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Editorial.

DIAZ GONZALEZ, Joaquín

El conocimiento que por tradición tenía el habitante del medio rural de su entorno físico constituía una parte importante de su «cultura»; no en vano sabía el nombre de cada pago del término o distinguía con pasmosa facilidad de entre las plantas, arbustos y flores, aquellos cuyos frutos resultaban beneficiosos en infusión o en emplasto. Esta costumbre de usar con sabiduría secular elementos de la flora circundante tuvo vigencia casi hasta nuestros días, en que un curioso «proteccionismo» ejercido por las autoridades sanitarias, desaconseja, por anacrónica y peligrosa, la utilización de remedios no bendecidos por la moderna ciencia o la visita a «santuarios» y oficiantes poco recomendables por no estar «controlados». Contrastan estos desvelos con el envenenamiento progresivo y aceptado de tantos ríos por industrias autorizadas: o con el paulatino deterioro ambiental de núcleos urbanos sacudidos por mil y un ruidos violentos procedentes de coches, obras o el simple capricho de la voz humana, utilizada con fuerza e intención tan inusitadas como inadecuadas. El espectáculo de una gran ciudad tras un día de fiesta antes de que sus calles y plazas vuelvan a ser acicaladas y liberadas del enorme montón de basuras que las cubren, nos puede hacer recapacitar sobre la importancia que tiene la aceptación, el conocimiento y el afecto por el medio que nos rodea. Quien no haya asimilado la conveniencia de cuidar el entorno, porque nos protege, nos permite convivir y nos identifica, mal puede entender el valor de la limpieza en las calles o la calidad de una ciudad silenciosa. Las normas por las que se rige tan delicado equilibrio han de ser dictadas por la voluntad del propio ser humano y constituir la base primordial de la coexistencia; porque ¿quién asegura que el que transgrede una de esas leyes no está en camino de cuestionar otras a su antojo o, aún más, de conculcar la propia necesidad de la ley misma?