez, me informa, con sinceridad helvética, de que el lago es peor que el mar: sus traiciones, más inesperadas. En días tormentosos, el nivel del Leman, súbitamente, crece dos metros; de pronto, se deshincha; media hora después, vuelve a hincharse. Y, creyendo que me asusto, añade el pobre hombre:

-Pero hoy no hay cuidado. Nosotros sabemos cuándo no hay cuidado.

Sonrío desdeñosa, porque el peligro eventual no me ha parecido nunca muy digno de tenerse en cuenta, entre los mil que acosan a la vida humana, sabiendo que, al cabo, es presa segura de la muerte. Estoy tan enterada como el barquero del singular fenómeno, que se nota sobre todo en las dos extremidades del lago, y, por consiguiente, cerca de Ginebra. Cuando venga Agustín, le contagiaré: pasearemos por este mar diminuto y felino, y haremos la excursión alrededor de él, por sus márgenes pintorescas.

Un telegrama... Llega esta tarde Almonte. Naturalmente, no le espero: él es quien, atusado y limpio ya, solicita permiso para presentárseme. Mando que le pongan cubierto en la mesa que ocupo, cerca de una ventana, por la cual entra la azulina visión del lago. Y, familiarmente, comemos juntos, como si fuésemos ya marido y mujer...

Vuelvo a probar la grata impresión de Madrid, que no tiene ninguno de los signos característicos del amor, y por lo mismo no me renueva las heridas aún mal cicatrizadas. Agustín es el amigo... Los dos tenemos planteado el problema de la vida, con magnífica curva de desarrollo; los dos necesitamos eliminar el veneno lírico, en las gimnasias y los juegos de la ambición. Él me lo dice, refiriéndome añejas historias de amarguras y desencantos, que se parecen a la mía...

-Todas las aventuras llamadas amorosas son muy semejantes, Lina. Uno de los espejismos de esa calentura es suponer que hay en ella un fondo variado de psicología. No hay más que la sencillez del instinto, del cual dimana.

La comida es plácida, llena de encanto. Averiguamos nuestras predilecciones, nos comunicamos secretos de paladar. Agustín apenas bebe un par de copas de burdeos; yo una de Rin, con el pescado, una de Champagne, muy frío, con el asado. Nos gustan a los dos los exquisitos peces de agua dulce, que en Constanza eran mejores, porque estábamos al pie del Rin, y truchas y salmones y anguilas tenían especial sabor. Todo esto reviste suma importancia: Agustín cree que, en las horas de descanso apacible, se debe refinar, disfrutar de las delicias de tanto bueno como hay en el mundo.

-Sí, Lina, ese es el sistema... Cuando se lucha, se acomete y se resiste sin importársenos de los golpes, del dolor, del riesgo. Pero cuando nos rehacemos con un paréntesis de bienestar y de olvido, entonces ¡venga todo el epicureísmo y el sibaritismo! ¡Tenemos en las manos una dulce fruta: a no perder gota de su zumo!

Desde el primer momento establecemos y definimos nuestra situación. El mundo es una cosa, nosotros otra. Somos dos aliados, dos fuerzas que han de completarse. Da por supuesto que la dirección la imprime él. Y me asombro de encontrarme tan propicia a una sumisión, de aceptar una jefatura, y de aceptarla contenta. Me someto a este hombre a quien no amo; me someto a él porque puede y sabe más de la ciencia profana que eleva a sus maestros. Analizado y destruido mi antiguo ideal, él me promete una vida colmada de altivas satisfacciones; una vida «inimitable», como llamaron a la suya Marco Antonio y la hija de los Lagidas, al unirse para dominar al mundo.

Y me induce también a admitirle por guía la presciencia o el tacto que revela al echar a un lado la cuestión amorosa, las flaquezas del sexo. El penoso encogimiento de la vergüenza me lo ha suprimido así. Me ha comprendido, ha penetrado en mi abismo. Como no es fatuo, admite la hipótesis de no causarme cierto orden de impresiones. Y, como tiene la viril paciencia de los ambiciosos, aguarda. Y, como se propone algo más que el vulgarísimo episodio de unos sentidos en conmoción, me respeta, y nos entendemos en la infinidad de terrenos en que el hombre y la mujer pueden entenderse, cuando han acertado a pisotear la cabeza de la sierpe, antes que destile en el corazón su ponzoña.

Se regulan las horas, se hace programa de la estancia en el oasis. Nos vemos incesantemente. No sólo comemos y almorzamos juntos, sino que en la veranda tomamos a la vez el mismo poético desayuno, el té rubio con la aromosa y blonda miel, que aquí, como en Zurich, se sirve en frasquitos de una limpieza seductora. Venden esta miel las aldeanas en Zurich, llevando en uno de los capachos del borriquillo las flores montesinas de donde la liban las abejas. La idea de una loma florida, de un cuadro idílico, va unida a este té tan gustoso. Un día, riendo, Agustín me hace observar que, al cabo, nos unimos para el cultivo de la sensación; sólo que es una sensación gastronómica.

-Esas no abochornan -respondo. Y él aprueba. ¡Ha aprobado!

Largas horas pasamos contemplando el panorama, las ingentes montañas sobrepuestas, queriendo cada una acercarse más al firmamento; y, coronándolo todo, el Mont Blanc, el coloso, que sugiere pensamientos atrevidos, deseos de escalarlo... Nos confesamos, sin embargo, que no tenemos vocación de alpinistas, ni hemos pensado parodiar a Tartarín.

-El frío... El cansancio... Las grietas, los aludes, el hielo en que se resbala. A otro perro con ese hueso -declara él-. No crea usted, Lina, que tengo un pelo de cobarde; pero, como sé que en mi carrera no faltan peligros, y que si se les teme no se llega adonde se debe llegar, yo evito los otros, los peligros del lujo.

-El peligro tiene su sabor...

-¡Ah, lírica, lírica! ¿Es que ha soñado usted que yo le traiga un edelweiss cogido por mí al borde de un precipicio espantoso? Vamos, no está usted enteramente curada aún. Deje usted eso para los ingleses, gente sin imaginación ninguna. Nosotros, cuando subimos, es más arriba de las montañas; es a cimas de otro género. Esto no nos sirve sino de telón de fondo. Y los ingleses suben, y suben, ¿y qué encuentran? Lo mismo que dejaron abajo. Es decir, peor. Nieve y riscos inaccesibles. Ahí tiene usted. El que trepa, debe trepar para llegar a algo. Si no, es un tonto.

Nos reímos. Los ingleses son nuestros bufones. A toda hora nos ofrecen alguna particularidad ultra-cómica. Sus mujeres son sencillamente caricaturas enérgicas, a menos que sean ángeles vaporosos. Convenimos en la fuerza física de la raza. En cuanto a su mentalidad, no estamos muy persuadidos de que llegue a la mediana mentalidad ibérica.

-Me atrae su aseo -declaro-. No debe de oler una multitud inglesa como una multitud de otros países. El vaho humano, en esa nación...

-Eso creía yo mientras no pasé una temporadita en Londres, y, sobre todo, mientras no visité Escocia. El olor de la gente en Escocia es punzador. Conviene que salgamos de casa para aprender lo que debemos imitar y lo que debemos recordar, a fin de no ser demasiado pesimistas. Lina, a mí se me ha puesto en la cabeza que he de dejar huella profunda en la historia de España. Que la hemos de dejar; porque desde que la conozco a usted, con usted cuento. En nuestro país se están preparando sucesos muy graves. ¿Cuáles? Por ahora... Pero que se preparan, sólo un ciego lo dudaría. ¡El que acierte a tomar la dirección de esos sucesos cuando se produzcan, llegará al límite del poder; no es fácil calcular a dónde llegará! Yo aguardo mi hora, no esperando que me despierte la fortuna, sino en vela, con los riñones ceñidos, como los caudillos israelitas. La soledad completa me restaría fuerza, y una compañera sin altura, ininteligente, me serviría de rémora. ¿Si usted...?

-La cosa es para pensada, Agustín... Para muy meditada.

-No, no es para meditada, porque yo no pido amor. Lo que solicito es una amiga, a la cual interese mi empresa. Ya sabe usted que a su tío, don Juan Clímaco, le dejo muy abozalado. No ladrará, ni aun gruñirá. Él sabe que conmigo no puede permitirse ciertas bromas. ¡Ah! No crea usted; la red estaba bien tejida. Entre las mallas se hubiese usted quedado. El hombre armó su trampa con habilidad de gitano en feria. Compró testimonios que comprometían gravemente a don Genaro Farnesio; hubiese ido... ¡quién sabe!, a presidio. Se me figura que a él y a usted les he salvado. ¿Merezco alguna gratitud?

-Mucha y muy grande -contesto, tendiéndole la mano, que estrecha y sacude, sin zalamerías ni insinuaciones-. Sólo que... es delicado decirlo, Agustín...

-No lo diga... Si ya lo sé. Y lo acepto. Estoy seguro de que usted cambiará.

-¿Y si no cambio?

-Ni un ápice menos de respeto ni de amistosa cordialidad. Creo que el trato es leal. Lo único que pido, es que la prohibición a que suscribo para mí, no se derogue en beneficio de otro. Si para alguien ha de ser usted más que amiga...

-¡Ah! ¡Eso no! Eso no lo tema usted.

-Pues no temiendo eso... Crea usted, Lina, que haremos una pareja venturosa. Demos al tiempo lo suyo. Todo pasa; somos variables en el sentir. Yo fío siempre en la inteligencia de usted, que es para mí el gran atractivo que usted reúne. Antes de conocerla, su fortuna me pareció una base necesaria para mis aspiraciones -no se quejará usted de que no soy franco- pero ahora, se me figura que hasta sin fortuna desearía su compañía y su auxilio moral. Para un hombre político, es un peligro la soltería. Existe en su porvenir un punto obscuro; lo más probable es que halle una mujer que o le disminuya o le ponga en berlina.

-Es cierto, y, ya que usted ha sido tan sincero, le digo que tampoco conviene a un político una mujer pobre. Yo encuentro que la cuestión de la honradez de un hombre político es algo pueril; el menor error, en materia de gobierno, importa doble y perjudica doble al país que una defraudación. Sólo que es arsenal para los enemigos, y piedra de escándalo para los incautos. Por eso un político debe estar más alto, poseer millones legítimamente suyos. Eso le exime de la sospecha.

-¡Palabras de oro! -bromea él-, y no sé de dónde ha sacado usted tal experiencia... Hubo en la historia de España un hombre que fue, en un momento dado, árbitro, como rey. Pero tenía mujer; y ella, por la tarde, vendía los cargos y honores que al día siguiente él concedería. Y el lodo le llegaba a la barba; y su poder duró poco y cayó entre escarnio. Nuestra fuerza, nos la dan las mujeres. Si no me auxilia usted por amor, hágalo por compañerismo. Subamos de la mano...

Creo que este diálogo lo pasamos una noche, en que el lago reflejaba una luna enorme, encendida todavía por los besos del poniente. Estábamos en la veranda, muy cerca el uno del otro, y los camareros, cuando pasaban llamados por algún viajero que pedía whisky and soda, cerveza o aperitivos, apresuraban el andar, por no ser molestos a los enamorados españoles. Y, sin embargo, en el momento sugestivo, no se aproximaban temblantes muestras manos, ni se inclinaban nuestros cuerpos el uno hacia el otro.




- V -

Y avanza el singular noviazgo, frío y claro como las nieves que revisten esos picachos y esas agujas dentelladas, que muerden eternamente en el azul del cielo puro. Aun diré que era más frío el noviazgo que las nieves, ya que estas, alguna vez, se encendían al reflejo del sol. Me lo hizo observar un día Agustín. Él no lamentaría que la situación cambiase; pero lo procuraba con labor fina, sabiendo que yo estaba a prueba de sorpresas. Aplicaba a la conquista de mi espíritu la ciencia psicológica y matemática a un tiempo con que estudiaba al resto de la gente, piezas de su juego de ajedrez. Dueño de largas horas y propicias ocasiones, teniendo por cómplices los azares de un viaje, supuso -después lo he comprendido- que siempre llega el cuarto de hora. Debo reconocer que esta idea, algo brutal en el fondo, la aplicó el proco con artística finura.

Su actitud fue la del hombre que busca un afecto, y, para conseguirlo profundo, lo quiere completo, sin restricciones. Estaba seguro de mi amistad, contaba conmigo como asociada... pero ¿y si, abandonando él en mí lo que no debe abandonarse, otro hombre...?

-Ni en hipótesis -confirmo tercamente.

Para demostrarme con un alto ejemplo histórico su pensamiento, me recordó el lazo entre el conquistador Hernán Cortés y la india doña Marina.

-¿No es verdad que al pensar en esta pareja, no vemos en ella a los amartelados amantes, sino a dos seres superiores a los que les rodeaban, y que se juntaban para un alto fin político? Cortés necesitaba a doña Marina, su conocimiento del ambiente, su lealtad para prevenir emboscadas y traiciones. La india se había penetrado de los propósitos del conquistador. Sin embargo, el modo de que las dos voluntades se fundiesen, fue la unión natural humana. En ello, Lina, no hay ni sombra de nada repugnante. Es un hecho como el respirar. Por distintos caminos que usted, yo he llegado a despreciar también la materia, la estúpida ceguedad del instinto. Pero en la vida de dos personas como usted y yo, esta comunión sería más espiritual que otra cosa... ¿Me niega usted el derecho de defender mis ideas...? -se interrumpió con grata sonrisa sagaz, de italiano discípulo de Maquiavelo.

-No -asentí-. Es probable que no llegue usted a persuadirme; pero si cierro los oídos, se pudiera inferir miedo. Espláyese usted y persuádame, si es capaz.

Se tejió este diálogo en el castillo de Chillón, que siguiendo al rebaño, tuvimos la ocurrencia de visitar en nuestra excursión a Vevey, comprendida en la vuelta que dimos al lago. El sitio es, sin duda, pintoresco, entre salvaje y sosegado; la torre y los calabozos sólo recuerdan episodios políticos; Almonte me hace notar cómo ha cambiado este aspecto de la vida: por cuestiones políticas ya a nadie se suele echar grillos; y los judíos, a quienes estos pacíficos suizos y saboyanos sacaron de la fortaleza para quemarlos vivos, como hubiesen hecho unos terribles inquisidores españoles, hoy son partidarios de la libertad de conciencia...

-Los recuerdos de Chillón no le serán a usted molestos. Por aquí no revolotea el cupidillo...

-Sí que revolotea. Por aquí sitúa Rousseau escenas de su Nueva Heloísa, que es un libro pestífero, y, después de pensar quien lo ha escrito, muy empalagosamente asqueador.

Combatiente diestro, aprovechándose de la ventaja que se le concedía, Almonte supo disertar. En nuestro periplo alrededor del misterioso lago, desplegó los recursos de su arte. A su voz no le había yo prohibido el contacto material. Su voz hermosa, llena, de gran orador, tenía por auxiliares los ojos, algo salientes; pero de un negror y blancor expresivos. Poco a poco la voz va entrando en mi alma. Experimento un goce sutil en oírla, diga lo que diga; solamente al llamar al camarero. Me place que desenvuelva sus planes, haciendo lo contrario de Mefistófeles con Fausto; presentándome, como remate del vivir, en vez de la perspectiva amorosa, la del triunfo de una ambición intensa. Escucho interesada las inauditas y dramáticas historias que me refiere de gente conocidísima, y él, para justificarse, alega:

-La política es cada día más una cuestión de personas. No hay nadie que no tenga en su vida un interés, un resorte secreto. El que los conoce es dueño de mucha gente, si creen que puede realizar esos anhelos que no se exhiben, generalmente, ante el público, y aunque se exhiban...

La sociedad altanera, frívola y disoluta que he visto de refilón en Biarritz la diseca Agustín con instrumento de oro, entre gestos seguros, de hombre de ciencia... de esa ciencia.

-¿Fulano? Hacia la senaduría. ¿Mengano? La rehabilitación de un título con grandeza. ¿Perengano? Cosa más sólida; un célebre asunto en lo contencioso... Millones. ¿Perencejo? Toda la vida ha querido ministrar... y no siendo más inepto que otros, no lo ha logrado. ¿Ciclanito? Eso es serio; pica alto, alto...

Y, comentario:

-A lo alto llegaremos nosotros. ¡Sabe Dios a qué altura! Por mucha que sea, ni usted ni yo somos de los que sufren vértigo... Aquí no nos armamos de alpenstock, porque no nos divierte. Desde abajo vemos los juegos de la luz... En fin, yo quiero que usted sea la segunda mujer de España... a no ser que para entonces los sucesos hayan tomado tal giro, que pueda ser la primera. ¡Así, la primera! No tomarán ese giro; yo, por lo menos, no lo creo; pero ello es que hay muchos modos de ocupar primeros lugares... Si yo soy el dueño, la dueña usted... Siendo yo Cayo, tú serás Caya... como decían los romanos en las ceremonias nupciales. ¡Ah! Perdón, Lina... la he tuteado...

-Era un tuteo histórico.

-No importa; me va a fastidiar ahora mucho volver a... Lina, yo te creo una mujer superior. ¿No se tutean los amigos?...

-En realidad...

Y el tuteo no fue embarazoso, sobre esta base de la amistad franca. Al contrario; estableció entre nosotros algo tan grato, que yo no recordaba nunca un período en que tan gustoso me hubiese sido vivir. Los planes, los proyectos, las esperanzas, todos saben cuánto superan en deliciosa sugestión a la realidad, aun cuando salga conforme a esos mismos planes o los mejore. Un anhelo de interés me hacía desear locamente lo más loco de cuanto se desea: el acercarse a la muerte: que los años hubiesen volado, y que Agustín y yo fuésemos ya los amos, los árbitros, aquellos ante quienes todo se inclinaría... Él, sonriente, moderaba mi impaciencia.

-Calma... calma... Y atesorar mucha fuerza y felicidad para que no nos coja débiles el momento de la apoteosis... que es seguro.

-El caso es, Agustín, que yo tengo ideal, y que, si llega ese instante, quisiera que, mañana, la historia...

-El ideal, en la política, se construye con realidades pequeñas. Nace de los hechos, sin cultivo, como esos edelweiss peludos sobre la nieve... Entretanto, Lina, seamos egoístas, pensemos en nosotros...

Y noté, efectivamente, que mi amigo empezaba a prestar al «nosotros» un sentido nuevo, diferente del que yo le había atribuido hasta entonces. Como en las altas cumbres que el sol teñía de amatista pálida y de los anaranjados del oro encendido por el fuego -al avanzar el verano, el hielo se derretía-. Desde el tuteo, Agustín iba, poco a poco, mostrándose enamorado, traspasado, rendido. Era una inconsecuencia, era una transgresión, era faltar a lo tratado; y, sin embargo, yo fluctuaba. Una indulgencia que me parecía criminal ante mí misma, me invadía como un sopor. Lo que más contribuía a hacerme indulgente -reconozco que es extraño el motivo- era que yo no compartía la turbación que iba advirtiendo en Almonte. El enervamiento de la Alhambra y de Loja, no se reproducía ante el Mont Blanc. Y como no era en los demás, sino en mí, donde encontraba especialmente repulsiva la suposición de ciertos transportes, no me alarmaba ni me sublevaba como me hubiese sublevado al comprobar que yo los sentía.

-Que arda, bueno... La culpa no es mía... No soy cómplice...

Recuerdo que nuestra situación se precisó cuando, dirigiéndonos a Chambery, nos detuvimos en Annecy, viejo y curioso pueblecillo, donde fueron enterrados los restos de dos amigos de distinto sexo y muy puros, el amable y ameno San Francisco de Sales y la nobilísima madre Chantal. ¿Por qué -pensaba yo acordándome del obispo de Ginebra y de su colaboradora- no se ha de reproducir esta unión espiritual? ¿Sin duda no es locura mía aspirar a ella, cuando ya se ha visto en la tierra algo tan semejante a lo que yo sueño? Esta baronesa mística, que se grabó en el seno, con hierro ardiente, el nombre de Jesús, ¿no enlazó castamente toda su voluntad, toda su existencia, a la de un hombre, el elegante y delicado autor de Filotea? ¿No tuvieron un fin, todo lo espiritual que se quiera, pero humano? No abandonó la Chantal, por este enlace, familia, hijos, sociedad, y no se consagró a fundar la orden de la Visitación? He aquí los frutos de las amistades limpias, serenas...

Íbamos por las orillas frescas del diminuto lago de Annecy -al lado del Leman, un juguete- y nos habíamos desviado algo del paseo público, perdiéndonos en un sendero orillado de abetos, muy sombrío a aquella hora de la tarde. Agustín me daba el brazo. De pronto, sentí una especie de quejido ahogado, sordo, y le vi que se inclinaba, intentando un abrazo de demencia... Balbuceaba, temblaba, palpitaba, jadeaba, y en un hombre tan dueño de sí, tan avezado a conservar sangre fría en las horas difíciles, la explosión era como volcánica.

-No puedo más... No puedo... Haz de mí lo que quieras... Recházame, despídeme... Has vencido o ha vencido el diablo; estoy perdido... Te has apoderado de mí... Cuanto he prometido, los convenios hechos, eran absurdos, necedades... Imposible que yo cumpliese tales condiciones... y si hay un hombre en el mundo que lo haga, entonces me reconozco miserable, me reconozco infame, ¡lo que quieras! Lina, es igual: aquí no discutimos, no hay argumentos. Lo que hay es la verdad, lo hondo de las cosas. Prefiero romper el contrato. Sí, lo rompo. Se acabó. Y me voy, me alejo esta misma noche, para siempre. Lo que combinábamos juntos, era un contrasentido. Tú no lo comprendes; yo no sé qué ofuscación padeces, para haber dislocado las nociones de la realidad y pedir la luna... Eres de otra madera que el resto de los humanos. Bueno. Yo no. Despidámonos aquí mismo, Lina; despidámonos... o abracémonos, así, en delirio...

Los brazos eran tenazas. Entre ellos, yo permanecía cuajada, como el magnífico hielo de los glaciares.

-Basta..., Agustín..., oye...

Hizo el gesto de locura de emprender carrera.

-No te reconozco... ¡Es increíble! ¿No decías...? ¿No opinabas...?

-Opinase o dijese lo que quisiera. Es que yo no contaba con una complicación inesperada, con un suceso ridículo y fatal. Me he enamorado. Es una razón estúpida, convengo. No encuentro otra. Me he enamorado. No creas que así de broma. Me he enamorado tanto, que comprendo que, en bastante tiempo, no podré resignarme a la vida. ¡Tú serás capaz de extrañarlo! No lo extrañes, Lina -suspiró con pena romántica-. ¡Tú no te has dado cuenta de tu valer! Inteligencia, cultura, alma, belleza... Todo, todo, reunido por mi mala suerte en una mujer singular, que ha resuelto...

-Pero si yo...

-Tú, tú... Tú me permites... que me abrase... Ahí está lo que me permites... Tu compañía, tu amistad, la perspectiva de un enlace... Verte incesantemente, andar juntos y solos por estos sitios que convidan a querer... Yo no soy un fenómeno, yo soy un hombre... ¡Cómo ha de ser! Al separarme de ti, destruyo un gran porvenir, el porvenir de los dos; era algo espléndido... Pero estoy en esa hora en que se arroja por la ventana no digo el interés, ¡la existencia! Comprendo que procedo en desesperación. No es culpa mía.

Me detuve, y le hice señas de que se calmase y escuchase. El lago rebrillaba bajo un sol tibio. Me senté en el parapeto. Hice señas a Agustín de que se sentase también.

¿Era una pasión, lo que se dice una pasión? ¿La pasión se manifestaba así? ¿Se limitaba la pasión a estas llamaradas? ¿O sería él capaz, por mí, de sacrificios, de abnegaciones?

-De todo... ¡Hasta qué punto! No lo dudarías si comprendieses cuán diferente eres de las demás... Te rodea un ambiente especial, tuyo, que ninguna otra mujer tiene... ¡Ah! ¿Sacrificios, dices? Lo repito en serio: ¡La vida! ¡La herida está muy adentro!

-Siendo así... ¿Pero mira bien si es así...? ¡Cuidado, Agustín, cuidado!

-¡Así es! Ojalá no fuese.




- VI -

Y dispusimos la boda. Se escribió para los papeles indispensables. Permaneceríamos en Ginebra hasta mediados de septiembre, mientras se arreglaba todo. Nos casaríamos en París.

Al evocar aquel período, recuerdo que me sorprendió algún tanto la placidez que demostró Agustín, después de sus arrebatos de Annecy, revestidos de un carácter de violencia sombría y halagadora. Placidez apasionada, galante tierna, pero placidez. ¿Esperaba yo que me aplicase antorchas encendidas? ¿Quería un martirio ferozmente amoroso? Hubo monerías, hubo mil gentilezas. Brasas bien contenidas dentro de una estufa correcta, con guardafuego de bronce.

-Acuérdate, Agustín, de que eres mi novio...

Cambiaba con estas palabras el giro de la conversación. Salían a relucir por centésima vez mis cualidades, lo que me diferenciaba del resto de las mujeres del mundo, lo que explicaba aquel sentimiento único, elevado a la máxima potencia, inspirado por mí... Almonte sabía expresar a la perfección los matices de su sentir. Hubo momentos en que se me impuso la convicción. Sin duda, en realidad, yo le había caído muy hondo. No usaba, para probármelo, de excesivas hipérboles, ni de imágenes coloristas, a lo árabe; su modo de cortejar tenía algo de sencillo, natural y fuerte.

-Lo eres todo para mí. Haz la prueba de dejarme. Allí se habrán concluido la carrera y las ilusiones de Agustín Almonte. Únete conmigo, y verás... Nadie abrirá huella como la que yo abra. Cada hombre encuentra en su camino cientos de mujeres, y sólo una decide de su existir. Hay una mujer para cada hombre. Esa eres tú, para mí. ¿Te extraña que no te deshaga en mis brazos, sin esperar...? Es que te respeto, ¡con un respeto supersticioso! Y es que, a fuerza de quererte, sé quererte de todas maneras... La manera de amistad, la que primero contratamos, persiste. Sólo que va más allá de la amistad, y es un cariño... un cariño como el que se tiene a las madres y a las hermanas, por quienes no habría peligro que no arrostrásemos... ¡Qué dicha, arrostrar peligros por ti! ¡Salvarte, a costa de mi existencia!

He recordado después, en medio de otras orientaciones, esta frase del proco. Las ondas del aire, agitadas por la voz, deciden del destino. Parece que la palabra se disuelve, y, sin embargo, queda clavada, hincada no se sabe dónde, traspasando y haciendo sangrar la conciencia.

En la mía, algo daba la voz de alarma. Por mucho que había querido yo mantenerme más alta que las turbieces del amorío, era como si alguien, envuelto en barro, pretendiese no mancharse con él. Ejemplo de esta imposibilidad me la había dado un espectáculo natural, el de la junción del Arve, que baja de los desfiladeros, con el Ródano. Es el Arve furioso torrente que desciende de los glaciares del Mont Blanc, engrosado por el derretimiento de las nieves, y cruza el valle de Chamounix. Arrastra légamo disuelto; su color, de leche turbia y sucia, y la espuma amarillenta que levanta, contrastan con el Ródano cerúleo, zafireño, en cuyo seno va a derramar la impureza. Introducido ya el torpe río, violando con ímpetu la celeste corriente, no quiere esta sufrir el brutal acceso, y no mezcla sus aguas, de turquesa líquida, con las ondas de lodo. La línea de separación entre el agua virginal y el agua contaminada, es visible largo tiempo. Al cabo, triunfa el profanador, mézclanse las dos linfas, y la azul, ya manchada y mancillada, no recobrará su divina transparencia, ni aun próxima a perderse y disolverse en el mar inmenso...

-Tal va a ser mi suerte... -pensaba, releyendo estrofas de Lamartine, ni más ni menos que si estuviésemos en la época de los bucles encuadrando el óvalo de la cara y las mangas de jamón. ¡Bah! En secreto, aún se puede leer a Lamartine... Mi desquite es leerlo a solas... Agustín acaso me embromaría, si le cuento este ejercicio rococó.

Arrebujada en mis encajes antiguos avivados con lazos de colores nuevos, de blanda y fofa cinta liberty; mientras Maggie, silenciosa, dispone mi baño y coloca en orden la ropa que he de ponerme para bajar a almorzar, mis atavíos de turista, mis faldas cortas de sarga o franela tennis, mis blusas «camisero» de picante airecillo masculino, mi calzado a lo yankee, yo aprendo de memoria, puerilmente:


   Ainsi, toujors poussées vers de nouveaux rivages,
dans la nuit éternelle emportés sans retour,
ne pourrons nous jamais, sur l’ócean des áges
jeter l’ancre un seul jour...?
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   ¿Un jour, t’en souvient il? nous voguions en silence...



Parecía el poeta traducir la sorda inquietud de mi espíritu, que tantas veces se preguntaba por qué todo es transitorio. Y si la idea de lo inmundo no puede asociarse a la del amor, tampoco podrá la de lo transitorio y efímero. ¡Un amor que se va de entre los dedos! La pena de lo deleznable, aquí la situó Lamartine, en este lago Leman por él tan de relieve pintado, al suplicarle que conserve, por lo menos, el recuerdo de lo que pasó, de lo que creyó llenar el mundo.


Q’uil soit dans ton repos, q’uil soit dans tes orages,
beau lac, et dans l’aspect de tes riants coteaux,
et dans ces noirs sapins, et dans ces rocs sauvages,
qui pendent sur tes eaux!...



¿Fue la lectura... la lectura, la melodía, el suspiro contenido, nostálgico, de este sentir anticuado ya, lo que me hizo culpable de un pecado tan grave, tan irreparable...? ¿Podrá serme perdonado nunca?

Yo no sé cómo nació en mí la inconcebible idea. Mejor dicho: no considero que se pueda calificar de idea; a lo sumo, de impulsión. Y ni aun de impulsión, si se entiende por tal una volición consciente. Fue algo nubloso, indefinido; no me es posible recoger la memoria para retroceder hasta el origen de la serie de hechos que produjo la catástrofe. Ningún juez del mundo encontraría base para imputarme responsabilidad. Todos, me absolverían. Sólo yo, aunque no acierte a precisar circunstancias, conozco que hubo en mí ese hervor que prepara sucesos y que, en vaga visión, hasta los cuaja y esculpe de antemano. Hay, un extraño fenómeno psicológico, que consiste en que, al oír una conversación o presenciar el desarrollo de una escena, juraríamos que ya antes habíamos escuchado las mismas palabras, asistido a los mismos acontecimientos. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿En qué mundo? Eso no lo sabríamos explicar; es uno de los enigmas de nuestra organización. Tal hubo de sucederme con lo que pasó en el lago. No sólo no me sorprendió, sino que me parecía poder repetir, antes de que hubiese sucedido, frases, conceptos y detalles relacionados con un hecho tan extraordinario y, si se mira como debe mirarse, tan imprevisto... Porque ¿quién afirmaría que lo preví? ¿Qué pude preverlo ni un solo instante? Y si no lo preví, si no cooperé a que sucediese por una serie de flexiones y de movimientos de la voluntad, ¿cómo pudo volver a mi conciencia en forma de estado anterior de mi conocimiento? Repito que mis nociones se confunden y mi parte de responsabilidad constituye para mí terrible problema...

Lo que sé decir es que, según avanzaba nuestro noviazgo y se acercaba la fecha de que se convirtiese en tangible realidad; según mi futuro -ya no debo llamarle proco-, extremaba sus demostraciones y apuraba sus finezas; a medida que debiera yo ir penetrándome del convencimiento de que en él existía amor, y amor impregnado de ese anhelo de sacrificio que ostenta los caracteres del heroísmo moral, una zozobra, una impulsión indefinible nacía en mí, que revestía la forma de un ansia de vida activa y agitadamente peligrosa, en medio de una naturaleza que cuenta al peligro entre sus elementos de atracción. En vez de gustarme permanecer horas largas y perezosas en la veranda o en el salón de lectura, ataviada, adornada, perfumada, escuchando a Agustín, en plática alegre y reflexiva, experimentaba continuo afán de conocer los aspectos de la montaña, de recorrerla, de afrontar sus caprichos aterradores.

-¿No habíamos quedado en que no éramos alpinistas? ¿Que no le haríamos competencia a Tartarín? -preguntaba Almonte sin enojo-. ¿Quieres que justifique mi apellido? Hágase como tú desees... pero permíteme lamentarlo, porque así pierdo algún tiempo de cháchara deliciosa.

Y, provistos de guías, realizamos expediciones alpestres. Me lisonjeaba la esperanza de tropezar con cualquiera de las variadas formas del alud, fuese el alud polvoriento, esa lluvia de nieve fina como harina, que entierra tan rápidamente a los que alcanza, fuese el que precipita de golpe un enorme témpano, fuese el lento desgaje casi insensible y traidor, el alud resbalón que, con pérfida suavidad, se lleva los abetos y las casas; fuese el más terrible de todos, el sordo, el que está latente en el silencio y estalla fulminante, con espantosa impetuosidad, al menor ruido, al tintinear de la esquila de una cabra. Como no estábamos en primavera, no me tocó sino el alud teatral e inofensivo, el sommer-lauissen, semejante a un río de plata rodeado de espuma de nieve. Cuando le anunció un redoble hondo, parecido al del trueno, miré a Agustín, por si palidecía. Lo que hizo fue fruncir las cejas imperceptiblemente.

Sufrimos, eso sí, una borrasca de nieve, y regresamos al hotel perdidos, excitando la respetuosa admiración de Maggie, para quien sólo merece ser persona el que corre estos azares.

La borrasca de nieve no fue un peligro; fue una aventura tragicómica; estábamos ridículos, mojados, tiritando, con la nariz roja, la ropa ensopada, el pelo apegotado y lacio. En desquite, los Alpes nos ofrecieron su magia, sus cimas iluminadas por el poniente, inflamadas y regias. Al ocultarse el sol, el firmamento, a la parte del Oeste, en las tardes despejadas, luce como cristal blanco, y en las nubosas, sobre el mismo fondo hialino, se tiñe de cromo, de naranja, de rubí auroral, transparente. Volviéndose hacia el Este, densa tiniebla cubre la llanura, mientras las cúspides de las montañas resplandecen como faros, y la zona distante de las cumbres intermedias adquiere una veladora de púrpura sombría. Y la sombra asciende, asciende, no lenta, sino con trágicos, rápidos pasos, y la lucería de la montaña muere, cediendo el paso al tinte cadavérico de su extinción. Ya el sudario obscuro envuelve la montaña, y el cielo, en vez de la blancura reluciente de antes, ostenta un carmín sangriento; la cabellera negra de la sombra hace resaltar los bermejos labios. Un azul de metal empavonado asoma después en el horizonte, y por un momento la montaña resucita, resurge, vuelve a ceñirse el casco de oro. ¡Misterioso fenómeno, sublime! Una noche en que lo presenciábamos, mi pecho se hinchó, mi garganta se oprimió, mis ojos se humedecieron, y tartamudeé, estrechando la mano de Agustín, acercándome a su oído, con ojos delicuescentes:

-¡Dios!

-¿Quieres saber lo que te pasa, Lina mía? -amonestó luego él, en la veranda-. Que te estás embriagando de poesía, y se te va subiendo a la cabeza. ¡Oh, lírica, lírica incorregible! Y el caso es que me parecía haberte curado o poco menos... Niña, en interés tuyo, dejemos los Alpes; vámonos al muy prosaico y complaciente París. Así como así, tienes que dar allí muchos barzoneos por casas de modistos intelectuales...

-¡No sigas, Agustín! -imploré-. No sigas...

-¿Qué te pasa?

-Que todo eso que me estás diciendo ya me lo habías dicho... no sé cuándo... no sé dónde. -Y con voz ahogada, palpitando, reconocí:

¡Tengo miedo!

-¡Miedo tú! -sonrió Agustín.

-Miedo a lo desconocido... ¿No comprendes que entramos en la región de lo desconocido, de lo extraño?

-Lo que comprendo es que no te conviene Suiza. Este país pacífico te alborota, Lina; es preciso que yo dé un objeto concreto a tu grande alma, para que no sea un alma enfermiza, torturada y con histérico. Piensa en ti misma, Lina. Piensa en nuestro amor...

¿Por qué habló de amor y jugó con la palabra sacra? Sería que su destino lo quiso así. Recuerdo haberle respondido:

-Nos iremos pronto... Antes quiero despedirme del Leman, al cual conozco que profesaré siempre una fanática devoción. ¿No te gusta a ti el lago?

-Me gusta lo que te guste -fue su aquiescencia, demasiado pronta, demasiado análoga a la que se manifiesta a los antojos de las criaturas.

Entonces, obedeciendo a un estímulo ignorado, reservadamente, llamé al barquero que solía servirnos, un mocetón rubio, atlético, y le interrogué con habilidad refinada y discreta, para averiguar cuándo existen contingencias de tormenta en el océano en miniatura.

-Ahora es el momento -respondiome el mozo helvético, con cara cerrada e insensible, de hombre acostumbrado a seguir las manías arriesgadas de los ingleses-. Estos días hay lardeyre, y cuando lo hay...

-¿Lardeyre? -repetí.

-El flujo y reflujo del lago, que es señal de tempestad.

-Quinientos francos si me avisas cuando esté más próxima y nos previenes la barca.

Cuarenta y ocho horas después vino el aviso. Me acuerdo de que por la mañana Agustín me propuso pasar la jornada en Coppet, para ver la residencia y el retrato de madama de Staël. Vivamente, sin razonar, me había negado. Bien engaritados en nuestros gruesos abrigos de paño, caladas las gorrillas de visera, de cuarterones, que habíamos comprado iguales, tomamos asiento en la barca. Soplaba cierzo de nieve. El agua, siniestramente azulosa, palpitaba irregularmente, como un corazón consternado. Sentía la proximidad de la convulsión que iba a sufrir, y se crispaba, turbada hasta el fondo.

Bogábamos en silencio, como los amantes inmortalizados por Lamartine, aunque el líquido ensueño del agua que duerme no nos envolvía. Agustín parecía preocupado. Aprovechándome de que el barquero no sabía español, entablé la conversación, advirtiéndole que, en efecto, no faltaría algún motivo de aprensión a quien no tuviese el alma muy bien puesta. El latigazo hizo su efecto. Las mejillas pálidas de frío se colorearon y las cejas se juntaron, irritadas.

-Yo no soy de los que eligen un porvenir sin lucha ni riesgo, Lina... En cada profesión hay su peculiar heroísmo... Buscar peligros por buscarlos, es otra cosa, y creo que debiéramos volver a tierra, porque el lago presenta mal cariz... A no ser que halles placer. Entonces... es distinto.

-Hallo placer.

Calló de nuevo. Insistí.

-¿Qué puede suceder?

-Que venga la crecida y se nos ponga el bote por montera.

-En ese caso, ¿me salvarías?

-¡Qué pregunta, mi bien! Agotaría, por lo menos, los medios para lograrlo.

-¿Es cierto que me quieres?

Suspirante, caricioso, llegó su cuerpo al mío, y efusionó:

-¡Tanto, tanto!

De seguro le miré con un infinito en la delicuescencia de mis pupilas. Era que creía. ¡Qué bueno es creer! Es como una onda de licor ardiente, eficaz, en labios, garganta, y venas... Tuve ya en la boca la orden de volver al muelle, del cual nos habíamos distanciado hasta perderlo de vista... La lengua no formó el sonido. Muda, me dejé llevar. Una voluptuosidad salvaje empezaba a invadirme; percibía con claridad que era el momento decisivo...

¿En qué lo conocí? No sé, pero algo de físico hubo en ello. Una electricidad pesada y punzadora serpeaba por mis nervios. Densos nubarrones se amontonaban. La barca gemía; miré al barquero; en su rostro demudado, las mordeduras del cierzo eran marcas violáceas. Me hizo una especie de guiño, que interpreté así: «¡Valor!». Yen el mismo punto, sucedió lo espantable: una hinchazón repentina, furiosa, alzó en vilo el lago entero; era la impetuosa crecida, súbita, inexplicable, como el hervor de la leche que se desborda. El barco pegó un brinco a su vez y medio se volcó. Caí.

Desde entonces, mis impresiones son difíciles de detallar. Conservé, sin embargo, bastante lucidez, y como en pesadilla vi escenas y hasta escuché voces, a pesar de que el agua se introducía en mis oídos, en mi boca. Mecánicamente, yo braceaba, pugnaba por volver a la superficie. A mi lado pasó un bulto, luchando, casi a flor de agua.

-¡Agustín! -escupí con bufaradas de líquido-. ¡Sálvame, Agustín!

Una cara que expresaba horrible terror flotó un momento, tan cercana, que volví a dirigirme a ella, y sin darme cuenta, me así al cuello del otro desventurado que se ahogaba. Dos brazos rígidos, crispados, me rechazaron; un puño hirió mi faz, un esguince me desprendió; la expresión del instinto supremo, el ansia de conservar la vida, la vida a todo trance, la vida mortal, pisoteando el ideal heroico del amor... Antes de advertir en mi cabeza la sensación de un mar de púrpura, de un agua roja y hormiguearte, como puntilleada de obscuro, tuve tiempo de soñar que gritaba (claro es que no podría):

-¡Cobarde! ¡Embustero!

Y lo demás, por el barquero lo supe. El forzudo suizo, despedido también en aquel brinco furioso de dos metros de agua, pero maestro en natación, trató de pescar a alguno de los dos turistas locos, que con los abrigos, densos como chapas de plomo, se hundían en el lago. Pudo cogerme de un pie, dislocándomelo por el tobillo. La barca, felizmente, no estaba quilla arriba. Me depositó en ella y trató de maniobrar para descubrir a mi compañero. Pero Agustín derivaba ya hacia los lagos negros, límbicos, en que nadan las sombras dolientes de los que mueren sin realizarse...

Y cuando después de mi larga, nueva fiebre nerviosa, mucho más grave que la de Madrid, volví a coordinar especies, encontré a mi cabecera a Farnesio, envejecido, tétrico. De la catástrofe había hablado la prensa mundial en emocionantes telegramas de agencias; éramos «los dos amantes españoles» víctimas de una romántica imprudencia en el lago. En España, mi ignorado nombre se popularizó; mi figura interesaba, mi enfermedad no menos, y el revuelo en el mundo político por la desaparición de Almonte fue desusado. ¡Aquel muchacho de tanto porvenir, de tantas promesas! El desolado padre, llamado a Ginebra por el atroz suceso, se llevó un frío despojo al panteón de familia, en la Rioja... Toda la ambición se encerró en un nicho de ladrillo y cal, en esperanza de un mausoleo costeado por amigos, gente del distrito, núcleo de partidarios fieles...

Y don Genaro, gozoso al verme abrir los ojos, repite:

-No morirás... No morirás... ¡Estabas aquí tan sola! ¿No sabes, criatura? Tu Maggie y tu Dick, cuando te trajeron expirante, aprovecharon la ocasión y desaparecieron con tu dinero y tus joyas... Creo que se entendían, a pesar de la diferencia de años... Ella se emborrachaba... ¡Qué pécora! En América estarán...

-Dejarles -respondo; y tomando la mano de Farnesio, la llevo a los labios y articulo:

-Perdóname... Perdóname...






Arriba- VII -

Dulce Dueño



- I -

Al llegar a Madrid, en enero, todavía muy floja y decaída, me ven sucesivamente dos o tres doctores de fama. Hablan de nervios, de depresión, de agotamiento por sacudimiento tremendo; en suma, Perogrullo. Hacen un plan, basado principalmente en la alimentación. El uno me prescribe leche y huevos; el otro, nuez de kola y vegetales, puches y gachas a pasto; aquel me receta baños tibios, purés, jamón fresco, carnes blancas... y, sobre todo, ¡calma!, ¡descanso!, ¡sedación! Mi sistema nervioso puede hacerme una jugarreta... En suma, trasluzco que temen si mi razón... ¡La razón! ¡Qué saben ellos de mi arcano!

Por egoísmo -no por atender a la salud- he cerrado la puerta a los curiosos, a los noticieros, a los impresionistas. Así que empiezo a reponerme algo, recobrando, gracias a la proximidad de la primavera, una apariencia de fuerza, no puedo negarme a la entrevista trágica con el padre y la madre de Agustín Almonte. Cuando el padre recogió el cuerpo del hijo, en Suiza, yo deliraba y me abrasaba de calentura en el hotel.

Ellos creen que mi larga enfermedad, mi estado de abatimiento, de «neurastenia», dicen los médicos en su jerga especial, no reconocen otra causa que la impresión de la desgraciada muerte de su hijo, mi futuro. La leyenda ha rodado; es original notar cómo, bajo su varita de bruja, se ha transformado la esencia de los hechos, sin alterarse en lo más mínimo lo apariencial. Los dos enamorados «bogábamos en silencio» -recuérdese a Lamartine-, sin otra preocupación que la de soñar que el amor, según nos enseña el poeta, no es eterno, que tan deliciosas horas huyen, y deben aprovecharse con avidez. Éramos una pareja a la cual «todo sonreía», a la cual estaban preparados destinos triunfales. De súbito, el Leman hinchó su seno pérfido, pegó el horrible salto de dos metros cincuenta, y nuestra barca nos volcó. Agustín, aterrado, gritó al barquero la consigna de salvarme, y quiso intentarlo él, a su vez; el grueso abrigo, empapado, le arrastró al fondo, mientras a mí el suizo me libraba de una muerte cierta. Al recobrar el conocimiento y saber la tremenda verdad, el dolor estuvo a punto de acabar también con mi vida. Aquella tristeza honda, aquella postración, eran tributo pagado por mi alma al sufrimiento de tal pérdida. Se había tronchado la flor preciosa de mis cándidas ilusiones. Cosa muy tierna, muy interesante. Los párrafos que nos consagraban los periódicos, al publicar nuestros retratos (obtenido el mío con estratagemas de pieles rojas cazadores, pues yo me resistía horripilada a la «información gráfica»), eran de una sensibilidad vehemente, elegíaca. Recibí entonces, de desconocidos, cartas febriles, en que se traslucía un amor reprimido, pronto a crecer y estallar.

Y fue preciso fijar hora y día para recibir a los padres sin consuelo, que vinieron, acompañados de Carranza, involuntario autor de la tragedia; el que, ceñida la mitra, empuñado el báculo, había de bendecir nuestros desposorios...

Al asomar en el quicio de la puerta las dos figuras enlutadas, me levanto, me adelanto; y, sin dar tiempo a mi saludo, unos brazos débiles, de mujer enferma y atropellada por los años, se ciñen a mi garganta; y en mi rostro siento el contacto de una piel rugosa, seca, calenturienta, y escucho un balbuceo truncado: «¡Mi hij... mi hij... mío del al... mío...!» y lágrimas de brasa empiezan a difluir por mis propias mejillas, a calentarlas, a quemar mi piel como un cáustico, a llegar hasta mi boca, que la sofocación entreabre, y en la cual un sabor salado, terrible, me introduce la amargura de nuestra vida, la nada de nuestro existir... Y este abrazo, que me mata, dura un cuarto de hora, eterno, sin que cese la congoja de la madre, sin que se interrumpa su mal articulada queja, el correr de su llanto, el jadear de su flaco pecho...

El padre, más sereno -al fin han corrido meses-, convenientemente triste, ahogado por el asma, interviene y desanuda el lazo, cooperando Carranza a la obra.

-Basta, María, un poco de resignación... ¡No ves que la pobre todavía está enferma! La nuestra es una pena misma... Señorita, ¿me permite usted que la dé un beso en la frente?

Y no me lo da, sino que pide ¡socorro! porque parece que, al soltarme la señora de Almonte, sufro un síncope...

Al volver en mí, ya un poco más sosegados todos, en un instante de respiro, entre el olor del éter, se habla largamente, con interrupción de sollozos, suspiros y cabezas inclinadas. Carranza, grave, cejijunto, pero sin perder su continente diplomático, de sagacidad y sensatez, dirige la cruel conferencia. Los padres se despiden al fin. Me mirarán siempre como a una hija. Vendrán a verme algunas veces; soy, para ellos algo querido, «lo que les queda» de su pobre Agustín... ¡Si yo supiese lo que Agustín valía! ¡Si yo me penetrase de lo que «habíamos perdido»! Y no sólo nosotros. Porque Agustín era para su patria algo más que una esperanza: iba siendo una realidad, ¡tan extraordinaria, tan superior a todo! Acaso -insistía el padre- el genio maléfico que parece dedicado a encaminar los sucesos de la manera más funesta para España, fuese el que había dispuesto la extraña peripecia del lago Leman. Porque él, después de meditar bastante en la catástrofe, veía en drama tan impensado algo de fatídico, que va más allá de la natural combinación de los sucesos...

-¡No lo sabe usted bien! -respondí sinceramente, como si pensara en alta voz, entre las últimas y largas presiones de manos temblorosas y frías.

Al marcharse los dos viejos, Carranza se queda a mi lado, murmurando frases consoladoras, sin convicción. Despaciosa, me arrodillo en la alfombra, ante el canónigo.

-¿Eh? ¿Qué te pasa, hija mía?

-Me confesaría de buena gana.

-¿Confesarte? -la sorpresa cuajó sus facciones en seriedad berroqueña. Era un medallón de piedra el rostro del magistral.

-Sí, Carranza; confesarme. No puedo con el peso de lo que hay en mí. Ayúdeme a descargar un poco el espíritu.

Las cejas se juntaron más. Un mundo de pensamientos y de recelos indefinidos cabía en el pliegue.

-Mira, Lina, ya otra vez quisiste... Y entonces, como ahora, te contesto: ¿de cuándo acá, entre nosotros, confesión? Tú has dicho siempre que yo era demasiado amigo tuyo para hacer un confesor bueno. Eso de confesión... es cosa seria.

-Serio también lo que he de decirle.

-No importa... Hazme el favor, Lina, de dispensarme. Para el caso de desahogar tu corazón, es igual que me hables fuera del tribunal de la penitencia. Para los fines espirituales, muy fácilmente encontrarás otro mejor que yo...

-Y el amigo... ¿me guardará el mismo secreto?

-El mismo, exactamente el mismo. Si quieres, la conferencia se verificará en el oratorio. Me consideraré tan obligado a callar como si te confesase... Tengo mis razones...

Nos dirigimos al oratorio de doña Catalina Mascareñas. Yo me había limitado a refrescarlo y arreglarlo un poco. En el altar campeaba, en un buen lienzo italiano, la figura noble de la Alejandrina. Al lado de mi reclinatorio, en marco de oro cincelado, de su estilo, brillaba la famosa placa del XV, que llevé a Alcalá el día en que Carranza nos leyó la historia. ¡Cuánto tiempo me parecía que hubiese transcurrido desde aquella tarde lluviosa y primaveral! Evoqué la misteriosa sensación del canto de las niñas:


   ¡Levántate, Catalina,
levántate, Catalina,
que Jesucristo te llama!



Me senté en mi reclinatorio, y, en un sillón el canónigo. Hablé como si me dirigiese a mi propia conciencia. Carranza me escuchaba, demudado, torvo, con los ojos entrecerrados, velando los relampagueos repentinos de la mirada. Al llegar al punto culminante, a aquel en que se precisaba mi responsabilidad, ya no acertó a reprimirse.

-¡Hola! ¡Vamos, si me lo daba el corazón! Te lo juro; yo lo sospechaba; ¡lo sospechaba! No eso mismo precisamente; cualquier atrocidad, en ese género... ¡Ahí tienes por qué no he querido confesarte! ¡No llega a tanto mi virtud! ¡Absolverte yo del... del asesinato...!

-¡Asesinato!

-¡Asesinato! Has asesinado a quien valía mil veces más que tú. ¡No extrañes que me exprese así! Quería yo mucho a Agustín, y será eterno mi remordimiento por haberle puesto en tus manos, conociéndote como te conozco. Te conozco desde que me hiciste otras confidencias inauditas, inconcebibles. ¡Tampoco quise ser confesor tuyo entonces! Mujeres como tú, doblemente peligrosas son que las Dalilas y que las Mesalinas. Estas eran naturales, al menos. Tú eres un caso de perversión horrible, antinatural, que se disfraza de castidad y de pureza. ¡En mal hora naciste!

Callé, y sujeté mi congoja, con férrea voluntad, palideciendo. Carranza insistió.

-En tus degeneraciones modernistas, premeditaste un suicidio, acompañado de un homicidio. Buscaste la catástrofe entre desprendimientos de aludes y desgajes de montañas, y al ver que no la encontrabas así, acudiste a las traiciones del lago. Si esto te falla, habrías echado mano de la bomba de un dinamitero... ¡O del veneno! ¡Eres para envenenar a tu padre!

-Como no estamos confesándonos, Carranza -declaro, sacudido el pecho por el martilleo de la ansiedad-, me será permitido defenderme. Algo puedo alegar en mi defensa. Almonte fue menos noble que yo. Habíamos celebrado un pacto; nos uníamos amistosamente para la dominación y el poder, descartando lo amoroso. Y lo quiso todo, y representó la comedia más indigna, la del amor apasionado, ardiente, incondicional... Y me juró que por mi vida daría la suya... ¡Me juró esto!; ¡por tal perjurio murió él, y yo he caído en lo hondo...!

Mi ademán desesperado comentó la frase.

-¡Eres una desdichada! ¿Qué crimen es jurarle a una mujer... esas tonterías? Acaso tú querías a Agustín tanto, tanto, como en las novelas?

-¡Si yo no le he querido jamás, ni a él, ni a ninguno! Y como no le quería, no se lo he dicho. No mentí. ¡Mentir, qué bajeza! Agustín no era caballero, no era ni aun valiente. Por miedo a morir; me dio con el codo en el pecho, me golpeó, me rechazó. Y, la víspera, aseguraba...

Carranza, sin fijarse en el lugar, que merecía respeto, hirió con el puño el brazo del sillón, y masculló algo fuerte que asomaba a sus labios violáceos, astutos, rasurados, delineados con energía.

-¡Mira, Lina, yo no quiero insultarte; eres mujer... aunque más bien me pareces la Melusina, que comienza en mujer y acaba en cola de sierpe! Hay en ti algo de monstruoso, y yo soy hombre castizo, de juicio recto, de ideas claras, y no te entiendo, ni he de entenderte jamás. Te resististe, en otro tiempo, a entrar monja. Bueno; preferías, sin duda, casarte. Nada más lícito. Te regala la suerte una posición estupenda; ya eres dueña de elegir marido, entre lo mejor. Tu posición se ha visto luego amenazada, por las... circunstancias... que no ignoras: te busco la persona única para salvarte del peor naufragio; esa persona es un hombre joven, simpático, el hombre de mañana -¡pobre Agustín!, ¡si esto clama al cielo!-; y tú no sosiegas, víbora... -¡Dios me tenga de su mano!- hasta que le matas... ¡Y luego, hipócritamente, recibes a los padres, te dejas besar por la madre, por esa Dolorosa! Tu castigo vendrá, vendrá... En primer lugar, te quedarás pobre... porque ahora no hay quien le meta el resuello en el cuerpo a don Juan Clímaco... ¡Y, en segundo... no sé si hallarás confesor que te absuelva! ¡Es que esto subleva, Lina! ¡En mal hora, en mal hora te hice yo conocer a aquel hombre, digno de una mujer que no fuese un fenómeno de maldad... y de maldad inútil! ¡Porque ahí tienes lo que indigna, que no se sabe ni se ve el objeto de tus delitos... de tus crímenes!

Sollozando histéricamente, caigo de rodillas, y repito la palabra que está fija en mi pensamiento, la palabra de los vencidos:

-¡Perdón! ¡Perdón!

-¡Perdón! Yo no estoy aquí para eso -insiste Carranza, petrificado en ira-. Estoy para protestar de un crimen que la justicia no castigará, que el mundo desconoce, y que hasta tú eres capaz, con tu entendimiento dañino, de presentar como un poético rasgo de superioridad, como algo sublime. ¡Porque tienes la soberbia infiltrada en el corazón, en ese perverso corazón que no sabe amar, que no sabe querer, que no lo supo nunca, y que no ha de aprenderlo!

Fulminaba ya Carranza en pie, excitándose con sus propias palabras, tronante de indignación. Y amenazó:

-Lo primero que haré, será impedir que esos desdichados padres sigan llamándote hija, lo cual es un escarnio... Y no te acuerdes más de tu antiguo amigo Carranza. Me has sacado de quicio; la locura es contagiosa. ¡No sé qué te haría! Se me pasan ganas de abofetearte... Es mejor que me retire... Adiós, Lina; siempre he desconfiado de las hembras... Tú me enseñas que el abismo del mal sólo puede llenarlo la malignidad femenil. Siento haberme descompuesto tanto... Parezco un patán... ¡Agustín, pobre Agustín! ¡Quién me lo diría! ¡Y por mi culpa!




- II -

El portazo que pegó Carranza me retumbó en la cabeza, que un dardo agudo de jaqueca nerviosa atarazaba. Quizás se me hubiese quitado con tomar alimento, pero mi garganta, atascada, no permitía el paso ni aun a la saliva pegajosa ardiente que encandecía, en vez de humedecerlas, mis fauces.

Salí del oratorio. Me recogí a mis habitaciones. Un azogue no me consentía sentarme, ni echarme sobre la meridiana, ni hacer nada que aliviase mi desasosiego. Me contenía para no batir en las paredes la cabeza, para no romper y hacer añicos porcelanas, vidrios, cuadros; para no desgarrar mis propias ropas y el rostro con las uñas... Un reloj de ónix y bronce, con su tic-tac monótono, me exasperaba. De un manotón, lo arrojé al suelo. El golpe paró el mecanismo. Al ruido, acudió mi doncella, la antigua Eladia, triunfadora del extranjero con los dos episodios desastrosos de Octavia y de Maggie...

-¡Jesús mil veces! Creí que era la señorita la que se había caído... ¿Recojo el reloj? ¡Qué lástima! Se ha roto por la esquina...

No contesté. Comprendía que no me hallaba en estado de responder de una manera conveniente. Sólo ordené:

-Mi abrigo de paño, mi sombrero obscuro.

-¿Va a salir la señora? ¿Telefoneo que enganchen?

-¡Mi abrigo, mi sombrero! -repito, con tal tono, que Eladia se precipita.

Cinco minutos después, estoy en la calle. Yo misma no sé a dónde voy. La especie de impulsión instintiva que a veces me ha guiado, me empuja ahora. Voy hacia mí misma... Vago por las vías céntricas, en que obscurece ya un poco. Salgo de la calle del Arenal, subo por la de la Montera, mirando alrededor, como si quisiera orientarme. Penetro en una calleja estrecha, que abre su boca fétida, sospechosa, asomándola a la vía inundada de luz y bulliciosa de gente. A la derecha, hay un portal de pésima traza. Una mujer, de pie, envuelta en un mantón, hace centinela. Me acerco resueltamente a la venal sacerdotisa.

-¿Qué se la ofrece a usted, señora? ¿Eh, señoraa?

-¿Quiere usted hacerme un favor?

-¿Yo... a usté? Hija, eso, según... ¿Qué favor la puedo yo hacer? ¡Tie gracia!

El vaho de patchulí me encalabrinaba el alma, me nauseaba el espíritu.

-El favor... ¡no le choque, no se asuste! Es... pisotearme.

-¿Qué está usté diciendo? ¿Señora, está usté buena, o hay que amarrarla? ¡Miusté que...! ¡Pa guasas estamos!

-Un billete de cincuenta pesetas, si me pisotea usted, pronto, y fuerte.

Abrí el portamonedas, y mostré el billete, razón soberana. Titubeaba aún. La desvié vivamente, y, ocultándome en lo sombrío del portal, me eché en el suelo, infecto y duro, y aguarde. La prójima, turbada, se encogió de hombros, y se decidió. Sus tacones magullaron mi brazo derecho, sin vigor ni saña.

-Fuerte, fuerte he dicho...

-¡Andá! Si la gusta... Por mí...

Entonces bailó recio sobre mis caderas, sobre mis senos, sobre mis hombros, respetando por instinto la faz, que blanqueaba entre la penumbra. No exhalé un grito. Sólo exclamé sordamente.

-¡La cara, la cara también!

Cerré los ojos... Sentí el tacón, la suela, sobre la boca... Agudo sufrimiento me hizo gemir.

La daifa me incorporaba, taponándome los labios con su pañuelo pestífero.

-¿Lo ve? La hice a usté mucho daño. Aunque me dé mil duros no la piso más. Si está usté guillada, yo no soy ninguna creminal, ¿se entera? ¡Andá! ¡En el pañuelo se ha quedao un diente!

El sabor peculiar de la sangre inundaba mi boca. Tenté la mella con los dedos. El cuerpo me dolía por varias partes.

-Gracias -murmuré, escupiendo sanguinolento-. Es usted una buena mujer. No piense que estoy loca. Es que he sido mala, peor que usted mil veces, y quiero expiar. Ahora ¡soy feliz!

La mujerzuela me miró con una especie de respeto, asustada, sin cesar de enjugarme la cara y la boca, a toquecitos suaves.

-¡Válgame Dios! ¡Qué cosas pasan en el mundo! ¡Pobre señora! ¡Vaya! Si tuvo usted algún descuidillo... ¡Gran cosa! Pa eso somos mujeres. Misté, ahora me arrancan a mí el alma primero que pegarla un sopapo... ¿Quiere que vaya a buscar un poco de anisado? Está usté helá... ¿La traigo algo de la farmacia? Dos pasos son...

La contuve. La remuneré, doblando la suma. La sonreí, con mis labios destrozados. Y, renaciendo en mí el ser antiguo, la dije:

-¡Otra penitencia mayor...! Deme un abrazo... Un abrazo de amiga.

¿Entendía? Ello es que me estrechó, conmovida, vehemente, protectora. Entré en la farmacia, donde lavaron con árnica diluida mi rostro, vendándolo. Vi la curiosidad en sus agudas miradas, en sus preguntas tercas. Tomé un coche de punto, di las señas de mi casa. Al llegar, dolorida y quebrantada, pero calmada y satisfecha, me miré al espejo; vi el hueco del diente roto... Al pronto, una pena...

-La Belleza que busco -pensé- ni se rompe, ni se desgarra. La Belleza ha empezado a venir a mí. El primer sacrificio, hecho está. Ahora, el otro... ¡Cuanto antes!

Serían las diez, cuando Farnesio acudió a mi llamamiento, y se precipitó a mí, viéndome tendida en la meridiana, vendada la mejilla, con los ojos desmayados y la rendida actitud de los que han agotado sus fuerzas y reposan.

-¿Qué tienes? ¿Dolor de muelas? ¿Llamo al médico? ¡Di, niña!

-Nada... Un caldo... un poco de jerez en él... Me siento débil. Tráigame el caldo usted mismo...

Contento, afanoso, lo enfrió, dosificó el jerez. Viéndomelo deglutir, parecía él también reanimarse. Al desviar la venda, al abrir yo la boca, una exclamación.

-¡Estás herida! ¡Pero si te falta un diente! ¡Jesús! ¡Qué ha sucedido, Lina! ¡Pequeña! ¡Criatura! ¿Qué te ha pasado, qué?

-Nada, nada ha sucedido... Permítame que no lo cuente. Un incidente sin importancia...

-No me digas eso... ¡Herida! ¡Un diente roto!

-Por favor...

Le imploro con tal urgencia, que, aterrado por dentro, se calla. Mi misterio, al fin, ha sido siempre impenetrable para él.

-Hágase como quieras... ¿Estás mejor? ¿A ver estas manecitas? ¿Este pulso? Parece que no lo tienes.

-Tengo pulso; ya no se me caen de debilidad los párpados... Me encuentro fuerte. Óigame, Farnesio, por su vida. Sin esperar más que al correo de mañana, al primero, va usted a escribir a mi tío, el de Granada: a don Juan Clímaco.

-Pero...

-Sin pero. Va usted a escribirle, diciéndole -¡atención!-, que estoy dispuesta a restituirle lo que indebidamente heredé.

Se tambaleó aquel hombre, al peso y a la pujanza del martillo que hería su cráneo. Sus ojos vagaron, alocados, por mi semblante. Su lengua se heló sin duda, porque no formó sonidos: no hubo protesta verbal. La protesta estuvo en la actitud, semejante a la del que llevan al suplicio.

Me levanté, le eché los brazos al cuello, junté a la suya mi cara dolorida. Las ternezas, las caricias, ablandaron su pena. Recobró el habla. Me insultó.

-¿Pero qué estás diciendo, necia, loca, insensata...? Yo eso no lo escribo. ¡No faltaba más!

-Venga usted aquí... Si usted no lo escribe, lo escribo yo, y es igual. Fíjese bien. El testamento de... la tía Catalina, no es válido. En mi nacimiento hay, superchería. Lo sabe usted mejor que yo, y nada de esto debe sorprenderle. Reflexione usted. De ahí puede salir algo muy serio; corre usted peligro, lo corro yo. Afuera codicia, afuera riquezas temporales. Me pesan sobre el corazón, como una losa. Crea usted que en mi determinación hay prudencia, aunque no es la prudencia lo que me mueve. No le quiero engañar: no es la prudencia. Es... otra cosa...

-Cavilaciones, disparates... ¡Delirios!

-¡No, amigo mío, mi amigo, mi protector, a quien no he agradecido bien su cariño! Disparates fueron otros... ¡Tantos! Crea usted que he despertado de mi pesadilla; que ahora es cuando veo, cuando entiendo, cuando vivo de veras, en la verdad. Y deseo, con ansia sedienta, ser pobre.

-¡Pobre! ¡Pobre tú!

-¿Pero ya no se acuerda usted de que lo he sido muchos años...? Y aquella era una pobreza relativa. Hoy ansío salir por ahí, pidiendo o trabajo o limosna. Limosna, mejor.

Se echó las dos manos a la cabeza.

-Conque, no más discusión. Escriba usted, porque a mí me es molesto haber de ocuparme de asuntos, y, además, así que arregle algunas cosillas, voy a hacer un viaje; mi alma necesita que mi cuerpo se fatigue.

-Iré contigo. No es posible dejarte... así..., en estas circunstancias.

-¿En qué circunstancias?

-Enferma, herida, exal...

-Exaltada, no. Enferma, tampoco. Herida... ¡pch!, unas erosiones, que yo considero caricias, y unas cuantas magulladuras y contusiones. Estoy buena, muy buena, y en mi interior, tan dichosa como nunca lo fui. Dentro de mí, hay agua viva... Antes había sequedad, calor, esterilidad... No es exaltación. Es verdad; es lo que en mí siento. No ponga usted esa cara. Jamás he estado tan cuerda.

Suspiró hondísimo. Macilento, mortal, escondió el rostro en la sombra del rincón.

-No quiero que usted se aflija. La primera señal de mi cordura, de que es ahora cuando me alumbra la razón, es que deseo que usted no sufra por mi causa; es que reconozco deberle a usted amor, respeto... Ya sé que, por usted, estoy perdonada.

Agitó el cuerpo, las manos, tembló. Se echó a mis pies.

-No digas tales cosas. Me haces daño, criatura. Soy yo quien necesita tu perdón; te desterré, te encerré, te abandoné. Quise recluirte. Pensaba que hacía bien. Obedecía a motivos, a escrúpulos... Me equivocaba. Fui... un infame. Tu carácter se torció, tu imaginación se trastornó en aquella soledad... Culpa mía... Maldíceme.

Nos estrechamos; humedad caliente empapaba nuestras sienes. Besé su pelo gris, sus mejillas demacradas.

-Le bendigo. Usted no puede adivinar el bien que me ha hecho. El mayor bien.

-¿No me quieres mal?

Respondieron mis halagos. Respiró.

-Pues una cosa te pido ¡no más! ¡Por mí, por el viejo Farnesio! Aplaza algo tu resolución de escribir al señor de Mascareñas. Concédeme un poco de tiempo. Yo no digo que no lo hagas; es únicamente un plazo lo que solicito. Antes de adoptar tan decisiva resolución, es preciso poner en orden demasiados asuntos. Tú misma, si estás en efecto tranquila, serena ante el porvenir, debes comprender que estas determinaciones hay que madurarlas algún tanto. De las precipitaciones siempre nos arrepentimos. Tiempo al tiempo. El único favor que Farnesio te suplica...

-No acierta usted. Lo bueno, inmediatamente.

-El único favor. ¿No me lo concedes, niña mía?

-No quiero negárselo. Tiene un año de plazo. Entretanto, yo viviré como si no fuese dueña de estos capitales, que ya no considero míos. Me reservo... lo que me daba doña Catalina en vida. Lo estrictamente necesario. Usted, Farnesio, manda y dispone de todo y en todo...

Y después de una pausa:

-Excepto en mí.




- III -

Salí de Madrid dos semanas después, al anochecer, con una maleta vieja por todo equipaje. Llevaba puesto lo más sencillo que encontré en mi guardarropa: traje sastre, de sarga, abrigo de paño color café con leche. Ni guantes, ni sombrero. Un velillo resguardaba mi cabeza y mi faz, ya deshinchada, en que sólo la mella del diente recordaba el suceso. Mi peinado era todo recogimiento y modestia.

Antes de emprender la caminata, por la mañana, me había arrodillado en la iglesia de Jesús, a los pies de un capuchino joven, de amarilla tez venada de azul, barbitaheño, consumido y triste. Oyome casi impasible; un movimiento ligero de párpados, una palpitación de las afiladas ventanas de la nariz. Un instante sólo le vi alterado, expresando pasión.

-Ese sacerdote que le ha dicho a usted que no la absolverían... ha pecado gravemente contra la esperanza y contra la caridad. ¿Quién es él para poner lindes a la misericordia? ¡No crea usted eso, hermana... Dios perdona siempre!

-El hombre a quien causé la muerte, era necesario a los intereses de ese sacerdote...

-Hábleme de sí misma; no acuse a nadie...

Y proseguí, lenta, balbuciente, registrando, explicando... La oreja de cera que se tendía hacia mi voz la recogía cada vez con atención más viva.

Cuando referí el origen de las señales que se veían en mi boca, el fraile se volvió, me miró, en un chispazo de fraternidad...

-¿Eso ha hecho, hermana?

-Eso hice...

Al llegar a mi conversación con Farnesio, acerca de la herencia, otro respingo.

-¿Eso hizo, hermana?

-Eso he resuelto hacer...

Antes de exhortarme, el capuchino se recogió, cerrando los descoloridos ojos azules. Sus labios se movían, sin que de ellos saliese ningún sonido. Al fin, en voz baja, fatigada, de enfermo, murmuró:

-No soy docto, hermana. Desconozco el mundo, y usted me propone cosas extrañas para mí. Mejor se confesaría usted con el padre Coloma, verbigracia. Supla a mi ignorancia Jesucristo, en cuyo santo nombre... Yo veo descollar entre sus pecados una gran soberbia y un gran personalismo. Es el mal de este siglo, es el veneno activo que nos inficiona. Usted se ha creído superior a todos, o, mejor dicho, desligada, independiente de todos. Además, ha refinado con exceso sus pensamientos. De ahí se originó la corrupción. Sea usted sencilla, natural, humilde. Téngase por la última, la más vulgar de las mujeres. No veo otro camino para usted, y tampoco habrá penitencia más rigurosa.

-¿Y... por ese camino... llegaré al amor?

-¿Al amor divino? ¡Quién lo duda! Usted lo ha presentido, hermana, al dejarse pisotear por una mujer de mala vida, y despreciable a causa de ella. Esa acción no significa sino ansia de humillarse. Humíllese, humille esa cerviz altanera... Pero no un instante, no en un acto violento, extremo, repentino. ¡Siempre, siempre!

-¿Nada más?

-Nada más. Basta. No tengo otro consejo que darle...

Y heme aquí en el vagón de tercera, mezquino, sucio, en contacto con la plebe, la gentuza... Sí, esto puedo hacerlo. Puedo sentarme en un banco duro e incómodo; puedo viajar casi sin ropa, mal pergeñada, respirando el olor bravío de dos paletos -una especie de mendigo y una vieja que abraza un cestón enorme-; puedo hasta alargar la mano, solicitar un socorro... Lo que no puedo, lo que el capuchino no ha visto que no puedo, es creerme -dentro de mí- al nivel de estos que van conmigo, del que me diese limosna, del que cruza a mi lado... No me expreso bien. Mientras el tren avanza, temblequeando sobre los rieles, yo ahondo, yo sutilizo mi caso. No es tal vez que me crea ni superior ni inferior. Es que me creo otra. No reconozco lazo que con ellos me una. No se trata quizás de orgullo, de soberbia, como suponen Carranza y el capuchino. Es que, en el fondo de mi conciencia, en medio de mis actos penitenciales, no me persuado de que haya nada de común entre los demás y yo. Hasta llego a suponer, que los demás no existen; que soy yo quien existo, únicamente, y que sólo es verdad lo que en mí se produce; en mí, por mí... Y es en mi interior donde aspiro a la vida radiante, beatífica, divina, del amor. Es en mi interior donde quiero divinizarme, ser lo celeste de la hermosura. ¿Cómo buscar el interior encielamiento? No con actos externos, no con mi cuerpo pisoteado y mi rostro afeado y mi ropa vulgar. Si dentro está el cielo del amor, dentro debe de estar el modo de conquistarlo.

Y me acuerdo de mi patrona, la Alejandrina. ¡Mujer feliz! Ella no necesitó ni vestirse de burel, ni inclinar su frente principesca, para ser amada, para tener en su mismo corazón al Amante. Con sus ropajes fastuosos, con sus joyas, con su aristocrático desdén de todo lo bajo, de la fealdad, de la miseria, logró conocer ese amor -ahora lo comprendo-, el único que merece desearse, soñarse, anhelarse; y se desposó con ese Dueño -¡único que sin vileza se admite y se ansía, cuando se desprecia todo lo que no surge en las fuentes secretas de nuestro ser!

La noche nos envolvía ya; las voces resquebrajadas de los empleados cantaban nombres. El vacío de las estepas solitarias rodeaba al tren. El viaje terminaría pronto.

Me bajé en la estación de una ciudad vieja, y resolví dormir lo que faltaba de la noche en la fonda de la estación misma. Al despertar, arbitraría el modo de transportarme adonde tenía resuelto vivir.

Una conversación con el dueño de la fonda me fue utilísima. Averigüé que, en el desierto que me había atraído como objeto de mi viaje, existe un convento de Carmelitas, y, a corta distancia del convento, casuchas desparramadas, de las cuales alguna me alquilarían tal vez.

-¿Costará muy cara? -pregunto, inquieta, pues ya no soy rica.

-Sí, sí, aún se dejarán pedir... Menos de veinte duros por año, no la cederán.

Un birlocho me lleva, al través de los campos grisientos y silenciosos, salpicados de alcornoques, hacia el desierto, un valle escondido por montañuelas que espejean al sol. Salvados los pequeños mamelones, aparece el valle, y su vista me estremece de alegría, porque es un oasis maravilloso.

Todo él se vuelve flor y plantas fragantes. Romero, cantueso, mejorana, tomillo, mastranzo, borraja, lo esmaltan como vivo, movible tapete recamado de colorines. Y la florida alfombra se mueve, ondula, agitada por el zumbido y el revuelo y el beso chupón, ardoroso, de miles de abejas, cuyas colmenas diviso en los linderos. A la derecha, el campanario del convento se recorta sobre el azul. Las casas -dos o tres- tienen un huerto más riente, si cabe, que el campo mismo. En la revuelta de mi sendero, a la puerta de una de estas casucas, está sentada una mujer. Sus ojos, abiertos e inmóviles, no parpadean y los cubre blanca telilla: es una ciega. A su lado, hace calceta una chiquilla de unos dote o trece años, negruzca, de facciones bastas, con dos moras maduras por pupilas.

Me acerco, trabo conversación.

-¿Me alquilarían la casa? ¿Una habitación, por lo menos?

La desconfianza de los menesterosos me sale al paso. ¿Qué pretendo? Yo soy una señorita. ¿Cómo voy a pasarlo allí? Es imposible que me encuentre bien...

-Me encontraré perfectamente. Pagaré adelantado. Haré yo la cocina, mi cama, la limpieza.

La anciana titubea; la extrañeza, la curiosidad, plegan sus labios, de arrugadas comisuras, hundidos por el desdentamiento. La chiquilla no sabe qué decir, y con un pie pega golpecitos en la canilla de la otra pierna. Su pelo, apretujado, me inspira recelo indefinible. Ninguna simpatía me infunden estos dos seres. Y, sin embargo, insisto, para quedarme en su compañía. Saco un par de monedas.

-Agüela, dos duros m’ha dao esta ñora.

La avidez de los ciegos se pinta en la cara huesuda, inexpresiva.

-Daca...

Los guarda en la remendada faltriquera, y rezonga:

-Yo, con toa satisfación... Sólo que, como no hay na de lo que se precisa...

-No importa. Esta noche dormiré envuelta en mi manta. Mañana traerán...

Queda convenido. Hago mis encargos al cochero. Y, como en casa propia, entro en la vivienda. Es de una pobreza sórdida. Tal vez la avaricia hace aquí competencia a la miseria. La ciega tendrá por ahí escondida una hucha de barro... Quizás por eso recelaba de mí... ¿Seré una ladrona disfrazada?

Gradualmente, se disipa su temor. Cierto respeto hacia mí nace en su espíritu, cuando nota que trabajo, que ayudo a la Torcuata -así se llama la niña- en sus menesteres domésticos, y que hasta sirvo a las dos, cuidándolas, procurando que la ciega no derrame la sopa y que la chica no se atraque de miel, lo cual la hace daño. Porque las dos mujeres viven de la miel y la cera; son colmeneras, como los demás moradores del valle, y sacan también algún fruto de vender cosecha de plantas aromáticas a drogueros y herbolarios. Empiezan a creer que yo soy una especie de santa, no sólo por el cuidado incesante que tengo de complacerlas y de atenderlas, sin exigirles nada, ni aun el mejor servicio, sino porque voy a la iglesia del convento diariamente, y muchas tardes me ve Torcuata sentarme, pensativa, a la puerta, haciendo calceta como ellas, con aire resignado. A sus preguntas respondo sin impaciencia.

-La señora, ¿tie familia? ¿Es usted extranjera, o de acá?, etc.

A mi vez, pregunto; oigo la historia de los padres de Torcuata, que se murieron, él «gomitando» sangre, ella de un mal parto; y, ufanas de saber más que yo, me explican las costumbres de las abejas, costumbres casi increíbles, portento natural que nadie admira. Los acontecimientos de nuestra existencia, en el valle, son el enjambre que emigra y que es preciso recoger, llamándolo con cencerreo suave y teniéndole preparada la nueva colmena, frotada de miel y de plantas odoríferas; la operación de castrar los parrales, los mil delicados cuidados que exige la recolección, el trasvase de la miel a los barreños, y luego a los tarros, el derretido de la cera, su envase en los cuencos de madera, las complicadas manipulaciones de la pequeña industria agrícola. Pronto auxilio yo eficazmente a Torcuata, con grande alegría y maravilla de la ciega, que no cree en tanto bien. Desde que faltaban los hijos, la cosecha disminuía cada año. «¿Qué puede hacer una creatura? Comerse las mieles na más...».

Así se estableció entre mis huéspedas y yo la cordialidad más completa. Invertidas las relaciones, fui su criada. Sin escrúpulo, desinfecté la cabeza pecadora de Torcuata, lavé su pelo, embutido de aceite, cerumen y tierra, até un lazo azul a sus mechones, ya esponjados, y siempre recios como cola de yegua rústica. Cosí camisas para la ciega. Me dejé explotar. Hice regalos.

-¡Santa! ¡Es santa! -repetía la vejezuela, atónita-. ¡Nos la ha traío la virge el Calmen!

¡Santa! No... En lo recóndito, en el escondrijo de la verdad, ningún afecto sentía por las dos mujeres. Ejemplares ínfimos de la humanidad, barro ordinario que amasó aprisa el alfarero, me eran tan indiferentes como uno de los alcornoques que sombreaban el repuesto valle. Ni ellas serían capaces de ningún acto de abnegación, ni yo sentía el menor goce emotivo al realizarlos por ellas. Mi instinto estético me las hacía hasta repulsivas. Fea era la cara de níspero de la codiciosa vieja, y acaso más fea la adolescencia alcornoqueña de la moza. ¡No importa! Había que proceder como si las amase. ¿No es eso lo que pides, dulce Dueño?

-¡Ah! Por las tardes, respirando el olor embeodante de las florescencias, cuyo polen llevaban las abejuelas de una parte a otra, auxiliando la fecundación, me dirijo a ti, Dueño que no vienes... ¿Por qué han pasado los tiempos en que, a precio de la tortura, de la piel arrancada, de la cabeza destroncada, acudías, exacto a la cita, transportado de ardor? ¿Por qué no me es concedido comprarte a ese precio? Lo que estoy haciendo, me cuesta más, mayor esfuerzo, un vencimiento largo, tedioso, sin fin. Como Teresa, la que tanto te quiso, yo estoy sedienta de martirio, y me iría a tierra de moros, si allí se martirizase. ¡Época miserable la nuestra, en que el bello granate de la sangre eficaz no se cuaja ya, no brilla! De las dos sangres excelentes, la del martirio y la de la guerra, la primera ya es algo como las piedras fabulosas y mágicas, que se han perdido; y la otra, también la quieren convertir en rubí raro, histórico, guardado tras la vitrina de un museo! ¡Edad menguada! ¡No poder ser mártir! En una hora, ganarte, unirme a ti... Si tú quisieses, dulce Dueño, yo te ofrecería licor para refrescar el de tus cruentas llagas... Yo te daría con qué renovar el Grial. Soy muy desventurada, porque no me es concedido dejar correr las fuentes de mis venas. ¡No poder sufrir, no poder morir!




- IV -

Y, poco a poco, mientras ejecuto las cosas prosaicas, comunes, antipáticas a mis sentidos, allá en lo oculto, en lo reservado de mí misma, noto los indicios de una transformación. Bogo hacia mi ideal, trabajosamente, desviando troncos, chocando en piedras. El espíritu de docilidad y el de renunciación van depositándose en mí, como en la celdilla ya preparada se deposita la miel. Según la miel se purifica, siento que se purifica mi ánimo. Voy cortando los circuitos de mis impurezas, análogos a los que forman las neuronas, las cuales reproducen el acto vicioso ya con independencia de nuestra voluntad. Lo material de mi expiación, lo cumplo sin pensar en ello, sin atribuirle valor ninguno. Atiendo más bien a lo íntimo. Vivo interiormente.

El convento no influye en esto. Voy a la iglesia, pero evito a los carmelitas. Lo hago por prudencia, por quitar palabreos entre los paletos maliciosos. Los carmelitas, supongo que por igual razón, ni parecen sospechar que existo. Son pocos y se encierran en su conventillo, cuyas celdas y claustros están forrados de corcho. Silencio, quietud y soledad. No se la he de robar, ni ellos a mí. Tan gran bien es justo que se respete. ¿Y quién sabe si estos frailes se parecen o no a los directores ininteligentes, fustigados por San Juan de la Cruz?

Comprendo que no basta la paciencia. Necesito el amor. Es preciso que lo amargo me sea dulce. Que me sepan a miel estas molestias que me tomo por dos mujeres bajas, burdas. ¿Tendré que amarlas, para amarte a ti, para que tú me ames? ¿Será este el secreto, la palabra del enigma? ¿Y cómo se hace para eso? ¡Estoy tan al principio de mi deificación! Me faltan etapas, me faltan grados. Hay momentos en que desconfío, dudo, y la secura me invade.

Lo primero que necesito es abandonarme, cerrar los ojos... Tal vez me atormento en balde. Tal vez no necesito hacer más de lo que hago, ni sufrir más de lo que sufro: basta que cambie mi corazón. Sólo entonces seré, como dijo el gran poeta, «amada en el amado transformada». No lo soy. No le hallo cuando le busco dentro. No le hallo... ¡Qué tristeza, no hallarle! Acaso estoy unida a Él en conformidad, pero no en unión transformativa. No somos uno. No hay noche nupcial. No hay en mis dedos, que empieza a deformar el trabajo, ni señal de anillo de luz... Y sin embargo, yo debiera obtener algo, porque mi espíritu no es como el de la muchedumbre: yo soy singular. Mi resolución, mi vida, no se parecen a las de las mujeres que no padecen ansias de belleza suprema.

Acaso esto que pienso sea tentación contra la humildad... ¡Pero si es cierto! ¿La verdad te ofende? ¿He de tenerme por cualquiera? ¿Ignoro lo que soy? ¿Me confundiré con la gente que no pasa del sentido, que no entiende ni pregunta la hermosura inefable?

De seguro que la Alejandrina elegante, mi patrona, no se creía igual a Gnetes. Comprendía de sobra la excelsitud de su propio ánimo. Y la diste el anillo. ¿Qué debo hacer? Todo me será fácil, menos creer lo que no creo. ¿Qué me pides? Toma mi juventud; ya te he ofrendado mi vanidad de mujer; aféame más, si me embellezco para ti... Toma mi existencia, corta o larga, día por día... ¿No es eso lo que deseas?

Quiero recorrer todas las etapas, andar el camino hasta el fin, gemir, llorar, clamar, velar de noche, ayunar de día. Quiero el fuego, el desfallecimiento, el deseo de morir, el vuelo espiritual, el transporte; quiero tu dardo, tu cuchillo... Y se me figura que jamás los obtendré. Me siento sola, abandonada en este florido desierto, entre aromas de miel intensa, que marean, que llenan de nostalgia y de dolor íntimo. Y, sin embargo, han existido otras mujeres que se unieron a ti, que te tuvieron consigo, a quienes dijiste: «Tú eres yo y yo soy tú...». Otras que en ti habitaron, a quienes tendiste la mano, en ceremonia de desposorios; que en ti bebieron la vida; que en ti fueron deiformes. ¡Y, por muchos que hayan sido mis yerros, no creo que más hondamente pudiesen sentirte y llamarte de lo que te llamo!

Esto cavilaba, en una hora de desolación, cuando, próximo ya a ponerse el sol, las abejas se habían recogido a sus colmenas, y, apaciguado el inquieto devaneo de su libar y revolar, el campo yacía en una calma misteriosa, triste. En el convento tocaron a oración. Al extinguirse las campanadas, me volví con sobresalto. Acababan de ponerme la mano en el hombro.

-¿Ah? ¿Eres tú, Torcuata?

-Sí, ñora... ¿No sabe? Un fraile sa muerto.

-¿Cuándo? -pregunté maquinalmente.

-Ta mañana. He ío a verlo muerto en la igresa, ¿no sabe? Estaba negro, negro too.

-¿Negro? ¿Por qué?

-Porque era guiruela, diz que dice, la enfermedá. Guiruela mala. ¡Muy mala!

Nos recogemos a casa. Torcuata está estremecida. Ha visto de cerca, sin comprenderlo, el misterio de la muerte; y su pubertad se ha estremecido, con vago escalofrío de horror. Ni ella misma lo sabe. Las dos moras negrazas de sus pupilas conservan, no obstante, la empañadura inexplicable de la visión fúnebre.

Al medio día siguiente, la chica sufre un desvanecimiento.

-Cosas de la edá. Aluego va a ser mocita -murmura la ciega, estrujando con sus dedos nudosos panales sobre un perol, a fin de que suelten la melaza y reducirlos a pasta derretible.

Una punzada, un presentimiento... ¿Y si fuese así? ¡Bah! ¡Qué me importa!

Dos días después, Torcuata salta de calentura. La acostamos. Me instalo a su cabecera. Despacho un propio a la ciudad para traer médicos, medicinas. No dudo: es la viruela, y en este organismo joven, jamás vacunado, viene con una fuerza y una malicia... De mano armada, dispuesta a vendimiar.

Se queja la niña de fuerte dolor en los lomos. Ha sufrido una breve convulsión.

A ratos, delira. La doy de beber limonadas, agua mineral, refrescos. El médico no decide aún. Mientras no brote la erupción... Así que brote, él y yo sabremos lo mismo.

En los momentos lúcidos, la muchacha me habla, hasta me sonríe, con esfuerzo, murmurando:

-Ñora...

Alargando una mano ardorosa, endurecida, coge la mía, la estrecha.

-Ñora... No se vaya... La agüela no ve... No pué estar al cuido mío.

La ciega, acurrucada en un rincón, gime, barbota rezos, y repite a intervalos:

-¡Lo que Dios nos invía! ¡Ahora la Torcuata tan malita! ¡Lo que invía Dios!

-No me voy, chiquilla. Aquí estoy, contigo...

-¡Si está ahí, ñora, pa mí está la Virgen el Calmen!

No sé cómo dijo esto la inocente. Sé que sentí algo, un calor, un golpe, en las mismas entrañas. ¿Sería el cuchillo de la piedad que, ¡por fin!, se hincaba en ellas...?

Ha vuelto el médico. Cesó la incertidumbre. Los puntos rojizos se han señalado. El cuerpo de la enferma tiene el olor característico a pan recién salido del horno. Se presenta la sangre por las narices.

-Viruela, y de la peor... Confluente... Señora, tengo el deber de advertir a usted que el mal es extraordinariamente contagioso, sobre todo en el período que se aproxima...

-Gracias, doctor. No me moveré de aquí. Venga usted diariamente... Abono los gastos de coche y demás. No soy opulenta, soy casi una pobre; pero deseo que nada le falte a Torcuata.

La ciega, alzando las manos, insistía:

-Santa es, santa es.

La hórrida erupción brotó con furia. La cara fue presto la de un monstruo. Las moras de las pupilas, de un negro violeta tan intenso, tan fresco, desaparecieron tras del párpado abollonado. La niña no veía.

-Otra cieguecita como la agüela... -suspiró-. Ñora Lina ¿está ahí? Ñora, ¿me moriré como el fraile?

Nuevamente percibí la herida en lo secreto del ánima; y más viva, más cortante, más divinamente dolorosa. La piedad al fin; la piedad humana, el reconocimiento de que alguien existe para mí, de que el dolor ajeno es el dolor mío. Un impulso irresistible, ardiente, sin freno de ternura infinita, de amor, de amor sin límites... Sobre la faz de la niña, de la paleta alcornoqueña, gotea la miel de mi caridad, envuelta, desleída en llanto. Y mis Labios, besando aquel espantoso rostro, tartamudean:

-No, hija mía, no te mueres. ¡No te mueres, porque te quiero yo mucho!

Por la ventana abierta, entran el aire y la fragancia de la tierra floreciente, amorosa. Cierro los ojos. Dentro de mí, todo se ilumina. Alrededor, un murmurio musical se alza del suelo abrasado con el calor diurno; mi cabeza resuena, mi corazón vibra; el deliquio se apodera de mí. No sé dónde me hallo; un mar de olas doradas me envuelve; un fuego que no destruye me penetra; mi corazón se disuelve, se liquida; me quedo, un largo incalculable instante, privada de sentido, en transporte tan suave, que creo derretirme como cera blanda... ¡El Dueño, al fin, que llega, que me rodea, que se desposa conmigo en esta hora suprema, divina, del anochecer...!

Entrecortadas, mis palabras son una serie de suspiros. Mi boca, entreabierta, aspira la ventura del éxtasis. Imploro, ruego, entre el enajenamiento del bien inesperado, fulminante.

-No me dejes, no me dejes nunca... Siempre tuya, siempre mío... Quítame lo que quieras, haz de mí lo que te plazca, venga cuanto dispongas, redúceme a la nada, que yo sea oprobio, que yo sea burla, que me envilezca, que me infame. Venga ignominia, fealdad horrible, dolor, enfermedad, ceguera; venga lo que sea, hiéreme, hazme pedazos... Pero no te apartes, quédate, acompáñame, porque ya no podría vivir sin ti, sin ti, sin ti...

Y, palpitando en mis labios, la queja deliciosa repite, sin pronunciarlo, sin rasgar el aire:

-Dulce Dueño...




- V -

En este asilo, donde me recluyeron, escribo estos apuntes, que nadie verá, y sólo yo repaso, por gusto de convencerme de que estoy cuerda, sana de alma y de cuerpo, y que, por la voluntad de quien puede, soy lo que nunca había sido: feliz.

Mi felicidad tiene, para los que miran lo exterior (lo que no es), el aspecto de completa desventura.

En lo mejor de mis años, me encuentro encerrada, llevando la monótona vida del establecimiento; sometida a la voluntad ajena, sin recursos, sin distracciones, sin ver más que médicos, enfermeros y dolientes... En comparación con mi suerte actual, el convento en que antaño pretendieron que ingresase, sería un paraíso.

Y yo soy feliz. Estoy donde Él quiere que esté. Aquí me visita, me acompaña, y la paz del espíritu, en la conformidad con su mandato, es mi premio. Aún hay regalos doblemente sabrosos, horas en que se estrecha nuestra unión, momentos en que, allá en lo arcano, se me muestra y comunica. ¿Qué más puedo pedir? Todo lo acepto... todo lo amo, en Él y por Él. Amo estas paredes lisas, que ningún objeto de arte adorna; este mobiliario sin carácter, como de hospital o sanatorio; estos árboles sin frondosidad, este jardín sin rosas, este dormitorio exiguo, esta gente que no sospecha lo que me sirve de consuelo, y se admira de la expresión animada y risueña de mi cara, y me llama -lo he averiguado- «la contenta...». Y, mientras mis dedos se entretienen en una labor de gancho, mi alma está tan lejos, tan lejos... ¡Por mejor decir, mi alma está tan honda...! Recatadamente, converso con él, le escucho, y su acento es como un gorjeo de pájaro, en un bosque sombrío y dorado por el sol poniente... Otras veces, le aguardo con impaciencia de novia, deseosa de oír crujir la arena bajo un paso resuelto, juvenil... y le pido que no tarde, que no me haga languidecer. Y languidezco, y a veces, un desvanecimiento, un arrobo, me sorprenden en medio de la ansiosa espera.

Farnesio ha venido a visitarme, en un estado de alteración y angustia, que da lástima.

-¿Lo ves? -repite-. ¿Lo ves? Si tenía que suceder... ¡Si ya lo decía yo! ¡Si te lo había anunciado! Es horroroso... ¡Y no poder, no lograr evitar estas cosas!

-Pero ¿qué es lo que usted quería evitar?

-¡Y me lo preguntas! Voy temiendo que sea cierto que se haya trastornado tu razón. ¿Qué es lo que quería evitar? Que te trajesen a la casa de locos. ¡Qué infamia! ¡A la casa de locos!

-Me encuentro perfectamente en ella.

-¡Válgame Dios, niña! No puede ser; y aun cuando así fuese, ¿voy yo a consentirlo? ¿Voy a permitir que el malvado de tu tío te encierre aquí, por toda la vida acaso?

-Según eso, ¿fue mi tío? ¡Bah! Le perdono.

-¿Perdonar? Como no salgas pronto de aquí, ha de saber quién es Genaro Farnesio. ¡Gitano inmundo! Estaba yo con él en negociaciones para transigir, y rescatar, por lo menos, la mitad de tu fortuna, porque no te figures que él tenía el pleito fácil, ni que nos arrollaría tan sencillamente, cuando se le ha ocurrido otra combinación más sustanciosa: declararte demente y administrar legalmente tus bienes, mientras llega el instante de heredarlos o él o su prole. ¡Nos veremos las caras! ¿Loca tú? Esto clama al cielo. Tengo yo mis amigos en la prensa; tengo mis valedores; conozco políticos. Vamos a armar un escandalazo.

-Don Genaro querido, no haga usted tal. Mire usted que no hay cosa más verosímil que esto de mi locura. Si usted no me quisiese tanto, haría coro, diciendo que estoy...

Me toqué la frente con el dedo.

-¡Disparates! Cosas que tú lanzas en broma... Mira, mira cómo no se puede soltar prenda... ¡Es increíble! ¡Qué red, qué maraña, qué serie de emboscadas, qué negra conjuración contra ti, pobrecilla, que a nadie hiciste daño!

-Se equivoca usted. Daño, lo hice. Bien me pesa. ¿Qué menor castigo he de sufrir por lo que dañé?

-Vaya un daño el que tú harías... Y todos contra ti, confabulados... ¿Querrás creer? Hasta el mentecato de Polilla declara que has cometido ciertos actos de extravagancia impropios de una señorita formal... Carranza es el peor. Ese te declara loca peligrosa, maligna. Te cree capaz hasta de crímenes. Dice que haces el mal por el mal. Se ve que te odia. ¡Qué desengaños se sufren en el mundo! ¡Carranza! Yo creo que ha mediado...

Hizo, frotando el pulgar y el índice, ese ademán expresivo que indica dinero.

-No lo suponga usted. Carranca no es capaz de eso. Me tiene una prevención... sobrado justa.

-¡Bueno! Tu tío le habrá sobornado. ¡Sí, que se para en barras él! Hay detalles atroces. Tú no sabes de la misa la media. Hay una declaración de una mujer de mala vida y de un boticario...

-Ya sé. La que me pisoteó, a ruegos míos. ¿Cómo han logrado averiguar...?

-Por lo visto, te espiaban. Te seguían los pasos. Esa noche fatal, tú entraste en la botica a que te pusiesen tafetanes, o no sé qué. Dijiste que te habías caído. Luego te subiste a un coche, diste las señas de tu casa. El boticario las oyó. Todo se ha descubierto. ¡Qué idea! ¡Qué chiquillada...!

Bajando la voz:

-También ha declarado el barquero que os paseaba a ti y a Almonte por el lago... Dice...

-Cuanto diga, es cierto.

-¡Bigardo! ¿Y la bribona de Eladia... lo creerás? Esa sí que me consta que tomó cuartos... La he despedido, y si no me contengo, la harto de mojicones. Es que me han sacado de mis casillas. La muy bruja, que si tiraste y rompiste un magnífico reloj a propósito, que si la tratabas mal, que si esto, que si lo otro... Que toda la noche duraba en tu cuarto la luz encendida, que el baño era todo de esencias...

-Semejantes niñerías, Farnesio, no merecen que usted se enoje, ni que maltrate a nadie. Créame. Déjelos tranquilos. Allá mi tío... Peor para él.

-¡Y los médicos! ¡Deliciosos! En cuanto se pronunció la palabra «locura» les faltó tiempo para asegurar que ya lo habían ellos notado, y se lo callaban por prudencia. Así, así, como lo oyes. La neurastenia aquí, la vesania allá. Sabe Dios de qué medios se ha valido el gitano...

-De ninguno. Los médicos están de buena fe. De la mejor fe. Son personas dignas, respetables. Yo comprendo su error, que, dentro de su concepto científico, no es error probablemente.

-Ahora, ¿sabes con lo que salen? Conque tus monomanías adquirieron últimamente forma religiosa, mística. Que te fuiste vestida como el pueblo, en tercera, a practicar penitencia en un convento de Carmelitas, en el desierto. Que viviste de hacer miel, y que adoptaste a una chiquilla paleta, muy fea, y otras mil rarezas, no atribuibles sino al extravío de tu mente. Ya comprenderás que se refieren a la Torcuata... En fin, que han conseguido tejerte una malla espesa... Pero la desbarataré. No temas; la desbarato.

-Por su vida, estese quieto, don Genaro, no desbarate cosa ninguna. Hay que dejar nuestra suerte en manos del que la conoce. Él, y sólo Él...

-¡Ea, que no! -gritó impetuosamente, abrazándome-. No es Dios quien te ha metido aquí: son las bribonadas de los hombres. Y no lo aguanto. Tú fía en mí, y muéstrate tranquila, y hazlo todo a derechas... Se me parte el alma de verte aquí. ¡No sabes lo que Farnesio te quiere!

-Lo sé... -exclamo, con acento significativo-. Lo que no hace falta es compadecerme. Soy aquí dichosa.

Ahogado de emoción, el viejo callaba, acariciándome.

-¿Y Torcuata? -pregunto.

-Llévesela el diablo... Por tus bondades con ella... Está hecha un trinquete. Eso sí, con mil hoyos en la cara. Quiere verte. La traeré.

-No las desampare usted, ni a ella ni a la ciega. Mire usted que se lo encargo mucho.

-Ya lo creo que las he de amparar, aunque sólo fuese porque son las únicas que hablan de ti con entusiasmo.

-¿De veras?

-¡Vaya! Como que afirman que eres santa, santa, de ponerte en los altares...

-Pues lo que ellas dicen y lo que dicen los otros... tal vez es igual. La declaración de mi santidad, para el caso, no crea usted que no sería lo propio que la de mi locura... Si quiere usted sacarme de aquí, Farnesio, no me santifique.

-Veo que no has perdido el buen humor...

Cuando se retiró, decidido a rescatar a la princesa del poder de malignos encantadores, suspiré. ¡Ojalá no lo consiga! Mejor me encontraba en el puerto, sin luchas, sin huracanes. ¿Logrará el que me trajo al mundo material, llevarme otra vez al mundo del peligro y de las tentaciones?

¡Estaba tan bien a solas contigo, Dulce Dueño! Hágase en mí tu voluntad...