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Apenas el sol naciente |
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Risueño dora la fronda, |
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Do el alegre cefirillo |
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Bate el ala bulliciosa, |
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El rústico carretero |
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El pobre lecho abandona. |
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Ya el vehículo, provisto |
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De verde leña olorosa, |
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Produce, al lento rodar, |
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Agudas y tristes notas. |
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Melancólicos los bueyes |
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La frente lánguida doblan; |
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Las grandes ruedas rechinan, |
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Y con voz fuerte y sonora |
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Estimula el carretero |
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A la yunta perezosa. |
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A la ciudad se dirige |
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Desierta, muda a esa hora, |
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Con el sombrero. en las cejas, |
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La vara en la mano tosca, |
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El rostro grave, y humeando |
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Rico veguero en la boca. |
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A veces entre sus labios |
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Sonrisa blanda retoza, |
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Y su moreno semblante |
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Expresión plácida toma. |
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Porque los campos recuerda |
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En donde alzaba la choza |
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¡Hogar bendito! su techo |
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Entre cedros y caobas. |
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Su altivo potro, más negro |
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Que de la noche la sombra, |
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Y el mastín nervudo y recio |
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De apariencia fiera y hosca. |
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¡Oh venturoso pasado, |
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De dulce y rara memoria!... |
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Hoy tiene otro dueño aquella |
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Humilde casa, dichosa, |
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El sueño eterno sus padres |
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Duermen del mango a la sombra, |
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Y blancas hebras matizan |
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Su cabellera lustrosa. |
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Mas los rigores del tiempo |
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Con firme pecho soporta, |
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Y tras la ruda faena |
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Tranquilamente reposa, |
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Sin que en el seno penetre |
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Amarga y cruel la ponzoña |
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De la ambición, ni la envidia |
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Funestas ambas, traidoras. |
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Y es su consuelo y su dicha, |
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Cuando en la tarde retorna, |
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Los halagos de sus hijos, |
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Y el cariño de su esposa. |
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Bello es soñar cuando la luz del día |
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se ve palidecer, |
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y de los montes en la cima umbría |
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fugaz desparecer. |
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Bello es soñar en retirado asilo |
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de calma y de quietud, |
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cuando palpita el corazón tranquilo |
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en plena juventud. |
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Aquí, arroyo, en tu orilla sosegada, |
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en dulce soledad, |
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cuando ostenta serena y despejada |
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la noche su beldad; |
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cuando el espejo de tu linfa clara |
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abrillanta la luz, |
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de la luna que diáfana separa |
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el nocturno capuz, |
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bello es soñar aquí; de tus rumores |
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adormecerse al son, |
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aspirar tus ambientes, tus olores, |
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y bendecir a Dios. |
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Melancólicos sauces, altos pinos, |
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crecen bellos aquí; |
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de la tristeza emblemas peregrinos |
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buscan la vida en ti. |
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Se derrama en poético murmullo |
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el eco de tu voz, |
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y se dilata unido al blando arrullo |
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de pájaro cantor. |
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Por un momento el carcomido puente |
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me oculta tu vaivén, |
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para después más fresca y transparente, |
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volver a aparecer. |
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Así también, en funeraria fosa |
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se hunde la humanidad, |
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y luego el alma brilla esplendorosa |
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allá en la eternidad. |
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Cuando mi cuerpo débil se doblegue |
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al peso del dolor, |
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y la florida juventud me niegue |
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su rosado fulgor. |
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¡Ay!, cuando la vejez mi frente abata |
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con un soplo invernal, |
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a esta orilla que verde se dilata |
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vendré yo a meditar. |
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Y por entre las ramas que se adhieren, |
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una señal pondré, |
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que recuerde a los seres que me quieren |
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los lugares que amé. |