Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

El lirismo en la poesía francesa

Emilia Pardo Bazán



Portada



  —V→  

ArribaAbajoPrólogo

Es para mí honor tan halagüeño como inmerecido el haber escogido, entre los papeles y apuntes inéditos de la condesa de Pardo Bazán, lo que forma el texto del presente libro y las monografías literarias que saldrán a luz de aquí a poco con el título de Escritores de lengua francesa.

Imaginaba yo que la inmortal polígrafa tenía terminado y dispuesto para su publicación inmediata el tomo IV de la Literatura francesa moderna que había de llevar por subtítulo La anarquía y decadencia. Los cinco legajos de notas, esbozos y -lo que era más interesante- cuartillas ya preparadas para el público que examiné con toda minucia, no formaban un estudio completo de la literatura francesa, del 90 al 914 que se ajustase al plan de los volúmenes anteriores: El romanticismo, La transición y El naturalismo.

El capítulo relativo a la poesía que se publicará en el tomo anunciado, de Escritores de lengua francesa, lleva más extensión que los capítulos   —VI→   similares de las épocas precedentes: romántica, de transición y naturalista, pero, en cambio, faltan en absoluto las secciones sobre el teatro y la crítica y hay estudiados muy pocos novelistas. No era posible, pues, dar a la imprenta un volumen sobre literatura francesa contemporánea en el que nada se consignase acerca del influjo extranjero sufrido por las letras de la nación vecina con Jorge Eliot, Dostoieswki, Tolstoi, Ibsen, Bjoernson, Sudermann, Hauptmann, Nietzsche, d'Annunzio, Rudyard Kipling y otros autores europeos y americanos cuyos libros principales fueron traducidos al francés, después de 1890, exceptuando las obras de la Eliot, y los rusos que estuvieron de moda en Francia desde 1885 en que publicó el vizconde Eugenio Melchor de Vogüé su célebre Roman russe. Conocido es también el libro de la condesa, La revolución y la novela en Rusia.

Aun aprovechando las páginas que sobre Anatolio France, Lemaître y Brunetière hay en los tomos ya publicados, ¿cómo prescindir de Faguet y en particular de Bourget cuyos Ensayos de psicología contemporánea señalan fecha en la historia de la crítica?

La novela hállase representada en estos apuntes por dos nombres tan sólo: Rod y Barrés. Faltan, por consiguiente, Bourget, Huysmans, Loti, Prévost,   —VII→   los Margueritte, los Rosny, Pablo Adam y -no olvidemos el buen gusto y fino instinto literario de la autora- Gustavo Geffroy y Estaunié, dos escritores que seguramente hubieran obtenido bajo la pluma de la condesa los elogios que nadie les regatea, si sabe ver y juzgar.

En el teatro de este período se destacan los nombres de Enrique Becque, Antoine, fundador del Teatro libre, de Curel, Brieux, Portoriche, Donnay, Hervieu, Lemaître y Restand. Doña Emilia hubiese tratado de ellos, a tener vida y tiempo de concluir su obra.

¿Qué había, pues, en estos papeles inéditos si tanto faltaba con ser voluminosos los cinco legajos?

En 1916 un ministro de Instrucción pública reparó en parte la deuda que tenía España -para con Emilia Pardo Bazán, que toda su vida trabajó en pro de la cultura y buen nombre de la patria. En el doctorado de la Facultad de Letras se creó entonces una cátedra -hoy desaparecida o transformada, que es lo mismo- con la denominación de «Literatura de las lenguas neolatinas». La autora eximia del San Francisco y del Nuevo Teatro Crítico era la persona designada para desempeñar esa cátedra.

La condesa, que ocupó todos los cargos a ella   —VIII→   confiados cumpliendo escrupulosamente los deberes que llevaban anejos y trabajando con tarea ingrata las más veces, en una proporción que el público ignora, entregose por completo desde aquella fecha a la labor de cátedra; descuidó su obra personal; no produjo ya novelas, ni libros de crítica, ni tuvo tiempo que consagrar a sus estudios comenzados sobre Hernán Cortés y la conquista de Méjico. El profesor venció en ella al literato. El deber de su nuevo cargo se sobrepuso a las legítimas ambiciones del escritor que sueña con ver concluidas las obras en proyecto.

La Universidad se llevó la mayor parte de sus energías y los apuntes y tanteos sobre literatura francesa que ocupaban aquellos cinco legajos eran sencillamente las explicaciones de clase que la autora preparó con una conciencia y un sentido de sus deberes dignos de toda alabanza. Ella sí que pudo hablar mirando a la propia labor de una cosa que por buen gusto y modestia acertó a callar siempre: el «sacerdocio de la cátedra», tomando la frase en su sentido recto, no en el escaso que tiene ahora por el mucho valor que ha perdido a fuerza de ser repetida y profanada.

A pesar de tener ya estudiados y redactados muchos asuntos volvió sobre ellos, les aplicó más prolijo y profundo examen y analizó los temas   —IX→   bajo otros aspectos que no había considerado necesarios en ocasiones anteriores.

Su primer curso en la Universidad trata del lirismo en la prosa francesa. El manuscrito no quedó preparado para ver la luz y es de razón que permanezca inédito. No así el segundo curso sobre el lirismo en la poesía que aprovecho casi todo en el presente libro, respetando fondo y forma y modificando tan sólo lo circunstancial y de momento que pierde su significado al transcurrir, no los años, los días. También suprimo las expresiones propias de clase -«decíamos ayer», «en la lección anterior», «nos ocuparemos mañana», etc., etcétera- que no se justifican en volúmenes destinados al gran público. Las alusiones a materias por estudiar o ya estudiadas, los proyectos de cursos sucesivos acerca de la literatura italiana o portuguesa, los resúmenes de explicaciones pasadas que encabezan algunos capítulos, la lección compendio de la primera parte del curso, leída el primer día de clase después de las vacaciones de Navidad, tampoco había por qué reproducirlas en estas páginas.

Respeto asimismo el plan que sigue la autora, en el cual se echará de menos acaso cierto rigor científico, cosa disculpable, pues a todo ello le falta el último toque por mano de quien lo compuso.

  —X→  

Añado, porque son menester, los sumarios respectivos de cada uno de los capítulos, que forman juntos el índice de la obra.

La bibliografía con que aquéllos terminan es a mi juicio, una de las cosas más importantes de este trabajo. Pudo dar la autora una lista nutrida de obras de consulta con sólo transcribir las páginas que hubiera necesitado del Manual bibliográfico de la literatura francesa de 1500 a 1900, por Gustavo Lanson (París, Hachette, 1914). Prefirió recomendar los estudios que ella conocía, los cuales en su mayor parte ornan su biblioteca de las Torres de Meirás. El hecho prueba la escrupulosidad que ponía la condesa en sus escritos y contribuye a que se haya formado sobre estos asuntos una bibliografía escogida, de selección, por persona tan autorizada y de gusto tan delicado como la insigne polígrafa.

El presente libro póstumo de la condesa de Pardo Bazán no agota el tema del lirismo en la poesía de Francia. Proponíase la autora concluir su estudio con los poetas que vieron estallar la gran guerra en 1914. El curso no dio más de sí y el libro acaba en época todavía un poco distante de nosotros. Ahora, bien, los apuntes de clase aquí reunidos presentaban puntos de vista originales y certeros, juicios perfectamente formulados, una   —XI→   crítica sana, concienzuda y profunda, sentido admirable de la historia de las ideas y un acierto en la visión de enunciados y problemas, que dejarlos inéditos hubiera sido privar a la crítica española de unas páginas que vienen a glorificarla.

El lirismo en la poesía francesa acusa una vez más en su autora inteligencia extraordinaria, fina sensibilidad, gusto selecto y copiosa erudición, cualidades que hace resaltar la magia del estilo. No en vano su nombre figura con toda justicia al lado de los de Sainte Beuve y Mme. de Staël.

LUIS ARAUJO-COSTA





  —1→  

ArribaAbajo- I -

Lo moderno en literatura.- Por qué se habla de Francia.- La prosa poética de los románticos.- Toda manifestación literaria responde a profundas raíces sociales


No es lo mismo lo contemporáneo que lo moderno. Entre ambos conceptos existe una notable diferencia. Lo moderno es necesariamente contemporáneo; pero lo contemporáneo no es moderno muchas veces. Es lo contemporáneo, en arte y literatura, lo que se produce en nuestros tiempos, y nuestros tiempos, para este caso, no son únicamente el día de hoy, ni el plazo de nuestro vivir, sino una época dada, que claramente señalan y limitan grandes acontecimientos y desarrollos de la evolución artística y literaria. Para nosotros, lo contemporáneo empieza en el romanticismo; y, sin embargo, al romanticismo, actualmente, nadie le da el dictado de moderno. Empieza en el romanticismo de escuela: no en el de tendencia universal, casi tan antiguo como el mundo.

Si me atengo a la definición corriente en diccionarios, verbigracia el de Rodríguez Navas, que   —2→   por su tamaño fácilmente manejable suelo consultar, contemporáneo es lo que existe al mismo tiempo que alguna persona o cosa. Admitida literalmente la definición, nos encontraríamos con muchas dificultades. Yo supongo que lo contemporáneo es aquí lo que desde el romanticismo se cuenta, y que, por tanto, puedo dar a lo rigurosamente actual su filiación y sus antecedentes, enlazarlo con su ascendencia, y aun remontarme a sus orígenes algo más distantes, en la medida que convenga para facilitar la comprensión del tema, y con la rapidez que impone lo que, aunque conveniente, es a la postre secundario.

Contemporáneo llamo, pues, a lo de nuestra época, y nuestra época no la constituye sólo lo presente, (si es que algo existe que sea presente, sobre lo cual mucho habría que discutir). Todo es pasado, hasta el minuto en que hablo; apenas ha resonado mi voz para afirmarlo, y el pasado va criando y desenvolviendo el porvenir. Y nuestra época, no sólo en el sentido literario, sino en el social, intelectual y moral, puede decirse que nace con el romanticismo. De suerte que nuestra época comienza a fines del siglo XVIII, y en algunas naciones de Europa, donde no se hablan romances latinos, podemos decir que a mediados; y, al través de cambios de forma y vicisitudes de combate, el fenómeno del romanticismo no ha cesado de manifestarse en las letras y en el arte en general. La solución de continuidad se debe a hallarnos ahora en uno de esos momentos en que nada literario excita interés -¡confesémoslo nosotros   —3→   los escritores!- y en que se ignora del todo cómo renacerá el arte, si es que renace, después de la tremenda pugna, y el destrozo, no sólo material, que la acompaña.

Pero tampoco pudiera buscar para mi tema una hora más propicia. Los contrastes son lo que hace resaltar, clara y vigorosamente, los caracteres de cada factor, y el más perfecto contraste con el advenimiento y desarrollo de la profundísima crisis romántica, es ciertamente esta explosión, más que formidable, de las tendencias contrarias a ella, que le han ido minando el terreno, y reduciendo la vida romántica a lo puramente artístico, a una sugestión en el vacío, mientras donde quiera se insinuaban y surgían vigorosos los elementos científicos y positivos. Esta es la línea divisoria, como veremos a su tiempo, entre el romanticismo cuando apareció joven, radiante, arrollador, y el otro romanticismo decadente, que cada vez se aisló más de la vida general y de las aspiraciones colectivas. Y hay que hablar detenidamente del primero, si se ha de comprender el segundo.

O no entiendo lo que está pasando en este mismo instante en Europa, o todo el sentido de la guerra es enteramente contrario al romanticismo, y aspira a sentar sobre bases científicas, prácticas, utilitarias y coherentes las nacionalidades. Cuando digo el romanticismo, quizás debiese decir mejor el individualismo, porque ninguna guerra registrará la historia en que el individuo haya sido considerado de tal suerte como cantidad sin importancia, y sacrificado a la colectividad y a sus intereses, más remotos, no dejándole ni lo que   —4→   en otras guerras fue su refugio: el relieve heroico, la esperanza de que el nombre de un individuo no se pierda; idea poética, hoy relegada, con tantas otras, al desván de los trastos viejos. Por eso, al iniciar mi explicación, el hecho dominante que se ofrece a mi pensamiento es que se han vuelto del revés, como un guante, más cosas de las que ahora podemos alcanzar, y que el período en que el individuo fue asunto predilecto de la literatura, del arte, de la filosofía, se ha terminado, por lo cual, viéndolo concluso y cerrado sobre sí, hay mayor facilidad y mayor incitación para estudiarlo.

El período individualista, que a mediados del siglo XIX declina en lo literario, aunque se desenvuelva plenamente en otros terrenos, está empapado de sentimiento, y lo que más interesa en él es la riqueza sentimental. Legitimado el propio sentir, se explaya rebosando vida, y su molde es el lírico. El sentimiento, pues, tendrá que ser parte muy integrante de la materia de estos estudios y de antemano lo advierto, por si se creyese que no ocupa legítimamente el lugar que he de otorgarle. Sería prueba de que no habría yo sabido hacer notar su significación, su trascendencia, y hasta su esplendidez, sus múltiples facetas y matices.

Al ocuparme de Francia, rindo un homenaje a la gran nación que tanto contribuyó a mi formación intelectual, y a la cual profeso un afecto que parece haber crecido con las actuales y dramáticas circunstancias que han puesto, una vez más, a prueba su valor y su patriotismo. Francia   —5→   recogió de nuestras manos, cansadas de tanto combatir y vencer, la hegemonía entre las naciones no sé si con propiedad llamadas latinas; porque, en el proceso de la Historia, cada cual mira por sí, y nosotros debiéramos haber mirado, estoy en ello conforme.

Sobre literatura francesa he trabajado reiteradamente, en mis lecciones de la Escuela de Estudios Superiores del Ateneo de Madrid, y en los tres volúmenes de Historia de la Literatura Francesa, publicados bajo los títulos de El Romanticismo, La Transición y El Naturalismo. Me conviene notar que los estudios aquí reunidos, en su mayoría, los he escrito expresamente, y sólo en pocos, y siempre con adaptación al tema, utilizaré algo de lo allí contenido. Aquel ensayo de Historia de la Literatura Francesa Contemporánea se diferencia en absoluto de lo que aquí expondré, pues abarca el conjunto de la Literatura francesa desde fines del XVIII, y no se circunscribe a un aspecto, capital sí, pero no total. Necesariamente, por esta circunstancia, este libro se fundará en puntos de vista allí apenas indicados, y los desenvolverá con sujeción a un plan enteramente distinto, intensificando lo que allí reviste carácter más general.

Otra razón de preferencia para Francia en estos estudios, fue el hecho más conocido, más innegable, más constante, más observable, no sólo aquí, sino en la América española: su influencia poderosa, literaria, intelectual, y pudiéramos añadir social. No es la única que hemos sufrido, naturalmente; sobre nosotros han actuado modernamente,   —6→   Inglaterra, Alemania y aun Italia y en cierto respecto Portugal. Mas si se suman las demás influencias, desde el romanticismo, arrojarán un total inferior en relación al de Francia, que, sobre presentar a nuestra admiración e imitación series de insignes y diversísimos escritores y poetas, tuvo, para mejor penetrarnos, la ventaja de la proximidad, amén de cierta especial simpatía, de un misterioso fluido que esta nación emite, y por el cual se insinúa e infiltra, y arrastra las voluntades, lo mismo en lo social y político, que en lo intelectual y literario. Este modo de ser, comunicativo, contagioso, ha dado a Francia en Europa una hegemonía distinta de la material, un carácter de nación guía, determinadora de estados de alma que ninguna otra en tal grado ha poseído.

Si a veces este influjo subyugó a nuestra espontaneidad, hubo ocasiones en que la auxilió, ayudándola a revelarse por reacción y oposición. No he de asentir al malicioso dicho de que los escritores españoles son como las cubas de vino del año ocho, en las cuales, mirando, al fondo, se ve al francés muerto. Hasta no diré lo que añadieron algunos: que cuando el vino de tales cubas tenía francés, era más sabroso. Me limito a recordar que tienen francés muchas cubas que parecen de lo más añejo y castizo, y sería prolijo, pero no muy arduo, demostrarlo con datos y citas. No ignoro el valor inestimable de la espontaneidad nacional, y reconozco que sería preferible no imitar nunca; pero creo que esta excelencia rara ninguna nación la ha conseguido, y se ha dicho, hasta la saciedad que la literatura vive de imitaciones   —7→   e influencias recíprocas. La de Francia sobre la Península y sobre los países americanos que hablan nuestra lengua, y en los cuales es tan capital, bastaría para justificar toda la atención que podamos dedicar a su literatura, atención que, insisto en ello, es conveniente hasta para emanciparnos y tender a la libertad y originalidad de nuestras letras, al averiguar de dónde y cómo viene lo que las encadena y subyuga.

Nuestra originalidad, la estimo como quien más pueda estimarla, y no quisiera que se me acusase de no proclamar, mi estimación. Para ser originales en lo posible, he dicho que tenemos que conocer bien las literaturas extranjeras, y especialmente la francesa, que en nuestra época ha sido la influyente. Pues bien, para el mismo objeto debemos convencernos de que no somos enteramente asimilables a Francia, o al menos que varios elementos étnicos de España se diferencian mucho de los de esta y otras naciones denominadas latinas. Por eso no me he avenido a admitir que sea latina toda nación que habla un idioma derivado del latín. En cuanto a la sangre, dícese, que sólo Rumanía puede llamarse latina con verdadero derecho. Los caracteres comunes que indudablemente se reconocen entre las naciones europea calificadas de latinas, así como en las americanas de origen español, pueden imputarse a comunidad de algunas razas, pero no de raza latina. Más afines somos a Francia por el elemento céltico, y sin duda hay parentesco racial entre España y Francia, y hasta de algunos elementos de su población pudiera decirse lo que de sí propio   —8→   dice el héroe de Loti, Ramuntcho: «Ni soy español ni francés; soy vasco».

Rechacemos, principalmente, el dictado de latinos, cuando con él se quiera expresar un concepto de decadencia. A fuerza de oír repetir y repetir nosotros también que los latinos estamos decadentes -en diversos grados-, hemos llegado a creer igualmente en nuestra pura latinidad y en nuestro decaimiento efectivo, inevitable. Hemos dado de barato que sobre el mundo latino pesa una especie de fatalidad, sin ver que no hay fatalidades, no hay nada arbitrario en la Historia; los estados transitorios de decaimiento son remediables, y la Historia está llena de estos ejemplos. Para fortalecer nuestra voluntad, pensemos en que nuestra raza, o mejor nuestras razas, las de las naciones latinas, son varias y en general superiores, y que hasta no nos faltan componentes bárbaros, que es lo que ahora se cotiza más alto y está más de moda. Y, para no reconocernos irremisiblemente decadentes ni vencidos, estudiemos incesantemente esa suprema manifestación de la sensibilidad y de la belleza del espíritu humano, que es la literatura.

Nos hemos ido, al parecer, lejos del asunto que tratamos; pero no es sino al parecer. No habría error más grave que considerar a las letras y al arte en general como algo aplicado sobre el hombre, algo postizo. El arte y sus diversas tendencias y matices proceden de la naturaleza misma del hombre, y las necesidades que nos son comunes con los demás organismos; sólo que el hombre cincela, pinta, versifica y transforma esas necesidades,   —9→   y hasta se hace a ellas superior, y las pisotea, y sobre ellas pone la enseña de su espiritualidad.

Al tomar por asunto el lirismo en Francia, una distinción se me impone desde el primer momento: la de la poesía rimada y de la prosa; pero la prosa del período a que me estoy refiriendo, es algo que a la poesía se asemeja, y que se ha llamado prosa poética, fenómeno debido a la invasión del lirismo, cabalmente, cuando el romanticismo trajo su triunfo en las letras. Muchas de las obras que se presentan como modelos de tal período, son meramente poesía sin rima. Y nadie ha vacilado en calificar a Chateaubriand y a Juan Jacobo Rousseau de poetas en prosa. Lamartine, no lo fue menos en Rafael, que es una novela en prosa, que en las Meditaciones, que son rimas.

La novela ha sido clasificada entre lo que procede de la epopeya: con el género épico guarda relación. Pero es cierta la atribución, cuando la novela reviste carácter narrativo, porque la epopeya es siempre una narración de hechos, un relato. En este sentido, puede afirmarse que la novela procede de la antigua epopeya, y cupo decir que la Odisea, por ejemplo, no es si no una gran novela de aventuras. Mas las novelas de la época romántica no pertenecen a este grupo numeroso y rico que tan varias formas reviste, desde la Odisea hasta el Quijote. Hállanse por el contrario empapadas de sentimiento personal, de individualismo. Son Pablo y Virginia y la Atala y el René, de Chateaubriand, que sublevó a toda una generación contra la vida; son Lelia, poema satánico   —10→   del orgullo, y Valentina, apología del amor exaltado y en lucha con la sociedad; son Obermán, poema del tedio, y Adolfo, poema del cansancio y de la tortura sentimental; son la Nueva Eloísa, de la cual todos los demás proceden, porque si la madre del lirismo, en la antigüedad, fue Safo, en los tiempos modernos el padre de esta criatura, triste y rebelde, es Juan Jacobo, cuya influencia se ha dejado sentir hasta este momento, y seguirá ejerciéndose, en la política, en la pedagogía y ya no tanto en las letras, pero aun siendo en ellas, reconocidamente, un precursor. Son Corina y Delfina, Madama Bovary y el Lirio del valle; son Deleite, de Sainte Beuve, y la cruel Fanny, de Feydeau. Los poetas, no menos influyentes que los novelistas, en la propagación del romanticismo, darán asunto al presente libro, que comprenderá toda la poesía francesa moderna, desde Andrés Chénier y Lamartine hasta los líricos de nuestros días, los que sólo han callado, y no han callado todos, cuando empezaron a movilizarse las tropas hacia sus frentes de batalla. No han callado todos, y a su tiempo lo veremos; pero el momento no es favorable a las Musas, y nada tiene de extraño que no lo sea. El momento cierra por completo un período literario, que, como he dicho, comienza en el romanticismo y termina con la disgregación escolástica absoluta de los primeros años del siglo XX.

De estos estudios resaltarán varios hechos generales, cuyo conjunto es el cuadro significativo de todo lo que cabría llamar la vida moral, social e intelectual de nuestra época. Toda manifestación literaria responde a profundas raíces sociales, entendiendo   —11→   yo aquí por social, no las leyes, ni las instituciones, ni aun la Historia, ni esta o aquella clase, sino la reunión de todas estas cosas, y su peso y fuerza en la creación espontánea e instintiva, aparentemente, del arte, en especial del literario. Veremos, sin duda, mucho de natural en la literatura, pero sometido siempre, aun en sus formas más rebeldes, como el lirismo y el individualismo, a la poderosa acción de todos esos factores, de los cuales nadie se ha emancipado. Tal poeta que cree no conocer más ciencia que su alma, que se tiene por algo aislado dentro de su generación, que se coloca en actitud de retar a cuanto le rodea, no es -si bien se mira- más que un intérprete, un reflejo, la voz de otros espíritus que hablan por su boca. Y el que se precia de ser superior a los dolores y a las inquietudes de la Humanidad, al querer hacerlo revela, no sólo su propia inquietud, sino la de muchísimos de sus contemporáneos. Todo viene del conjunto y al conjunto vuelve, y, por eso, los poetas de cada edad y los novelistas de cada hora encarnan el período en que crean.



  —[12]→     —13→  

ArribaAbajo- II -

Dos tendencias del romanticismo.- ¿Qué es el lirismo? - Las civilizaciones antiguas de América.- Orígenes del lirismo.- El instinto de conservación y el de reproducción.- El lirismo literario y artístico y el lirismo social


Habiendo fijado para lo contemporáneo en la literatura la fecha de la aparición del romanticismo, hago la necesaria distinción entre el romanticismo y el lirismo, y en ella debo insistir, como primer jalón del camino que vamos a recorrer.

Quiero hacer notar que, en el romanticismo, existen dos tendencias muy distintas: la lírica y la épica; y meramente con esto, basta para dejar sentado que no todo romanticismo es lirismo, aunque el lirismo, tendencia antigua como la Humanidad, se haya desenvuelto y tomado incremento desde mediados del siglo XVIII, a favor de la explosión romántica.

El lirismo, aunque haya sugerido arte, no es únicamente tendencia literaria, si bien encuentra su más ahincada expresión en ciertas obras literarias, algunas admirables y maestras. Pero al estudiar la evolución literaria sorprende y se impone el hecho de la extensión formidable del lirismo, desde que el romanticismo asoma; y se hace como involuntariamente la observación de que, caso aislado o por lo menos singular en otras épocas, el tipo lírico sobreabundó en la nuestra.

  —14→  

Aspiro, al hablar del lirismo, a definirlo con tal claridad, que ni la menor sombra quede en la mente de los lectores. Y para ello tengo que recordar que el lirismo es la afirmación del individuo, no diré que siempre contra la sociedad, pero siempre sin tomarla en cuenta, y muchas veces protestando contra ella tácita o explícitamente. El individuo ante la sociedad: así sucintamente puede formularse el caso.

Y conviene añadir que, al decir sociedad, no me refiero a ésta ni a aquélla, si no en general a todas las que se han sucedido sobre nuestro globo, y en especial a las que podemos, mediante algunos datos históricos, conocer. En todas partes ha existido, seguramente, una organización social, más o menos rudimentaria, más o menos fuerte y coherente. En las mismas cuevas prehistóricas es probable que la horda que se refugiaba en ellas se hubiese organizado y aceptase normas de constitución para fines de utilidad general, mejor o peor entendidas, que esto no es lo que tratamos ahora. La rudeza de las costumbres no impide la organización, y hasta voy a decir algo que es un hecho constante, tal vez no muy observado en su significación.

Creyéramos que la individualidad se ha manifestado desde el principio del mundo, y que en los primitivos tiempos se mostró más sublevada y anárquica: y al creerlo, nos equivocaríamos de medio a medio: la individualidad es una conquista, funesta o no, esto no vamos ahora a aquilatarlo, de las avanzadas civilizaciones.

Me he fijado en ello al estudiar un poco la historia   —15→   de América. ¿Por qué la historia de América? Porque el estado de América, cuando nuestras proas abordaron a sus playas; la fase de civilización en que la encontramos, pudiendo, por rara fortuna, sorprender el secreto de edades que hacía tanto tiempo Asia y Europa se habían dejado atrás, la lección de primitivismo que allí podíamos aprender y nos demostró plenamente que nunca el hombre fue menos lírico que en semejantes estados sociales. El ideal, que hoy tanto se preconiza, de una sociedad perfectamente organizada, reglamentada, sumisa, formulista, nos lo ofrecen aquellos Estados, Imperios y Confederaciones que, anárquicamente, e iba a decir líricamente, conquistaron con la espada los españoles del siglo XVI; los cuales, procedían contra las órdenes o al menos sin las órdenes de la autoridad y de lo que hoy llamaríamos el Poder central. Todos los cronistas están conformes en pintar la extraordinaria sumisión, la ciega obediencia que a sus caciques y jefes mostraban aquellos pueblos, y lo compacto y bien trabado de sus instituciones, fundadas en el acatamiento estricto de la autoridad, la ley y la costumbre, allí identificadas. De suerte que podemos establecer que los pueblos antiguos -que se parecían más a los encontrados por nosotros en América, que a nuestras sociedades modernas- presentaban la misma coherencia y unidad social.

Cuanto más primitiva es una civilización -porque las de América civilizaciones eran, aunque de un período evolutivo muy anterior al de sus conquistadores-; cuanto más primitiva, repito, más social la encontramos y más sometido en ella el   —16→   individuo a la colectividad. Instituciones de hierro, costumbres ya sagradas, contra las cuales no había resistencia: esto nos presenta la América conquistada por nosotros. Y sin duda no faltarían en ella almas líricas, y hasta almas de decadencia sentimental, y una fue la del Jefe de hombres, comúnmente llamado Emperador Moctezuma, tan curiosa y digna de estudio; pero no abundan, al menos que sepamos, o no se revelan y descubren; y no es ésta la menor diferencia entre aquella historia y la de nuestro Continente.

Y por esta observación que precede, vengo a otra, que es la de que el lirismo es una manifestación de sentimiento, o por mejor decir, de sentimientos, que pueden expresarse por el arte o por la acción. Muchos elementos sentimentales, la mayoría, no salen fuera del santuario del espíritu, y son sin duda los menos aquellos que se afirman por algo exterior. A nuestro asunto interesan los que se descubren por medio de las letras, y la creación de la fantasía, cuando responde a la verdad del sentimiento, tiene el mismo valor, y aun a veces tiene más, que los seres reales, que materialmente existieron. Ahí está, por ejemplo, Werther, encarnación del sentir de Goethe, con más valor y nadie dudará de que vale y significa más que un suicida que ayer se lanzó por el Viaducto.

El estudio del sentimiento en el arte cada día gana terreno, y si un día pudo considerarse fútil y hasta indigno de la crítica con pretensiones de seriedad, hoy se piensa de otro modo. La raíz humana son los grandes sentimientos, cuyo origen   —17→   profundo voy a esbozar, según creo entenderlo en su más sencilla fórmula.

Los instintos primarios de la Humanidad son dos, y responden a sus necesidades constantes e imperiosas: pudieran calificarse de instinto creador e instinto destructor, pero no sería el nombre enteramente exacto: prefiero decir instinto de reproducción e instinto de conservación. En dos palabras: amor y hambre. Lo mismo que el bruto, clamará indignado todo espiritualista. Sí, lo mismo que el bruto: y aquí no vendría mal citar al Eclesiastés, que estampa crudamente: «igual es el ánima del hombre al ánima del jumento». Con igual indulgencia que se explica piadosamente la sentencia de Salomón, ruego que se explique la mía. No hay nadie más convencido de nuestra espiritualidad, y encuentro justamente su maravillosa obra en que, de iguales necesidades, nazcan, en las especies puramente animales y en la humana, tan distintos efectos. El hombre idealiza la necesidad y saca de ella el arte, con sus manifestaciones sentimentales. El signo más alto de la nobleza humana es por eso el arte, en el cual no puede menos de reflejarse la vida, la interna como la externa.

Reduciendo, como antes, la cuestión a sus términos elementalísimos, diríamos que el arte realista procede del instinto de conservación, y el lírico, del de reproducción. Parece demasiado escueto, y voy a revestir un poco estas afirmaciones sobrado desnudas, carnadas. El realismo en el arte tiene su primer documento, que sepamos, en las pinturas rupestres, por cierto muy hermosas y llenas   —18→   de verdad. Da asunto a estas pinturas la necesidad de nutrirse: son figuras de los animales que cazaba, para aprovechar su carne, el hombre de aquellas edades primitivas. En ese sentido, tales pinturas y diseños son una imagen social llena de realismo. La arquitectura, que aparece después, es un arte social y realista por excelencia. Preside a su aparición la necesidad de defenderse, de resistir a los enemigos, de poseer moradas, y, cosa doblemente social todavía, de agruparse en la ciudad los que unían intereses comunes. Todo esto no es comer, materialmente hablando; pero es sustentarse, es vivir.

¿Y cómo nació otra forma del arte: el idealismo y el lirismo? Aquí es donde el hombre se eleva por cima de la animalidad, si alguna vez pudo existir dentro de ella, cosa que yo por mí no creo y que la ciencia no ha demostrado. Aquí ponemos la mano en lo más sorprendente y misterioso de los fenómenos morales de la Humanidad. Al lado de la morada y de la muralla, y quién sabe si antes, en los períodos de nomadismo, el hombre levantó el ara donde cada pueblo invocó a sus númenes. Las dos grandes tendencias del arte: el realismo y el lirismo, encontraron en él anchísimo campo, porque el ara es a la vez cosa muy real y muy socialmente hablando, la más organizadora que hoy puede concebirse, y cosa muy ideal y sentimental, muy lírica, pudiendo asegurarse que lo abarca todo. El sentimiento de las razas y de los pueblos ha sido lo que han sido sus creencias religiosas.

Debemos admirar cómo el espíritu del hombre,   —19→   en refinada alquimia, transforma los instintos primitivos y los convierte en tal cúmulo de bellezas y de energías sentimentales, que nadie los conociera. El animal cumple sencillamente la función, y, satisfecho, no pide más, ni intensifica, ni afina, ni extiende la serie de nociones dependientes de la noción originaria. El hombre, empujado por la necesidad de nutrición, va, y en esto no se diferencia tanto de las especies animales, hacia la necesidad de lucha, a fin de conquistar el sustento; pero, una vez establecido el sistema del combate vital para vivir de lo conquistado, crea una serie de sentimientos que llegan a lo sublime y que ennoblecen, y dignifican, y derraman el óleo del arte sobre la necesidad urgente, grosera, ineludible. Viene, verbigracia, lo heroico, únese a lo heroico lo patriótico, y ya está abierto el camino a los nobles sentires que desprecian la vida, justamente porque proceden de la necesidad de conservarla.

Llega a olvidarse el motivo de las guerras, ante su belleza, ante los desenvolvimientos poéticos que de ellas se originan. Y voy a citar un ejemplo tomado de esa historia de América, en la cual tanta doctrina de belleza encontraríamos si la quisiésemos buscar. Hubo en América una raza inteligente y varonil, la azteca, que llegó a redondear sus Estados y a poseer el territorio que juzgó suficiente para cubrir todas sus necesidades de alimentación y de cultivo agrícola. Es decir que los aztecas ya no habían menester guerrear y podían permanecer pacíficos, sin inquietar a las otras agrupaciones limítrofes. Mas sentían una necesidad que me atrevo a llamar espiritual, y lo era, puesto   —20→   que era religiosa, impuesta por esos dioses que Moctezuma declaraba suficientemente buenos para ellos. El fiero Huitzilo poztli, a quien nuestros soldados llamaban Huchilobos, pedía para sus aras sacrificios de hombres y corazones arrancados. No era, pues, por comer más maíz y más gallinas por lo que se guerreaba, sino por algo que, en su bárbaro horror, debo llamar espiritual; algo que no es reductible a las exigencias del estómago. De ellas ha venido ciertamente toda guerra: la que estamos presenciando, nos hemos hartado de repetirlo y de oírlo, esta guerra ultracientífica, de humanidad avanzada y en la cúspide de su evolución, no se deriva sino de móviles económicos; pero sobre esta base antigua como la vida troglodítica, ¡qué de bordados y recamos no ha puesto la fecunda sensibilidad del hombre!

En estos pueblos por España conquistados, hallamos también una nota que no quiero pasar en silencio: y es la de la ausencia de lirismo. Como queda dicho, eran sociales por excelencia, y el individuo no había iniciado allí su protesta. A veces, un mozo hijo de las mejores familias era señalado para morir sobre la losa de jade, rasgado el pecho por un cuchillo, el cuchillo de pedernal. Y la víctima, no sólo aceptaba su suerte, sino que se enorgullecía de ella, y andaba alegre y gozoso el tiempo que precedía a la inmolación. La mitología azteca desconoce la fábula sentimental; hay un curioso estudio que hacer entre nuestra mitolofábula y la que encontramos en aquellos países, que se hallaban en un período comparable al primitivo heroico griego. En Grecia, fue el sentimiento el   —21→   que tal vez desterró el sacrificio humano propiciatorio, con el caso de Ifigenia, lastimoso caso. ¿Quién sabe si la historia de Atreo no rechazó para siempre el canibalismo, que no hubo pueblo primitivo que no practicase?

La humanización, por decirlo así, de la Humanidad, es obra, en gran parte, de la reacción individualista, en que se desenvuelve la vida sentimental. Y he ahí por qué es cosa que de una vez debe quedar bien esclarecida y definida, el derecho del sentimiento a ser considerado nervio y médula del arte, y a que no se le mutile cuando forma parte de la manifestación artística de cualquier época. Insisto en esto, y quiero dejar desviado este obstáculo, porque en la materia de este libro entran dos cosas muy desdeñadas, y muy sospechosas, y muy mal vistas y shocking diré familiarmente, para no pocos escritores y moralistas. Son las novelas, y las historias y cuentos de amores.

El amor es la humanización de uno de los dos instintos que he considerado como originarios, y añadiré que, de los dos, es el que más ha sido sublimizado, decorado, poetizado y magnificado por el hombre, distanciándolo tanto de su expresión animal, como dista del carbón el diamante. Yo no diré que el hombre, al realizar esta transformación prodigiosa dentro de sí mismo, ha trabajado en pro de su felicidad; sobre tal punto mucho habría que tejer y destejer; nada bastante se ha tratado y discurrido; diré sí que, para su dignidad, para la belleza de su psicología, la transformación es asombrosa, por más que se realice a cada paso, ante nuestros ojos. Pensemos una vez más   —22→   en Werther, y admitamos que muchachas como Carlota habría veinticinco mil en Alemania, y que no valía la pena de pegarse un tiro por una muy semejante a las demás. Sin embargo, tales argumentos de sensatez nada explican. Hay más en el caso de Werther, y lo demostraría con el análisis de la novela, si la menor delicadeza crítica no bastase para comprenderlo. ¿Qué hay en el Quijote, sino una novela que presenta con gracia infinita y con deliciosa penetración una de esas transformaciones amorosas, materializada con tal acierto en la aparición de las rústicas labriegas y de las Maritornes y meretrices a quienes hace damas y princesas la fantasía? Siempre que oigamos repetir que las historias de amores son fruslerías, nugas, materia indigna de la crítica, pensemos en Don Quijote y la sin par Dulcinea. No por eso se entienda tampoco que sanciono como arte, ni como sentimiento tanto y tan enfadoso relato de amores como nos produjo, desde el advenimiento del romanticismo, la literatura universal. La manifestación del sentimiento se encierra en unas cuantas novelas, unos cuantos versos, algunos dramas. Es lo único que considero necesario tomar en cuenta, sin perderse en la intrincada maraña de la literatura inferior. Cuando decimos que el hombre ha sublimizado un instinto material, no extendamos tanto el concepto que no creamos que todo hombre es Quijote o Amadís. Lo serán, quizás, algunos que no conocemos; la literatura nunca los cuenta por docenas.

Son, sin embargo, sobrado numerosos y sobrado   —23→   elocuentes los testimonios líricos, para que no veamos en ellos representación completa de la vida espiritual. La raíz es una misma, es el amor, para el cual he reclamado todo respeto, ya que de él se deriva la idealidad humana. Notemos cómo no se ha encontrado otra palabra que exprese las fuerzas impulsivas de la voluntad, y hoy, lo mismo que en tiempo de Dante, el Amor es quien mueve al sol y a las demás estrellas. Baste recordar que las formas más ricas e intensas del misticismo aparecen como derivaciones de amor, y revisten tal carácter, y esto sólo sería suficiente para sugerir la seriedad y la dignidad altísima del tema lírico.

Y este tema, contenido en las almas desde las más remotas épocas, ha adquirido en nuestros días plenitud de desarrollo -insisto en que nuestros días no son rigurosamente el día en que vivimos, sino el tiempo en que se han desarrollado los sucesos que distinguen a nuestra época entre las demás de la Historia-; y a juzgar por los indicios, esa plenitud de desarrollo del lirismo, desde mediados fines del siglo XVIII acá, parece cosa terminada, cerrada, conclusa, agotados sus brotes y seco su tronco y raigambre extensísima. O mucho me engaño, o el lirismo habrá de luchar para renacer, otra vez, de las grandes corrientes de individualismo, que no han dejado de manar.

Puede, es cierto, hacerse distinción entre el lirismo en el arte y en las letras y el lirismo en la vida, en la Sociedad y en las costumbres; pero esta distinción no la haré, porque   —24→   creo en el profundo enlace de la vida y la sociedad con las letras, ya éstas la retraten y expresen, ya la combatan y reprueben, que es otro modo de identificarse con ella. El lirismo estuvo profunda e íntimamente unido a la evolución social, siendo, no obstante, antisocial muy a menudo y casi por naturaleza. Expresión de la sociedad fueron las novelas líricas y antilíricas del período romántico. Al abordar el tema, hay que empezar por distinguir entre lo romántico y lo lírico.

La distinción es estrictamente necesaria, no sólo porque es frecuente confundir ambas cosas, sino porque estamos en un momento en que las escuelas literarias propiamente dichas, como el romanticismo, parecen relegadas a la penumbra de lo pasado; pero, fuera de las normas de escuela, el lirismo tiene que renacer ardiente y poderoso, como protesta del individuo contra la colectividad, dominadora del momento presente, hasta un grado increíble.

El momento presente se diferencia de todos los demás que la Historia registra, no sólo por la extensión e intensidad de la lucha material, sino por el carácter de esa lucha. Ninguna de las que pudiésemos recordar, ningún conflicto de pueblos con pueblos, ha sido tan cerradamente antilírico, ni tan marcadamente utilitario, ni hasta tal punto obra de las colectividades, llámense éstas pueblo, nación o conjunto de razas.

En la serie de estos estudios veremos cómo el movimiento lírico, que hizo brotar el romanticismo, no sólo como escuela literaria, sino como agitación universal, con caracteres análogos en las   —25→   diversas naciones, con el romanticismo empezó a decaer.

El momento culminante del lirismo literario podemos situarlo entre 1760 y 1840; el momento culminante del lirismo político y social fue aquel que media entre la Revolución francesa y las distintas formas del anarquismo, en varios países, como Rusia, Italia y España. No es el objeto de este libro estudiar el anarquismo político y su desarrollo; pero no cabe entrar en su materia sin dejar establecido que el lirismo no fue tan sólo un fenómeno estético, sino que llegó a lo más hondo de la entraña social y política, a la raíz y base de las sociedades europeas. El anarquismo guardó estrecha relación con el lirismo literario, aun cuando no fuese la misma cosa, pero procedía de la misma tendencia; y en algunos tipos de anarquistas de acción y profesionales no es difícil descubrir la hibridación literaria, y la morfología del lirismo artístico.

Por su infiltración en la sociedad, durante algunos lustros, el romanticismo, en el cual se desenvolvió la tendencia lírica, tuvo un período de triunfo, y después otro, que al iniciarse la guerra duraba aún su resurgimiento. Nadie ignora que si el romanticismo como escuela literaria había muerto hacia 1850, como escuela literaria reapareció hacia 1889, bajo otros nombres variados, entre los cuales prevaleció el de decadentismo. Ya en esta segunda etapa, el romanticismo no es expresión social. La sociedad no se deja empapar de él, como en los albores del siglo. Los peligros del lirismo son conocidos y están señalados; su   —26→   expresión política ha sido, en cierto modo, proscrita, hasta por las multitudes, en las cuales domina la tendencia socialista y empiezan a restaurarse las ideas de organización. Esta segunda época lírica presenta fenómenos interesantísimos y personalidades marcadas con fuerte sello de originalidad poética; pero se manifiesta como algo divergente de la sociedad, que, por decirlo así, la rechaza de su seno, como en parte había rechazado el romanticismo, aun en los momentos en que más se había apoderado de ella.

El lirismo, lo sabemos, es en gran parte la protesta del individuo contra la sociedad, la rebeldía a lo que la sociedad le presenta como fórmula necesaria de la relación humana. No es nueva ni desconocida la observación de que en el arte y en las letras late un instinto de libertad y protesta, una inquietud renovadora, cuyo carácter es de suyo individualista, profunda y originariamente individualista, y, por ende, lírico. No diré que sean líricas por necesidad todas las grandes obras de arte; sería una inexactitud patente; pero digo que la resistencia a lo que limita y cohíbe el criterio y el sentir individual, es una gran raíz estética, que hallamos en las letras desde el principio de los tiempos.



  —27→  

ArribaAbajo- III -

El lirismo en las sociedades primitivas.- La antigüedad; India, Nínive, Egipto, Grecia y Roma.- Caracteres del lirismo cristiano.- Los primeros siglos de nuestra era


En el capítulo anterior he hablado de las dos direcciones principales del arte originadas por el instinto. El concepto primario del realismo es el más explicable, es algo que se deriva necesariamente de la esencia misma de las cosas. La vida humana comienza con la lucha para hacer frente a necesidades apremiantísimas, y el hombre, dedicado a cazar fieras y alimañas silvestres para alimentarse, lo primero que con carácter artístico produce son las figuras de esas mismas alimañas y salvajinas que persigue y de cuya carne y grasa se sustenta. Desde los orígenes de la sociedad humana, la tendencia tiene que ser realista, porque esa sociedad forma sus rudimentos, no por dictados de capricho individualista, sino por apremios de carácter profundamente positivo, inmediato, y que siente toda la horda, toda la tribu, todo el pueblo. Es cierto que acaso en esos primitivos tiempos a que me refiero para iluminar el problema, se ha señalado más que nunca lo que llamaré el individualismo de las razas y de los pueblos diversos, y en tan tempranos períodos se diseña ya la diferencia de las agrupaciones étnicas que tienen cada una su modo lírico, especial.   —28→   De este principio de diversidad hay que echar mano para explicarse esas diferencias tan singulares como profundas y hasta esas oposiciones y contrastes de creencias y costumbres, que todavía persisten, y acaso persistan siempre.

Es decir que, a pesar del común origen de los humanos y de haber tenido todos que afrontar, desde el primer día, las mismas urgentes necesidades, lo que yo llamo el individualismo étnico se impuso. Las creencias religiosas son lo más íntimo que puede haber: y supone una gran diferencia entre raza y raza, pueblo y pueblo, esa diversidad de creencias, que podemos llamar espontáneas, ya que no sabemos que hayan sido impuestas, como lo fue, por ejemplo, la de Mahoma.

Estas creencias influyeron de tal modo en el desenvolvimiento de los mitos y de las peculiares creaciones artísticas de cada pueblo, que en muchos de ellos tuvieron que ser poderoso obstáculo a la normalidad del realismo, creando una red de idealismos peculiares, reflejados en las primitivas representaciones artísticas. Las diosas de múltiples senos; los dioses de cabeza de toro, como el negro Moloch; tantas y tantas deformaciones de la verdad, si dieron a la fantasía alas y al sentimiento inesperadas formas, fueron lo más contrario posible a la noción de la verdad como inspiradora de las letras y del arte.

Sentado lo anterior, consagraré al pasado lírico una rápida ojeada, antes de entrar en el terreno de lo contemporáneo.

El lirismo, manifestado o no, sabemos que tiene que ser tan antiguo como el hombre; siempre   —29→   habrán existido reacciones y protestas de la individualidad, o, mejor dicho, siempre ésta, en secreto o en público, se habrá rebelado y amotinado contra lo que impida su expansión. Consciente o no esta rebeldía -y que fue perfectamente consciente desde muy antiguo lo demostraría el mito de los Titanes en general, y el de Prometeo en particular-, la encontramos, no sólo en el origen de las literaturas, sino en el de las fábulas y símbolos religiosos, lo más lejos que puede alcanzar nuestra vista.

En el vasto río de la poesía india, en las gigantescas epopeyas, está entremezclado buen número de elementos líricos. En la comedia de Kalidasa, titulada El matrimonio por sorpresa, el estudiante Malava y la bella Malati compiten con nuestros Amantes de Teruel, aunque tengan más triste desenlace los amoríos de estos últimos.

Tal lirismo idealista, que brota en singulares derivaciones y florescencias al lado del realismo natural, no podíamos menos de hallarlo en la India, que es la comarca donde se encuentra todo, el pueblo de los orígenes por excelencia. No hay raza que más haya sentido la Naturaleza; no hay raza que así la haya contemplado, cara a cara, como esa raza que pobló las dos grandes penínsulas asiáticas que divide el Ganges. Sin embargo, no será en la mera contemplación de la Naturaleza ni en su imitación artística donde la India ha descubierto sus reyes y héroes que son encarnación de divinidades, ni sus mágicas metamorfosis, ni sus guerreros que entran y salen a voluntad en el cuerpo de los demonios, ni sus serpientes   —30→   amigas del hombre, ni sus lindas apsaras, ni sus gandarvas o músicos celestes. Lejos de parecer una fiel transcripción de lo natural, la literatura india hace el efecto de un cuento de hadas, de un sueño; en más de una ocasión recuerda las increíbles aventuras fantásticas de los libros de caballerías.

Tampoco el arte asirio, del cual algo sabemos por las ruinas de Nínive, aunque abunde en representaciones realistas, de un realismo exacto y documental, ha evitado los toros con faz humana, ni los leones alados, como Egipto no evitó la esfinge, el coloso, ni la zoología semihumana, los dioses con testa de gavilán o de carnero. Los hebreos, por tener una religión superior, tuvieron representaciones más espirituales y más reales a la vez, dentro de lo simbólico. Odiando al ídolo, proscribiéndolo, cifrando la religión en el Templo y el Arca, su literatura, de la cual quedan muestras tan sublimes y magníficas, lo fue hasta tal punto, que los modelos del realismo están en las narraciones de Rut y Ester, en la historia de José y en otros fragmentos de la Biblia. El lirismo aparece, y cuán espléndido, con los Salmos de David, con los libros de Salomón, con el mismo libro de Job.

La Biblia, en medio de su alto sentido histórico, encierra innumerables elementos líricos, y dificulta que el lirismo religioso pueda avanzar un paso desde el poeta Salmista, ni que el romanticismo llegue a presentar un tipo lírico de la fuerza asombrosa del de Salomón, a cuyo lado Fausto, René, Manfredo y Don Juan se quedan en mantillas.

  —31→  

Entramada y entretejida de lirismo está la literatura griega. Y conviene hacerlo notar, porque de la vida y arte griegos se ha formado una idea cerrada y uniforme, concepción asaz simplista, contra la cual ha protestado un reciente historiador de la literatura griega, Gilberto Murray, negando esa serie de griegos todos serenos y olímpicos, como si fuesen una provisión de estatuas de mármol, según quiso Vinckelmann. Murray, al contrario, afirma que el rasgo más saliente de los griegos es su viva energía personal, y a poco más, dijera su individualismo. Lo que ha llegado hasta nosotros de la literatura griega, con ser tan poco en relación a lo que se ha perdido, confirma la aserción de Murray, absolutamente.

En la misma Iliada, en ese milagro de objetividad, encontramos un alma muy lírica, la de Aquiles, con sus melancolías de predestinado voluntario a la muerte; tipo perfecto del lirismo heroico.

Grecia está impregnada de realismo, y más aún, de antropomorfismo. Todo en su religión y en sus letras refleja la naturaleza humana. Homero, o quien fuese, parece, ante todo, un pintor realista. En el realismo puede encontrarse la nota de unidad de los cantos homéricos, tan discutida por otra parte.

Y siempre que se quiera saber dónde está cifrada la verdad, dentro de los grandes movimientos literarios, habrá que nombrar el elemento homérico, el más sano de cuantos han inspirado poesía alguna. Creyérase realista y naturalista todo el arte griego, pero nos desmentirían el centauro, la quimera, la hidra, la cabeza de Medusa, el Minotauro   —32→   y tantas infracciones de la sencilla regla que lo natural ofrece al artista primitivo. En el arte griego encontramos los primeros gritos líricos: Safo, cualquiera que sea la verdad, tal vez inaveriguable, de su leyenda, es la maestra de todos los poetas líricos habidos y por haber.

Es la madre del lirismo, que tiene por inspirador al amor y a todas las variadas formas del sentimiento. Porque el sentimiento es lo que el lirismo emancipa, es lo que el lirismo expresa, lo que el lirismo presenta en sus mil formas, siendo la más usual y frecuente el amor humano, pero dejando un margen amplísimo, como queda dicho, a otras formas también sentimentales, entre las cuales el misticismo ocupa un lugar tan señalado.

El realismo, inspirado por la necesidad de sostener la vida, ha abierto al arte tan vastas perspectivas como las que han aparecido con la literatura heroica y el arte heroico. Hay un lirismo de honor en el heroísmo, y de este lirismo es modelo Aquiles, que prefiere morir joven habiendo engrandecido su nombre, a vivir largos años oscuramente; pero no cabe dudar que la raíz natural de toda empresa heroica fue el impulso de abrir caminos a lo que llamaríamos la industria y el comercio de entonces, y que, por ejemplo, la contienda de Cartago y Roma fue inspirada por móviles económicos, los que entonces podían actuar, según las necesidades de la hora y momento en que tales luchas se producían. En su esencia, la inmensa mayoría de las guerras no tiene otro origen, aunque hay ciertas excepciones, como las Cruzadas.

  —33→  

Otra alma lírica de la antigüedad y aun de la fábula es Belerofonte, tan parecido a los futuros caballeros andantes, en su lucha con el monstruo de la Quimera, en su errática vida, al vagar por los campos, devorando, cual anticipado Orlando furioso, su propio corazón. Y no habrá personaje más lírico que Safo, sea real o imaginaria su sentimental historia. No podemos estar seguros, ni mucho menos, de que la célebre poetisa se arrojase al mar desde el promontorio, pero la creación de la leyenda es documento lírico, probante como el hecho más demostrado. Y es documento tan bello y expresivo, que todo el romanticismo moderno no ofrece otro de mayor sugestión.

Hay un dramaturgo griego, en quien la crítica ha visto a un romántico, especialmente en el trazado de sus figuras de mujer, y que por lo menos, es un lírico. Y no podía ser otra cosa, si buscaba ante todo la emoción, ni más ni menos que pudo buscarla un moderno, que no la encontraría tan fácilmente. Según el dicho de Quintiliano, Eurípides fue el cultivador de la piedad. Y la piedad es una inspiradora de lirismo. Lírico se mostró Eurípides, hasta en la terrible y trágica figura de Medea.

Tampoco en las letras latinas faltan documentos preciosos de lirismo. Baste nombrar a Virgilio, y recordar aquellos pasajes de la Eneida, lo mejor del poema, lo más sincero y humano, la cueva de Dido, el romántico fin, de la desventurada Reina. Eterno modelo de sentimiento, Virgilio, por esto solamente, merecería ser llamado precursor del Cristianismo, en el aspecto especial, opuesto al   —34→   de la dura antigüedad, que reviste tan linda fábula. Y, en efecto, con el advenimiento del Cristianismo, el lirismo no tarda en expansionarse. Las almas se han estremecido, y un temblor lírico va a propagarse por el Universo que entonces se conocía.

Hemos oído decir y hemos repetido que, con el Cristianismo, nació una sociedad nueva, distinta de la anterior; y acaso se nos ha escapado una de las más fundamentales razones de tal diferencia. La disolución del mundo romano, la aparición del germano y bárbaro, tantas veces relatadas por los historiadores, a nada responden como a la irrupción del lirismo. La expansión cristiana es lirismo puro. Estudiadla y veréis el triunfo de los pocos sobre los muchos, de la conciencia individual sobre la social. Se podrá objetar que esos líricos humildes, venidos de las orillas de un lago, en Judea, a subvertir cuanto había fundado una colosal civilización de fuerza y dominio, en medio de su lirismo reconocían un dogma común, tenían un credo y una ley. Y es cierto; pero el momento en que proclamaban su estado de conciencia yendo a los martirios y a los ultrajes, prestaba a sus afirmaciones, en algunos respectos antisociales, el carácter más individual. Su sentimiento era emancipador de la conciencia, y, por tanto, esencialmente lírico.

Naturalmente, hablo en general, y no pretendo demostrar de un modo matemático lo que pertenece a la vida íntima y varia del espíritu. Pudiera extenderme en señalar el carácter lírico de parte del Nuevo Testamento, en que de tan sorprendente   —35→   modo se mezcla el realismo más exacto con la más profunda emotividad; pero el respeto al texto santo me lo veda, y apenas es, por otra parte, necesario para apoyar mi tesis.

Huellas de la tendencia encontraríamos en los apasionados escritos de los apologistas cristianos, especialmente en Tertuliano, lo mismo en su período ortodoxo que cuando se entregó a la herejía montanista. Y huellas de la tendencia encontramos, y más que huellas, en un enemigo del Cristianismo, el Emperador Juliano, conocido por el Apóstata, y que fue un lírico, a pesar de sus aficiones clásicas, y, como hoy diríamos, un desequilibrado. Antes que él, habían tenido psicologías románticas varios Césares, y especialmente Domicio Enobarbo Nerón, que encarna la exaltación del lirismo artístico, sugeridor de las insensatas acciones, bellas con perversa belleza, que hacen de él marcado tipo de criminal estético. Y no es maravilla que los Césares sintiesen exaltarse la individualidad y el satánico orgullo que con menos motivo desplegaron, en nuestra época, los Manfredos y los Renés románticos, dado que los Césares estaban, por decirlo así, fuera y sobre la Humanidad, al embriagarse en el absoluto poder y el desenfreno del propio sentir.

Nerón, con su especial temperamento artístico y su vesania, en que hay tanto de delirio estético, ha sido un modelo para no pocos decadentes contemporáneos, que se entusiasmaron con su amoralidad, con su refinamiento cruel y su egolatría. En la profunda subversión de principios que hemos de ver producirse bajo la acción disolvente   —36→   del lirismo romántico, Nerón será casi rehabilitado, ya que sus rehabilitadores no le puedan imitar en la acción, siendo hoy difícil encender por antorchas humanos cuerpos y hacer luminarias abrasando una populosa y magnífica ciudad. No ha faltado, sin embargo, tal espectáculo en la hora contemporánea, pero no ha sido un solo hombre, sino turbas anárquicas, las que lo dieron, intentando destruir por el fuego a París. La diferencia estuvo en que Nerón, siempre guiado por su inclinación estética, quemaba a Roma para reconstruirla más hermosa, de oro y mármoles.

La expansión lírica, como sabemos, procede del Cristianismo; pero, desde el primer momento conviene una distinción. Lo que propiamente se ha llamado la Iglesia, la ortodoxia y la jerarquía eclesiástica, si no son abiertamente opuestas al lirismo, representan lo que puede contenerle y reprimirle o encauzarle: el orden, la organización social, distinta de la que subsistía con el paganismo, pero, sin embargo, aprovechadora en no escasa proporción de lo existente, para adaptar los nuevos tiempos a los datos de la tradición, siempre poderosa y atendible. Así, el lirismo encuentra una valla y la religión nueva se consolida, y se unifica y define. Los gérmenes líricos se revelan en las herejías, tan numerosas, ya desde los primeros siglos de la Iglesia. El soplo emancipador de la conciencia individual había sido tan fuerte, tan huracanado, que las individualidades sublevadas contra la organización religiosa se contaron por centenares de millares. He aquí cómo podemos ver en cada heresiarca un lírico, y no   —37→   sólo en los heresiarcas, sino también en los renovadores dentro de la ortodoxia, y citaré para ejemplo la ardiente efusión lírica de San Francisco de Asís y de su escuela. En aquellas primeras herejías, que nacen casi al pie de la cuna de la Iglesia, entran por mucho los lirismos de la mujer, como entraron en la difusión de la fe verdadera, siendo las mártires, bastantes de ellas vírgenes y niñas, uno de los argumentos emocionales de la doctrina predicada. La mujer, en la antigüedad, no fue emancipada como individuo, sino que, y esto bien se ve en las Clelias y las Virginias de la historia romana, sujetó su personalidad a la patria, a la ciudad, a la República, en suma. Comenzó a emanciparse individualmente la mujer, y no es paradoja, cuando empezó a corromper sus costumbres y a dar motivo a las tremendas inventivas de Juvenal; y consumó la emancipación de su individualidad el Cristianismo. Extrañará que yo refiera a un mismo principio dos cosas aparentemente tan diversas. Hay que tener en cuenta que, por su esencia misma, el individualismo no conoce uniformidad y se resiste a un molde común. Es justamente expansión del yo, en un sentido o en otro. Por eso es tan lírico Nerón como Santa Cecilia, místicamente desposada con San Valeriano, y degollada en su caldario, por afirmar su creencia.

Desde el punto de vista literario, que más particularmente nos interesa, tenemos, pues, que notar, desde los primeros momentos, la doble corriente que aparece en el Cristianismo. La literatura eclesiástica propiamente dicha es más ajena al lirismo, pero la literatura, en que entran elementos   —38→   populares, de las leyendas y vidas de santos, milagros, martirios y penitencias, abre al lirismo campo anchísimo y le sugiere temas y figuras de sentimiento profundo. Estos temas, en gran parte, llegan hasta nosotros, los encontramos en nuestra edad. La Tentación de San Antonio, de Gustavo Flaubert, es la última transformación de una leyenda dorada, monacal.

Así, en los primeros siglos cristianos, en que aún latía y se defendía el paganismo, fue creándose el mundo lírico con un carácter especial que no debe omitirse: el de la catolicidad, entendida la palabra en el sentido de universalidad. Estas leyendas y relatos conmovedores y maravillosos, que iban naciendo en el período militante, se extendían al llevarlos de tierra en tierra y de comarca en comarca y al través de los mares los apóstoles y discípulos de Cristo. El lirismo no tiene entonces carácter nacional, ni local, como lo tendrá más adelante, cuando el Cristianismo triunfe, Roma acabe de declinar y cada país recobre sus derechos. Este fenómeno de la difusión que pudiéramos llamar evangélica del individualismo, acaso no vuelva a presentarse hasta las Cruzadas, y aun así, se habrá restringido bastante. Con tanto como hoy se habla de cosmopolitismo, nunca las naciones, o por mejor decir, los pueblos, han vivido más encerrados en sí mismos que ahora, y esto lo comprendemos al pensar cómo se esparcieron las semillas cristianas, entre ellas, y principalmente, la del sentimiento lírico, tan fecunda y que tanto habrá de dar de sí.

Sin duda esto se hizo a favor de la romanización,   —39→   que pareció en el mundo entonces conocido, ser gran factor de unidad; pero la romanización no fue tan completa como suele suponerse, y los elementos indígenas persistieron, como fondo y materia primera, en todas las regiones, de las cuales no pocas ni de romanización supieron realmente. Ayudó sin duda la romanización a que cundiese el Cristianismo, y no contribuyeron poco a ello los martirios locales, germen del espíritu castizo, en lo religioso, y no en lo religioso solamente. Roma, que estaba en todas partes, en todas partes encontró a los cristianos. Donde quiera que fuese ejercida la cruel persecución, nacía la leyenda hagiográfica y con ella brotaba el lirismo sentimental.

Y esta leyenda, sin duda, corría de boca en boca, popularmente, antes de que algún monje la escribiese; y acaso fuese cantada, antes de ser escrita. En ella principalmente está contenido el desarrollo del sentimiento y del lirismo, al través de muchos siglos, y en España, por ejemplo, prolongándose hasta derramarse en el teatro, en la rica floración dramática. Vidas de santos inspiran a Calderón y a Lope.

Al lado de esta literatura de origen popular, que fermentaba, la literatura eclesiástica, propiamente dicha, estaba inspirada en la tradición clásica; procedía de las fuentes latinas y griegas. En ellas bebían los historiógrafos, escriturarios, autores de epístolas y exhortaciones teológicas y morales, apologistas e himnógrafos cristianos. Sin embargo, algunos, en poéticas leyendas, empiezan a simbolizar el alma en el Fénix, y a dar cuerpo a la figura del Anticristo; poetas cristianos son Comodiano   —40→   y Lactancio; y San Ambrosio, Obispo de Milán, en sus himnos, abre camino al lirismo y prepara el advenimiento del más lírico de los grandes escritores cristianos, San Agustín, Obispo de Hipona.

Con sólo haber existido San Agustín, el lirismo tendría muy rancios pergaminos dentro de nuestra era. Este insigne africano, de alma viril y fogosa, procede en línea recta del delicado y elegíaco autor de la Eneida, de Virgilio, que fue autor favorito de San Agustín. No enriquece a la literatura de ningún período un documento lírico tan importante como sus Confesiones. Leído este libro sorprendente, la vida interior queda revelada y legitimada la individualidad. Lo queda doblemente, por lo mismo que el admirable autobiógrafo es un sabio, y un doctor, y un filósofo, y un psicólogo de la magnitud que nadie ignora, y su alma es de las de mayor altura y profundidad, entre las que la humanidad puede tasar y medir, porque se han revelado en múltiples aspectos, para significar cumplidamente la nobleza y grandeza de su esencia. He aquí que, andando el tiempo, un escritor suizo publicará otras Confesiones, de incalculable influencia sobre su edad literaria y sobre la sociedad contemporánea suya; y el alma que en ellas se desnuda y ofrece, dice el autor, como ante la mirada de Dios, es por cierto bien distinta de la de San Agustín y está hecha de un barro donde fermentan putrefacciones, de un barro vil, a pesar de todo el interés que la revelación de tal alma suscitó y que vino a convertirse en culto. Para conocer la diferencia de Agustín y   —41→   de Rousseau, nunca recomendaré bastante, a los que gustan de estos estudios, la lectura sucesiva de ambas autobiografías.

Conviene notar, en el primer lirismo cristiano, un ideal propio, que es el de la santidad heroica; elevado ideal, que contiene tantos desarrollos posteriores y las actividades espirituales de tantos siglos venideros. Las historias de santos son un elemento nuevo, completamente desconocido a la antigüedad, que llegó a muy altas virtudes, pero no a la santidad, en su especial carácter. De la fuerza lírica de la santidad proceden tantos desenvolvimientos idealistas de la Edad Media.

Por bastante tiempo, los Santos serán poesía, lirismo y levadura de romanticismo, y la belleza sentimental de sus Leyendas preparará las literaturas surgentes en Europa. Los poetas consideraron a los santos como lo que son, héroes sentimentales, y el español Prudencio, uno de los primeros cantores hagiográficos, formula tempranamente la teoría del simbolismo, del fenómeno sensible como figura y señal de la vida interior.

Todos los componentes que vengo reseñando y que son anteriores a la irrupción de los bárbaros, momento crítico y que señala una nueva faz; historias, y relatos, y leyendas imaginativas sobre santidades, martirios y cenobios, himnos y prosas eclesiásticas, escritos de apologistas y de maestros en doctrina y saber, pudieran compararse al humus o mantillo donde con tal vigor germinan las simientes y del cual extraen las plantas sus ricos jugos y su lozanía.



IndiceSiguiente