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ArribaAbajoLuis Rius: amor y extranjería

Gabriel Rojo. El Colegio de México


Luis Rius es uno de los poetas hispanomexicanos, llamados así por haber llegado exiliados a México siendo aún niños y haber desarrollado su labor poética en ese país. Además de él, forman parte de este grupo Tomás Segovia, Nuria Parés, Manuel Durán, Carlos Blanco, Ramón Xirau, Enrique de Rivas, etcétera, todos ellos nacidos entre 1925 y 1937.

Luis Rius escribió cinco libros de poemas: Canciones de vela (1951), Canciones de ausencia (1954), Canciones de amor y sombra (1965), Canciones a Pilar Rioja (1970) y Cuestión de amor y otros poemas (1984). Este último libro apareció pocos meses después de su muerte. Es una colección de poemas que el autor eligió entre los que habían aparecido anteriormente en libros y revistas y algunos que no había aún publicado. Constituye una especie de testamento poético del autor: un libro en el que, sabedor de su próxima muerte por cáncer, recopila los poemas que, en su opinión, constituían los mejores de su producción.

En este libro, Luis Rius nos indica de varias maneras que sus temas, sus preocupaciones, fueron fundamentalmente el exilio y el amor, o, como él mismo las llama: el «arte de extranjería» y la «cuestión de amor». Desde el primer vistazo al índice del libro notamos que las dos secciones que ocupan más espacio llevan justamente estos nombres. Además, en la presentación («Nota preliminar») del libro nos lo dice explícitamente:

En vez de presentarlos aquí al lector tal como originalmente aparecieron, libro a libro, he preferido reordenar los poemas, atendiendo a su tema y a su tono, en tres partes a las que respectivamente he titulado: Arte de extranjería, Cuestión de amor e Invención varia. Las dos primeras incluyen los poemas de temática recurrente en mí; la última, los de temas y tonos que me son menos frecuentes y algunos tan sólo ocasionales702.


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El número de poemas que forman las dos primeras secciones es muy parecido: 44 poemas en el caso de la primera y 41 en la otra. Esto es indicativo de que, al elegir Rius los poemas que habrían de publicarse en estas secciones del libro, consideraba que el peso que tienen las dos temáticas es parecido dentro del total de su obra poética.

La tercera sección del libro, Invención varia, recoge, bajo diferentes subtítulos («Cifra de danza», «Palabras de hombre a hombre», etcétera), poemas de temática variada, lo que muestra un menor interés en estos «temas y tonos».

En este ensayo me referiré principalmente a las dos primeras secciones: Arte de extranjería y Cuestión de amor. En la comparación de algunos rasgos que se encuentran en estas dos secciones se puede descubrir que las dos vertientes principales de la poesía de Rius, el amor y la «extranjería», son complementarias y contrapuestas, y son, además, expresión de una tensión vital: la imposibilidad de autorreconocimiento y, consecuentemente, el deseo de lograr una difícil armonía con un mundo que tampoco es armónico. La poesía de Luis Rius en estas dos secciones es la búsqueda de un camino (imagen, por cierto, muy recurrente) hacia la solución de esta tensión. Si bien en estas dos secciones es donde alcanza esta problemática su mejor expresión, no es sólo en ellas donde encuentra el poeta la vía de su solución: además de encontrarla en algunos poemas amorosos, también es en otros que se encuentran dentro de la sección Invención varia, y en especial en la parte titulada «Cifra de danza», donde el poeta logra acercarse a una reconciliación consigo y con el mundo. Son poemas en los que, a través de un tono diferente, y sobre todo por la actitud que asume el yo lírico, el poeta logra por fin que esta tensión se relaje y encuentra un camino más propicio para enfrentarse con ese mundo que le es ajeno y en el que, al menos parcialmente, puede reconocerse.

Desde la presentación que Rius hace de su primer libro, Canciones de vela, notamos que existe en él la conciencia de que no hay nada nuevo en los temas que toca, pero que los sentimientos que se manifiestan a través de éstos son la parte medular de la expresión humana: «Los temas, los de siempre: amor, soledad, esperanza..., sentimientos que mejor que la razón definen al hombre»703.

En los poemas que Luis Rius incluyó en Cuestión de amor y otros poemas encontramos algunas características que son recurrentes. Además de los temas ya mencionados, Rius toca otros como la nostalgia, la distancia, la muerte, etcétera, y expresa algunas actitudes peculiares, tales como la preocupación por el tiempo, la incomunicación, y, en ocasiones, incluso la percepción de la vida como carente de sentido. Sin embargo, más que por los temas, es a través de las actitudes asumidas por el yo poético, y por la forma peculiar con que se relaciona con el mundo, como se explican mejor las dos preocupaciones fundamentales de Luis Rius: el amor y la extranjería.

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En 1967, en un artículo publicado en la Revista de la Universidad de México, Luis Rius explica lo que para él tiene mayor importancia en el desterrado: no se trata del exilio en su primera significación (destierro de España),

sino en la segunda, o indirecta, que es la significación verdaderamente grave y universal para el hombre: la de sentir en su propia carne, a lo vivo, y merced a una contingencia histórica particular que el hombre, todo hombre, tiene en su misma sustancia original el estigma del destierro. ¿Destierro de dónde? Del Ser, del tiempo, de los otros hombres, de sí mismo incluso704...


En esta cita se ve que la «extranjería», el sentimiento de destierro, es mucho más que la separación violenta de la tierra a la que se estaba arraigado. Es una situación que tiene que ver con la existencia del hombre, con un sentimiento profundo de desarraigo y de no pertenencia, de extrañamiento con respecto a todo lo que le rodea. A través de los diferentes libros que publicó, es notorio que Rius, pasado el tiempo, va dejando en segundo plano las alusiones concretas a la pérdida de España y su poesía se centra en ese sentimiento, más profundo, del desarraigo.

En Cuestión de amor y otros poemas las manifestaciones poéticas de ese sentimiento son muy variadas: quizá la forma más general de definirlo sea como una oposición o, al menos, una separación con respecto a todo lo que le rodea. Pero esto tiene matices muy interesantes y sugerentes.

Una de las características que subyace en toda la primera sección de su libro póstumo es la cuestión de la identidad. Tácita, pero constantemente, se pregunta acerca de sí mismo, de su lugar en el mundo, de su diferencia y distancia con respecto a los demás hombres y hacia su entorno:


Los coches y los hombres por las calles
no se detenían. Era,
entre los árboles del parque,
como un árbol enfermo deshojándose
en pleno estío radiante


(p. 52).                


Aquella pregunta de «quién soy yo», que él encontrara en la poesía de León Felipe705, es también una de las características de su propia poesía. Luis Rius se pregunta «¿quién soy yo?» porque tiene la sensación de ser, valga la redundancia, un ser dividido. Y no únicamente por la disyuntiva de sentirse tanto mexicano como español, sino porque se siente ajeno al tiempo, al mundo. Las manifestaciones que esta pregunta adopta y los intentos que hace por responderla son múltiples. Van desde   —382→   la simple expresión de una vaga nostalgia, no sabe exactamente de qué, hasta la rotunda afirmación de que se encuentra «desterrado en el tiempo» (p. 52).

Otra característica que me interesa destacar aquí es la pasividad, casi podría decirse indolencia, que manifiesta el yo lírico en los poemas. Si bien es cierto que hay una búsqueda implícita en el mundo poético que crea, pareciera que no tiene los recursos para llevarla a cabo: más bien contempla, espera:



Otra vez frente al mar,
con mi frente abrasada
y mis ojos inmóviles,
lejanos, buscando sus espaldas;
con mi perfil de piedra
y mi sombra sonámbula.

Otra vez frente al mar
como aguardando, y sin esperar nada.
En el alma dolido
por herida de ausencia;
esa herida tan honda
sin sangre y sin lágrimas


(p. 27).                


Estos dos rasgos de su poesía, la cuestión de la identidad y la pasividad, están enlazados por un elemento que es característico de prácticamente toda su producción poética: la introspección y el impulso que lo lleva a salir de ella. Constantemente se pregunta, se dirige a sí mismo, pero es consciente de que la búsqueda que se plantea no tiene salida por ese camino y tiene que buscarla fuera de él: mientras se encierre en el círculo vicioso de hacerse preguntas cuyas respuestas no sabe y de comunicarse a sí mismo su angustia, no podrá salir de ésta. Esto le lleva a crear interlocutores706, seres a los que pueda comunicar la sensación de aislamiento que lo embarga y que le permitan, al relacionarse con ellos, hacerle sentir que forma parte del mundo, que existe algún resto de armonía entre él y lo que le rodea. Así, intenta buscar fuera de sí mismo a ese tú que le permita reconocerse. En los versos que se citan a continuación, son evidentes tanto la pasividad y el aislamiento del yo lírico, como la búsqueda que emprende fuera de sí mismo- en esta ocasión como súplica a la lluvia:


Llégate, lluvia, aquí,
a este rincón murado donde vivo
sin poderte tocar,
sólo viéndote, oyéndote, llamándote.
Llégate a derruir estas paredes
y esta techumbre estériles.
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Con tu savia menuda en mis entrañas,
¡qué plenitud de vida granarían!
(...)
Llégate a mí, descúbreme
aquí adentro, encerrado
en esta clausurada morada solitaria,
y bátela con furia, sé diluvio
para su despiadada resistencia.
Destrúyela y fecúndame


(p. 43).                


Los interlocutores que crea (o que encuentra) en su búsqueda son muy peculiares: desde elementos de la naturaleza, como la lluvia, en el fragmento citado, o la noche, o la tarde, hasta seres que tienen que ver más con sus propias inquietudes: su soledad, su corazón, su angustia, incluso su muerte. Esta necesidad de diálogo, de salir de sí, lo lleva incluso a utilizar el recurso del desdoblamiento y conversar con aquél que nunca fue: «Aquél que nunca fui viene a llamarme / al corazón y viene a entristecerme» (p. 74). Sin embargo, esta búsqueda se revela infructuosa al constatar que, realmente, no puede salir de sí mismo a través de estos interlocutores: son sólo expresión de su propia angustia, proyección de sus preocupaciones: son él mismo. Paradójicamente, el toparse consigo mismo es lo que le impide reconocerse: no puede concebirse como parte del mundo, en armonía con él. Se muestra como un ser ensimismado y agobiado por el sentimiento de desarraigo, de no pertenencia. Si bien la angustia por el desarraigo y la soledad que experimenta se expresan crudamente en estos poemas, la búsqueda de sí mismo fracasa al no poder encontrar al otro.

El poema que concluye la primera sección de su libro se titula «Acta de extranjería». En los cuartetos de este soneto, aparte de mostrar su sentimiento de «extranjería» hacia todo lo que le rodea, Rius expresa su afán de encontrarse y reconocerse; afán que, finalmente, resulta infructuoso. Al no reconocer su origen tampoco puede reclamar la propiedad de lo que le rodea. Su dificultad radica precisamente en que, al no encontrar al otro, no puede encontrarse a sí mismo:




Acta de extranjería


¿De qué tierra será?, ¿dónde su mar?
-dicen-, ¿cuál es su sol, su aire, su río?
Mi origen se hizo pronto algo sombrío
y cuando a él vuelvo no lo vuelvo a hallar.

Cada vez que me pongo a caminar
hacia mí pierdo el rumbo, me desvío.
No hay aire, río, mar, tierra, sol mío.
Con lo que no soy yo voy siempre a dar.


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Sin embargo, en los tercetos de este poema Rius plantea una posible alternativa a la problemática planteada en toda la primera sección de su libro. A través del ser amado, gracias a ese tú, a ese otro al que difícilmente accede, aspira a salir de sí mismo para reencontrarse y reconocerse. El amor logra, «acaso alguna vez», que el yo lírico salga de su ensimismamiento y pueda proyectarse fuera de sí para poder reencontrarse:



Si acaso alguna vez logré mi encuentro
-fue camino el amor-, me hallé contigo
piel a piel, sombra a sombra, dentro a dentro,

el frágil y hondo espejo se rompió,
y ya de mí no queda más testigo
que ese otro extraño que también soy yo.


(p. 76)                


En el poema citado anteriormente, puede verse la contraposición y complementariedad que hay en los dos grandes temas que Rius aborda en su poesía. Podría decirse que se trata, más que de temas, de dinámicas complementarias donde el amor -o cuando menos el asunto amoroso- parece suplir y, en ocasiones, subsanar las carencias y angustias que el poeta expresa en sus poemas de extranjería. Sin embargo, esto no siempre es así. Por el contrario, muy pocas veces sus poemas de amor expresan esa plenitud ansiada, ese encuentro que el poeta busca consigo mismo y esa relación armoniosa con el mundo a la que aspira.

En estos poemas casi siempre hay un «pero»: el tiempo, la muerte, la fugacidad, también la ya mencionada pasividad del yo poético. Aunque se considera al amor como un valor insustituible y trascendente, incluso con respecto a la muerte, el sentimiento que se expresa es casi siempre opacado: es posibilidad, algo momentáneo, fugaz, o bien algo ya muerto o inalcanzable.

También en estos poemas se crean interlocutores: aunque son diferentes a los que aparecen en los poemas de la primera parte del libro, juegan un papel parecido. Si bien el , el otro, parece más cercano y asequible, como más dispuesto a servir de contraparte al yo, en muchos poemas sirve también para hacerle más profundo el sentimiento de pérdida y sumirlo aún más en su ensimismamiento:


A mi corazón llamas dulcemente.
Tu pasión lo requiere, lo convida;
mas ya mi corazón la suave herida,
endurecido, del amor no siente


(p. 94).                


Los interlocutores que aparecen con más frecuencia son la amada, la compañera, la noche, la tarde y el corazón. Todos ellos son, la mayoría de las veces, «alguien» a quien comunicarle la angustia de su aislamiento. El yo poético, así, continúa dentro de su ensimismamiento y su introspección, aunque la incomunicación   —385→   se reduzca. Se presenta imposibilitado de habitar y de poseer el mundo que ansía.

Aunque en el poema «Acta de extranjería» se ve al ser amado y, por extensión, al amor, como un camino de lograr el encuentro, también se ve como algo situado en el terreno de la posibilidad y, si ocurriese, como algo fugaz:


Si acaso alguna vez logré mi encuentro
-fue camino el amor- me hallé contigo


Al introducirse el tema de la fugacidad del encuentro entran también a jugar un papel muy importante dos elementos: el tiempo y la muerte. Veíamos que una de las características que Rius encuentra en el exilio en su segunda significación es precisamente el sentirse exiliado en el tiempo. Esta preocupación se expresa repetidamente en sus poemas de la sección Arte de extranjería. En los que se refiere al amor, va adquiriendo otros matices interesantes: el tiempo es uno de los factores que más frecuentemente se oponen a la unión de los amantes; incluso más que la distancia:


Si la distancia solamente fuera
el mar extenso en medio de dos cuerpos,
un barco haría el amor para surcarla.
Pero no es sólo el mar, distancia es tiempo,
que es más grande que el mar, no permanece,
como el espacio, inmóvil, va creciendo,
distancia más distante cada día,
hasta que el mundo se hace gigantesco
para que nunca vuelvan a estar juntos
el hombre y la mujer que se quisieron


(p. 117).                


Pero también el tiempo se va convirtiendo, sobre todo en los poemas que provienen de su libro Canciones a Pilar Rioja, en una presencia molesta, aunque inevitable, porque lo va acercando a la muerte y haciendo aún más fugaz la unión con el ser amado:


No supo hacerlo el tiempo.
¿Cómo pude vivir sin que existieras?
Y viví, y tú no estabas,
y ya soy casi ausente cuando llegas


(p. 107).                


Así como el tiempo toma matices diferentes en los poemas amorosos, la muerte, cuya presencia es menos frecuente en los poemas de extranjería, se hace más constante en esta segunda parte. Aunque la muerte se ve generalmente como un impedimento para la unión amorosa, también puede ser el elemento que la propicie: el amor, concebido a veces como imposible, sólo en la muerte puede realizarse. Si bien la total posesión del ser amado es imposible, la muerte puede ser el punto de unión de los amantes:

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Mensajera de amor, ¡ay, muerte mía!
Limpio céfiro tú, que en soplo amante
dos llamas juntarás, y a lo distante
mudarás en tocada cercanía


(«El enamorado y la muerte», p. 93)                


Los poemas amorosos de Rius, en su mayoría, son de soledad, de ausencia, de tristeza. Son poemas en los que el amor es a veces ilusión; otras, recuerdo. El amor presente está casi siempre anulado. Pero también se plantea como la única posibilidad de trascendencia: El amor permanece más allá de la muerte en las cosas, las habitaciones, la noche:


Y tú y yo moriremos,
pero esta noche quedará guardando,
eternamente viva
el lento golpear de nuestros pasos.
(...)
Tú y yo ya no estaremos.
Nuestras almas, vagando
sin sangre y sin camino.
Pero la noche quedará esperando
eternamente viva,
para poder a veces recordarnos


(p. 88).                


Incluso el sentimiento amoroso puede perdurar y sobrevivir a la muerte del cuerpo. En un poema en el que glosa un poema de Quevedo, el yo lírico se duele de que ya no será testigo de este amor perdurable:



Pasión de mi alma, amor, qué duradero
serás en la nostalgia del sendero.
Yerto mi cuerpo ya, mi voz perdida,

tú quedarás y yo no podré verte:
amor más verdadero que la vida,
amor más poderoso que la muerte


(p. 87).                


En gran parte de los poemas amorosos de Luis Rius el amor aparece como algo que, si bien es poderoso con respecto a la muerte, también es demasiado frágil. Tiene demasiados obstáculos e impedimentos y puede verse opacado por un sinfín de situaciones, incluso por la actitud pasiva del yo lírico, que si bien se muestra ansioso por lograr la unión amorosa, su intento fracasa debido a su indecisión:


con no acercarme, con temer mi suerte,
con no atreverme a tanta entrega y tanta,
yo solo fui el que se hirió de muerte


(p. 99).                


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Para resumir con las propias palabras del poeta su visión del sentimiento amoroso, quizá sea conveniente recordar otro fragmento de un poema ya citado: «El enamorado y la muerte»:


Sólo un instante ha sido
en nada sustentado, leve aliento:
(...)
Un instante intangible, sustentado
en su propia crueldad, en su deseo;
y el templo del amor, de fuertes torres,
ya es ruinas, ya es tristeza, ya es recuerdo.


(«El enamorado y la muerte», p. 93)                


Los poemas amorosos hasta aquí citados podrían dar la impresión de que hay una contradicción7076 entre lo que Rius plantea en el poema «Acta de extranjería» y el resto de su producción poética. Pero no la hay. En varios de sus poemas amorosos logra expresar -«fue camino el amor»- esa armonía tan deseada. Armonía que proyecta hacia todo lo que le rodea y que condensa al ser en plenitud, en continuidad perfecta con el mundo, superando al tiempo y a la muerte:


Fugaz, eterno;
relámpago de amor;
todo ya es día sin deseo
de anochecer jamás;
la luz total; el mundo por fin cielo


(p. 110).                


También en los poemas que podrían calificarse más precisamente como eróticos se da esta situación, pero con características especiales: el reconocimiento de sí mismo llega a través de la anulación del yo en el otro: no se encuentra propiamente descubriendo su lugar en el mundo ni superando la problemática del desconocimiento de su origen; tampoco supera el sentimiento de no pertenencia y extrañamiento, sino que olvida todo eso en favor de la entrega total y absoluta al ser amado, que tiene como condición, como en la mística, la propia anulación. Este camino -que, como habíamos dicho, se manifiesta con la actitud diferente del yo lírico- lo lleva a encontrar en el ser amado ese camino largamente buscado: el que lo saca de su ensimismamiento y lo funde con el otro. Ya no parece necesario el camino de regreso: el yo es por fin el otro. Un ejemplo extremo se encuentra en un poema en el que el yo lírico, lejos de continuar ensimismado y encerrado en el círculo   —388→   vicioso de su identidad, toma el papel de la mujer amada, su voz se vuelve femenina: él es el otro:


Árbol soy de una flor, de una flor sola,
y para ti es la flor, mi enamorado.
Nada es la vida ya,
nada el mañana, amor, nada el pasado.
Llega, ven, entra, rompe, gime, entrega...
Todo era ya silencio desmayado


(p. 102).                


En los poemas de Cifra de danza la anulación del yo se da por otro camino: a través del embeleso. En varios de estos poemas el yo lírico prácticamente desaparece en aras de la contemplación: la danza contemplada permite que el yo poético se sienta fundido en el ritmo de un mundo en armonía:



Como si el aire pudiera
ser visto y ser invisibles
los cuerpos; como si oyera
sólo el sonido inaudibles

ritmos de un son sin sonido,
los sonoros no sonando;
y ya las flores, volando,
vieran el vuelo abatido

de las aves voladoras;
así mientras bailadoras
tus manos y tu cintura
vuelven aire tu figura,

el mundo real se desmiente
para hacerse a tu manera,
cual si en ti se descubriera
por fin verdaderamente


(p. 133).                


Como se ha visto, la problemática se plantea y se resuelve alrededor del papel que juega el yo lírico en los poemas: a veces sintiéndose imposibilitado de reconocerse a sí mismo y al mundo y en ocasiones integrándose por completo, en armonía, a su entorno. La poesía, el trabajo poético, también toma parte de esta reconciliación, de la aspiración de armonía y de la ardua tarea de construir un mundo habitable. Concluyamos con las palabras que Rius dice acerca de la búsqueda vital en que está implicada, para el poeta, la poesía:

La poesía es la posibilidad de expresión que el hombre tiene para revelarse a si mismo su propia esencia, y de este modo salvarse de su existir encadenado a una realidad que lo disminuye, ya que en su misma esencia está   —389→   implícito el camino que, al revelársele, lo salvará. Esencia humana que no puede definirse con palabras objetivas, puesto que éstas no alcanzan más que a designar lo genérico del hombre (...) y no lo individual, sino que ha de ser revelada sólo a través de la metáfora, pues pertenece a un ser esencialmente poético que, al vivir en un mundo que no lo es, aspira enardecidamente a destruirlo para rehacerlo infundiéndole una sustancia idéntica a la suya708.



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ArribaAbajoRetornos de Luis Cernuda

Bernard Sicot. Universidad de Lille III


Escribe Cernuda a Nieves Mathews en 1943: «(...) aunque la vuelta a nuestra España fuese materialmente posible dentro de algún tiempo, espiritualmente aún sería imposible»709. En 1944, «nuestra España» se transforma en «España»: «(...) siento, hoy un despego profundo de España. No quiero volver a España (...)»710 y unas semanas más tarde la hija de Salvador de Madariaga podrá leer, en otra carta, las palabras siguientes: «(...) me doy cuenta que he perdido toda amarra con mi tierra (...)»711. Este no querer volver, a pesar del posesivo que reaparece, se repetirá en la correspondencia, como un leitmotiv, a lo largo de toda su vida. En 1958, desde México, le escribe al poeta portugués Eugénio de Andrade: «No es probable que yo vaya por España; el recuerdo que de mi tierra guardo (...) así como de mis paisanos, es poco agradable»712. Por fin, un poco más de un año antes de morir, en 1962, escribiendo a Jaime Gil de Biedma, no otra cosa dirá: «Lo que me dice como frecuente ahora en la que fue mi tierra me quita aún más ganas (si es que aún me quedan algunas) de volver por ahí»713. Respetando su reiterada y quizás esta vez más clara posición -el aoristo de «la que fue»- tendremos que creer a Cernuda. Aunque en este punto, como en otros, bien pudo haber escondido, a veces, sus verdaderos sentimientos detrás de la máscara de dureza que le era bastante habitual, como cuando por ejemplo, en Coyoacán, disimulaba el cariño que les tenía a los nietos de Altolaguirre, dándoles besos a escondidas, como recuerda Concha Méndez en sus memorias714.

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Pero la obra también niega la voluntad de retorno. Especialmente el ya famoso poema de La Desolación de la Quimera, titulado «Peregrino», escrito en 1961, que en algo suena a tango de Gardel y de Le Pera, a soneto también de] poeta angevino Joachim du Bellay («Heureux qui comme Ulysse, a fait un beau voyage»), pero con lección contraria, y que resuelve gidianamente: «(...) ¿Volver? regresar no piensas, / Sino seguir libre adelante, / Disponible por siempre, mozo o viejo, / Sin hijo que te busque, como a Ulises, / Sin Ítaca que aguarde y sin Penélope» (PO, p. 508)715. Aunque lo pudo haber considerado como posible alguna vez, no se producirá por lo tanto el retorno a la madrastra tan odiada ni a la madre patria tal vez secreta y calladamente querida. Como para otros poetas del exilio, el retorno verdadero, definitivo, se hará al «agujero de la tierra»716 del que hablara León Felipe, en una tierra amiga, la de México, en un cementerio que, como otros de La Realidad y el Deseo, también es un jardín717. Ahí, desde 1963, sigue muriendo Cernuda, bien escondido en su último jardín, «Entre la paz y el olvido»718, como los enterrados de los jardines-cementerios guillenianos en su inevitable destino. Y, como los del «Cementerio marino», tiempo habrá tenido de volver, en cuerpo y alma, a lo vegetal que rodea su resquebrajada tumba.

Lo eventualmente anecdótico de los párrafos anteriores quizás no aparezca como tal al recordar cómo, en la obra de Luis Cernuda, lo autobiográfico muy raras veces desaparece. El poeta habla y casi siempre de sí mismo, hasta, bien sabido es, cuando recurre a un «tú» o a un «él». Ese «tú» cernudiano, obvia figura del trillado desdoblamiento objetivizador del poeta, que a veces también parece dirigirse al lector (como en Gide, el «tú» de Ménalque a Nathanaël), ¿no será, además, una como resultante entre un «yo» que se esconde y un «él» sentido como demasiado otro o, para decirlo con palabras de Michel Butor, experto en pronombres, una como «forma intermedia entre la primera y la tercera persona?»719. Forma capaz de adaptarse, en Ocnos especialmente, a ese peculiar tono de retrospectivo diario íntimo, fragmentario, de libro de memorias incompletas, donde a veces parecería querer asomar una especie de monólogo interior, forma que, por fin, menos objetivizadora de lo que parece, sin desvelarlo todo, permitiría, mejor que otra, la revelación de lo indecible y lo escondido»720. Esto es lo que parece ocurrir cuando el «tú» de   —393→   muchos poemas, así como Albanio, remiten a un niño de Sevilla, improbable hijo de unos imprecisos y casi borrados genitores (Amparo Bidón o Bidou, de la que sólo se nos revela la voz áspera (PR, p. 21) y el maniático721 coronel o general Bernardo Cernuda Bousa), niño que vive en total simbiosis con los espacios profundos, cóncavos, cerrados de la ciudad de la gracia, con sus instantes escapados de toda cronología, que cobran forma y autonomía, como leves pompas de jabón. El paso del tiempo no lo marcan entonces los relojes sino el fluir de unas vivencias sensitivas o los momentos del día con sus consuetudinarios sucesos; tampoco los calendarios sino las estaciones del año. Huerto, jardín, invernadero, patio, claustro, siempre ofrecen profundidades vegetales y húmedas donde Luis-Albanio se acurruca en el ultimo rincón. Pero es en Glasgow, en el frío, sombrío y desangelado exilio norteño donde Cernuda, hacia 1938, va recordando a Albanio y componiendo sus tan insólitos y bellos poemas en prosa. Desde la ciudad caledonia, donde los parques están desprovistos de profundidad vegetal, del agua verde y soñolienta de las fuentes de antaño, de paz y de soledad apenas turbadas por la presencia ambigua de un niño, Cernuda vuelve la mirada hacia la imagen más perfecta del paraíso, la del «jardín antiguo», encerrado en los muros del Alcázar sevillano, que también fuera cantado por Guillén y otrora preferido por Gide722. Desea entonces «volver a aquel jardín y sentar[se] de nuevo al borde de la fuente para soñar otra vez la juventud pasada» (PR, p. 40)723.

El poeta, que ha vivido, en pocos meses, todas las separaciones, humanas, espaciales, lingüísticas; que teme, al acercarse a los cuarenta años, el paso a la segunda y presentida más corta mitad de la vida, descubre en el exilio realidades para él infernales. Entonces es cuando se produce el primer retorno. Retorno de la memoria, selectiva, elíptica (¿los recuerdos encubridores de Freud?), al edén de la niñez sevillana, a la ciudad femenina y maternal, no sólo para forasteros, en la que «el niño», presa de terror frente a su infantil percepción de la eternidad, ya quería «(...) volver atrás, regresar a aquella región vaga y sin memoria de donde había venido» (PR, p. 23). Pero una experiencia sensitiva de otoñal «paraíso regado»724, con sus «hojas mojadas», su «tierra húmeda» y sus sabrosas sinestesias de sabor y aroma, igualmente puede producir (memoria involuntaria) un movimiento hacia una anterioridad y llevar al empleo del mismo verbo: «Te parecía volver a una dulce costumbre desde lo extraño y distante. Y por la noche, ya en la cama, encogías tu cuerpo (...)» (PR, p. 21). El poeta adulto, desde Glasgow, en un movimiento doblemente   —394→   profundo, vuelve su mirada interior hacia la infancia, en la que el niño que entonces era ya quería regresar a una región no tan transparente como la de Fuentes pero ciertamente tan vaga e indefinida como la de Benet. Ni histórica, ni geográfica, sin embargo, esta región, sino localizada en lo más profundo del ser, donde ya la barruntaba Albert Béguin al tratar de los prerrománticos alemanes:

Si para ellos, la poesía (...), la imaginación creadora o el «sentido interno» tienen un valor privilegiado, es porque ven en ellos los diversos recursos de los que disponemos para alcanzar nuestra comunicación primera con el universo divino, o aún las manifestaciones de una región, en nosotros, «más profunda que nosotros mismos», donde esta comunicación subsiste a pesar de la caída725.


Retorno también a la obra, en la obra, al cuerpo de la obra «(...), concebida como seno bueno, como dadora de una vida que sustituye a la que huye», como diría Didier Anzieul726. Retorno a la buena madre gracias a los sueños del poeta, que escapa así a las brutalidades del mundo hostil y extraño del exilio. Anzieu añade:

¿No es el soñador como un niño colmado por una madre cariñosa? Aunque Freud no lo precisa en estos términos, el ensueño realiza la unión simbiótica, protectora y estimuladora de imágenes mentales, con la madre727.


Si la crisis del exilio en Escocia es responsable de un primer retorno y, por consiguiente, de la producción de Ocnos, casi diez años más tarde, los primeros contactos con México lo serán de un segundo, así como de la elaboración de Variaciones sobre Tema Mexicano. Antes de su definitiva instalación en la ciudad de México, escribe Cernuda, desde Estados Unidos, a Salvador Moreno:

¿Sabe qué hago? Escribo algo sobre México, y no estoy descontento de lo que resulta. En prosa, animada por la poesía a veces, según espero, con imágenes de la tierra y de la gente. Pocas veces he escrito con tanto cariño y gusto728.


Amenidad del tono casi alegre, expresión de una no disimulada satisfacción, pocas veces deparadas por un hombre más dado a lo áspero en el momento de escribir. El harto comentado episodio amoroso mexicano, aunque de innegable importancia para él y para su obra, no lo explica todo. Amén de cuerpos oscuros con los que se reproducen gestos amorosos en las tardes lluviosas del Distrito Federal   —395→   o para los que se escriben poemas729, el último país del exilio vuelve a ofrecer al poeta el calor, la vegetación, un mundo de sensaciones y, sobre todo, quizás, un espacio y un tiempo que siempre fueron su verdadera morada y que habían dejado de serio en el exilio norteño. Nuevamente el espacio se hace más profundo en iglesias que parecen grutas y conventos que reproducen laberintos protectores, de lenta penetración. Nuevamente se cierra en claustros y patios, en los que no faltan ni las plantas -¡hasta naranjos hay en ellos!730- ni el murmullo de las fuentes, ni los arcos o las bóvedas que tanto lo ahuecan y redondean. Y en los jardines otra vez frondosos, por los que se adentra el visitante, vuelve el agua verde de las fuentes a centellear inmóvil, mientras va reflejando el tronco de las palmeras. Ahí el tiempo se demora, como lo hará en una playa del golfo en la que el poeta se encuentra devuelto a la inmovilidad del instante, como reinstalado en ella y en su insensato deseo de habitarla siempre:

Vivir siempre así. Que nada, ni el alba, ni la playa, ni la soledad fuesen tránsito para otra hora, otro sitio, otro ser. ¿La muerte? No. La vida todavía, con un más acá y un más allá, pero sin remordimientos ni afanes.

Y entre antes y luego, como entre sus dos valvas la perla, este momento irisado y perfecto. Ahora


(PR, p. 150).                


Lo que en Glasgow sólo podía ser deseado y escribirse insistentemente con expresiones reiterativas como «de nuevo» u «otra vez», el poeta de Variaciones lo vuelve a encontrar concretamente en México y este reencuentro con realidades espacio-temporales y sensitivas, ancladas en su memoria, que «está[n] dentro de [él]», «en el fondo de [su] alma, en su círculo oscuro» (PR, p. 149), va a producir repeticiones de actitudes, ya encontradas en Ocnos, que van a cobrar, como entonces, un valor ritual: cruzar, atravesar, adentrarse por puertas y arcos, penetrar «otra vez un rincón» (PR, p. 143), sentarse, no moverse y, sobre todo quizás, mirar: «Sentado en un poyo, miras y miras, embebido» (PR, p. 149), «Acodado luego en el muro, miras el paisaje (...)» (PR, p. 126). Este retorno a un mundo que tiene «su clima y sus colores, su vegetación y sus habitantes, los mismos a través de los años» no es que vuelva a la memoria del poeta gracias a la realización de «gestos idénticos», sino que éstos, al producirse, reintroducen al poeta-soñador en sensaciones comparables de «felicidad» y «admiración»731. Sensaciones tanto más placenteras cuanto experimentadas   —396→   en un espacio y un tiempo profanos abolidos ritualmente por la repetición732, convertidos en míticos y, por lo tanto, utópicos y ácronos, es decir, susceptibles de volver en cualquier lugar (necesariamente un centro) o en cualquier momento (necesariamente un instante), tal es la fuerza de la repetición733. Mircea Eliade subraya: «(...) cualquier repetición de un gesto arquetípico, suspende la duración, anula el tiempo profano y participa del tiempo mítico»734. También señala, en el ensayo titulado «El terror de la historia», cómo «la obra de dos de los escritores más representativos de nuestro tiempo -T. S. Eliot y James Joyce- está atravesada en toda su profundidad por la nostalgia del mito de la repetición eterna y, en fin de cuentas, de la abolicióndel tiempo»735. Nostalgia que tampoco le es ajena a Cernuda, quien por esta razón y algunas más bien podría figurar al lado de Eliot en esta demasiado breve enumeración.

Repetición de los gestos, pero también de las palabras y especialmente de los títulos en un número no escaso de poemas. Ya se ha subrayado, en otro lugar736, cómo se repite, a lo largo de La Realidad y el Deseo o de los poemas en prosa, el tema del jardín con sus colindantes, los cementerios y las ruinas. Así, «Otro cementerio», «Otras ruinas», títulos de sendos poemas, hacen eco, en el mismo libro o en otro, a otros dos, titulados «El cementerio» y «Las ruinas». Pero, sin pretender elaborar una lista exhaustiva ni meternos en estadísticas léxicas, añadamos que «Viendo volver» en Vivir sin estar viviendo ya puede anunciar, unos doce años o ciento ocho páginas antes, según como se mire, el primer verso de «Peregrino» en Desolación de la Quimera; que «Otra fecha» (Con las Horas contadas) ya había sido precedido por «La fecha» (Vivir sin estar viviendo); que «Por unos tulipanes amarillos» (invocaciones) se repetirá en «Otros tulipanes amarillos» (Como quien espera el alba) y que, por fin, «Otra vez con sentimiento» (Desolación de la Quimera) remite a «Góngora» (Como quien espera el Alba); será quizás suficiente, ahora, para que conste este retorno de las palabras, una y otra vez, en una obra en la que su repetición busca y, si no, produce un efecto semejante al de los gestos arquetípicos en el   —397→   intento desesperado del poeta para abolir ritual, y por lo tanto ilusoriamente737, el tiempo.

Tratándose de los temas ya sabemos, desde aquel homenaje de La Caña gris y el artículo de Carlos-Peregrín Otero titulado «Variaciones de un tema cernudiano»738, cómo la repetición de algunos de ellos es notable. Llegan inclusive a constituir verdaderas «redes» en el sentido que le otorga a la palabra «réseaux» la psicocrítica de un Charles Mauron739. Si a los tres textos citados en aquel trabajo de Otero («Escondido en los muro? de Primeras poesías, «Jardín antiguo» de Las Nubes y «Jardín antiguo» de Ocnos) añadimos «Un jardín» (Variaciones sobre Tema mexicano), sólo citado en nota a pie de página, así como el, esta vez no citado, «Jardín» (Como quien espera el alba), son cinco y no tres los textos de primera importancia que conforman esas variaciones recurrentes. Bien podríamos, echando mano nuevamente al vocabulario de Mauron, llamarlas «obsesivas» si las incluimos en la larga serie de los poemas que recurren a la imagen más amplia de lo vegetal en lugar cerrado: cementerios que son jardines en La Realidad y el Deseo, «El huerto» de Ocnos con su invernadero al fondo, patios y claustros que desaparecerán en el exilio del norte para reaparecer a partir del contacto con México («El patio» de Variaciones). Pero también convendría convocar aquí otra serie afín, no menos larga, de poemas cuya temática incluye simplemente lo vegetal, plantas a las que se les dedican miradas penetrantes hasta la savia, gestos cuidadosos de jardinero y, en general, con conexiones hacia otros temas, todas las imágenes que tienen en común con el jardín el hecho de evocar lugares cerrados por los famosos muros cernudianos y que, como ya en Soto de Rojas, presentan un acceso difícil, estrecho y a menudo oscuro. And last but not least, «El parque» del exilio escocés, poema de Ocnos que funciona contrapuntísticamente, oponiendo una imagen inversa a la paradisíaca, habitualmente ligada a la amplia temática del jardín. Contrapunto y variaciones, relaciones y rupturas, «frasecillas» a la Vinteuil o composiciones más amplias, silencios y retornos, «arquitectura musical», diría Mauron, que añade: «Esta arquitectura, este sistema complejo de relaciones, de simetrías, de retornos, de variaciones temáticas, da al auditor un placer que ninguna otra cosa le podría procurar en su existencia (...)»740. De un modo semejante puede actuar, tal vez, en el lector de poesía cernudiana, consciente o inconscientemente, esa red de imágenes temáticas con sus retornos obsesivos en el tiempo de la obra y de la lectura.

Menos, mucho menos amplio y complejo que el tema anterior y nunca abordado, parece ser, pero especialmente significativo en una obra marcada por el exilio, el tema de las fronteras. Son tres, en la obra en prosa, los poemas que aluden a esos   —398→   como regresos y expulsiones que son, en ciertas circunstancias, los pasos de frontera:

«Guerra y paz», Ocnos: 1938, estación fronteriza entre España y Francia:

La estación sin duda hubiera tenido que mostrar animación, vida, aún más por ser estación de frontera; pero cuando en aquel anochecer de febrero llegaste a ella, estaba desierta y oscura. (...)

Atrás quedaba tu tierra sangrante y en ruinas. La última estación, la estación del otro lado de la frontera, donde te separaste de ella, era sólo un esqueleto de metal retorcido, sin cristales, sin muros -un esqueleto desenterrado al que la luz postrera del día abandonaba


(PR, p. 73).                


«La llegada», Ocnos: 1947, puerto de Nueva York:

Mas era la realidad: las molestias innumerables con que los hombres han sabido y tenido que rodear los actos de la vida (pasaportes, permisos, turnos de espera, examen policíaco, aduana) te lo probaron de manera tajante. Y más de siete horas después, terminado el acoso del animal humano, pudiste salir libre del cobertizo de la aduana en el muelle a la luz del mediodía (...)


(PR, pp. 95-96).                


«La lengua», Variedades sobre Tema mexicano: 1949, primer viaje a México:

-Tras cruzada la frontera, al oír tu lengua que tantos años no oías hablada en torno, ¿qué sentiste?

-Sentí cómo sin interrupción continuaba mi vida en ella por el mundo exterior, ya que por el interior no había dejado de sonar en mí todos aquellos años.


(PR, p. 117).                


Retorno a la lengua madre, «nuestra lengua», «condición misma de su existencia» como poeta, «[que] la poesía en definitiva es la palabra», añade Cernuda, este tercer paso de frontera es evidentemente el más fácil y el más feliz de los tres. El anterior, el de Nueva York, parece ser el más largo -¡siete horas!-, el más trabajoso de los alumbramientos. Sin embargo, después de la salida «a la luz del mediodía», después de atravesar los suburbios urbanos, hará retorno a una ciudad «hermosa», admirada desde el barco, deseada quizás desde hacía muchos años, desde que la había visto repetidas veces en el cine. El poeta no llegará a ella, no entrará en ella, sino que se «adentrará» en su cuerpo ofrecido y acogedor. Como Sevilla y como tantas ciudades, la de Nueva York, sin embargo cuán distinta, es femenina, es mujer y es madre. Cernuda prosigue: «Y te adentraste por la ciudad abrupta, maravillosa, como si tendiera hacia ti la mano llena de promesas» (PR, p 96). Bien distinta es la frontera de 1938. Fría, desierta, oscura, atravesarla le lleva de una madre patria en ruinas y ensangrentada a un exilio desconocido y por tiempo indefinido. Sin embargo, ahí también se produce, aunque breve como un paréntesis, un retorno hacia un espacio consolador, un islote de paz, luminoso, cálido,   —399→   protegido tras unos visillos, en un «rincón del andén vacío» -y aquí, necesario sería recordar todos los valores de intimidad que encierra la tan cernudiana palabra «rincón». Hacia él se encamina el poeta. Entra: «Era el café. Qué paz había dentro. Qué silencio. Una mujer con un niño en los brazos estaba sentada junto al hogar encendido» (PR, p. 73). Más que la simple imagen de una mujer, poco común además en la obra de Cernuda, la que se le impone al recién desterrado, huérfano de la suya desde siempre, sin madre patria desde hace un instante, es, en aquel preciso momento, la de una madre maternal. Madre amante de su hijo, sentada «junto al hogar» del que se podía escuchar «el murmullo ensordecido y sosegador». Virgen con el niño quizás, como la que Albert Béguin encuentra en Godwi y la estatua de la madre de Clarens Brentano y que le parece ser «uno de los símbolos permanentes de [la] mitología personal del autor alemán. Béguin añade:

(...) una imagen se destaca, bien perfilada, (...): la de una estatua de la Virgen con el niño (...) Sin que se sepa demasiado lo que ahí significa, esa virgen de mármol sorprende la imaginación y cobra mayor presencia real que ninguno de los personajes vivos. Se adivina que se trata de una de esas imágenes profundas y perdurables, que componen en cada uno de nosotros, la patria secreta del alma; (...)741


¿Qué otra cosa podría significar en el poema de Cernuda, en aquel islote de vida, fuera del tiempo, fuera del espacio, esa igualmente repentina y sorprendente aparición de una mujer maternal e inevitablemente amamantadora? El hijo de Sevilla que se dispone a enfrentar el vacío y lo desconocido del primer exilio se encuentra momentáneamente en un centro, y «sentado en medio de aquella paz», protegido por aquel lugar cerrado tras sus visillos, profundo, cálido, silencioso -sólo el murmullo de las llamas se oía-, va a recibir el alimento materno por excelencia, antes de emprender su camino errante: «Pediste leche fría y pan tostado», alimentos terrestres simbólicos que, como recuerda Gilbert Durand, «alternan con fantasmas de involución en el cuerpo materno»742. Habremos de resignarnos a que el poeta no haya pedido leche tibia para refuerzo de la quizás improbable eficacia demostrativa de estas líneas, pero ahí están la madre, el hijo, la leche y el pan, que constituyen un eslabón importante en esa otra red de imágenes, vinculada también a la de los jardines, la del retorno a una madre buena que tanta importancia tiene en la poesía de Cernuda743.

Tres viajes, tres fronteras, tres expulsiones, situados en diferentes momentos del laberinto del destierro. Pero tres veces Cernuda vive tres retornos: hacia la imagen   —400→   de la buena madre, hacia una ciudad madre y, por fin, en la lengua materna, madre del poeta. Reconfortantes y nostálgicos a la vez, aquellos retornos, aquellas visiones, evocados desde el exilio, son la expresión de una carencia pero también de una necesidad y ciertamente de un deseo que, desde la niñez hasta la edad adulta, perseguirán al poeta. Ahí se encuentra probablemente la red más profunda, vinculante de tantas imágenes y palabras, de tantos temas obsesivos y recurrentes que en la obra funcionan, con sus desplazamientos, sus condensaciones, como el retorno fundamental, el de lo reprimido. Entrar, sin embargo, en esas profundidades del edipo requeriría un tiempo que no tenemos y, sobre todo, para no caer en reducciones simplificadoras en demasía, las habilidades conjuntas de un Charles Mauron y de un Jean Delay744, de las que uno no se encuentra dotado. Por lo tanto, después de decir escuetamente que la interpretación habitual del deseo cernudiano (deseo homosexual) se me hace, aunque real, particularmente restrictiva e insuficiente, mejor será retornar a la poesía y devolverle la última palabra a esa otra voz mayor del exilio mexicano, la de León Felipe que, sin tapujos ni ambages, dice estas cosas mejor que largos comentarios:


Cuando el hombre muere,
al cerrar ya su ciclo,
(uno de tantos anillos)...
vuelve siempre a la misma cámara oscura de donde salió,
al mismo agujero de la tierra,
al mismo alvéolo de la carne que le dio a luz.
Una sepultura no es más que una matriz,
y la tierra, la más grande de todas,
está hecha con las sepulturas de todas las madres muertas.
Las madres muertas viven siempre bajo tierra con el mismo vientre que tuvieron...
Y el de Mi Madre... me aguarda allí ahora...
Allí...
(...)
A tus entrañas vuelvo, Madre.
(...)
Que ya no quiero más que esto:
Volver a las primeras sombras de mi cueva materna,
al pozo profundo de mi huerto familiar
cuyas aguas antiguas tienen las mismas substancias que mi sangre...
Ya no quiero otra cosa. Ni ver siquiera el sol745...




  —[401]→  

ArribaAbajoLuis Rius: un corazón indócil

Colectivo Sinaia. (Juan Antonio Díaz Gutiérrez - Gonzalo Enguita González y Cristina Sánchez López). Toledo


Nace Luis Rius el lo de noviembre de 1930 en Tarancón, villa manchega situada en el extremo occidental de la provincia de Cuenca, muy cerca del límite con las de Madrid y Toledo, en una casona de estilo colonial situada junto a un convento. Su padre, Luis Rius Zunón, fue Alcalde de Tarancón (1933), Diputado Provincial y Presidente de la Diputación de Cuenca (1934) y Gobernador Civil de Soria y Jaén (1935-36). Militó en el Partido Radical Socialista de Marcelino Domingo.

En octubre de 1936, como consecuencia de la guerra civil y después de un corto periodo en Jaén y Barcelona, es evacuado junto a su hermana Elisa y su madre a Normandía (Francia), donde permanece el resto de la contienda bélica, subsistiendo gracias al sueldo que tenía su padre como Tesorero de CAMPSA en París.

De niño no fue Luis Rius especialmente travieso. Le gustaba mucho leer, tenía buenas cualidades y sensibilidad y un gran apego a su madre. A los cuatro años ya leía de manera espontánea.

El 5 de abril de 1939, la familia Rius viajó rumbo a Nueva York a bordo del Queen Mary, trasladándose dos meses después a México.

A finales de los años cuarenta, y por sugerencia de su padre, marcha Luis Rius a Cuba para ingresar en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, pero su fuerte vocación por la literatura le hizo desistir del empeño sin concluir la carrera. No queriendo contrariar a su padre, le envía una carta haciéndole saber su decisión, a la que éste, hombre culto, que también había escrito en su juventud poesía y recopilaciones de romances y canciones tradicionales, no se opone y ayuda más que nadie a que su hijo desarrolle su verdadera vocación.

Termina la carrera de Letras Españolas a los 21 años, obteniendo el grado de Maestro por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de México en 1954 con la tesis sobre «El mundo amoroso de Cervantes y sus personajes». En   —402→   1968 conseguiría el Doctorado con la tesis titulada «León Felipe, poeta de barro», que fue recibida con Mención Honorífica.

En 1948 dirigió la revista de literatura Clavileño y dos años más tarde participó en la edición de Segrel, donde fueron publicados sus primeros versos junto a una breve recensión crítica de su primer título Canciones de Vela, realizada por Arturo Souto Alabarce. En torno a este inicio de obra, se cuenta que Juan José Domenchina, uno de los más conspicuos críticos de literatura y poeta excepcional, que realizó la mayor parte de su obra en el exilio, recibió cierto día en su casa a un audaz y casi imberbe Luis Rius con ese primer libro de poemas bajo el brazo. Deseaba conocer la opinión de Domenchina y su esposa, la también poetisa Ernestina de Champourcin, quienes al preguntar al novel escritor sobre el contenido de su libro, recibieron la sorprendente respuesta de que estaba cargado de nostalgia; «¿nostalgia siendo Vd. tan joven?», fue la inmediata contestación de quien precisamente moriría tiempo después desesperado de nostalgia.

En 1950 fue miembro de la mesa directiva de la Sección de Literatura del Ateneo Español de México. Entre 1952 y 1956 fue profesor jefe del Departamento de Letras y secretario de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Guanajuato, profesor invitado de la de San Luis de Potosí, del México City College y de la Universidad Iberoamericana, becario del Centro Mexicano de Escritores de 1956 a 1957, maestro de tiempo completo (engrosando una larga lista de profesores de origen español que contribuyeron de manera decisiva al crecimiento intelectual de México) y, por fin, secretario académico y jefe de la División de Estudios de Postgrado de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

Colaborador habitual en diversas publicaciones literarias como Cuadernos Americanos, Revista Mexicana de Literatura, Anuario de Letras de la UNAM, Las Españas, Ínsula y suplementos culturales de los periódicos Excélsior, Novedades, El Nacional, Siempre y El Metropolitano de El Heraldo de México.

Poeta y crítico de Literatura Española, publicó cinco libros de poesía: Canciones de Vela (1951), Canciones de Ausencia (1954), Canciones de Amor y Sombra (1965), Canciones a Pilar Rioja (1968) y la antología Cuestión de amor y otros poemas (1984), en edición póstuma que había sido encargada al poeta Ángel González y que corrigió el propio Rius desde la cama del hospital. Además de las tesis de maestría y doctorado ya citadas, escribió los ensayos «Los grandes textos de la Literatura Española hasta 1700» (1966) y «La Poesía», opúsculo del Programa Nacional de Formación del Profesorado. Especialista en poesía española contemporánea en el destierro y los grandes textos de la Literatura Española en la Edad Media y en el Siglo de Oro, tuvo también a su cargo desde 1963 a 1970 un programa de radio con el título de «Literatura Española», transmitido por Radio Universidad, repitiendo posteriormente otro parecido para el Canal 13 de la televisión mexicana. Su «Viaje alrededor de una   —403→   mesa» logró congregar, cada martes durante media hora y a lo largo de más de cien capítulos, a una fiel audiencia que gustaba de escuchar a un hombre que sólo hablaba de poesía y a veces, muchas también, de su pueblo de nacimiento. Con un tono de voz entrañable y un castellano perfecto dictaba lecciones de literatura española, descifrando a Góngora, doliéndose de España con León Felipe, sintiendo a Machado o haciendo de Quevedo un personaje de nuestros días. No es exagerado decir que, pese a la temprana hora en que se emitía, el programa paralizaba hasta los mercados callejeros.

Luis Rius murió en la Ciudad de México el 10 de enero de 1984, víctima de un cáncer que le fue diagnosticado un año antes y en medio del silencio de sus amigos, estremecidos ante su lucidez, convertida por culpa de la enfermedad en sólo una mente clara sobre unos huesos sin carne, reflejo de su verso hondo y sin adornos. Fumador y bebedor empedernido y con un enfisema pulmonar padecido desde muy joven, a Luis Rius le dieron entre uno y cuatro años de vida, pese a lo cual estaba convencido de que duraría el máximo tiempo pronosticado, mas el cáncer, en avanzado proceso metastático, no se lo permitió. Se barajó incluso la posibilidad de que le fuera amputado un brazo, cosa que Luis aceptó con gran sentido del humor diciendo que así se reencarnaría en un nuevo Cervantes.

Extremadamente tímido y poco amigo de fanfarrias y homenajes, no pudo evitar tras su desaparición física, dos emotivos actos que tuvieron lugar en tiempos diferentes, pero en lugares tan entrañablemente cercanos para él, como México y Tarancón. El primero de ellos tuvo lugar apenas dos meses después de su muerte, en el legendario Ateneo Español de México de la calle Morelos y con él se iban a cerrar definitivamente sus puertas, dando por finalizadas las actividades de tan histórico lugar. Se recordó al maestro tanto por su extraordinaria calidad humana como por su magnífica dimensión de literato. Palabras llenas de cariño, de añoranza y de dolor, con lectura de algunos de sus poemas a cargo de dos actrices amigas y presencia espiritual, seguro que sí, de Luis Rius y su sempiterno cigarrillo Filtron.

Una curiosa anécdota animaría a la concurrencia: decía Enrique Loubet, uno de sus amigos, que siendo jóvenes acompañó a Luis a casa de Alberto Gironella, quien en aquel entonces tenía pretensiones de escritor. Y ahí se sentaban a escuchar las páginas de una novela que nunca se imprimió: Tiburcio Esquirla (de la que aparecieron primeros bosquejos en Segrel). Un día de tantos, Loubet le dijo a Luis en la calle:

-Oye Luis, fíjate que no escribe mal Alberto... sobre todo esa parte de los versos.


Y Luis, con su voz suave, le dijo:

-Enrique... son de Machado.


  —404→  

El otro homenaje al que hacíamos referencia tuvo lugar diez años más tarde en Tarancón, su lugar de nacimiento, el pueblo del que tanto presumía y que siempre permaneció vivo en su recuerdo. Jamás decía «soy de Cuenca», sino que con la mayor naturalidad se aprestaba a decir: «soy de Tarancón». Este pueblo le tributó un sencillo homenaje, extensivo a toda la familia Rius, en el que se quería destacar sobre todo a un hombre que no llegó a ser Rector de una de las Universidades más gigantescas de la lengua castellana en el mundo, como es la de México, porque no quiso nunca dejar de ser taranconero. Hoy la Biblioteca Pública de Tarancón luce orgullosa en su fachada el nombre de Luis Rius.


Ay, mi corazón tan triste,
tan dulce tu desvarío.
Corazón desarraigado, sol a la tarde nacido
para correr horizontes
largos de ausencia y olvido.
Ay, mi corazón doliente,
¡qué hermoso tu desvarío!
Oro y fuego, ciego lanzas
-de tu pasión desprendidos-
rayos como de la aurora
y eres ya sol consumido.
Ay, mi corazón indócil,
sol de la tarde prendido,
¿qué lumbre, qué resplandores
crea, inmenso, tu delirio,
si va la tarde cansada
arrastrándote consigo?
Ay, mi corazón, sol viejo
de pasión estremecido;
en muerte tan lenta y tenue,
qué morir tan encendido
-aurora rota de luz-
tu largo ocaso cautivo.


(Canciones de ausencia)                


Ese corazón cautivo, abandonado, vacío, desierto, calificativos todos ellos de la lírica tradicional, aparece tan sólo en este poema como un «corazón indócil», síntoma de rebeldía quizás por el desarraigo, la tristeza, un camino inacabable e inabarcable, sin principio ni fin, recorrido de su propia existencia sobre el que el poeta deja escapar su tiempo y sus espacios.

Y este corazón suyo, nunca dejó tras de sí un atisbo de cambio posible, siempre el desarraigo mantenido como una bandera representativa de sí mismo, un eterno errante convencido de que su destino es una fuente que brota de su empequeñecido corazón:

  —405→  

Desterrado por siempre, desterrado
seguiré mi camino...


(Canciones de Vela)                


Este desarraigo es común a toda una generación, esos «cachorros» del exilio se aglutinaron en torno a una misma actitud: «España como idea». Sin embargo, Rius fue considerado por Marra-López como el más tradicional de todos, el más afecto a los viejos sueños. Viejos sueños que se hacen más evidentes en la tradición literaria que Rius conocía tan bien y, asimismo, en esa España idealizada a la que nunca traicionó. Sólo tres poemas en su obra reflejan el destierro, su destierro desconectado de la realidad como una actitud vital. Una realidad tangible que todos supieron aceptar menos él:


Es una sierpe herida
que se arrastra en la noche congelada
de un invierno sin tierra.
Ondula por los montes
su cuerpo ensangrentado, lento pasa
por los llanos abiertos,
por los estrechos puentes se adelgaza.
Andrajos y silencio. Ya no tienen
los corazones llanto ni palabras.
Nada hiere a la muerte. Sólo el filo
del crudo invierno rasga
la carne y la estremece. Apaga el viento
el sordo martillar de las pisadas.
Un tenue resplandor se enciende largo
en las tinieblas de la noche helada;
yerta aurora fingida
la roja luz que lame las miradas
del hijo y de la esposa; el hombre lleva
una antorcha en sus manos apretada.
La noche sin estrellas.
El silencio sin lágrimas.
Enorme y silenciosa,
por los parajes últimos de España
en la oscura serpiente del destierro
que en la noche se arrastra.


(Canciones de amor y sombra)                


Sus referencias al amor, al igual que ocurre con el destierro, no son excesivas, sobre todo si se trata de un amor feliz, positivo, mas lo que sí sabemos con certeza es que el amor es para él un valor absoluto.

El amor que Luis Rius profesó a las mujeres no se corresponde con esa expresión   —406→   absoluta de tan definitivo sentimiento. El libro dedicado a Pilar Rioja lo pone de manifiesto, su amor es admiración, veneración, como quien contempla una estatua perfecta y es incapaz de abandonarla.


Yo te sigo,
humo de amor blanquísimo y callado
para nunca llegar a ti.


(Canciones a Pilar Rioja)                


El poeta se olvida de lo etéreo, de la frialdad de estatua, para materializar su lírica en un cuerpo de mujer que se dibuja corpórea palmo a palmo, de sus pies a sus senos. Rius nos regala una sensualidad de alto riesgo en la poesía:


Quiero sembrarme en ti. No me conformo con
tu piel, con tu risa, con tu aliento.
No me bastan tus ojos ni tus labios.
Tu sangre quiero.
Tenderte junto a mí,
desmadejar tu pelo,
sobre el césped sentirlo embravecido
como un torrente negro.
Deslizar mi silencio por tu lengua.
Beber de ti en tus pechos.
Surcarte libre, único, infinito,
como el barco en el mar y el pájaro en el cielo.
Enamorar tu entraña con mi entraña.
Herir de paz tu cuerpo.
Yo callo triste, tú besas mis manos,
mientras gime de amor mi pensamiento.


(Canciones de amor y sombra)                


El paso inevitable del tiempo, siempre tan ajeno, tan externo al poeta. Su corazón indócil se abandona en los silencios no obligados, las nostalgias desesperan entre recuerdos y olvidos confundidos. Ya ningún sentimiento le pertenece. La soledad es extrañeza que se hace compañera, sombra alargada que cubre sus pensamientos. La muerte fluye de sus manos, ya transformadas en versos definitivos:


Ahora es, no al morir, cuando te pago
a ti, muerte, tributo de zozobras
y miedos y lamentos. Ahora cobras,
cuando eres sólo de ti misma amago.
Toma las donaciones que te hago;
la prisión que me diste y que recobras,
las ausencias del bien, del mal las sobras;
para tu hacienda tómalo y tu halago.
—407→
Así te compro el tiempo que me vendes,
tan mezquino, soborno tu violencia.
De ti misma, amagando, me defiendes;
y ni eso tendrás cuando mi ausencia
definitiva dictes y no enmiendes,
que sólo te es vasalla mi existencia.


(Cuestión de amor y otros poemas)                


Finalmente, no queremos dejar de agradecer las primeras palabras de apoyo y testimonio personal de Elisa Rius Azcoita y Manuela Rius Caso, hermana e hija del poeta respectivamente, quienes nos pusieron en el camino adecuado alentándonos con gran afecto; al poeta Ángel González y al cantaor Enrique Morente, que nos ofrecieron la opinión del amigo; a Antonina Rodrigo su desinteresado envío de documentos; a Ernestina de Champourcin sus encantadores noventa años; a la poetisa toledana María Antonia Ricas su estimable apunte reflexivo sobre la obra de Rius y, finalmente de forma muy especial a Julio González-Laganá, paisano y amigo del poeta, que nos abrió de par en par su casa y su sabiduría, y a Eduardo Mateo por el valiosísimo aporte bibliográfico que puso a nuestra disposición.


Bibliografía utilizada


A) Obra poética de Rius:

1 - Canciones de vela; México, Segrel, 1951.

2 - Canciones de ausencia; Guanajuato, Universidad, 1954.

3 - Canciones de amor y sombra; México, Era, 1965.

4 - Canciones a Pilar Rioja; México, Finisterre, 1970.

5 - Poemas (Antología en disco); México, UNAM, 1973.

6 - Cuestión de amor y otros poemas; México, Promexa, 1984.




B) Artículos y estudios de Luis Rius:

7 - León Felipe, poeta de barro; México, Málaga 1968.

8 - «Notas para un retrato de León Felipe» en Ínsula, 265 (diciembre de 1968) pp. 6 y 12.

9 - «Se solicita oyente» en Comunidad Conacyt, 112-113 (abril de 1980), pp. 38-39.

10 - «Arte flamenco: cante, baile y toreo» en Comunidad Conacyt, 112-113 (abril 1980), pp. 167-169.



  —408→  
C) Artículos y estudios sobre Rius:

11 - Marra-López, J. R.: «Jóvenes poetas españoles en México (una

romoción desconocida)» en Ínsula, 222 (mayo 1965), p. 5.

12 - Fagen, Patricia W.: Transterrados y ciudadanos, México, Fondo de Cultura Económica 1975.

13 - González-Lagana, Julio, «In memoriam de Luis Rius Azcoita» en Programa de Fiestas de Tarancón, 1984.

14 - Caudet, Francisco, El exilio republicano en México: las revistas literarias (1939-1971), Madrid, Fundación Banco Exterior, 1992.

15 - Mateo, Eduardo, «Luis Rius» en Notas y Estudios Filológicos (UNED Pamplona), 9 (1994).

16 - Homenaje a la familia Rius y al poeta D. Luis Rius Azcoita; Tarancón, Ayuntamiento, 1994.

17 - Poesía y exilio: los poetas del exilio español en México; México, El Colegio de México, 1995.