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ArribaAbajo- XXIV

Gustavo Flaubert. Su biografía.- Es un romántico y un devoto de la forma con fondo de observación pesimista.- La sátira contra el lirismo.- «Madame Bovary».- Examen de esta obra.- La objetividad de Flaubert.- Por qué nuestra época no puede producir arte popular.- Bibliografía


Gustavo Flaubert nació en Ruán, el año 1821. Había muchos médicos en su familia, pero no quiso seguir la carrera. Como es frecuente, empezó por hacer versos. No se contó, sin embargo, en el número de los que se ensayan en periódicos. Cabe afirmar que no tuvo juventud literaria. Sus primeras armas, las hizo a los treinta y seis años, publicando Madama Bovary.

Habiendo heredado una modesta holgura, pudo seguir sin lucha la corriente de sus aficiones. Era hombre de fuerte complexión, pero, desde sus primeros años, epiléptico. Su naturaleza moral estaba viciada por una especie de desequilibrio romántico, su modo de discurrir era siempre paradójico, y, digámoslo de una vez, en opinión de sus mayores apasionados y amigos, carecía Flaubert de sentido común. Gustábale desarrollar, en voz estentórea y con gritos feroces, tesis exageradas, y hasta hay quien escribe absurdas; le encantaba vestirse con ropajes estrambóticos, de turco, mameluco y calabrés, para, decía él, y perdónese el bárbaro galicismo, epatar a los burgueses. En lo cual veo, a distancia, un reflejo del chaleco rojo   —364→   de Gautier, en el estreno de Hernani. Por tales detalles de su vida, y por lo que no es difícil advertir en sus mismas obras, Flaubert es un rezagado del romanticismo, y lleva en las venas eso que llamó Zola el cáncer romántico, al cual pocos se sustraen, aun en medio de la época de transición y del período naturalista.

Siendo Flaubert, en el fondo, un burgués bueno y sencillo, como aquellos a quienes quería epatar, y no teniendo nada de la sustancia romántico-aristocrática de los Chateaubriand y los Vigny, se le hubiese dado un disgusto si se le hiciese convenir en estas verdades, a él, que en el colegio dormía con un puñal bajo la almohada, y un día quiso dar de puñaladas o acogotar a Luisa Colet, y se contuvo porque «creyó sentir crujir bajo su cuerpo el banquillo de los criminales». En tales barras, por cierto, no se había parado Antony.

Siempre habrá que mirar estos casos como incidentales en la vida de Flaubert, que, así como sus antecesores se encerrarían en el laboratorio, se encerró en el trabajo literario, mirando con indiferencia los demás fines de la vida. Toda ella transcurre así, pendiente de un capítulo en que invierte dos o tres meses, perfeccionando desesperadamente el estilo, evitando las asonancias, y no pudiendo avenirse a colocar dos genitivos en un mismo período.

Y, por este culto de la perfección, no de la seca perfección del estilo clásico, sino de una perfección íntima, férvida, que da a su estilo la consistencia del tronco de cedro que flota en la amargura de los mares, ya está Flaubert fuera de la hueste   —365→   de los románticos puros. Algunos de éstos, justo es decirlo, atendieron a la técnica, y sabemos que Gautier, por los caminos de la técnica y por el dogma de la perfección y la impecabilidad, inició la desorganización del romanticismo como escuela. La influencia de Gautier sobre Flaubert va más allá del reflejo del famoso chaleco: es la doctrina del arte por el arte lo que involuntariamente Flaubert siguió.

Hay que considerar en Flaubert una dualidad persistente toda la vida, y que él reconocía y confesaba: el romántico por naturaleza y el devoto de la forma, con fondo de observación pesimista. La devoción de la forma era la base de las paradojas que desenvolvía en las tertulias del domingo, en su modesta casa de París, ante Gautier, Zola, Feydeau, Taine y los Goncourt que eran asiduos concurrentes. Hartábase de repetir que, fuera del arte, no hay en el planeta sino ignorancia; que Nerón es el hombre culminante del mundo antiguo (el neronismo es una de las subtendencias del decadentismo, o por lo menos uno de sus temas favoritos) y que el artista no ha de tener patria ni religión. Respecto a la patria, conviene advertir que Flaubert, ante la invasión, probó grandes sufrimientos de patriota. Hay cosas de que se reniega fácilmente en una reunión de intelectuales, pero que no se arrancan así como quiera: tienen muy larga raíz.

Termino la sucinta reseña de la vida de Flaubert, recogiendo estos datos: no quiso ser de la Academia, rehusó la cruz sencilla que como única recompensa le daban; empobreció a última hora   —366→   por haber venido en ayuda, generosamente, al marido de su sobrina; hubo de aceptar, para vivir, un empleíllo en una Biblioteca, y murió de un ataque epiléptico, de los que con relativa frecuencia sufría. Su pueblo, Ruán, que en vida le había mirado poco menos que como a un ser estrafalario, cuya facha hace reír, persistió en desconocerle y no le acompañó al cementerio.

Los diversos elementos del alma de Flaubert se revelan en su primera obra, y yo diría la mejor, si Salambó no existiese y me hiciese dudar; se revelan, digo, en Madama Bovary. Este libro, por tantos respectos magistral, es la sátira del lirismo, como fue el Quijote la sátira, no de los libros de caballerías, sino de un ideal caballeresco de la Edad Media; pero la misma oculta y misteriosa devoción que hay en Cervantes por ese ideal burlado, hay en Flaubert por el que satiriza. La imaginación, el corazón de Flaubert, ni un momento dejan de estar de parte de su heroína romántica.

Como sabemos, el tipo de la «incomprendida» que parte de Jorge Sand, había sido estudiado por Balzac varias veces. Al insistir Flaubert en este tipo, que ni aun tenía el mérito de la novedad, cifró la enfermedad del lirismo, no en una mujer intelectual, no en una señora de alto copete, que acepta una moda impuesta por grandes escritores de alma orgullosa, los Chateaubriand y los Byron, sino por una pueblerina que no reside en castillos ni da el tono en ciudades de provincia, sino que se mueve en el círculo más prosaico, pero cuyo espíritu adivina los lirismos, y las elegancias, y los sentimentalismos y las ironías de los temperamentos   —367→   refinados, que sin un sentido poético no conciben la existencia.

Emma Bovary es una señorita de lo más modesto de la clase media, que ha recibido educación algo escogida en un colegio y se ha casado con un médico de partido. Algo afinada por la instrucción, Emma es de suyo mujer de gustos delicados y de sentidos vibrantes; más espiritual, con todo, que sensual; soñadora, y de impresionable y plástica fantasía, aspirando, como dice Sainte Beuve, a una existencia más elevada, más escogida, más brillante, de la que le ha tocado en suerte. Reconoce el sagaz crítico (que ha sido tan motejado de duro, y hasta de incomprensivo, con la labor de Flaubert) que Emma no sucumbe a su tedio, sin haberlo combatido día por día; y confiesa que, en análisis finísimo, con la misma delicadeza que en la novela más íntima de antaño, estudia Flaubert la lenta invasión del mal en el alma de la romántica, bajo la desorganizadora acción del aburrimiento y de la prosa que la abruman por todas partes.

Pero si Emma, en sus ensueños de poética felicidad, se parece a las demás heroínas líricas y anhela lo mismo que ellas, hay, en el terrible estudio de Flaubert, un aspecto que también Balzac, había visto, pero que Flaubert fijó y grabó en un episodio de los más felices: el de la invitación que Emma recibe y acepta para una fiesta del gran mundo, la comida y baile en el castillo de la Vaubyessard, fecha que cava en la vida de la mujer del médico un gran hoyo, de los que abre el rayo en una sola noche.

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Respira Emma, en el fatal sarao, las emanaciones del lujo y de la alta sociedad, y queda como emponzoñada. En otras épocas, la disciplina social sujetaba a la mujer a la esfera en que había nacido, sin que puedan citarse contra esta verdad histórica más que excepciones siempre contadas, un capricho regio que hace una favorita de una muchacha de origen tan popular como la Dubarry: y el hecho nunca dejó de causar escándalo. La Revolución, el Imperio mismo, con sus princesas y mariscalas sin abolengo, pero encumbradas de repente, contribuyeron a la profunda subversión social, y si para el hombre esta subversión tomó la forma de acceso a todos los puestos, para la mujer revistió la de derecho a todas las elegancias, lujos y exquisiteces, sin más cortapisa que la de poder o no costearlos. He aquí un problema a que parece muy indiferente la autora de Valentina, que se vestía con poco dinero y desdeñaba el trapo, el trapo, rey de la existencia femenina en nuestros días. Desde la Revolución, como he dicho, se rompen las vallas sociales, se desestanca el lujo y van calentándose cada vez más las cabezas femeniles, en el pugilato de lo que acrece la hermosura o el atractivo del sexo. La mujer se desvive por reinar femeninamente, por emparejar con lo más encopetado de las demás mujeres, y ese afán, no necesitaré decir cómo cunde, cómo no ha cesado de extenderse y las formidables proporciones que reviste, en los países donde el oro se conquista y gana. Y no es el lujo en sí; es el lujo como manera de entrar en círculos cada día más elevados, lo que Emma quisiera poseer, para   —369→   que su existencia no saliese nunca de ese centro aristocrático y mundano en que por azar penetra un día. En el lenguaje impuro e híbrido de la actualidad, la infección que coge Emma en la fiesta a que, en mal hora la invitan, se nombraría esnobismo agudo, que ataca a una cursi de aldea, guapa y con disposiciones para lucir.

Los lectores que no ahondan, ven, sencillamente, en Emma Bovary una esposa infiel más, de las innumerables que en la novela encontramos; pero, mejor mirado, es, sobre todo, una criatura humillada y mortificada por la posición social que ocupa, y que trata de salir de ella por cuantas puertas ve. Este instinto de la elevación, tan marcado en los héroes líricos, no lo echó en olvido Cervantes, y su Caballero de la Triste Figura, por redentorista y humanitario que sea, y reconocedor hasta exagerado de la universal dignidad humana, no deja de soñar con ínsulas y reinos, y hasta imperios, ni de hallarse en su esfera, él, pobre hidalgüelo de aldea, entre próceres y magnates, ni de recordar a cada momento la diferencia entre su condición y la de Sancho, villano y escudero.

A la aspiración a salir de su prosa, ya que no por medio de la altura social, para ella inaccesible, al menos por medio de la poesía, responden los anhelos de Emma Bovary, de huir en una silla de posta, a comarcas distantes, a grandes ciudades en que el arte y la historia tienen su asiento. A medida que se da cuenta de que su marido, excelente muchacho que la adora, no tiene capacidad para hacer carrera, para sacarla del poblacho donde se consume, Emma va gradualmente despreciándole.   —370→   Con tal compañero, se ve condenada a no salir del lugarón, a vegetar siempre ante la botica del grotesco Homais, entre la gente simplona de Ionville. Y por tedio, más que por otros estímulos, Emma cae; y desde la primera caída, la enfermedad lírica se desenvuelve como un caso clínico, cuyo desarrollo anota el novelista, iba a decir el médico, con rigurosa exactitud. Avivado por la exaltación de los sentidos y las fantasmagorías románticas de la imaginación, el instinto del lujo se desborda y conduce al derroche, a la trampa. Llega un momento en que no puede hacer frente a la situación; las últimas nociones morales se borran; capaz sería hasta de robar, por desembarazarse del acreedor, del usurero; pero Emma nunca sería capaz, en cambio, de la tacañería miserable de los dos hombres a quienes tanto quiso y que rehúsan salvarla sacrificando unas monedas. Aun en medio del desorden de su vida, Emma no haría nada pequeño, nada vil; pudiera salir del apuro con una gran vileza; y no la comete. Algo de la grandeza del lirismo hay en este carácter de mujer, y lo hay hasta el último día, hasta su agonía horrible, cuando, pisoteado y en ridículo el ensueño, resuelve morir, y come arsénico a puñados.

El autor de Madama Bovary no ha perdonado ningún desencanto a su heroína, no le ha ahorrado ningún género de desilusión, como Cervantes no perdonó a su héroe ni las pezuñas en la aventura cerdosa, ni los yangüeses, ni uñas de gatos, ni mofa de dueñas y pajes, ni pedradas de galeotes. No quiero equiparar el lirismo puro, amadisiaco,   —371→   de Don Quijote, con el lirismo bastardeado de Emma Bovary. Hay un mundo entre ambos tipos; pero el ideal, aun profanado y torcido, siempre proyecta luz, y Emma Bovary lleva esa aureola en medio de sus yerros y su alucinación, tan bien razonada por el autor y tan explicable, si no justificable, dentro de las corrientes generales de la sociedad. No soy propensa a echar a la sociedad la culpa de todo; jamás fue de mi gusto esta tesis favorita de Rousseau y su escuela. No obstante, es imposible desconocer los casos en que el ambiente social tiene parte de culpa como diez, y como uno solamente el individuo. Si la sociedad crea a la mujer una situación excepcional, distinta de la del hombre; si da a éste mayores facilidades para abrirse camino, y no le presenta, socialmente hablando, obstáculos para su libre desenvolvimiento; si en cambio, señala a la mujer como esfera propia, en la cual ha de encerrarse, que ha de ser su único campo de acción, la del lujo y coquetería, el recordar que las cosas son así, que Emma Bovary, como toda mujer, se ve acorralada, podrá servir de atenuante a las transgresiones morales de su conciencia.

Teniendo yo la convicción de que la idea de Flaubert, en Madama Bovary, fue la sátira del lirismo dentro del más minucioso y ahincado estudio de la realidad, es decir, sin seguir el procedimiento juvenalesco de mirar por vidrio de aumento los errores, los vicios y las debilidades sociales, sino conservándoles sus proporciones, con diseño y colorido justo y vigoroso: y, además de la sátira del lirismo -el cual, desde el castillo de   —372→   Combourg y las regiones sugestivas del Nuevo Mundo, había descendido hasta Ionville, y comunicado el contagio de las almas excepcionales a las que no podían aspirar a serlo-, la sátira de estados sociales tal vez más peligrosos, por alcanzar a la mayoría de las mujeres, y por tanto, al hogar y a la familia teniendo, digo, la convicción de que este libro, que no asusta sino porque es verdadero y artístico a la vez, es muy sano y ejemplar, para quien pueda aprovechar la lección nada recóndita que encierra, me hubiese sorprendido ver que persiguió a su autor la justicia y que fue llevado ante los tribunales, si algo pudiese sorprender nunca en la manera que de entender la literatura tienen las greyes. No hay cosa peor definida que esta de la moralidad de los libros; y, por otra parte, reconozco que cuando los libros son tan fuertes, tan impregnados de esencia de verdad, como Madama Bovary, su mismo vigor contribuye a alarmar, a que los pusilánimes vean en ellos un peligro.

Por su carácter de sátira lírica, y por su inspiración íntimamente realista, Madama Bovary pudo inspirar la frase de Anatolio France, al llamar a Flaubert el San Cristóbal gigante de las letras francesas, que las pasó de una orilla a otra, del romanticismo al naturalismo. La imagen es doblemente exacta, por cuanto sabemos que Flaubert tiene un pie en lo romántico y otro en lo positivo y experimental, por lo cual Sainte Beuve exclamaba, hablando de él: «Anatómicos y fisiológicos, ¡que os he de encontrar en todas partes!». Brunetière, crítico en extremo severo con Flaubert, y   —373→   en general con la escuela que de él procede, reconoce, sin embargo, las singulares cualidades del libro, y aun proclama, de acuerdo con France, que, en la historia de la novela francesa, señala el fin de un período y el nacimiento de otro. Distingue Brunetière entre la oportunidad que consiste en seguir ciegamente los caprichos de la moda; y la que estriba en «reconocer por instinto el estado actual del arte, y satisfacer sus legítimas exigencias».

El romanticismo había muerto, y el realismo de Mürger y de Chamfleury, que mejor debiera llamarse el vulgarismo, no bastaba. «Se esperaba algo, y lo que apareció, fue Madama Bovary». Y agrega el mismo eminente crítico, cuyo testimonio prefiero porque nadie le considerará sospechoso de blandura con Flaubert, ni de indulgencia con las ideas positivistas, que Madama Bovary contenía, en justa proporción, lo que hubiese sido lástima perder del romanticismo, y lo que debía concederse al realismo. «Si es cierto -dice- que ha existido, desde hace algún tiempo, un constante esfuerzo en la literatura de imaginación, y hasta en la poesía, para adaptar más estrictamente la invención literaria a lo vivo de la realidad, a Madama Bovary, en gran parte, hay que referir este movimiento».

Cuéntase, no obstante, que Flaubert escribió Madama Bovary violentando sus naturales inclinaciones, que le llevaban hacia la Tentación de San Antonio y Salambó. Muchos críticos se preguntan por qué, si Flaubert detestaba lo moderno, no sólo escribió Madama Bovary, sino La educación   —374→   sentimental y Bouvard y Pécuchet. La explicación está en esa misma antipatía hacia lo actual, y el propósito de satirizarlo, no para corregirlo, pues no es Flaubert un moralista optimista, y considera irremediables la necesidad, miseria y ridiculez humanas, y en comprobarlas se recrea con goce acerbo. El moralista optimista, al fustigar, pretende enmienda; Flaubert, no. En su pesimismo, no sin razón calificado de nihilista, el descanso y el triunfo están en las concepciones imaginativas, como Salambó, donde hay más grandeza. No sólo prefería esta novela a Madama Bovary, sino que a Madama Bovary, harto de que se la elogiasen, le aplicaba, en sus diatribas contra todo, el pestífero vocablo atribuido a Cambronne.

Algo semejante sucedía a otro epiléptico genial, nuestro don José Zorrilla, con el Tenorio, que le enfurecía ver antepuesto a sus demás obras. Sólo que el enojo de Zorrilla contra su gallardo Burlador se fundaba en que un editor lo había comprado muy barato y sacaba de él millones. No sucedía lo mismo a Flaubert, asaz indiferente al dinero. Lo que le enojaba era que en Salambó tenía cifrada una ilusión de poesía romántica, y que en el fondo (igual que varios pontífices del naturalismo) romántico fue la vida entera.

Uno de los caracteres esenciales de Flaubert, en su crítica del lirismo, es lo que se ha llamado su objetividad. Los líricos sacaban la obra de sí mismos; Flaubert, aunque romántico por la fantasía, supo salir de la cárcel interior y entrar en la realidad, que me atrevo a calificar de épica y de histórica,   —375→   con firme pie. Aquella solidez del terreno a que decía aspirar la consiguió. Supo hasta evitar los escollos de la tesis; sin duda, que Madama Bovary prueba algo; pero lo prueba por su solo vigor íntimo, sin que el autor intente corregir ni persuadir de cosa alguna. Más bien que de querer moralizar, pudiera acusarse a Flaubert, y se le ha acusado, de impasibilidad marmórea ante el espectáculo de la vida humana. En esta impasibilidad fue el precursor de muchos insignes artistas, y señaladamente de Leconte de Lisle. Y tal impasibilidad le ha situado igualmente fuera de la escuela lírica, que alardeaba de lo contrario, de mostrar al primero que llega las heridas del corazón. Sin embargo, no todos los grandes líricos lo entendieron así. El poeta Alfredo de Vigny difiere mucho, por ejemplo, de otro lírico como Alfredo de Muset; pero siempre, en el hecho de exponer su propia sensibilidad, difiere de Flaubert más aún, y no digamos de un Leconte de Lisle, que entiende que el poeta debe ver las cosas humanas como las vería un dios desde lo alto de su Olimpo.

Tal concepción del arte procede de las teorías de Teófilo Gautier; es la concepción estética por excelencia.

Jorge Sand, ante tales principios, se indignaba, protestaba. ¿Qué arte era ese, sólo para iniciados? El arte se hace para todo el mundo, y en especial se dirige al corazón de las multitudes. Sin saberlo, la discusión de Jorge Sand y Flaubert sobre tal tema encerraba el problema transcendental del fin del arte y de su relación con la sociedad, en cuyo   —376→   seno ha de brotar, y crecer, y ramificarse y extenderse, o encerrarse, altivo e ignorado, en el templo solitario, en la marfileña torre. De Gautier, al través de Flaubert, tan intenso artista igualmente, sale una escuela que tiene más garantías de duración y fuerza, por lo mismo que limita la libertad de la inspiración, y se funda en contados principios de evidencia y claridad innegable. La multitud no sirve para adaptarse al arte; el arte no es susceptible de vulgarización; cuanto más al alcance de las masas quiera ponerse, más habrá de rebajar su nivel; en suma, el arte es incompatible con las democracias populares basadas en el régimen político de lo que se entiende por igualdad. Porque si es cierto que existe un arte popular, o que existió, mejor dicho, era fruto justamente de la organización social, que hacía del pueblo un niño con alma de gigante; era fruto de las edades heroicas y los siglos creyentes y de mórbida sensibilidad. Hoy el arte no nace del pueblo -esto es cosa demostrada-, y tampoco logra penetrar en él. La suposición de que el pueblo llegue a tal plenitud de cultura o de afinación de gusto, que para él pueda hacerse arte, arte puro, olímpico, no pasa de buen deseo y de noble ilusión, que, actualmente, en nada se basaría.

Y confirma lo ilusorio de tal supuesto observar cómo el pueblo, obreros y agricultores, se desinteresa cada vez más de las cuestiones artísticas, y en las científicas sólo ve lo aplicable a ventajas que anhela conseguir. Espoleado por el afán de la reivindicación económica, el pueblo demuestra pétrea indiferencia hacia lo demás. Mide los valores literarios   —377→   y artísticos por la adaptación que les supone a su causa y por las opiniones políticas y sociales que el artista profesa, no por la belleza ni aun por la suma de verdad que pueden contener sus obras.

Y se realizaría la profecía de Renan, anunciando la desaparición próxima del arte, a no existir fatalmente, dentro de las más caracterizadas democracias, una aristocracia en perenne gestación y formación, que es la de los individuos que por algún motivo se destacan, y una mesocracia inteligente, catadora de arte, eso que se ha llamado la moyenne illustrée, que, sin componerse de millonarios, ni mucho menos, puede despreocuparse un momento de los problemas económicos y conceder atención a las cosas del arte y del espíritu. Según la importancia de esta clase social y su número, prospera, o al menos se defiende, el arte. Y, sentado el principio, apliquémoslo a España, comparándola, verbigracia, con Francia, y comprenderemos por qué aquí el arte arrastra vida angustiosa y no asegura la de sus cultivadores.

Las obras de Flaubert han tenido bastantes ediciones (aunque muchas menos que las de Javier de Montepin o de Jorge Ohnet, verbigracia). La de Charpentier es siempre de las mejores. Para estudiar a Flaubert, no sólo en Madama Bovary, sino en el resto de su corta e intensísima labor, puede consultarse el tomo XIII de las Pláticas del lunes, de Sainte Beuve; el Estudio sobre Flaubert, de Guido de Maupassant; los Recuerdos literarios, de Máximo du Camp; La novela naturalista, por Fernando Brunetière, 1877 y 1880; La   —378→   crítica científica, por Emilio Hennequin; los Ensayos de psicología contemporánea, de Pablo Bourget, 1883; la correspondencia del mismo Flaubert, muy interesante, donde una sobrina del novelista ha incluido unos Recuerdos íntimos (la obra consta de cuatro volúmenes, 1877-1883) y, siempre, los Artistas literarios, de Mauricio Spronck, un crítico muy sagaz, que dejó las letras para consagrarse a la magistratura.



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ArribaAbajo- XXV -

Los Orleanes en la historia de Francia.- Luis Felipe de Orleans y su reinado de 1830 a 1848.- El poeta Augusto Barbier.- Cómo le juzgan Sainte Beuve y Máximo du Camp.- Los «Yambos», la «Ralea», el «Pianto».- Examen de estas obras.- Popularidad y decadencia de Barbier.- Bibliografía


Como quiera que Augusto Barbier -a pesar de Víctor Hugo- es el representante más caracterizado del lirismo político en su forma satírica, es preciso decir cuales fueron las circunstancias en que apareció, el momento que atravesaba Francia al darse a conocer este poeta.

Enrique Augusto Barbier había nacido en París, en 1805, (murió en Niza, en 1882), y tenía, por consiguiente, veinticinco años, cuando ocurrió un suceso asaz previsto: la Revolución de julio, que llevó al trono a los Orleanes.

Los Orleanes tenían una tradición y un sino fatal a la Casa y dinastía de los Borbones. Desde su tronco, Luis I, fundador de la Casa de Orleans, el que incitó y dio nacimiento a las facciones de Armañac y Borgoña, y murió asesinado en una emboscada en lo más céntrico de París; siguiendo por su hijo Carlos, el poeta, que ensangrentó más a Francia con las luchas de los dos poderosos bandos; continuando por Gastón de Orleans, que se pasó la vida entera intrigando para dividir y enflaquecer a su Patria; no olvidando   —380→   a Enrique de Orleans, hermano de Luis XIV, a quien tantos historiadores suponen envenenador de su esposa, la atractiva Enriqueta de Inglaterra; ni menos al otro Felipe, también de Orleans, Regente del Reino, ambicioso, químico y hasta alquimista, a quien la voz pública atribuyó las súbitas e inexplicables muertes del duque y duquesa de Borgoña y del Delfín, la acusación se repitió con insistencia, pero la Corte no le dio crédito y se formaron dos facciones -alrededor de los Orleanes hubo facciones siempre-, una a favor del Duque y otra que quería quitarle la regencia y atribuírsela al duque de Maine. Y cuando obtuvo, por fin, el poder el Orleans, después de hábiles maniobras, comenzó a halagar los instintos del pueblo, tal cual entonces se manifestaban. Es la táctica usual de los Orleanes, que, colocados siempre, cual segundones, al margen del trono, necesitasen arrostrar los peligros de la popularidad y aceptar sus rebajamientos.

En los ocho años de la regencia de este Orleans, la monarquía y la sociedad francesa fueron empujadas a su ruina. La Revolución nació de la Regencia, tanto como de la inmoralidad de Luis XV. Mal pudiera dar otro resultado el mando de un hombre que ha dejado en la Historia huella tal, que para hablar de algo libertino se dice que recuerda las orgías de la Regencia.

Transcurrido algún tiempo, aparece el Orleans más típico, el famoso Felipe Igualdad. Bajo el reinado de Luis XVI, sucedió lo que bajo otros tantos; el Duque de Orleans formó su partido en   —381→   la corte, contra el de la Reina, que no podía sufrirle: el instinto la guiaba bien en esto. La guerra de difamación a María Antonieta, las intrigas para agitar el espíritu público, fueron, en gran parte, obra del Duque.

Con su abierta campaña política contra la corte, el duque de Orleans iba haciéndose popular, tan popular que, en la jornada del 12 de julio, su busto fue paseado en triunfo por las turbas. Y era él quien las excitó a asaltar el Palacio Real, en Versalles, y él quien acaparó el trigo para provocar el motín por falta de subsistencias. Buscaba, por este y otros medios no menos reprobables, la corona, que siempre los Orleanes habían visto, en sus sueños, figurar en el horizonte. Desatada la Revolución, se lanzó sin reparo a su turbia corriente, admitió oficialmente el nombre de Felipe Igualdad, y, por último, al ser juzgado y sentenciado Luis XVI, votó por su muerte, con frase enfática. Y bien pronta fue la expiación. El mismo año que vio caer la cabeza de Luis XVI, vio asimismo la muerte de Felipe Igualdad.

Ahora bien; de este odioso personaje era hijo el monarca que ascendió en 1830. En él, el eterno sueño de la familia y del nombre y título de Duque de Orleans, se realizó; y, ¿necesitaré recordar que aquí, en España, a pique estuvo de realizarse por los manejos que presenciamos del duque de Montpensier para sustituir a su cuñada en el trono?

El Monarca en quien, por fin, llegó la Casa de Orleans a la apetecida cuanto breve posesión de   —382→   la diadema, era un hombre educado en el sistema pedagógico de Juan Jacobo Rousseau, y, como fiel a la tradición familiar, era muy avanzado en ideas, muy liberal en opiniones, a pesar de la cruel lección que hubiese debido recoger del cadalso donde sucumbió su padre. Cuéntase del que luego fue Luis Felipe que, en el monte de San Miguel, para mostrar su odio al despotismo, dio el primer golpe para destruir la famosa jaula, cruel prisión usada en tiempo de Luis XVI; pero añade la historia que después, durante su reinado, en las prisiones del monte de San Miguel encerró a varios republicanos de los que conspiraban. Los reyes no pueden ser enteramente populares, porque no es ese el papel que la Providencia les ha señalado.

Este Orleans era hombre de valía, inteligente y además instruido, nada cobarde, capaz hasta de trabajar para ganarse el sustento, como lo hizo durante un determinado período de la emigración, y le hacían simpático sus costumbres sencillas y severas, su tendencia a la vida burguesa y de familia. Durante el reinado de Luis XVIII y de Carlos X, período que se conoce bajo el nombre de Restauración, y en el cual tanto vuelo tomó el romanticismo, el hijo de Igualdad espera pacientemente, convencido -la frase se le escapó alguna vez de los labios- de que su turno llegará. Espera a la sombra del trono, sin poder formular una queja contra los Borbones, pues hasta Carlos X le había devuelto el tratamiento de Alteza Real, que Luis XVIII, más cauto, no quiso concederle nunca. Al mismo tiempo que protestaba   —383→   de su fidelidad a la dinastía, halagaba al partido liberal e invitaba a festines a sus miembros más conspicuos.

En una de esas fiestas, en honor del Rey de Nápoles, hubo quien dijo al dueño: «Monseñor, no se dirá que la fiesta no es napolitana: bailamos sobre un volcán». Y, la erupción del volcán sólo se hizo esperar dos meses. El 31 de julio de 1830, Carlos X ya no fue rey sino de nombre; el 12 de agosto, abdicaba; el 7 de agosto, la Cámara de diputados ofrecía a Luis Felipe la corona, y empezaba aquel reinado de diez y ocho años, que nació en una revolución y acabó con otra, más dramática, la de 1848, estableciéndose la segunda República.

Para explicarse la poesía de Barbier y su éxito fulgurante, hay que pensar cómo se encontraba Francia en el momento de publicarse La Ralea, primero de los Yambos, que fue exactamente el momento en que sube al trono Luis Felipe. Nótese que este título afortunado, La Ralea, es el mismo de la novela en que Emilio Zola retrata la situación de Francia bajo el régimen del golpe de Estado de Napoleón III; el desate de apetitos que se produjo con la fiebre de especulación y ganancia.

La clase media no había logrado aún su momento de dominio. Bajo la Revolución, mandó un grupo de políticos; bajo Napoleón, los militares: bajo la Restauración, los emigrados que regresaban ansiosos de reivindicaciones. La clase media creyó segura su victoria con la Monarquía de Julio, y se lanzó al alalí. Y entonces es cuando asoma   —384→   el cantor de los Yambos, uniendo a la pasión de un Juvenal la forma radiante de un Andrés Chénier. De esta poesía fulminante, he aquí lo que opina Sainte Beuve: «La Ralea ha sido no más que un accidente en la vida de Augusto Barbier; en este poema, y en los demás que a él se unen, no ha hecho sino transportar de 1793 a 1830, el yambo de Andrés Chénier, con sus crudezas, con sus ardores, tomando todo de él, la forma y el estilo, con más pasión que delicadeza, recalcando los rasgos, ampliando y espesando las tintas, y todo ello ha parecido a los ignorantes una original invención. Barbier, por otra parte, es un refinado aristócrata literario; no debiera haber hecho nunca sino cosas del género de Pianto y sonetos artísticos, pero se ha visto empujado a un desate como La Ralea, sobrado rudo para su temperamento, como un hijo de familia a quien disfrazan de ganso un martes de carnestolendas, y para lanzarle a una juerga sublime. El poeta es inferior al género de literatura que ha abrazado; su organización, endeble y mezquina, no está en relación con tal vena poética. Talento, sí lo tiene; pero no sabe dominarlo, y cambia sin dirección y a tientas, se pierde, se ahoga, como el hombre que camina en el agua cuando el agua le llega a la barbilla. Por mucho talento que se tenga, hay que tratar siempre de dominarlo, de ser superior a él. Por eso digo de Barbier que es un poeta de casualidad». Después de este juicio asaz duro, aunque encierre su parte de verdad, Sainte Beuve, transcurrido medio siglo, aún protestó contra el renombre de Barbier, al enterarse de esa especie emitida por   —385→   Máximo du Camp, según la cual, el poeta de los Yambos es, en unión de Víctor Hugo, Lamartine, Alfredo de Vigny y Balzac, uno de los contados hombres a quienes puede discernirse el título de «fuertes de nuestra raza», de la raza francesa. Según Máximo du Camp, «cuando estos hombres fuertes aparecieron entre la multitud, de repente se estableció en torno suyo un gran silencio; cada palabra suya fue cuidadosamente recogida, luego ha estallado el aplauso, y, de un solo empuje, se les ha puesto tan arriba, que, en nuestros días, nadie ha logrado alcanzarles».

Sainte Beuve observa, y con sobrada razón, que el destino literario de estos fuertes no es tan idéntico como parece suponer du Camp. No todos lograron, desde el primer instante, esa religiosa aprobación, ni ese gran silencio; hay algunos que no lo consiguieron nunca. En especial, Balzac distó mucho de obtener su fama con un solo empuje, y le faltó a Sainte Beuve, en su atinada refutación de las ligerezas de du Camp, que el único a quien sería aplicable esta seña, es Barbier. Como nuestro Zorrilla después de que leyó sus versos en la tumba de Larra, Barbier, que se acostó desconocido la víspera de publicar La Ralea, al otro día siguiente se levantó célebre.

¡Qué tiempos tan plásticos aquellos! Ya casi nadie lee la sátira política; sería difícil hoy fundar una gloria en veinticuatro horas. Del juicio severo de Sainte Beuve, lo que conviene aprobar sin discusión, es lo que afirma acerca de la procedencia de Barbier: es el descendiente directo de Andrés Chénier, de su temblor de pasión política   —386→   y patriótica. Y también es exacto el calificativo de poeta casual. Pero lo son, en cierto modo, todos los cultivadores de la sátira política, desde el Dante, que la ejercitó con el brío que nadie ignora, hasta Núñez de Arce, para venir enteramente a lo contemporáneo. Nadie es poeta satírico y político, toda la vida. El mismo Víctor Hugo, no lo fue. No lo hubiese sido Chénier, si hubiese escapado de la guillotina. La sátira política es esencialmente hija de las circunstancias, que, como no ignoramos, son pasajeras. Carlos Rubio, que escribió una de las sátiras políticas más intencionadas y vibrantes, ya no las escribiría otra vez después de la Revolución de Septiembre. Yo considero que esta es una de las inferioridades del género; y hay que ser el Alighieri, para impresionarnos hoy todavía con la lucha de güelfos y gibelinos.

Es natural que los Yambos fuesen un brote de juventud y un acceso de lirismo. Un crítico que ha escrito cosas muy bien pensadas, a quien suelo citar porque sin razón se le desdeña, Nisard, dijo que del pavimento salían entonces chispas, y que entraron en el cerebro de Augusto Barbier.

Y esas chispas determinaron una verdadera y fuerte inspiración poética. Todo el mundo cita, todo el mundo ensalza la magnífica descripción, llena de energía hasta el frenesí, de la yegua indomable y rebelde en quien el poeta simboliza a Francia:


O, Corse aux cheveus plats! Que ta France était belle
—387→
au grand soleil de Messidor!
C'était une cavale indomptable et rebelle
sans frein d'acier ni rênes d'or.
Quinze ans son dur sabot, dans sa course rapide,
broya les générations,
quinze ans elle passa, fumante, à toute bride,
sur le ventre des nations...



Por este ejemplar puede juzgarse de la rápida, febril, ardorosa forma que Barbier dio a esas composiciones que tanta nombradía le valieron. Abundaban en bellas imágenes, en expresiones atrevidas; la lengua era, como quiso Víctor Hugo, popular; y una quemante reprobación condenaba a los intrigantes o a los parásitos, que acudían a ampararse del nuevo reinado, a requerir puestos ascensos, honores y provechos de toda suerte. Y, apenas hubo dado este golpe de inaudita sonoridad, apenas húbose revelado, en algunas composiciones de primer orden, hombre de genio, la pregunta más frecuente fue si continuaría, o si se extinguiría la inspiración... Porque todos sentían que el triunfo de Augusto Barbier iba unido a la pasión del momento, y que del contacto de esta pasión con el genio hasta entonces desconocido, había brotado el rayo.

Su efecto en la opinión fue superior al de todos los cantos que hasta entonces habían inflamado los ánimos en Francia; superior al de la misma Marsellesa, porque Barbier era un poeta más perfecto y grande que Rouget de Lisle, o quien haya escrito ese trozo de innegable poesía.

Si Barbier hubiese muerto al día siguiente de   —388→   publicar sus Yambos, o solamente La Ralea, la inmortalidad de Barbier -y que perdone Sainte Beuve, que en este caso es injusto- no hubiese sido ni mayor ni menor. Como que -y he aquí una de las cosas que deben observarse en Barbier- todo cuanto hizo después, no sólo fue inferior a los Yambos, sino que cayó en medio de la más profunda indiferencia del público.

Todavía fue obra de poeta, y de gran poeta, la colección de poesías tituladas el Pianto. Eran poemas sobre Italia, sobre sus muertos esplendores. Pero, desde el Pianto, el poeta murió, aun cuando, por desgracia, siguiese escribiendo, siguiese publicando. Publicó Lázaro, publicó Erostrato, Cantos cívicos y religiosos, Canciones y odas, pero de esta parte de su labor apenas ha quedado recuerdo. Así como no se había dado caso de tan rápida subida, tampoco se vio postración más absoluta, decadencia más repentina e innegable. No hubo transición, no hubo esa gradación tan bien matizada que pareciera inexistente, como pudo notarse, verbigracia, en Hugo. Cayó Barbier a plomo, extraño fenómeno que carece de satisfactoria explicación.

El Juvenal que había estremecido las almas tan poderosamente en 1830, acababa escribiendo cosillas de azúcar cande, del género más infantil. Y lo peor fue que incurrió en la debilidad de publicar también algunos versos -en el volumen titulado Silvas- que reconoció como anteriores a los Yambos; revelando así que su esplendorosa aparición en el campo de la poesía no era aquel fenómeno repentino que se supuso, sino que otro período   —389→   de inferioridad había precedido a la aparición genial y fulminante de su gloria satírica.

Es para hacer meditar en la esencia de eso que se llama genio, un caso como el de Barbier. Tan inmensa diferencia entre las producciones de un mismo cerebro y de una misma sensibilidad humana, ¿cómo se explica? No se explica, y, sin embargo, existe. Es otro síntoma de la debilidad humana, análogo al que hemos observado en Víctor Hugo, al comprobar que escribe, a veces, absurdos y extravagancias sin talento, y otras, cosas llenas de sublimidad. El pasmo que causa tal fenómeno, lo he notado en un pasaje de una crítica escrita por un acérrimo admirador de Hugo. Después de censurar algunos de sus defectos y rarezas de expresión, añade el ferviente admirador: «A la verdad, escribir así es ridículo». Y, apenas estampado el calificativo, échase a temblar y exclama: «Perdón, perdón, divino Maestro».

El caso de Barbier no es el de Hugo, insisto en ello; porque la musa del autor de Las contemplaciones no ha descendido nunca a la mediocridad, aun en sus mayores extravíos. Barbier, en sus últimas obras, se mantuvo siempre a ras del suelo.

Nada de esto, ni el genio antes, ni la total inferioridad después, fueron, sin duda, obra del mismo poeta, sino de algo extraño a él, como si alguien le hubiese encendido en mitad de la frente una llama, y al cabo de un instante la hubiera soplado y extinguido. El tipo físico de Barbier acrecentaba esta idea, de que su viril y vigorosa poesía era en él cosa externa, algo que desde fuera se había impuesto. Barbey d'Aurevilly le describe   —390→   con gafas de oro, aspecto mezquino, de burgués borroso, semejante a un notario.

Me preguntaréis -y será muy natural la pregunta- esos Yambos, que tanto ruido hicieron, que nacieron a raíz de una revolución, ¿qué ideal político perseguían; qué movimiento intentaban suscitar; qué tendencia les animaba? Sorprenderá si digo que tendría derecho a no saberlo, porque, en ninguno de los libros que acerca de Barbier he consultado, se dice del caso explícitamente una palabra. Acudo, pues, a lectura directa de los Yambos, y especialmente de La Ralea, que resume el espíritu de todos, y que voy a traducir en prosa, a fin de hallar en el texto algo que nos saque de dudas. He aquí la mil veces renombrada poesía, La Ralea:

«Cuando abrasador el sol quemaba las grandes losas de los desiertos muelles y puentes de París: cuando aullaban las campanas, y la granizada de balas silbaba al llover en el aire; cuando la ciudad entera, como la marea que sube, clamoreaba, y, al lúgubre acento de los viejos cañones de bronce, respondía la Marsellesa; ¡no veréis, por cierto, como ahora, junto tanto uniforme!» era bajo los andrajos donde latían los corazones viriles, eran sucios dedos los que cargaban el mosquete y devolvían el rayo; era la boca hecha a viles juramentos la que mascaba el cartucho, y negra de pólvora, gritaba a los ciudadanos: ¡Hay que morir!

Y todos estos petimetres de penacho tricolor, de buena ropa blanca, de elegante frac; estos   —391→   hombres con corsé, esos afeminados semblantes héroes del bulevar, ¿qué hacían, mientras que al través de la metralla y bajo el odioso sable, la canalla santa y el gran populacho trepaban a la inmortalidad? Mientras que todo París era un puro milagro de abnegación, estos señores tienen la tembladera; pálidos, sudando miedo, en los oídos las manos, agazapados tras de una cortina. ¡Ah! La libertad no es una condesa del barrio de San Germán; no es una mujer que se desmaya si oye un grito, y que se da colorete y blanquete; no: la libertad es una mujeraza de potente seno, de ronca voz, de duros encantos; morena es su piel, en sus pupilas hay fuego; es ágil y camina a largos pasos, le hacen fuerte los gritos populares, los largos redobles del tambor, el olor de la pólvora y los lejanos ecos de las campanas y los cañonazos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Más tarde, entonando bélica marcha, harta ya de sus primeros cortejos, se hizo cantinera de un capitán de veinte años. Es, en suma, esta mujer que, siempre bella y desnuda, con sólo la banda de los tres colores, regresando a nuestros ametrallados muros, vino a secar nuestro llanto. En tres días, ha depositado alta corona en manos de los sublevados franceses, y ha aplastado a un ejército y hecho migajas un trono con unos cuantos montones de piedras. Pero, ¡oh bochorno! París, tan bello en su cólera; París, tan lleno de majestad, en el tempestuoso día en que el huracán popular desarraigó la realeza; París, tan espléndido con sus funerales, sus restos humanos esparcidos, sus calles desempedradas y   —392→   sus lienzos de murallas agujereados como viejas banderas gloriosas; París, la ciudad toda laureada, la que mira con envidia el mundo... París no es hoy sino una sentina impura, una sórdida alcantarilla fangosa, en que mil corrientes de basura y limo arrastran sus vergonzosos oleajes. Hoy es París un cuchitril lleno de cobardes granujas, de azota salones, que van de puerta en puerta y de piso en piso mendigando un trozo de galón que coserse; un mercado cínico, insolente, clamoroso, en que cada cual trata de apropiarse un miserable pingajo de las ensangrentadas traperías del poder que acaba de expirar.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Así, cuando abandonando su solitario escondrijo, el jabalí, herido ya de muerte, está allí palpitante, tendido en tierra, bajo el sol que le muerde; cuando, blanco de espuma, con la lengua fuera, ya incapaz de resistir, expira, y la trompa suena el alalí a la jauría de ardientes canes, la jauría palpita como inmensa ola, aúlla gozosamente y prepara los colmillos para el festín. Y viene el tropel, y los feroces ladridos ruedan de valle en valle; y alanos, podencos, mastines, galgos, se lanzan gritando a su modo: «¡Vamos allá!». Al caer y rodar sobre la arena el jabalí, los canes son reyes. ¡Nuestra es la presa, desquitémonos! ¡Ya no hay picador que nos reprima, que nos contenga a trallazos; venga sangre caliente, venga carne tibia, refocilémonos, hartémonos de una vez!

Y todos, como obreros que desempeñan una tarea, registran con los hocicos el tronco del jabalí;   —393→   y trabajan con dientes y uñas, porque cada cual quiere un pedazo. Es preciso que cada cual vuelva a la perrera con un hueso semirroído, y que, hallando en el umbral a su orgullosa hembra, celosa, en acecho, pueda mostrar su hocico todavía sanguinolento y rabioso, el hueso atravesado en sus dientes, y gritar arrojándola el pedazo de carroña: «¡Aquí está mi parte de realeza!».

Dos tendencias y afirmaciones se desprenden de esta poesía: una, que la Revolución de 1830 no se hizo para el pueblo, para la que Barbier llama «santa canalla»; otra, que se hizo para satisfacer ambiciones y codicias de gentes más acomodadas, más altas en posición. Igual acusación formuló Zola, en su novela que lleva igual título que esta poesía de Barbier, y en alguna más, contra el régimen que implantó el golpe de Estado. He aquí todo el sentido político de estas ardientes diatribas de poetas. Y si aparece un poeta cuyas tendencias sean más bien conservadoras, y cito para ejemplo a Núñez de Arce, sus invectivas enérgicas irán contra el pueblo, contra su ciega impulsión, contra la anarquía y el desorden, contra la ininteligente furia destructora de las Revoluciones desencadenadas. Es decir, que todo puede sostenerse en verso, y que si los versos, según la frase de Gautier, persisten, duros como los bronces, es por la forma, por la belleza.

Si esta y otras poesías de Barbier lograron tal aplauso, bien merecido, atribuyámoslo, en gran parte, a la oportunidad de su aparición, regueros de pólvora en un inflamado ambiente, pero comprendamos   —394→   que no por eso hubiesen sido lo que fueron, ni hoy las recordaríamos, si no contuviesen trozos de la fuerza del soberbio cuadro de la muerte del jabalí, que puede parangonarse con los mejores cuadros de Snyders, que admiramos en el Museo.

Barbier publicó varios volúmenes de poesías, Los Yambos, El Llanto y Lázaro; después, estos tomos fueron reunidos en un solo volumen, bajo el título de Yambos y Poemas. Más tarde, en 1841, sacó a luz los Cantos cívicos y religiosos y las Rimas heroicas, y por último, canciones y oditas, que imprimió en muy corto número de ejemplares.

Para conocer a Barbier, se puede leer a los historiadores literarios, de 1830 a 1860, pues los más modernos no conceden gran lugar ni extremada importancia a este poeta, que, hijo de las circunstancias, con ellas muere.

Puede consultarse también el volumen de Blaze de Bury, Augusto Barbier (París, 1882).



  —395→  

ArribaAbajo- XXVI -

Los secundarios del romanticismo.- Hegesipo Moreau, Imberto Galloix, Gerardo de Nerval.- Examen de sus vidas y sus tendencias respectivas


No por sus merecimientos, aun cuando alguno les falte, sino por lo que tienen de significativo, dentro de la tendencia, sus personalidades, hablaré de algunos secundarios del romanticismo, eclipsados, después de algún brillo efímero, o hasta sin haberlo logrado, entre el gran resplandor de los astros de primera magnitud.

Y ya que de romanticismo se trata, debe corresponder el primer lugar a los que tuvieron vida romántica, vida de protesta contra la sociedad, o, al menos, fueron abandonados por ella. Así, citaré en primera línea a los del trágico destino: Hégèsippe Moreau, Imbert Galloix, Gerardo de Nerval.

Hegesipo Moreau nació bajo la fatalidad romántica del nacimiento ilegítimo. No ignoramos cómo una circunstancia análoga inspiró a Dumas padre, el más caracterizado de los dramas románticos, Antony. Nació Moreau en 1810, en París, y habiéndole enseñado el oficio de impresor, no se avino con la vida de provincia, donde le habían encontrado trabajo, y se fue a París. Colocado en la imprenta de Didot, fue muy mal cajista y se dejó invadir por la pereza y comer por   —396→   la miseria. Vivió, no se sabe cómo, de casuales lecciones en Colegios obscuros. Después de la Revolución de 1830, el director de la Imprenta Real quiso dar una buena plaza al poeta y tenerle a su lado. No se sabe si por altanería, si por horror al trabajo, Moreau rehusó. Prefirió el hambre y las privaciones, que le llevaron presto al hospital. Algo repuesto, volvió a su vida normal; pero si el organismo había mejorado, el alma estaba más enferma que antes. En una ciudad pequeña como Provins, no se le ocurrió cosa mejor que publicar una sátira semanal, contra todo y contra todos. El pueblo se alborotó y hasta hubo desafío por medio.

Regresó a París. Sobrábale trabajo, pero no quería realizarlo. ¡Historia de tantos bohemios, unos con talento y otros sin él! Sin domicilio, sin pan, Moreau dormía en las gradas de una iglesia, en un desmonte, en donde la noche le sorprendía. Unas veces le recogían por vago, otras le dejaban conciliar el sueño como se le antojase. Al cabo, y después de muchos episodios, y de ir poco a poco declinando hacia el fin de una vida tan azarosa, apareció un editor para los versos de Moreau, que vieron la luz con el título de Los miosotis. Cuando llegó hasta el público la voz de aquella musa, el poeta iba a morir en el Hospital de la Caridad, donde falleció, en diciembre de 1838, a los veintiocho años. Murió convertido y resignado.

Hago notar que murió en tan buenas disposiciones, porque había manifestado otras, en el segundo período de su corta vida. Sainte Beuve,   —397→   que ha estudiado a Moreau con el interés y la perspicacia que demuestra al tratarse de los secundarios, le pinta agriado e irritado, rehusando las protecciones, las bondades y atacado de esa enfermedad del amor propio, y de la sensibilidad que «es la del siglo», la del aristocrático René, igual que la del plebeyo Obermann o del mundano Adolfo, y antes que de todos ellos, de Juan Jacobo, y, en pos, de tantos como la han sufrido bajo formas y manifestaciones diversas. Era ésta la viruela endémica de su tiempo: descontento, hosco, ulcerado, evitando y rechazando lo posible, queriendo otra cosa, no definiéndola, «en semejante estado de alma, la protesta contra lo social, surge como una paja parásita en un muro». Moreau tomó parte en las jornadas de 1830, ocupó su puesto en las barricadas, pero como seguía teniendo hambre, escribía cantos donde se reflejaba su situación moral.

Sobre este poeta actuaron tres influencias principales: Andrés Chénier, el satírico Barthélemy y Béranger, al cual algunas veces ha sido comparado. Pero, si no pudo ser su émulo en la canción, en otros respectos, el desgraciado y débil Moreau, tenía, quizás, un alma más poética. Béranger nunca hubiese hablado de esa alma como habló Moreau, en aquellos versos que empiezan así:


Fuis, âme blanche, d'un corps malade et nu:
fuis en chantant vers le monde inconnu!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Ne trouvant pas la manne qu'elle implore,
—398→
ma faim mordit la poussière, insensé!
mais toi, mon âme, a Dieu, ton fiance,
tu peux demain te dire vierge encore!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .



Y, entre las mejores poesías líricas de este momento, puede ocupar lugar escogido la preciosa composición, el canto al río de su patria, pequeño río, más bien arroyo, que corre con un murmullo tan dulce como su nombre.


Un tout petit ruisseau coulant visible à peine;
un géant alteré le boirait d'une haleine;
le nain vert Obéron, jouant au bord des flots,
sauterait par dessus sans mouiller ses grelots.
Mais j'aime la Voulzie et ses bois noirs de mûres,
et dans son lit de fleurs ses bonds et ses murmures,
Enfant, j'ai bien souvent, à l'ombre des buissons,
dans le langage humain traduit ces vagues sons,
pauvre écolier rêveur et qu'on disait sauvage,
quand j'émiettais mon pain à l'oiseau du rivage,
l'onde semblait me dire: «Espère! aux mauvais jours
Dieu te rendra ton pain!» Dieu me le doit toujours!



Al leer esta queja amarga, no hay manera de no considerarla injusta. Dios no le debía su pan al poeta, pues le había dado amigos que por él se interesaron y no cesaron de buscar para él colocaciones y medios de que, sin gran esfuerzo, se ganase la vida. Y fue el poeta quien rechazó todas estas buenas voluntades y huyó de los que le   —399→   querían favorecer. Dios no envía el maná, y la naturaleza de hombres como Moreau es esa: morirse o de miseria o de las consecuencias de la miseria, y el caso es bien típico.

Como Moreau hemos encontrado a no pocos, y pasado el momento romántico de escuela, no han pasado aun ni esa misteriosa enfermedad, el ánimo que se llamó el mal del siglo, ni esa tendencia al ensueño -y acaso, hablando más prosaicamente, diríamos esa falta de voluntad, que comprobaremos en los decadentes, en los cuales renacieron las disposiciones psicológicas del romanticismo-. Como otros románticos, como el autor de Rella, Moreau hubiese podido consolarse y tal vez regenerarse por la fe religiosa; o al menos podría encontrar la paz en un convento, cual cierto poeta que yo conocí, que firmaba sus versos Romántico, y que hoy viste con mucha santidad el sayal de San Francisco... Moreau, a pesar de su berangerismo, permítase la palabra, no era refractario al sentimiento religioso. Muchas de sus poesías lo prueban; y no se puede achacar a este poeta asomo alguno de hipocresía. Fue en todo sincero, y no lo fue menos cuando desde el recinto de un templo solitario, pedía a Dios la fe en hermosas estancias, y exclamaba por último: «De pronto, sentí que, en el fondo de mi corazón, guardaba aún un poco de mi fe antigua, como un disipado perfume». Y en los últimos días de su dolorida existencia, la piedad le inspiró las estancias a la Virgen, que si no pueden compararse con las de Verlaine, respiran el mismo filial sentimiento.

  —400→  

Más característico, si cabe, es el tipo de Imberto Galloix, otro poeta, que llegó a París en el mes de octubre de 1827, y murió de miseria en el mes de octubre de 1828.

Cuando murió, contaba veintiún años de edad. Obsérvese que los tipos románticos necesitan la aureola de la juventud, y pasada ésta, el interés de su psicología desaparece. No en balde se dijo repetidamente que el romanticismo es achaque de mocedad; no por algo los románticos militantes injuriaban a los clásicos llamándoles viejos.

Hubo, sin embargo, un romántico, el más célebre, el jefe de la escuela, que envejeció y llegó a edad muy avanzada sin modificar su romántica actitud, seguro de que, mientras alentase, el romanticismo no sería borrado. No ignoramos cuántos recursos desplegó Víctor Hugo para defender la fortaleza romántica, por todas partes atacada y combatida. Y por esa variedad de recursos, la epopeya, el teatro, la lírica, la novela, el prefacio, el manifiesto, hasta la crítica, sin hablar de la política, que tanta parte tuvo en su apoteosis, pudo mantener la resistencia del romanticismo o galvanizarlo. Fue el mismo Víctor Hugo, en la plenitud de sus facultades y de su fama literaria, en 1833, quien reveló al mundo la personalidad de Imberto Galloix, de ese efímero arbustillo que crecía entre las nieves de Ginebra -pues Galloix era suizo y ginebrino, como aquel otro inadaptado de Rousseau, que a tantos pegó su enfermedad moral-, y que en el aire de París languideció tan rápidamente.

El artículo de Víctor Hugo sobre Imberto Galloix   —401→   reconoce que no le faltó quien le tendiese la mano, quien le diese consejo y socorro y hasta dinero; y, añade, no hay que decir que algunos se cotizaron para pagar su última habitación y su último médico, y que no es al carpintero a quien se debe su ataúd. Pero -exclama, con razón, el autor de Hernani-, ¿qué es esto, sino morir de miseria?

El retrato que hace Víctor Hugo de Imberto Galloix es digno del novelista más observador de la realidad. Vemos como de bulto al bohemio febril, semitísico, que tose, que esconde los pies bajo la silla, para que no se vea que lleva unos zapatos semiagujereados que embarcan el agua de la lluvia. No está menos acertadamente sorprendido que el aspecto físico el aspecto moral de aquella figura. Imberto Galloix, atacado de ardiente sed de curiosidad literaria, ávido de conocer el pensamiento de París, la misión literaria de París, buscaba las discusiones, esas discusiones tan a menudo estériles, y que nunca valdrán para la formación mental lo que valen la soledad o la discreta compañía, selecta y seria. En Madrid, Imberto Galloix hubiese sido un ateneísta de cacharrería, un discutidor eterno. Y, dice Víctor Hugo, «La fuerza de las discusiones vino en Imberto Galloix a deformar completamente sus ideas, y cuando murió, no tenía una sola que no estuviese torcida».

No obstante haber reconocido todo esto, haber empezado diciendo que Galloix encontró amigos y valedores, y que fue culpa de su curiosidad, llevada a un extremo malsano, el que su mente   —402→   se deformase, algunas páginas más adelante de este estudio sobre Galloix desarrollan la misma tesis de Vigny en Stello; y acusan a la sociedad porque no favorece la aparición del poeta. «Imberto Galloix, dice, es un símbolo. Representa, para nosotros, gran parte de la juventud contemporánea. En su interior, un genio mal comprendido que le devora; fuera, una sociedad más constituida que le ahoga. El genio, encerrado en el cerebro, no tiene salida; el hombre, sujeto por la sociedad, no tiene escape». Ya, al comentar a Vigny, hemos visto lo vano de esta tesis. Víctor Hugo, para comprenderlo, no necesitaba sino mirarse a sí mismo. En nada comprimió el vuelo de su genio la sociedad. Hasta pudiéramos asegurar que la sociedad, si por sociedad entendemos la mayoría de los contemporáneos de un poeta, le impulsó, le alentó, le halagó y hasta le divinizó. Y lo propio pudiéramos decir de Lamartine, y otro tanto de Chateaubriand, y poco menos de Alfredo de Musset. Si en el caso de Imberto Galloix no sucedió lo mismo, fue porque, valga la verdad, estos secundarios, que además no han llegado a presentar ante su siglo ningún testimonio valedero de su genio, puesto que nada menos que de genio se habla, mal pudieran suscitar un entusiasmo que sería como fuego artificial en el vacío. Hasta cinco años después de su muerte, no vieron la luz sus Poesías, en un volumen publicado en Ginebra.

La sociedad, para cada uno de nosotros, es aquella parte de gente que conocemos, con la cual estamos en contacto. Y este círculo social en que   —403→   se movió Galloix, nos ha dicho cómo era el propio Hugo que no negó su auxilio al joven poetilla venido de Ginebra, todo impregnado de la aspiración y de la decepción de Juan Jacobo, a quien llama «alma tierna». No solamente el pobre muchacho, que no residió más de un año en París, halló en él quien le abriese hasta su bolsa, sino que fue recibido en todos los cenáculos y reuniones literarias y trabó amistad con los más famosos: él es quien lo proclama, en la carta a un amigo, que Víctor Hugo nos da a conocer.

No veo lo que la sociedad pudo hacer por Imberto Galloix. Víctor Hugo, que increpa a la sociedad por no haberle adivinado, empieza por clasificarle de espíritu de segundo orden; y, más adelante, le juzga más severamente aún, diciendo que su poesía no fue nunca más que un esbozo y negándole las cualidades esenciales del poeta. Lo único que le concede para quedar después de su muerte salvado del completo olvido es una carta; admirable, sin duda, elocuente, profunda, enfermiza, loca, extraña, verdadera carta de poeta, llena de visión y de verdad. Y concedido que esa larga carta, de carácter autobiográfico y que realmente interesa, sea todo lo que Víctor Hugo afirma que es, queda por averiguar cómo ha de hacer la sociedad para adivinar a un genio que sólo se ha descubierto en una epístola a un amigo...

No todos los versos de Galloix son bocetos. La composición titulada Los sueños del pasado contiene una queja elegíaca muy sentida y muy bella. El poeta se lamenta de no ver sus horizontes del Léman, sus Alpes natales, las orillas de su lago;   —404→   y confiesa su ensueño de gloria, su desencanto, su convicción tristísima de no ser nada, de haber nacido y sufrido en balde. Víctor Hugo habla de su profundo desaliento, de esa inacción voluntaria que apresuró su fin, de aquel triste cruzarse de brazos, no se sabe si por pereza, si por cansancio, si por estupor, y, probablemente, por las tres cosas a un tiempo. «Tuvo -son las palabras de Hugo- un acceso de ociosidad, como un viajero sorprendido por la nieve lo tiene de sueño». Y vino la fiebre, vino el mal que acechaba. Tal vez ese mismo mal explicase lo restante.

Otro poeta romántico que puede servir de tipo, es Gerardo de Nerval, el suicida. Gerardo de Nerval es un seudónimo. El padre del poeta, traductor de Goethe, se llamaba Labrunie, y era médico militar. Nerval nació en 1808, y, compañero de colegio de Teófilo Gautier, desde la primera hora figuró entre la falange romántica y tomó parte en la batalla de Hernani. Siguiendo la estela de Gautier, Nerval no buscaba por ese medio la gloria. El rasgo más conocido de su carácter es justamente una especie de miedo a la gloria, a la fama; y lo ha dejado consignado en una de sus poesías, El punto negro, del que traduzco:

«El que ha mirado fijamente al sol, cree ver volar obstinadamente, ante sus ojos, y en torno suyo, en el aire, una marcha lívida. Así yo, joven aún y más audaz, me atreví a contemplar la gloria un instante; y un punto negro quedó en mi ávida mirada. Mezclado en todo, como una señal de duelo, donde quiera que mis ojos se fijen, allí se posa la mancha negra. Siempre, siempre, interpuesta   —405→   entre la felicidad y yo. ¡Sólo el águila, desdichados de nosotros, contempla impunemente el sol y la gloria!».

En esta poesía declara Nerval su convicción de no ser, fatalmente, un secundario, entre aquella pléyade romántica que produjo a Hugo, a Vigny, a Musset, al mismo Gautier.

Sin embargo, no veamos en Nerval un caso semejante al de esos poetas como Imberto Galloix, que, no habiendo producido nada, o poco menos, mueren en la penumbra, Nerval produjo bastante, y no pudo quejarse del olvido de su generación. Tal vez no le pareciese que todo ello era la gloria; pero, por lo menos, fue el renombre. La lista de sus obras, entre las cuales figuran muchas teatrales, y algunas narraciones de viajes y cuentos, no es breve. Aunque haya escrito más en prosa que en verso, su naturaleza era de poeta, y su fantasía estaba teñida, con los reflejos y luces de la gnosis, del ocultismo, y, al final, diciéndolo de una vez, de la locura. Si los otros poetas de que he hablado eran desesperados, Nerval era loco. Teófilo Gautier lo dice, en los preciosos Recuerdos que a Nerval, su admirador, su íntimo amigo, su compañero de bohemia artística en el callejón sin salida del Doyen, en una vieja casa semirruinosa, al lado de una iglesia casi ruinosa completamente; y aun cuando Gautier dormía en otra casa de la misma calle, por el día se juntaban los bohemios, y hasta daban fantásticas fiestas.

Es el mismo Gautier el que reconoce que Nerval, aunque bohemio, no era víctima de la miseria,   —406→   ni por ese camino fue a su triste fin. Siempre tuvo a su disposición las columnas de los periódicos, y trabajo cuanto quisiese. Hasta tuvo una pequeña herencia, unos cuarenta mil francos. No era hombre que concediese excesiva importancia al dinero. Hasta se diría que le estorbaba. Gautier, al explicar cómo la locura fue invadiendo el cerebro de Nerval, da una explicación interesante del por qué ninguno de sus amigos se dio cuenta de ello. Eran, dice, momentos de excentricidad literaria, y las rarezas, los paroxismos y las exaltaciones voluntarias o involuntarias de todos, hacían muy difícil que nadie se distinguiese por extravagante. Todo delirio parecía plausible, y el más razonable de todos nosotros se parecía como destinado al manicomio. Es decir, que el estilo del romanticismo era exactamente el de Gerardo de Nerval, y, además, Gerardo de Nerval, al hacer prácticamente las cosas más extrañas, conservaba el equilibrio mental hasta un grado sorprendente, y su locura no atacó a las cualidades de su inteligencia. Para aquellos melenudos y bousingots exaltados, no era inquietador nada de lo que Nerval decía y hacía. Sus viajes a Oriente, sus residencias en Alemania, no eran lo bastante para que se dudase de su razón, juicio, cordura y sanidad mental. Algo más alarmante pudo ser su pasión enteramente poética por una célebre cantante, Jenny Colon, pasión que tuvo todos los caracteres del ensueño; pero nadie suele ver en la locura amorosa la señal de la locura morbosa, y todo enamorado está en peligro de loco.

  —407→  

Con todo eso, y con ser locos aparentes tantos, y hacer tales extravagancias, les sobresaltó verle un día paseándose por el Palais Royal, llevando un lobagante, crustáceo análogo a la langosta, vivo, sujeto con una cinta azul, y que le seguía por fuerza. «¿Por qué -alegaba Nerval- ha de ser más ridículo un lobagante que un perro o un gato? Los lobagantes no ladran y son formales y discretos». Poco después de este episodio, tuvo Nerval que ingresar en un sanatorio, el del doctor Blanche. No salió curado, aunque saliese algo calmado. Ya se acentuaba en él el tipo especial de locura romántica, que define así su amigo: «Nadie como él mezclaba nuestras dos existencias, la diurna y la nocturna, y para él el sueño no se diferenciaba de la acción. Así perdió las nociones de lo que es real y de lo que es quimérico, y pasó de la razón a lo que la humanidad llama locura, y que acaso no es sino un estado en que el alma, más exaltada y más sutil, percibe relaciones invisibles, coincidencias no observadas, y goza de espectáculos que los ojos materiales no ven».

En las últimas páginas que salieron de su pluma, y que se titulan Aurelia o La locura y el sueño, todavía existe el equilibrio literario, al menos al principio, en medio de la tesis alucinatoria de la estrecha identificación de lo sobrenatural y lo natural, y del ansia imposible de volver a la vida a una persona que ya no es de este mundo. Pero, al final, ya también invade la insania ese último reducto en que se defendía Nerval para no zozobrar por completo; y la pesadilla de la demencia   —408→   se declara. Las últimas páginas son las que se encontraron en sus bolsillos después de su muerte. El suicidio de Gerardo de Nerval fue, por excelencia, el suicidio romántico. De los tres poetas de que he tratado en este capítulo, Gerardo de Nerval es el único que se da muerte violenta; pero, en realidad, suicidas son todos, de un modo directo o indirecto, porque las muertes de miseria son, generalmente, casos de indefensión de la vida, y tanto da entregar la vida pasivamente como arrancársela violentamente. Nerval se suicidó lo mismo que había vivido, medio en sueños.

Fue en el mes de enero de 1855, cuando el mísero demente, saliendo de un cafetucho, o mejor dicho taberna, donde había pasado la noche, y habiendo llamado a la puerta de una posada que estaba toda llena y donde no le quisieron abrir, sacó del bolsillo un cordón y se colgó de las rejas de un ventanuco, ante la boca de una alcantarilla, y sobre los peldaños de una escalera donde saltaba un cuervo domesticado. Nadie negará la belleza de horror que con una decoración semejante rodeó la última hora del poeta. Sus amigos nada sabían de él hacía algunos días; había desaparecido, ocultándose en otra posada de la habitual. Hizo, por lo lúgubre del fondo y por lo inesperado de la resolución, gran efecto la muerte de Nerval. Algo contribuye, no cabe duda, a que no se haya extinguido el eco de su nombre.

He aquí cómo el romanticismo encarnó en algunas almas, poéticas y hasta hermosas, como fue la de Nerval, a quien la Iglesia concedió sepultura en sagrado, porque no cabía dudar de la perturbación   —409→   que le condujo al suicidio, pasando, como dice bien Gautier, del sueño de la vida al sueño de la eternidad. El romanticismo llevó a esas almas, más bien superiores, sus gérmenes de desorganización, más peligrosos para los mediocres y secundarios que para los grandes. En contraste con estos tristes ejemplares de poesía, notemos la robusta salud de los Hugo y de los Lamartine, y la fuerza de voluntad heroica de un Vigny. Es que el romanticismo individualista, ya lo he dicho, es doctrina para individuos excepcionales, para cerebros vigorosos, y al difundirse entre los secundarios, no da otro fruto que la inadaptación para la vida, y hasta para el arte. De las doctrinas no hay que juzgar por los frutos que recoge el genio, sino por las manzanas de Sodoma que engañan a los secundarios y les dejan en la boca el gusto de la ceniza. Las doctrinas fecundas, sanas, fuertes, son aquellas que derraman luz sobre todos los hombres. Y esas doctrinas serán siempre lo más contrario al yo de los románticos; serán, como quiere Rod, doctrinas de sacrificio; y son el desquiciamiento de todas las nociones morales y hasta intelectuales que observamos en la decadencia, último brote del romanticismo individualista, y consecuencia la más lógica de esa enfermedad del ensueño, del amor propio de eso que se ha llamado el mal del siglo, de eso que Chateaubriand definió con una imagen, al hablar del pozo de la sábana de Alachua, que parecía tan sereno, de tan dormidas aguas, pero en cuyo fondo, fijándose bien, se descubría la figura de un monstruoso cocodrilo.



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ArribaAbajo- XXVII -

Casimiro Delavigne. Su biografía.- Las «Mesenianas». Origen de este nombre.- Tendencia clásica de Delavigne.- Su teatro.- Por qué no pudo ser un romántico.- Juan Reboul.- Félix Arvers. Su soneto.- El conde Fernando de Gramont. Su soneto.- Amadeo Pommier.- Marcelina Desbordes Valmore.- Juicio que la consagra Sainte Beuve.- Varias poetisas.- Pedro Dupont. «Los bueyes». La poesía campesina y de los obreros


Uno de los olvidados hoy es Casimiro Delavigne, que fue, a su hora, de los poetas y autores dramáticos más celebrados, y cuyo Luis XI todavía poco ha se representaba en España y arrancaba aplausos estruendosos.

Delavigne, nacido en 1793, y muerto en 1843, fue calificado, como Béranger y como entre nosotros Zorrilla, de poeta nacional. Tan glorioso dictado lo debió a los cantos que le inspiró la primer invasión de Francia, en 1815, cuando el poeta tenía veintidós años.

A diferencia de Béranger, que es un ingenio lego, Delavigne, hijo de un rico armador del Havre, educado en el Liceo de Enrique IV, poseía suficiente cultura clásica, y los poetas griegos y latinos, que le transportaron, habían de servirle de modelo después, cuando empezó a versificar, imitando a Horacio, Propercio y Tibulo. No volvió, como Chénier, a la inspiración directa helénica, sino que tomó sus maestros en Roma. Así es que este poeta, que figura entre los del romanticismo, es en el fondo un clásico más. Por el camino   —412→   de los latinos no hubiese llegado a ser popular nunca; fue necesario para lanzar su nombre a la gloria que el patriotismo le dictase, en 1815, las Mesenianas.

Para comprender el efecto que produjeron, hay que recordar que el desastre de Waterloo no fue solamente la caída definitiva de un Imperio fundado por la gloria militar, sino también una humillación para Francia toda, y que una invasión extranjera es siempre un profundísimo dolor patriótico, cualesquiera que sean sus orígenes y sus resultados. Y la epopeya vivida por Bonaparte era al cabo honor de todos los nacidos en el suelo francés, y los acentos vibrantes del cantor tenían que encontrar eco en muchos corazones, en la mayoría. Como él, todos veían algo propio en la sublimidad de la guardia vieja del Emperador, «los viejos de la vieja», muriendo y no rindiéndose:


    Parmi les tourbillons de flamme et de fumée,
o douleur! quel spectacle á mes yeux vient s'offrir:
le bataillon sacré, seul devant une armée,
s'arrête pour mourir.
C'est en vain que, surpris d'une vertu si rare,
les vainqueurs dans leurs mains retiennent le trépas.
Fier de le conquérir, il court, il s'en empare.
La garde, a-t-il dit, meurt et ne se rend pas.
On dit qu'en les voyant couchés sur la poussière,
l'énnemi, l'oeil fixé sur leur face guerrière,
les regarda sans peur pour la première fois.



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Por cierto que en este hermoso cántico, Delavigne se equivoca al asegurar que aquellos guerreros, verdaderamente heroicos, habían domado a toda Europa, y también a Castilla, «cuyos montes cruzaron», porque ni Castilla tiene montes, al menos como nota característica, ni fue domada por la vieja guardia, ni por las restantes tropas que con tal propósito mandó Napoleón.

Llamáronse Mesenianas estos poemas patrióticos por Delavigne, porque en el Viaje del joven Anacarsis, Barthélemy había lamentado las desventuras de Mesenia invadida y oprimida por implacable vencedor. Y si su ditirambo, sobre la desventura de la derrota de Warteloo encierra los errores que he señalado y que pueden achacarse al patriotismo, también hay un falso juicio en lo que dice de los cuadros y obras de arte que se llevaron los aliados, en otra ocasión. No sé si todas, pero no pocas de esas obras de arte, había empezado Napoleón por arrebatárnoslas a nosotros y a otros países, y era bien natural que si las naciones despojadas podían recobrarlas, lo hiciesen. Todavía quedan en el Louvre algunas joyas que nos pertenecieron y la invasión nos arrebató.

Las tres primeras Mesenianas, atrayendo la atención del barón de Pasquier, valieron a Delavigne una plaza de bibliotecario en la Cancillería, que le permitió consagrarse a la literatura.

Y continuó Delavigne la serie de sus Mesenianas, pero aquella repentina fama, aquel entusiasmo ardoroso del público iban enfriándose. Delavigne, en poesía lírica, volvía al clasicismo,   —414→   y era aquel el momento en que el romanticismo advenía, arrollador y conquistador. Puede afirmarse que Delavigne no estuvo nunca dentro, sino al margen, de la escuela romántica. Con razón ha dicho de él un crítico de los más justos, Vinet, que la tradición del siglo XVIII vive en Casimiro Delavigne todavía. Fáltale por completo el sentimiento religioso, que en el romanticismo tanto papel desempeña. Fáltale el sentimiento amoroso. La cuerda de su lira que le hizo célebre un momento es el patriotismo, pero en este patriotismo hay aleación de política, y no puede llegar a Tirteo el que depende de algo tan circunstancial como la política.

Cuando Casimiro Delavigne, a los treinta años, hizo un viaje a Italia, encontró al romanticismo en todo su empuje, y su propia reputación comenzó a eclipsarse. Desde 1828, no bastaba al público aquella especie de clasicismo mitigado que Delavigne le ofrecía. Y en vano intentó adaptarse a las reglas románticas. Para admitirlas en la lírica era tarde; pero se había dedicado al teatro, y en él cultivó una especie de romanticismo histórico, siendo preciso decir que, por ejemplo, su Luis XI resiste mejor el paso del tiempo de lo que, por ejemplo, resistió Hernani. También merecerían perdurar sus Hijos de Eduardo.

De la fértil camada romántica es otro poeta, que, al contrario de Casimiro Delavigne, fue realista acérrimo, partidario de los Borbones. Era un humilde obrero panadero, y se llamaba Juan Reboul. Militó entre los voluntarios realistas, y permaneció toda la vida fiel a esta causa. Cuando,   —415→   años adelante, quiso el conde de Chambord socorrerle con una cantidad, pues se hallaba en la mayor estrechez, rehusó inflexiblemente.

Aquel hombre del pueblo, que había tenido desde 1828 a 1842, horas de gloria, de cuyas poesías se agotaban las ediciones, que fue el poeta de moda, a quien aprendían de memoria los entusiastas, a quien Lamartine dedicó su composición titulada El genio en la obscuridad, por el cual Alejandro Dumas fue expresamente a Nimes sólo para conocerle y saludarle, y que parecía destinado a emparejar con los más altos, murió completamente olvidado en 1864, después de haber realizado varios ensayos que no añadieron nada a su renombre, y, al contrario, lo extinguieron, cansada ya de interesarse por él la inteligente curiosidad de París. ¡Cuántos jóvenes he visto morir!, dice en una de sus poesías Víctor Hugo. Todos hemos visto morir reputaciones jóvenes, repentinas, que a su hora parecieron destinadas a alumbrar como soles, y para las cuales poco tardó en sobrevenir la noche, las obscuridades sin remedio. Es mucho más fácil ganar una fama, que conservarla, y consolidarla ante las generaciones venideras.

En cambio, hay poetas que por sólo algunos renglones están al abrigo del olvido. El ejemplar de estos es Félix Arvers.

Félix Arvers, que disfrutaba de una buena posición, escribió no poco: compuso más de veinte obras teatrales, publicó volúmenes de versos; y, por todo ello, no logró salir de la penumbra. Derrochó su fortuna, y murió paralítico a los cuarenta   —416→   y seis años, en 1859. Habiéndole devuelto una comedia un director de teatro porque «no tenía movimiento», contestó el tullido: «¡Movimiento...! ¡Para mí lo quisiera!».

Y esta existencia fallida lo hubiese sido del todo, a no ser por un soneto, un soneto nada más, y del cual se ha dicho reiteradamente que es una traducción del italiano.

Este afortunado soneto está en la memoria de cuantos sienten la poesía, y es obra de esas que en las Antologías no pueden faltar. Dice así:


    Mon âme a son secret, ma vie a son mystère:
un amour éternel en un montent conçu:
le mal est sans espoir, ainsi j'ari dû le taire:
Et celle qui l'a fait n'en a jamais rien su.
Hélas! J'aurai passé près d'elle inaperçu,
toujours à ses côtés et pourtant solitaire;
et j'aurai jusqu'au bout fait mon temps sur la terre
n'osant rien demander et n'ayant rien recu.
Pour elle, quoique Dieu l'ait faite douce et tendre,
elle suit son chemin, distraite, et sans entendre
ce murmure d'amour élevé sur ses pas.
A l'austère devoir pieusement fidèle,
elle dira, lisant ces vers tout remplis d'elle
«Quelle est donc cette femme?» et ne comprendra pas.



Por otro soneto se salvará de la eterna noche el conde Fernando de Gramont. Este aristócrata es un versificador de gran destreza: los ritmos más varios y dificultosos le atraen. Compuso sonetos en tabla, del siglo XVI; cultivó la sextina,   —417→   y manejó con maestría el metro genuinamente francés, el alejandrino. Pero el soneto que puede competir con el celebrado de Arvers, es lo que le sitúa en la historia literaria de aquel período todavía romántico, de 1840. Este soneto es toda una psicología en catorce versos, y psicología tan romántica como la de René, como va a verse:


    Tout homme n'est pas né pour les sentiers faciles;
pour le monde de l'homme à tous les pieds ouvert
il en est que Dieu fit pour rester au désert,
qui n'aiment que l'air libre et les terres stériles.
Comme l'homme sauvage, ils méprisent les villes,
le torrent les abreuve, et les bois au toit vert
sont avec le ciel vif leur unique couvert;
l'ombre d'un joug répugne à ses fronts indociles.
Arrêtés tout le jour sur le sommet d'un mont,
ils ruminent en paix leur tristesse farouche,
et les hommes, de loin, demandent ce qu'ils font.
Mais le Seigneur a dit: «Malheur à qui les touche!».
Leur exil m'appartient, inutile ou fécond,
et c'est moi qui du mors ai delivré leur bouche».



Amadeo Pommier, nacido en 1804, es un poeta complejo en el cual no sólo se encuentran mezclados los elementos románticos y los clásicos, sino los bufonescos y crudamente naturalistas. Su poema El infierno es una obra muy original, que yace en el olvido, o se menciona sólo para condenarla por sus crudezas y sus bufonadas. Como Teodoro de Banville, Pommier es un juglar de la rima y la compara a la abeja o a la libélula, que   —418→   coge al vuelo y clava en el papel; que ensarta como perlas, jugando y solazándose con ellas como el malabarista que lanza al aire las bolas y los discos con los cuales realiza sus habilidades ante el público. Pero no bastaba a su ambición artística esta maestría de ejecución; Pommier tenía un sueño, una aspiración ardiente y, como dijo Teófilo Gautier, al expresarla la realizó, reproduciendo un fragmento de reducidas dimensiones, joya de metal precioso finamente cincelado, perla engarzada en oro, flor de las más frescas que cabe recoger en el ramillete de una antología. He aquí la joya:


J'ai rêvé maintes fois de faire une élégie
digne de trouver place en quelque anthologie,
un de ces morceaux fins, longuement travaillés,
polis, damasquinés, incrustés, émaillés;
non point un monument ambitieux et vaste,
pyramide, ou colonne, ou palais plein de faste,
mais un rien, un atome, une création,
sublime seulement par sa perfection,
oeuvre de patience, oeuvre humble, oeuvre petite,
formée avec lenteur comme la stalactite,
valant un gros poème en sa ténacité,
et faite pour durer toute l'éternité,
oh! montrer ce que peut la constance et l'êtude
créer avec amour, avec sollicitude!
Laisser un médaillon, relique dont le prix
dans deux ou trois mille ans puisse être encor compris!



Así sucede -como se ve por este trozo-, que un secundario expresa a veces, con mayor intensidad   —419→   y eficacia que los maestros, una idea, una aspiración, un sentimiento profundamente poéticos. Y es lo bastante para asegurarle lo que llamaré inmortalidad de antología; lejos del ruido, en la selección delicada de los que rebuscan la perla buceando en las aguas del tiempo y de la falta de memoria de una generación.

Entre estos poetas que giran alrededor del romanticismo, habría que incluir a la que alguna vez se vio llamada la divina Marcelina; a Madama Desbordes Valmore. Su larga vida de ochenta y dos años, permitió a esta poetisa, nacida en 1787, asistir al nacimiento, desenvolvimiento y caída de la escuela romántica; y pudo formar, inmediatamente después de la caída de Napoleón, parte del primer cenáculo y del círculo literario que, teniendo por órgano a La Musa francesa, inició la tentativa romántica, antes del levantamiento general. Marcelina Desbordes fue de aquellas a quienes los hombres perdonaron su gloria: porque la encontraban muy femenina en toda su inspiración, y, según la frase de Sainte Beuve, «se contentó con esa gloria discreta, templada, de misterio, la más hermosa para una mujer que poetiza». A pesar de la autoridad de Sainte Beuve, yo no puedo menos de pensar que no hay glorias especiales para cada sexo. Y, con lo más íntimo, con lo más lírico del sentir, cuando la mujer ha recibido el don y la consagración del genio, no es a una gloria discreta y templada, de misterio, sino a la vibrante gloria de Safo, a lo que aspira.

Arruinada por desgracias de familia, Marcelina Desbordes abrazó la carrera del teatro, para la   —420→   cual tenía disposiciones y una hermosa voz. Casada ya con el actor Valmore, publicó, en 1818, su primer volumen, Elegías y romanzas, que justifican lo que ella dice de sí propia: «¡No he sabido sino amar y sufrir: mi lira es mi alma!».

Para definir en qué consistió el atractivo de esa poesía tan esencialmente femenil, nada mejor que recoger lo que de ella dijo Sainte Beuve. Este crítico eminentísimo y capaz de todos los aciertos, así como de algunas injusticias notorias, fue siempre muy favorable a los secundarios, y lejos de pensar, como han pensado y practicado grandes críticos que le sucedieron, que es preciso desescombrar la historia literaria, excesivamente rellena de nombres y obras, entendió que, en gran parte, esa historia la constituyen, en su tejido interior y vital, las producciones y, sobre todo, las personalidades de esos secundarios, todas significativas y dignas de interés. En la labor crítica de Sainte Beuve, los secundarios ocupan un lugar casi mayor que las grandes figuras. Dado este criterio del autor de los Lunes, no es de extrañar que desplegase con Marcelina Desbordes la mayor simpatía, y que le otorgase el elogio a manos llenas. Dice de la poetisa que es «un poeta tan tierno, tan instintivo, tan elegíaco, tan pronto y dispuesto a lágrimas y transportes, tan extraño al arte y a las escuelas, que, contemplándole, no hay medio de no considerar la poesía como cosa, sino como objeto alguno, como solamente un medio de llorar, de quejarse y de sufrir». Alabanza espléndida, la más grande tal vez que a un poeta cupiese tributar, y de la cual   —421→   casi estoy tentada a decir que no conoció Sainte Beuve todo el alcance. Porque ese don de la espontaneidad, de la poesía como involuntaria, como efusión natural de un alma lírica, sería lo más alto que recibiese del cielo un vate, y le colocaría sin duda al frente de los más insignes de su tiempo, y de todos los tiempos. Pero, en Sainte Beuve, en medio de su sistema especial de comprender la historia literaria, vela el espíritu crítico, le inspira una duda: ¿se acordará el porvenir de madama Desbordes? Y añade: «No todo lo que ha escrito sobrenadará». De suerte que la incluye entre los poetas menores, y espera que, en una antología de estos poetas de segundo orden, se incluyan algunos idilios, romanzas y elegías de la divina Marcelina. Y hasta aquí bien podemos llegar, pero sin ir más allá, y reconociendo que su corazón dictaba su poesía.

Es de notar que, al influjo del romanticismo, las poetisas abundaron. Mencionemos a Amable Tastu, también muy ensalzada por Sainte Beuve, que no sólo tiene debilidad por los secundarios, sino por las literatas y poetisas; y el romanticismo suscitó bastantes sin conseguir que una sola llegase a la altura de la prosista Jorge Sand, el verdadero poeta lírico que vistió -y no siempre- por la cabeza. En la hueste figuran Melania Waldor, que publicó sus primeros versos en 1831, sin lograr franca aceptación del público, y a la cual ni aun Sainte Beuve dedicó mención alguna, y, sobre todo, Luisa Colet, más conocida por su biografía tempestuosa que por sus versos; que aun cuando la Academia le otorgase cuatro veces   —422→   seguidas el premio de poesía, insistencia de recompensa que inspiró una sátira de Alfonso Karr en sus Avispas, y de la cual se vengó la poetisa dando al crítico una cuchillada en la espalda, sin efecto, y seguida de las burlonas represalias que pocos ignoran. La intervención de Luisa Colet en el pleito amoroso-difamatorio entre Alfredo de Musset y Jorge Sand, contribuyó también a que el público tuviese fija la atención en ella, y le dictó una novela, animada y no sin interés, que se titula Él, y que fue comentario de las otras dos novelas autobiográficas en contra y pro de Musset, tituladas Él y ella y Ella y él, episodio romántico escandaloso, sobre el cual tanto se ha hablado y escrito. Y es preciso confesar que algunos versos de Luisa Colet no son indignos de supervivencia, sobre todo el poemita que se titula Celo.

También forman parte de la pléyade Delfina Gay, casada con Girardín, y nacida en 1804, colmada de todos los dones de la Naturaleza y la fortuna, y que estuvo a pique de ser reina de Francia, porque el conde de Artois, destinado al trono, se prendó de ella, y si no muere Luis XVIII, acaso le ofrecería su mano, habiendo también estado a pique de ser princesa en Roa. Su unión con Emilio de Girardín fue venturosa, aunque el marido, al principio, borrosa figura de principiante literario, llegó a eclipsar, con sus éxitos políticos y de prensa a su mujer. Algunas poesías de ésta, y en primer término la titulada La noche, son dignas de la antología que ha de juntar en un haz las prendas poéticas de su tiempo.

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Un rezagado de esta época romántica, un poeta de última hora, fue Pedro Dupont, hijo de un obrero que también fue obrero, y que, aun saliendo de esta condición, fue siempre del pueblo, y fue el poeta de la tierra, el poeta rústico. No sintió la Naturaleza al modo lírico, sino al modo labriego y popular: y éste fue el secreto de su originalidad, el hechizo de su musa.

Pedro Dupont hizo, con los temas agrestes, canciones, que parecen derivarse de la inspiración campesina de esas preciosas novelas de Jorge Sand, a las cuales la crítica no ha podido poner reparos, y que son el modelo de la novela regional en Francia, tituladas François le Champi y La mare au diable. «Eran los versos de Dupont -dice un crítico-, como páginas de Jorge Sand, cadenciosas y rimadas». En las pastorales de Dupont no hay afectación académica, no hay mentira convencional, de égloga clásica: todo es sincero, y no sin razón se les ha llamado las geórgicas de Francia.

La canción titulada Los bueyes, que apareció en 1845 y le valió una fama instantánea, es sin duda la mejor de sus inspiraciones.


    J'ai deux grands boeufs dans mon étable,
deux grands boeufs blancs marqués de roux;
la charrue est en bois d'érable,
l'aiguillon en branche de houx.
C'est par leur peine qu'on voit la plaine
verte l'hiver, jaune l'été,
ils gagnent dans une semaine
plus d'argent qu'ils n'en ont coûté.
—424→
S'il me fallait les vendre,
j'aimerais mieux me pendre;
j'aime Jeanne ma, femme; eh bien! J'aimerais mieux
la voir mourir, que voir mourir mes boeufs.



¡Cuán lejos estamos, con esta poesía, del romanticismo melenudo y exaltado, y cuán cerca ya del naturalismo! Y es que existe en Francia, al mismo tiempo que la influencia dominadora de París, que es lo único que se ve desde fuera, otra Francia distinta, agrícola, en prosa, que Balzac va a estudiar en sus novelas sobre los campesinos, que Jorge Sand, con un resto de idealismo, canta en sus narraciones rústicas de la comarca del Berry, y que, por último, Zola retratará con pesimismo negro en La tierra. Pedro Dupont ha encontrado en esa misma tierra nutriz del género humano, la fuente de su vena poética, y ha cantado a la granjera rodeada de sus criaturas, vacas, pollos, pavos, mozos y mozas de labor... y hasta la borrachera del marido que vuelve y la pega. Desde esta corriente, aldeana y humilde, fácil era el tránsito a la poesía socialista, y Dupont la cultivó, escribiendo, poco antes de la Revolución de 1848, El canto del obrero. Lo entonaron a coro miles de voces, de 1848 a 1852; el advenimiento del segundo Imperio lo extinguió y fue olvidado, como también el poeta.

El hecho fue reconocido ya por Carlos Baudelaire, que consagró cariñosas páginas a Dupont, agradeciéndole el servicio de haber socorrido al romanticismo contra la nueva invasión clásica,   —425→   que se produjo de 1843 a 1845. Su juicio sobre Dupont es exacto: reconoce en él a un poeta espontáneo, a quien falta el gusto y el sentido de la perfección, pero que, cancionero como Béranger, es de más noble naturaleza.



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Arriba- XXVIII -

El drama romántico.- Víctor Hugo. «Hernani», «Marion Delorme», «El rey se divierte», «Lucrecia Borgia», «Angelo, tirano de Padua», «Ruy Blas».- Alfredo de Vigny. «Chatterton».- Acierto de colocar la acción de este drama en Inglaterra.- Bibliografía


Antes de reseñar el pasajero triunfo del drama romántico, hay que recordar que, en plena época de la tragedia clásica, había florecido, si así puede decirse, un género que anuncia la transformación de la escena -porque la tragedia recibía de él golpe mortal-. Este género es el melodrama, cultivado desde 1797 por el tristemente famoso Pixérécourt, con bastantes autores más, y que atraía al público poderosamente. Un crítico de autoridad, Geoffroy, lo había anunciado: el día en que el melodrama tomase carácter literario, ¡ay de la tragedia! Y, a darle ese carácter literario que le faltaba, vinieron Dumas y Hugo, pero Hugo sobre todo, pues Dumas, especialmente en Antony, subió más alto, y desenvolvió el gran tema lírico, con energía extraordinaria.

Victor Hugo no tiene, en todo su repertorio, obra que valga lo que Antony. Fue, sin embargo, un drama de Víctor Hugo, de efectismos melodramáticos, lo que consagró la victoria de la escuela en el teatro, y desde allí, en los géneros restantes.

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Antes de la aventura de Hernani, había escrito Víctor Hugo otro drama, titulado Marion Delorme, en el cual aparece un tipo lírico, el del inclusero Didier, perfectamente definido. La censura prohibió Marion Delorme, y entonces fue presentado Hernani al teatro francés. Esta vez había acertado el autor, no a crear una obra maestra, pero sí algo extraño y novísimo, con esa especial electricidad de lo que marcha de acuerdo con la exigencia vehemente de la hora y del día.

El triunfo del romanticismo como escuela, fue consagrado en la noche del estreno de Hernani, el 25 de febrero de 1830. Estaba en su momento crítico la cuestión y románticos y clásicos se habían preparado en son de batalla, con armas de llaves para el silbido, de bastones y palos para la defensa. Los románticos eran jóvenes, impetuosos, y se repartían en pelotones, a fin de echarse encima de los clásicos, apenas quisiesen manifestarse en contra.

Los que describen el estreno de Hernani, sin pensarlo, se sirven de la fraseología militar. Los espectadores no se sentaban, tomaban posiciones; no buscaban el sitio mejor para ver, sino el punto estratégico para combatir; y cual los ligueros en la noche de San Bartolomé, tenían sus jefes y capitanes y se daban contraseñas para reconocerse y caer en masa sobre el enemigo. Divididos en destacamentos de veinte o treinta, requerían en el fondo del bolsillo las huecas llaves, o fregaban las palmas preparándose al aplauso que había de cubrir el estridente silbido. Hasta en el traje y el pelo parecían irreconciliables los dos   —429→   bandos. Mientras los clásicos movían con desprecio sus burlonas cabezas trasquiladas y ostentaban sus calvas lucias, los románticos desplegaban orgullosos sus luengas crines merovingias y sus barbas dignas de un estuche como el que gastaba el Cid Campeador; y sobre los pantalones verde mar, la nota rabiosa del jubón rojo de Teófilo Gautier recordaba el trapo con que se cita al toro para enfurecerle y la bandera de las revoluciones. Los de la nueva escuela tenían en su favor el arrojo, esa misteriosa tensión de la voluntad y esa acometividad ciega e irreflexiva que todo lo arrolla. Eran la mocedad, mientras los secuaces del clasicismo representaban la fuerza de inercia, la resistencia de lo inmóvil. Como uno de los del bando clásico demostrase en alta voz desaprobación, levantose una cuadrilla de jaleadores románticos y gritó: ¡Fuera ese calvo! ¡Fuera! ¡Que se largue! Y al punto el jefe de otra brigada se alzó más indignado todavía y clamó: ¡No, que no se escape! ¡Matarle, que es un académico!

La contienda de Hernani, ¡cosa curiosa!, puede reducirse a un altercado de peluquería. La injuria de los románticos a los clásicos era llamarles pelucones y también rodillas, aludiendo al parecido de una calva con una rodilla desnuda. Los clásicos replicaban mofándose de los melenudos y amenazando trasquilarles como a borregos inocentes.

Con elementos tan extraordinarios, se impuso el romanticismo de escuela. A la primer representación de una obra que hoy no resiste el examen, iban unidas ideas de distinto alcance y significación,   —430→   porque Víctor Hugo, en su primera juventud legitimista, había pasado ya a otro campo, y no era únicamente con la revolución literaria con lo que soñaba: la tendencia política, el liberalismo, entraba en su obra con vigor, y no en balde coincidía el estreno con el movimiento revolucionario. Sacaba la consecuencia de que, pues había caducado la antigua forma política, tenía que caducar la poética. El año 1830 debía presenciar la doble caída del clasicismo y de la dinastía borbónica.

Veamos si Hernani es un tipo lírico verdadero, como el Antony, de Dumas. Lo indudable es que pertenece a la estirpe de los fatales, cuyo malsano prestigio roba los corazones. El modelo de Hernani es evidentemente Carlos Moor, protagonista de los Bandidos, de Schiller. Ambos héroes se han alzado contra la sociedad, y al frente de una partida de malhechores, viven libres, esperando el momento en que paguen con la cabeza su libertad y sus fechorías. Ni Hernani ni Carlos Moor son unos malvados, al contrario: en su pecho alientan sentimientos generosos. Los dos son de nobilísima estirpe, pero circunstancias azarosas les han impelido a echarse al campo, como decimos aquí. Hernani es el tipo del bandido generoso, ese héroe romántico, lírico a su manera, lírico de acción, del cual España ha presentado tantos ejemplares; y Víctor Hugo acierta doblemente al situar a su bandido en España, pues en otro país difícilmente se le concebiría. Al hacer español a Hernani -cuyo nombre es también español, un nombre de pueblo, que Víctor Hugo oyó   —431→   en la niñez- demostró un sentimiento fino, y además, sintió, tal cual él podía hacerlo, el profundo romanticismo del honor español, de ese sentimiento que, nacido de nuestras gestas y romanceros, ha llenado nuestro teatro, hasta que se disolvió en las frías aguas de nuestro clasicismo, para renacer poderosamente en el siglo XIX. La idea de Víctor Hugo era de alcance, aun cuando la hayan desnaturalizado tantas cosas. Sólo en las tierras del romanticismo genuino, Alemania y España, pudieron ser concebibles dos figuras como las de Carlos Moor y Hernani.

Ambos héroes encuentran en la mujer que adoran con sombría pasión, un fanatismo de amor igual al suyo. La Amelia de Carlos Moor sabe que su adorado está al frente de una gavilla de malhechores, y no por eso renuncia a entregarle su vida; doña Sol, por su parte, cuando Hernani la manifiesta que al extremo de su carrera está afrentoso cadalso, contesta declarándose esclava, exclamando que pertenece a Hernani, que le seguirá a donde quiera, a todas partes, sin saber por qué. Tal es la forma del amor romántico, considerado como una fuerza incoercible, sin freno.

Aun cuando todo el teatro de Víctor Hugo suela fundarse en pasiones de exagerada violencia, sus tipos no son líricos a la manera de René o de Rafael. Quizá el de más genuino lirismo, lirismo de alma y no de amaneramientos, sería el bufón de El rey se divierte. El amor paternal del bufón es de una vehemencia enteramente romántica, pero no se aleja de la verdad, porque se basa en el único sentimiento duradero, eterno, que acaso existe   —432→   en el corazón humano. En Triboulet, este sentimiento está exaltado por razones líricas: Triboulet es un individualista en guerra con la sociedad, que ha hecho de él un juguete y un paria. En el fondo de su alma, el odio antisocial ha echado raíces: es corcovado, es bufón, es un hazmerreír, y mucho antes de que roben y deshonren a su hija, siente una animosidad inconfesable contra los que le rodean, los señores de la corte, y el rey mismo. Cuando el rey se burla del infeliz padre que le maldice, Triboulet siente hervir la hiel de su odio, y jura vengarse de los poderosos de la tierra. El estudio de este carácter está bien hecho, y es mucho más real que el de los de Didier y Hernani; en estos hay una afectación, una pintura a brochazos violentos; en Triboulet, motivos más naturales determinan las pasiones, incluso las más bajas, como la envidia y la ira vengadora. En vez de protestar contra la sociedad echándose por breñas y riscos, a mandar bandoleros, el bufón, situado en el marco de la sociedad francesa de su época, lo que hace es preparar, con el disimulo, la venganza. El disimulo es la defensa de los débiles, y Triboulet sabe que es débil y que está rodeado de fuertes. De aquí su satánica alegría cuando piensa que ha logrado, él, el despreciado, el paria, dar muerte secreta al rey, al héroe de Marigny, al grande de la tierra. Una rebeldía contra los poderes y las jerarquías sociales se formula en Triboulet. En ese sentido, es un tipo lírico, sumamente significativo.

Triboulet, antisocial y regicida, fue causa de que, de orden del Gobierno, se prohibiesen las   —433→   representaciones de El rey se divierte. El público, a decir verdad, no había acogido la obra con gran entusiasmo. Al contrario: con una silba, que bien puede considerarse el desquite clásico del triunfo de Hernani. Así es que la obra no volvió a subir a las tablas hasta la respetable fecha de cuarenta y nueve años después.

Violentando la fórmula romántica hasta el desquiciamiento, Víctor Hugo dio al teatro, en 1833, Lucrecia Borgia. Definitivamente, el drama romántico se abrazaba al melodrama y lo sobrepujaba en horror. Hay que reconocer que, dentro del género, supo Víctor Hugo encontrar los personajes y el fondo más adecuado. El Renacimiento italiano y la familia de los Borgias o Borjas, se prestaban a la nota sobreaguda, no de lirismo, sino de romanticismo truculento, que en Lucrecia encontramos, y que tan bien se adaptó a la música resonante del maestro Verdi, cuando del drama se extrajo el libreto de una ópera. Esta familia de los Borjas era española, y había logrado ejercer en Italia el mando supremo y llegar a la más alta categoría social. Papas, magnates y duquesas reinantes procedieron de los que tal vez, en Valencia, fuesen humildes aldeanos. Su encumbramiento excitó la envidia, y su modo de ejercer el mando, no distinto realmente del que era en Italia habitual en aquellos tiempos, suscitó enemigos. La calumnia debió de jugar gran papel en la leyenda feroz de los Borjas. Sobre todo, el personaje de Madona Lucrecia, hija del Papa Alejandro VI, dio probablemente alas a la fantasía, y se le atribuyeron crímenes sin cuento, que muchos historiadores   —434→   desmienten, presentándonos a Lucrecia hasta dulce y tímida, dominada por cuantos la rodearon, y arrastrada por la fatalidad a desórdenes y crímenes en que tuvo papel de testigo. Víctor Hugo no sólo aceptó la Lucrecia de la leyenda, la Lucrecia criminal por instinto, sino que forzó la nota y retintó los trazos, para acentuar su negrura.

Entendía Víctor Hugo, y es una de sus teorías originales, por lo cual merece la pena de recordarla, que la deformidad moral más espantable, la que hace del hombre o de la mujer un monstruo, puede transformarse en sublimidad también moral bajo la acción de un sentimiento noble y puro. Triboulet, al par que físico, es un jorobado moral; su alma rebosa odio y cólera; pero ama a su hija; y basta para que sea interesante, y excite la piedad. Marion Delorme es una cortesana, pero ama a Didier, y este amor la redime. El mismo tema desarrollará más tarde Alejandro Dumas, hijo, en La dama de las camelias. Lucrecia Borgia es una tigresa sedienta de venganza; pero es madre, madre apasionadísima; y por esta maternidad, elevada a sacrificio, se dignifica un momento ante nuestros ojos. Yo confieso que, de cuanto sostiene Víctor Hugo en su estética especial, acaso sea este el principio más defendible. En toda alma hay una zona de luz, o por lo menos un destello; y es lo suficiente para reconocer en ella la huella divina.

Las consecuencias que de esto se deriven, ya no son tan aceptables: ni sería prudente casarse con las Mariones, ni convendría por madre, con toda   —435→   su exaltación maternal, una mujer semejante a Lucrecia. Pero el perdón ideal, la corriente de simpatía, ya no cabe regatearla; y, para la concepción del poeta, es bastante.

Hay un crítico francés que entiende que Lucrecia, en el drama de Hugo, no ha sido purificada por el amor maternal, una vez que continúa, hasta última hora, maquinando venganzas y envenenamientos colectivos. He aquí, en mi concepto, al contrario, un rasgo loable en Víctor Hugo.

Nadie se convierte con esa facilidad; los instintos siguen prevaleciendo; además, en la época de Lucrecia Borgia, no existía este blando sentimentalismo que dicta hoy conversiones inverosímiles. En algo había de ser real y natural el personaje de Lucrecia. Ama a su hijo como la loba a su cachorro, pero, ¿convertirse?

Por primera vez, en Lucrecia Borgia, Víctor Hugo sustituyó la prosa al verso en su teatro. La innovación, sospechosa a los románticos, fue tolerada, porque la prosa era bella, como un puñal incrustado de pedrería. Pero con Lucrecia había empezado la decadencia del drama romántico. María Tudor la consumó. Es difícil falsificar más atrevidamente un personaje histórico, de lo que en María Tudor hizo Hugo. Parecería que después de Lucrecia Borgia no cabía tomarse con la historia más libertades, y he aquí que María Tudor raya en lo absurdo, es pura invención de pies a cabeza. Cabalmente María Tudor, a quien los protestantes llaman la Sanguinaria, pudo extremar el celo de su fe católica, como extremó más tarde Isabel el suyo anglicano, pero no hay   —436→   nadie que le atribuyese pasiones de otro género, y menos con la falta de decoro de proclamarlas ante toda la corte. Otra pura fantasía es el asunto de Angelo, Tirano de Padua. Dice a este propósito un historiador de la literatura: «En esta obra, estrenada en 1835, Víctor Hugo vuelve a Italia, donde encuentra los ingredientes habituales de sus composiciones dramáticas, el veneno, el puñal, las escaleras secretas, las puertas ocultas, las paredes huecas por donde se camina, los proscritos, los espías, el horror y el crimen bajo la seda y el terciopelo. Víctor Hugo se sentía más libre en Angelo, porque no son históricos los personajes que en el drama figuran».

Por razones especiales, porque encierra una pintura del estado de España bajo Carlos II, que siempre pudiera ser de actualidad, encuentro más altura en la concepción de Ruy Blas, que fue estrenado en 1838.

La acción de Ruy Blas, como la de Hernani, pasa en España, y el nombre es evidente desfiguración del de Gil Blas, el lacayo al cual sus aventuras ponen en contacto con eminentes personajes de la corte. Aquí acaba la semejanza. Nótese la curiosa procedencia: Gil Blas, obra de un francés, Lesage, viene de nuestros novelistas picarescos; y en Víctor Hugo este personaje lleno de verdad se convierte en un figurón romántico, con todas las de la ley. Más filiación picaresca que en Ruy Blas, lacayo enamorado nada menos que de la reina de España -y en aquellos tiempos- veo en don César de Bazán, el noble caído en la bohemia y en la miseria, aventurero y casi   —437→   saltador, tipo de pícaro generoso, que es seguramente un acierto.

Es de todos modos muy superior Ruy Blas a Hernani, y aun hallándose plagado de errores históricos, genealógicos y de otra especie, que rectificó con su acostumbrada maestría Morel Fatio, tan conocedor de España, tiene ese drama un no sé qué genuinamente español, algo que evoca períodos y aspectos y modos de ser nuestros, que entendieron del mismo modo que Víctor Hugo otros escritores más serios en su información. Hay mucho en Ruy Blas de esa adivinación genial, que conviene reconocer y respetar en aquel poeta que tenía la pretensión de ser «el primer grande de España» en letras, y a quien, tan anciano ya, vi emocionado con mi visita, al saber que yo era española.

Al hablar del drama romántico no puedo prescindir de recordar el de Alfredo de Vigny, Chatterton, que fue estrenado en 1835 y obtuvo un éxito clamoroso. Era la edad de oro del romanticismo, y se podía contar con el momento favorable. Chatterton es también una víctima, como Antony, como Triboulet, de la sociedad, contra la cual lanza formidables diatribas. A diferencia de otros dramas románticos, el asunto de Chatterton está fundado en una historia real. El poeta inglés Tomás Chatterton, que murió a los diez y ocho años de edad, suicidándose por veneno, fue un caso curioso de mala suerte. Anticipándose a Macpherson, al cual tan buen resultado dio su superchería osiánica, Chatterton, aficionado a estudios literarios y lingüísticos, falsificó unas poesías de un   —438→   supuesto monje del siglo XV. Al pronto, agradaron mucho las poesías; pero, apenas se sospechó que podían ser un engaño, perdieron interés (como al fin sucedió, igualmente, con las de Osián), y el joven autor no halló protección alguna que le salvase de la negra miseria en que cayó. Entonces, después de varios días de hambre, recurrió al veneno. Este tema sirvió a Alfredo de Vigny para desahogar sus resentimientos contra la sociedad, contra el público, cuyo favor no había logrado. Su tesis era que el genio muere ahogado en un ambiente de ignorancia, de mal gusto, y sobre todo, de bárbara indiferencia, de egoísmo materialista. La Inglaterra a quien Vigny acusa de la desdichada suerte de Chatterton, es la misma que, no ha mucho, torturó e infamó a un hombre de verdadera inspiración poética, cualesquiera que sea el juicio que en otro terreno haya merecido, Oscar Wilde; y es la misma que, poco después de la muerte de Chatterton, formó como una cruzada de conveniencias sociales contra el autor de Manfredo, el propio lord Byron; y son tantas las consideraciones que sugiere esta serie de hechos, que entraría a exponer sucintamente algunas, si no me pareciese que, al hacerlo, tocamos con la mano a la esencia misma del lirismo, en su aspecto individualista. Nunca, en nuestras sociedades latinas y católicas, se ha acentuado así la resistencia social contra los principios desorganizadores, como en la protestante Inglaterra. Y, desde temprano, esta nación práctica rechazó el lirismo individualista, como se rechaza un tósigo, antes que se infiltre por las venas. Nunca desfrunció el ceño, en   —439→   este sentido, y quizá, no me atrevo a afirmarlo, pues siempre es temeroso sacar estas consecuencias históricas, a este espíritu, tan frecuentemente enraizado como enraíza todo en ese pueblo, el más tradicionalista del mundo, se deba el que Inglaterra haya atravesado sin trastornos las edades revolucionarias, y sean tan escasos los nombres de súbditos ingleses en las listas del anarquismo de acción, donde abundan los de españoles e italianos. Para pintar y reprobar una sociedad sin idealismo, refractaria a la bella inutilidad poética, Vigny eligió bien el personaje de Chatterton.

Pero, se ha dicho, los Gobiernos no pueden saber dónde reside el genio, para protegerlo, para tenderle la mano. Así será; y, sin embargo, no cabe comparar el ambiente en que respiró Chatterton, el ambiente de lord Byron, con el de los escritores franceses del siglo de oro, llenos de pensiones y recompensas que prodigaban los Reyes, y halagados por la gente de mejor tono. No puedo comparar la sociedad que expulsaba de su seno a Byron, con aquella en que un Monarca, restaurado, de la rama legítima, contestaba, cuando le instaban a que persiguiese al autor de Marion Delorme, que él, en el teatro, no tenía más puesto que el de espectador. Y no entro en el examen de cuál de estas dos maneras de considerar el arte, el talento y hasta el genio, es más conveniente o más peligrosa para el orden social; me limito a decir que Vigny situó bien en Inglaterra el asunto de su drama.

Con Chatterton, el drama romántico se emancipó del melodrama, de sus efectos y recursos,   —440→   cosa que no había podido lograr por medio de Hugo ni Dumas. En Chatterton no ocurre cosa que no sea natural. Lo que causa la muerte del héroe es sencillamente la falta de dinero. Por tal motivo no se agitaron y conmovieron ni Hernani, ni Ruy Blas, ni Didier, ni ninguno de los «fatales» del drama romántico.

Y como no estaba fundado en la verdad, el romanticismo, en la escena, tuvo una vida breve (nótese que hablo de Francia: en España, por ejemplo y en alguna otra nación, llegó más tarde y fue más duradero el drama romántico). Sorprende recordar que sólo trece años habían transcurrido desde el estreno de Hernani, cuando cayeron al foso Los burgraves, y allí se quedaron para siempre jamás; y, al mismo tiempo que sucumbía, entre la indiferencia y la severidad del público, el último drama de Víctor Hugo, resonantes aplausos saludaban a una tragedia, la Lucrecia, de Ponsard: con ella resucitaba lo que se creía enterrado. Es cierto que después de la caída de Los burgraves, Alejandro Dumas, padre, siguió escribiendo para el teatro, bajo la inspiración romántica; pero las obras de este autor, que yo considero superiores a las teatrales de Víctor Hugo, y más significativas aún, son de su primera época.

El fracaso de Los Burgraves determinó a Víctor Hugo a renunciar para siempre a la escena. Era el año de 1843.

Para leer los dramas de Víctor Hugo y de Alejandro Dumas, recomiendo las adiciones de Obras completas y Teatro completo, esta última de Michel Lévy, en 24 volúmenes. Como crítica, Brunetière,   —441→   Épocas del Teatro francés, Nebout, El drama romántico, H. Parigot, El drama de Alejandro Dumas, y el estudio de René Doumic sobre El Teatro romántico.