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El desierto

Fragmento, primer capítulo

Carlos Franz



Para mi madre, Miriam Thorud, actriz.



«Desde hoy, en cada alegría exuberante se oirá un trasfondo de terror».


F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia.                







1

Lo primero que Laura reconoció, al adentrarse en la vasta llanura desértica que rodeaba al oasis de Pampa Hundida, fue el horizonte de aire líquido. La muralla del espejismo temblaba en el horizonte del desierto, atravesando la autopista: una catarata de aire hirviente manando del cielo quemado por el reflejo de los salares, cayendo sobre el lecho del mar que se había ausentado un millón de años antes. Por un instante, tras ese muro de calor que palpitaba como un cristal recién fraguado, Laura creyó ver enormes rostros, siluetas humanas gigantescas, bocas distorsionadas, que gritaban en su dirección, que apelaban a ella, pidiéndole o enrostrándole algo inaudible, el dolor de una deserción tan larga como el millón de años transcurrido desde que el mar se evaporó de esas pampas. Era como si el propio paredón del horizonte líquido le aullara.

Laura entrecerró los ojos luchando con la alucinación, peleándole a esos fantasmas inventados por la fatiga del viaje de regreso, que ya llevaba más de veinticuatro horas -de Berlín a Frankfurt, de allí volando toda la noche hasta Buenos Aires, de allá el salto a Santiago, y de ahí la conexión a la ciudad minera del norte grande donde arrendó ese auto, en el cual ahora se internaba, a ciento cuarenta kilómetros por hora, hacia el corazón ardiente del desierto. Conduciendo con una mano, se restregó con la otra los ojos afiebrados; al hacerlo, sintió que perdía el control del automóvil, que el volante temblaba, que abandonaba la línea recta (volvió a ver impreso en las retinas de su memoria, por un instante, el caballo color de sangre, el purasangre, a galope tendido, doblándose de manos, rodando por la pampa...).

Cuando abrió los ojos, Laura tuvo que virar bruscamente para evitar salirse de la ruta. Y al hacerlo experimentó la nítida, la física sensación -que ya había tenido una noche de hacía dos décadas- de que acababa de cruzar la línea del horizonte. Se había hundido en el paredón de aire líquido que temblaba en el horizonte, y lo había atravesado de parte a parte, medio a medio, hasta el reverso del cielo, donde la esperaba su pasado (donde la esperábamos nosotros).

«¿Dónde estabas tú, mamá, cuando todas esas cosas horribles ocurrieron en tu ciudad?». Recobrando el control del vehículo, Laura recordó una vez más la carta de Claudia, llena de preguntas como ésa, que había recibido tres meses antes, en Berlín. Esa carta que viajaba en su portafolios junto al pasaporte, los pasajes aéreos ya usados, y el grueso legajo de su respuesta, que había tardado tres meses en escribir -¡tres meses!-, sólo para averiguar, al anotar una posdata en pleno vuelo de regreso, que la única respuesta verdadera a su hija sería este mismo regreso. La única respuesta válida era acercarse con los ojos abiertos a esas siluetas deformadas, que aullaban -inaudibles- en el horizonte tembloroso, y cruzarlo yendo a su encuentro. Como acababa de hacer.

Mientras se unía a la fila de vehículos que señalizaban para virar hacia el oasis, Laura evocó esa larga misiva de respuesta, que venía también en uno de los fuelles del portafolios. En ella le contaba a su hija la historia secreta de su vida, el relato de quién había sido antes de que ella naciera, la historia negada, de la cual la defendió -la historia que se había negado y de la cual se había defendido ella misma, durante veinte años. Lo había hecho de un modo tan franco y tan completo que no sólo le acarreó despertar a los monstruos dormidos de su memoria, sino que, al llegar, no fue capaz de entregársela. Pues en el largo vuelo nocturno, transatlántico, que la descendía hacia el sur en dirección contraria al reloj (en dirección a nuestro pasado), había releído su propia contestación y confirmado lo que intuyó cada vez con más fuerza, mientras escribía esa carta: que hay preguntas que sólo se responden con la vida.

Por eso, a su llegada al aeropuerto de Santiago, cuatro horas antes, después de abrazar apretado a la hija que no veía desde hacía un año y medio, y en lugar de entregarle de inmediato el legajo de hojas escritas a mano que venían en ese maletín, como se había propuesto -aunque algo moría en ella cada vez que se lo proponía-, en lugar de entregarle la historia que le había negado, en sus manos, Laura se había separado de Claudia, para ir directamente al mesón de vuelos nacionales. Ante la mirada atónita de su hija, compró un pasaje en el vuelo más inmediato que salía hacia la ciudad minera del norte desértico, el que apenas tendría tiempo de abordar, y facturó nuevamente su equipaje.

Claudia -tan alta como su madre, pero con su pelo teñido de rojo y cortado a tijeretazos- la había observado sin entender, o hasta que fue entendiendo, y entonces meneó la cabeza, le sonrió con esa airada tristeza que sintetizaba toda la decepción que su madre había criado en ella: «¿Cuándo dejarás de huir, mamá?», le había preguntado. Y sin esperar que ella le respondiera, sin esperar ya una respuesta, o que este regreso fuera una respuesta a las preguntas que le había hecho en su carta de tres meses antes, le había dado vuelta la espalda, y salió del terminal sin despedirse.

*  *  *

La fila de vehículos de los peregrinos que venían a la fiesta religiosa anual, en Pampa Hundida, se extendía casi un kilómetro por delante de ella, detenidos junto a un insólito anuncio caminero de la ciudad: un diablo de neones cuyo brazo encendido indicaba una dirección perpendicular a la carretera Panamericana (o a la realidad). Señalizando para virar por turnos, hacia el desvío que conducía al oasis, Laura vio buses repletos, taxis cacharrientos, camiones roñosos, con los neumáticos lisos, con pasajeros en el remolque, a la intemperie, parados como ganado, como prisioneros de guerra. Prisioneros, sin embargo, con los rostros esperanzados, radiantes de júbilo después de la travesía del desierto. Exasperados por el embotellamiento que los detenía cuando ya tenían a la vista su destino, decenas de peregrinos, cofradías enteras, abandonaban sobreandando sus camiones -que de todos modos apenas se movían- y proseguían a pie, animados por los primeros sones de sus bandas, medio andando y medio trotando, llevados por el entusiasmo de la cercanía.

Desfilando junto a su auto, entre la polvareda que levantaban y el resplandor blanco del cielo, entre los brillos de los instrumentos de bronce y el atronar de los grandes bombos y tambores, Laura vio -o sus ojos afiebrados tras el día completo de viaje sin dormir, creyeron ver- conquistadores españoles, indios disfrazados de animales totémicos, de jaguares y cóndores, negros pintados, guerreros emplumados originarios de las selvas más allá de las sierras, cortesanos con pelucas blancas, gitanos, demonios mitológicos que descendían de las alturas altiplánicas... Una muchedumbre dispar y confusa y arbitraria; seres que venían no de otras provincias o países, sino de un tiempo y un mundo previos, desde una necesidad anterior a ellos mismos -pero que siempre había sido la patrona de todos ellos.

Detenida en esa cola de vehículos, envuelta por la multitud, Laura sintió que, tal como esa humanidad doliente y festiva, ella venía a pedir y celebrar, a rogar y bailar; que venía a escuchar en la voz de la multitud -de ellos mismos- la voz de alguien más. También ella había venido a escuchar, a oír, en las voces de los sobrevivientes, de los testigos y de los autores (de los que aquella noche, hacía veinte años, la habían empujado a su destino), otra voz... Quizás la suya, la voz que había reprimido -la que una vez había cantado al unísono con el acero-, tal vez.

Pero en todo caso no la voz de las certezas, no la voz de la razón, sino la de una pasión. Porque cada vez le resultaba más claro que ese viaje agotador desde Berlín era un vuelo parabólico: la inmensa parábola de la nave que la había bajado hacia el sur, cruzando seis zonas horarias y más de sesenta paralelos y setenta meridianos, era, y no sólo físicamente, el descenso a la otra cara del mundo, al revés de las certezas, a la intuición de una pasión que remachaban esos bombos y tambores pegajosos, acoplando su insomne cavilar al ritmo de cadencias infinitamente más antiguas que cualquier teoría. Oyendo esos pitos y bombos y zampoñas y matracas, Laura comprendía que no sólo venía de Europa a Sudamérica. No sólo venía del cielo septentrional a este otro, su reverso, donde el cuerno de la luna creciente, cuando apareciera, se mostraría al revés que allá. Sino que había cambiado la aparente armonía de su cátedra de filosofía, por el torbellino polifónico de la fiesta donde había aceptado juzgar lo incomprensible. De la filosofía a la fiesta.

*  *  *

Tres meses antes de ese regreso, en su oficina en el Departamento de Filosofía de la Frei Universität de Berlín, mientras pensaba y miraba sin observar la tímida primavera que empezaba a reverdecer los abedules en el parque que rodeaba el edificio de su facultad, Laura se había jugado su suerte. Se la había jugado, sin darle tiempo al temor para que se disfrazara de prudencia cuando tomó el teléfono para llamar de larga distancia al Ministro de Justicia, don Benigno Velasco. Su antiguo profesor de derecho, su protector, el que lanzó su carrera judicial, a sus veintidós años y recién recibida de abogada, influyendo para que la nombraran Secretaria de Juzgado en Pampa Hundida. Ese Tribunal remoto, donde desde el comienzo suplió a la Jueza perpetuamente enferma, con tanto brillo que en menos de dos años la habían nombrado en propiedad: Jueza Civil y Criminal, titular, la más joven en la historia de todo el servicio. Cosas que pasaban en esos años, a comienzos de la década de los setenta, en plena «vía chilena al socialismo», en esa época temeraria y revuelta, cuando parecía que el futuro había llegado y la juventud era su propietaria. Antes de que se oyera la canción de la cabra, y el lejano palacio ardiera, y su juventud ardiera, y Allende, el presidente suicida, se sacrificara, y el sacrificio la alcanzara a ella (y a nosotros, sentados desde entonces frente a los escombros humeantes de nuestro ocaso).

Al llegar a su oficina de la universidad, tarde en la mañana, luego de reflexionar paseando por el Tiergarten -perseguida desde lo alto por el ángel dorado en su altísima columna-, había decidido llamar a su viejo profesor y ahora flamante Ministro. La noche anterior se la había pasado releyendo la carta de su hija, en la que le formulaba aquella pregunta, la que la había perseguido durante los pasados tres meses, y en el viaje de vuelta, por medio mundo, hasta acá: «¿Dónde estabas tú, mamá, cuando todas esas cosas horribles ocurrieron en tu ciudad?». La había releído y le había agregado páginas a la respuesta que venía borroneando desde hacía unos días.

Pero esa noche se dio cuenta, por fin, de dos cosas: responderle a su hija entrañaba asomarla a lo vedado, puesto que no había otro modo de explicar lo inexplicable; y se dio cuenta de que una respuesta de esa naturaleza debía entregarse personalmente. En ese momento, como si desde muy lejos alguien la hubiera interpelado, su mano se detuvo sobre el papel donde escribía, recordó algo, y volvió a revisar la carta de su hija. Allí estaba, esa información que Claudia mencionaba al pasar, casualmente, y que sus ojos habían leído varias veces sin aceptar todo su significado: el cargo de juez en Pampa Hundida estaba vacante. El juez anterior había muerto, súbitamente, unos dos o tres meses antes y aún no se designaba un reemplazante. Claudia le mencionaba esto remachando su protesta: ni siquiera la suerte quería hacer justicia en Chile. Pero Laura entendió, de pronto, que esa vacante, ese vacío, esa ventana abierta sobre el abismo, había sido abierta para ella, y que desde ahí alguien (acaso el dueño de aquellos ojos entristecidos no por lo que habían visto, sino por lo que iban a ver) la miraba, y la llamaba.

La siguiente mañana paseó tres horas por el Tiergarten -bajo la atenta vigilancia del altísimo ángel dorado en su columna- hasta que el mundo, rodando sobre su eje, la sincronizó con los horarios de su viejo país. Entonces se fue a la universidad y llamó al Ministerio de Justicia de Chile.

«¿Renunciarías a tu puesto en una universidad alemana, al prestigio que te has ganado en Europa? ¿La autora de Moira quiere venir a enterrarse en ese oasis perdido, ese agujero en el desierto...?», le había preguntado o reprochado, su viejo profesor, indeciso entre el placer de ser requerido y la incredulidad.

*  *  *

Ese agujero en el desierto... La fila de vehículos avanzó un poco más hacia el desvío, sacándola un momento de sus evocaciones. Cuando volvió a pararse, esta vez sobre el nuevo paso superior en forma de trébol que cruzaba la carretera Panamericana, Laura avistó la ciudad santuario a la que volvía. Bajo la lluvia de fuegos del mediodía, divisó la hondonada del oasis preñado de viñedos y frutales, la fértil depresión en el cuero curtido del Llano de la Paciencia, la cañada transversal que se hundía unos treinta metros, solamente, bajo la línea del horizonte. Pero que bastaban para darle su nombre, Pampa Hundida, porque vista desde la distancia, al ras de la tierra, desaparecía como una ilusión óptica o un espejismo, y sólo quedaba la llanura insomne, los manchones tornasolados por el cuarzo de los salares, el vértigo horizontal. Desde lo alto de ese trébol caminero, atestado de vehículos que sonaban las bocinas y de peregrinos que pasaban cantando, Laura volvió a experimentar la sorpresa, la sensación de irrealidad de esa mancha verde en el yermo, el damero irregular de la ciudad donde asomaban, acá y allá entre los árboles de sus calles, la antena de la radio, el macizo cascarón del Hotel Nacional, los edificios de tres y cuatro plantas que rodeaban la Plaza de la Matriz y, en pleno centro de ella, la Basílica, su campanario impar, el templo más pequeño que en su memoria, pero aún gigantesco para el tamaño del pueblo, su cúpula blanca, lunar, remedo del cielo incandescente del desierto.

Y junto a Pampa Hundida, a unos dos kilómetros al norte de su linde urbana, pero ya sobre el despoblado, sobre la pampa rasa, es decir, como en otro mundo, las ruinas. El pueblo fantasma de la salitrera que después fue campamento de prisioneros y que luego volvió a ser ruina, replicando a la ciudad viva como un espejismo seco o una advertencia. O, todavía, como una premonición: su perímetro alambrado, sus casamatas radiales, destechadas, podridas de soledad, el teatro abandonado, la carcasa prehistórica de la planta de evaporación con sus hierros rojizos hirviendo de óxido, la altísima chimenea agujereada que sirvió más tarde de torre de vigilancia (ese hueso hueco donde el viento juega a la flauta en las noches, inquietándonos, llamando a los ciudadanos insomnes de Pampa Hundida con sus lamentos de animal agonizante: tuuuut...).

*  *  *

Tres meses antes, luego de que el Ministro cortara, Laura se había quedado largo rato con el auricular en la mano, oyendo el tuuuut insistente, penoso, de la línea telefónica, recordándole algo. Cuando por fin colgó a su vez, se volteó en su sillón giratorio hacia el ventanal que daba sobre el parque de la universidad. Poco más allá empezaba el bosque, los árboles se espesaban, reverdeciendo. Mientras en Berlín llegaba la primavera, allá abajo, en su antiguo país, entraba el otoño. Pero no en el despoblado de Atacama, nunca en el yermo más seco del planeta que tenía una sola estación: el sol. Volver al otro lado del mundo, a los antípodas de los cuales había venido dos décadas antes... Era un día diáfano y helado y sólo unos pocos funcionarios cruzaban los senderos entre los edificios modernistas, funcionales, de la universidad, acechados por los ciervos que asomaban de pronto sus hocicos nerviosos, sus cornamentas afelpadas, entre los troncos musgosos del bosque.

Laura se miró en el ventanal de su oficina, sobreimpresa en el cristal de la ventana doble. Se puso de pie, se estuvo midiendo, como una vez había sido medida (y su medida había sido la traición). ¿Daría, esta vez, la talla? Ya no era joven, pero no estaba mal. Cuarenta y cuatro años, muy bien llevados. Las piernas largas, el vientre plano, el busto que sostenía en alto con una hora diaria de gimnasio y otra de yoga. Sólo el mechón canoso que mantenía sin teñir en su pelo negro, lacio y brillante como el de una oriental, decía, con desafiante honestidad, sus verdaderos años. «¿Para quién te mantienes en esa forma, Laura, si no tienes novio?», le preguntaban sus amigas en el gimnasio, con esa admiración maligna de las cuarentonas. Y ella sólo sonreía, misteriosa. Sabía desde hacía mucho tiempo el poder que le da a una mujer el no querer amanecer al lado de nadie, y lo usaba. En cambio, se explicaba con vagas referencias a una biografía que mantenía celosamente reservada: había sido madre joven, ésa era toda su ventaja, una sola hija y a los veinticuatro años. Apenas cinco más de los que ahora tenía Claudia.

Volviendo a su escritorio, Laura releyó la carta de su hija que había recibido el día anterior. La carta de las preguntas que había llegado desde el otro lado del mundo, desde el otro lado del tiempo, desde el otro lado de su vida. Examinó la caligrafía pareja y enfática de la muchacha, se enterneció reparando en sus exasperados tironeos con la gramática española. Amaba a Claudia y se sentía orgullosa de ella, al modo empecinado y alerta de los padres de hijos rebeldes. Le había heredado su altura y su perfil, y -muy a pesar de sí misma y de sus consejos- su vocación primera por hacer justicia, una vocación que ella misma había cambiado tiempo atrás por la filosofía... «¡Por la teoría, mamá», la corregía y le reprochaba Claudia. Sí, porque le había legado también su carácter, su indomable desconfianza ante las excusas que nos damos para vivir. Y Claudia no toleraba que su madre hiciera filosofía. Es decir, según ella, que reflexionara acerca de lo que debía actuarse. «Y si lo reflexionado no puede actuarse, ¡entonces es que no valía la pena reflexionarlo, mamá! Habiendo tantas cosas urgentes en el mundo...». Quizás por eso es que, apenas tuvo edad, apenas terminó el Gymnasium, Claudia había retornado a ese país que no conocía, pero que era el suyo, para estudiar Derecho. «La profesión que tú abandonaste, mamá. Pero conmigo será diferente, yo quiero hacer justicia, no teorizar sobre ella; y hacerla en un lugar donde valga la pena, no aquí en Alemania, donde lo tienen todo. Yo quiero luchar por los más pobres e indefensos en un país pobre e indefenso. ¡Hacer una diferencia en el mundo!». Quería irse a un «país joven, donde todavía es posible tener ideales». Considerarse un país joven e inocente, pensó Laura (pero no se lo dijo), era la tradición más antigua, la única mantenida concientemente, en esas regiones.

«No quiero una justicia teórica, como la tuya, mamá, no quiero una razón sino una pasión». Se iría a estudiar en la Universidad de Chile, en lugar de ser alumna en la Universidad Libre de Berlín, donde todo el mundo le recordaría a su madre, que se había hecho famosa en la facultad de filosofía con su curso profético y pesimista sobre la Tragedia -que, entre otras, cosas anticipó la caída del Muro-, y luego con su libro, Moira. Ahora, hacía poco más de un año que Claudia se había marchado a ese país que insistía en llamar «mi país». Y se había asimilado de inmediato, como si hubiera vivido siempre allá, e incluso hablaba el español con un acento apenas desenfocado, que apenas se podía decir que fuera extranjero. Hacía meses ya que Laura no intentaba desanimarla, atraerla de vuelta. Era evidente que había fracasado en su esfuerzo por mantener las distancias, por borrar las huellas, por arraigarla en su voluntario exilio. Ese «retorno» de Claudia al país en el que ni siquiera había nacido, era su derrota, su quiebra en esa larga empresa de fugas y olvidos iniciada dos décadas antes. Su hija, de alguna inesperada forma, había desarrollado un instinto para el camino de vuelta. Un instinto, una intuición, una curiosidad invencible.

Desde que Claudia dejó Berlín se llamaban por teléfono un par de veces al mes. O al menos ella la llamaba, porque su hija dejaba pasar dos o tres semanas sin hacerlo, reprochándole que no la entendía, que intentaba controlar su vida, que siempre acababan discutiendo, que no tenía nada que decirle que su madre pudiera realmente entender; y se encerraba en su terca mudez adolescente.

Hasta que de pronto, sorpresivamente, Laura había recibido esa carta. La primera en el año y medio que llevaban separadas, la primera desde que Claudia había partido al país que no conocía. Antes de abrir el sobre, con sólo mirar el matasellos con el nombre de Pampa Hundida encerrado en un círculo de tinta violácea, Laura supo lo que contenía. Y supo que su tiempo de esconderse llegaba a su fin. La remota balanza que una vez, hacía veinte años, había quedado en suspenso -los platillos equilibrados precariamente en el fiel de un empate con el olvido- empezaba a inclinarse irresistiblemente hacia el pasado. Esa carta venía desde el otro lado del tiempo, desde un mundo perdido, desde un pueblo fantasma. En ella, su hija le relataba su decisión de ir a conocer al padre con el que jamás había tenido contacto, le contaba del viaje al norte, en bus, hasta el oasis de la Ciudad Santuario de Pampa Hundida, su llegada a esta misma encrucijada en el desierto.

Claudia le describía con detalle la semana que pasó alojando en la misma casa donde sus padres habían vivido antes de separarse, en la misma habitación que habría sido para ella si ella hubiera nacido allí y no en el exilio. La larga noche que había pasado en vela conversando con el hombre al que no se acostumbraba a llamar «padre», con Mario, los cajones con libros y objetos que éste le había dejado trajinar, y que contenían las cosas que su madre dejó atrás cuando partió. Las cosas que había encontrado olvidadas u ocultas (¿cuál es la diferencia?).

Y enseguida, como si los diques de distancia, silencio y soledad que Laura había intentado interponer, se hubieran desmoronado todos a un tiempo, su hija le formulaba las preguntas pendientes entre ellas, una por una, con la despiadada impunidad ante el pasado que sólo tienen los que carecen de él. Hasta culminar en aquella: «¿Dónde estabas tú, mamá, cuando todas estas cosas horribles ocurrieron en tu ciudad?».

*  *  *

La fila de vehículos se movía otra vez. Habían terminado de cruzar el paso a nivel y la caravana, con el auto de Laura en medio de ella, se hundía progresivamente en el surco fértil del oasis. El desierto quedaba por encima, desaparecía. Se podía empezar a creer que no era más que un sueño, a no ser por el resplandor blanco del sol reflejado por los salares contra el cielo del mediodía. La multitud se hacía más densa, los caminantes emparejaban a los vehículos en el estrecho camino local, los penitentes saltaban de los buses y saludaban, confortaban a los peregrinos que habían llegado a pie, a los que precisaban sombra o agua, a los flagelantes que caían de hinojos porque habían prometido recorrer de rodillas esa distancia hasta el santuario, azotándose las espaldas al mismo tiempo, pagando así su manda del año anterior.

A la vera del camino por el que descendía lentamente, Laura observó una pequeña carreta inclinada, con las varas en alto, sin caballo. Bajo su magra sombra, tres viejas vestidas de negro, con pañuelos en las cabezas, vendían tejidos de lana. Sentadas sobre una manta, tendida sobre la tierra, ofrecían sus productos y, al mismo tiempo, devanaban la lana de grandes copos, la hilaban en sus husos, la tejían.

Un poco más abajo aún, en ese lento descenso sesgado hacia el fondo del Santuario, la caravana volvió a detenerse, esta vez por completo. El calor en la erosión de la cañada, bajo el nivel del desierto donde soplaba alguna brisa, se hacía insoportable. Laura abrió la ventanilla, pero no fue suficiente y tuvo que bajarse. Al hacerlo, experimentó un mareo de tierra y recordó que, exceptuando la breve escala en el aeropuerto de Santiago, llevaba sentada, viajando, más de veinticuatro horas. Se apoyó contra el auto sintiendo que el sol aureolado por la polvareda finísima que levantaban los peregrinos, la recorría entera como una mano, barnizándola de sudor, reconociéndola. La nube de chusca rojiza se le metía en las narices, en los ojos, teñía el mundo de un color próximo a la sangre, como si alguien hubiera triturado la gigantesca costra de una herida seca hasta reducirla a ese polvillo impalpable y rojizo que hollaba la multitud. Reclinada contra el auto, luchando con el mareo, Laura vio a los suplicantes que pasaban y la superaban disfrazados de morenos, de gitanos, de vaqueros e indios, con sus trajes parchados, remendados, sus máscaras con un diente de oro pintado. Reconoció sus olores acres.

Del otro lado de la masa humana que desfilaba, alcanzaba a ver un claro en el bosquecillo de tamarugos y en él el tolderío de una gran cofradía de cientos de penitentes que se reencontraban en esta peregrinación anual, y se abrazaban. Un grupo de esos peregrinos -sureños, probablemente- degollaba un cordero vivo, colgado de un árbol por las patas traseras, para beber directamente del cuello la sangre que manaba, el ñachi ritual, sacrificial, tibio, antes de destazar el animal, a hachazos...

Laura vio la sangre que caía y se confundía con el polvo rojizo, la chusca, color de sangre ella misma, la tierra que podía ser pura sangre seca, testimonio de un sacrificio inmemorial, anterior. Experimentó una arcada incontenible. Deseó urgentemente salir de allí. Pero el embotellamiento era completo y en ese instante el único escape -el único refugio contra la sangre del cordero que caía sobre la tierra sangrienta- parecía ser la magra sombra de la carreta donde tejían las viejas, un poco más arriba. Laura intentó cruzar las filas de los peregrinos, pero uno de los flagelantes que bajaban azotándose las espaldas desnudas se interpuso en su camino. El hombre se disciplinaba pasando el látigo de colas sobre cada hombro, alternadamente, rítmicamente, sin mostrar dolor sino intensidad, concentración, una suerte de extática alegría. Al pasar frente a ella, Laura pudo oír nítidamente el chasquido del cuero sobre la carne viva, y vio las gotitas de sangre que florecían en el extremo de los verdugones (y evocó esas otras flores carnívoras, sus enredaderas, sus jeroglíficos indescifrables, y que sin embargo, una vez, ella había creído descifrar...).

Tuvo que volver a apoyarse contra el auto, vencida por la necesidad de vomitar. Doblada en dos, devolviendo el estómago casi vacío -una bilis amarillenta que caía sobre el polvo rojizo como una ofrenda más-, Laura pensó en la extraña lucidez que la embargaba en medio de ese mareo y que la hacía notar esa triple o cuádruple armonía: la sangre del animal degollado, las gotitas de sangre como flores o uvas en el emparrado verdoso de la espalda del flagelante, su propia bilis, todo cayendo sobre la chusca rojiza, finísima, ella misma el polvo de una costra sobre la descomunal herida hirviente de dolor que era el mundo. Una herida sobre otra herida sobre otra herida, goteando todas sobre la madre de todas las heridas...

-¿Se siente mal, mija?

Laura se incorporó lentamente, auxiliada por una gran mano morena que le sobaba suave, profundamente, la boca del estómago. Una de las viejas enlutadas, que hilaban lana bajo la carreta sin caballo, estaba a su lado. Sin embargo, de cerca, sonriéndole con todos los dientes destellando en el rostro redondo como una luna cobriza, la mujer no parecía en absoluto mayor que ella. Incrédula y confusa, Laura aspiró -reconociéndolo- el olor a lana cruda y limón que emanaba de ese gran cuerpo. Una lejana reminiscencia enterrada, surgida de la polvareda misma, se materializaba frente a ella.

-Todavía no se compra el caballo para su carretón-, le recordó finalmente, Laura.

Y la otra se rió, meciendo los vastos senos (esas tetas «que la volvían loca» cuando no daba de mamar):

-Ah, todavía se acuerda, mijita, cuando me quedó debiendo el dinero para la bestia. No, fíjese, está mala la pega.

-¿Ya no hay trabajo para las matronas, en esta ciudad?

-Ahora todo es más moderno, vienen enfermeras tituladas, usted sabe. Hay un hospital nuevo. Pero para las viejas cosas siguen recurriendo a una. Mientras tanto, yo me ayudo con lo de siempre, la lana de mis llamitas, ya ve. Con mis comadres seguimos hilándola y la tejemos. Y fíjese que hay gente que prefiere el tejido antiguo.

Hubo un silencio. O más bien, fue como si la algarabía de la fiesta volviera a llenar el espacio entre ellas, el espacio que había ocupado el silencio de dos décadas desde la última vez que se vieron. Y con el silencio refluía la memoria. Laura se vio de espaldas, desnuda, con las piernas colgando de unas cuerdas, hablándole al abismo, o a la réplica de la imagen que aleteaba sobre el vapor del perol hirviente, a su lado... «¿Dónde estabas tú, mamá, cuando todas esas cosas horribles ocurrieron en tu ciudad?».

De pronto, Laura supo que ya tenía el comienzo de una respuesta para su hija, que sí entrañaba su vida; este retorno ya estaba sirviendo, al menos, para eso. Había estado allí, le diría, colgando bajo ese techo trepanado, hablando a gritos con el abismo. ¡Siempre había estado allí! Nunca había dejado de estar allí.

La matrona percibió, quizás, la sombra de esa memoria en el rostro de Laura, porque de pronto levantó la gruesa mano colorada, compadecida, y la llevó hasta su mejilla, acariciándola:

-Gracias por acordarse de mí, mija. Todo el mundo se olvida de las matronas, ¿se ha fijado? A pesar de que todo el mundo estuvo primero en nuestras manos.

Y luego Laura la vio devolverse hacia su carretón, abriéndose paso entre los peregrinos, yendo hacia sus comadres que la esperaban. Un momento antes de llegar a ellas, la matrona se dio vuelta y le gritó desde el otro lado de la fila de penitentes:

-Nunca se ha arrepentido, ¿verdad, mijita?

De pronto, Laura sintió que una profunda paz, similar a un cansancio merecido, la llenaba. Y no tuvo que hacer ningún esfuerzo, ni flanquear su memoria siquiera, para contestarle:

-No, nunca.





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