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El ekeko. Capítulo primero

Jorge Eduardo Benavides






- I -

Realmente era un muñequito grotesco, con unas pinceladas negras como bigotes y esa sonrisa congelada y cruel en sus fríos labios de yeso. No era necesario ser un experto para saber que el poncho y los pantalones negros de bayeta eran serranos, con toda seguridad habrían muchas versiones de él, claro que sí, su inmemorial necesidad de venganza había brotado como una hidra devastadora, ya Laura me lo aclararía después, pero para alguien de referencias tan completamente urbanas como era yo en aquellos días, el hombrecillo de yeso simplemente iba vestido con algún traje típico del altiplano. Por eso me divertía y resultaba sorprendente advertir la rapidez con que Laura decidía si la vestimenta era de Sinccos o de Tarma, si de Cajamarca o de Oxapampa o incluso de cualquier otro lugar menos conocido y cuyo nombre -de inflexiones casi siempre quechuas- en sus ojos parecía llenarse de paisajes escarpados y aire limpio. Para mí sólo correspondían a esa nomenclatura patria de puntitos negros trazados con cartográfica decisión en el atlas que consulté sin mucho entusiasmo a los pocos días de empezar a vernos, algo avergonzado porque ella me había dicho riendo no sabes nada de tu propio país, tonto, es una vergüenza.

Cierto, el Perú que se extendía más allá de Lima era para mí poco más que alguna novela de Arguedas leída en un verano remoto, un viaje con sabor a queso de cabra y viento cortado a navajazos allá por los años setenta con los amigos de la universidad, y sobre todo esas noticias nefastas que difundía el informativo de las nueve, cuando llegaba cansado de la agencia y encendía la tele antes de acostarme. Pero también era Laura y sus charlas atropelladas, entusiastas, llenas de urgencia, las veces en que apareció por mi departamento de Camino Real para envolverme con sus proyectos de viajar al interior y conocer más de cerca alguna comunidad indígena o estudiar los mitos ancestrales y convenientemente barnizados de hispanidad que sobrevivían en los Andes. Como la historia del Muki, ese duendecillo que velaba el letargo precolombino de los cerros horadados por la rapiña castellana desde los negros tiempos de la Colonia. Su venganza era cruel, los derrumbes fatales que se sucedían con horrorosa frecuencia en las minas eran obra suya, me contó Laura una tarde, a los pocos días de conocernos en la comida que ofrecieron los Canessa y a la que asistí un poco llevado por la ausencia de una excusa válida para no hacerlo y otro poco porque desde que ya no estaba Ángela, los sábados por la noche me resultaban demasiado amplios, demasiado vacíos.

Algo de eso debieron adivinar mi socio, Patricio Canessa y su mujer (qué lejanos, qué imposibles me quedan ambos ahora no obstante su irremediable cercanía), porque a la comida sólo asistieron ellos, naturalmente, yo y Laura, amiga de infancia de Carmen y profesora de antropología en la universidad Católica. Acababa de llegar de Austin después de dos años de ausencia y rescato de esa noche sus cabellos cobrizos destellando bajo la luz fragmentada de la araña en el comedor -esa araña cuyos chispazos de cristal conozco ahora hasta la saciedad, hasta la náusea- y su calor sincero al referirse a un Perú arcaico que nos invitó a saborear lentamente en la sobremesa. La velada transcurrió deliciosa, y a la complicidad del estupendo coñac que sirvió Carmen junto con el café se unió la honesta atención que todos prestamos a su charla, a esa extraña seriedad con que Laura avanzaba por nuestro escepticismo cuando empezó a referir ciertos mitos y creencias indígenas. Recuerdo también que en determinado momento cesó bruscamente de hablar, los ojos invadidos por un desencanto que se adivinaba añejo y mientras encendía con manos ágiles un cigarrillo se volvió a mí con una sonrisa lenta y me dijo que probablemente no le creía ni una palabra, que todo lo que estaba diciendo me debía parecer algo descabellado o excesivamente proteico, anclado como estaba en el mundo occidental.

Ahora sé por qué lo hizo, pero en ese momento, adormecido ligeramente por el coñac y la molicie de la noche serena de Monterrico, me pregunté picado por qué se dirigía exclusivamente a mí, Carmen y Patricio también habían sonreído amablemente perplejos cuando Laura empezó a hablar de aquellos mitos como si estuvieran situados más allá de toda duda, tamizados por la certidumbre de lo real. Carmen era una buena anfitriona, hizo una observación sagaz y amable sobre mi arequipeño rechazo para todo lo que no pasara por el filtro de la ciencia y las cuentas claras, todos reímos y Canessa llenó nuevamente las copas, sobre todo las cuentas claras, dijo y la charla describió una parábola que disolvió aquel relampagueo tenso que había enrarecido brevemente el aire, ahora se hablaba del impasse que imponía la legislación norteamericana sobre los vuelos peruanos, problema que nos traía de cabeza en la agencia de viajes, el temperamento piamontés de Patricio lo hizo despotricar un buen rato contra los gringos, pero ya la conversación corría por sus cauces normales, el trabajo, algunas anécdotas ligeras, la situación económica del país, esos temas que en el fondo nos alivian porque son esféricos y tangibles: Laura no era tonta, en el fondo estaba acostumbrada a ese tipo de sobresaltados desvíos cada vez que llevaba la plática a los mitos prehispánicos: cuando no la tomaban por una simple apasionada de su profesión la creían una especie de loca, de niña que sigue creyendo en elfos o mukis, siempre era así, me explicó frunciendo su bella nariz horas más tarde en aquel pub de San Isidro donde recalamos (yo me ofrecí llevarla de regreso, ella había ido en taxi), cómplices de una atracción que no pudimos explicar y que no obstante admitimos sin tapujos, entre los martinis secos y los primeros bostezos de esa madrugada, ya camino a su casa.

De pronto todo fue empezando a ser Laura en mi vida, y aún hoy su nombre se me sube a la cabeza como un licor engañosamente suave, como esa chicha dulzona y ácida que me dio a probar en su departamento y que había traído de un pueblito de Ayacucho donde pasó la semana siguiente a nuestra primera cita. Por ahí debe andar en mi departamento, entre botellas de gin y whisky, el frasquito que me regaló aquella noche. Había como un ansia, como un fuego ancestral en sus ojos cuando me lo llevaba a los labios, eso sí lo recuerdo a la perfección. Sin muchos rodeos me pidió que mejor nos quedáramos en su casa, estaba cansada por el viaje (cerca de veinte horas por unas carreteras convertidas en verdaderos barrizales, se quejó) y porque desde que llegó a Lima estuvo visitando departamentos y más departamentos, el suyo de la calle Porta no le terminaba de convencer y por fin alguien -un amigo de la universidad, creo que dijo- le había pasado el dato de una casita en El Olivar. Además había preparado una Ocopa, admitió bajando los ojos, sabía por Carmen que me encantaba. Acepté de inmediato, no sólo por el inesperado halago que esa comida significaba, sino también porque después de una semana llena de contratiempos en la agencia por el asunto de unos permisos de vuelo suspendidos, tampoco me provocaba mucho salir, a los cuarenta y tantos ya no se tiene el mismo entusiasmo para ciertas cosas, aunque en el fondo cuesta admitirlo.

Sí, fue esa misma noche, después de la comida, que habló por primera vez del Ekeko. Yo la escuchaba a medias, es verdad, creo que a causa del vaso de chicha, no estaba acostumbrado a ese fermento dulzón y recio de nuestra sierra y sentía la cabeza dándome ligeras vueltas. En algún momento ella se levantó del sofá para al cabo regresar con el muñequito y ponerlo entre mis manos sin decir palabra. No supe qué comentar y me limité a observarlo con cortés atención, era desagradable y tosco: de golpe recordé haberlo visto antes, en la lejana casa de mis ocho años. Una sirvienta puneña lo había traído para mi madre por Navidad y ella lo confinó en un rincón discreto y poco favorecido por la luz, pero a mí me llamaba la atención la cantidad de saquitos y bultos que llevaba encima, como un lastre inmisericorde y caótico: eran pequeñas ofrendas de maíz y habas, de sal y azúcar y trocitos de galleta y mil cosas más, un muestrario apabullante que el Ekeko soportaba con una sonrisa vengativa y sutil. La sirvienta puneña iba añadiendo saquitos y pequeñas bolsas sin que nadie en casa pareciera advertirlo, pero la tarde que el Ekeko apareció con un cigarrillo encendido en los labios la despidieron de inmediato. Recuerdo las voces sofocadas de mis padres tras la puerta del despacho: hablaban de brujería y creencias estúpidas, de malas influencias para mí y cosas por el estilo. La pobre chola se fue llorando y yo no pude preguntarle por qué el cigarrillo encendido, por qué lo iba llenando de bultos, un asomo helado y extraño de miedo me lo impidió.

«El cigarrillo se le pone como agradecimiento por la abundancia que promete, los presentes con que se le carga son los bienes que se le piden, el Ekeko suele ser bueno, a condición de que no se le olvide», oí que decía Laura rescatando suavemente el muñeco de entre mis manos. Levanté la vista sorprendido: había estado recordando en voz alta, sumergido por completo en esos fogonazos de luz y tibieza que me traía el recuerdo de la casa blanca y olorosa, multiplicados sus cuartos y salones por espejos inmensos, los peldaños de la escalera alfombrada, el silencio como un sabor añadido a la aventura, finalmente el pequeño Ekeko en esa consola del pasillo olvidado donde acudí presagiando oscuramente una grave falta, los ladridos de Sultán persiguiendo al taxi viejo que se llevó a la sirvienta puneña y que me hicieron correr hacia la ventana, la piscina espejeando bajo el sol de enero, imágenes que creía sepultadas para siempre y que ahora descubría rabiosamente vivas. Pero Laura estaba otra vez hablando en voz muy baja, bebiendo sorbitos de la copa en que destellaba el amarillo violento de la chicha, y yo empecé a sentir como muy desde adentro que el tiempo burbujeaba en sus frases, que me estaba ofreciendo algo más que simples datos sobre el Ekeko: en realidad se trataba de una creencia pre incaica sobre cuyo origen concreto poco o nada se sabía, al llegar los españoles el Ekeko se convirtió en un diablillo sutilmente disfrazado a la usanza conquistadora pero seguía siendo el mismo ser implacable que otorgaba prosperidad y bonanza a condición de que se le rindiera tributo; durante un tiempo que me pareció larguísimo, entregada al dulce vaivén de la copa entre sus manos, Laura continuó recitando explicaciones, lugares, referencias históricas. Arrullado por la cadencia de su voz y los sorbos espumosos de la chicha que ella me servía de tanto en tanto fui testigo del hambre ecuménico que extendía sus garras negras por remotas regiones de la sierra, las migraciones de pesadilla, las invasiones incaicas, las masacres de los conquistadores, la destrucción lenta de los gamonales, el oprobio de la civilización, y en medio de toda aquella brumosa confusión de épocas y lugares, los aletazos colosales del cóndor majestuoso planeando sobre los escarpados andinos donde, en la alta noche estrellada, se oían las plegarias imperturbables dirigidas al Ekeko, se adivinaban las ofrendas, se intuía la paciente espera de siglos para la venganza minuciosa, las víctimas elegidas por remotísimos designios que escapaban a la comprensión del hombre blanco, algo así creí entender entre ráfagas de sopor y sorbos de chicha.

Ya era bastante tarde cuando me levanté cansado y torpe del sofá. De la calle llegaba el sordo e intermitente oleaje de la noche. Laura pareció despertar de un sueño y se excusó contrita, seguramente me había aburrido, dijo acompañándome a la puerta, y antes de que yo pudiese responder sentí el perfume íntimo de su piel, los labios húmedos buscando los míos. En sus ojos llameaba una promesa y le devolví el beso con hambre y deseo atrasado, pero otra vez había en su mirada esa lejana despreocupación, esa especie de paciencia ancestral que tanto me turbaba. Quedamos en vernos a media semana, ella tenía que preparar unos exámenes y antes del miércoles le sería imposible, me dijo.

Nunca atendemos las claves que nos ofrece el destino, esa sincronía de palabras cruzadas por la que avanzamos casi siempre a ciegas. En aquella madrugada que ahora descubro lejanísima yo no pude advertir los hilos vertiginosos que me cercaban con esmero de orfebrería: pese a que estaba cansado decidí no regresar de inmediato a casa y paseé sin propósito por Miraflores. Me sentía desasosegado y lo atribuí a aquella inesperada resaca que dejan con frecuencia los amores germinales. Recalé finalmente en el Casco Viejo, pero de inmediato di cuenta que había sido un error. Terminé rápidamente el whisky que había pedido y me alejé de esa estridente alegría de voces y copas y música demasiado alta. Pero cuando dejaba el dinero sobre la barra levanté sin razón alguna la vista hacia la estantería donde se amontonaban souvenirs y botellas y descubrí la sonrisa maligna, el bigotillo pintado, los bultos y bolsas que parecían doblegar su figura, y aunque ya en el auto camino a casa me repetía que era un muñequito común, que en muchos negocios y hogares lo tenían como amuleto o adorno, un principio de malestar me secuestró repentinamente, era como si de pronto me hubiera zambullido en el mundo de Laura, en ese otro orden preciso que discurría paralelo al mío.

Supe más sobre el Muki, sobre los Apus, sobre el Chullachaqui selvático y su engañosa cojera, sobre creencias que sobrevivían al desgaste sin fin del tiempo y en ese demorado detalle que Laura ofrecía sin prisa, mientras escuchábamos música andina -esas melodías que apenas son murmullos tristes, cantos agoreros de no sé qué fatalidad invencible- ella iba iniciándome en un saber que invariablemente desembocaba en el Ekeko, en esa figurilla diabólica que entre huacos y adornos andinos parecía vigilar nuestras charlas y besos, nuestras caricias ebrias, el hambre sin recato que nos asaltó ese miércoles de nuestra cita, nuevamente en su departamento, nuevamente bebiendo chicha y escuchando, como a lo lejos, el tráfico pausado de la madrugada miraflorina.

Me encantaba Laura. Había en ella una fresca vitalidad que al mismo tiempo parecía antigua y sabia, algo que tenía mucho que ver con sus ojos limpios y la manera desenfadada de instalarse poco a poco en mi vida. Empecé a ir por la universidad para recogerla y almorzar juntos, cuando el trabajo en la agencia me lo permitía, e improvisábamos comidas rápidas en su casa, ahora llena de cajas y paquetes a causa de la inminente mudanza. Creo que en el fondo me gustaba ese equilibrio gitano que ella mostraba andando entre libros empaquetados y sofás cubiertos de sábanas, trajinando en la diminuta cocina con sus recetas típicas a las que al principio puse algún reparo -una vieja úlcera me hacía poco receptivo a tanto condimento- y que no obstante terminaron por seducirme, como la música de Inti Illimani o los Kjarkas. Cuando se lo conté a Patricio Canessa en la oficina, soltó la carcajada y prometió contarle a Carmen el estupendo trabajo de concientización nacional que estaba haciendo su amiga antropóloga. También le dije que el sábado se las entendiera solito con el trabajo porque yo le había prometido a Laura ayudarla con su mudanza. Canessa se encogió de hombros, había muchísimo que hacer en la agencia y sin embargo pensó que yo merecía un descanso, aunque sólo fuera para partirme el lomo dándomelas de buen samaritano. Eso fue lo que dijo, cuando le hubiera sido más fácil poner su cara de tronco y putear en italiano, teníamos un alto así de facturas que poner al día y él se las tendría que arreglar solo. Ese gesto amable fue mi perdición y por ello le guardo todo mi paciente rencor, esperando el olvido, el despiste que estoy seguro llegará en algún momento.

El sábado llegué temprano, como se lo había prometido a Laura y desayunamos panecillos con queso y leche. También me dio a probar un poco de carne seca, y finalmente, con los últimos sorbos del café cuzqueño que saboreé sin prisas, encendí un cigarrillo que ella puso traviesamente en mis labios: yo no solía fumar, pero desde que salía con ella, acaso por un deseo de revancha por esa vida de moderación y sobriedad que había llevado hasta entonces, acaso por la subterránea voluptuosidad que había en su gesto al ponérmelo en la boca, aceptaba de cuando en cuando darle unas pitadas a su cigarrillo. Lo único que no había empaquetado era el Ekeko, que continuaba sobre la estantería empotrada de la sala. No lo vayas a olvidar, le dije mientras ella se ponía unos blue jeans viejos y Laura se rió, ya no lo necesitaba, me dijo con un chaleco andino y multicolor en las manos, te he traído esto de Ayacucho, agregó sonriendo, pruébatelo a ver qué tal te queda. No quise desairarla y me lo puse sintiendo que me subían los colores a la cara, además yo había dejado la camioneta mal estacionada frente a la casa y por eso nos apuramos en bajar los primeros paquetes, los más pesados. Lo que ocurrió después entra en ese interregno de locura y estupor inmóvil que vivo desde entonces. Debió ser el café, o el desayuno abundante, al tercer o cuarto viaje cargado de cajas me flaquearon arteramente las piernas en la escalera. Sudando y trastabillando busqué apoyo en el marco de la puerta y desde allí me dirigí a Laura. Me siento mal, creo que alcancé a decirle sintiendo que una marea verde me subía desde el estómago. Como en sueños vi que ella -estaba de espaldas a mí, fumando pensativa en la ventana, rodeada de bolsas y cajas- se llevaba una mano a los cabellos antes de decirme no es nada, en seguida se te pasara, y creí que me abrazaba pero no era eso lo que estaba haciendo: al principio pensé que se trataba de una broma tonta e intenté quitarme la mochila que me puso a la espalda, pero ella riendo como una niña traviesa me tomó de las manos y se puso a girar conmigo, no es nada, no es nada, eres un mentiroso, decía y yo, descompuesto por un miedo que me atenazó la garganta impidiéndome gritar, explicarle que de verdad me sentía mal, no entendía lo que Laura estaba haciendo, pero entre los giros cada vez más rápidos de los que esa espantosa debilidad me impedía zafarme, iba sintiendo sobre mis espaldas cada vez más encorvadas, sobre mi torso y mis hombros, un cansancio humillante y traicionero, no es nada, no es nada, mentiroso, y yo no podía gritar, me empezaba a vencer una sensación de escombro y pánico, un torbellino de chispas y sudor frío en los que de tanto en tanto aparecían los ojos malsanamente alegres de Laura antes de abandonarme a una negrura densa cruzada por raudas estrellas fugaces.

Cuando desperté un recuerdo de vértigo me hacía zumbar ligeramente los oídos. Laura estaba sentada frente a mí, con las piernas cruzadas y fumando uno de sus largos cigarrillos. Discúlpame, me dijo avergonzada, no creí que te sintieras realmente mal, felizmente ya pasó. Se puso en pie y observé que temblaba como si tuviera mucho frío. Por la ventana entraba la noche sosegada y azul, y antes que yo pudiera decirle algo, ella sonrió, no te preocupes por la camioneta, Patricio viene a recogerla, comprenderás que en ese estado tú no puedes manejar, dijo con dulzura. Cerré los ojos sin pronunciar palabra, abandonado por completo al delicado malestar que todavía persistía como un lento vaivén y me quedé escorado en esa niebla que era la voz de Laura muy a lo lejos, sus pasos por el departamento vacío, el silencio desnudo de la habitación. Debí dormir un buen rato porque de pronto escuché la voz de Laura y otra voz que reconocí de inmediato: Patricio Canessa estaba sentado junto a ella, un vaso de chicha en la mano, y me extrañó que hablara de mí como si todavía estuviera dormido o aún no me hubiera visto. Sí, dijo rascándose la cabeza, él la ayudaría con la mudanza y luego se llevaría la camioneta, no faltaba más, pero no podía entender cómo el loco de su socio la había dejado así, de buenas a primeras, seguro habría una explicación. Con horror, con un grito sordo y desgarrado que sin embargo no escapó nunca de mi garganta comprendí todo: Laura se había acercado hasta la estantería empotrada como quitándole importancia a todo aquello y dijo que tenía un regalo para Carmen, quedaría lindo en su comedor, junto a la platería, sonrió mientras le explicaba a un Patricio Canessa algo impaciente y distraído para qué eran los saquitos, los bultos, para qué las mil chucherías de colores, para qué mis entreabiertos labios de yeso donde finalmente colocó un cigarrillo encendido.





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