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ArribaAbajo- VI -

Entre los asiduos al turno de la Cañas contábase Román, el encargado de la timba, el exminero jaquetón que abandonara la barrena y el pico para vivir holgado y libre por pragmática de su guapeza.

Quién más, quién menos, rehuía choques con tal hombre, no tanto por miedo como por evitar pendencias con sujeto que no había nada a perder y que por someterse incondicionalmente, sea ella cual fuere, a la voluntad de potentados y caciques, tenía siempre cubiertas las espaldas y segura la impunidad en sus malas acciones.

De ahí que, si entrando en La Buena Sombra asentaba junto a la Cañas en su «turno», o si fuera de él, por no haber en él sitio libre, llamaba a la camarera a su mesa, respetaran todos el diálogo y no pusieran reparo al llamamiento.

La Cañas gustaba también de platicar con el tahúr; no en balde era hembra y, como tal, ufana de pavonearse con los galanteos de un macho corajudo. Aumentaban la satisfacción y el gusto de la camarera, ser el macho buen mozo y pronto a derrochar la plata, siquiera con la plata lo ocurriese lo que con el valor; la lucía donde era conveniente a su crédito de generoso, y muchas veces más, para enseñarlos que para, cambiarlos, hacia brincar en los veladores sus duros, y asomaba, como al descuido, por la boca de su cartera los billetes de Banco.

No es esto decir que, llegado un trance de pelea, huyera el hombre el bulto. Daba rostro al lance, si ello era menester, pero cuidaba de hacerlo con ventaja y tanteando al adversario.

Con sus antiguos compañeros, con los que en la mina arrostraban a cada minuto la muerte y fuera de la mina ponían mano a sus facas y pistolones por un quitame allá esas pajas, evitaba toda cuestión. No había en tal juego provecho y era peligroso arriesgarlo. Si llegaba caso inevitable de venir a mayores con los del plomo y el candil, dábase traza, sin demérito de su hombría, para que los amigos terciaran en el trance supremo y lo ahogaran en chorros de Montilla y Jerez.

De todas suertes, no era grato malquistarse con aquel mozo que ya llevaba dos hombres por delante, y que no se detenía en mirar si el enemigo le daba el frente o las espaldas a la hora de esgrimir la faca o de piñonear en el gatillo del revólver. Así es que los parroquianos de La Buena Sombra le otorgaban la primacía en los favores de la Cañas, y ella le otorgaba también sobre los otros preferencia, sin que esto significara, por parte de la camarera y de Román, compromiso serio o titulo oficial de queridos.

Cierta noche, Jorge, que ya llevaba la existencia propia al minero hampón, luego de cobrar su quincena y de enjuagarse con aguardiente el tragadero en la taberna del Moreno, entró en la chirlata regentada por el buen mozo; jugó fuerte, el azar se puso de su parte, y Jorge abandonó el tapete con buen golpe de billetes y duros.

Dos cortadores de su antigua cuadrilla, a quienes tropezó en una tasca, le invitaron a ir al cantante. Allí, entre coplas patibularias, taconeos de bailarinas y sones de guitarra, apuraron unas cuantas botellas. Medio borrachos ya, ocurriósele a uno de los mineros hablar de la Cañas y hacer elogio cumplido de su hermosura y su donaire.

-Nunca estuve en ese café de camareras -dijo el hampón mientras contemplaba al trasluz la manzanilla que mediaba su copa-. ¿Dices que es guapa y que tié chiste esa moza?

-¡De plata fundía es!... ¡Y tocante a otros méritos!... Denguna de aquí se baila un tango tal como ella. En lo que hace cantar, mesmamente es una calandria. Ahora que pa oírla y pa verla, sa menester subirse al «camarote» grande, al de arriba; allí hay que beber de lo caro y dar al tocaor tres duros y no reparar en propinas. Eso si, que en allegando, que allega uno al café pué pedir pa servirle en el «camarote» la que sea más de su gusto; y sube y al servicio de quien la pidió está, diquiá el que la pidió acabe de echar vino y de gastar parné.

-Pues vamos -interrumpió el hampón- al «camarote» grande, pa que nos llenen la mesa de «N. P. U.» y nos toque el que sea; y nos sirva esa Cañas de tus elogios; y nos cante y nos baile y haga cuanto nos sea menester. Esta noche es mi chaquetón la oficina de pagos. Con que ¡arza! vamos a rematar la juerga tal que si fuéramos señorones. Se m'ha calentao el gaznate y ya no paro de beber hasta que me tumbe el vino ande sea. La Cañas, ¿vive muy lejos del café?

-A la verita -respondió uno de los dos cortadores.

Riendo y haciendo esos, entraron en La Buena Sombra los mineros.

A los cortadores ya se les conocía en la casa. El hampón era desconocido para las camareras, para el amo y para la mayor parte de los tertulios. Sólo algunos mineros le saludaron al entrar. En tanto que él y sus acompañantes se acercaban al mostrador, hicieron los otros comentarios a propósito de aquel salvaje de la mina, de aquel topo que vivía bajo tierra quincenas y quincenas; de aquel incansable bestiazo que de sol a sol, durante horas y horas de faena dejaba sangre y músculos en su pelea con el plomo, para al término de la quincena, en una sola noche, gastarse con hembras y tasqueros los jornales tan costosamente ganados.

Respetuosos y amigables eran los comentarios; el hampón, no obstante su hurañez, era buen compañero; en un hundimiento, ocurrido pocos días atrás, lo había demostrado. Esto explicaba la afectuosidad de los comentadores. Le respetaron al saber que en dos ocasiones, y contestando a rotos que su actitud no provocara, había demostrado tener recios los puños y firme el corazón.

El dueño de La Buena Sombra, al oír la petición del camarote grande hecha por un sujeto desconocido, todo andrajos y tizne, sonrió enigmáticamente e hizo un ademán de hombros como si quisiera decir: «Bueno está para broma, pero no me hagan perder tiempo, que es hora de trajín, y mis camareras aguardan que les despache sus servicios.»

-Mire, amigo -dijo el hampón deteniendo al industrial, que hacía ademán de alejarse-. Ni tó el borracho sueña, ni es prudente juzgar por la sotana al cura. Yo pido el camarote porque pueo pagarlo, pagarlo y llenar la mesa de botellas y de blancas el piso. Oiga el son -añadió sacudiendo la vieja chaqueta de pana-. ¡Pa mí que no suena a hojalata! Y pa usté dos noticias: que estas manos no se agarran mucho al dinero y que este gaznate está hecho a medir vinos de toas las calañas. Con que mande que dispongan el camarote y no olvíe, puesto que en tierra minera tié su tráfico, de que los mineros son talmente como el mineral que cortan con sus picos: escoria y plata, tó junto.

A un gesto afirmativo de los cortadores, repuso el cafetero:

-Buen amigo, perdone. ¿Quién no se equivoca en el mundo? El camarote siempre está pronto pa los parroquianos que le honran. Manitas, anda con la sonanta arriba. ¿Qué camarera les hace a ustedes el avío?

-La Cañas.

-¿Sí?

-Sí.

-Tras ustedes sube, señores.

-Que se suba dos botellas de N. P. U. pa darnos tiempo de pensar en lo que vamos a beber.

Subió la Cañas, por obligación del servicio, y subieron tras ella, a la husma de manjares y de propinas, camareras y cantatrices. Rasgueó su guitarra el Manitas, cantó a media voz una taranta el cortador más joven, y mientras se hacía el pedido de la cena y se remudaban las botellas vacías, dijo el hampón golpeando con su mano recia y nervuda las manos ensortijadas de la Irene:

-Me han dicho a mí que usté se canta pa dar alegría a un difunto; y, ¡velay!, por eso de que alegra usté a los difuntos, la quisiera yo oír.

-Hijo, mi obligación en esta casa no es cantar.

-Ya lo sé. Es un favor el que la pido. Por enjuagatorios no lo deje. Si quié aclararse con Champán la garganta, pídalo con toa la boca.

La Cañas miró de hito en hito a aquel mocetón desastrado que tan rumbosa y cortésmente le solicitaba una copla, y en ley de verdad, vale decir que no malamente la impresionaron la figura atlética del minero, sus bravos ojos verde mar, sus negros cabellos y los blancos dientes que la sonrisa, compañera de la solicitud, ponía al descubierto.

Casi interés llegó a inspirarle cuando los cortadores refirieron las proezas mineras del hampón, su vivir solitario en la galería abandonada, su ningún trato con la gente durante la quincena, sus despilfarros en la noche del cobro, el misterio y la hosquedad con que amortajaba su persona.

-Pero ¡vaya! -exclamó en uno de los intermedios la Cañas-, que su apaño no le faltará al hombre.

-¿Apaño? -murmuró el hampón.

-Mujer fija, he querido decir.

-¡Fija!...

-Siempre se tié voluntá por alguna.

El hampón puso los ojos en la copa, y, abarcándola con la mano, la subió hasta sus labios; los dedos temblaban encima del cristal; los párpados se guiñaban sobre las pupilas, ocultándolas. Al dejar la copa en la mesa, la mano quedó inmóvil; las pupilas verdes se fijaron con indiferencia en la Cañas.

-A ninguna prefiero. ¿Pa qué? A ellas y a mí nos conviene más juntarnos por horas.

Así no hay lugar al cansancio, ni necesidá de engañarse. ¡Llena las copas, criatura, que andas retrasá y va a quejarse el del mostraor! ¡Lo que hace la ropa! ¡Casi casi nos da una limosna el chavó!... Anda, niña, anda, súbete más Champán, y en cuanto que lo subas, prepárate a bailar un tanguito. No te pesará manque esta noche nos dediques a los tiznaos tó el repertorio que pa el señorío te guardas.

-Pues, ea, a escape vuelvo, y así que suba, bailo el tango; lo bailaré poniéndome encima del moño ese sombrero que te traes; talmente paece un sarnacho de los de secar higos.

Ya punteaba el Manitas el tango y daba la Cañas vueltas entre sus dedos al sombrero del hampón, cuando entró en el «camarote» la Antonia, y le dijo a su compañera:

-Román, que está abajo, y que tié gusto en que le sirvas una de las medallas.

-Si queréis esperarme... -dijo la Cañas, dirigiéndose a los tres hombres.

-¿Es preciso que bajes? -le preguntó el hampón.

-Como preciso... Ahora, que se trata de un parroquiano...

-Al tomar y pagar este cuarto, ¿no te tomé y no pagué también al cafetero pa que tú nos sirvieras en tan y mientras que estuviésemos haciendo gasto aquí?

-Natural.

-¡Entonces!... Si es de tu gusto, baja; pero si es que bajas, no vuelvas. Si no es de tu gusto, quédate, y que sirva otra al parroquiano; por una noche no se va a morir ese señor.

-Ya lo has oído, Antonia. Le dices que estoy de servicio y que no puedo complacerle.

-En tal caso -exclamó el hampón-, sigue con el tango, Manitas, y tú no me enciendas la sangre con ese par de aceitunas que Dios te ha dao por ojos, y báilate el tango, y ¡vaya por ti!, y mal fin tenga el que nos quiera mal.

Puesto en la cabeza el deshechurado sombrero, comenzó su baile la Cañas. Al comienzo lo hubo de interrumpir, porque Antonia entró nuevamente y cuchicheó con acento medroso:

-Dice que, si no bajas a servirle, tendrá que subir a tomarse una copa. Viene un poco...

-Que suba -repuso el hampón con voz tranquila-. Ésta ya no baja. Dile a ese señor que yo obsequio de buena manera a tó el mundo, y que esta copa está aguardando quien la apure.

Al abrir la puerta Román y reconocer al hampón, cambió en amistosa la actitud desafiadora de su gesto. Conocía a Jorge, había apurado con él más de un vaso, y sabía a qué extremos era capaz de llegar el hampón si alguien le buscaba quimera.

-De saber -murmuró- que eran amigos como tú a quienes servía esta moza, o no hubiera mandao el recao o hubiera subido antes pa convidar y aceptar un convite.

-Ahí te va la copa -contestó Jorge, llenando una de Champán hasta el borde-. En lo que toca a esta chiquilla, no es que me importe, en el sentío de que tenga pretensiones por ella; pero, vamos, ya que escomenzó a servirnos, que siga. Como el recao venía así de un mó..., pues si bajase ahora podrían suponer en ti lo que no hay, gana de humillar a tres hombres; en nosotros, lo que no hay tampoco, mieo a un hombre. De manera que, con tu permiso, y respetándote como tú te mereces, que siga sirviéndonos la Cañas. ¿No te parece que es justo? ¿No harías talmente que yo mismo si te encontrases en mi puesto?

-A la salud de tós -dijo Pepillo, sin contestar directamente a la pregunta y apurando de un trago el vaso-. No es cuestión de que hombres buenos anden a la greña por quien no lo merece.

-A más -interrumpió la Cañas-, que tú no tiés dengún derecho sobre mí.

-Porque no lo tengo, no lo uso.

-Más vale que ná haiga entre ustés pa que no haiga disgusto. Siéntate si quiés ver cómo se baila un tango.

-Gracias; tengo en el café dos o tres amigos, y no es cosa de hacerles esperar. Divertirse.

Román volvió la espalda e hizo al ganar la puerta un gesto rencoroso.

A punto del alba, cuando el Manitas, luego de enfundar su instrumento, dejó el camarote, y los dos cortadores, haciendo cabezal de sus brazos, roncaban su embriaguez, el hampón, apoyando un codo en la mesa y la barba en el puño, dijo a la Cañas, sacando del chaquetón un billete de veinte duros:

-Está lejos la mina y mis pies no se tién firmes. Si quiés hospedarme esta noche, ahí te va por la caminata que me ahorras. ¿Hace?

-Hace.

Al quitarse la chaqueta el hampón se abrieron los botones de su camisa y quedó al aire el medallón de su cuello pendiente.

La Cañas, por un impulso de curiosidad, extendió las manos hacia aquel objeto brillante.

-Quieta, niña -dijo el hampón-. Esto no se toca. Es sagrao.




ArribaAbajo- VII -

Desde aquella noche, y por caminos de curiosidad, fue a la Cañas el enamoramiento. ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué llegó a la mina? ¿Por qué ocultaba en el más profundo misterio su existencia anterior? ¿A qué vivía al presente lejos de todo trato, haciendo alcoba de una galería abandonada? ¿Por qué la primera noche la dijo y le demostró después con su conducta que las mujeres sólo eran para él un remate del vino; que nunca, nunca, pondría en la posesión de una hembra el interés de su alma?

Lo último tenía que verse. Se le metió a la Cañas en el caletre ser algo más que el remate del vino para el desdelloso minero, y, o poco valía, o salía avante con la suya. ¡Faltaba que a ella, a ella, por quien se pirraban los parroquianos de La Buena Sombra y todos los galanes que con ella entraban en diálogo una vez, la tomara y dejara a su gusto un haraposo, con más pelos que una zalea y más churretes de polvillo mineral en la cara que una vagoneta en su fondo!...

Claro que, aun así y todo, cuando en los días de cobranza, pasaba el hampón por casa del barbero, dejando que éste le cortara las greñas y que agua y jabón libraran de suciedades a su piel, era todo un buen mozo con sus ojos verdes y sus rizos del color de las moras. Como dos corales relucían sus labios entre las negruras del bigote y la barba: sus dientes, como cuadradillos de nieve al sonreír la boca. ¡Y no se diga si el hampón, enderezando el cuerpo y tirando contra el respaldo de un diván su chaqueta, se ponía en pie y gallardeaba su herculiana figura, sus anchos hombros, su pecho en curva dibujado, su esbelta cintura prisionera en la faja y sus piernas duras, potentes, que hacía restallar con la pana del ajustado pantalón! Arrogante era la figura de Jorge, si para con testar un reto se adelantaba hacia el contrario; seductora, si con rendimiento varonil se inclinaba hacia las mujeres en demanda de una caricia.

Esto no había que negarlo; pero tampoco era para despreciada ella, para tomada como función de títeres, donde se paga, y al salir si te vi no me acuerdo. La mano derecha se dejaba cortar la Cañas si a poco andar no estaba el hampón perdidito por su persona, y si no estaba su persona al tanto de la vida y milagros de aquel murciélago revoloteador de pozos. Su esclavo sería; así como así, otros de más valer y más «postines» lo fueron.

Mientras llegaba la hora de la esclavitud del hampón, era la Cañas quien por él se iba esclavizando; ella, quien el día correspondiente al cobro de quincena, se emperejilaba como para una boda y se pasaba las horas muertas enfrente del espejo; ella quien desfloraba los tiestos para adornarse el moño, y contaba minuto a minuto los que faltaban para ir al turno del café y ceñirse el delantal de picos y lustrar cucharillas y tazas y dar comienzo a su faena. Distraídamente servía su turno, descuidando la conversación con la parroquia, contestando a medias palabras los requiebros y hasta desdeñando invitaciones, con grave disgusto del amo del café.

Al sonar las doce iba y venía inquieta, dirigiendo al reloj nerviosas ojeadas, sacudiendo con el pie las maderas del piso, restregándose fuertemente las manos sin temor al daño que le causaban las sortijas.

Al entrar el hampón, que siempre venía a medios pelos, un gran suspiro dilataba el pecho de la Cañas, palidecía unas miajas su cutis bajo el colorete, sus ojos relampaguean; con la boca hecha sonrisa, llegaba a la mesa del aguardado parroquiano, y lleno el acento de temblor le preguntaba: «¿Qué va a ser?»

Poco importaban a la Cañas desde aquel momento La Buena Sombra y la parroquia y el propio amo.

Sentada junto a Jorge, sirviéndole una y otra y otra botella, dejaba transcurrir las horas; ¡ya vendría la de irse con él, la de tenerle en su cuartito, la de apurar solo, al lado de ella, el vaso de Cazalla con que el minero ponía prólogo al deleite!

¿Que la murmuraban? ¿Y qué? Ella hacía su gusto. El que no estuviese conforme que buscase otra camarera y otra mesa; demás las había. ¿Que ya no eran tan abundantes los regalos y los convites? Paciencia. Sarna a gusto no pica. ¿Que Román se hacía el desdeñoso desde la noche que se negara a servirle y aun la amenazaba a la encubierta, anunciando un desquito próximo? Allá él con sus acciones. No era Jorge de los que hincan ante el matón. Tampoco ella era de las cobardes. Si el Román llegaba a las malas, ya vería quien envidaba el resto.

Y la Cañas pensaba en el hampón cada vez con más cariño.

Vivir juntos, ser el uno del otro sin reservas y sin egoísmos, era en los días aquellos toda su ambición. En la camarera-cupletista, mujer pronta a servir a todos si la paga corría tan abundante como el deseo, aquello era una sensación nueva; algo que nacía imponiéndose, venciéndola, sin que fuese arbitrio de su voluntad evitarlo: deseos de regeneración, anhelos de una vida nueva que ni de referencia conociera.

¿Lograría sus intentos? No era fácil tarea la de hallar una cabal respuesta. ¿Qué sabía ella de afectos? Entregada desde rapaza a quien diera buen precio por su carne, la era, más que difícil, imposible medir el alcance con llaneza o dificultad de su propósito.




ArribaAbajo- VIII -

El hampón casi nunca entraba solo en La Buena Sombra. Como desde el anochecer emprendía su ronda tabernaria y su derrame de pesetas, lo daban pronto escolta tres o cuatro gorrones al husmo de los cigarros y las copas. Cuando, ya tarde, llegaban al café, hacían lo borrachos; siquiera sea de advertir que el hampón, bebiendo más que todos, no daba a notar su embriaguez ni en la vacilación del cuerpo ni en los desconciertos del juicio.

Una noche, y por excepción, entró solo y tambaleándose.

Era muy tarde ya; el café casi estaba desierto, las camareras arreglaban sus cuentas con el amo, junto al mostrador. La Cañas no había ido aún a arreglar las suyas. Sentada en el diván, frente a una mesa de su turno, tenía puestos en el reloj los ojos endrinos; sobre el cristal de aquellos ojos se cuajaban dos lágrimas.

Al sonar la puerta, las miradas de Irene se encaminaron a ella. Por ella entró el hampón, y las lágrimas de la Cañas, entre los párpados sujetas, rodaron a lo largo de los carrillos para morir en los pliegues de una sonrisa. Se abrió esta sonrisa sobre los dientes piñoneros y hecha frunce de beso fue en busca del hampón.

No entró tal que otras veces, bromeando con sus amigos, sonando su plata en los bolsillos, pidiendo a voces, apenas sentado, «una» de Jerez o Montilla.

Sombrío entró, con el entrecejo fruncido, los labios contraídos hacia los extremos de la boca; el paso vacilante y las manos cerradas en puño sobre los pliegues de la faja.

Se dejó caer contra el asiento, y al preguntarle la Cañas: «¿Qué va a ser?» -respondió con voz sorda:

-Aguardiente.

-¿Aguardiente?... No bebas aguardiente.

-Tú tráelo y no te metas en consejos.

-Pero, escúchame, Jorge -murmuró Irene, luego de sentarse junto al hampón, que puesto de codos en la mesa, apoyada en los puños la barba, contemplaba fijamente los reflejos producidos por la eléctrica luz en los cristales de la copa-; escúchame y no pongas esa cara de entierro. ¿Por qué bebes y bebes? ¿Por qué llevas esa vida tan mala?

-¿Por qué?... Porque la llevo. Cuando la llevo será de mi gusto -repuso el hampón, vaciando y volviendo a llenar su copa.

-¿De tu gusto? ¡No comprendes que siguiendo así vas a matarte!

-¡Matarme!... Hay mucha vía por delante en este cuerpo, hermosa.

-¿No te sería mejor proceder de otro modo? -interrumpió la camarera, deteniendo con su mano ensortijada la botella que empuñaba el hampón para llenar por tercera vez su copa-. A que viene trabajar días y días talmente que una bestia en ese pozo condenao? ¿A qué hacer vivienda de una galería abandonada? ¿A qué tirar en una noche el dinero de la quincena atiborrándote de alcohol y llenando la andorga al hato de chupones y chuponas que están siempre contigo?

-A eso; a que pa mí esa vía es la vía mejor de toas.

-¡La mejor! ¡la mejor!... No mientas. Mira, Jorge: sin cariño no hay quien viva bien en este recocío mundo; por mí propia lo sé -añadió enjugando el llanto que nuevamente brotaba de sus ojos-. Eres joven, sabes trabajar; en tu casa el pan no faltaría nunca. A la vera de una mujer, de una que te quisiera bien, que fuese algo más pa tu presona que el remate del vino, podrías pasártelo en paz, como los otros...

-¡Los otros!... ¡Los otros!... ¡Una mujer que que quisiera!... Acaso tú, ¿verdá?

-Quita esas manos y déjame llenar la copa y escucha una historia; es la de un amigo, sabes tú, un amigo que era como mi hermano, otro yo, ¿comprendes? A su salú. Bebe tú tamién. El probe fue mu infeliz y bien merece que le dediquemos un trago.

El minero hundió entre sus manos el rostro; veíanse por entre los dedos relucir los ojos verde mar; el remate de aquellos dedos hundido en la cabellera profusa agitaba sus ondas. Irene, acodada también en la mesa, también temblorosa de manos, aguardaba la historia.

-Fue allá -dijo el hampón-, allá... ¿Qué importa ande fue? En una ciudá más grande o más pequeña que ésta, no recuerdo ahora. Lo cierto es que había hombres y mujeres en la ciudá; llena, llena la copa, que el cuento es de los que atragantan.

En esa ciudá de mujeres y de hombres -siguió el hampón, apurando el aguardiente a sorbos- había un hombre muy bueno, más bueno que el filón de la plata. ¡Ya ves tú si sería bueno! Aquel hombre se tropezó en la calle con una mujer, una jornalera como él; se enamoraron y se fueron a vivir juntos a una casa honrá, de esas donde, como antes decías tú, se vive tan ricamente y tan en paz.

-¡Jorge!

-Aguarda. Mi amigo, porque era mi amigo el de la historia, ganaba un jornal de primera; de suerte que no quiso que trabajara su mujer. La dejaba sola en casita, cuidando de su hijo, porque tuvieron un hijo como un sol, aviando los trastos, arreglando la cena, lo de la casa, vaya; pero ningún trabajo más. El hombre, sí, el hombre trabajaba como un negro, a destajo, y era duro el trajín en aquella fragua; sólo que al herrero se lo daba esto poco. Él sólo quería una cosa: ganar mucho pa que su hijo y la madre de su hijo vivieran talmente que unos príncipes. Lléname, tú, la copa; el aguardiente me pone muy temblón el pulso y sería lástima derramar una cosa tan buena.

-Pues sí, el herrero trabajaba sin asustarse de fatigas, y el jornal entero iba a los suyos; ni jugaba un céntimo, ni bebía una copa, ni era capaz de poner ojos en otra mujer que la suya. Una tarde...

-¿Qué? -preguntó la Cañas.

-Una tarde -balbuceó roncamente el minero, cerrando los párpados y hundiendo en su cabellera las uñas-, una tarde, porque ello fue preciso o porque así estaba en la suerte, ¡vaya usted a averiguar!, dejó el herrero su taller y llegó a su casa, de la que tenía una llave; la había forjado él mesmamente pa que su mujer no se tomara la molestia de abrirle. Lo vio desde el pasillo. El muñeco estaba encima del sofá, tirao como un guiñapo; dentro, en la alcoba, acariciándose, su mujer y otro hombre, ¡otro!... Claro que fue de segundos la cosa: dos gritos, dos cuerpos medio desnudos rodando muertos por la estera, y el mataor en pie, mirando con los ojos fijos, muy fijos, la hoja del cuchillo, que goteaba sangre. El mamón dormía, sonriendo a un rayito de sol que jugueteaba en su boca.

-¡Pobre Jorge!

-Pobre amigo de Jorge, querrás decir, Cañas. Fue a presidio el hombre. No estaba casao, ¿sabes?, por eso fue a presidio. Por muchos años fue.

-¿Y el niño?

-Pues murió. Muerta la madre, el padre preso... ¡En los hospicios mueren a puñaos los muchachos!

El hampón ocultó su cara entre los puños. Bajo su cara descansaba la copa. Poco a poco fue tomando matices de ópalo el aguardiente.

-Jorge, levanta esa cabeza; anda vamos; vámonos juntos.

-¡Juntos! Pero, ¿estás llorando, Cañitas? ¡Pobre amigo! ¿Verdad? De su historia aprendí a no tomar sino como las tomo a las mujeres de este mundo.

-Algunas hay buenas.

-¡Tú, quizá!... Anda, anda, llena otra copa, niña.

-No.

-Sí, mujer, sí.

-No; más bebida, no. Vamos.

-¿Dónde?

-A mi casa.

-¿A tu casa?... Esta noche, no. Cuando cuento la historia tengo el vino malo. Pué que te diera un disgusto gordo. ¡Solo! ¡Solo! -añadió, apartando a la camarera-. ¡Solo! Esta noche solo a la galería, donde no estorba nadie.

En la galería entró, tambaleándose, sin encender luz, ensudariado por las tinieblas que cayeron en anchos pliegues húmedos sobre la estera, donde sollozaba el hampón.




ArribaAbajo- IX -

El primer día de feria ganó Román una crecida suma. Llamado al casino para un asunto, del máximo cacique, tomó café con él en la sala de juego; recibió órdenes, y cuando ya, sombrero en mano, se despedía del ricacho e influyente señor, éste hubo de decirle:

-Está prohibido a los no socios apuntar una carta; pero en los ojos te relumbra el deseo de probar fortuna. Si quieres, y por una vez, puedes hacerlo con permiso de estos señores. Yo lo pido en tu nombre. ¿Hay dificultad, caballeros?

Nadie contestó, y fue el silencio muestra precisa de que, si no aplaudían, toleraban aquel capricho del cacique. No era cuestión de ponerse a malas con él por cosa de tan poca importancia.

Román jugaba de prisa el dinero, y si el azar venía en su ayuda, a pocos lances realizaba una buena ganancia. Esto le ocurrió en el casino; cinco o seis cartas acertadas le bastaron para alzarse con unos miles de pesetas.

Era de justicia mojar aquel dinero. El Zurdo, cuando en su partida menguaron «los puntos» y la media noche sonó, dio por seguro que no vendría gente de refresco en gran número, y menos con sumas de cuantía a arriesgar, dejó a cargo de su alter ego la vigilancia del salón, y fuese con varios amigos a «Los Montañeses», colmado famoso donde había a toda hora seguridad de tener excelentes manjares. De vinos no se diga, porque las mejores marcas presidían los estantes de roble o tomaban fuerza y aroma en botas de muy respetable vejez.

Fue abundante la cena, y las libaciones copiosas. A los postres se descorchó el champagne; al cosquilleo de su espuma se desataron intenciones y lenguas, no faltando quien hablase a Román de la Cañas y del desvío que por Román mostraba de algún tiempo a entonces la que antes le servía en esclava y estaba pronta a todos sus deseos, mandatos y caprichos.

-¡Dejarla! -respondió Román-, ¿a qué mentar esa escoria aquí? No es prenda de mérito; si lo fuese hubiera puesto los medios pa que no tendiese las alas hacia otro palomar.

-Hacia el palomar del hampón echó el vuelo y de allí no hay fuerza que la arranque.

-¡No me dieran más trabajo! -exclamó Román-. Vaya -siguió diciendo-, ¿queréis que os lo pruebe? Así como así, aún tengo cuentas a arreglar con ella y con ese haraposo. Precisamente día es hoy de quincena; quizá el hampón vaya por el café. Aquella noche porque la Cañas estaba en su obligación y porque la Cañas no se me importa el canto de una perra chica, no armó la de Dios en el camarote de arriba. Ea, caballeros, ahí va un cigarro y a tomar café aquí -el de La Buena Sombra está colao por borras-; tomaremos con el café una copa de «Tres Estrellas»; luego a las camareras, y que verán cómo esta noche torna la moza a su redil sin necesidad de echarle los perros.

Rebosaba en gente el café. Las mesas del turno de la Cañas no ofrecían lugar vacío; en una de ellas, y platicando con Irene, estaban el hampón y tres o cuatro cortadores. Preciso les fue a Román y sus acompañantes tomar asiento en un velador próximo a la mesa de los mineros.

-Ni siquiera te ha hecho así con la mano -dijo a Román uno de sus amigos.

-Ya hará, ya hará -respondió el jugador-. ¡Amo!

-¿Qué se ofrece? -preguntó desde el mostrador el amo del café.

-¿Está el camarote disponible?

-Pa usté siempre, Román.

-Gracias. Pues que nos suban allá arriba una caja de vino y que desenfunde la sonanta el Manitas. ¡Ah! Quiero que nos sirva la Cañas.

-Como lo mande usted.

-¿Has oído, prenda? -dijo Román encarándose con Irene-. Y esta noche no pués negarte, ni pué nadie impedirlo, porque esta noche, como aquella de marras, has de cumplir tu obligación.

-Anda -murmuró el hampón por lo bajo-. Otra noche será conmigo; esta noche con él.

-Ni esta ni ninguna. Viene con mala entraña y no se lo cuajará el gusto.

-¿Has oído? -volvió a decir Román.

-Sí, señor. Pero el caso es que no voy a ser yo quien le sirva.

-Obligación tuya es.

-Mientras llevo el delantal puesto -contestó fieramente la Cañas-, sólo que mira, Román, ya está quitao, y no soy más que una parroquiana, y los parroquianos no sirven al público. Alternan con quien los parece, y en paz.

-Eso sí que no te lo aguanto -exclamó Román sordamente-. Eso, mala persona, es hacerme de menos en presencia del público, y tal acción, ni a ti ni a nadie.

Alzándose de la silla, el Zurdo enderezó hacia donde estaba la Cañas.

-Mire lo que hace -habló el hampón, medio incorporándose en el diván-; antes, bien; la mujer era una camarera; ahora es una mujer y tié más gusto de estar con nosotros que de ir con usté allá arriba, y sa menester respetarla en su gusto.

-¡Respetarla! Ni a ella ni a ti.

Y Román, cogiendo a la Cañas por un brazo, la sacó bruscamente del diván y la hizo ir rodando a cuatro pasos de distancia.

No tuvo tiempo para más; de un salto el hampón cayó sobre el Zurdo, lo sujetó por las solapas de la americana, lo agarró con la mano libre por la pretina del campanudo pantalón, y alzándolo en el aire lo dejó caer con golpe sordo contra el piso.

El caído trató de incorporarse, esgrimiendo un cuchillo; la faca relumbró en la diestra de Jorge, pero la gente se interpuso y los amigos de Román sacaron a empujones al aporreado del café, mientras los cortadores llevaban al hampón hacia el cuarto de arriba.

-Nos veremos -barboteó con rabia Román.

-Cuando quieras. Ya sabes donde vivo -respondió con feroz sonrisa el minero-. Y que yendo a mi casa en mi busca no hay cuidiao, como aquí, de que puea estorbar la gente.




Arriba- X -

-Un capricho es -decía dos horas después al hampón la Cañas en «el camarote», donde habían quedado solos.

-¿Un capricho? ¿Cuál?

-¿Dices que esta noche tampoco quieres ir a casa?

-Son ya muchas noches, y no soy yo hombre pa entrar muchas noches en alcobas ande otros hombres puen dormir también.

-Conformes; no entres más en mi alcoba; pero déjame ir a la tuya. Permíteme dormir una noche en la galería abandoná, encima del cacho de estera ande, según dices, duermes tan ricamente.

-Sí que eres rara, criatura.

-No es que soy rara; es que te vas, Jorge, y es que no pueo estar, sin ti. Déjame ir siquiera por esta noche, déjame.

-¡Vaya! No te aflijas, vendrás, ya que tan gran empeño tiés. Sólo por esta noche, ¿estamos? No te arregostes, porque sería inútil.

-Sólo por esta noche.

Rodeándole con un brazo el cuerpo, caída la cabeza sobre el hombro de Jorge, va Irene; sus ojos miran al cielo.

Ninguno habla. Ella camina como en éxtasis; él, contemplando el contorno desigual de lamina.

A una gran llamarada que brota de la chimenea central, creo entrever la Cañas sombras moviéndose tras una tapia.

-Serán árboles -exclama en voz alta.

-¿Qué? -pregunta Jorge.

Dos fogonazos iluminan la obscuridad, y el hampón, llevándose la mano al pecho, vacila, y exclama con acento de ira:

-¡El asesino! ¡Me ha matao!

Hace un esfuerzo para sostenerse en pie, y cae.

-¡No grites!... ¡No llames! -murmura oprimiendo con sus manos las de la joven-. Cuando no hay remedio, está tó demás.

-¡Jorge!...

-Miá tú, quizás que hayan hecho un favor matándome. Te iba tomando ley y... Ya di, muerte a una mujer que me engañó. Fuera desdicha que, andando los tiempos, también te hubiera tenío que matar.

-¡Jorge!...

-No te muevas. Mete la mano aquí, cerca de esta hería que mana sangre. ¿Tientas? Es el medallón. Tráelo. Ábrelo apretando el resorte. Yo no pueo moverme. Es un niño, el retrato de un niño... Aquel niño, ¿sabes?... Pónmelo delante de los ojos.

Fijas quedaron las grandes pupilas verde mar en la cabecita infantil que recortaba el medallón. Poco a poco cuajaron sobre las pupilas dos lágrimas.

Fueron las últimas lágrimas de una vida; temblando quedaron en los párpados.

La Cañas, cerrando con sus labios los ojos del hampón, bebió aquellas dos lágrimas.




 
 
FIN