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El esquivar la ocasión es prevenir el peligro. Leyenda histórica. Castilla (1358)

Manuel Fernández y González

Ana María Gómez-Elegido Centeno (ed. lit.)

I

La manceba del rey

En ancha capa embozado,

Hasta la sien el sombrero,

Desnudo el brillante acero

En ademán recatado;

Se ve en oscura calleja

De Sevilla la moruna

Al resplandor de la luna

Un hidalgo en una reja.

Nada tras ella se ve

Que está el aposento oscuro

Y no es tan poco seguro

El poner muy cerca el pie.

Mas si a alguno el miedo deja

Deslizarse junto al muro

Escucha el acento puro

De una mujer, tras la reja;

Y sin duda a departir

Amorosos se citaron,

Pues de la dueña aguardaron

El descuidado dormir.

-Un nombre me demandáis

-Dijo el hombre a la mujer-,

Si pretendeislo tener

Por mi medio, os engañáis.

¿De mi destino inclemente

Lo infausto no concebís,

O que obrareis, presumís,

Callando, más cuerdamente?

Por Dios, que tenéis razón;

Mañana Reina os hiciera,

De Castilla, si pudiera,

Y al par de mi corazón.

Solo el último os ha dado

Lo menguado de mi estrella,

Y pues no puedo vencella.

Pedir más es excusado.-

Calló el doncel suspirando

En su amoroso despecho

Y así pasaron gran trecho

Entrambos a dos callando.

-Si tanto puede la estrella

Contra vos -dijo a su vez-,

Con mal cubierta altivez

Tras de la reja la bella,

No será pediros mucho,

Que un momento me escuchéis.-

-Hablar -repuso él,- podéis.

Que de buen grado os escucho.-

-Hubo en Castilla un Rey, tiempo lejano

Entendido, valiente, justiciero;

Azote del rebelde castellano,

Y poderoso amigo del pechero.

Era rubia su blonda cabellera

Y sus ojos de angélica ternura.

Que por su mal, de pérfida extranjera

Miraron un momento la hermosura.-

Mordió él embozado el labio

Hasta dejarlo sangriento,

Y ella siguió con su cuento

Que tal vez era un agravio.

-Un hermano bastardo, el de Toledo

Sin respetar la esposa del hermano

Lanzó a su frente, a su poder sin miedo,

Negro borrón en su delirio insano;

-¡Mentís!, ¡mujer baladí!-

-¡Silencio!..., ¡poder de Dios!-

-¿Quién os ha contado a vos

Lo que se ha ocultado a mí?-

-¿Quién?, ¡los celos!, yo guardé

El sueño de vuestra esposa,

Y suspicaz, recelosa

Junto a su lecho velé;

Alguna vez en el sueño,

De su mente roto el dique,

El nombre de D. Fadrique

Salió a su labio risueño.

Y su rival la miraba

Con sarcástica alegría,

Y ella: ¡Fadrique! -decía;

¡Ella a Fadrique llamaba!

Y a D. Pedro de Castilla,

Aquella mujer mirando

Le contemplaba temblando

Rojo de rabia a su orilla.

Ronco, trémulo, imponente,

Pálido el fiero semblante,

Al fin gritó en voz pujante

Mirándola frente a frente:

-Daréisme pruebas mañana;

De no, ¡cabeza tenéis!

Y meditad las habéis

Con el diablo en forma humana.-

-¿Pruebas queréis?, podéis ir

Vuestro alcázar a rondar,

Y allí las habréis de hallar

Sin tenerlas que pedir.-

Y de rabia y celos loca.

Dejó, cerrando la reja,

A Don Pedro en la calleja

Con la palabra en la boca

II

El maestre de Santiago

La noche está silenciosa.

Alta la luna en el cielo

Mal brillando, tras el velo

De la bruma matinal;

El alba por el oriente

Su paso medroso avanza,

Y apenas su luz alcanza

El muerto mundo a alumbrar.

Es un ancho gabinete

Alhajado a la morisca,

De castellana odalisca

Destinado a la mansión.

Una lámpara de plata

Sobre la mesa refleja

Y una esclava ver se deja

Sobre dorado almohadón.

Alta ventana arabesca

Deja ver el ancho cielo

Libre paso dando al vuelo —119—

De la brisa matinal;

Y se agitan las cortinas

En movimiento onduloso

Al impulso vagoroso

De su beso virginal.

Sin duda la esclava espera

El plazo de alguna cita,

Pues, impaciente, no quita

De la ventana el mirar;

Y hay arrollada una escala

De seda sobre la mesa

Y parece que la pesa

De las horas el rodar.

Al fin sonó en la calleja

De pasos leve ruido,

Y luego débil silbido

En la estancia penetró;

Y al arrojar a la calle

La mirada adormecida,

Informe, vaga, perdida

Fantasma en la sombra vio.

-¿Sois vos? -preguntó en voz débil.-

En la ventana la esclava,

Y el que en la calle aguardaba

Dijo en voz débil: -Soy yo.-

Y a aquella señal, la escala

Cayó, hasta el suelo rodando,

Y por la escala trepando

Un hombre en la estancia entró.

-Buen maestre de Santiago

-Le dijo entonces la mora-,

Os aguarda mi señora.

-Pues bien, recibe tu pago

-Contestó voz convulsiva

En acento tan sombrío,

Que bañó de sudor frío

Los miembros de la cautiva;

Que vio a la luz amarilla

De la lámpara expirante

El iracundo semblante

De D. Pedro de Castilla;

Que arrastrándola a una puerta

Con fuerza desesperada.

Tendió de una puñalada

A la triste esclava, muerta.

Y luego a andar empezó

A largos pasos la estancia

Maldiciendo de la Francia

Que tal consorte le dio.

Y allí esperaba impaciente

La venida del hermano

Con el puñal en la mano.

Con el frenesí en la mente.

Otra vez sonó a lo lejos.

De pasos leve ruido,

Y otra vez débil silbido

En la estancia penetró;

Y al arrojar a la calle

La mirada enfurecida

Informe, vaga, perdida

Fantasma en la sombra rio.

-¿Sois vos? -preguntó D. Pedro

Que colérico temblaba,

Y el que en la calle aguardaba.-

Dijo en voz débil: -Soy yo.-

Y a aquella señal la escala

Cayó hasta el suelo rodando

Y por la escala trepando

Otro hombre en la estancia entró.

-¿En dónde están mis amores?

-preguntó con voz galante.

Y vio el funesto semblante

de D Pedro centellar,

Y sintió su fuerte mano

Asida de su ropaje

Y le escuchó en su coraje

Con voz de trueno gritar:

-Bien, por Dios, D. Fadrique de Toledo,

El decoro veláis de vuestro hermano,

Y a su poder sin miedo,

¡Necio!, lanzáis con atrevida mano

Negro borrón a su soberbia frente.

¡Oh!, que pensasteis, mal, si con el nombre

De hermano os escudasteis

Y de mi justa cólera esperasteis

Sin temor el torrente; en vos un hombre

Que a mi trono escupió solo contemplo

Y, ¡por Dios!, serviréis de triste ejemplo

A mi pueblo traidor. ¡Ah mis leales!

¡Los que mi trono, fuerte, defendisteis

De la traición cobarde a los puñales

Y a Trastamara en Nájera vencisteis!1

¡Valientes!, ¡junto a mí! -Cual un torrente

Que de la alta montaña se derrama

Y en la fértil llanura desparrama

Su revuelta corriente;

Así del Rey al grito sanguinario

Veloces sus maceros

Inundaron el ancho gabinete.

Feroces y altaneros

Armados de la espuela hasta el almete.

-Ahí tenéis un traidor -el Rey les dijo-,

¡Matadle sin piedad! -y sus miradas,

Brillaron con feroce regocijo.

Y allí estaba el Maestre de Santiago

Inmóvil y sereno

Cual de tormenta en medio del estrago

Segura roca, al retumbar del trueno.

-¡Don Pedro de Castilla, el justiciero!

En sarcástica voz, dijo el bastardo-,

Conozco bien tu corazón de acero

Y de él ni amor ni compasión aguardo.

¡Tigre sediento de la sangre mía!

El hijo de Leonor2tu frente escupe

Manchada de traidora cobardía

¡Blanca infelice!, como tú, hechicera

Mi madre era también, ¡oh madre mía!-

Y trémulo D. Pedro le escuchaba

La vista fija, el corazón de fiera.

-¡Rematadle! -gritó de rabia rojo

Volviéndose feroz a sus maceros.

Y allí cayó al embate de su enojo

La flor de los cristianos caballeros.-

III

Conclusión

Al fin de un oscuro tramo

Del alcázar de Sevilla.

De la Reina de Castilla

En la que cámara fue.

Orilla una chimenea

Do arde madera olorosa

Está sentada una hermosa

Y un joven rubio a su pie.

Os pido, la dijo, albricias,

Ha muerto la de Borbón3.

-Bien -dijo, ella-, galardón

Merecen tales noticias.

-Murió la aleve pareja;

Más, hechicera Padilla4

La loca esperanza deja.

Que aunque tu fe no denigro

Y te adora el corazón.

El esquivar la ocasión

Es prevenir el peligro.


FUENTE

Fernández y González, Manuel, «El esquivar la ocasión es prevenir el peligro. Leyenda histórica. Castilla, 1358», (Madrid), Semanario Pintoresco Español, 29 marzo 1846; Nueva época, n.º 15, pp. 118-119.

Edición: Ana María Gómez-Elegido Centeno.

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