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Acto tercero



La misma decoración.



Escena I



MERCEDES y ANTONIO.



     MERCEDES.- ¡Magnífico rasgo! No cabe duda que debes estar orgulloso de tu determinación.

     ANTONIO.- Mercedes, eres incomprensible. ¿Me censuras porque he procedido como el deber me ordenaba?

     MERCEDES.- ¡El deber! ¿Cuál es el que te liga con Pancho para hacerle espontánea variación de nuestra herencia? ¿No es Laura, según él mismo nos ha dicho, quien retiró la libranza con el producto de sus economías?

     ANTONIO.- Sí.

     MERCEDES.- Pues entonces... ¡Di más bien que has tenido vergüenza de desandar tu camino después de dar aquel golpe escénico! Eres lo más simplón...

     ANTONIO.- Mercedes, no entraré contigo en discusiones inútiles; pero te participo que mi conducta me satisface completamente.

     MERCEDES.- ¿Por qué?

     ANTONIO.- Porque de ese modo la determinación que voy a llevar a cabo, no se traducirá por una idea de lucro, puesto que nada poseemos.

     MERCEDES.- ¿Tu determinación? ¿Cuál?

     ANTONIO.- Casar a Laura con Ricardo.

     MERCEDES.- ¿Qué oigo? ¡Y te atreverías a hacerlo después de lo ocurrido y sabiendo que continuaba pobre como hasta aquí?

     ANTONIO.- Ciertamente que sí. ¿O crees que la inicua conducta que has observado con él no pesa sobre mi conciencia? Llamaré a ese muchacho y le diré: «Amigo mío, si usted es pobre, yo también lo era y acaso ese período ha sido el más feliz de mi vida, porque en compensación de mi trabajo, tenía las ilusiones del desinteresado cariño de mi mujer. Usted ama a mi hija y yo se la doy por esposa, porque no quiero herir dos corazones henchidos del único sentimiento que se sobrepone a todas las miserias humanas.»

     MERCEDES.- ¿Y los casarás tú?

     ANTONIO.- ¿Yo? No. El cura de la parroquia.

     MERCEDES.- Y se morirán de hambre.

     ANTONIO.- Los enterrarán.

     MERCEDES.- ¿Y el remordimiento de haber labrado su desgracia?

     ANTONIO.- ¿Y la satisfacción de haberlos conducido a la ventura? No, no; el oro coadyuva a la felicidad, pero no constituye su base. Cuando yo volvía en otro tiempo a mi casa, después de haber hecho alguna operación lucrativa y tú recompensabas con un tierno abrazo mis desvelos, te juro que me consideraba el hombre más feliz de la tierra; al paso que después cuando hemos nadado en la opulencia, a fuerza de no carecer de nada, nada nos causaba ilusión, y vivíamos en el indiferentismo de la costumbre.

     MERCEDES.- La costumbre forma una segunda naturaleza.

     ANTONIO.- Además que no quiero tener remordimientos, y por muy debilitada que supongas mi fe, creo firmemente que EL de arriba castiga a los malos y recompensa a los buenos, y yo ambiciono contarme entre los últimos. (Un criado presenta a ANTONIO un pliego, que contiene un suelto de periódico y una carta, y se retira.)

     MERCEDES.- ¿Qué es eso?

     ANTONIO.- La credencial sin duda.

     MERCEDES.- Llega ya tarde.

     ANTONIO.- Es el único borrón que no puedo lavar y que empaña mi existencia. (Rompiendo el sobre.)

     MERCEDES.- Contentémonos con la lectura de nuestro soñado esplendor.

     ANTONIO.- (Después de leer.) ¡Ah!

     MERCEDES.- ¿Qué?

     ANTONIO.- ¡Soy feliz!

     MERCEDES.- ¿Te conservan el destino?

     ANTONIO.- No.

     MERCEDES.- (Con mal humor.) ¡Entonces!...

     ANTONIO.- Escucha lo que me escribe Hilario. (Leyendo.) «En el momento de ir a transmitir a la prensa la noticia de tu nombramiento, ha sobrevenido la inesperada crisis de que ya te supongo anuente, y he creído de mi deber, dada nuestra amistad, no sacrificar tu pasado a unas horas que, a lo más, hubiera durado tu presente. En su consecuencia, he preferido desmentir en mi periódico, como verás por la última hora, lo que ya como un hecho anunciaba la oposición, dejándote así en libertad de que hagas el uso que te parezca de las circunstancias.»

     MERCEDES.- De modo...

     ANTONIO.- Que mi honra queda a cubierto. (Leyendo el suelto con muestras de satisfacción.)

     MERCEDES.- Y que harás que los tuyos te nombren embajador para indemnizarle del sambenito que ha pesado sobre tu nombre, y a fin de dar un público mentís a la calumnia con que querían mancharte tus propios correligionarios.

     ANTONIO.- ¡Ese rasgo te caracteriza perfectamente! No señor, no quiere decir que redimido de una culpa cometida a pesar mío, viviré honrado y pobre sin tener que avergonzarme ante mi conciencia.

     MERCEDES.- Pero para vivir se necesita comer, y la comida cuesta dinero y no lo tienes.

     ANTONIO.- Trabajaré.

     MERCEDES.- ¿Tú?

     ANTONIO.- Yo, sí.

     MERCEDES.- En la cuerda floja.

     ANTONIO.- O en la tirante.

     MERCEDES.- Y yo tocaré el tambor para que se reúna la gente.

     ANTONIO.- De ese modo sacudirás el frío.

     MERCEDES.- Y nuestra hija molerá los colores de su marido.

     ANTONIO.- Justo. Así no podrá hacer lo mismo con su paciencia.

     MERCEDES.- Y le remendará los calcetines...

     ANTONIO.- Operación a la que si tú te consagrases, me evitarías en este momento una polémica fastidiosa.

     MERCEDES.- No será en mis días.

     ANTONIO.- Mercedes, ten la bondad de no agriarme la única satisfacción que recibo después de tantas amarguras.

     MERCEDES.- No tengas cuidado; no te diré ni una palabra más.

     ANTONIO.- Tú no sabes lo que vale poder exclamar: «Conservo mi honra.» ¡Ay! (Sonriendo con satisfacción completa.) ¡Cómo se ensancha el corazón! ¡Con qué libertad se respira! (PANCHO aparece a tiempo de escuchar las últimas palabras.)



Escena II



Dichos y PANCHO.



     PANCHO.- ¡Vuelta a la alegría! ¡Bravo!

     LOS DOS.- (Aparte.) (¡Él!)

     PANCHO.- En pocas horas ha tenido usted más fases, que la luna en toda su revolución; pero ahora se diría que atraviesa usted el plenilunio de enero, que si bien es el más frío, es en compensación el más claro.

     ANTONIO.- Es que hay circunstancias en la vida que atenúan los dolores más agudos.

     PANCHO.- Sí; el mundo es un laboratorio de farmacia, donde al lado del frasco del arsénico, que mata, está el del éter, que reanima.

     ANTONIO.- Toma, lee aquí. (Dándole el suelto.)

     PANCHO.- ¿De qué se trata? ¿Del anuncio de algún remedio empírico para vivir sin comer?

     MERCEDES.- Cerca le andas.

     PANCHO.- (Leyendo con énfasis.) «Es completamente falso, como asegura un colega, que el señor don Antonio Viniegra haya aceptado la legación de Londres. Mucha honra recibiría nuestro partido contando a esta entidad entre sus adeptos; pero hombres como él, ni transigen con su conciencia, ni abjuran jamás de sus convicciones.» (Declamado.) ¿Y qué quiere usted probarme con esto? ¿Pretendería usted hacerme partícipe del error en que incurrirán los lectores de ese suelto, al suponer que dice verdad?

     ANTONIO.- No.

     PANCHO.- ¿Entonces?...

     ANTONIO.- Lo hago por darte a conocer la causa de mi alegría.

     PANCHO.- ¡Ah! ¿Usted se alegra cuando recibe un desengaño?

     ANTONIO.- ¿Un desengaño?

     PANCHO.- ¿Digo?...

     ANTONIO.- No es sino una prueba de amistad. Hilario López, a quien conoces, es quien trataba de llevar a cabo mi nombramiento; pero sorprendido por la crisis, ha preferido dejarlo sin efecto, y desmentir la noticia que ya se había propalado, a fin de devolverme la libertad de acción.

     PANCHO.- ¡Pobre tío! A ser usted célibe tendría su puesto marcado en las misiones evangélicas, porque es usted uno de los mejores propagandistas de la fe.

     ANTONIO.- ¿Por qué?

     PANCHO.- Porque le hacen a usted comulgar con ruedas de molino. Hilario López, acaba de llevar a cabo una de sus infinitas evoluciones políticas; y habiéndosele excluido del gabinete, han recompensado su transgresión con la plenipotencia de Londres, que él ha escogido como la mejor retribuida; sacrificando así a la amistad en aras de su conveniencia.

     ANTONIO.- ¿Es posible?

     MERCEDES.- (Zahiriendo a ANTONIO.) Me alegro, me alegro.

     ANTONIO.- ¿Pero te consta?

     PANCHO.- Acaban de decírmelo en el ministerio, a donde por indicación de su modelo, he corrido inútilmente en busca de Ricardo, no hallándole en su estudio.

     ANTONIO.- ¿Eso es inicuo?

     MERCEDES.- Tú no quieres convencerte de que la caridad bien ordenada empieza por uno mismo. No debiera ser así, pero lo es.

     ANTONIO.- ¡Qué siglo de desmoralización!

     PANCHO.- No, tío. Es un mal inherente a nuestra condición. Aristófanes, Juvenal, Cervantes, Quevedo, Larra, todos los satíricos del mundo han censurado el mismo vicio en diferentes épocas; y el estómago, centro del sistema ha seguido impertérrito, burlándose de sus detractores, como se ríe el sol de los astrónomos que le suponen manchas y lunares, y que son los primeros en buscar desde el pingorote de su observatorio, el benéfico calor de sus rayos protectores. Pero... dejémonos de filosofías, que el tiempo urge. (Llamando.) ¡Laura! ¡Laura!

     ANTONIO.- ¿Qué haces?

     PANCHO.- Llamar a mi prima para que me diga dónde podré encontrar a Ricardo. Ella debe saberlo.

     ANTONIO.- Pero...

     PANCHO.- ¿Qué?

     ANTONIO.- Desde que me has dado a conocer su sacrificio, me causa rubor el ponerme en su presencia.

     MERCEDES.- ¡Pobre ángel!

     PANCHO.- ¡Qué tontería!

     ANTONIO.- No sabré qué decirle.

     PANCHO.- No la dice usted nada y la da un abrazo en cuanto se presente. La palabra es la vela que impele el esquife humano; pero la naturaleza sabia en su obra creatiz, nos ha puesto estos apéndices (Por los brazos.) para que cuando la lona sea insuficiente, podamos proseguir nuestro curso por el piélago de la sensibilidad con el auxilio de los remos. (Indicando la acción de dar un abrazo.)

     MERCEDES.- Ya está allí.

     ANTONIO.- ¡Ah!

     PANCHO.- (Impeliendo a ANTONIO.) Pues ánimo y... a bogar.



Escena III



Dichos y LAURA.



     MERCEDES.- ¡Laura! (Estrechándola cariñosamente.)

     ANTONIO.- ¡Hija de mi alma! (Arrojándose confundido en sus brazos.)

     LAURA.- (Temerosa.) ¿Qué tenéis?

     PANCHO.- No hagas caso. Que tu primo es un charlatán y ha denunciado tu abnegación.

     LAURA.- ¡Pancho! (Con cariñosa reconvención.)

     PANCHO.- ¡Qué quieres! Cuando leo la historia y calculo que todos los esfuerzos humanos no han de bastar a decir a las generaciones futuras quién fue el pastelero de Madrigal, cuál la enfermedad que cortó los días del príncipe don Carlos, y qué nombre llevaba el infeliz que, como perro en canícula gimió en la bastilla bajo el bozal de la máscara de hierro, me olvido de que la discreción es una virtud, y me juro que, en cuanto de mí dependa, no ha de haber ni una página misteriosa en la historia contemporánea.

     ANTONIO.- Deja que tu padre, confuso y agradecido, te estreche contra su corazón.

     LAURA.- Yo no he hecho más que mi deber.

     ANTONIO.- ¡Oh! No; te has impuesto un sacrificio...

     MERCEDES.- Que tu padre trata de recompensar, casándote con un hombre que no puede hacerte feliz.

     ANTONIO.- ¡Mercedes!

     LAURA.- No temas. Bajo su forma frívola alienta un alma grande y generosa que sabrá convertir en cariño el sentimiento de gratitud con que hoy llego a decirle: «Quebrantas tus juramentos por salvar a mis padres de la miseria; pues bien, Pancho, esta es mi mano.» (Tendiéndole la mano.)

     TODOS.- ¡Ah!

     PANCHO.- (A MERCEDES.) ¡Señora! Aprenda usted. Cuando en las obras de los hombres se desliza algún yerro supino, la Providencia cuida de redactar la fe de erratas.

     LAURA.- ¿Qué?

     PANCHO.- Nada, hija... que... no se trata de mí. (Conmovido.)

     LAURA.- ¿Pues de quién?

     CRIADO.- (Anunciando.) El señorito don Ricardo. (Vase.)

     TODOS.- ¡Ah! (Pausa.)

     PANCHO.- (Aparte.) (Ahora, corazón, a ver cómo se grita con fuerza: «¡abajo los tiranos!»



Escena IV



Dichos y RICARDO.



     RICARDO.- (Grave.) Extrañará usted sin duda mi presencia en esta casa.

     ANTONIO.- ¡Oh! No. Hable usted.

     RICARDO.- Ignoro si debo... (Mirando a PANCHO.)

     PANCHO.- (A RICARDO.) Por mí no dudes.

     RICARDO.- Por recomendación de usted he recibido la credencial de un cargo que acabo de rehusar en este momento. ¿Me será lícito inquirir con qué derecho se añade el insulto a la humillación?

     ANTONIO.- (Aparte.) (¡Oh!) (Alto.) ¡Ricardo!...

     PANCHO.- Sí, siéntate, porque la cosa promete ser larga y abundante en emociones que pudieran hacerte oscilar. (Todos se sientan.)

     ANTONIO.- (Balbuciente.) ¡Yo!... ¡Siento un rubor!...

     PANCHO.- ¿Un rubor?... Vamos, pues allá voy yo. Figúrate que mi tío desde esta mañana está arruinado.

     RICARDO.- ¡Ah!

     ANTONIO.- Sí, es cierto.

     PANCHO.- Y que en el instante en que la imaginación le reproduce el lúgubre cuadro de su porvenir con una hija y una esposa, que inconscientemente se van a ver sumidas en los horrores de la indigencia, vienen a anunciarle que un tío suyo ha tenido a bien hacer rumbo a la eternidad, dejándole por heredero de su fortuna. El amor paternal por un lado, el egoísmo por otro y... (Mirando a Mercedes.) la serpiente entre los dos, han hecho que por defender este su último baluarte haya originado un rompimiento contigo. Pero como las cosas cuando se hacen en ayunas siempre salen mal, cátate que a mi tío le dan remordimientos, y para destruirlos, te manda esa credencial, diciéndote: «Comamos,» si bien dándote en el banquete la participación que el gitano del cuento dio a su compadre cuando le propuso comprar en mancomunidad un cigarro, «que fumaremos,» decía, «entre los dos.» «Yo chuparé y tú escupirás.»

     ANTONIO.- ¡Ricardo!

     RICARDO.- Basta. No tiene usted necesidad de disculparse a mis ojos. Evítela usted las privaciones y me doy por satisfecho. No me debe usted nada. (Levantándose.)

     LAURA y MERCEDES.- ¡Ah!

     ANTONIO.- ¡Alma noble y generosa!

     PANCHO.- Siéntate, hombre, siéntate; no seas impaciente. Falta la segunda parte y... nunca segundas partes fueron buenas. Figúrate que el tío en cuestión era un avaro que enterraba su dinero; en la ilusión sin duda de que al calor de la tierra, pudiera reproducirse como las plantas tuberculares. Pues bien, al morirse no creas que se propuso anticipar a su sobrino el usufructo de su disposición testamentaria. Nada de eso, paralizó repentinamente su aparato vital por ahorrarse el disgusto de convencerse de que le había sido robado hasta el último maravedí.

     RICARDO.- ¡Cómo!

     PANCHO.- Como lo oyes.

     RICARDO.- De modo que... (Mirando a LAURA.)

     PANCHO.- «Los dineros del sacristán cantando se vienen y cantando se van.» Es decir que mi tío creyó ponerle un puntal a su edificio y el puntal era de caña.

     RICARDO.- (Aparte.) (¡Laura en la miseria!)

     ANTONIO.- Poco me importa la ruina si encuentro la compensación en la tranquilidad de mi conciencia.

     MERCEDES.- (Aparte.) (Palabras, palabras y palabras.) (Pausa.)

     RICARDO.- Señor de Viniegra, tengo el honor de pedirle a usted la mano de su hija.

     TODOS.- ¡Ah!

     ANTONIO.- (Conmovido por la alegría.) Y yo tengo el inmenso placer de considerar a usted desde este momento como hijo mío.

     LAURA.- ¡Padre de mi alma! (Todos se levantan.)

     PANCHO.- (Aparte.) (Serán felices. Se aman, y el amor come tan poco...)

     MERCEDES.- (Aparte.) (¡Yo no puedo más!)

     PANCHO.- (Mirando a MERCEDES.) (¡La serpiente se enrosca!)

     MERCEDES.- Señores: no quisiera turbar con mis palabras la alegría de que todos se encuentran poseídos; pero a título de madre me permitiré hacer una observación. El amor es un sentimiento que todo lo poetiza y embellece, ¿pero encuentran ustedes justo que cuando nuestro esplendor acaba de desaparecer, sacrifiquemos a nuestra hija a las consecuencias de un irreflexivo arranque de corazón? ¡Hablemos francamente y discurramos un poco con la cabeza! ¿Cuál va a ser su porvenir? ¿Qué van a hacer estas dos criaturas?...

     ANTONIO.- ¡Mercedes!

     PANCHO.- Poco a poco. Sentémonos. (Se sientan.) La tía tiene razón.

     MERCEDES.- ¡Y tanta!

     ANTONIO.- Pero...

     PANCHO.- Silencio. Vamos a ver. (A RICARDO.) ¿Tú con qué cuentas?

     RICARDO.- Con mi trabajo.

     PANCHO.- Poco es.

     MERCEDES.- Y tan poco.

     RICARDO.- Con él, no obstante, señora, he adquirido ya la base de un pequeño capital.

     MERCEDES y ANTONIO.- ¡Cómo!

     RICARDO.- Hoy he vendido dos cuadros.

     MERCEDES.- ¡Ah! ¿Sí?

     ANTONIO.- (Mirando a su hija.) Pero creo que el comprador ha cambiado de propósito.

     LAURA.- (Aparte.) (¡Ah!)

     PANCHO.- ¿Qué está usted diciendo? Tenga usted la bondad de no comprometer el buen concepto de que gozo como admirador de las artes y como persona solvente. Los cuadros son míos, y la prueba es que voy a satisfacer su importe. (Saca todos los billetes y se pone a contar una suma.)

     MERCEDES.- (Aparte.) (¡Qué oigo!)

     ANTONIO.- (Aparte.) (Es mucho hombre.)

     RICARDO.- No urge...

     PANCHO.- ¡Qué sabes tú!

     LAURA.- (Enjugándose una lágrima.) (¡Pobre Pancho!)

     PANCHO.- (Viéndola llorar y aparte.) (¡Llora!) (Alto a RICARDO.) ¡Ah!... ¡Se me olvidaba!... No te he comprado más que el Invierno y el Verano, y como comprenderás, yo no puedo pasar el año con dos solas estaciones. Por consiguiente, son mías la Primavera y el Otoño.

     TODOS.- ¡Ah!

     RICARDO.- Como quieras; pero supongo que serás más módico en tu ofrecimiento.

     PANCHO.- No señor, no; te daré lo mismo. ¿Te había de pagar yo más baratas las épocas, en que siendo más perfecto el estado de la salud se economiza uno todos los dispendios con que abruman a la humanidad doliente las estaciones extremas? (Sigue separando billetes y dice aparte.) (Ojos que te vieron ir: ¿cuándo te verán volver? El estómago defiende su imperio palmo a palmo: revolucionario, (Por el corazón.) dale un susto. (Cantando.) «¡Si Torrijos murió en un cadalso!»...) (Alto y dando a RICARDO un paquete de billetes que éste deja sobre la mesa sin tocarlos.) Toma.

     RICARDO.- (A MERCEDES y mirando conmovido a PANCHO, comprendiendo que todo lo hace por protegerle.) Ya ve usted, señora... que la fortuna me sonríe.

     MERCEDES.- Pero esa suma... ¿Cuánto monta eso?

     PANCHO.- Diez mil duros, querida tía.

     MERCEDES.- No es una cantidad despreciable... Pero su interés medio apenas sí les dará para mal vivir.

     ANTONIO.- (Aparte.) (Es mucho cuento.)

     RICARDO.- Ciertamente; ¡pero con mi trabajo!... Además, si nos reducimos un poco creo que será lo bastante para los cuatro.

     TODOS.- ¿Eh?

     LAURA.- (A RICARDO.) ¡Oh! Gracias.

     MERCEDES.- (Desconcertada.) ¿Para los cuatro?

     ANTONIO.- ¡Hijo! ¡Me corroe la vergüenza! (Afligido.)

     PANCHO.- (Aparte.) (¡Bien por el mozo!) (Se enjuga una lágrima y dice en voz alta.) Mira, Ricardo, también me quedo con la batalla de las Navas; pero ese cuadro como es muy grande no te le compro por menos de diez mil duros.

     RICARDO.- ¡Pancho! (Todos tienen el llanto en los ojos.)

     PANCHO.- ¡Qué!

     RICARDO.- Que te extralimitas, atribuyendo a mis obras un valor de que carecen.

     PANCHO.- ¿Tú te burlas? Un lienzo con más de cincuenta caballos y el rey Alfonso con unos recamos de oro en el traje que valen un dineral. En fin, chico, a ti no te importa: mis medios me lo permiten. (Contando billetes.)

     RICARDO.- (Con intención.) ¡Ea!... pues tú lo quieres.

     LAURA.- ¡Madre de mi alma! ¡Padre mío! No nos separaremos nunca, y en cambio de los sacrificios que habéis hecho por mí, yo os daré el espectáculo de mi felicidad y juntos bendeciremos... (Mirando a PANCHO que la contempla conmovido.) a la Providencia, que sabe colmar de dones a los mismos que la ofenden.

     PANCHO.- Chico... también te compro el...

     RICARDO.- Basta, Pancho, basta... (Abrazándole.) He callado hasta ahora, pero ya no puedo más. (Llorando.) Yo beso la mano que me tiendes, y la limosna que me otorgas y que me ofendería por mí, yo la acepto por ella, sí, sólo por ella.

     PANCHO.- (Aparte llorando.) (¡Por ella!...) (Alto cambiando de tono y echando sobre la mesa todos los billetes.) Mira... ¡Píntame todo eso!

     TODOS.- ¡Ah!

     LAURA y RICARDO.- ¡Pancho!

     ANTONIO.- (Aparte a PANCHO.) ¿Pero qué va a ser de ti?

     PANCHO.- Me consagraré al comercio de cuadros, que es lo único que me falta que hacer. (A LAURA y RICARDO.) Y bien ¿sois felices?

     LOS DOS.- (Aturdidamente.) ¡Mucho!

     PANCHO.- ¡Mucho!... ¡Ah! (Aparte tratando de dominar su emoción, pero cediendo a ella y cayendo sobre una silla. Todos le rodean.)

     TODOS.- ¡Pancho!



Escena V



Dichos y el DOCTOR.



     DOCTOR.- ¿Qué ocurre? ¿Algún nuevo ataque? ¿A ver? (Tratando de pulsarle.)

     PANCHO.- (Poniéndose en pie y sonriendo.) No es nada, no... ¡El estómago!...

     DOCTOR.- ¡Citrato!

     PANCHO.- ¡Quiá!... (Con amarga sonrisa.) Lo mío es cáncer.



FIN DE LA COMEDIA Arriba