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Primor XI

Que el héroe sepa dejarse, ganando con la fortuna

     Todo móvil instable tiene aumento y declinación. Añaden otros estado donde no hay estabilidad.

     Gran providencia es saber prevenir la infalible declinación de una inquieta rueda. Sutileza de tahúr saberse dejar con ganancia, donde la prosperidad es de juego y la desdicha tan de veras.

     Mejor es tomarse la honra que aguardar a la rebatiña de la fortuna, que suele en un tumbo alzarse con la ganancia de muchos lances.

     Faltarle de constante lo que le sobra de mujer, sienten algunos escocidos. Y añadió el Marqués de Mariñano, para consuelo del emperador sobre Metz, que no sólo tiene instabilidad de mujer, sino liviandad de joven en hacer cara a los mancebos.

     Mas yo digo que no son livianas variedades de mujer, sino alternativas de una justísima Providencia.

     Acierte el varón a serlo en esto: recójase al sagrado de un honroso retiro, porque tan gloriosa es una bella retirada como una gallarda acometida.

     Pero hay hidrópicos de la suerte que no tienen ánimo para vencerse a sí mismos si les está bailando el agua la fortuna.

     Sea augusto ejemplar de este primor aquel gran mayorazgo de la fortuna y de la suerte, el máximo de los Carlos y aun de los héroes. Coronó este gloriosísimo emperador con prudente fin todas sus hazañas. Triunfó del orbe con la fortuna, y al cabo triunfó de la misma fortuna. Supo dejarse, que fue echar el sello a sus proezas.

     Perdieron otros, al contrario, todo el caudal de su fama en pena de su codicia. Tuvieron monstruoso fin grandes principios de felicidad que, a valerse de esta treta, pusieran en cobro la reputación.

     Pudiera asegurar un anillo arrojado al mar y restituido en el arca de un pescado arras de inseparabilidad entre Polícrates y la fortuna. Pero fue poco después el monte Micalense trágico teatro del divorcio.

     Cegó Belisario para que abriesen otros los ojos, y eclipsose la luna de España para dar luz a muchos.

     No se halla arte de tomarle el pulso a la felicidad, por ser anómalo su humor; previénennos algunas señales de declinación.

     Prosperidad muy aprisa, atropellándose unas a otras las felicidades, siempre fue sospechosa; porque suele la fortuna cercenar del tiempo lo que acumula del favor.

     Felicidad envejecida ya pasa a caduquez, y desdicha en los extremos cerca está de mejoría.

     Estaba Abul, moro, hermano del rey de Granada, preso en Salobreña y, para desmentir sus confirmadas desdichas, púsose a jugar al ajedrez, propio ensayo del juego de la fortuna. Llegó en esto el correo de su muerte, que siempre ésta nos corre la posta. Pidió Abul dos horas de vida; muchas le parecieron al comisario, y otorgole sólo acabar el juego comenzado. Díjole la suerte, y ganó la vida y aun el reino, pues antes de acabarlo llegó otro correo con la vida y la corona, que por muerte del rey le presentaba Granada.

     Tantos subieron del cuchillo a la corona como bajaron de la corona al cuchillo. Cómense mejor los buenos bocados de la suerte con el agridulce de un azar.

     Es corsaria la fortuna, que espera a que carguen los bajeles. Sea la contratreta anticiparse a tomar puerto.



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Primor XII

Gracia de las gentes

     Poco es conquistar el entendimiento si no se gana la voluntad, y mucho rendir con la admiración la afición juntamente.

     Muchos, con plausibles empresas, mantienen el crédito pero no la benevolencia.

     Conseguir esta gracia universal algo tiene de estrella, lo más de diligencia propia. Discurrían otros al contrario, cuando a igualdad de méritos corresponden con desproporción los aplausos.

     Lo mismo que fue en uno imán de las voluntades es en otro conjuro. Mas yo siempre le concederé aventajado el partido al artificio.

     No basta eminencia de prendas para la gracia de las gentes, aunque se supone. Fácil es de ganar el afecto, sobornado el concepto, porque la estima muñe la afición.

     Ejecutó los medios felizmente para esta común gracia, aunque no así para la de su rey, aquel infaustamente ínclito duque de Guisa, a quien hizo grande un rey favoreciéndole y mayor otro emulándole; el tercero, digo, de los Enriques franceses. Fatal nombre para príncipes en toda monarquía, que en tan altos sujetos hasta los nombres descifran oráculos.

     Preguntó un día este rey a sus continuos: «¿Qué hace Guisa, que así hechiza las gentes?» Respondió uno, extravagante áulico, por único en estos tiempos: «Sire, hacer bien a todas manos: al que no llegan derechamente sus benévolos influjos, alcanzan por reflexión, y cuando no obras, palabras. No hay boda que no festeje, bautismo que no apadrine, entierro que no honre; es cortés, humano, liberal, honrador de todos, murmurador de ninguno y, en suma, él es el rey en el afecto, si Vuestra Majestad en el efecto.»

     Feliz gracia si la hermanara con la de su rey, que no es de esencia el excluirse, por más que encarezca Bayaceto que la plausibilidad del ministro causa recelo al patrón.

     Y de verdad que la de Dios, del rey y de las gentes son tres gracias más bellas que las que se fingieron los antiguos. Danse la mano una a otra, enlazándose apretadamente todas tres, y si ha de faltar alguna, sea por orden.

     El más poderoso hechizo para ser amado es amar. Es arrebatado el vulgo en proseguir, si furioso en perseguir.

     El primer móvil de su séquito, después de la opinión, es la cortesía y la generosidad; con éstas llegó Tito a ser llamado delicias del orbe.

     Iguala la palabra favorable de un superior a la obra de un igual, y excede la cortesía de un príncipe al don de un ciudadano.

     Con sólo olvidarse por breve rato de su majestad el magnánimo don Alonso, apeándose del caballo para socorrer a un villano, conquistó las guarnecidas murallas de Gaeta, que a fuerza de bombardas no mellara en muchos días. Entró primero en los corazones, y luego con triunfo en la ciudad.

     No le hallan algunos destempladamente críticos al grande de los capitanes y gigante entre héroes otros méritos para su antonomasia sino la benevolencia común.

     Diría yo que, entre la pluralidad de prendas merecedora cada una del plausible renombre, ésta fue felicísima.

     Hay gracia de historiadores también, tan de codicia cuan de inmortalidad, porque son sus plumas las de la fama. Retratan, no los aciertos de la naturaleza, sino los del alma. Aquel fénix Corvino, gloria de Hungría, solía decir -y practicar mejor- que la grandeza de un héroe consistía en dos cosas: en alargar la mano a las hazañas y a las plumas, porque caracteres de oro vinculan eternidad.



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Primor XIII

Del despejo

     El despejo, alma de toda prenda, vida de toda perfección, gallardía de las acciones, gracia de las palabras y hechizo de todo buen gusto, lisonjea la inteligencia y extraña la explicación.

     Es un realce de los mismos realces y es una belleza formal. Las demás prendas adornan la naturaleza, pero el despejo realza las mismas prendas. De suerte que es perfección de la misma perfección, con trascendente beldad, con universal gracia.

     Consiste en una cierta airosidad, en una indecible gallardía, tanto en el decir como en el hacer, hasta en el discurrir.

     Tiene de innato lo más, reconoce a la observación lo menos. Hasta ahora nunca se ha sujetado a precepto superior, siempre a toda arte.

     Por robador del gusto le llamaron garabato; por lo imperceptible, donaire; por lo alentado, brío; por lo galán, despejo; por lo fácil, desenfado. Que todos estos nombres le han buscado el deseo y la dificultad de declararle.

     Agravio se le hace en confundirle con la facilidad; déjala muy atrás y adelántase a bizarría. Bien que todo despejo supone desembarazo, pero añade perfección.

     Tienen su Lucina las acciones, y débesele al despejo el salir bien, porque él las parteara para el lucimiento.

     Sin él, la mejor ejecución es muerta; la mayor perfección, desabrida. Ni es tan accidente que no sea el principal alguna vez. No sólo sirve al ornato, sino que apoya lo importante.

     Porque, si es el alma de la hermosura, es espíritu de la prudencia; si es aliento de la gala, es vida del valor.

     Campea igualmente en un caudillo al lado del valor el despejo, y en un rey a par de la prudencia.

     No se le reconoce menos en el día de una batalla a la despejada intrepidez que a la destreza y al valor. El despejo constituye primero a un general señor de sí, y después, de todo.

     No alcanza la ponderación, no basta a apreciar el imperturbable despejo de aquel gran vencedor de reyes, émulo mayor de Alcides, don Fernando de Ávalos. Vocéelo el aplauso en el teatro de Pavía.

     Es tan alentado el despejo en el caballo como majestuoso en el dosel; hasta en la cátedra da bizarría a la agudeza.

     Heroico fue el desembarazo de aquel Teseo francés, Enrique IV, pues con el hilo de oro del despejo supo desligarse de tan intrincado laberinto.

     También es político el despejo, y en fe de él aquel monarca espiritual del orbe llegó a decir: «¿Hay otro mundo que gobernar?»



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Primor XIV

Del natural imperio

     Empéñase este primor en una prenda tan sutil, que corriera riesgo por lo metafísico si no la afianzaran la curiosidad y el reparo.

     Brilla en algunos un señorío innato, una secreta fuerza de imperio que se hace obedecer sin exterioridad de preceptos, sin arte de persuasión.

     Cautivo César de los isleños piratas, era más señor de ellos; mandábales vencido y servíanle ellos vencedores. Era cautivo por ceremonia y señor por realidad de soberanía.

     Ejecuta más un varón de éstos con un amago que otros con toda su diligencia. Tienen sus razones un secreto vigor, que recaban más por simpatía que por luz.

     Sujétaseles la más orgullosa mente sin advertir el cómo, y ríndeseles el juicio más exento.

     Tienen éstos andado mucho para leones en humanidad, pues participan lo principal, que es señorío.

     Reconocen al león las demás fieras en presagio de naturaleza y, sin haberle examinado el valor, le previenen zalemas.

     Así a estos héroes, reyes por naturaleza, les adelantan respeto los demás, sin aguardar la tentativa del caudal.

     Realce es éste de corona y, si le corresponden la eminencia del entendimiento y la grandeza del corazón, no le falta cosa para construir un primer móvil político.

     Viose entronizada esta señoril prenda en don Hernando Álvarez de Toledo, señor más por naturaleza que por merced. Fue grande y nació para mayor, que aun en el hablar no pudo violentar este natural imperio.

     Dista mucho de una mentida gravedad, de un afectado entono, quintaesencia de lo aborrecible, no tanto si es nativa, pero que está muy al canto del enfado.

     Pero la mayor oposición mantiene con el recelo de sí, con la sospecha del propio valor, y más cuando se abate a desconfianza, que es del todo rendirse al desprecio.

     Fue aviso de Catón y propio parto de su severidad, que debe un varón respetarse a sí mismo y aun temerse.

     En que se pierde a sí propio, el miedo da licencia a los demás, y con la permisión suya facilita la ajena.



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Primor XV

De la simpatía sublime

     Prenda es de héroe tener simpatía con héroes. Alcanzarla con el sol basta a hacer a una planta gigantea y a su flor la corona del jardín.

     Es la simpatía uno de los prodigios sellados de la naturaleza; pero sus efectos son materia del pasmo, son asunto de la admiración.

     Consiste en un parentesco de los corazones, si la antipatía en un divorcio de las voluntades.

     Algunos las originan de la correspondencia en temperamentos; otros, de la hermandad en astros.

     Aspira aquélla a obrar milagros, y ésta monstruosidades. Son prodigios de la simpatía los que la común ignorancia reduce a hechizos y la vulgaridad a encantos.

     La más culta perfección sufrió desprecios de la antipatía, y la más inculta fealdad logró finezas de la simpatía.

     Hasta entre padre e hijos pretenden jurisdicción y ejecutan cada día su potencia, atropellando leyes y frustrando privilegios de naturaleza y política. Quita reinos la antipatía de un padre y dalos una simpatía.

     Todo lo alcanzan méritos de simpatía; persuade sin elocuencia y recaba cuanto quiere, con presentar memoriales de armonía natural.

     La simpatía realzada es carácter, es estrella de heroicidad; pero hay algunos de gusto imán, que mantienen antipatía con el diamante y simpatía con el hierro. Monstruosidad de naturaleza, apetecer escoria y asquear el lucimiento.

     Fue monstruo real Luis XI, que más por naturaleza que por arte, extrañaba la grandeza y se perdía por las heces de la categoría política.

     Gran realce es la simpatía activa, si es sublime, y mayor la pasiva, si es heroica. Vence en preciosidad a la gran piedra del anillo de Giges, y en eficacia a las cadenas del Tebano.

     Fácil es la propensión a los varones magnos, pero rara la correlación. Da voces tal vez el corazón, sin escuchar eco de correspondencia. En la escuela del querer es éste el A, B, C, donde la primera lección es de simpatía.

     Sea, pues, destreza en discreción conocer y lograr la simpatía pasiva. Válgase el atento de este hechizo natural y adelante el arte lo que comenzó naturaleza. Tan indiscreta cuan mal lograda es la porfía de pretender sin este natural favor y querer conquistar voluntades sin esta munición de simpatía.

     Pero la real es la reina de las prendas, pasa los términos de prodigio, basa que levantó estatua siempre de inmortalidad sobre plintos de próspera fortuna.

     Está a veces amortiguada esta augusta prenda por no alcanzarle los alientos del favor. No atrae la calamita al hierro fuera de su distrito, ni la simpatía obra fuera de la esfera de su actividad. Es la aproximación la principal de las condiciones, no así el entremetimiento.

     Atención, aspirantes a la heroicidad, que en este primor amanece un sol de lucimiento.

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