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Editorial.

DIAZ GONZALEZ, Joaquín

Editorial

Durante siglos los lugares en que el hombre moraba colectivamente constituían un hábitat funcional: Eran al mismo tiempo defensa y albergue; protección y sede para el ser humano y su familia. Aún más; con frecuencia constituían -al utilizarse para su construcción materiales fabricados cerca del lugar de emplazamiento y edificación- una prolongación del entorno. Sin pretenderlo el campesino construía con adobes, piedra o ladrillo, una vivienda que enriquecía el paisaje al poseer un carácter y un estilo propios y al estar enclavada en un ámbito adecuado.

En los últimos años, uno se ha visto sorprendido (y por lo general desagradablemente) por nuevas edificaciones en el medio rural que rompen la estética de conjunto, no respetan las normas elementales clásicas (ni siquiera las funcionales a veces) y utilizan materiales ajenos al lugar, que desentonan en una visión de conjunto. ¿Era absolutamente necesaria esta agresión? ¿Se habría incrementado irremediablemente el presupuesto por el simple hecho de emplear materiales de construcción tradicionales de la zona? Creemos que no. Pensamos también que las Diputaciones podrían haber velado por la conservación de ese acervo arquitectónico (aún están a tiempo en muchos casos) con una medida muy sencilla: Crear proyectos de casas de cada zona, estudiando las características comunes, y ofrecerlos gratis a quien tuviese que construir o mejorar su vivienda; bastaría con haber conservado o respetado, por lo menos, el aspecto externo.

¿No habría sido mejor arrostrar ese gasto -incluso el de una pequeña subvención a cada vecino que adoptara ese sistema para su casa-, que tener que lamentar tardíamente el deterioro brutal al que se ha sometido a nuestros pueblos y villas?