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Editorial.

DIAZ GONZALEZ, Joaquín

La vida de la cultura tradicional siempre ha estado en constante agonía, en perpetua lucha contra el olvido y contra la molicie del abandono. El interés, la dedicación, el gusto por lo propio y por los valores que pudiesen hacer más digna y más cierta la existencia fueron, durante siglos, el antídoto más eficaz contra aquella crónica expiración. Todos los conocimientos que se transmitían –fuese en forma de prosa o de poema, cantados o no– requerían una atención especial para ser fijados y una memoria tenaz para ser recordados y repetidos. Algún reflejo instintivo y especial actuaba contra la desidia y la negligencia, para prolongar, más allá del tiempo, los mitos y sus personajes, la identidad y sus formas, la cultura y sus recursos. Si desapareciese todo eso algún día estaría en peligro la especie humana y su propia estimación.

Las modernas recopilaciones vienen a descubrirnos un secreto a voces. Se transmite en forma de melodías, recitados o escritura algo más que situaciones y temas concretos. Se entregan signos, enigmas, claves para interpretar la vida por encima de la estética, de la moda o de la propia voluntad de los individuos.

En cualquier caso, parece advertirse una cierta diferencia entre memoria y recuerdo. En la palabra memor habría un uso voluntario de la inteligencia y en la recordación intervendría el corazón. La primera, por tanto, sería el método para hacer presente el motivo. Y motivos, personales o colectivos, ha habido y hay muchos: recuerda el individuo los cantos de su niñez y se despierta todo un mundo emotivo y poético. Los sefardíes recordaban para sobrevivir. Los serbios para mantener la identidad. Los navajos para seguir creyendo en el sol, la luna y el viento. La memoria, entendida como la facultad de rescatar del pasado elementos fecundadores de la personalidad y de la vida, oscila así entre un recuerdo genético y la historia común… ¿qué futuro aguarda a una sociedad que ha renunciado voluntariamente a la memoria?