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El equilibrio

Fernando Lázaro Carreter





El 25 de abril de 1899, Rubén Darío escribió uno de los artículos que habían de integrarse en el libro «España contemporánea»; estaba dedicado a Alfonso XIII, entonces un muchachito de trece años. Lo había visto pasear en un cupé por la Casa de Campo, con su madre y sus hermanas, y el cronista invita a dar por conclusa la imagen del niño débil y enclenque de los primeros años; ahora es ya «vivaz, y sus movimientos son los de quien se fortifica por la gimnasia». Estas páginas del poeta genial rebosan afecto hacia el Rey adolescente, del que cuenta algunas anécdotas infantiles. He aquí una, narrada con sus mismas palabras: «Un día, por alguna pequeña falta no sé si en sus lecciones o en otra cosa, fue castigado con encierro. El niño se debatía entre los ayos que le llevaban a su prisión, pero la orden se cumplió. Entonces, ya encerrado, don Alfonso daba grandes voces, deliciosamente furioso. Se le decía que no gritase, y él contestaba: ¡He de gritar más fuerte! ¡Que me oigan los españoles! ¡Que sepan que tienen preso a su Rey! ¡Que vengan a sacarme los españoles!»

El Infante real no dudaba ni un instante del cariño y de la lealtad de sus súbditos. Rubén le desea ambas cosas, mientras refuta con energía a un yanqui, el cual, con la pluma mojada en resentimientos del 98, había escrito de Alfonso: «No hay en la Península persona alguna en cuya lealtad y devoción pueda confiar, a excepción de su madre». Sobre quién tenía razón, decidiría el tiempo, treinta y dos años más tarde. Y veo la causa de ese lento, pero, al final, amargo abandono, en aquella fe excesiva del Rey en los españoles desde niño («¡Que me oigan!, ¡Que sepan!, ¡Que vengan!»). Llegado el momento, calculados con pasión el debe y el haber de la Corona, ni lo oyeron, ni supieron, ni fueron. Y es que entre ella y ellos no se había establecido una dependencia correcta: La Monarquía necesitaba a la nación, pero ésta, por circunstancias que la historia tiene descritas, había llegado a concluir que no precisaba ya de la Monarquía; e inevitablemente -la historia no vuelve atrás- la despidió sin un pañuelo al aire.

¿Qué malhadada torpeza me hizo mover la mano con brío cuando charlaba con Don Juan Carlos en la recepción de La Zarzuela, el 23 de abril, con la confianza a que invita su llaneza? El Rey había encendido un habano mínimo, y yo, con mi pitillo en la mano, me estaba permitiendo recordarle cuántos males se atribuyen al tabaco: era casi una perorata chejoviana. Como si tuviera alguna obligación de excusarse. Su Majestad declaró que fumaba muy poco; pero, fijándose en mi cigarrillo, me preguntó si no era incongruente mi velado reproche. «Es que yo no importo a nadie más que a mi familia. Al Rey, en cambio, lo necesitan todos los españoles». Y pasé a recordarle su casi accidente de coche en la carretera helada, y a punto estuve de aludir al «plongeon» por la puerta de vidrio, hace un año, que lo tuvo manco casi un mes. El Rey argumentaba con lo evidente: ¿ha de vivir en una urna? De pronto, acompañando de gestos mis palabras, una mano se me fue sin voluntad hacia el habanillo del Monarca, que salió por los aires como un diminuto misil. Ambos nos precipitamos a recogerlo, pero él llegó antes. «Señor -le dije-, un rey de otros tiempos me hubiera enviado a una mazmorra». Se limitó a excusarme, divertido con mi turbación: «¡Pero si carece de importancia!»

¿Por qué tuve yo que gesticular con tan importuna vehemencia? La única explicación la formulé en aquella respuesta: necesitamos al Rey, y atemoriza que pueda correr el menor peligro. Tengo la impresión de que es un sentimiento muy generalizado, que ha ido arraigando desde el día mismo de la jura en las Cortes. Ahora somos los ciudadanos quienes, ante una dificultad, miramos al Rey, aguardamos su palabra, y tenemos la seguridad de que, en caso extremo, correría en nuestra ayuda.

Las confianzas han cambiado de dirección. Un ejemplo palmario se produjo aquella noche de febrero, que empezaba angustiosa bajo un signo contrario al narrado por Rubén: eran el Gobierno, el Parlamento y, con ellos, la nación, los que estaban encerrados; ¿no demandaba España, con gritos silenciosos, que viniera el Rey? Fueron muchas horas de zozobra, aun con la seguridad de que acudiría. Y llegó, ya alta la noche, cuando todos los cabos estaban en su mano, para decirnos, simple y brevemente, cómo había ordenado nuestra libertad sin condiciones.

Vivimos, pues, una situación bien distinta, nueva en las relaciones entre la Monarquía y el pueblo: necesitamos al Rey. Nadie puede dudar sensatamente de que es nuestra mayor reserva de firmeza, en estos años en que tantas locuras se agolpan para desintegrar y romper e interrumpir. Es providencial que esto ocurra; y, sin embargo, no parece óptima una situación en que esperamos de la Corona más que de nosotros mismos. Mientras continúe, seguiremos en un presente lábil y, por tanto, ante un futuro sin claridad. No es bueno que dependamos tanto del Rey, y que se produzca sobresalto hasta si fuma o conduce una moto cuando le apetece. Hay que llegar a ese punto en que el pueblo y la Corona se necesiten con vínculos menos contingentes, en mutuo equilibrio de fidelidad.

Para ello, es necesario que nuestra vida en común cuaje con la solidez que le falla, la que admiramos en otros países monárquicos europeos, donde no es imaginable que el Soberano sea requerido con frecuencia para que los salve. Porque son los ciudadanos los que defienden sus leyes y arbitran salida a sus problemas. Son ellos quienes pueden equivocarse: el Rey no puede. Y como sí podría, queda, no al margen, sino por encima, encarnación de cuanto une a todos más allá de los vaivenes del instante: la continuidad de la Patria, de su progreso, justicia y prestigio. Ya se verá cómo, suceda lo que suceda a Gran Bretaña en su odiosa guerra, ni un ápice de la Corona será rozado. ¿Qué ocurrirá, en cambio, en un país de caudillos salvadores, como la Argentina, si sobreviene un desastre?

A esa situación europea de mutuo equilibrio entre Monarquía y pueblo hemos de llegar; sólo entonces habremos construido la nación que buscamos desde hace tres siglos. El rey «vicediós» -lo llamaba así Lope- hubo de ir resignando su poder en Europa al pueblo soberano. Pero, en España, una suerte de sino con raíz de siglos, hace que, en última instancia, remitamos la soberanía a quien la encarna. No la asumimos, no acabamos de creérnosla. O algo peor: planteamos nuestros conflictos con tal furia, tan fuera de razón, que la continuidad de la Patria se tambalea con frecuencia indebida. Y al árbitro del Estado se le empuja a tomar parte en juegos peligrosos. De muchos errores de reyes y presidentes es culpable el país: los indujo a cometerlos, bien por resignación de su propio poder, bien porque algo sumamente amenazador, que jamás debió producirse, ha surgido en la vida pública. Luego, como es natural, los ha hecho responsables, abriendo crisis dramáticas que nos han detenido mientras otros pueblos avanzaban.

Me conforta -creo que a los españoles nos conforta- saber que el Monarca acude: no es un Godot a quien se espera en vano. Pero confortamiento no es tranquilidad sin temores. Esta sólo se producirá cuando la Institución real quede a salvo de llamadas perentorias y frecuentes, de gritos de socorro para que acuda adonde algo no debe suceder, o debe suceder de otra manera. Ni el Rey ni el pueblo han de quedar nunca encerrados. Hace falta que, además de glorioso, seamos, humildemente, un país serio.





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