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ArribaAbajoCapítulo XXIV

Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como necesarias al verdadero entendimiento desta grande historia


Dice el que tradujo esta grande historia del original de la que escribió su primer autor Cide Hamete Benengeli, que llegando al capítulo de la aventura de la cueva de Montesinos, en el margen dél estaban escritas de mano del mesmo Hamete estas mismas razones:

«No me puedo dar a entender ni me puedo persuadir que al valeroso Don Quijote, le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda escrito. La razón es, que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido contingibles y verisímiles; pero esta desta cueva no le hallo entrada alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los términos razonables. Pues pensar yo que Don Quijote mintiese, siendo el más verdadero hidalgo y el más noble caballero de sus tiempos, no es posible; que no dijera él una mentira si le asaetearan. Por otra parte, considero que él la contó y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no pudo fabricar en tan breve espacio tan gran máquina de disparates; y si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa; y así, sin afirmarla por falsa o verdadera, la escribo. Tú, letor, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo ni puedo más; puesto que se tiene por cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se retrató della, y dijo que él la había inventado, por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había leído en sus historias.» Y luego prosigue, diciendo:

Espantose el primo así del atrevimiento de Sancho Panza como de la paciencia de su amo, y juzgó que del contento que tenía de haber visto a su señora Dulcinea del Toboso, aunque encantada, le nacía aquella condición blanda que entonces mostraba; porque si así no fuera, palabras y razones le dijo Sancho, que merecían molerle a palos; porque realmente le pareció que había andado atrevidillo con su señor, a quien le dijo: Yo señor Don Quijote de la Mancha, doy por bien empleadísima la jornada que con vuestra merced he hecho, porque en ella he granjeado cuatro cosas. La primera, haber conocido a vuestra merced, que lo tengo a gran felicidad. La segunda, haber sabido lo que se encierra en esta cueva de Montesinos, con las mutaciones de Guadiana y de las lagunas de Ruidera, que me servirán para el «Ovidio español» que traigo entre manos. La tercera, entender la antigüedad de los naipes, que por lo menos, ya se usaban en tiempo del emperador Carlo Magno, según puede colegirse de las palabras que vuesa merced dice que dijo Durandarte, cuando al cabo de aquel grande espacio que estuvo hablando con él Montesinos, él despertó diciendo: paciencia y barajar. Y esta razón y modo de hablar no la pudo aprender encantado, sino cuando no lo estaba, en Francia y en tiempo del referido emperador Carlo Magno. Y esta averiguación me viene pintiparada para el otro libro que voy componiendo, que es «Suplemento de Virgilio Polidoro, en la invención de las antigüedades», y creo que en el suyo no se acordó de poner la de los naipes, como la pondré yo ahora, que será de mucha importancia, y más alegando autor tan grave y tan verdadero como es el señor Durandarte. La cuarta es haber sabido con certidumbre el nacimiento del río Guadiana, hasta ahora ignorado de las gentes. Vuesa merced tiene razón, dijo Don Quijote; pero querría yo saber, ya que Dios le haga merced de que se le dé licencia para imprimir esos sus libros, que lo dudo, a quién piensa dirigirlos. Señores y grandes hay en España a quien puedan dirigirse, dijo el primo. No muchos, respondió Don Quijote, y no porque no lo merezcan, sino que no quieren admitirlos, por no obligarse a la satisfación que parece se debe al trabajo y cortesía de sus autores. Un príncipe conozco yo que puede suplir la falta de los demás, con tantas ventajas, que si me atreviere a decirlas, quizá despertara la invidia en más de cuatro generosos pechos; pero quédese esto aquí para otro tiempo más cómodo, y vamos a buscar adonde recogernos esta noche. No lejos de aquí, respondió el primo está una ermita, donde hace su habitación un ermitaño, que dicen ha sido soldado, y está en opinión de ser un buen cristiano, y muy discreto y caritativo además. Junto con la ermita tiene una pequeña casa, que él ha labrado a su costa; pero, con todo, aunque chica, es capaz de recibir huéspedes. ¿Tiene por ventura gallinas el tal ermitaño? preguntó Sancho. Pocos ermitaños están sin ellas, respondió Don Quijote, porque no son los que agora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto, que se vestían de hojas de palma y comían raíces de la tierra. Y no se entienda que por decir bien de aquéllos no lo digo de aquéstos, sino que quiero decir que al rigor y estrecheza de entonces no llegan las penitencias de los de agora; pero no por esto dejan de ser todos buenos: a lo menos, yo por buenos los juzgo; y cuando todo corra turbio, menos mal hace el hipócrita que se finge bueno que el público pecador. Estando en esto, vieron que hacia donde ellos estaban venía un hombre a pie, caminando apriesa, y dando varazos a un macho que venía cargado de lanzas y de alabardas. Cuando llegó a ellos, los saludó y pasó de largo. Don Quijote le dijo: Buen hombre, deteneos; que parece que vais con más diligencia que ese macho ha menester. No me puedo detener, señor, respondió el hombre, porque las armas que veis que aquí llevo han de servir mañana, y así, me es forzoso el no detenerme, y a Dios. Pero si quisiéredes saber para qué las llevo, en la venta que está más arriba de la ermita pienso alojar esta noche; y si es que hacéis este mesmo camino, allí me hallaréis, donde os contaré maravillas, y a Dios otra vez. Y de tal manera aguijó el macho, que no tuvo lugar Don Quijote de preguntarle qué maravillas eran las que pensaba decirles; y como él era algo curioso y siempre le fatigaban deseos de saber cosas nuevas, ordenó que al momento se partiesen y fuesen a pasar la noche en la venta, sin tocar en la ermita, donde quisiera el primo que se quedaran. Hízose así, subieron a caballo, y siguieron todos tres el derecho camino de la venta, a la cual llegaron un poco antes de anochecer. Dijo el primo a Don Quijote que llegasen a la ermita, a beber un trago. Apenas oyó esto Sancho Panza, cuando encaminó el rucio a ella, y lo mismo hicieron Don Quijote y el primo; pero la mala suerte de Sancho parece que ordenó que el ermitaño no estuviese en casa; que así se lo dijo una sotaermitaño que en la ermita hallaron. Pidiéronle de lo caro; respondió que su señor no lo tenía; pero que si querían agua barata, que se la daría de muy buena gana. Si yo la tuviera de agua, respondió Sancho, pozos hay en el camino, donde la hubiera satisfecho. ¡Ah, bodas de Camacho y abundancia de la casa de don Diego, y cuántas veces os tengo de echar menos! Con esto dejaron la ermita y picaron hacia la venta; y a poco trecho toparon un mancebito, que delante dellos iba caminando no con mucha priesa, y así, le alcanzaron.

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Llevaba la espada sobre el hombro, y en ella puesto un bulto o envoltorio, al parecer de sus vestidos, que al parecer debían de ser los calzones o gregüescos y herreruelo y alguna camisa, porque traía puesta una ropilla de terciopelo, con algunas vislumbres de raso, y la camisa, de fuera; las medias eran de seda, y los zapatos cuadrados, a uso de corte; la edad llegaría a diez y ocho o diez y nueve años; alegre de rostro, y al parecer, ágil de su persona: iba cantando seguidillas, para entretener el trabajo del camino. Cuando llegaron a él acababa de cantar una, que el primo tomó de memoria, que dicen que decía:


A la guerra me lleva
   mi necesidad;
si tuviera dineros,
   no fuera, en verdad.

El primero que le habló fue Don Quijote, diciéndole: Muy a la ligera camina vuesa merced, señor galán: y ¿adónde bueno? Sepamos, si es que gusta decirlo. A lo que el mozo respondió: El caminar tan a la ligera lo causa el calor y la pobreza, y el adónde voy es a la guerra. ¿Cómo la pobreza? preguntó Don Quijote, que por el calor bien puede ser. Señor, replicó el mancebo, yo llevo en este envoltorio unos gregüescos de terciopelo; compañeros desta ropilla; si los gasto en el camino, no me podré honrar con ellos en la ciudad, y no tengo con qué comprar otros; y así por esto como por orearme voy desta manera, hasta alcanzar unas compañías de infantería que no están doce leguas de aquí, donde asentaré mi plaza, y no faltarán bagajes en que caminar de allí adelante hasta el embarcadero, que dicen ha de ser en Cartagena; y más quiero tener por amo y por señor al Rey, y servirle en la guerra, que no a un pelón en la corte. ¿Y lleva vuesa merced alguna ventaja por ventura? preguntó el primo. Si yo hubiera servido a algún grande de España, o algún principal personaje, respondió el mozo, a buen seguro que yo la llevara; que eso tiene el servir a los buenos, que del tinelo suelen salir a ser alférez o capitanes, o con algún buen entretenimiento; pero yo desventurado, serví siempre a catarriberas y a gente advenediza, de ración y quitación tan mísera y atenuada, que en pagar el almidonar un cuello se consumía la mitad della; y sería tenido a milagro que un paje aventurero alcanzase alguna siquiera razonable ventura. Y dígame, por su vida, amigo, preguntó Don Quijote: ¿es posible que en los años que sirvió no ha podido alcanzar alguna librea? Dos me han dado, respondió el paje, pero así como el que se sale de alguna religión antes de profesar le quitan el hábito y le vuelven sus vestidos, así me volvían a mí los míos mis amos, que, acabados los negocios a que venían a la corte, se volvían a sus casas y recogían las libreas que por sola ostentación habían dado. Notable espilorchería, como dice el italiano, dijo Don Quijote; pero con todo eso tenga a felice ventura el haber salido de la corte con tan buena intención como lleva; porque no hay otra cosa en la tierra más honrada ni de más provecho que servir a Dios, primeramente, y luego, a su rey y señor natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se alcanzan, si no más riquezas, a lo menos, más honra que por las letras, como yo tengo dicho muchas veces; que puesto que han fundado más mayorazgos las letras que las armas, todavía llevan un no sé qué los de las armas a los de las letras, con un sí sé qué de esplendor que se halla en ellos, que los aventaja a todos. Y esto que ahora le quiero decir llévelo en la memoria, que le será de mucho provecho y alivió en sus trabajos: y es que aparte la imaginación de los sucesos adversos que le podrán venir; que el peor de todos es la muerte, y como ésta sea buena, el mejor de todos es el morir. Preguntáronle a Julio César, aquel valeroso emperador romano, cuál era la mejor muerte. Respondió que la impensada, la de repente y no prevista; y aunque respondió como gentil y ajeno del conocimiento del verdadero Dios, con todo eso, dijo bien, para ahorrarse del sentimiento humano; que puesto caso que os maten en la primera facción y refriega, o ya de un tiro de artillería, o volado de una mina, ¿qué importa? Todo es morir, y acabose la obra; y según Terencio, más bien parece el soldado muerto en la batalla que vivo y salvo en la huida; y tanto alcanza de fama el buen soldado cuanto tiene de obediencia a sus capitanes y a los que mandar le pueden: y advertid, hijo, que al soldado mejor le está el oler a pólvora que a algalia, y que si la vejez os coge en este honroso ejercicio, aunque sea lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo menos, no os podrá coger sin honra, y tal que no os la podrá menoscabar la pobreza; cuanto más que ya se va dando orden cómo se entretengan y remedien los soldados viejos y estropeados; porque no es bien que se haga con ellos lo que suelen hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no pueden servir, y echándolos de casa con título de libres, los hacen esclavos de la hambre, de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte; y por ahora no os quiero decir más, sino que subáis a las ancas deste mi caballo hasta la venta, y allí cenaréis conmigo, y por la mañana seguiréis el camino, que os le dé Dios tan bueno como vuestros deseos merecen. El paje no aceptó el convite de las ancas, aunque sí el de cenar con él en la venta, y a esta sazón, dicen que dijo Sancho entre sí: ¡Válate Dios por señor! ¿Y es posible que hombre que sabe decir tales, tantas y tan buenas cosas como aquí ha dicho, diga que ha visto los disparates imposibles que cuenta de la cueva de Montesinos? Ahora bien, ello dirá; y en esto llegaron a la venta a tiempo que anochecía, y no sin gusto de Sancho, por ver que su señor la juzgó por verdadera venta, y no por castillo, como solía. No hubieron bien entrado, cuando Don Quijote preguntó al ventero por el hombre de las lanzas y alabardas; el cual le respondió que en la caballeriza estaba acomodando el macho. Lo mismo hicieron de sus jumentos el primo y Sancho, dando a Rocinante el mejor pesebre y el mejor lugar de la caballeriza.

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ArribaAbajoCapítulo XXV

Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa del titerero, con las memorables adivinanzas del mono adivino


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No se le cocía el pan a Don Quijote, como suele decirse, hasta oír y saber las maravillas prometidas del hombre conductor de las armas. Fuele a buscar donde el ventero le había dicho que estaba, y hallole, y díjole que en todo caso le dijese luego lo que le había de decir después, acerca de lo que le había preguntado en el camino. El hombre le respondió: Más despacio, y no en pie, se ha de tomar el cuento de mis maravillas: déjeme vuestra merced, señor bueno, acabar de dar recado a mi bestia; que yo le diré cosas que le admiren. No quede por eso, respondió Don Quijote, que yo os ayudaré a todo. Y así lo hizo, ahechándole la cebada y limpiando el pesebre, humildad que obligó al hombre a contarle con buena voluntad lo que le pedía; y sentándose en un poyo y Don Quijote junto a él, teniendo por senado y auditorio al primo, al paje, a Sancho Panza y al ventero, comenzó a decir desta manera: Sabrán vuesas mercedes que en un lugar que está cuatro leguas y media desta venta sucedió que a un regidor dél, por industria y engaño de una muchacha criada suya (y esto es largo de contar) le faltó un asno, y aunque el tal regidor hizo las diligencias posibles por hallarle, no fue posible. Quince días serían pasados, según es pública voz y fama, que el asno faltaba, cuando, estando en la plaza el regidor perdidoso, otro regidor del mismo pueblo le dijo: Dadme albricias, compadre; que vuestro jumento ha parecido. Yo os las mando, y buenas, compadre, respondió el otro, pero sepamos dónde ha parecido. En el monte, respondió el hallador le vi esta mañana sin albarda y sin aparejo alguno, y tan flaco, que era una compasión miralle: quísele antecoger delante de mí y traérosle; pero está ya tan montaraz y tan huraño, que, cuando llegué a él, se fue huyendo y se entró en lo más escondido del monte. Si queréis que volvamos los dos a buscarle, dejadme poner esta borrica en mi casa; que luego vuelvo. Mucho placer me haréis, dijo el del jumento, e yo procuraré pagároslo en la mesma moneda. Con estas circunstancias todas, y de la mesma manera que yo lo voy contando, lo cuentan todos aquellos que están enterados en la verdad deste caso. En resolución, los dos regidores, a pie y mano a mano, se fueron al monte, y llegando al lugar y sitio donde pensaron hallar el asno, no le hallaron, ni pareció por todos aquellos contornos, aunque más le buscaron. Viendo, pues, que no parecía, dijo el regidor que le había visto al otro: Mirad, compadre: una traza me ha venido al pensamiento, con la cual sin duda alguna podremos descubrir este animal, aunque esté metido en las entrañas de la tierra, no que del monte; y es que yo sé rebuznar maravillosamente; y si vos sabéis algún tanto, dad el hecho por concluido. ¿Algún tanto decís, compadre? dijo el otro: por Dios que no dé la ventaja a nadie, ni aun a los mesmos asnos. Ahora lo veremos, respondió el regidor segundo, porque tengo determinado que os vais vos por una parte del monte y yo por otra, de modo que le rodeemos y andemos todo, y de trecho en trecho rebuznaréis vos y rebuznaré yo, y no podrá ser menos sino que el asno nos oya y nos responda, si es que está en el monte. A lo que respondió el dueño del jumento: Digo, compadre, que la traza es excelente y digna de vuestro gran ingenio.» Y dividiéndose los dos según el acuerdo, sucedió que casi a un mesmo tiempo rebuznaron, y cada uno engañado del rebuzno del otro, acudieron a buscarse, pensando que ya el jumento había parecido; y en viéndose, dijo el perdidoso. ¿Es posible, compadre, que no fue mi asno el que rebuznó? No fue sino yo, respondió el otro. Ahora digo, dijo el dueño que de vos a un asno, compadre, no hay alguna diferencia, en cuanto toca al rebuznar; porque en mi vida he visto ni oído cosa más propia. Esas alabanzas y encarecimiento, respondió el de la traza mejor os atañen y tocan a vos que a mí, compadre; que por el Dios que me crió que podéis dar dos rebuznos de ventaja al mayor y más perito rebuznador del mundo; porque el sonido que tenéis es alto; lo sostenido de la voz, a su tiempo y compás; los dejos, muchos y apresurados; y en resolución, yo me doy por vencido y os rindo la palma y doy la bandera desta rara habilidad. Ahora digo, respondió el dueño que me tendré y estimaré en más de aquí adelante, y pensaré que sé alguna cosa, pues tengo alguna gracia; que puesto que pensara que rebuznaba bien, nunca entendí que llegaba el extremo que decís. También diré yo ahora, respondió el segundo que hay raras habilidades perdidas en el mundo, y que son mal empleadas en aquellos que no saben aprovecharse dellas. Las nuestras, respondió el dueño si no es en casos semejantes como el que traemos entre manos, no nos pueden servir en otros; y aun en éste plega a Dios que nos sean de provecho. Esto dicho, se tornaron a dividir y a volver a sus rebuznos, y a cada paso se engañaban y volvían a juntarse, hasta que se dieron por contraseño que para entender que eran ellos, y no el asno, rebuznasen dos veces, una tras otra. Con esto, doblando a cada paso los rebuznos, rodearon todo el monte sin que el perdido jumento respondiese, ni aun por señas. Mas ¿cómo había de responder el pobre y mal logrado, si le hallaron en lo más escondido del bosque, comido de lobos? Y en viéndole, dijo su dueño: Ya me maravillaba yo de que él no respondía, pues a no estar muerto, él rebuznara si nos oyera, o no fuera asno; pero a trueco de haberos oído rebuznar con tanta gracia, compadre, doy por bien empleado el trabajo que he tenido en buscarle, aunque le he hallado muerto. En buena mano está, compadre, respondió el otro, pues si bien canta el abad, no le va en zaga el monacillo.

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Con esto, desconsolados y roncos, se volvieron a su aldea, adonde contaron a sus amigos, vecinos y conocidos cuanto les había acontecido en la busca del asno, exagerando el uno la gracia del otro en el rebuznar; todo lo cual se supo y se extendió por los lugares circunvecinos; y el diablo que no duerme, como es amigo de sembrar y derramar rencillas y discordia por do quiera, levantando caramillos en el viento y grandes quimeras de nonada, ordenó e hizo que las gentes de los otros pueblos, en viendo a alguno de nuestra aldea, rebuznasen, como dándoles en rostro con el rebuzno de nuestros regidores. Dieron en ello los muchachos, que fue dar en manos y en bocas de todos los demonios del infierno, y fue cundiendo el rebuzno de en uno en otro pueblo de manera, que son conocidos los naturales del pueblo del rebuzno como son conocidos y diferenciados los negros de los blancos; y ha llegado a tanto la desgracia desta burla, que muchas veces con mano armada y formado escuadrón han salido contra los burladores los burlados a darse la batalla, sin poderlo remediar rey ni roque, ni temor ni vergüenza. Yo creo que mañana o esotro día han de salir en campaña los de mi pueblo, que son los del rebuzno, contra otro lugar que está a dos leguas del nuestro, que es uno de los que más nos persiguen; y por salir bien apercibidos, llevo compradas estas lanzas y alabardas que habéis visto. Y éstas son las maravillas que dije que os había de contar; y si no os lo han parecido, no sé otras. Y con esto dio fin a su plática el buen hombre, y en esto, entró por la puerta de la venta un hombre todo vestido de camuza, medias, gregüescos y jubón, y con voz levantada dijo: Señor huésped, ¿hay posada? Que viene aquí el mono adivino y el retablo de la libertad de Melisendra. Cuerpo de tal, dijo el ventero, que aquí está el señor maese Pedro; buena noche se nos apareja. Olvidábaseme de decir como el tal maese Pedro traía cubierto el ojo izquierdo y casi medio carrillo con un parche de tafetán verde, señal que todo aquel lado debía de estar enfermo; y el ventero prosiguió, diciendo: Sea bien venido vuesa merced, señor maese Pedro: ¿adónde está el mono y el retablo, que no los veo? Ya llegan cerca, respondió el todo camuza, sino que yo me he adelantado, a saber si hay posada. Al mismo duque de Alba se la quitara para dársela al señor maese Pedro, respondió el ventero: llegue el mono y el retablo, que gente hay esta noche en la venta que pagará el verle, y las habilidades del mono. Sea en buen hora, respondió el del parche, que yo moderaré el precio, y con sola la costa me daré por bien pagado; y yo vuelvo a hacer que camine la carreta donde viene el mono y el retablo; y luego se volvió a salir de la venta. Preguntó luego Don Quijote al ventero qué maese Pedro era aquél y qué retablo y qué mono traía. A lo que respondió el ventero: Este es un famoso titerero, que ha muchos días que anda por esta Mancha de Aragón enseñando un retablo de Melisendra, libertada por el famoso don Gaiferos, que es una de las mejores y más bien representadas historias que de muchos años a esta parte en este reino se han visto: trae asimismo consigo un mono de la más rara habilidad que se vio entre monos, ni se imaginó entre hombres; porque si le preguntan algo, está atento a lo que le preguntan y luego salta sobre los hombros de su amo, y llegándosele al oído, le dice la respuesta de lo que le preguntan, y maese Pedro la declara luego; y de las cosas pasadas dice mucho más que de las que están por venir; y aunque no todas veces acierta en todas, en las más no yerra; de modo que nos hace creer que tiene el diablo en el cuerpo. Dos reales lleva por cada pregunta, si es que el mono responde, quiero decir, si responde el amo por él, después de haberle hablado al oído; y así, se cree que el tal maese Pedro esta riquísimo; y es hombre galante, como dicen en Italia, y bon compaño, y dase la mejor vida del mundo; habla más que seis y bebe más que doce, todo a costa de su lengua, y de su mono, y de su retablo. En esto, volvió maese Pedro, y en una carreta venía el retablo, y el mono, grande y sin cola, con las posaderas de fieltro, pero no de mala cara; y apenas le vio Don Quijote, cuando le preguntó: Dígame vuesa merced, señor adivino: ¿qué peje pillamo? ¿Qué ha de ser de nosotros? Y vea aquí mis dos reales, y mandó a Sancho que se los diese a maese Pedro, el cual respondió por el mono, y dijo: Señor, este animal no responde ni da noticia de las cosas que están por venir; de las pasadas sabe algo, y de las presentes, algún tanto. Voto arrús, dijo Sancho no dé yo un ardite porque me digan lo que por mí ha pasado, porque ¿quién lo puede saber mejor que yo mesmo? Y pagar yo porque me digan lo que sé sería una gran necedad; pero pues sabe las cosas presentes, he aquí mis dos reales, y dígame el señor monísimo ¿qué hace ahora mi mujer Teresa Panza, y en qué se entretiene? No quiso tomar maese Pedro el dinero, diciendo: No quiero recebir adelantados los premios, sin que hayan precedido los servicios; y dando con la mano derecha dos golpes sobre el hombro izquierdo, en un brinco se le puso el mono en él, y llegando la boca al oído, daba diente con diente muy apriesa; y habiendo hecho este ademán por espacio de un credo, de otro brinco se puso en el suelo, y al punto, con grandísima priesa, se fue maese Pedro a poner de rodillas ante Don Quijote, y abrazándole las piernas, dijo: Estas piernas abrazo, bien así como si abrazara las dos colunas de Hércules, ¡oh resucitador insigne de la ya puesta en olvido andante caballería! ¡Oh no jamás como se debe alabado caballero Don Quijote de la Mancha, ánimo de los desmayados, arrimo de los que van a caer, brazo de los caídos, báculo y consuelo de todos los desdichados! Quedó pasmado Don Quijote, absorto Sancho, suspenso el primo, atónito el paje, abobado el del rebuzno, confuso el ventero, y finalmente espantados todos los que oyeron las razones del titerero, el cual prosiguió, diciendo: Y tú, oh buen Sancho Panza, el mejor escudero y del mejor caballero del mundo, alégrate; que tu buena mujer Teresa está buena, y ésta es la hora en que ella está rastrillando una libra de lino, y por más señas tiene a su lado izquierdo un jarro desbocado, que cabe un buen porqué de vino, con que se entretiene en su trabajo. Eso creo yo muy bien, respondió Sancho, porque es ella una bienaventurada, y a no ser celosa, no la trocara yo por la giganta Andandona, que, según mi señor, fue una mujer muy cabal y muy de pro; y es mi Teresa de aquellas que no se dejan mal pasar, aunque sea a costa de sus herederos. Ahora digo, dijo a esta sazón Don Quijote que el que lee mucho y anda mucho, vee mucho y sabe mucho. Digo esto porque ¿qué persuasión fuera bastante para persuadirme que hay monos en el mundo que adivinen, como lo he visto ahora por mis propios ojos? Porque yo soy el mesmo Don Quijote de la Mancha que este buen animal ha dicho, puesto que se ha extendido algún tanto en mis alabanzas; pero comoquiera que yo me sea, doy gracias al cielo, que me dotó de un ánimo blando y compasivo, inclinado siempre a hacer bien a todos, y mal a ninguno. Si yo tuviera dineros, dijo el paje, preguntara al señor mono qué me ha de suceder en la peregrinación que llevo. A lo que respondió maese Pedro (que ya se había levantado de los pies de Don Quijote): Ya he dicho que esta bestezuela no responde a lo por venir; que si respondiera, no importara no haber dineros; que por servicio del señor Don Quijote, que está presente, dejara yo todos los intereses del mundo; y agora, porque se lo debo, y por darle gusto, quiero armar mi retablo y dar placer a cuantos están en la venta, sin paga alguna. Oyendo lo cual el ventero, alegre sobremanera, señaló el lugar donde se podía poner el retablo, que en un punto fue hecho. Don Quijote no estaba muy contento con las adivinanzas del mono, por parecerle no ser a propósito que un mono adivinase, ni las de por venir, ni las pasadas cosas; y así, en tanto que maese Pedro acomodaba el retablo, se retiró Don Quijote con Sancho a un rincón de la caballeriza, donde, sin ser oídos de nadie, le dijo: Mira, Sancho, yo he considerado bien la extraña habilidad deste mono, y hallo por mi cuenta que sin duda este maese Pedro su amo debe de tener hecho pacto, tácito o expreso, con el demonio. Si el patio es espeso y del demonio, dijo Sancho, sin duda debe de ser muy sucio patio; ¿pero de qué provecho le es al tal maese Pedro tener esos patios? No me entiendes, Sancho: no quiero decir sino que debe de tener hecho algún concierto con el demonio, de que infunda esa habilidad en el mono, con que gane de comer, y después que esté rico le dará su alma, que es lo que este universal enemigo pretende; y háceme creer esto el ver que el mono no responde sino a las cosas pasadas o presentes, y la sabiduría del diablo no se puede extender a más; que las por venir no las sabe si no es por conjeturas, y no todas veces; que a solo Dios está reservado conocer los tiempos y los momentos, y para Él no hay pasado ni porvenir; que todo es presente; y siendo esto así, como lo es, está claro que este mono habla con el estilo del diablo; y estoy maravillado cómo no le han acusado al Santo Oficio, y examinádole, y sacádole de cuajo en virtud de quién adivina; porque cierto está que este mono no es astrólogo, ni su amo ni él alzan, ni saben alzar, estas figuras que llaman judiciarias, que tanto ahora se usan en España, que no hay mujercilla, ni paje, ni zapatero de viejo que no presuma de alzar una figura, como si fuera una sota de naipes del suelo, echando a perder con sus mentiras e ignorancias la verdad maravillosa de la ciencia. De una señora sé yo que preguntó a uno destos figureros que si una perrilla de falda pequeña que tenía si se empreñaría y pariría, y cuántos y de qué color serían los perros que pariese. A lo que el señor judiciario, después de haber alzado la figura, respondió que la perrica se empreñaría, y pariría tres perricos, el uno verde, el otro encarnado y el otro de mezcla, con tal condición, que la tal perra se cubriese entre las once y doce del día, o de la noche, y que fuese en lunes, o en sábado; y lo que sucedió fue que de allí a dos días se moría la perra de ahíta, y el señor levantador quedó acreditado en el lugar por acertadísimo judiciario, como lo quedan todos o los más levantadores. Con todo eso, querría, dijo Sancho que vuesa merced dijese a maese Pedro, preguntase a su mono si es verdad lo que a vuesa merced le pasó en la cueva de Montesinos; que yo para mí tengo, con perdón de vuesa merced, que todo fue embeleco y mentira, o, por lo menos, cosas soñadas. Todo podría ser, respondió Don Quijote, pero yo haré lo que me aconsejas, puesto que me ha de quedar un no sé qué de escrúpulo. Estando en esto, llegó maese Pedro a buscar a Don Quijote y decirle que ya estaba en orden el retablo; que su merced viniese a verle, porque lo merecía. Don Quijote le comunicó su pensamiento, y le rogó preguntase luego a su mono le dijese si ciertas cosas que había pasado en la cueva de Montesinos habían sido soñadas, o verdaderas; porque a él le parecía que tenían de todo. A lo que maese Pedro, sin responder palabra, volvió a traer el mono, y puesto delante de Don Quijote y de Sancho, dijo: Mirad, señor mono, que este caballero quiere saber si ciertas cosas que le pasaron en una cueva llamada de Montesinos, si fueron falsas, o verdaderas; y haciéndole la acostumbrada señal, el mono se le subió en el hombro izquierdo, y hablándole, al parecer, en el oído, dijo luego maese Pedro: El mono dice que parte de las cosas que vuesa merced vio, o pasó, en la dicha cueva son falsas, y parte verisímiles; y que esto es lo que sabe, y no otra cosa, en cuanto a esta pregunta; y que si vuesa merced quisiere saber más, que el viernes venidero responderá a todo lo que se le preguntare; que por ahora se le ha acabado la virtud, que no le vendrá hasta el viernes, como dicho tiene. ¿No lo decía yo, dijo Sancho, que no se me podía asentar que todo lo que vuesa merced, señor mío, ha dicho de los acontecimientos de la cueva era verdad, ni aun la mitad? Los sucesos lo dirán, Sancho, respondió Don Quijote, que el tiempo, descubridor de todas las cosas, no se deja ninguna que no las saque a la luz del sol, aunque esté escondida en los senos de la tierra; y por hora, baste esto, y vámonos a ver el retablo del buen maese Pedro, que para mí tengo que debe de tener alguna novedad. ¿Cómo alguna? respondió maese Pedro, sesenta mil encierra en sí este mi retablo: dígole a vuesa merced, mi señor Don Quijote, que es una de las cosas más de ver que hoy tiene el mundo, y operibus credite, et non verbis, y manos a labor; que se hace tarde y tenemos mucho que hacer, y que decir, y que mostrar. Obedeciéronle Don Quijote y Sancho, y vinieron donde ya estaba el retablo puesto y descubierto, lleno por todas partes de candelillas de cera encendidas, que le hacían vistoso y resplandeciente. En llegando, se metió maese Pedro dentro dél, que era el que había de manejar las figuras del artificio, y fuera se puso un muchacho, criado del maese Pedro, para servir de intérprete y declarador de los misterios del tal retablo: tenía una varilla en la mano, con que señalaba las figuras que salían. Puestos, pues, todos cuantos había en la venta, y algunos en pie, frontero del retablo, y acomodados Don Quijote, Sancho, el paje y el primo en los mejores lugares, el trujamán comenzó a decir lo que oirá y verá el que le oyere, o viere el capítulo siguiente.

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ArribaAbajoCapítulo XXVI

Donde se prosigue la graciosa aventura del titerero, con otras cosas en verdad harto buenas


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Callaron todos, tirios y troyanos: quiero decir, pendientes estaban todos los que el retablo miraban de la boca del declarador de sus maravillas, cuando se oyeron sonar en el retablo cantidad de atabales y trompetas, y dispararse mucha artillería, cuyo rumor pasó en tiempo breve, y luego alzó la voz el muchacho, y dijo: Esta verdadera historia que aquí a vuesas mercedes se representa es sacada al pie de la letra de las corónicas francesas y de los romances españoles que andan en boca de las gentes, y de los muchachos, por esas calles. Trata de la libertad que dio el señor don Gaiferos a su esposa Melisendra, que estaba cautiva en España, en poder de moros, en la ciudad de Sansueña, que así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza; y vean vuesas mercedes allí cómo está jugando a las tablas don Gaiferos, según aquello que se canta:


Jugando está a las tablas don Gaiferos,
que ya de Melisendra está olvidado.

Y aquel personaje que allí asoma con corona en la cabeza y cetro en las manos es el emperador Carlo Magno, padre putativo de la tal Melisendra, el cual, mohíno de ver el ocio y descuido de su yerno, le sale a reñir; y adviertan con la vehemencia y ahínco que le riñe, que no parece sino que le quiere dar con el cetro media docena de coscorrones, y aun hay autores que dicen que se los dio, y muy bien dados; y después de haberle dicho muchas cosas acerca del peligro que corría su honra en no procurar la libertad de su esposa, dicen que le dijo:


«Harto os he dicho: miradlo.»

Miren vuestras mercedes también cómo el emperador vuelve las espaldas y deja despechado a don Gaiferos, el cual ya ven cómo arroja, impaciente de la cólera, lejos de sí el tablero y las tablas, y pide apriesa las armas, y a don Roldán su primo pide prestada su espada Durindana, y cómo don Roldán no se la quiere prestar, ofreciéndole su compañía en la difícil empresa en que se pone; pero el valeroso enojado no lo quiere aceptar; antes, dice que él solo es bastante para sacar a su esposa, si bien estuviese metida en el más hondo centro de la tierra; y con esto, se entra a armar, para ponerse luego en camino. Vuelvan vuestras mercedes los ojos a aquella torre que allí parece, que se presupone que es una de las torres del alcázar de Zaragoza, que ahora llaman la Aljafería; y aquella dama que en aquel balcón parece, vestida a lo moro, es la sin par Melisendra, que desde allí muchas veces se ponía a mirar el camino de Francia, y puesta la imaginación en París y en su esposo, se consolaba en su cautiverio. Miren también un nuevo caso que ahora sucede, quizá no visto jamás. ¿No ven aquel moro que callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se llega por las espaldas de Melisendra? Pues miren cómo la da un beso en mitad de los labios, y la priesa que ella se da a escupir, y a limpiárselos con la blanca manga de su camisa, y cómo se lamenta, y se arranca de pesar sus hermosos cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio. Miren también cómo aquel grave moro que está en aquellos corredores es el rey Marsilio de Sansueña; el cual, por haber visto la insolencia del moro, puesto que era un pariente y gran privado suyo, le mandó luego prender, y que le den docientos azotes, llevándole por las calles acostumbradas de la ciudad con chilladores delante y envaramiento detrás; y veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido puesta en ejecución la culpa, porque entre moros no hay traslado a la parte, ni a prueba y estese, como entre nosotros. Niño, niño, dijo con voz alta a esta sazón Don Quijote, seguid vuestra historia línea recta, y no os metáis en las curvas o transversales, que para sacar una verdad en limpio, menester son muchas pruebas y repruebas. También dijo maese Pedro desde dentro: Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que será lo más acertado; sigue tu canto llano, y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles. Yo lo haré así, respondió el muchacho, y prosiguió diciendo: Esta figura que aquí parece a caballo, cubierta con una capa gascona, es la mesma de don Gaiferos; aquí su esposa, ya vengada del atrevimiento del enamorado moro, con mejor y más sosegado semblante se ha puesto a los miradores de la torre, y habla con su esposo, creyendo que es algún pasajero, con quien pasó todas aquellas razones y coloquios de aquel romance que dicen:


Caballero, si a Francia ides,
por Gaiferos preguntad;

Las cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrar el fastidio; basta ver cómo don Gaiferos se descubre, y que por los ademanes alegres que Melisendra hace se nos da a entender que ella le ha conocido, y más ahora que veemos se descuelga del balcón, para ponerse en las ancas del caballo de su buen esposo. Mas ¡ay sin ventura! que se le ha asido una punta del faldellín de uno de los hierros del balcón, y está pendiente en el aire, sin poder llegar al suelo. Pero veis cómo el piadoso cielo socorre en las mayores necesidades: pues llega don Gaiferos, y sin mirar si se rasgará o no el rico faldellín, ase della, y mal su grado la hace bajar al suelo, y luego, de un brinco, la pone sobre las ancas de su caballo, a horcajadas como hombre, y la manda que se tenga fuertemente y le eche los brazos por las espaldas, de modo que los cruce en el pecho, porque no se caiga, a causa que no estaba la señora Melisendra acostumbrada a semejantes caballerías. Veis también cómo los relinchos del caballo dan señales que va contento con la valiente y hermosa carga que lleva en su señor y en su señora. Veis cómo vuelven las espaldas y salen de la ciudad, y alegres y regocijados toman de París la vía. Vais en paz, oh par sin par de verdaderos amantes; lleguéis a salvamento a vuestra deseada patria, sin que la fortuna ponga estorbo en vuestro felice viaje: los ojos de vuestros amigos y parientes os vean gozar en paz tranquila los días (que los de Néstor sean) que os quedan de la vida. Aquí alzó otra vez la voz maese Pedro, y dijo: Llaneza, muchacho: no te encumbres; que toda afectación es mala. No respondió nada el intérprete; antes prosiguió, diciendo: No faltaron algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la bajada y la subida de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio, el cual mandó luego tocar al arma; y miren con qué priesa; que ya la ciudad se hunde con el son de las campanas que en todas las torres de las mezquitas suenan. Eso no, dijo a esta sazón Don Quijote; en esto de las campanas anda muy impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales, y un género de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto de sonar campanas en Sansueña, sin duda que es un gran disparate. Lo cual oído por maese Pedro, cesó el tocar, y dijo: No mire vuesa merced en niñerías, señor Don Quijote, ni quiera llevar las cosas tan por el cabo, que no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi de ordinario, mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y con todo eso, corren felicísimamente su carrera, y se escuchan, no sólo con aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja decir; que como yo llene mi talego, siquiera represente más impropiedades que tiene átomos el sol: Así es la verdad, replicó Don Quijote; y el muchacho dijo: Miren cuánta y cuán lucida caballería sale de la ciudad en seguimiento de los dos católicos amantes, cuántas trompetas que suenan, cuántas dulzainas que tocan y cuántos atabales y atambores que retumban; témome que los han de alcanzar, y los han de volver atados a la cola de su mismo caballo, que sería un horrendo espectáculo. Viendo y oyendo pues tanta morisma y tanto estruendo Don Quijote, pareciole ser bien dar ayuda a los que huían, y levantándose en pie, en voz alta dijo: No consentiré yo en mis días y en mi presencia se le haga superchería a tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos: deteneos, mal nacida canalla; no le sigáis ni persigáis; si no, conmigo sois en la batalla; y diciendo y haciendo, desenvainó la espada, y de un brinco se puso junto al retablo, y con acelerada y nunca vista furia comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando a éste, destrozando a aquél, y entre otros muchos, tiró un altibajo tal, que si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán. Daba voces maese Pedro diciendo. Deténgase vuesa merced, señor Don Quijote, y advierta que estos que derriba, destroza y mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta: mire ¡pecador de mí! que me destruye, y echa a perder toda mi hacienda. Mas no por esto dejaba de menudear Don Quijote cuchilladas, mandobles, tajos y reveses como llovidos.

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Finalmente, en menos de dos credos, dio con todo el retablo en el suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas sus jarcias y figuras: el rey Marsilio, mal herido, y el emperador Carlo Magno, partida la corona y la cabeza en dos partes. Alborotose el senado de los oyentes, huyose el mono por los tejados de la ventana, temió el primo, acobardose el paje, y hasta el mesmo Sancho Panza tuvo pavor grandísimo; porque, como él juró después de pasada la borrasca, jamás había visto a su señor con tan desatinada cólera. Hecho pues el general destrozo del retablo, sosegose un poco Don Quijote, y dijo: Quisiera yo tener aquí delante en este punto todos aquellos que no creen ni quieren creer de cuánto provecho sean en el mundo los caballeros andantes: miren, si no me hallara yo aquí presente, qué fuera del buen don Gaiferos y de la hermosa Melisendra; a buen seguro que ésta fuera ya la hora que los hubieran alcanzado estos canes, y les hubieran hecho algún desaguisado. En resolución, viva la andante caballería sobre cuantas cosas hoy viven en la tierra. Vivan en hora buena, dijo a esta sazón con voz enfermiza maese Pedro, y muera yo, pues soy tan desdichado que puedo decir con el rey don Rodrigo:

Ayer fui señor de España y hoy no tengo una almena que pueda decir que es mía. No ha media hora, ni aun un mediano momento, que me vi señor de reyes y de emperadores, llenas mis caballerizas y mis cofres y sacos de infinitos caballos y de innumerables galas, y agora me veo desolado y abatido, pobre y mendigo, y sobre todo, sin mi mono, que a fe que primero que le vuelva a mi poder me han de sudar los dientes; y todo por la furia mal considerada deste señor caballero, de quien se dice que ampara pupilos, y endereza tuertos, y hace otras obras caritativas, y en mí solo ha venido a faltar su intención generosa, que sean benditos y alabados los cielos, allá donde tienen más levantados sus asientos. En fin, el caballero de la Triste Figura había de ser aquel que había de desfigurar las mías. Enterneciose Sancho Panza con las razones de maese Pedro, y díjole: No llores, maese Pedro, ni te lamentes, que me quiebras el corazón; porque te hago saber que es mi señor Don Quijote tan católico y escrupuloso cristiano, que si él cae en la cuenta de que te ha hecho algún agravio, te lo sabrá y te lo querrá pagar y satisfacer con muchas ventajas. Con que me pagase el señor Don Quijote alguna parte de las hechuras que me ha deshecho quedaría contento, y su merced aseguraría su conciencia; porque no se puede salvar quien tiene lo ajeno contra la voluntad de su dueño y no lo restituye. Así es, dijo Don Quijote, pero hasta ahora yo no sé que tenga nada vuestro, maese Pedro. ¿Cómo no? respondió maese Pedro; ¿y estas reliquias que están por este duro y estéril suelo, quién las esparció y aniquiló, sino la fuerza invencible dese poderoso brazo? ¿y cúyos eran sus cuerpos sino míos? ¿y con quién me sustentaba yo sino con ellos? Ahora acabo de creer, dijo a este punto Don Quijote lo que otras muchas veces he creído: que estos encantadores que me persiguen no hacen sino ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en las que ellos quieren. Real y verdaderamente os digo, señores que me oís, que a mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que pasaba al pie de la letra: que Melisendra era Melisendra, don Gaiferos, don Gaiferos, Marsilio, Marsilio, y Carlo Magno, Carlo Magno: por eso se me alteró la cólera, y por cumplir con mi profesión de caballero andante, quise dar ayuda y favor a los que huían, y con este buen propósito hice lo que habéis visto; si me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me persiguen; y con todo esto, deste mi yerro, aunque no ha procedido de malicia, quiero yo mismo condenarme en costas: vea maese Pedro lo que quiere por las figuras deshechas; que yo me ofrezco a pagárselo luego, en buena y corriente moneda castellana. Inclinóse maese Pedro, diciéndole: No esperaba yo menos de la inaudita cristiandad del valeroso Don Quijote de la Mancha, verdadero socorredor y amparo de todos los necesitados y menesterosos vagamundos; y aquí el señor ventero y el gran Sancho serán medianeros y apreciadores entre vuesa merced y mí de lo que valen o podían valer las ya deshechas figuras. El ventero y Sancho dijeron que así lo harían, y luego maese Pedro alzó del suelo con la cabeza menos al rey Marsilio de Zaragoza, y dijo: Ya se ve cuán imposible es volver a este rey a su ser primero; y así, me parece, salvo mejor juicio, que se me dé por su muerte, fin y acabamiento cuatro reales y medio. Adelante, dijo Don Quijote. Pues por esta abertura de arriba abajo, prosiguió maese Pedro, tomando en las manos al partido emperador Carlo Magno, no sería mucho que pidiese yo cinco reales y un cuartillo. No es poco, dijo Sancho. Ni mucho, replicó el ventero: médiese la partida y señálensele cinco reales. Dénsele todos cinco y cuartillo, dijo Don Quijote, que no está en un cuartillo más a menos la monta desta notable desgracia; y acabe presto maese Pedro; que se hace hora de cenar, y yo tengo ciertos barruntos de hambre. Por esta figura, dijo maese Pedro que está sin narices y un ojo menos, que es de la hermosa Melisendra, quiero, y me pongo en lo justo, dos reales y doce maravedís. Aun ahí sería el diablo, dijo Don Quijote, si ya no estuviese Melisendra con su esposo, por lo menos, en la raya de Francia; porque el caballo en que iban a mí me pareció que antes volaba que corría; y así, no hay para qué venderme a mí el gato por liebre, presentándome aquí a Melisendra desnarigada, estando la otra, si viene a mano, ahora holgándose en Francia con su esposo a pierna tendida. Ayude Dios con lo suyo a cada uno, señor maese Pedro, y caminemos todos con pie llano y con intención sana; y prosiga. Maese Pedro, que vio que Don Quijote izquierdeaba y que volvía a su primer tema, no quiso que se le escapase, y así, le dijo: Ésta no debe de ser Melisendra, sino alguna de las doncellas que la servían; y así, con sesenta maravedís que me den por ella quedaré contento y bien pagado. Desta manera fue poniendo precio a otras muchas destrozadas figuras, que después los moderaron los dos jueces árbitros, con satisfación de las partes, que llegaron a cuarenta reales y tres cuartillos; y además desto, que luego lo desembolsó Sancho, pidió maese Pedro dos reales por el trabajo de tomar el mono. Dáselos, Sancho, dijo Don Quijote, no para tomar el mono, sino la mona; y docientos diera yo ahora en albricias a quien me dijera con certidumbre que la señora doña Melisendra y el señor don Gaiferos estaban ya en Francia y entre los suyos. Ninguno nos lo podrá decir mejor que mi mono, dijo maese Pedro, pero no habrá diablo que ahora le tome; aunque imagino que el cariño y la hambre le han de forzar a que me busque esta noche, y amanecerá Dios y verémonos. En resolución, la borrasca del retablo se acabó, y todos cenaron en paz y en buena compañía, a costa de Don Quijote, que era liberal en todo extremo. Antes que amaneciese, se fue el que llevaba las lanzas y las alabardas, y ya después de amanecido, se vinieron a despedir de Don Quijote el primo y el paje: el uno, para volverse a su tierra; y el otro, a proseguir su camino, para ayuda del cual le dio Don Quijote una docena de reales. Maese Pedro no quiso volver a entrar en más dimes ni diretes con Don Quijote, a quien él conocía muy bien, y así, madrugó antes que el sol, y cogiendo las reliquias de su retablo y a su mono, se fue también a buscar sus aventuras. El ventero, que no conocía a Don Quijote, tan admirado le tenían sus locuras como su liberalidad. Finalmente, Sancho le pagó muy bien, por orden de su señor, y despidiéndose dél, casi a las ocho del día, dejaron la venta y se pusieron en camino, donde los dejaremos ir; que así conviene para dar lugar a contar otras cosas pertenecientes a la declaración desta famosa historia.

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ArribaAbajoCapítulo XXVII

Donde se da cuenta quiénes eran maese Pedro y su mono, con el mal suceso que Don Quijote tuvo en la aventura del rebuzno, que no la acabó como él quisiera y como lo tenía pensado


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Entra Cide Hamete, coronista desta grande historia, con estas palabras en este capítulo: «Juro como católico cristiano...», a lo que su traductor dice que el jurar Cide Hamete como católico cristiano, siendo él moro, como sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que, así como el católico cristiano cuando jura, jura o debe jurar, verdad, y decirla en lo que dijere, así él la decía, como si jurara como cristiano católico, en lo que quería escribir de Don Quijote, especialmente en decir quién era maese Pedro, y quién el mono adivino que traía admirados todos aquellos pueblos con sus adivinanzas. Dice pues, que bien se acordará, el que hubiere leído la primera parte desta historia de aquel Ginés de Pasamonte a quien, entre otros galeotes, dio libertad Don Quijote en Sierra Morena, beneficio que después le fue mal agradecido y peor pagado de aquella gente maligna y mal acostumbrada. Este Ginés de Pasamonte, a quien Don Quijote llamaba Ginesillo de Parapilla, fue el que hurtó a Sancho Panza el rucio; que por no haberse puesto el cómo ni el cuándo en la primera parte, por culpa de los impresores, ha dado en qué entender a muchos, que atribuían a poca memoria del autor la falta de imprenta. Pero, en resolución, Ginés le hurtó estando sobre él durmiendo Sancho Panza, usando de la traza y modo que usó Brunelo cuando, estando Sacripante sobre Albraca, le sacó el caballo de entre las piernas, y después le cobró Sancho como se ha contado. Este Ginés, pues, temeroso de no ser hallado de la justicia, que le buscaba para castigarle de sus infinitas bellaquerías y delitos, que fueron tantos y tales, que él mismo compuso un gran volumen contándolos, determinó pasarse al reino de Aragón y cubrirse el ojo izquierdo, acomodándose al oficio de titerero; que esto y el jugar de manos lo sabía hacer por extremo. Sucedió, pues, que de unos cristianos ya libres que venían de Berbería compró aquel mono, a quien enseñó que en haciéndole cierta señal, se le subiese en el hombro, y le murmurase, o lo pareciese, al oído. Hecho esto, antes que entrase en el lugar donde entraba con su retablo y mono, se informaba en el lugar más cercano, o de quien él mejor podía, qué cosas particulares hubiesen sucedido en el tal lugar, y a qué personas; y llevándolas bien en la memoria, lo primero que hacía era mostrar su retablo, el cual unas veces era de una historia, y otras de otra; pero todas alegres, y regocijadas, y conocidas. Acabada la muestra, proponía las habilidades de su mono, diciendo al pueblo que adivinaba todo lo pasado y lo presente; pero que en lo de por venir no se daba maña. Por la respuesta de cada pregunta pedía dos reales, y de algunas hacía barato, según tomaba el pulso a los preguntantes; y como tal vez llegaba a las casas de quien él sabía los sucesos de los que en ella moraban, aunque no le preguntasen nada por no pagarle, él hacía la seña al mono, y luego decía que le había dicho tal y tal cosa, que venía de molde con lo sucedido. Con esto cobraba crédito inefable, y andábanse todos tras él: otras veces, como era tan discreto, respondía de manera, que las respuestas venían bien con las preguntas; y como nadie le apuraba ni apretaba a que dijese cómo adevinaba su mono, a todos hacía monas, y llenaba sus esqueros. Así como entró en la venta conoció a Don Quijote y a Sancho, por cuyo conocimiento le fue fácil poner en admiración a Don Quijote y a Sancho Panza, y a todos los que en ella estaban; pero hubiérale de costar caro si Don Quijote bajara un poco más la mano cuando cortó la cabeza al rey Marsilio y destruyó toda su caballería, como queda dicho en el antecedente capítulo. Esto es lo que hay que decir de maese Pedro y de su mono. Y volviendo a Don Quijote de la Mancha, digo que después de haber salido de la venta, determinó de ver primero las riberas del río Ebro y todos aquellos contornos, antes de entrar en la ciudad de Zaragoza, pues le daba tiempo para todo el mucho que faltaba desde allí a las justas. Con esta intención siguió su camino, por el cual anduvo dos días sin acontecerle cosa digna de ponerse en escritura, hasta que al tercero, al subir de una loma, oyó un gran rumor de atambores, de trompetas y arcabuces. Al principio pensó que algún tercio de soldados pasaba por aquella parte, y por verlos picó a Rocinante y subió la loma arriba; y cuando estuvo en la cumbre, vio al pie della, a su parecer, más de docientos hombres armados de diferentes suertes de armas, como si dijésemos lanzones, ballestas, partesanas, alabardas y picas, y algunos arcabuces, y muchas rodelas. Bajó del recuesto y acercose al escuadrón, tanto, que distintamente vio las banderas, juzgó de las colores y notó las empresas que en ellas traían, especialmente una que en un estandarte o jirón de raso blanco venía, en el cual estaba pintado muy al vivo un asno como un pequeño sardesco, la cabeza levantada, la boca abierta y la lengua de fuera, en acto y postura como si estuviera rebuznando; alrededor dél estaban escritos de letras grandes estos dos versos:


No rebuznaron en balde
El uno y el otro alcalde.

Por esta insignia sacó Don Quijote que aquella gente debía de ser del pueblo del rebuzno, y así se lo dijo a Sancho, declarándole lo que en el estandarte venía escrito. Díjole también que el que les había dado noticia de aquel caso se había errado en decir que dos regidores habían sido los que rebuznaron; porque, según los versos del estandarte, no habían sido sino alcaldes. A lo que respondió Sancho Panza: Señor, en eso no hay que reparar; que bien puede ser que los regidores que entonces rebuznaron viniesen con el tiempo a ser alcaldes de su pueblo, y así, se pueden llamar con entrambos títulos; cuanto más que no hace al caso a la verdad de la historia ser los rebuznadores alcaldes o regidores, como ellos una por una hayan rebuznado; porque tan a pique está de rebuznar un alcalde como un regidor. Finalmente conocieron y supieron como el pueblo corrido salía a pelear con otro que le corría más de lo justo y de lo que se debía a la buena vecindad. Fuese llegando a ellos Don Quijote, no con poca pesadumbre de Sancho, que nunca fue amigo de hallarse en semejantes jornadas. Los del escuadrón le recogieron en medio, creyendo que era alguno de los de su parcialidad. Don Quijote, alzando la visera, con gentil brío y continente llegó hasta el estandarte del asno, y allí se le pusieron alrededor todos los más principales del ejército, por verle, admirados con la admiración acostumbrada, en que caían todos aquellos que la vez primera le miraban. Don Quijote, que los vio tan atentos a mirarle, sin que ninguno le hablase ni le preguntase nada, quiso aprovecharse de aquel silencio, y rompiendo el suyo, alzó la voz y dijo:

Buenos señores, cuan encarecidamente puedo os suplico que no interrumpáis un razonamiento que quiero haceros, hasta que veáis que os disgusta y enfada; que si esto sucede, con la más mínima señal que me hagáis pondré un sello en mi boca y echaré una mordaza a mi lengua. Todos le dijeron que dijese lo que quisiese; que de buena gana le escucharían. Don Quijote, con esta licencia, prosiguió diciendo: Yo, señores míos, soy caballero andante, cuyo ejercicio es el de las armas, y cuya profesión, la de favorecer a los necesitados de favor y acudir a los menesterosos. Días ha que he sabido vuestra desgracia y la causa que os mueve a tomar las armas a cada paso, para vengaros de vuestros enemigos; y habiendo discurrido una y muchas veces en mi entendimiento sobre vuestro negocio, hallo, según las leyes del duelo, que estáis engañados en teneros por afrentados, porque ningún particular puede afrentar a un pueblo entero, si no es retándole de traidor por junto, porque no sabe en particular quién cometió la traición por que le reta. Ejemplo desto tenemos en don Diego Ordóñez de Lara, que retó a todo el pueblo zamorano, porque ignoraba que sólo Vellido Dolfos había cometido la traición de matar a su rey, y así, retó a todos, y a todos tocaba la venganza y la respuesta; aunque bien es verdad que el señor don Diego anduvo algo demasiado, y aun pasó muy adelante de los límites del reto, porque no tenía para qué retar a los muertos, a las aguas, ni a los panes, ni a los que estaban por nacer, ni a las otras menudencias que allí se declaran; pero ¡vaya! pues cuando la cólera sale de madre, no tiene la lengua padre, ayo ni freno que la corrija. Siendo, pues, esto así, que uno solo no puede afrentar a reino, provincia, ciudad, república ni pueblo entero, queda en limpio que no hay para qué salir a la venganza del reto de la tal afrenta, pues no lo es; porque bueno sería que se matasen a cada paso los del pueblo de la Reloja con quien se lo llama, ni los cazoleros, berenjeneros, ballenatos jaboneros, ni los de otros nombres y apellidos que andan por ahí en boca de los muchachos y de gente de poco más a menos: bueno sería, por cierto que todos estos insignes pueblos se corriesen y vengasen, y anduviesen contino hechas las espadas sacabuches a cualquier pendencia, por pequeña que fuese. No, no, ni Dios lo permita o quiera: los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas, y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas. La primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su rey, en la guerra justa; y si le quisiéremos añadir la quinta (que se puede contar por segunda), es en defensa de su patria. A estas cinco causas, como capitales, se pueden agregar algunas otras que sean justas y razonables, y que obliguen a tomar las armas; pero tomarlas por niñerías y por cosas que antes son de risa y pasatiempo que de afrenta, parece que quien las toma carece de todo razonable discurso; cuanto más que el tomar venganza injusta (que justa no puede haber alguna que lo sea) va derechamente contra la santa ley que profesamos, en la cual se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y que amemos a los que nos aborrecen; mandamiento que aunque parece algo dificultoso de cumplir, no lo es sino para aquellos que tienen menos de Dios que del mundo, y más de carne que de espíritu; porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así, no nos había de mandar cosa que fuese imposible el cumplirla. Así que, mis señores, vuesas mercedes están obligados por leyes divinas y humanas a sosegarse. El diablo me lleve, dijo a esta sazón Sancho entre sí si este mi amo no es tólogo; y si no lo es, que lo parece como un huevo a otro. Tomó un poco de aliento Don Quijote, y viendo que todavía le prestaban silencio, quiso pasar adelante en su plática, como pasara ni no se pusiere en medio la agudeza de Sancho, el cual, viendo que su amo se detenía, tomó la mano por él, diciendo: Mi señor Don Quijote de la Mancha, que un tiempo se llamó el Caballero de la Triste Figura y ahora se llama el «caballero de los Leones», es un hidalgo muy atentado, que sabe latín y romance como un bachiller, y en todo cuanto trata y aconseja procede como muy buen soldado, y tiene todas las leyes y ordenanzas de lo que llaman el duelo, en la uña; y así, no hay más que hacer sino dejarse llevar por lo que él dijere, y sobre mí si lo erraren; cuanto más que ello se está dicho que es necedad correrse por sólo oír un rebuzno, que yo me acuerdo, cuando muchacho, que rebuznaba cada y cuando que se me antojaba, sin que nadie me fuese a la mano, y con tanta gracia y propiedad, que en rebuznando yo, rebuznaban todos los asnos del pueblo, y no por eso dejaba de ser hijo de mis padres, que eran honradísimos; y aunque por esta habilidad era invidiado de más de cuatro de los estirados de mi pueblo, no se me daba dos ardites; y porque se vea que digo verdad, esperen y escuchen, que esta ciencia es como la del nadar, que, una vez aprendida, nunca se olvida: y luego, puesta la mano en las narices, comenzó a rebuznar tan reciamente, que todos los cercanos valles retumbaron; pero uno de los que estaban junto a él, creyendo que hacía burla dellos, alzó un varapalo que en la mano tenía, y diole tal golpe con él, que, sin ser poderoso a otra cosa, dio con Sancho Panza en el suelo. Don Quijote, que vio tan malparado a Sancho, arremetió al que le había dado con la lanza sobre mano, pero fueron tantos los que se pusieron en medio, que no fue posible vengarle; antes viendo que llovía sobre él un nublado de piedras, y que le amenazaban mil encaradas ballestas y no menos cantidad de arcabuces, volvió las riendas a Rocinante, y a todo lo que su galope pudo se salió de entre ellos, encomendándose de todo corazón a Dios, que de aquel peligro le librase, temiendo a cada paso no le entrase alguna bala por las espaldas y le saliese al pecho; y a cada punto recogía el aliento, por ver si le faltaba; pero los del escuadrón se contentaron con verle huir, sin tirarle.

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A Sancho le pusieron sobre su jumento apenas vuelto en sí, y le dejaron ir tras su amo, no porque él tuviese sentido para regirle; pero el rucio siguió las huellas de Rocinante, sin el cual no se hallaba un punto. Alongado, pues, Don Quijote buen trecho, volvió la cabeza y vio que Sancho venía, y atendiole, viendo que ninguno le seguía. Los del escuadrón se estuvieron allí hasta la noche, y por no haber salido a la batalla sus contrarios, se volvieron a su pueblo, regocijados y alegres; y si ellos supieran la costumbre antigua de los griegos, levantaran en aquel lugar y sitio un trofeo.

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ArribaAbajoCapítulo XXVIII

De cosas que dice Benengeli que las sabrá quien le leyere, si las lee con atención


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Cuando el valiente huye, la superchería está descubierta, y es de varones prudentes guardarse para mejor ocasión. Esta verdad se verificó en Don Quijote, el cual, dando lugar a la furia del pueblo y a las malas intenciones de aquel indignado escuadrón, puso pies en polvorosa, y sin acordarse de Sancho ni del peligro en que le dejaba, se apartó tanto cuanto le pareció que bastaba para estar seguro. Seguíale Sancho, atravesado en su jumento, como queda referido. Llegó, en fin, ya vuelto en su acuerdo, y al llegar, se dejó caer del rucio a los pies de Rocinante, todo ansioso, todo molido y todo apaleado. Apeose Don Quijote para catarle las feridas; pero como le hallase sano de los pies a la cabeza, con asaz cólera le dijo: Tan en hora mala supiste vos rebuznar, Sancho; ¿y dónde hallastes vos ser bueno el nombrar la soga en casa del ahorcado? A música de rebuznos, ¿qué contrapunto se había de llevar sino de varapalos? Y dad gracias a Dios, Sancho, que ya que os santiguaron con un palo, no os hicieron el per signum crucis con un alfanje. No estoy para responder, respondió Sancho, porque me parece que hablo por las espaldas. Subamos y apartémonos de aquí, que yo pondré silencio en mis rebuznos; pero no en dejar de decir que los caballeros andantes huyen, y dejan a sus buenos escuderos molidos como alheña, o como cibera, en poder de sus enemigos. No huye el que se retira, respondió Don Quijote, porque has de saber, Sancho, que la valentía que no se funda sobre la basa de la prudencia se llama temeridad, y las hazañas del temerario más se atribuyen a la buena fortuna que a su ánimo; y así, yo confieso que me he retirado, pero no huido; y en esto he imitado a muchos valientes, que se han guardado para tiempos mejores, y desto están las historias llenas; las cuales, por no serte a ti de provecho ni a mí de gusto, no te las refiero ahora.

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En esto, ya estaba a caballo Sancho, ayudado de Don Quijote, el cual asimismo subió en Rocinante, y poco a poco se fueron a emboscar en una alameda que hasta un cuarto de legua de allí se parecía. De cuando en cuando daba Sancho unos ayes profundísimos y unos gemidos dolorosos; y preguntándole Don Quijote la causa de tan amargo sentimiento, respondió que desde la punta del espinazo hasta la nuca del celebro le dolía de manera, que le sacaba de sentido. La causa dese dolor debe de ser, sin duda, dijo Don Quijote, que como era el palo con que te dieron largo y tendido, te cogió todas las espaldas, donde entran todas esas partes que te duelen; y si más te cogiera, más te doliera. ¡Por Dios, dijo Sancho, que vuesa merced me ha sacado de una gran duda, y que me la ha declarado por lindos términos! ¡Cuerpo de mí! ¿Tan encubierta estaba la causa de mi dolor que ha sido menester decirme que me duele todo aquello que alcanzó el palo? Si me dolieran los tobillos, aún pudiera ser que se anduviera adivinando el porqué10 me dolían; pero dolerme lo que me molieron, no es mucho adivinar. A la fe, señor nuestro amo, el mal ajeno de pelo cuelga, y cada día voy descubriendo tierra de lo poco que puedo esperar de la compañía que con vuesa merced tengo; porque si esta vez me ha dejado apalear, otra y otras ciento volveremos a los manteamientos de marras y a otras muchacherías, que si ahora me han salido a las espaldas, después me saldrán a los ojos. Harto mejor haría yo (sino que soy un bárbaro, y no haré nada que bueno sea en toda mi vida) harto mejor haría yo, vuelvo a decir, en volverme a mi casa, y a mi mujer, y a mis hijos, y sustentarla y criarlos con lo que Dios fue servido de darme, y no andarme tras vuesa merced por caminos sin camino y por sendas y carreras que no las tienen, bebiendo mal y comiendo peor. Pues tomadme el dormir: contad hermano escudero, siete pies de tierra, y si quisiéredes más, tomad otros tantos, que en vuestra mano está escudillar, y tendeos a todo vuestro buen talante, que quemado vea yo y hecho polvos al primero que dio puntada en la andante caballería, o, a lo menos, al primero que quiso ser escudero de tales tontos como debieron ser todos los caballeros andantes pasados: de los presentes no digo nada; que por ser vuesa merced uno dellos, los tengo respeto, y porque sé que sabe vuesa merced un punto más que el diablo en cuanto habla y en cuanto piensa. Haría yo una buena apuesta con vos, Sancho, dijo Don Quijote: que ahora que vais hablando sin que nadie os vaya a la mano, que no os duele nada en todo vuestro cuerpo. Hablad, hijo mío, todo aquello que os viniere al pensamiento y a la boca, que a trueco de que a vos no os duela nada, tendré yo por gusto el enfado que me dan vuestras impertinencias; y si tanto deseáis volveros a vuestra casa con vuestra mujer y hijos, no permita Dios que yo os lo impida: dineros tenéis míos; mirad cuánto ha que esta tercera vez salimos de nuestro pueblo, y mirad lo que podéis y debéis ganar cada mes, y pagaos de vuestra mano. Cuando yo servía, respondió Sancho a Tomé Carrasco, el padre del bachiller Sansón Carrasco, que vuesa merced bien conoce, dos ducados ganaba cada mes, amén de la comida; con vuesa merced no sé lo que puedo ganar, puesto que sé que tiene más trabajo el escudero del caballero andante que el que sirve a un labrador; que en resolución los que servimos a labradores por mucho que trabajemos de día, por mal que suceda, a la noche cenamos olla y dormimos en cama; en la cual no he dormido después que ha que sirvo a vuesa merced, si no ha sido el tiempo breve que estuvimos en casa de don Diego de Miranda, y la jira que tuve con la espuma que saqué de las ollas de Camacho, y lo que comí y bebí y dormí en casa de Basilio, todo el otro tiempo he dormido en la dura tierra, al cielo abierto, sujeto a lo que dicen inclemencias del cielo, sustentándome con rajas de queso y mendrugos de pan, y bebiendo aguas, ya de arroyos, ya de fuentes, de las que encontramos por esos andurriales donde andamos. Confieso, dijo Don Quijote que todo lo que dices, Sancho, sea verdad: ¿cuánto parece que os debo dar más de lo que os daba Tomé Carrasco? A mi parecer, dijo Sancho, con dos reales más que vuesa merced añadiese cada mes me tendría por bien pagado: esto es cuanto al salario de mi trabajo; pero en cuanto a satisfacerme a la palabra y promesa que vuesa merced me tiene hecha de darme el gobierno de una ínsula sería justo que se me añadiesen otros seis reales, que por todos serían treinta. Está muy bien, replicó Don Quijote, y conforme al salario que vos os habéis señalado, veinticinco días ha que salimos de nuestro pueblo: contad, Sancho, rata por cantidad, y mirad lo que os debo, y pagaos, como os tengo dicho, de vuestra mano. ¡Oh, cuerpo de mí! dijo Sancho, que va vuesa merced muy errado en esta cuenta; porque en lo de la promesa de la ínsula se ha de contar desde el día que vuesa merced me la prometió hasta la presente hora en que estamos. ¿Pues qué tanto ha, Sancho, que os la prometí? dijo Don Quijote. Si yo mal no me acuerdo, respondió Sancho, debe de haber más de veinte años, tres días más a menos. Diose Don Quijote una gran palmada en la frente, y comenzó a reír muy de gana, y dijo: Pues no anduve yo en Sierra Morena, ni en todo el discurso de nuestras salidas, sino dos meses apenas, ¿y dices, Sancho, que ha veinte años que te prometí la ínsula? Ahora digo que quieres que se consuman en tus salarios el dinero que tienes mío; y si esto es así, y tú gustas dello, desde aquí te lo doy, y buen provecho te haga; que a trueco de verme sin tan mal escudero, holgareme de quedarme pobre y sin blanca. Pero dime, prevaricador de las ordenanzas escuderiles de la andante caballería, ¿dónde has visto tú, o leído, que ningún escudero de caballero andante se haya puesto con su señor en cuánto más cuánto me habéis de dar cada mes porque os sirva? Éntrate, éntrate, malandrín, follón y vestiglo, que todo lo pareces, éntrate, digo, por el mare magnum de sus historias, y si hallares que algún escudero haya dicho, ni pensado, lo que aquí has dicho, quiero que me le claves en la frente, y por añadidura, me hagas cuatro mamonas selladas en mi rostro. Vuelve las riendas, o el cabestro, al rucio, y vuélvete a tu casa; porque un solo paso desde aquí no has de pasar más adelante conmigo. ¡Oh pan mal conocido! ¡Oh promesas mal colocadas! ¡Oh hombre que tiene más de bestia que de persona! ¿Ahora, cuando yo pensaba ponerte en estado, y tal, que a pesar de tu mujer te llamaran señoría, te despides? ¿Ahora te vas, cuando yo venía con intención firme y valedera de hacerte señor de la mejor ínsula del mundo? En fin, como tú has dicho otras veces, no es la miel, etc. Asno eres, y asno has de ser, y en asno has de parar cuando se te acabe el curso de la vida; que para mí tengo que antes llegará ella a su último término que tú caigas y des en la cuenta de que eres bestia. Miraba Sancho a Don Quijote de en hito en hito, en tanto que los tales vituperios le decía, y compungiose de manera que le vinieron las lágrimas a los ojos, y con voz dolorida y enferma, le dijo: Señor mío, yo confieso que para ser del todo asno no me falta más de la cola; si vuesa merced quiere ponérmela, yo la daré por bien puesta, y le serviré como jumento todos los días que me quedan de mi vida. Vuesa merced me perdone, y se duela de mi mocedad, y advierta que sé poco, y que si hablo mucho, más procede de enfermedad que de malicia; mas quien yerra y se enmienda, a Dios se encomienda. Maravillárame yo, Sancho, si no mezclaras algún refrancico en tu coloquio. Ahora bien, yo te perdono, con que te enmiendes, y con que no te muestres de aquí adelante tan amigo de tu interés, sino que procures ensanchar el corazón, y te alientes y animes a esperar el cumplimiento de mis promesas, que, aunque se tarda, no se imposibilita. Sancho respondió que sí haría, aunque sacase fuerzas de flaqueza. Con esto, se metieron en la alameda, y Don Quijote se acomodó al pie de un olmo, y Sancho al de una haya; que estos tales árboles y otros sus semejantes siempre tienen pies, y no manos. Sancho pasó la noche penosamente, porque el varapalo se hacía más sentir con el sereno. Don Quijote la pasó en sus continuas memorias; pero, con todo eso, dieron los ojos al sueño, y al salir del alba siguieron su camino buscando las riberas del famoso Ebro, donde les sucedió lo que se contará en el capítulo venidero.

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ArribaAbajoCapítulo XXIX

De la famosa aventura del barco encantado


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Por sus pasos contados y por contar, dos días después que salieron de la alameda llegaron Don Quijote y Sancho al río Ebro, y el verle fue de gran gusto a Don Quijote, porque contempló y miró en él la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia de sus líquidos cristales, cuya alegre vista renovó en su memoria mil amorosos pensamientos. Especialmente fue y vino en lo que había visto en la cueva de Montesinos; que, puesto que el mono de maese Pedro le había dicho que parte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira, él se atenía más a las verdaderas que a las mentirosas, bien al revés de Sancho, que todas las tenía por la mesma mentira. Yendo, pues, desta manera, se le ofreció a la vista un pequeño barco sin remos ni otras jarcias algunas, que estaba atado en la orilla a un tronco de un árbol que en la ribera estaba. Miró Don Quijote a todas partes, y no vio persona alguna; y luego, sin más ni más, se apeó de Rocinante y mandó a Sancho que lo mesmo hiciese del rucio, y que a entrambas bestias las atase muy bien, juntas, al tronco de un álamo o sauce que allí estaba. Preguntole Sancho la causa de aquel súbito apeamiento y de aquel ligamiento. Respondió Don Quijote: Has de saber, Sancho, que este barco que aquí está, derechamente y sin poder ser otra cosa en contrario, me está llamando y convidando a que entre en él, y vaya en él a dar socorro a algún caballero, o a otra necesitada y principal persona, que debe de estar puesta en alguna grande cuita; porque éste es estilo de los libros de las historias caballerescas, y de los encantadores que en ellas se entremeten y platican, cuando algún caballero está puesto en algún trabajo, que no puede ser librado dél sino por la mano de otro caballero, puesto que estén distantes el uno del otro dos o tres mil leguas, y aun más, o le arrebatan en una nube, o le deparan un barco donde se entre, y en menos de un abrir y cerrar de ojos le llevan, o por los aires, o por la mar, donde quieren y adonde es menester su ayuda; así que, oh Sancho, este barco está puesto aquí para el mesmo efecto; y esto es tan verdad como es ahora de día; y antes que éste se pase, ata juntos al rucio y a Rocinante, y a la mano de Dios, que nos guíe; que no dejaré de embarcarme si me lo pidiesen frailes descalzos. Pues así es, respondió Sancho y vuesa merced quiere dar a cada paso en estos que no sé si los llame disparates, no hay sino obedecer y bajar la cabeza, atendiendo al refrán: haz lo que tu amo te manda, y siéntate con él a la mesa; pero, con todo esto, por lo que toca al descargo de mi conciencia, quiero advertir a vuesa merced que a mí me parece que este tal barco no es de los encantados, sino de algunos pescadores deste río, porque en él se pescan las mejores sabogas del mundo. Esto decía, mientras ataba las bestias, Sancho, dejándolas a la protección y amparo de los encantadores, con harto dolor de su ánima. Don Quijote le dijo que no tuviese pena del desamparo de aquellos animales; que el que los llevaría a ellos por tan longincuos caminos y regiones tendría cuenta de sustentarlos. No entiendo eso de logicuos, dijo Sancho, ni he oído tal vocablo en todos los días de mi vida. Longincuos, respondió Don Quijote quiere decir apartados, y no es maravilla que no lo entiendas; que no estás tú obligado a saber latín, como algunos que presumen que lo saben, y lo ignoran. Ya están atados, replicó Sancho. ¿Qué hemos de hacer ahora? ¿Qué? respondió Don Quijote, santiguarnos y levar ferro, quiero decir embarcarnos y cortar la amarra con que este barco está atado; y dando un salto en él, siguiéndole Sancho, cortó el cordel, y el barco se fue apartando poco a poco de la ribera; y cuando Sancho se vio obra de dos varas dentro del río, comenzó a temblar, temiendo su perdición; pero ninguna cosa le dio más pena que el oír roznar al rucio y el ver que Rocinante pugnaba por desatarse, y díjole a su señor: El rucio rebuzna, condolido de nuestra ausencia, y Rocinante procura ponerse en libertad para arrojarse tras nosotros. Oh carísimos amigos, quedaos en paz, y la locura que nos aparta de vosotros, convertida en desengaño, nos vuelva a vuestra presencia; y en esto, comenzó a llorar tan amargamente que Don Quijote mohíno y colérico le dijo: ¿De qué temes, cobarde criatura? ¿De qué lloras, corazón de mantequillas? ¿Quién te persigue, o quién te acosa, ánimo de ratón casero, o qué te falta, menesteroso en la mitad de las entrañas de la abundancia? ¿Por dicha vas caminando a pie y descalzo por las montañas rifeas, sino sentado en una tabla, como un archiduque, por el sesgo curso deste agradable río, de donde en breve espacio saldremos al mar dilatado? Pero ya habemos de haber salido, y caminado, por lo menos, setecientas o ochocientas leguas; y si yo tuviera aquí un astrolabio con que tomar la altura del polo, yo te dijera las que hemos caminado; aunque, o yo sé poco, o ya hemos pasado, o pasaremos presto, por la línea equinocial, que divide y corta los dos contrapuestos polos en igual distancia. Y cuando lleguemos a esa leña que vuesa merced dice, preguntó Sancho, ¿cuánto habremos caminado? Mucho, replicó Don Quijote, porque de trecientos y sesenta grados que contiene el globo, del agua y de la tierra, según el cómputo de Ptolomeo, que fue el mayor cosmógrafo que se sabe, la mitad habremos caminado, llegando a la línea que he dicho. Por Dios, dijo Sancho, que vuesa merced me trae por testigo de lo que dice a una gentil persona, puto y gafo, con la añadidura de meón, o meo, o no sé cómo. Riose Don Quijote de la interpretación que Sancho había dado al nombre y al cómputo y cuenta del cosmógrafo Ptolomeo, y díjole: Sabrás Sancho, que los españoles y los que se embarcan en Cádiz para ir a las Indias orientales, una de las señales que tienen para entender que han pasado la línea equinocial que te he dicho es que a todos los que van en el navío se les mueren los piojos, sin que les quede ninguno, ni en todo el bajel le hallarán, si le pesan a oro; y así, puedes, Sancho, pasear una mano por un muslo, y si topares cosa viva, saldremos desta duda; y si no, pasado habemos. Yo no creo nada deso, respondió Sancho, pero, con todo, haré lo que vuesa merced me manda, aunque no sé para qué hay necesidad de hacer esas experiencias, pues yo veo con mis mismos ojos que no nos habemos apartado de la ribera cinco varas, ni hemos decantado de donde están las alemañas dos varas, porque allí están Rocinante y el rucio en el propio lugar do los dejamos; y tomada la mira, como yo la tomo ahora, voto a tal que no nos movemos ni andamos al paso de una hormiga. Haz, Sancho, la averiguación que te he dicho, y no te cures de otra; que tú no sabes qué cosa sean coluros, líneas, paralelos, zodíacos, eclíticas, polos, solsticios, equinocios, planetas, signos, puntos, medidas, de que se compone la esfera celeste y terrestre; que si todas estas cosas supieras, o parte dellas, vieras claramente qué de paralelos hemos cortado, qué de signos visto, y qué de imágines hemos dejado atrás, y vamos dejando ahora. Y tórnote a decir que te tientes y pesques, que yo para mí tengo que estás más limpio que un pliego de papel liso y blanco. Tentose Sancho, y llegando con la mano bonitamente y con tiento hacia la corva izquierda, alzó la cabeza y miró a su amo, y dijo: O la experiencia es falsa, o no hemos llegado adonde vuesa merced dice, ni con muchas leguas. ¿Pues qué, preguntó Don Quijote, has topado algo? Y aun algos, respondió Sancho. Y sacudiéndose los dedos, se lavó toda la mano en el río, por el cual sosegadamente se deslizaba el barco por mitad de la corriente, sin que le moviese alguna inteligencia secreta, ni algún encantador escondido, sino el mismo curso del agua, blando entonces y suave. En esto descubrieron unas grandes aceñas que en la mitad del río estaban; y apenas las hubo visto Don Quijote, cuando con voz alta dijo a Sancho: Ves allí, oh amigo, se descubre la ciudad, castillo o fortaleza donde debe de estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infanta o princesa malparada, para cuyo socorro soy aquí traído. ¿Qué diablos de ciudad, fortaleza o castillo dice vuesa merced, señor? dijo Sancho: ¿no echa de ver que aquéllas son aceñas que están en el río, donde se muele el trigo? Calla, Sancho, dijo Don Quijote, que aunque parecen aceñas, no lo son; y ya te he dicho que todas las cosas trastruecan y mudan de su ser natural los encantos: no quiero decir que las mudan de en uno en otro ser realmente, sino que lo parece, como lo mostró la experiencia en la transformación de Dulcinea, único refugio de mis esperanzas. En esto, el barco, entrado en la mitad de la corriente del río, comenzó a caminar no tan lentamente como hasta allí.

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Los molineros de las aceñas, que vieron venir aquel barco por el río, y que se iba a embocar por el raudal de las ruedas, salieron con presteza muchos dellos con varas largas, a detenerle; y como salían enharinados, y cubiertos los rostros y los vestidos del polvo de la harina, representaban una mala vista. Daban voces grandes diciendo: Demonios de hombres, ¿dónde vais? ¿Venís desesperados? ¿Qué, queréis ahogaros y haceros pedazos en estas ruedas? ¿No te dije yo, Sancho, dijo a esta sazón Don Quijote, que habíamos llegado donde he de mostrar a do llega el valor de mi brazo? Mira qué de malandrines y follones me salen al encuentro; mira cuántos vestiglos se me oponen; mira cuántas feas cataduras nos hacen cocos: pues ahora lo veréis, bellacos: y puesto en pie en el barco con grandes voces comenzó a amenazar a los molineros diciéndoles: Canalla malvada y peor aconsejada, dejad en su libertad y libre albedrío a la persona que en esa vuesa fortaleza o prisión tenéis oprimida, alta o baja, de cualquiera suerte o calidad que sea, que yo soy Don Quijote de la Mancha, llamado el «caballero de los Leones» por otro nombre, a quien está reservada por orden de los altos cielos el dar fin felice a esta aventura: y diciendo esto echó mano a su espada y comenzó a esgrimirla en el aire contra los molineros, los cuales, oyendo, y no entendiendo aquellas sandeces, se pusieron con sus varas a detener el barco, que ya iba entrando en el raudal y canal de las ruedas. Púsose Sancho de rodillas pidiendo devotamente al cielo le librase de tan manifiesto peligro, como lo hizo por la industria y presteza de los molineros que oponiéndose con sus palos al barco, le detuvieron; pero no de manera que dejasen de trastornar el barco y dar con Don Quijote y con Sancho al través en el agua; pero vínole bien a Don Quijote que sabía nadar como un ganso, aunque el peso de las armas le llevó al fondo dos veces; y si no fuera por los molineros, que se arrojaron al agua, y los sacaron como en peso a entrambos, allí había sido Troya para los dos. Puestos pues en tierra, más mojados que muertos de sed, Sancho puesto de rodillas, las manos juntas y los ojos clavados al cielo, pidió a Dios con una larga y devota plegaria le librase de allí adelante de los atrevidos deseos y acometimientos de su señor. Llegaron en esto los pescadores dueños del barco, a quien habían hecho pedazos las ruedas de las aceñas; y viéndole roto acometieron a desnudar a Sancho, y a pedir a Don Quijote se lo pagase; el cual con gran sosiego, como si no hubiera pasado nada por él, dijo a los molineros y pescadores que él pagaría el barco de bonísima gana, con condición que le diesen libre y sin cautela a la persona o personas que en aquel su castillo estaban oprimidas. ¿Qué personas o qué castillo dices, respondió uno de los molineros, hombre sin juicio? ¿Quiéreste llevar por ventura las que vienen a moler trigo a estas aceñas? Basta, dijo entre sí Don Quijote, aquí será predicar en desierto querer reducir a esta canalla a que por ruegos haga virtud alguna. Y en esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparó el barco, y el otro dio conmigo al través: Dios lo remedie; que todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras; yo no puedo más: y alzando la voz, prosiguió diciendo, y mirando a las aceñas: Amigos, cualesquiera que seáis, que en esa prisión quedáis encerrados, perdonadme, que por mi desgracia y por la vuestra, yo no os puedo sacar de vuestra cuita: para otro caballero debe de estar guardada y reservada esta aventura. En diciendo esto se concertó con los pescadores, y pagó por el barco cincuenta reales, que los dio Sancho de muy mala gana, diciendo: A dos barcadas como ésta, daremos con todo el caudal al fondo. Los pescadores y molineros estaban admirados mirando aquellas dos figuras tan fuera del uso, al parecer, de los otros hombres, y no acababan de entender a dó se encaminaban las razones y preguntas que Don Quijote les decía; y teniéndolos por locos, les dejaron y se recogieron a sus aceñas, y los pescadores a sus ranchos. Volvieron a sus bestias, y a ser bestias, Don Quijote y Sancho, y este fin tuvo la aventura del encantado barco.

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ArribaAbajoCapítulo XXX

De lo que le avino a Don Quijote con una bella cazadora


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Asaz melancólicos y de mal talante llegaron a sus animales caballero y escudero, especialmente Sancho, a quien llegaba al alma llegar al caudal del dinero, pareciéndole que todo lo que dél se quitaba era quitárselo a él de las niñas de sus ojos. Finalmente, sin hablarse palabra, se pusieron a caballo, y se apartaron del famoso río, Don Quijote sepultado en los pensamientos de sus amores, y Sancho en los de su acrecentamiento, que por entonces le parecía que estaba bien lejos de tenerle; porque magüer era tonto, bien se le alcanzaba que las acciones de su amo todas o las más eran disparates, y buscaba ocasión de que sin entrar en cuentas ni en despedimientos con su señor, un día se desgarrase y se fuese a su casa; pero la fortuna ordenó las cosas muy al revés de lo que él temía. Sucedió, pues, que otro día al poner del sol y al salir de una selva, tendió Don Quijote la vista por un verde prado, y en lo último dél vio gente, y llegándose cerca conoció que eran cazadores de altanería. Llegose más, y entre ellos vio una gallarda señora sobre un palafrén o hacanea blanquísima, adornada de guarniciones verdes y con un sillón de plata. Venía la señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente, que la misma bizarría venía transformada en ella. En la mano izquierda traía un azor, señal que dio a entender a Don Quijote ser aquélla alguna gran señora, que debía serlo de todos aquellos cazadores, como era la verdad; y así, dijo a Sancho: Corre, hijo Sancho, y di a aquella señora del palafrén y del azor que yo el «caballero de los Leones» beso las manos a su gran fermosura; y que si su grandeza me da licencia, se las iré a besar, y a servirla en cuanto mis fuerzas pudieren y su alteza me mandare: y mira, Sancho, cómo hablas, y ten cuenta de no encajar algún refrán de los tuyos en tu embajada. Hallado os le habéis el encajador, respondió Sancho: ¡a mí con eso! Sí, que no es ésta la vez primera que he llevado embajadas a altas y crecidas señoras en esta vida. Si no fue la que llevaste a la señora Dulcinea, replicó Don Quijote, yo no sé que hayas llevado otra, a lo menos, en mi poder. Así es verdad, respondió Sancho; pero al buen pagador no le duelen prendas, y en casa llena presto se guisa la cena; quiero decir que a mí no hay que decirme ni advertirme de nada, que para todo tengo, y de todo se me alcanza un poco. Yo lo creo, Sancho, dijo Don Quijote; ve en buena hora, y Dios te guíe. Partió Sancho de carrera, sacando de su paso al rucio, y llegó donde la bella cazadora estaba, y apeándose, puesto ante ella de hinojos, le dijo: Hermosa señora, aquel caballero que allí se parece, llamado el «caballero de los Leones», es mi amo, y yo soy un escudero suyo, a quien llaman en su casa Sancho Panza: este tal «caballero de los Leones», que no ha mucho que se llamaba el «de la Triste Figura», envía por mí a decir a vuestra grandeza sea servida de darle licencia para que con su propósito y beneplácito y consentimiento él venga a poner en obra su deseo, que no es otro, según él dice y yo pienso, que de servir a vuestra encumbrada altanería y fermosura; que en dársela vuestra señoría hará cosa que redunde en su pro, y él recibirá señaladísima merced y contento. Por cierto, buen escudero, respondió la señora, vos habéis dado la embajada vuestra con todas aquellas circunstancias que las tales embajadas piden: levantaos del suelo, que escudero de tan gran caballero como es el «de la Triste Figura», de quien ya tenemos acá mucha noticia, no es justo que esté de hinojos: levantaos, amigo, y decid a vuestro señor que venga mucho en hora buena a servirse de mí y del Duque mi marido, en una casa de placer que aquí tenemos. Levantose Sancho, admirado así de la hermosura de la buena señora como de su mucha crianza y cortesía, y más de lo que le había dicho que tenía noticia de su señor el «caballero de la Triste Figura»; y que si no le había llamado el «de los Leones» debía de ser por habérsele puesto tan nuevamente. Preguntole la Duquesa (cuyo título aún no se sabe): Decidme, hermano escudero, ¿este vuestro señor no es uno de quien anda impresa una historia que se llama del «Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha», que tiene por señora de su alma a una tal Dulcinea del Toboso? El mesmo es, señora, respondió Sancho; y aquel escudero suyo que anda o debe de andar en la tal historia, a quien llaman Sancho Panza, soy yo, si no es que me trocaron en la cuna; quiero decir, que me trocaron en la estampa. De todo eso me huelgo yo mucho, dijo la Duquesa. Id, hermano Panza, y decid a vuestro señor, que él sea el bien llegado y el bien venido a mis estados, y que ninguna cosa me pudiera venir que más contento me diera. Sancho, con esta tan agradable respuesta, con grandísimo gusto volvió a su amo, a quien contó todo lo que la gran señora le había dicho, levantando con sus rústicos términos a los cielos su mucha fermosura, su gran donaire y cortesía. Don Quijote se gallardeó en la silla, púsose bien en los estribos, acomodose la visera, arremetió a Rocinante, y con gentil denuedo fue a besar las manos a la Duquesa, la cual, haciendo llamar al Duque su marido, le contó, en tanto que Don Quijote llegaba, toda la embajada suya; y los dos, por haber leído la primera parte desta historia, y haber entendido por ella el disparatado humor de Don Quijote, con grandísimo gusto y con deseo de conocerle, le atendían con prosupuesto de seguirle el humor y conceder con él en cuanto les dijese, tratándole como a caballero andante los días que con ellos se detuviese, con todas las ceremonias acostumbradas en los libros de caballerías, que ellos habían leído, y aun les eran muy aficionados. En esto llegó Don Quijote, alzada la visera; y dando muestras de apearse, acudió Sancho a tenerle el estribo; pero fue tan desgraciado, que al apearse del rucio se le asió un pie en una soga del albarda, de tal modo, que no fue posible desenredarle, antes quedó colgado dél, con la boca y los pechos en el suelo. Don Quijote, que no tenía en costumbre apearse sin que le tuviesen el estribo, pensando que ya Sancho había llegado a tenérsele, descargó de golpe el cuerpo, y llevose tras sí la silla de Rocinante, que debía de estar mal cinchado, y la silla y él vinieron al suelo, no sin vergüenza suya, y de muchas maldiciones que entre dientes echó al desdichado de Sancho, que aún todavía tenía el pie en la corma. El Duque mandó a sus cazadores que acudiesen al caballero y al escudero, los cuales levantaron a Don Quijote maltrecho de la caída, y renqueando y como pudo fue a hincar las rodillas ante los dos señores; pero el Duque no lo consintió en ninguna manera, antes apeándose de su caballo fue a abrazar a Don Quijote, diciéndole: A mí me pesa, señor «caballero de la Triste Figura», que la primera que vuesa merced ha hecho en mi tierra haya sido tan mala como se ha visto; pero descuidos de escuderos suelen ser causa de otros peores sucesos. El que yo he tenido en veros, valeroso príncipe, respondió Don Quijote, es imposible ser malo, aunque mi caída no parara hasta el profundo de los abismos, pues de allí me levantara y me sacara la gloria de haberos visto. Mi escudero que Dios maldiga, mejor desata la lengua para decir malicias, que ata y cincha una silla para que esté firme; pero como quiera que yo me halle, caído o levantado, a pie o a caballo, siempre estaré al servicio vuestro y al de mi señora la Duquesa, digna consorte vuestra, y digna señora de la hermosura, y universal princesa de la cortesía. Pasito, mi señor Don Quijote de la Mancha, dijo el Duque, que adonde está mi señora doña Dulcinea del Toboso no es razón que se alaben otras fermosuras. Ya estaba a esta sazón libre Sancho Panza del lazo, y hallándose allí cerca, antes que su amo respondiese, dijo: no se puede negar, sino afirmar, que es muy hermosa mi señora Dulcinea del Toboso, pero donde menos se piensa se levanta la liebre, que yo he oído decir que esto que llaman naturaleza es como un alcaller que hace vasos de barro, y el que hace un vaso hermoso también puede hacer dos, y tres y ciento: dígolo porque mi señora la Duquesa a fe que no va en zaga a mi ama la señora Dulcinea del Toboso. Volviose Don Quijote a la Duquesa, y dijo: Vuestra grandeza imagine que no tuvo caballero andante en el mundo escudero más hablador ni más gracioso del que yo tengo, y él me sacará verdadero, si algunos días quisiere vuestra gran celsitud servirse de mí. A lo que respondió la Duquesa: De que Sancho el bueno sea gracioso, lo estimo yo en mucho, porque es señal que es discreto, que las gracias y los donaires, señor Don Quijote, como vuesa merced bien sabe, no asientan sobre ingenios torpes; y pues el buen Sancho es gracioso y donairoso, desde aquí le confirmo por discreto. Y hablador, añadió Don Quijote.

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Tanto que mejor, dijo el Duque, porque muchas gracias no se pueden decir con pocas palabras; y porque no se nos vaya el tiempo en ellas, venga el gran «caballero de la Triste Figura...» De los Leones ha de decir vuestra alteza, dijo Sancho, que ya no hay triste figura: el figuro sea el «de los Leones.» Prosiguió el Duque: Digo que venga el señor Caballero de los Leones a un castillo mío que está aquí cerca, donde se le hará el acogimiento que a tan alta persona se debe justamente, y el que yo y la Duquesa solemos hacer a todos los caballeros andantes que a él llegan. Ya en esto Sancho había aderezado y cinchado bien la silla a Rocinante; y subiendo en él Don Quijote, y el Duque en un hermoso caballo, pusieron a la Duquesa en medio, y encaminaron al castillo. Mandó la Duquesa a Sancho que fuese junto a ella, porque gustaba infinito de oír sus discreciones. No se hizo de rogar Sancho, y entretejiose entre los tres, y hizo cuarto en la conversación, con gran gusto de la Duquesa y del Duque, que tuvieron a gran ventura acoger en su castillo tal caballero andante y tal escudero andado.

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ArribaAbajoCapítulo XXXI

Que trata de muchas y grandes cosas


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Suma era la alegría que llevaba consigo Sancho viéndose a su parecer en privanza con la Duquesa, porque se le figuraba que había de hallar en su castillo lo que en la casa de don Diego y en la de Basilio, siempre aficionado a la buena vida, y así tomaba la ocasión por la melena en esto del regalarse cada y cuando que se le ofrecía. Cuenta pues la historia que antes que a la casa de placer o castillo llegasen se adelantó el Duque, y dio orden a todos sus criados del modo que habían de tratar a Don Quijote; el cual como llegó con la Duquesa a las puertas del castillo, al instante salieron dél dos lacayos o palafreneros vestidos hasta en pies de unas ropas que llaman de levantar, de finísimo raso carmesí, y cogiendo a Don Quijote en brazos, sin ser oído ni visto le dijeron: Vaya la vuestra grandeza a apear a mi señora la Duquesa. Don Quijote lo hizo, y hubo grandes comedimientos entre los dos sobre el caso; pero en efecto venció la porfía de la Duquesa, y no quiso decender o bajar del palafrén sino en los brazos del Duque, diciendo que no se hallaba digna de dar a tan gran caballero tan inútil carga. En fin, salió el Duque a apearla; y al entrar en un gran patio, llegaron dos hermosas doncellas y echaron sobre los hombros a Don Quijote un gran manto de finísima escarlata, y en un instante se coronaron todos los corredores del patio de criados y criadas de aquellos señores, diciendo a grandes voces: Bien sea venido la flor y la nata de los caballeros andantes; y todos o los más derramaban pomos de aguas olorosas sobre Don Quijote y sobre los Duques, de todo lo cual se admiraba Don Quijote; y aquél fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mesmo modo que él había leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos. Sancho, desamparando al rucio, se cosió con la Duquesa, y se entró en el castillo, y remordiéndole la conciencia de que dejaba al jumento solo, se llegó a una reverenda dueña, que con otras a recebir a la Duquesa había salido, y con voz baja le dijo: Señora González, o como es su gracia de vuesa merced. Doña Rodríguez de Grijalba me llamo, respondió la dueña, ¿qué es lo que mandáis, hermano? A lo que respondió Sancho: Querría que vuesa merced me la hiciese de salir a la puerta del castillo, donde hallará un asno rucio mío: vuesa merced sea servida de mandarle poner o ponerle en la caballeriza, porque el pobrecito es un poco medroso, y no se hallará a estar solo, en ninguna de las maneras. Si tan discreto es el amo como el mozo, respondió la dueña, medradas estamos. Andad, hermano, mucho de enhoramala para vos y para quien acá os trujo, tened cuenta con vuestro jumento, que las dueñas desta casa no estamos acostumbradas a semejantes haciendas. Pues en verdad, respondió Sancho, que he oído yo decir a mi señor, que es zahorí de las historias, contando aquella de Lanzarote cuando de Bretaña vino, «que damas curaban dél, y dueñas del su rocino»; y que en el particular de mi asno, que no le trocara yo con el rocín del señor Lanzarote. Hermano, si sois juglar, replicó la dueña, guardad vuestras gracias para donde lo parezcan y se os paguen, que de mí no podréis llevar sino una higa. Aun bien, respondió Sancho que será bien madura, pues no perderá vuesa merced la quínola de sus años por punto menos. Hijo de puta, dijo la dueña, toda ya encendida en cólera, si soy vieja o no, a Dios daré la cuenta, que no a vos, bellaco, harto de ajos: y esto dijo en voz tan alta, que lo oyó la Duquesa; y volviendo y viendo a la dueña tan alborotada y tan encarnizados los ojos, le preguntó con quién las había. Aquí las he, respondió la dueña con este buen hombre, que me ha pedido encarecidamente que vaya a poner en la caballeriza a un asno suyo que está a la puerta del castillo, trayéndome por ejemplo que así lo hicieron no sé dónde, que unas damas curaron a un tal Lanzarote, y unas dueñas a su rocino, y sobre todo por buen término me ha llamado vieja. Eso tuviera yo por afrenta, respondió la Duquesa, más que cuantas pudieran decirme; y hablando con Sancho, le dijo: Advertid, Sancho amigo, que doña Rodríguez es muy moza, y que aquellas tocas más las trae por autoridad y por la usanza, que por los años. Malos sean los que me quedan por vivir, respondió Sancho, si lo dije por tanto; sólo lo dije porque es tan grande el cariño que tengo a mi jumento, que me pareció que no podía encomendarle a persona más caritativa que a la señora doña Rodríguez. Don Quijote, que todo lo oía, le dijo: ¿Pláticas son éstas, Sancho, para este lugar? Señor, respondió Sancho, cada uno ha de hablar de su menester dondequiera que estuviere: aquí se me acordó del rucio, y aquí hablé dél, y si en la caballeriza se me acordara, allí hablara. A lo que dijo el Duque: Sancho está muy en lo cierto, y no hay que culparle en nada; al rucio se le dará recado a pedir de boca, y descuide Sancho; que se le tratará como a su mesma persona. Con estos razonamientos, gustosos a todos sino a Don Quijote, llegaron a lo alto, y entraron a Don Quijote en una sala adornada de telas riquísimas de oro y de brocado; seis doncellas le desarmaron y sirvieron de pajes, todas industriadas y advertidas del Duque y de la Duquesa de lo que habían de hacer, y de cómo habían de tratar a Don Quijote, para que imaginase y viese que le trataban como caballero andante.

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Quedó Don Quijote, después de desarmado, en sus estrechos gregüescos y en su jubón de camuza, seco, alto, tendido, con las quijadas, que por de dentro se besaba la una con la otra, figura que a no tener cuenta las doncellas que le servían con disimular la risa (que fue una de las precisas órdenes que sus señores les habían dado), reventaran riendo. Pidiéronle que se dejase desnudar para una camisa; pero nunca lo consintió, diciendo que la honestidad parecía tan bien en los caballeros andantes como la valentía. Con todo, dijo que diesen la camisa a Sancho y, encerrándose con él en una cuadra donde estaba un rico lecho, se desnudó y vistió la camisa; y viéndose solo con Sancho, le dijo: Dime, truhán moderno y majadero antiguo: ¿parécete bien deshonrar y afrentar a una dueña tan veneranda y tan digna de respeto como aquélla? ¿Tiempos eran aquéllos para acordarte del rucio, o señores son éstos para dejar mal pasar a las bestias, tratando tan elegantemente a sus dueños? Por quien Dios es, Sancho, que te reportes, y que no descubras la hilaza, de manera que caigan en la cuenta de que eres de villana y grosera tela tejido. Mira, pecador de ti, que en tanto más es tenido el señor cuanto tiene más honrados y bien nacidos criados; y que una de las ventajas mayores que llevan los príncipes a los demás hombres es que se sirven de criados tan buenos como ellos. ¿No adviertes, angustiado de ti, y malaventurado de mí, que si ven que tú eres un grosero villano, o un mentecato gracioso, pensarán que yo soy algún echacuervos, o algún caballero de mohatra? No, no, Sancho amigo; huye, huye destos inconvenientes; que quien tropieza en hablador y en gracioso, al primer puntapié cae y da en truhán desgraciado: enfrena la lengua, considera y rumia las palabras antes que te salgan de la boca, y advierte que hemos llegado a parte donde con el favor de Dios y valor de mi brazo hemos de salir mejorados en tercio y quinto en fama y en hacienda. Sancho le prometió con muchas veras de coserse la boca o morderse la lengua antes de hablar palabra que no fuese muy a propósito y bien considerada como él se lo mandaba, y que descuidase acerca de lo tal, que nunca por él se descubriría quién ellos eran. Vistiose Don Quijote, púsose su tahalí con su espada, echose el mantón de escarlata a cuestas, púsose una montera de raso verde que las doncellas le dieron, y con este adorno salió a la gran sala, adonde halló a las doncellas puestas en ala, tantas a una parte como a otra, y todas con aderezo de darle aguamanos, la cual le dieron con muchas reverencias y ceremonias. Luego llegaron doce pajes con el maestresala, para llevarle a comer, que ya los señores le aguardaban. Cogiéronle en medio, y lleno de pompa y majestad le llevaron a otra sala, donde estaba puesta una rica mesa con solos cuatro servicios. La Duquesa y el Duque salieron a la puerta de la sala a recebirle, y con ellos un grave eclesiástico, destos que gobiernan las casas de los príncipes; destos que como no nacen príncipes no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos; destos que queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados, les hacen ser miserables. Destos tales digo que debía de ser el grave religioso que con los Duques salió a recebir a Don Quijote. Hiciéronse mil corteses comedimientos, y finalmente, cogiendo a Don Quijote en medio, se fueron a sentar a la mesa. Convidó el Duque a Don Quijote con la cabecera de la mesa; y aunque él lo rehusó, las importunaciones del Duque fueron tantas, que la hubo de tomar. El eclesiástico se sentó frontero, y el Duque y la Duquesa, a los dos lados. A todo estaba presente Sancho, embobado y atónito de ver la honra que a su señor aquellos príncipes le hacían; y viendo las muchas ceremonias y ruegos que pasaron entre el Duque y Don Quijote para hacerle sentar a la cabecera de la mesa, dijo: Si sus mercedes me dan licencia, les contaré un cuento que pasó en mi pueblo acerca desto de los asientos. Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando Don Quijote tembló, creyendo sin duda alguna que había de decir alguna necedad. Mirole Sancho, y entendiole, y dijo: No tema vuesa merced, señor mío, que yo me desmande, ni que diga cosa que no venga muy a pelo, que no se me han olvidado los consejos que poco ha vuesa merced me dio sobre el hablar mucho o poco, o bien o mal. Yo no me acuerdo de nada, Sancho, respondió Don Quijote; di lo que quisieres, como lo digas presto. Pues lo que quiero decir, dijo Sancho, es tan verdad, que mi señor Don Quijote, que está presente, no me dejará mentir. Por mí, replicó Don Quijote, miente tú, Sancho, cuanto quisieres, que yo no te iré a la mano; pero mira lo que vas a decir. Tan mirado y remirado lo tengo, que a buen salvo está el que repica, como se verá por la obra. Bien será, dijo Don Quijote que vuestras grandezas manden echar de aquí a este tonto, que dirá mil patochadas. Por vida del Duque, dijo la Duquesa, que no se ha de apartar de mí Sancho un punto: quiérole yo mucho, porque sé que es muy discreto. Discretos días, dijo Sancho viva vuestra santidad, por el buen crédito que de mí tiene, aunque en mí no lo haya; y el cuento que quiero decir es éste: Convidó un hidalgo de mi pueblo, muy rico y principal, porque venía de los Álamos de Medina del Campo, que casó con doña Mencía de Quiñones, que fue hija de don Alonso de Marañón, caballero del hábito de Santiago, que se ahogó en la Herradura, por quien hubo aquella pendencia años ha en nuestro lugar, que, a lo que entiendo, mi señor Don Quijote se halló en ella, de donde salió herido Tomasillo el Travieso, el hijo de Balbastro el herrero... ¿No es verdad todo esto, señor nuestro amo? Dígalo por su vida, porque estos señores no me tengan por algún hablador mentiroso. Hasta ahora, dijo el eclesiástico más os tengo por hablador que por mentiroso; pero de aquí adelante no sé por lo que os tendré. Tú das tantos testigos, Sancho, y tantas señas, que no puedo dejar de decir que debes de decir verdad: pasa adelante y acorta el cuento, porque llevas camino de no acabar en dos días. No ha de acortar tal, dijo la Duquesa, por hacerme a mí placer, antes le ha de contar de la manera que le sabe, aunque no le acabe en seis días; que si tantos fuesen, serían para mí los mejores que hubiese llevado en mi vida. Digo, pues, señores míos, prosiguió Sancho, que este tal hidalgo, que yo conozco como a mis manos, porque no hay de mi casa a la suya un tiro de ballesta, convidó un labrador pobre, pero honrado. Adelante, hermano, dijo a esta sazón el religioso, que camino lleváis de no parar con vuestro cuento hasta el otro mundo. A menos de la mitad pararé, si Dios fuere servido, respondió Sancho; y así, digo que llegando el tal labrador a casa del dicho hidalgo convidador, que buen poso haya su ánima, que ya es muerto, y por más señas dicen que hizo una muerte de un ángel, que yo no me hallé presente, que había ido por aquel tiempo a segar a Tembleque. Por vida vuestra hijo, que volváis presto de Tembleque, y que sin enterrar al hidalgo, si no queréis hacer más exequias, acabéis vuestro cuento. Es pues, el caso, replicó Sancho, que estando los dos para asentarse a la mesa, que parece que ahora los veo más que nunca... Gran gusto recebían los Duques del disgusto que mostraba tomar el buen religioso de la dilación y pausas con que Sancho contaba su cuento, y Don Quijote se estaba consumiendo en cólera y en rabia. Digo así, dijo Sancho, que, estando, como he dicho, los dos para asentarse a la mesa, el labrador porfiaba con el hidalgo que tomase la cabecera de la mesa, y el hidalgo porfiaba también que el labrador la tomase, porque en su casa se había de hacer lo que él mandase; pero el labrador, que presumía de cortés y bien criado, jamás quiso, hasta que el hidalgo, mohíno, poniéndole ambas manos sobre los hombros, le hizo sentar por fuerza, diciéndole: sentaos, majagranzas; que adonde quiera que yo me siente será vuestra cabecera: y éste es el cuento, y en verdad que creo que no ha sido aquí traído fuera de propósito. Púsose Don Quijote de mil colores, que sobre lo moreno le jaspeaban y se le parecían: Los señores disimularon la risa, porque Don Quijote no acabase de correrse, habiendo entendido la malicia de Sancho; y por mudar de plática y hacer que Sancho no prosiguiese con otros disparates, preguntó la Duquesa a Don Quijote que qué nuevas tenía de la señora Dulcinea, y que si le había enviado aquellos días algunos presentes de gigantes o malandrines, pues no podía dejar de haber vencido muchos. A lo que Don Quijote respondió: Señora mía, mis desgracias, aunque tuvieron principio, nunca tendrán fin. Gigantes he vencido, y follones y malandrines le he enviado; pero ¿adónde la habían de hallar, si está encantada, y vuelta en la más fea labradora que imaginar se puede? No sé, dijo Sancho Panza: a mí me parece la más hermosa criatura del mundo; a lo menos, en la ligereza y en el brincar bien sé yo que no dará ella la ventaja a un volteador: a buena fe, señora Duquesa, así salta desde el suelo sobre una borrica como si fuera un gato. ¿Habéisla visto vos encantada, Sancho? preguntó el Duque. ¡Y cómo si la he visto! respondió Sancho; ¿pues quién diablos sino yo fue el primero que cayó en el achaque del encantorio? Tan encantada está como mi padre. El eclesiástico, que oyó decir de gigantes, de follones y de encantos, cayó en la cuenta de que aquél debía de ser Don Quijote de la Mancha, cuya historia leía el Duque de ordinario, y él se lo había reprehendido muchas veces, diciéndole que era disparate leer tales disparates; y enterándose ser verdad lo que sospechaba, con mucha cólera, hablando con el Duque, le dijo: Vuestra excelencia, señor mío, tiene que dar cuenta a nuestro Señor de lo que hace este buen hombre. Este Don Quijote, o don Tonto, o como se llama, imagino yo que no debe de ser tan mentecato como vuestra excelencia quiere que sea, dándole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y vaciedades. Y volviendo la plática a Don Quijote, le dijo: Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad enhorabuena, y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no conocen. ¿En dónde nora tal habéis vos hallado que hubo ni hay ahora caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España, o malandrines en la Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de las simplicidades que de vos se cuentan? Atento estuvo Don Quijote a las razones de aquel venerable varón, y viendo que ya callaba, sin guardar respeto a los Duques, con semblante airado y alborotado rostro, se puso en pie, y dijo... Pero esta respuesta capítulo por sí merece.

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ArribaAbajoCapítulo XXXII

De la respuesta que dio Don Quijote a su reprehensor, con otros graves y graciosos sucesos


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Levantado, pues, en pie Don Quijote, temblando de los pies a la cabeza como azogado, con presurosa y turbada lengua, dijo: El lugar donde estoy, y la presencia ante quien me hallo, y el respeto que siempre tuve y tengo al estado que vuesa merced profesa, tienen y atan las manos de mi justo enojo; y así por lo que he dicho como por saber que saben todos que las armas de los togados son las mesmas que las de la mujer, que son la lengua, entraré con la mía en igual batalla con vuesa merced, de quien se debía esperar antes buenos consejos que infames vituperios. Las reprehensiones santas y bien intencionadas, otras circunstancias requieren y otros puntos piden: a lo menos el haberme reprehendido en público y tan ásperamente, ha pasado todos los límites de la buena reprehensión, pues las primeras mejor asientan sobre la blandura que sobre la aspereza; y no es bien, sin tener conocimiento del pecado que se reprehende, llamar al pecador, sin más ni más mentecato y tonto. Si no, dígame vuesa merced, ¿por cuál de las mentecaterías que en mí ha visto me condena y vitupera, y me manda que me vaya a mi casa a tener cuenta en el gobierno della y de mi mujer y de mis hijos, sin saber si la tengo o los tengo? ¿No hay más sino a troche moche entrarse por las casas ajenas a gobernar sus dueños, y habiéndose criado algunos en la estrecheza de algún pupilaje, sin haber visto más mundo que el que puede contenerse en veinte o treinta leguas de distrito, meterse de rondón a dar leyes a la caballería y a juzgar de los caballeros andantes? ¿Por ventura es asunto vano o es tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los regalos dél, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad? Si me tuvieran por tonto los caballeros, los magníficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por afrenta inreparable; pero de que me tengan por sandio los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron las sendas de la caballería, no se me da un ardite: caballero soy, y caballero he de morir si place al Altísimo: unos van por el ancho campo de la ambición soberbia, otros por el de la adulación servil y baja; otros, por el de la hipocresía engañosa, y algunos, por el de la verdadera religión; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda; pero no la honra. Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos: yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean; y siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno: si el que esto entiende, si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, Duque y Duquesa excelentes. ¡Bien por Dios! dijo Sancho, no diga más vuesa merced, señor y amo mío, en su abono, porque no hay más que decir, ni más que pensar, ni más que perseverar en el mundo, y más, que negando este señor, como ha negado, que no ha habido en el mundo, ni los hay caballeros andantes, ¿qué mucho que no sepa ninguna de las cosas que ha dicho? ¿Por ventura, dijo el eclesiástico sois vos, hermano, aquel Sancho Panza que dicen, a quien vuestro amo tiene prometida una ínsula? Sí soy; respondió Sancho, y soy quien la merece tan bien como otro cualquiera; soy quien «júntate a los buenos, y serás uno de ellos»; y soy yo de aquellos «no con quien naces, sino con quien paces»; y de los «quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija». Yo me he arrimado a buen señor, y ha muchos meses que ando en su compañía, y he de ser otro como él, Dios queriendo; y viva él y viva yo: que ni a él le faltarán imperios que mandar ni a mí ínsulas que gobernar. No, por cierto, Sancho amigo, dijo a esta sazón el Duque, que yo, en nombre del señor Don Quijote, os mando el gobierno de una que tengo de nones, de no pequeña calidad. Híncate de rodillas, Sancho, dijo Don Quijote, y besa los pies a su excelencia por la merced que te ha hecho. Hízolo así Sancho; lo cual visto por el eclesiástico, se levantó de la mesa mohíno además, diciendo: Por el hábito que tengo, que estoy por decir que es tan sandio vuestra excelencia como estos pecadores: mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras: quédese vuestra excelencia con ellos; que en tanto que estuvieren en casa me estaré yo en la mía, y me excusaré de reprehender lo que no puedo remediar: y sin decir más ni comer más se fue, sin que fuesen parte a detenerle los ruegos de los Duques; aunque el Duque no le dijo mucho, impedido de la risa que su impertinente cólera le había causado. Acabó de reír, y dijo a Don Quijote: Vuesa merced, señor «caballero de los Leones», ha respondido por sí tan altamente, que no le queda cosa por satisfacer deste que aunque parece agravio, no lo es en ninguna manera; porque así como no agravian las mujeres, no agravian los eclesiásticos, como vuesa merced mejor sabe. Así es, respondió Don Quijote, y la causa es que el que no puede ser agraviado no puede agraviar a nadie. Las mujeres, los niños y los eclesiásticos, como no pueden defenderse aunque sean ofendidos, no pueden ser afrentados, porque entre el agravio y la afrenta hay esta diferencia, como mejor vuestra excelencia sabe. La afrenta viene de parte de quien la puede hacer, y la hace, y la sustenta; el agravio puede venir de cualquier parte, sin que afrente. Sea ejemplo: está uno en la calle descuidado, llegan diez con mano armada, y dándole de palos, pone mano a la espada y hace su deber; pero la muchedumbre de los contrarios se le opone, y no le deja salir con su intención, que es de vengarse; este tal queda agraviado, pero no afrentado: y lo mesmo confirmará otro ejemplo: está uno vuelto de espaldas, llega otro y dale de palos, y en dándoselos, huye y no espera, y el otro le sigue y no le alcanza; éste que recibió los palos recibió agravio, mas no afrenta; porque la afrenta ha de ser sustentada. Si el que le dio los palos, aunque se los dio a hurta cordel, pusiera mano a su espada y se estuviera quedo haciendo rostro a su enemigo, quedara el apaleado agraviado y afrentado juntamente: agraviado porque le dieron a traición; afrentado, porque el que le dio sustentó lo que había hecho, sin volver las espaldas y a pie quedo: y así según las leyes del maldito duelo, yo puedo estar agraviado, mas no afrentado, porque los niños no sienten, ni las mujeres, ni pueden huir, ni tienen para qué esperar, y lo mesmo los constituidos en la sacra religión, porque estos tres géneros de gente carecen de armas ofensivas y defensivas; y así aunque naturalmente estén obligados a defenderse, no lo están para ofender a nadie: y aunque poco ha dije que yo podía estar agraviado, agora digo que no en ninguna manera, porque quien no puede recebir afrenta, menos la puede dar; por las cuales razones yo no debo sentir, ni siento, las que aquel buen hombre me ha dicho; sólo quisiera que esperara algún poco para darle a entender en el error en que está en pensar y decir que no ha habido ni los hay caballeros andantes en el mundo, que si lo tal oyera Amadís, o uno de los infinitos de su linaje, yo sé que no le fuera bien a su merced. Eso juro yo bien, dijo Sancho: cuchillada le hubieran dado, que le abrieran de arriba abajo como una granada, o como a un melón muy maduro: bonitos eran ellos para sufrir semejantes cosquillas. Para mi santiguada, que tengo por cierto que si Reinaldos de Montalván hubiera oído estas razones al hombrecito, tapaboca le hubiera dado, que no hablara más en tres años: no sino tomárase con ellos, y viera cómo escapaba de sus manos. Perecía de risa la Duquesa en oyendo hablar a Sancho, y en su opinión le tenía por más gracioso y por más loco que a su amo; y muchos hubo en aquel tiempo que fueron deste mismo parecer. Finalmente Don Quijote se sosegó, y la comida se acabó, y en levantando los manteles llegaron cuatro doncellas, la una con una fuente de plata, y la otra con un aguamanil, asimismo de plata, y la otra con dos blanquísimas y riquísimas toallas al hombro, y la cuarta descubiertos los brazos hasta la mitad, y en sus blancas manos (que sin duda eran blancas), una redonda pella de jabón napolitano. Llegó la de la fuente, y con gentil donaire y desenvoltura encajó la fuente debajo de la barba de Don Quijote; el cual, sin hablar palabra, admirado de semejante ceremonia, creyendo que debía ser usanza de aquella tierra, en lugar de las manos, lavar las barbas; y así, tendió la suya todo cuanto pudo, y al mismo punto comenzó a llover el aguamanil, y la doncella del jabón le manoseó las barbas con mucha priesa, levantando copos de nieve, que no eran menos blancas las jabonaduras, no sólo por las barbas, mas por todo el rostro y por los ojos del obediente caballero, tanto que se los hicieron cerrar por fuerza. El Duque y la Duquesa, que de nada desto eran sabidores, estaban esperando en qué había de parar tan extraordinario lavatorio. La doncella barbera, cuando le tuvo con un palmo de jabonadura, fingió que se le había acabado el agua, y mandó a la del aguamanil fuese por ella; que el señor Don Quijote esperaría.

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Hízolo así, y quedó Don Quijote con la más extraña figura y más para hacer reír que se pudiera imaginar. Mirábanle todos los que presentes estaban, que eran muchos; y como le veían con media vara de cuello, más que medianamente moreno, los ojos cerrados y las barbas llenas de jabón, fue gran maravilla y mucha discreción poder disimular la risa; las doncellas de la burla tenían los ojos bajos, sin osar mirar a sus señores; a ellos les retozaba la cólera y la risa en el cuerpo, y no sabían a qué acudir, o a castigar el atrevimiento de las muchachas, o darles premio por el gusto que recibían de ver a Don Quijote de aquella suerte. Finalmente, la doncella del aguamanil vino, y acabaron de lavar a Don Quijote, y luego la que traía las toallas le limpió y le enjugó muy reposadamente; y haciéndole todas cuatro a la par una grande y profunda inclinación y reverencia, se querían ir; pero el Duque, porque Don Quijote no cayese en la burla, llamó a la doncella de la fuente, diciéndole: Venid y lavadme a mí, y mirad que no se os acabe el agua. La muchacha, aguda y diligente, llegó y puso la fuente al Duque como a Don Quijote, y dándose prisa, le lavaron y jabonaron muy bien, y dejándole enjuto y limpio, haciendo reverencias se fueron. Después se supo que había jurado el Duque que si a él no le lavaran como a Don Quijote, había de castigar su desenvoltura, la cual habían enmendado discretamente con haberle a él jabonado. Estaba atento Sancho a las ceremonias de aquel lavatorio, y dijo entre sí: Válame Dios, ¡si será también usanza en esta tierra lavar las barbas a los escuderos como a los caballeros! Porque en Dios y en mi ánima que lo he bien menester, y aun que si me las rapasen a navaja, lo tendría a más beneficio. ¿Qué decís entre vos, Sancho? preguntó la Duquesa. Digo, señora, respondió él, que en las cortes de los otros príncipes siempre he oído decir que en levantando los manteles dan agua a las manos, pero no lejía a las barbas; y que por eso es bueno vivir mucho: por ver mucho; aunque también dicen que el que larga vida vive mucho mal ha de pasar, puesto que pasar por un lavatorio de éstos antes es gusto que trabajo. No tengáis pena, amigo Sancho, dijo la Duquesa, que yo haré que mis doncellas os laven, y aun os metan en colada, si fuere menester. Con las barbas me contento, respondió Sancho, por ahora a lo menos; que andando el tiempo, Dios dijo lo que será. Mirad, maestresala, dijo la Duquesa, lo que el buen Sancho pide, y cumplirle su voluntad al pie de la letra. El maestresala respondió que en todo sería servido el señor Sancho, y con esto se fue a comer, y llevó consigo a Sancho, quedándose a la mesa los Duques y Don Quijote, hablando en muchas y diversas cosas; pero todas tocantes al ejercicio de las armas y de la andante caballería. La Duquesa rogó a Don Quijote que le delinease y describiese, pues parecía tener felice memoria, la hermosura y facciones de la señora Dulcinea del Toboso, que, según lo que la fama pregonaba de su belleza, tenía por entendido que debía de ser la más bella criatura del orbe, y aun de toda la Mancha. Sospiró Don Quijote oyendo lo que la Duquesa le mandaba, y dijo: Si yo pudiera sacar mi corazón, y ponerle ante los ojos de vuestra grandeza aquí sobre esta mesa y en un plato, quitara el trabajo a mi lengua de decir lo que apenas se puede pensar, porque vuestra excelencia la viera en él toda retratada; pero ¿para qué es ponerme yo ahora a delinear y describir punto por punto y parte por parte la hermosura de la sin par Dulcinea, siendo carga digna de otros hombros que de los míos, empresa en quien se debían ocupar los pinceles de Parrasio, de Timantes y de Apeles, y los buriles de Lisipo, para pintarla y grabarla en tablas, en mármoles y en bronces, y la retórica ciceroniana y demostina para alabarla? ¿Qué quiere decir demostina, señor Don Quijote? preguntó la Duquesa, que es vocablo que no le he oído en todos los días de mi vida. Retórica demostina, respondió Don Quijote es lo mismo que decir retórica de Demóstenes, como ciceroniana, de Cicerón, que fueron los mayores retóricos del mundo. Así es, dijo el Duque, y habéis andado deslumbrada en la tal pregunta. Pero, con todo eso, nos daría gran gusto el señor Don Quijote si nos la pintase; que a buen seguro que aunque sea en rasguño y bosquejo, que ella salga tal, que la tengan invidia las más hermosas. Sí hiciera, por cierto, respondió Don Quijote, si no me la hubiera borrado de la idea la desgracia que poco ha que le sucedió, que es tal, que más estoy para llorarla que para describirla; porque habrán de saber vuestras grandezas que yendo los días pasados a besarle las manos, y a recebir su bendición, beneplácito y licencia para esta tercera salida, hallé otra de la que buscaba: halléla encantada y convertida de princesa en labradora, de hermosa en fea, de ángel en diablo, de olorosa en pestífera, de bien hablada en rústica, de reposada en brincadora, de luz en tinieblas, y finalmente, de Dulcinea del Toboso en una villana de Sayago. ¡Válame Dios!, dando una gran voz, dijo a este instante el Duque, ¿quién ha sido el que tanto mal ha hecho al mundo? ¿Quién ha quitado dél la belleza que le alegraba, el donaire que le entretenía y la honestidad que le acreditaba? ¿Quién? respondió Don Quijote, ¿quién puede ser sino algún maligno encantador de los muchos invidiosos que me persiguen? Esta raza maldita, nacida en el mundo para escurecer y aniquilar las hazañas de los buenos, y para dar luz y levantar los fechos de los malos. Perseguido me han encantadores, encantadores me persiguen, y encantadores me perseguirán hasta dar conmigo y con mis altas caballerías en el profundo abismo del olvido, y en aquella parte me dañan y hieren donde ven que más lo siento; porque quitarle a un caballero andante su dama es quitarle los ojos con que mira, y el sol con que se alumbra, y el sustento con que se mantiene. Otras muchas veces lo he dicho, y ahora lo vuelvo a decir: que el caballero andante sin dama es como el árbol sin hojas, el edificio sin cimiento, y la sombra sin cuerpo de quien se cause. No hay más que decir, dijo la Duquesa, pero si, con todo eso, hemos de dar crédito a la historia que del señor Don Quijote de pocos días a esta parte ha salido a la luz del mundo, con general aplauso de las gentes, della se colige, si mal no me acuerdo, que nunca vuesa merced ha visto a la señora Dulcinea: y que esta tal señora no es en el mundo, sino que es dama fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfecciones que quiso. En eso hay mucho que decir, respondió Don Quijote: Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica, o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo. Ni yo engendré ni parí a mi señora, puesto que la contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo, como son: hermosa sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada, y finalmente, alta por linaje, a causa que sobre la buena sangre resplandece y campea la hermosura con más grados de perfección que en las hermosas humildemente nacidas. Así es, dijo el Duque, pero hame de dar licencia el señor Don Quijote para que diga lo que me fuerza a decir la historia que de sus hazañas he leído, de donde se infiere que, puesto que se conceda que hay Dulcinea en el Toboso, o fuera dél, y que sea hermosa en el sumo grado que vuesa merced nos la pinta, en lo de la alteza del linaje no corre parejas con las Orianas, con las Alastrajareas, con las Madásimas, ni con otras deste jaez, de quien están llenas las historias que vuesa merced bien sabe. A eso puedo decir, respondió Don Quijote que Dulcinea es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado; cuanto más, que Dulcinea tiene un jirón que la puede llevar a ser reina de corona y cetro; que el merecimiento de una mujer hermosa y virtuosa a hacer mayores milagros se extiende, y aunque no formalmente, virtualmente tiene en sí encerradas mayores venturas. Digo, señor Don Quijote, dijo la Duquesa, que en todo cuanto vuesa merced dice va con pie de plomo, y como suele decirse, con la sonda en la mano; y que yo desde aquí adelante creeré y haré creer a todos los de mi casa, y aun al Duque mi señor, si fuere menester, que hay Dulcinea en el Toboso, y que vive hoy día, y es hermosa, y principalmente nacida, y merecedora que un tal caballero como es el señor Don Quijote la sirva, que es lo más que puedo ni sé encarecer. Pero no puedo dejar de formar un escrúpulo, y tener algún no sé qué de ojeriza contra Sancho Panza: el escrúpulo es que dice la historia referida que el tal Sancho Panza halló a la tal señora Dulcinea, cuando de parte de vuesa merced le llevó una epístola, ahechando un costal de trigo, y por más señas, dice que era rubión; cosa que me hace dudar en la alteza de su linaje. A lo que respondió Don Quijote: Señora mía, sabrá la vuestra grandeza que todas o las más cosas que a mí me suceden van fuera de los términos ordinarios de las que a los otros caballeros andantes acontecen, o ya sean encaminadas por el querer inescrutable de los hados, o ya vengan encaminadas por la malicia de algún encantador envidioso; y como es cosa ya averiguada que todos o los más caballeros andantes y famosos, uno tenga gracia de no poder ser encantado, otro de ser de tan impenetrables carnes que no pueda ser herido, como lo fue el famoso Roldán, uno de los doce pares de Francia, de quien se cuenta que no podía ser ferido sino por la planta del pie izquierdo, y que esto había de ser con la punta de un alfiler gordo, y no con otra suerte de arma alguna; y así cuando Bernardo del Carpio le mató en Roncesvalles, viendo que no le podía llagar con fierro; le levantó del suelo entre los brazos, y le ahogó, acordándose entonces de la muerte que dio Hércules a Anteón, aquel feroz gigante que decían ser hijo de la Tierra. Quiero inferir de lo dicho que podría ser que yo tuviese alguna gracia destas, no del no poder ser ferido, porque muchas veces la experiencia me ha mostrado que soy de carnes blandas y no nada impenetrables, ni la de no poder ser encantado; que ya me he visto metido en una jaula, donde todo el mundo no fuera poderoso a encerrarme, si no fuera a fuerzas de encantamentos. Pero pues de aquél me libré, quiero creer que no ha de haber otro alguno que me empezca; y así viendo estos encantadores que con mi persona no pueden usar de sus malas mañas, vénganse en las cosas que más quiero, y quieren quitarme la vida maltratando la de Dulcinea por quien yo vivo; y así, creo que cuando mi escudero le llevó mi embajada, se la convirtieron en villana, y ocupada en tan bajo ejercicio como es el de ahechar trigo; pero ya tengo yo dicho que aquel trigo ni era rubión ni trigo, sino granos de perlas orientales; y para prueba desta verdad quiero decir a vuestras magnitudes cómo viniendo poco ha por el Toboso, jamás pude hallar los palacios de Dulcinea; y que otro día, habiéndola visto Sancho mi escudero en su mesma figura, que es la más bella del orbe, a mí me pareció una labradora tosca y fea, y no nada bien razonada, siendo la discreción del mundo; y pues yo no estoy encantado, ni lo puedo estar, según buen discurso, ella es la encantada, la ofendida, y la mudada, trocada y trastrocada, y en ella se han vengado de mí mis enemigos, y por ella viviré yo en perpetuas lágrimas, hasta verla en su prístino estado. Todo esto he dicho para que nadie repare en lo que Sancho dijo del cernido ni del ahecho de Dulcinea; que pues a mí me la mudaron, no es maravilla que a él se la cambiasen. Dulcinea es principal y bien nacida, y de los hidalgos linajes que hay en el Toboso, que son muchos, antiguos y muy buenos. A buen seguro que no le cabe poca parte a la sin par Dulcinea, por quien su lugar será famoso y nombrado en los venideros siglos, como lo ha sido Troya por Elena, y España por la Cava, aunque con mejor título y fama. Por otra parte, quiero que entiendan vuestras señorías que Sancho Panza es uno de los más graciosos escuderos que jamás sirvió a caballero andante: tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar si es simple o agudo causa no pequeño contento: tiene malicias que le condenan por bellaco, y descuidos que le confirman por bobo; duda de todo, y créelo todo; cuando pienso que se va a despeñar de tonto, sale con unas discreciones, que le levantan al cielo. Finalmente, yo no le trocaría con otro escudero, aunque me diesen de añadidura una ciudad; y así, estoy en duda si será bien enviarle al gobierno de quien vuestra grandeza le ha hecho merced; aunque veo en él una cierta aptitud para esto de gobernar, que atusándole tantico el entendimiento, se saldría con cualquiera gobierno, como el rey con sus alcabalas; y más que ya por muchas experiencias sabemos que no es menester ni mucha habilidad ni muchas letras para ser uno gobernador, pues hay por ahí ciento que apenas saber leer, y gobiernan como unos girifaltes; el toque está en que tengan buena intención y deseen acertar en todo; que nunca les faltará quien les aconseje y encamine en lo que han de hacer, como los gobernadores caballeros y no letrados, que sentencian con asesor. Aconsejaríale yo que ni tome cohecho ni pierda derecho, y otras cosillas que me quedan en el estómago, que saldrán a su tiempo para utilidad de Sancho y provecho de la ínsula que gobernare. A este punto llegaban de su coloquio el Duque, la Duquesa y Don Quijote cuando oyeron muchas voces y gran rumor de gente en el palacio, y a deshora entró Sancho en la sala, todo asustado, con un cernadero por babador, y tras él muchos mozos, o por mejor decir, pícaros de cocina y otra gente menuda, y uno venía con un artesoncillo de agua, que en la color y poca limpieza mostraba ser de fregar: seguíale y perseguíale el de la artesa, y procuraba con toda solicitud ponérsela y encajársela debajo de las barbas, y otro pícaro mostraba querérselas lavar. ¿Qué es esto, hermanos? preguntó la Duquesa: ¿qué es esto? ¿Qué queréis a ese buen hombre? ¿Cómo? ¿Y no consideráis que está electo gobernador? A lo que respondió el pícaro barbero: No quiere este señor dejarse lavar, como es usanza, y como se la lavó el Duque mi señor y el señor su amo. Sí quiero, respondió Sancho con mucha cólera, pero querría que fuese con toallas más limpias, con lejía mas clara y con manos no tan sucias; que no hay tanta diferencia de mí a mi amo, que a él le laven con agua de ángeles y a mí con lejía de diablos: las usanzas de las tierras y de los palacios de los príncipes tanto son buenas cuanto no dan pesadumbre; pero la costumbre del lavatorio que aquí se usa peor es que de diciplinantes. Yo estoy limpio de barbas y no tengo necesidad de semejantes refrigerios; y el que se llegare a lavarme ni a tocarme a un pelo de la cabeza, digo, de mi barba, hablando con el debido acatamiento, le daré tal puñada, que le deje el puño engastado en los cascos; que estas tales cirimonias y jabonaduras más parecen burlas que gasajos de huéspedes. Perecida de risa estaba la Duquesa viendo la cólera y oyendo las razones de Sancho; pero no dio mucho gusto a Don Quijote verle tan mal adeliñado con la jaspeada toalla, y tan rodeado de tantos entretenidos de cocina; y así, haciendo una profunda reverencia a los Duques, como que les pedía licencia para hablar, con voz reposada dijo a la canalla: Hola, señores caballeros, vuesas mercedes dejen al mancebo, y vuélvanse por donde vinieron, o por otra parte si se les antojare; que mi escudero es limpio tanto como otro, y esas artesillas son para él estrechos y penantes búcaros: tomen mi consejo y déjenle; porque ni él ni yo sabemos de achaque de burlas. Cogiole la razón de la boca Sancho, y prosiguió diciendo: No sino lléguense a hacer burla del mostrenco; que así lo sufriré como ahora es de noche. Traigan aquí un peine o lo que quisieren, y almohácenme estas barbas; y si sacaren dellas cosa que ofenda a la limpieza, que me trasquilen a cruces. A esta sazón, sin dejar la risa, dijo la Duquesa: Sancho Panza tiene razón en todo cuanto ha dicho, y la tendrá en todo cuanto dijere: él es limpio, y como él dice, no tiene necesidad de lavarse; y si nuestra usanza no le contenta, su alma en su palma; cuanto más que vosotros, ministros de la limpieza, habéis andado demasiadamente de remisos y descuidados, y no sé si diga atrevidos, al traer a tal personaje y a tales barbas, en lugar de fuentes y aguamaniles de oro puro y de alemanas toallas, artesillas y dornajos de palo y rodillas de aparadores; pero en fin sois malos y mal nacidos, y no podéis dejar, como malandrines que sois, de mostrar la ojeriza que tenéis con los escuderos de los andantes caballeros. Creyeron los apicarados ministros, y aun el maestresala, que venía con ellos, que la Duquesa hablaba de veras, y así, quitaron el cernadero del pecho de Sancho, y todos confusos y casi corridos se fueron y le dejaron; el cual, viéndose fuera de aquel, a su parecer, sumo peligro, se fue a hincar de rodillas ante la Duquesa, y dijo: De grandes señoras, grandes mercedes se esperan; ésta que la vuestra merced hoy me ha fecho no puede pagarse con menos sino es con desear verme armado caballero andante, para ocuparme todos los días de mi vida en servir a tan alta señora: labrador soy, Sancho Panza me llamo, casado soy, hijos tengo y de escudero sirvo; si con alguna destas cosas puedo servir a vuestra grandeza, menos tardaré yo en obedecer que vuestra señoría en mandar. Bien parece, Sancho, respondió la Duquesa, que habéis aprendido a ser cortés en la escuela de la misma cortesía; bien parece, quiero decir, que os habéis criado a los pechos del señor Don Quijote, que debe de ser la nata de los comedimientos y la flor de las ceremonias, o cirimonias, como vos decís: bien haya tal señor y tal criado, el uno por norte de la andante caballería, y el otro por estrella de la escuderil fidelidad: levantaos, Sancho amigo, que yo satisfaré vuestras cortesías con hacer que el Duque mi señor lo más presto que pudiere os cumpla la merced prometida del gobierno. Con esto cesó la plática, y Don Quijote se fue a reposar la siesta, y la Duquesa pidió a Sancho que si no tenía mucha gana de dormir viniese a pasar la tarde con ella y con sus doncellas en una muy fresca sala. Sancho respondió que aunque era verdad que tenía por costumbre dormir cuatro o cinco horas las siestas del verano, que, por servir a su bondad, él procuraría con todas sus fuerzas no dormir aquel día ninguna, y vendría obediente a su mandado, y fuese. El Duque dio nuevas órdenes como se tratase a Don Quijote como a caballero andante, sin salir un punto del estilo como cuentan que se trataban los antiguos caballeros.

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ArribaAbajoCapítulo XXXIII

De la sabrosa plática que la Duquesa y sus doncellas pasaron con Sancho Panza, digna de que se lea y de que se note


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Cuenta, pues, la historia, que Sancho no durmió aquella siesta, sino que, por cumplir su palabra, vino en comiendo a ver a la Duquesa; la cual, con el gusto que tenía de oírle, le hizo sentar junto a sí en una silla baja, aunque Sancho, de puro bien criado, no quería sentarse; pero la Duquesa le dijo que se sentase como gobernador y hablase como escudero, puesto que por entrambas cosas merecía el mismo escaño del Cid Rui Díaz Campeador. Encogió Sancho los hombros, obedeció y sentose, y todas las doncellas y dueñas de la Duquesa le rodearon atentas, con grandísimo silencio, a escuchar lo que diría; pero la Duquesa fue la que habló primero, diciendo: Ahora que estamos solos, y que aquí no nos oye nadie, querría yo que el señor gobernador me asolviese ciertas dudas que tengo, nacidas de la historia que del gran Don Quijote anda ya impresa; una de las cuales dudas es que pues el buen Sancho nunca vio a Dulcinea, digo, a la señora Dulcinea del Toboso, ni le llevó la carta del señor Don Quijote, porque se quedó en el libro de memoria en Sierra Morena, ¿cómo se atrevió a fingir la respuesta, y aquello de que la halló ahechando trigo, siendo todo burla y mentira, y tan en daño de la buena opinión de la sin par Dulcinea, y todas que no vienen bien con la calidad y fidelidad de los buenos escuderos. A estas razones sin responder con alguna se levantó Sancho de la silla, y con pasos quedos, el cuerpo agobiado y el dedo puesto sobre los labios anduvo por toda la sala levantando los doseles, y luego, esto hecho, se volvió a sentar y dijo: Ahora, señora mía, que he visto que no nos escucha nadie de solapa fuera de los circunstantes, sin temor ni sobresalto responderé a lo que se me ha preguntado, y a todo aquello que se me preguntare; y lo primero que digo es que yo tengo a mi señor Don Quijote por loco rematado, puesto que algunas veces dice cosas que, a mi parecer, y aun de todos aquellos que le escuchan, son tan discretas y por tan buen carril encaminadas, que el mesmo Satanás no las podría decir mejores; pero, con todo esto, verdaderamente y sin escrúpulo, a mí se me ha asentado que es un mentecato: pues como yo tengo esto en el magín, me atrevo a hacerle creer lo que no lleva pies ni cabeza, como fue aquello de la respuesta de la carta, y lo de habrá seis o ocho días, que aún no está en historia, conviene a saber, lo del encanto de mi señora doña Dulcinea, que le he dado a entender que está encantada, no siendo más verdad que por los cerros de Úbeda. Rogole la Duquesa que le contase aquel encantamento o burla, y Sancho se lo contó todo del mesmo modo que había pasado, de que no poco gusto recibieron los oyentes; y prosiguiendo en su plática, dijo la Duquesa: De lo que el buen Sancho me ha contado me anda brincando un escrúpulo en el alma, y un cierto susurro llega a mis oídos que me dice: pues Don Quijote de la Mancha es loco, menguado y mentecato, y Sancho Panza su escudero lo conoce, y con todo eso, le sirve y le sigue y va atenido a las vanas promesas suyas, sin duda alguna debe de ser él más loco y tonto que su amo; y siendo esto así, como lo es, mal contado te será, señora Duquesa, si al tal Sancho Panza le das ínsula que gobierne, porque el que no sabe gobernarse a sí, ¿cómo sabrá gobernar a otros? Par Dios, señora, dijo Sancho, que ese escrúpulo viene con parto derecho; pero dígale vuesa merced que hable claro, o como quisiere; que yo conozco que dice verdad: que si yo fuera discreto, días ha que había de haber dejado a mi amo. Pero ésta fue mi suerte, y ésta mi malandanza; no puedo más; seguirle tengo: somos de un mismo lugar; he comido su pan; quiérole bien; es agradecido; diome sus pollinos, y sobre todo, yo soy fiel; y así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón: y si vuestra altanería no quisiere que se me dé el prometido gobierno, de menos me hizo Dios, y podría ser que el no dármele redundase en pro de mi conciencia; que maguera tonto, se me entiende aquel refrán de por su mal le nacieron alas a la hormiga; y aun podría ser que se fuese más aína Sancho escudero al cielo, que no Sancho gobernador, tan buen pan hacen aquí como en Francia; y de noche todos los gatos son pardos; y asaz de desdichada es la persona que a las dos de la tarde no se ha desayunado; y no hay estómago que sea un palmo mayor que otro, el cual se puede llenar, como suele decirse, de paja y de heno; y las avecitas del campo tienen a Dios por su proveedor y despensero; y más calientan cuatro varas de paño de Cuenca que otras cuatro de límiste de Segovia; y al dejar este mundo y meternos la tierra adentro, por tan estrecha senda va el príncipe como el jornalero, y no ocupa más pies de tierra el cuerpo del papa que el del sacristán, aunque sea más alto el uno que el otro, que al entrar en el hoyo todos nos ajustamos y encogemos, o nos hacen ajustar y encoger, mal que nos pese y a buenas noches: y torno a decir que si vuestra señoría no me quisiere dar la ínsula por tonto, yo sabré no dárseme nada por discreto; y yo he oído decir que detrás de la cruz está el diablo, y que no es oro todo lo que reluce, y que de entre los bueyes, arados y coyundas sacaron al labrador Wamba para ser rey de España, y de entre los brocados, pasatiempos y riquezas sacaron a Rodrigo para ser comido de culebras (si es que las trovas de los romances antiguos no mienten).

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Y como que no mienten, dijo a esta sazón doña Rodríguez la dueña, que era una de las escuchantes, que un romance hay que dice que metieron al rey Rodrigo, vivo vivo en una tumba llena de sapos, culebras y lagartos, y que de allí a dos días dijo el Rey desde dentro de la tumba, con voz doliente y baja:


Ya me comen, ya me comen
por do más pecado había;

Y según esto mucha razón tiene este señor en decir que quiere más ser más labrador que rey, si le han de comer sabandijas. No pudo la Duquesa tener la risa oyendo la simplicidad de su dueña, ni dejó de admirarse en oír las razones y refranes de Sancho, a quien dijo: Ya sabe el buen Sancho que lo que una vez promete un caballero procura cumplirlo, aunque le cueste la vida. El Duque mi señor y marido, aunque no es de los andantes, no por eso deja de ser caballero, y así cumplirá la palabra de la prometida ínsula, a pesar de la invidia y de la malicia del mundo. Esté Sancho de buen ánimo; que cuando menos lo piense se verá sentado en la silla de su ínsula y en la de su estado, y empuñará su gobierno, que con otro de brocado de tres altos lo deseche: lo que yo le encargo es que mire cómo gobierna sus vasallos, advirtiendo que todos son leales y bien nacidos. Eso de gobernarlos bien, respondió Sancho, no hay para qué encargármelo, porque yo soy caritativo de mío y tengo compasión de los pobres; y a quien cuece y amasa, no le hurtes hogaza; y para mi santiguada, que no me han de echar dado falso: soy perro viejo, y entiendo todo tus, tus, y sé despabilarme a sus tiempos, y no consiento que me anden musarañas ante los ojos, porque sé dónde me aprieta el zapato: dígolo porque los buenos tendrán conmigo mano y concavidad, y los malos, ni pie ni entrada. Y paréceme a mí que en esto de los gobiernos todo es comenzar: y podría ser que a quince días de gobernador me comiese las manos tras el oficio, y supiese más dél que de la labor del campo, en que me he criado. Vos tenéis razón Sancho, dijo la Duquesa, que nadie nace enseñado, y de los hombres se hacen los obispos, que no de las piedras. Pero volviendo a la plática que poco ha tratábamos del encanto de la señora Dulcinea, tengo por cosa cierta y más que averiguada que aquella imaginación que Sancho tuvo de burlar a su señor y darle a entender que la labradora era Dulcinea; y que si su señor no la conocía debía de ser por estar encantada, toda fue invención de alguno de los encantadores que al señor Don Quijote persiguen; porque real y verdaderamente yo sé de buena parte que la villana que dio el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea del Toboso; y que el buen Sancho, pensando ser el engañador, es el engañado; y no hay poner más duda en esta verdad que en las cosas que nunca vimos; y sepa el señor Sancho Panza que también tenemos acá encantadores que nos quieren bien, y nos dicen lo que pasa por el mundo, pura y sencillamente, sin enredos ni máquinas; y créame Sancho, que la villana brincadora era y es Dulcinea del Toboso, que está encantada como la madre que la parió; y cuando menos nos pensemos, la habemos de ver en su propia figura, y entonces saldrá Sancho del engaño en que vive. Bien puede ser todo eso, dijo Sancho Panza, y agora quiero creer lo que mi amo cuenta de lo que vio en la cueva de Montesinos, donde dice que vio a la señora Dulcinea del Toboso en el mesmo traje y hábito que yo dije que la había visto cuando la encanté por solo mi gusto; y todo debió de ser al revés, como vuesa merced, señora mía, dice, porque de mi ruin ingenio no se puede ni debe presumir que fabricase en un instante tan agudo embuste, ni creo yo que mi amo es tan loco, que con tan flaca y magra persuasión como la mía creyese una cosa tan fuera de todo término, pero, señora, no por esto será bien que vuestra bondad me tenga por malévolo, pues no está obligado un porro como yo a taladrar los pensamientos y malicias de los pésimos encantadores: yo fingí aquello, por escaparme de las riñas de mi señor Don Quijote, y no con intención de ofenderle: y si ha salido al revés, Dios está en el cielo, que juzga los corazones. Así es la verdad, dijo la Duquesa, pero dígame agora Sancho qué es esto que dice de la cueva de Montesinos, que gustaría saberlo. Entonces Sancho Panza le contó punto por punto lo que queda dicho acerca de la tal aventura. Oyendo lo cual la Duquesa, dijo: Deste suceso se puede inferir que pues el gran Don Quijote dice que vio allí a la mesma labradora que Sancho vio a la salida del Toboso, sin duda es Dulcinea, y que andan por aquí los encantadores muy listos y demasiadamente curiosos. Eso digo yo, dijo Sancho Panza, que si mi señora Dulcinea del Toboso está encantada, su daño será, que yo no me tengo de tomar con los enemigos de mi amo, que deben de ser muchos y malos: verdad sea que la que yo vi fue una labradora, y por labradora la tuve, y por tal labradora la juzgué; y si aquélla era Dulcinea, no ha de estar a mi cuenta ni ha de correr por mí, o sobre ello morena. No sino ándense a cada triquete conmigo a dime y direte, Sancho lo dijo, Sancho lo hizo, Sancho tornó y Sancho volvió, como si Sancho fuese algún quienquiera, y no fuese el mismo Sancho Panza, el que anda ya en libros por ese mundo adelante, según me dijo Sansón Carrasco, que por lo menos es persona bachillerada por Salamanca, y los tales no pueden mentir, si no es cuando se les antoja o les viene muy a cuento; así que no hay para que nadie se tome conmigo; y pues que tengo buena fama, y según oí decir a mi señor, que más vale el buen nombre que las muchas riquezas, encájenme ese gobierno y verán maravillas; que quien ha sido buen escudero será buen gobernador. Todo cuanto aquí ha dicho el buen Sancho, dijo la Duquesa son sentencias catonianas, o por lo menos sacadas de las mesmas entrañas del mismo Micael Verino, florentibus occidit annis. En fin, en fin, hablando a su modo, debajo de mala capa suele haber buen bebedor. En verdad, señora, respondió Sancho, que en mi vida he bebido de malicia: con sed bien podría ser, porque no tengo nada de hipócrita; bebo cuando tengo gana, y cuando no la tengo, y cuando me lo dan, por no parecer o melindroso o mal criado; que a un brindis de un amigo, ¿qué corazón ha de haber tan de mármol que no haga la razón? Pero aunque las calzo, no las ensucio; cuanto más que los escuderos de los caballeros andantes casi de ordinario beben agua, porque siempre andan por florestas, selvas y prados, montañas y riscos, sin hallar una misericordia de vino, si dan por ella un ojo. Yo lo creo así, respondió la Duquesa; y por ahora, váyase Sancho a reposar; que después hablaremos más largo y daremos orden como vaya presto a encajarse, como él dice, aquel gobierno. De nuevo le besó las manos Sancho a la Duquesa, y le suplicó le hiciese merced de que se tuviese buena cuenta con su rucio, porque era la lumbre de sus ojos. ¿Qué rucio es éste? preguntó la Duquesa. Mi asno, respondió Sancho, que por no nombrarle con este nombre, le suelo llamar el rucio; y a esta señora dueña le rogué, cuando entré en este castillo, tuviese cuenta con él, y azorose de manera como si la hubiera dicho que era fea o vieja, debiendo ser más propio y natural de las dueñas pensar jumentos que autorizar las salas. ¡Oh válame Dios, y cuán mal estaba con estas señoras un hidalgo de mi lugar! Sería algún villano, dijo doña Rodríguez la dueña, que si él fuera hidalgo y bien nacido, él las pusiera sobre el cuerno de la luna. Agora bien, dijo la Duquesa, no haya más, calle doña Rodríguez, y sosiéguese el señor Panza y quédese a mi cargo el regalo del rucio; que por ser alhaja de Sancho, le pondré yo sobre las niñas de mis ojos. En la caballeriza basta que esté, respondió Sancho, que sobre las niñas de los ojos de vuestra grandeza ni él ni yo somos dignos de estar sólo un momento, y así lo consentiría yo como darme de puñaladas: que aunque dice mi señor que en las cortesías antes se ha de perder por carta de más que de menos, en las jumentiles y así niñas se ha de ir con el compás en la mano y con medido término. Llévele, dijo la Duquesa Sancho al gobierno, y allá le podrá regalar como quisiere, y aun jubilarle del trabajo. No piense vuesa merced, señora Duquesa, que ha dicho mucho, dijo Sancho, que yo he visto ir más de dos asnos a los gobiernos, y que llevase yo el mío no sería cosa nueva. Las razones de Sancho renovaron en la Duquesa la risa y el contento, y enviándole a reposar, ella fue a dar cuenta al Duque de lo que con él había pasado, y entre los dos dieron traza y orden de hacer una burla a Don Quijote, que fuese famosa y viniese bien con el estilo caballeresco; en el cual le hicieron muchas tan propias y discretas, que son las mejores aventuras que en esta grande historia se contienen.

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ArribaAbajoCapítulo XXXIV

Que cuenta de la noticia que se tuvo de cómo se había de desencantar la sin par Dulcinea del Toboso, que es una de las aventuras más famosas deste libro


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Grande era el gusto que recebían el Duque y la Duquesa de la conversación de Don Quijote y de la de Sancho Panza; y confirmándose en la intención que tenían de hacerles algunas burlas que llevasen vislumbres y apariencias de aventuras, tomaron motivo de la que Don Quijote ya les había contado de la cueva de Montesinos, para hacerle una que fuese famosa; pero de lo que más la Duquesa se admiraba era que la simplicidad de Sancho fuese tanta, que hubiese venido a creer ser verdad infalible que Dulcinea del Toboso estuviese encantada, habiendo sido él mesmo el encantador y el embustero de aquel negocio; y así, habiendo dado orden a sus criados de todo lo que habían de hacer, de allí a seis días le llevaron a caza de montería con tanto aparato de monteros y cazadores como pudiera llevar un rey coronado. Diéronle a Don Quijote un vestido de monte y a Sancho otro verde de finísimo paño; pero Don Quijote no se le quiso poner, diciendo que otro día había de volver al duro ejercicio de las armas y que no podía llevar consigo guardarropas ni reposterías. Sancho sí tomó el que le dieron, con intención de venderle en la primera ocasión que pudiese. Llegado, pues, el esperado día, armose Don Quijote, vistiose Sancho, y encima de su rucio, que no le quiso dejar, aunque le daban un caballo, se metió entre la tropa de los monteros. La Duquesa salió bizarramente aderezada, y Don Quijote de puro cortés y comedido tomó la rienda de su palafrén, aunque el Duque no quería consentirlo, y finalmente llegaron a un bosque que entre dos altísimas montañas estaba, donde tomados los puestos, paranzas y veredas, y repartida la gente por diferentes puestos, se comenzó la caza con grande estruendo, grita y vocería, de manera que unos a otros no podían oírse, así por el ladrido de los perros como por el son de las bocinas. Apeose la Duquesa, y con un agudo venablo en las manos, se puso en un puesto por donde ella sabía que solían venir algunos jabalíes. Apeose asimismo el Duque y Don Quijote, y pusiéronse a sus lados; Sancho se puso detrás de todos, sin apearse del rucio, a quien no osara desamparar, porque no le sucediese algún desmán; y apenas habían sentado el pie y puesto en ala con otros muchos criados suyos, cuando, acosado de los perros y seguido de los cazadores, vieron que hacia ellos venía un desmesurado jabalí, crujiendo dientes y colmillos y arrojando espuma por la boca; y en viéndole, embrazando su escudo y puesta mano a su espada, se adelantó a recebirle Don Quijote: lo mesmo hizo el Duque con su venablo; pero a todos se adelantara la Duquesa si el Duque no se lo estorbara. Sólo Sancho en viendo al valiente animal desamparó al rucio, y dio a correr cuanto pudo, y procurando subirse sobre una alta encina, no fue posible; antes estando ya a la mitad della asido de una rama, pugnando subir a la cima, fue tan corto de ventura y tan desgraciado, que se desgajó la rama, y al venir al suelo, se quedó en el aire, asido de un gancho de la encina, sin poder llegar al suelo; y viéndose así, y que el sayo verde se le rasgaba, y pareciéndole que si aquel fiero animal allí llegaba le podía alcanzar, comenzó a dar tantos gritos y a pedir socorro con tanto ahínco, que todos los que le oían y no le veían creyeron que estaba entre los dientes de alguna fiera.

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Finalmente el colmilludo jabalí quedó atravesado de las cuchillas de muchos venablos que se le pusieron delante; y volviendo la cabeza Don Quijote a los gritos de Sancho, que ya por ellos le había conocido, viole pendiente de la encina y la cabeza abajo, y al rucio junto a él, que no le desamparó en su calamidad; y dice Cide Hamete que pocas veces vio a Sancho Panza sin ver al rucio, ni al rucio sin ver a Sancho: tal era la amistad y buena fe que entre los dos se guardaban. Llegó Don Quijote y descolgó a Sancho, el cual viéndose libre y en el suelo, miró lo desgarrado del sayo de monte, y pesole en el alma, que pensó que tenía en el vestido un mayorazgo. En esto atravesaron al jabalí poderoso sobre una acémila, y cubriéndole con matas de romero y con ramas de mirto, le llevaron, como en señal de vitoriosos despojos a unas grandes tiendas de campaña que en la mitad del bosque estaban puestas, donde hallaron las mesas en orden y la comida aderezada tan suntuosa y grande que se echaba bien de ver en ella la grandeza y magnificencia de quien la daba. Sancho, mostrando las llagas a la Duquesa de su roto vestido, dijo: Si esta caza fuera de liebres o de pajarillos, seguro estuviera mi sayo de verse en este extremo; yo no sé qué gusto se recibe de esperar a un animal que, si os alcanza con un colmillo os puede quitar la vida: yo me acuerdo haber oído cantar un romance antiguo que dice:


De los osos seas comido,
Como Favila el nombrado.

Ese fue un rey godo, dijo Don Quijote, que yendo a caza de montería, le comió un oso. Eso es lo que yo digo, respondió Sancho, que no querría yo que los príncipes y los reyes se pusiesen en semejantes peligros, a trueco de un gusto que parece que no le había de ser, pues consiste en matar a un animal que no ha cometido delito alguno. Antes os engañáis, Sancho, respondió el Duque, porque el ejercicio de la caza de monte es el más conveniente y necesario para los reyes y príncipes que otro alguno. La caza es una imagen de la guerra: hay en ella estratagemas, astucias, insidias, para vencer a su salvo al enemigo; padécense en ella fríos grandísimos y calores intolerables; menoscábase el ocio y el sueño, corrobóranse las fuerzas, agilítanse los miembros del que la usa, y en resolución, es ejercicio que se puede hacer sin perjuicio de nadie y con gusto de muchos; y lo mejor que él tiene es que no es para todos, como lo es el de los otros géneros de caza, excepto el de la volatería, que también es sólo para reyes y grandes señores. Así que, oh Sancho, mudad de opinión, y cuando seáis gobernador ocupaos en la caza y veréis como os vale un pan por ciento. Eso no, respondió Sancho, el buen gobernador la pierna quebrada y en casa: bueno sería que viniesen los negociantes a buscarle fatigados y él estuviese en el monte holgándose: así enhoramala andaría el gobierno. Mía fe, señor, la caza y los pasatiempos más han de ser para los holgazanes que para los gobernadores: en lo que yo pienso entretenerme es en jugar al triunfo envidado las pascuas, y a los bolos los domingos y fiestas; que esas cazas ni cazos no dicen con mi condición, ni hacen con mi conciencia. Plega a Dios, Sancho, que así sea; porque del dicho al hecho hay gran trecho. Haya lo que hubiere, replicó Sancho, que al buen pagador no le duelen prendas, y más vale al que Dios ayuda que al que mucho madruga, y tripas llevan pies, que no pies a tripas; quiero decir que si Dios me ayuda, y yo hago lo que debo con buena intención, sin duda que gobernaré mejor que un gerifalte: no sino pónganme el dedo en la boca y verán si aprieto o no. Maldito seas de Dios y de todos sus santos, Sancho maldito, dijo Don Quijote, ¿y cuándo será el día, como otras muchas veces he dicho, donde yo te vea hablar sin refranes una razón corriente y concertada? Vuestras grandezas dejen a este tonto, señores míos, que les molerá las almas, no sólo puestas entre dos, sino entre dos mil refranes traídos tan a sazón y tan a tiempo cuanto le dé Dios a él la salud, o a mí si los querría escuchar. Los refranes de Sancho Panza, dijo la Duquesa, puesto que son más que los del comendador griego, no por eso son en menos de estimar por la brevedad de las sentencias. De mí sé decir que me dan más gusto que otros, aunque sean mejor traídos y con más sazón acomodados. Con estos y otros entretenidos razonamientos salieron de la tienda al bosque, y en requerir algunas paranzas y puestos se les pasó el día y se les vino la noche, y no tan clara ni tan sesga como la sazón del tiempo pedía, que era en la mitad del verano; pero un cierto claro escuro que trujo consigo ayudó mucho a la intención de los Duques, y así como comenzó a anochecer, un poco más adelante del crepúsculo, a deshora pareció que todo el bosque por todas cuatro partes se ardía, y luego se oyeron por aquí y por allí, y por acá y por acullá, infinitas cornetas y otros instrumentos de guerra, como de muchas tropas de caballería que por el bosque pasaba. La luz del fuego, el son de los bélicos instrumentos, casi cegaron y atronaron los ojos y los oídos de los circunstantes, y aun de todos los que en el bosque estaban. Luego se oyeron infinitos lelilíes, al uso de moros cuando entran en las batallas; sonaron trompetas y clarines, retumbaron tambores, resonaron pífaros, casi todos a un tiempo, tan contino y tan apriesa, que no tuviera sentido el que no quedara sin él al son confuso de tantos intrumentos. Pasmóse el Duque, suspendióse la Duquesa, admirose Don Quijote, tembló Sancho Panza, y finalmente, aun hasta los mesmos sabidores de la causa se espantaron. Con el temor les cogió el silencio, y un postillón que en traje de demonio les pasó por delante, tocando en voz de corneta un hueco y desmesurado cuerno, que un ronco y espantoso son despedía. Hola, hermano correo, dijo el Duque, ¿quién sois? ¿Adónde vais? ¿Y qué gente de guerra es la que por este bosque parece que atraviesa? A lo que respondió el correo con voz horrísona y desenfadada: Yo soy el diablo; voy a buscar a Don Quijote de la Mancha; la gente que por aquí viene son seis tropas de encantadores, que sobre un carro triunfante traen a la sin par Dulcinea del Toboso: encantada viene con el gallardo francés Montesinos a dar orden a Don Quijote de cómo ha de ser desencantada la tal señora. Si vos fuérades diablo como decís, y como vuestra figura muestra, ya hubiérades conocido al tal caballero Don Quijote de la Mancha, pues le tenéis delante. En Dios y en mi conciencia, respondió el Diablo que no miraba en ello; porque traigo en tantas cosas divertidos los pensamientos, que de la principal a que venía se me olvidaba. Sin duda, dijo Sancho que este demonio debe de ser hombre de bien y buen cristiano; porque a no serlo, no jurara en Dios y en mi conciencia: ahora yo tengo para mí que aun en el mesmo infierno debe de haber buena gente. Luego el demonio sin apearse, encaminando la vista a Don Quijote, dijo: A ti «el caballero de los Leones» (que entre las garras dellos te vea yo) me envía el desgraciado pero valiente caballero Montesinos, mandándome que de su parte te diga que le esperes en el mismo lugar que te topare, a causa que trae consigo a la que llaman Dulcinea del Toboso, con orden de darte la que es menester para desencantarla; y por no ser para más mi venida, no ha de ser más mi estada: los demonios como yo queden contigo, y los ángeles buenos con estos señores: y en diciendo esto, tocó el desaforado cuerno, y volvió las espaldas y fuese, sin esperar respuesta de ninguno. Renovose la admiración en todos, especialmente en Sancho y Don Quijote: en Sancho en ver que a despecho de la verdad querían que estuviese encantada Dulcinea; en Don Quijote por no poder asegurarse si era verdad o no lo que le había pasado en la cueva de Montesinos; y estando elevado en estos pensamientos, el Duque le dijo: ¿Piensa vuesa merced esperar, señor Don Quijote? ¿Pues no? respondió él, aquí esperaré intrépido y fuerte, si me viniese a embestir todo el infierno. Pues si yo veo otro diablo y oigo otro cuerno como el pasado, así esperaré yo aquí como en Flandes, dijo Sancho. En esto se cerró más la noche, y comenzaron a discurrir muchas luces por el bosque, bien así como discurren por el cielo las exhalaciones secas de la tierra, que parecen a nuestra vista estrellas que corren. Oyose asimismo un espantoso ruido, al modo de aquel que se causa de las ruedas macizas que suelen traer los carros de bueyes, de cuyo chirrío áspero y continuado se dice que huyen los lobos y los osos, si los hay por donde pasan. Añadiose a toda esta tempestad otra que las aumentó todas, que fue que parecía verdaderamente que a las cuatro partes del bosque se estaban dando a un mismo tiempo cuatro reencuentros o batallas, porque allí sonaba el duro estruendo de espantosa artillería, acullá se disparaban infinitas escopetas, cerca casi sonaban las voces de los combatientes; lejos se reiteraban los lililíes agarenos. Finalmente las cornetas, los cuernos, las bocinas, los clarines, las trompetas, los tambores, la artillería, los arcabuces, y sobre todo, el temeroso ruido de los carros formaban todos juntos un son tan confuso y tan horrendo, que fue menester que Don Quijote se valiese de todo su corazón para sufrirle; pero el de Sancho vino a tierra, y dio con él desmayado en las faldas de la Duquesa, la cual le recibió en ellas, y a gran priesa mandó que le echasen agua en el rostro. Hízose así, y él volvió en su acuerdo, a tiempo que ya un carro de las rechinantes ruedas llegaba a aquel puesto. Tirábanle cuatro perezosos bueyes, todos cubiertos de paramentos negros; en cada cuerno traían atada y encendida una grande hacha de cera, y encima del carro venía hecho un asiento alto, sobre el cual venía sentado un venerable viejo con una barba más blanca que la mesma nieve, y tan luenga, que le pasaba de la cintura; su vestidura era una ropa larga de negro bocací, que por venir el carro lleno de infinitas luces, se podía bien divisar y discernir todo lo que en él venía. Guiábanle dos feos demonios vestidos del mesmo bocací, con tan feos rostros, que Sancho, habiéndolos visto una vez, cerró los ojos por no verlos otra. Llegando, pues, el carro a igualar al puesto, se levantó de su alto asiento el viejo venerable, y puesto en pie, dando una gran voz, dijo: Yo soy el sabio Lirgandeo y pasó el carro adelante, sin hablar más palabra. Tras éste pasó otro carro de la misma manera con otro viejo entronizado, el cual, haciendo que el carro se detuviese, con voz no menos grave que el otro dijo: Yo soy el sabio Alquife, el grande amigo de Urganda la desconocida, y pasó adelante. Luego por el mismo continente llegó otro carro, pero el que venía sentado en el trono no era viejo como los demás, sino hombrón robusto y de mala catadura, el cual al llegar, levantándose en pie como los otros, dijo con voz más ronca y más endiablada: Yo soy Arcalaus el encantador, enemigo mortal de Amadís de Gaula y de toda su parentela, y pasó adelante. Poco desviados de allí hicieron alto estos tres carros, y cesó el enfadoso ruido de sus ruedas; y luego no se oyó otro ruido, sino un son de una suave y concertada música formado, con que Sancho se alegró, y lo tuvo a buena señal, y así dijo a la Duquesa, de quien un punto ni un paso se apartaba: Señora, donde hay música no puede haber cosa mala. Tampoco donde hay luces y claridad, respondió la Duquesa. A lo que replicó Sancho: Luz da el fuego, y claridad las hogueras, como lo vemos en las que nos cercan, y bien podría ser que nos abrasasen; pero la música siempre es indicio de regocijos y de fiestas. Ello dirá, dijo Don Quijote, que todo lo escuchaba; y dijo bien, como se muestra en el capítulo siguiente.

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