MARIQUITA.- Camilo, albricias, ya salimos de
pobres, albricias.
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SOLDADO.- ¡Hola! ¿Pues qué
hay, Mariquita?
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MARIQUITA.- ¡Calla, bobo! ¿Pues
qué no sabes que el capitán Allende da a sus soldados
un peso en mano, porque le ayuden a matar gachupines?
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SOLDADO.- Cállate, majadera, ¿pues
qué piensas que no soy cristiano?
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MARIQUITA.- Es que dicen que no es contra Dios,
ni contra nuestra religión.
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SOLDADO.- Cállate, hereje.
¿Cómo no ha de ser contra Dios matar cristianos con
el fin de robarlos? ¿Cómo no ha de ser contra la
religión aborrecer al prójimo y quitarle la vida, que
el mismo Dios le dio? ¿Cómo no ha de ser contra Dios,
y contra mi propia conciencia desobedecer a mis jefes, desertarme a
favor de un ladrón público y facineroso, como ese
padre Hidalgo y los suyos?
¿Podrá Dios aprobarme que yo tome las armas contra mi
jefe el señor virrey de México, contra la Real
Audiencia, contra el Santo Tribunal de la Fe, contra los
señores obispos, y contra todos nuestros jueces antiguos?
¡Ni lo imagines, Mariquita!
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MARIQUITA.- ¡Jesús! Camilo,
¡cuántas cosas has dicho contra el padre Hidalgo, que
dicen que es docto y sabio!
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SOLDADO.- Cállate, tonta.
¿Quién más docto ni más sabio que el
diablo, y sin embargo de esto quiso ser como Dios, y se
peleó con el arcángel San Miguel? No te preocupes con
esa especie de si es padre o no, sino adverte y considera
qué es lo que manda hacer Dios, y qué es lo que ese
padre quiere que hagan los que le siguen.
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MARIQUITA.- ¿Pero sería
creíble que un padre... he?
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SOLDADO.- No seas atontada, Mariquita, esa es la
causa de las tonteras de ese padre Hidalgo, pues supone que algunas
mujeres, como tú, tienen la doctrina cristiana pegada con
mocos, como suele decirse, y así no saben discernir, sino
que hablan a tontas y a locas.
A
buena hora nos viene ese padre con un evangelio contrario al que
nos dejó Jesucristo. ¡Vaya!, dime, Mariquita,
¿conque porque yo soy hombre, y más fuerte que
tú, esta fuerza me dará derecho a matarte, porque se
me antoja?
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MARIQUITA.- ¡Jesús! Camilo, Dios te
libre.
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SOLDADO.- Pues así es ese padre Hidalgo,
tiene armas y ya quiere matar a cuantos no pueden defenderse. Esto
mismo hicieron Pillo, Madera, Paredes y otros ladrones famosos. En
Río Frío, en el monte de Apaseo, en el Palmar de
Zacatecas, y en otros lugares del reino se han juntado cuadrilleros
con el fin de robar y matar, y esto mismo están haciendo el
padre Hidalgo y sus ladrones.
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MARIQUITA.- Está bueno, Camilo, pero
aquello del peso en mano que da Allende, ¿qué tal,
eh?
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SOLDADO.- Me río... voto a...
¿Pues qué yo me he de condenar por un peso? Dios me
manda no robar a ninguno, y así reniego de ese peso, reniego
de ese dinero que el padre Hidalgo reparte, porque ése es un
dinero robado contra la voluntad de su dueño, y si no dime:
sobre el séptimo mandamiento, pregunto: ¿quién
le cumple? ¿Quién le quebranta?
Quien a otro hace alguna manera de daño injusto, o es causa
de que otro lo haga. Esto nos manda Dios; luego esto debemos
observar y cumplir, aunque ese padre Hidalgo diga lo contrario.
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MARIQUITA.- ¡Hola, Camilo!
¿Todavía te acuerdas de cuando fuiste colegial?
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SOLDADO.- Quita allá, loca, si no hubiera
muchos ignorantes como tú, que no sabes la doctrina
cristiana, ese padre Hidalgo y esos otros malditos no hubieran
hecho las atrocidades que han hecho, con escándalo de todos
nosotros y con perjuicio de la religión.
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MARIQUITA.- Eso sí me coge de nuevo,
Camilo, pues ellos dicen que es a favor de la religión, y
que nos van a hacer felices con un nuevo gobierno.
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SOLDADO.- Cállate, necia. Maldito sea ese
nuevo gobierno, que se ha de erigir sobre la sangre de los
inocentes y sobre la destrucción de todos los criollos.
¿Cuántos matarán esos malvados antes de ese
nuevo gobierno? ¿Cuántos morirán a
puñaladas y a pedradas? ¿Cuántos
morirán primero de hambre y cuántos de dolor, de ver
muertos a sus parientes? ¿No has visto, en una plaza de
toros, cómo se arroja el pueblo sobre el monte
Parnaso? Pues esta confusión es pintada, si la comparas
con el furor de esos ladrones, al tiempo del saqueo y del robo de
aquellos pueblos en donde entran.
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MARIQUITA.- Es verdad, Camilo, ya no me hables
de esto, por vida tuya, mira que me muero sólo de
pensarlo.
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SOLDADO.- ¿Quién no ha de temblar,
Mariquita?
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MARIQUITA.- Tú haces bien, Camilo, anda,
vete a la guerra, y mata esos ladrones más inicuos que
Pillo, Madera, Paredes y otros. ¿Por qué lloras,
Camilo? ¿Por qué lloras, marido mío, hijo de
mi alma, por qué lloras?
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SOLDADO.- ¡Ay de mí! ¿No he
de llorar, cuando oigo decir a los necios, que los pobres soldados
rasos, como yo, han de desertar? ¿Pues qué todos
somos herejes como ese padre Hidalgo?
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MARIQUITA.- No llores, Camilo, mira que
ahí viene el cabo Andrés, y dirá que nos hemos
peleado.
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SOLDADO.- ¿Dónde viene el
cabo?
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MARIQUITA.- Vete adentro, Camilo, que no te vea
llorar.
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CABO.- ¿Qué se hace, doña
Mariquita? ¿Dónde está Camilo?
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MARIQUITA.- Por ahí anda dentro;
siéntese usted.
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CABO.- Voy de prisa, llámele usted
breve.
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MARIQUITA.- Allí viene.
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SOLDADO.- Mi cabo, ¿qué se
hace?
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CABO.- A la guerra, Camilo, nos vamos a
Querétaro contra esos insurgentes malditos.
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SOLDADO.- Mi cabo, ¡viva el rey! Yo me voy
gustoso a pelear contra esos malvados, que se han armado contra la
religión, contra el rey y contra su patria.
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CABO.- ¿Qué dice usted,
doña Mariquita?
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MARIQUITA.- Ya usted lo oye, quizá el
peso en mano que dicen que da el padre Hidalgo, no lo
pervertirá.
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SOLDADO.- Mi cabo, son tontas las mujeres hasta
más no poder. Mariquita, ese peso es un engaño, es
una invención para seducir a los tontos. ¿Qué
dinero es ése, sino un dinero robado, que clamará por
su dueño? ¿Es verdad, mi cabo?
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CABO.- Así es, Camilo, sopitas de miel,
¿y después?
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SOLDADO.- Después, condénese usted
y lléveselo el diablo por un peso, y por un dinero que no
pudo gozar. Después, mate usted a los inocentes; mate usted
a las potestades legítimas, y mátese usted mismo;
porque a esto se reduce esa matanza endemoniada que hace el padre
Hidalgo, a que no quede piedra sobre piedra, y con el fin de que no
quede hombre alguno que se oponga a sus disparates y
herejías.
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CABO.- Así es, Camilo, piensas como yo.
Dios me manda obedecer a mi general el señor virrey, y por
esta obediencia he de morir. Ésta es la obligación de
un soldado cristiano: defender las autoridades legítimas, no
hacerle traición a su patria, no ser infiel a la confianza
que sus jefes hacen del soldado y, en una palabra, pelear hasta
morir contra esos insurgentes. Vivan los militares del
excelentísimo señor Venegas, y mueran esos
insurgentes, secuaces de un hereje.
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SOLDADO.- Mueran esos malditos y mueran porque
nos escandalizan, y porque nos seducen.
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CABO.- Así es, muera la
seducción... Ya volvemos, doña Mariquita; hasta
luego.
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