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ArribaAbajoJosé Enrique Rodó

El oficio de pensar es de los más graves y peligrosos sobre la faz de la tierra bajo la bóveda del cielo. Es como el del aeronauta, el del marinero y el del minero. Ir muy lejos explorando, muy arriba o muy abajo; mantiene alrededor la continua amenaza del vértigo, del naufragio o del aplastamiento. Así, la principal condición del pensador es la serenidad.

En la América nuestra no hemos tenido casi pensadores; no ha habido tiempo, todo ha sido fecundidad verbal, más o menos feliz; declamación sibilina, pastiche oratoria, expansión, panfleto. Con dificultad se encontrará en toda la historia de nuestro desarrollo intelectual este producto de otras civilizaciones: el ensayista.

José Enrique Rodó es el pensador de nuestros nuevos tiempos, y, para buscar siempre el parangón en el otro plato de la balanza americana, diré que corresponde a Emerson. Es Emerson latino, cuya serenidad viene de Grecia, y cuya oración dominical es la salutación a Palas Atenea, la plegaria ante el Acrópolis. Y advertir que, a pesar de lo que se afirme y comente, Rodó no es un renaniano, en el sentido que en el común dialecto literario se da a esta palabra. Su tranquila visión está llena de profundidad. El cristal de su oración arrastra arenas de oro de las más diversas filosofías, y más encontraréis en él del más optimista de los ensayistas, que del gordo cura laico biógrafo de Nuestro Señor Jesucristo, abate de Jouarres, in partibus infidelium.

Desde sus comienzos, la obra de Rodó se concreta en ideas, en ideas decoradas con pulcritud por la gracia dignamente seductora de un estilo de alabastros y mármoles. Solamente que él pigmalioniza, y el temor de impasibilidad, de frialdad desparece cuando se ve la piedra cincelada que se anima, la estatua que canta. Nació con vocación de belleza y enseñanza. Enseñanza, es decir, conducción de almas. A tal pedagogía es la que se refiere el Dante en un verso referente a Virgilio. Cuando apareció su primer opúsculo, Vida nueva, se vio el surgir de un maestro en su generación, en la generación continental. Su segundo opúsculo sobre el autor de Prosas profanas, o, mejor dicho, sobre este libro de poesías, le afirmó virtuoso de la prosa, de la erudición elegante, y en la última parte de su trabajo, profeta. Atlas y generosas especulaciones le ocuparon, y Ariel señala un nuevo triunfo de su espíritu y una nueva conquista de sus predicaciones, por la hermosura de la existencia, por la elevación de los intelectos hispanoamericanos, por el culto nunca desfalleciente ni claudicante del más puro y alentador de los ideales. Definíase más y más su personalidad, y se hubiera dicho un filósofo platónico de la flor del paganismo antiguo, resucitado en tierras americanas. Y tuvo el más bello de sus gestos cuando, llevado a las controversias de la prensa y a las agitaciones de la Cámara, por los caprichos de la política, el adorador de los dioses de la Hélade salió a la defensa de nuestro pálido Dios Cristiano, desterrado allá, como en Francia, de los lugares de la justicia, por obra de la roja rosa jacobina.

Por último, aparece su obra magna hasta hoy, esos Motivos de Proteo, aires mentales, sinfonías de ideas que llevan dentro tanta virtud bienhechora; libro que ha sido acogido en todas partes con entusiasmo y con razonada admiración. Es un libro fragmentario; pero ¡cuán lleno de riqueza!; fragmentario ocasional o decididamente. Ello hace que su prosecución sea indefinida y que el encanto y el provecho se prolonguen en la esperanza después de cada aporte. El tesoro está allí. Cada vez que Aladino baje, estemos atentos.

Cabezas (1916).




ArribaAbajoUn poeta socialista: Leopoldo Lugones

Al Sr. Carlos Vega Belgrano


Un bizarro muchachón de veintidós años, de chambergo y anteojos, llega de su provincia, de su buena provincia de Córdoba, a la conquista de Buenos Aires, así el ínclito y divino Glatigny a conquistar París, a flechazos de flechas de oro. Dos ojos miopes, a través de esos anteojos, dicen muchas cosas al que sabe comprenderlos: el chambergo cubre una cabeza de sublevado. Ese sublevado viene sin carta de presentación a decir versos al Ateneo. Le conocemos y esperamos el momento en que esos versos se escuchen, para saber con quién nos entendemos. Llega la noche en que debe leer, y lee ante un público escaso, y en su escasez matizado.

Unos sonríen, otros aplauden condicionalmente, otros le declaran decadente de remate. Los generosos espejuelos de nuestro presidente habían presentado con entusiasmo y fe los anteojos del provinciano.

Quiénes sospecharon, quiénes vieron, quiénes profetizaron a un poeta genial. Después, en un círculo más reducido, nos leyó el recién llegado otros versos más. El Dr. Holmberg dijo con su gran voz: «No sé si será ésta la más alta, pero si sé que, para mí, es la nota más vibrante de la poesía argentina.» Yo me atreví a afirmar lo propio. El poeta Leopoldo Díaz enmendó a Holmberg: «¿No será mejor decir la nota más original?» Había entre los oyentes artistas, pintores y escritores; un explorador que también tiene de artista. Todos aplaudimos al desconocido; al día siguiente, la prensa habló de él limitada y opacamente. Así llegó Leopoldo Lugones a Buenos Aires, poeta cordobés ayer, argentino hoy, americano mañana y pasado mañana lo que Dios ha de disponer.

Entretanto, nos vienen los ecos del discurso que ha pronunciado el 1.º de mayo en la fiesta socialista. Ya le habíamos visto, rojo, cuando leyó en el Ateneo su Profesión de fe, de un Almafuerte a alta temperatura. En esa arenga lírica, o «carga» aiática, se reveló como un revolucionario. La revolución social -Erre, Ese, como dicen entre ellos los afiliados- es para él un deseado advenimiento. Es un fanático, es decir, un convencido inconquistable, al menos por ahora que está su sangre ardiendo en su estación de entusiasmos y de sueños.

Yo soy su amigo: y, a mi vez, convencido e inabordable aristo, cuando llega a mi casa, tengo cuidado de guardar bajo tres llaves mis princesas y príncipes, mis duques y duquesas, mis caballeros y pajes; pongo mis lises en lo más oculto de mi cofre y me encasqueto lo mejor que puedo, una caperuza encarnada. Así hacemos las mejores migas; he podido penetrar en el fondo de su pensamiento y lo he encontrado vestido de belleza; he visto lo íntimo de su corazón y sé que está lleno de nobleza y bondad. ¡Y luego el poeta que hay en él!

Es uno de los «modernos», es uno de los Joven América. Él y Ricardo Jaimes Freyre son los dos más fuertes talentos de la juventud que sigue los pabellones nuevos en el continente. Mi pobre y glorioso hermano Julián del Casal hubiera amado mucho a este hermano menor que se levanta en la exuberancia de sus ardores valientes y masculinos, obsedido por una locura de ideal.

Sigue los nuevos pabellones por ser su temperamento de artista puro, su espíritu violento y vibrante, su vocación manifiesta e invencible para padecer bajo el poder de los Pilatos de la mediocridad.

Los Snobs harán bien en no acercarse a él a hablarle elogiosamente de la literatura a la moda. Ese socialista, o mejor ese anarco tiene el santo respeto del arte y narices que huelen el mufle a través de las más perfumadas alcorzas. He leído sus versos y sus prosas. ¿Qué decir de ellos? Que tiene el pecado original de los árboles jóvenes. Hay exceso de savia en esa producción. No ha llegado aún el tiempo de la poda. Cuando llegue, ¡qué otoño después de esta primavera! Se advierten en sus obras sus gustos, sus preferencias, sus cariños artísticos. On est le fils de quelqu'un.

He dicho que es, ante todo, un revolucionario; y un revolucionario completamente consciente. El sabe por qué sigue los pabellones nuevos. Con Jaimes Freyre y José A. Silva, es entre los «modernos» de lengua española, de los primeros que han iniciado la innovación métrica a la manera de los «modernos» ingleses, franceses, alemanes e italianos. No es este el lugar de tratar de la melodía verbal, por ejemplo, y entrar en detalles técnicos que no interesarían verdaderamente sino a muy pocos; y éstos tiene su Souza en su biblioteca, y conocen la conferencia que dio en el Ateneo Jaimes Freyre hace algún tiempo.

He hablado de poda y he de decir que me refiero a la opulencia del follaje en lo que respecta a forma. No es que quiera yugo para los búfalos.

La hermosa libertad de esos pensamientos expresados de un modo primitivo, a veces Walt Whitman, esos ímpetus salvajes, esas renovaciones del vocabulario bíblico, o de tal autor querido, son atrayentes de especial poesía. Mas deseo yo para Lugones el tiempo en que se desencadene de toda reminiscencia o sugestión, así sean éstas absolutamente involuntarias. Y entonces será el día en que su figura aparecerá total, absoluta, aureolada de su íntima luz.

Juicios (1893).






ArribaAbajoIII. Crónicas políticas


ArribaAbajo¿Por qué?

¡Oh, señor!, el mundo anda muy mal. La sociedad se desquicia. El siglo que viene verá la mayor de las revoluciones que han ensangrentado la tierra. ¿El pez grande se come al chico? Sea; pero pronto tendremos el desquite. El pauperismo reina y el trabajador lleva sobre sus hombros la montaña de una maldición. Nada vale ya sino el oro miserable. La gente desheredada es el rebaño para el eterno matadero.

¿No ve usted tanto ricachón con la misma camisa como si fuese de porcelana, y tanta señorita estirada envuelta en seda y encaje? Entre tanto, las hijas de los pobres, desde los catorce años, tienen que ser prostitutas. Son del primero que las compra. Los bandidos están posesionados de los bancos y de los almacenes. Los almacenes son el martirio de la honradez; no se pagan sino los salarios que se les antoja a los magnates, y mientras el infeliz logra comer su pan duro, en los palacios y casas ricas los dichosos se atracan de trufas y faisanes. Cada carruaje que pasa por las calles va apretando bajo sus ruedas el corazón del pobre. Esos señoritos que parecen grullas, esos rentistas cacoquimios y esos cosecheros ventrudos son los ruines martirizadores. Yo quisiera una tempestad de sangre; yo quisiera que sonara ya la hora de la rehabilitación, de la justicia social. ¿No se llama democracia a esa quisicosa política que cantan los poetas y alaban los oradores? ¡Pues maldita sea esa democracia! Eso no es democracia, sino baldón y ruina. El infeliz sufre la lluvia de plagas; el rico goza. La prensa, venal y corrompida, no canta sino el invariable salmo del oro. Los escritores son los violines que tocan los grandes potentados. Al pueblo no se le hace caso. Y el pueblo está enfangado y pudriéndose por culpa de los de arriba: en el hombre, el crimen y el alcoholismo; en la mujer, la prostitución, así la madre, así la hija y así la manta que las cobija. Conque, calcule usted. El centavo que se logra ¿para qué debe ser sino para el aguardiente? Los patrones son ásperos con los que les sirven. Los patrones, en la ciudad y en el campo, son los tiranos. Aquí le aprietan a uno el cuello; en el campo insultan al jornalero, le escatiman el jornal, le dan a comer lodo; y por remate les violan a sus hijas. Todo anda de esa manera. Yo no sé cómo no ha reventado ya la mina que amenaza al mundo; porque ya debía haber reventado. En todas partes arde la misma fiebre. El espíritu de las clases bajas se encarnará en un implacable y futuro vengador. La onda de abajo derrocará la masa de arriba. La Comune, la Internacional, el nihilismo, eso es poco; ¡falta la enorme y vencedora coalición! Todas las tiranías se vendrán al suelo: la tiranía política, la tiranía económica, la tiranía religiosa. Porque el cura es también aliado de los verdugos del pueblo. Él canta su tedeum y reza su paternoster, más por el millonario que por el desgraciado. Pero los anuncios del cataclismo están ya a la vista de la humanidad y la humanidad no los ve; lo que verá bien será el espanto y el horror del día de la ira. No habrá fuerza que pueda contener el torrente de la fatal venganza. Habrá que cantar una nueva marsellesa, que como los clarines de Jericó destruya la morada de los infames. El incendio alumbrará las ruinas. El cuchillo popular cortará cuellos y vientres odiados; las mujeres del populacho arrancarán a puños los cabellos rubios de las vírgenes orgullosas: la pata del hombre descalzo manchará la alfombra del opulento: se romperán las estatuas de los bandidos que oprimieron a los humildes; y el cielo verá con temerosa alegría, entre el estruendo de la catástrofe redentora, el castigo de los altivos malhechores, ¡la venganza suprema y terrible de la miseria borracha!

Pero ¿quién eres tú? ¿Por qué gritas así?

-Yo me llamo Juan Lanas, y no tengo ni un centavo.

Crónica política (1892), ed. Alberto Ghiraldo, Obras completas. Vol. XI. Madrid, 1924.




ArribaAbajoLa mujer española

Marzo de 1900


Hace pocos días, el último Carnaval, hubo en el palacio de una distinguida señora, casada con un millonario y diplomático mexicano, una improvisada y elegantísima reunión de máscaras, que largamente han cantado los habituales cronistas de salón, y entre todos y sobre todos, mi incansable y ameno amigo el marqués de Valdeiglesias. La particularidad de la fiesta fue que a ella concurrieron aristocráticas y bellas damas de esta corte con el pintoresco mantón de Manila y otros adornos no menos nacionales. Y el entusiasmo fue inmenso; y hasta hubo quien dijese ¡olé! con la disculpa de los días de locura. Ese entusiasmo fue natural. ¡Es tan difícil en la aristocracia de España encontrar una belleza puramente española! Como en todas las altas clases de la tierra, el britanismo por un lado y el parisienismo por otro han hecho su invasión. No deja de ser lamentable. Una maja de Goya vestida por Chaplin es algo encantador y desconcertante; pero me habrán de confesar que una maja de Goya vestida por Goya es mucho mejor. No es que yo pretenda que estas duquesas de ahora vuelvan al osado peinetón, a mantilla perpetua y a los paseos por las arboledas de San Antonio de la Florida, sino que está a la vista de los amantes de la viva estatuaria humana la desaparición de uno de los más bellos tipos que hayan halagado al arte: el tipo español, cuya línea propia se ha bastardeado y confundido entre curvas francesas y rectas anglosajonas. La moda: ¡he ahí el enemigo! En esto estoy apoyado por un talento que, sobre ser certeramente estético, es una mujer: la señora Pardo Bazán. Doña Emilia considera como enemigos de la clásica gracia española los vestidos pesados y de corte masculino del país de las misses; los impermeables y abrigos largos, ciertos calzados, y sobre todo, los formidables sombreros de París. La Naturaleza procede y enseña lógicamente; ha ordenado los seres y las cosas de la tierra según las latitudes; y sabe por qué los escandinavos son rubios y los abisinios negros; por qué las inglesas tienen cuellos de cisne y las mujeres flamencas preponderantes asideros. A las españolas las dio diversos modelos, según las distintas regiones peninsulares; pero el tipo verdadero, el tipo generalizado por la poesía y por el arte, es el de la morena de maravillosos y grandes ojos oscuros, un tanto potelée, ondulada y casqueada de ricos cabellos negros; ni alta ni baja; todo esto animado por un producto marino y venusiano, que en este sentido no tiene nombre correspondiente en ninguna otra lengua: sal. Ya en sus tiempos, Gauthier afirmaba que para ver la verdadera danza española había que ir a París; hoy en pintura, los que hacen admirar al mundo la gracia femenina de España, son extranjeros, como Sargent y Engelhart; ¿nos conformaremos dentro de poco con buscar en viejas telas y grabados la que fue tan original y graciosa belleza hispánica? La moda ha comenzado a hacer su daño en la educación. Para toda joven de buena familia que se vaya a educar al extranjero se importa la indispensable institutriz, casi siempre inglesa o tudesca, a veces francesa. La gouvernante empieza su obra de moldeo y la flexibilidad nativa entra en la jaula angular de una disciplina, por lo general very English. Los trajes, de corte igualmente angular, contribuyen a la reformación del original encanto curvilíneo. Una vez la niña crecida, sus gustos y sus costumbres tenderán a lo extranjero. Hubo una elegancia española: apenas si se recuerda en algún baile de trajes. Porque la moda lo requiere, los opulentos cabellos negros se tiñen de rubio o de rojo; el airosísimo andar de antaño se transforma, los gestos y maneras se aprenden. Se fue primero chic, después vlan, después pschut, después smart, después swell. No se leen buenos libros castellanos; ¿pero qué señora no se ruborizaría de no conocer a Ohnet en el original? Se viaja, se veranea, se adora a Worth, a Laferrière, a Doucet. Visten con gran lujo; pero rara vez se llegan a confundir con una parisiense; desdeñando la riqueza propia, no consiguen el tesoro ajeno. Y son encantadoras. Hace algunos años un embajador oriental, al presenciar un desfile de altas damas en Palacio, expresó una frase descontentadiza y poco galante para la nobleza femenina que acompañaba a la reina. Hoy, en igual caso, proclamaría la hermosura y la gentileza de beldades como doña Sol Stuart, hija de la duquesa de Alba, y otras cuyos nombres constelan la crónica social. Hay diversos tipos que se imponen, pues en la corte se hallan representadas las distintas provincias. Desde luego, la mujer suavemente morena, de un moreno pálido, cara ovalada, cuello columbino, boca sensual y mirada concentradamente ardiente, cuerpo en que se ritman felinas ondulaciones; y la rosada y firme de plasticidades, de cabellos dorados, un tanto gruesa; y la belleza decadente y tradicional de los retratos, en cuyas manos puso Pantoja tan preciadas gemas; rostros con algo de las figuras de los primitivos; de un óvalo marcado, como se ve en la pequeña infanta María Teresa, de Velázquez; y dotadas de un aire que si indica la floración de razas crepusculares, impone su orgullo gentilicio y su antigüedad heráldica. En el pueblo se encuentra conservado mucho del antiguo donaire. La chula ostenta su ritmo natural, sus impagables gestos; y va a los toros y a las fiestas con legítimas prendas que alegran los ojos y marcan el color local tan deseado por los viajeros que buscan arte y novedad. En la Ópera, la sala es igual a todas las salas de capitales modernas; el patrón cosmopolita impuesto por la elegancia francesa vence e iguala. Apenas los rostros, la llama de los ojos, un movimiento atávico, denuncian la sangre maternal, la originalidad patria.

El alemán Hans Parlow, recientemente, y todos los turistas y observadores que visitan España, notan que en estos últimos tiempos la sociedad española, el alto mundo madrileño, se divierte poco. No se vayan a creer que las damas vivan en una existencia lúgubre -algo como en las páginas de madame Aulnoy-, dadas a la soledad y al aislamiento, en contacto tan solamente con frailes y monjas, y en plegarias y rezos, bajo una atmósfera de tiempos de Felipe II. Ciertamente, las grandes familias actuales dan pocas recepciones, raras fiestas; no hay en la corte un ambiente como el de comienzos de siglo o bajo Isabel II; y la mayor parte de los bailes, banquetes y reuniones son ofrecidos por el Cuerpo diplomático. Por cierto que se distingue el ministro argentino, doctor Quesada, en reunir de cuando en cuando en la Legación los más bellos palmitos titulados. Mas la mujer española gusta de divertirse; va a París, va a Londres o a Italia, y en la temporada del veraneo convierte en ciudades de alegría y de hechizo San Sebastián y Biarritz. La corte es un tanto triste, porque sobre ella se extiende la sombra de la Reina. Ese viejo palacio, enorme, sombrío y fastuoso, que asustó al fino pájaro de Francia que se llama Réjane, es en verdad una vasta basílica de tristeza, que necesita, para no contagiar con su embrujamiento, reinas risueñas, como Doña Isabel, y reyes barbianes, como Alfonso. La Regente, que guarda aún la gravedad conventual de sus funciones religiosas de soltera, cuya vida de casada no fue muy agradable en lo íntimo del hogar, y cuya vida ha sido cercada de tantos cuidados, penalidades y desventuras, no tiene, ciertamente, motivos para estar vestida de color de rosa. La única que pone una nota jubilosa en la mansión real es la infanta Isabel, la infanta popular, amiga de los artistas, un poco virago, aficionada a cazar, a cabalgar, valiente sportman, generosa, caritativa, melómana, muy madrileña, y cuyo sans gêne le atrae por todas partes, y sobre todo en el pueblo, innegables simpatías. La infanta, en sus departamentos de Palacio, tiene un teatro en que hace trabajar a los actores que son de su preferencia y amistad, y allí mismo representan comedias aficionados pertenecientes a la aristocracia. A esas representaciones no asisten más que la Familia Real y la servidumbre de Palacio. En algunas casas suelen señoritas y caballeros hacer piececitas francesas, con toda corrección y propiedad. Algo lejanos están los tiempos en que damas de lo más encumbrado representaban en el palacio de la de Montijo La bella Helena, de Blasco.

No existen salones literarios, en el sentido francés del vocablo. Doña Emilia Pardo Bazán suele invitar a algunas tertulias en que priva el elemento intelectual, y don Juan Valera ha tenido sus sábados en que, fuera de las señoras de su familia y las hijas del duque de Rivas, no han asistido más que hombres. La duquesa de Denia, de cuando en cuando invita a su mesa a señalado número de artistas y hombres de letras; lo propio hace el barón del Castillo de Chirel. Pero el barómetro de intelectualidad está marcando sus grados reveladores; el poeta preferido de la aristocracia es Grilo. Hay damas inteligentes y cultas que, como he dicho, viajan y se instruyen; pero son perlas negras o rosas azules las que sobresalen. La duquesa de Alba se interesa en trabajos de erudición e historia, y pone a la disposición de los estudiosos el inagotable archivo de su casa; la duquesa de Mandas es muy entendida en ciencias; las duquesas de Medinaceli y de Benavente son aficionadas a las letras; la condesa de Pino Hermoso y la marquesa de La Laguna imponen su espiritualidad en los salones. La hija de esta última. Gloria, tiene fama de agregar a la herencia de la gracia materna nuevas pimientas y sales.

La clase media, acomodada o no, sigue los rumbos de la clase alta. Basta la más ligera observación para comprender que se ha adelantado mucho en instrucción primaria, desde la época, no muy distante, en que una señorita apenas sabía leer y escribir. Me refiero, es claro, a lo común, pues antes y después de doña Oliva Sabuco de Nantes y de Santa Teresa de Jesús, ha habido notadas españolas que hayan competido con los varones en disciplinas mentales. Las preciosas no dejaron a su tiempo de aparecer en las cultilatiniparlas. Quevedo aquí hizo su caricatura, como en Francia Molière su charge. En este siglo las literatas y poetisas han sido un ejército, a punto de que cierto autor ha publicado un tomo con el catálogo de ellas -¡y no las nombra a todas!-. Entre todo el inútil y espeso follaje, los grandes árboles se levantan: la Coronado, la Pardo Bazán, Concepción Arenal. Estas dos últimas, particularmente, cerebros viriles, honran a su patria. En cuanto a la mayoría innumerable de Corinas cursis y Safos de hojaldre, entran a formar parte de la abominable sisterhood internacional a que tanto ha contribuido la Gran Bretaña con sus miles de authoresses. Para ir hacia el palacio de la mentenda Eva futura, las falta a éstas cambiar el pegaso por la bicicleta.

El señor Sanz y Escartín, catalán, en una notable obra, que ha agregado Alcan en París a su biblioteca filosófica, dice que antes que las leyes son los sentimientos y las ideas los que están llamados a reformar las costumbres actuales españolas, que tantos males han causado, y que lo primero es educar a la mujer. Esto me hace pensar en idéntica idea que la de madame Necker de Saussure, y su comparación de la voz femenina en los coros cantantes. No admite discusión la eficacia del procedimiento, y venimos a parar que en este punto hay algo de aquello «en que consiste la superioridad de los anglosajones». No se trata de implantar en España el cultivo del «tercer sexo»; ni el espíritu nativo ni la tradición lo permitirían; pero sí de abrir a la mujer fuentes de trabajo que la libertasen de la miseria y de los padecimientos actuales. Puede asegurarse que en raros países del mundo se presenta el espantoso dato estadístico siguiente: en España, 6.700.000 mujeres carecen de toda ocupación, 51.000 se dedican a la mendicidad. Fuera de las fábricas de tabacos, costuras y modas y el servicio doméstico, en que tan míseros sueldos se ganan, la mujer española no halla otro refugio. El señor Alba, en un notabilísimo estudio que muchas veces he citado, asegura que conoce algunos casos en que grandes industriales y almacenistas de tejidos o de novedades no han vacilado en dar a sus hijas un puesto en el negociado de correspondencia, en el de contabilidad y en la alta dirección de la sección de confecciones para señoras y niños. Estas empleadas -dice- tienen un sueldo asignado en la casa, con arreglo al cual visten, gastan en diversiones y caprichos, y hasta abonan al fondo de familia una cantidad por su manutención. Acostumbradas así a vivir por cuenta propia, no se parecen en nada al resto de nuestras pobres mujeres, siempre dependientes de la tacañería o la prodigalidad ajenas. Sobre todo, en la vida íntima de las familias a que aludo, no existen las preocupaciones que crea el temor al porvenir, y por ello el afán de un necesario casamiento de las hembras. Es éste un buen ejemplo, que ojalá se propagase en la burguesía de este país, aunque ello choque un poco con las costumbres arraigadas y sea bastante yanqui. Eso quitaría la obsesión del novio rico en unas, y en otras la de «un príncipe italiano por lo menos», de que habla Campoamor. La ociosidad y la miseria, en la clase media y en la baja, son un admirable combustible para la prostitución. En París, ya en 1874, había 3.000 profesores de Música mujeres, profesoras de idiomas y aun de Historia. La Sorbona había establecido un curso femenino, con grados y diplomas. Hoy, ¿hasta dónde no se ha llegado? En cuanto a los Estados Unidos, desde 1870 a la fecha, las arquitectas han subido de una a 53; las pintoras y escultoras, de 412 a 15.340; las escritoras, de 159 a 3.174; las dentistas, de 24 a 417; las ingenieras, de 0 a 201; las periodistas, de 35 a 1.536; las músicas, de 5.753 a 47.300; las empleadas públicas, de 414 a 6.712; las médicas y cirujanas, de 527 a 6.882; las contables, de 0 a 43.071; las copistas -a mano y máquina- y secretarias, de 8.016 a 92.834; las taquígrafas y tipógrafas, de siete a 58.633. Y esto sin contar las actrices, que de 692 han llegado a 2.862; las clergy-ladies, de 67 a 1.522, y las directoras de teatro, de 100 a 943. Aquí, con la escasez de trabajo y con las preocupaciones existentes, ¿qué hace una joven que no tiene fortuna? Además de los trabajos que he señalado, no la queda otro recurso que los coros del teatro, que ya se sabe para dónde van; los puestos de horchateras y camareras de café, limitados peligrosos para la galería, pues para ejercerlos hay que ser guapa; y el baile nacional, para el país o para la exportación. Y las Otero son escasísimas. De aquí que un francés, en viendo a una española, sólo piense en el petit air de guitarre, olé. ¡Las que quieren ser honradas y trabajar, encuentran costura, por ejemplo, se destrozan los pulmones, y por todo el día de labor sacan una pobre peseta! Hay quienes lo soportan todo, y o se echan un novio también pobre y se van a vivir una vida de privaciones, o mueren sacrificando vida y belleza. En la galantería tampoco pueden encontrar paraíso... La vida galante es aquí poco productiva para las tristes máquinas del amor. La cocotte no se encuentra aquí como en París o Londres. La mayoría de infelices caídas va a parar a horribles establecimientos. Como la gracia y la belleza abundan en el pueblo, es ésta una de las capitales en que el amor fácil tiene mayor número de lamentables víctimas. Aún cruzan por las callejas tortuosas las viejas dueñas. Y la mujer española, entre las mil y tres, es la preferida de don Juan.

España contemporánea (1901).




ArribaAbajoLa mujer nicaragüense

La mujer nicaragüense no tiene un tipo marcadamente definido entre las del resto de Centroamérica; pero hay en ella algo especial que la distingue. Es, y ya lo he hecho observar en otra parte, una especie de languidez arábiga, de nonchalance criolla, unida a una natural elegancia y soltura en el movimiento y en el andar. Como en las Antillas, como en casi todas las Repúblicas sudamericanas, abunda el color moreno, el cabello negro; pero no son escasas las rubias. Solamente que el clima no deja durar mucho los oros de los primeros años. Así, el rubio claro o áureo se torna en castaño; las cabelleras se oscurecen, prevaleciendo tan sólo el encanto de la mirada azul. Los cascos de ébano o azabache son de copiosa riqueza. La herencia española delata su procedencia extremeña, castellana o andaluza. Sorprende gratamente el gran número de cuerpos altos y esbeltos que caminan con singular gallardía. «En cierta manera -dice Havelock Ellis-, puede atribuirse especialmente a sus peculiaridades anatómicas el andar de la española. Su paso -que se distingue también en todo lugar en que las mujeres acostumbran llevar carga a la cabeza, como en las romanas de las colinas albanas y en algunas partes de Irlanda- es el porte erguido y digno, acompañado de sobrios movimientos, como sacerdotisa que llevara los sagrados vasos. A la vez, el andar de la española, no exenta de altiva dignidad humana, tiene en sí algo de la graciosa condición de un animal felino, cuyo cuerpo todo es vivo y sus movimientos mesurados, sin exceso ni superfluidad alguna.» Todo esto es aplicable a la mujer nicaragüense, sobre todo a la mujer popular, pues en las familias acomodadas no es rara la señorita educada en ciudades europeas que ha adquirido maneras y aires extranjeros; cuando menos, las que han estado en colegios religiosos, la parsimonia un poco Sacre Coeur, o la señorita educada en los Estados Unidos, ademanes norteamericanos y modos demasiado amazónicos para una raza de gracia. De mí diré que después de tantos años de ausencia y de haber recorrido tantos países, encontré en mis compatriotas un encanto que por un lado me parecía lleno de atractivo exótico, y por otro reavivaba en mi memoria impresiones ya casi perdidas en la lejanía de mis primeros años. Habituado al bullicio de las grandes ciudades, a las comunes y sabidas elegancias femeninas de las populosas metrópolis, me sentía dulcemente subyugado por las figuras como de misterio que en aquel ambiente voluptuoso solía percibir en los salones, visibles desde la calle, salones en donde, por la noche, se mecen perezosa y tropicalmente en las sillas de junco; o en los tibios crepúsculos, a las puertas de las casas, como es usual, donde se admira la gentileza de tanta pálida beldad de grandes orejas, no lejos de los jardines que esparcen por oleadas embriagadores perfumes de flores que causan casi como una grata angustia. El desarrollo de la planta humana es allí prodigioso. Hay niñas espléndidas, semejantes a rosas o a frutas. En el pueblo de León, en el mercado, por ejemplo, he visto jovencitas de doce, de trece, de catorce años, ya listas para la maternidad en la más precoz de las adolescencias. Y recordaba la graciosa boutade de Maurice Donnay: «...et tu n'ignores pas que dans les pays chauds, on est plus vite arrivé à l'âge de puberté que sous nos froids climats d'Europe, les républiques sudaméricaines ayant pour devise: ¡Puberté, Egalité, Fraternité!» En verdad, allí pueden encontrarse esos tipos de adolescentes a la oriental que de tan caprichoso modo se describen en Las mil noches y una noche, que tradujo el doctor Mardrus.

No es en los bailes o en las recepciones, que son más o menos iguales en todo país civilizado, en donde más demuestran su especial donosura las damas de aquella tierra, sino en ciertos paseos campestres y, sobre todo, en las fiestas a la orilla de los lagos o en las riberas del mar. Allí cantan y danzan gallardamente aires y sones del país, o alegres fandangos y músicas de España, que quedaron desde la época de la colonia. Todo ello es muy patriarcal, muy primitivo, si gustáis; pero para mí de un deleite irreemplazable.

Por una temporada en Poneloya, cuando se admiran esas noches «que bien pudieran ser días donde no hay noches como ellas», según la estrofa del poeta colombiano, daría yo cien veces los halagos europeos de la cosmopolita costa de Azur, o cualquiera de los lugares famosos por sus casinos, kursales y demás edenes de artificio.

Al hogar no ha llegado el modernismo, y, generalmente, se procura contentar los deseos del buen Fray Luis de León. Las familias numerosas abundan, pues la fecundidad es extraordinaria y no se sospecha ni se desea sospechar a Malthus. A pesar de la victoria de los principios radicales en la política, la mujer, como en casi todos los países, conserva la religiosidad y mantiene las prácticas de devoción. La ortodoxia se muestra, sobre todo, en las gentes distinguidas y ricas. Las aristocracias en todas partes son las mantenedoras de la tradición y las sostenedoras del culto. Allá, los donativos para ello no escasean entre las pudientes. Por ejemplo: la iglesia de San Juan de Dios, de León, debe mucho a la munificencia de la esposa de uno de los más meritorios hombres públicos; me refiero a doña Soledad de Sánchez; y en la catedral, en altares y cuadros, queda el nombre de una mi señora tía, ya difunta: doña Rita Darío de Alvarado. El demasiado fervor ha hecho dupes algunas veces a los creyentes. Recuerdo que allá, en los años de mi infancia, los jesuitas ponían un buzón místico en la iglesia de la Recolección, buzón que recogía las cartas que se escribían no sé ya más si a San Ignacio, a San Luis Gonzaga o a la Virgen María, los cuales contestaban por medio de sus reverencias los padres confesores. Otra vez es un sacerdote trashumante llamado «el padre de la campanilla», pues milagrosamente se oían en su cuerpo los sonidos de un timbre. El tunante era poseedor, a lo que entiendo, del primer reloj con timbre que haya llegado al país... Y quien daba la hora era él... Otra, y reciente, es un falso cura mexicano que estuvo diciendo misa y predicando; se ganó la buena voluntad de todos, y cierto día resultó ser un bribón que desapareció con un buen montón de dinero de sus feligreses... Mas en París hemos visto famosos ejemplares de esa especie, y las devotas del Faubourg han sido más de una vez tan esquilmadas como las devotas nicaragüenses.

El valor, la voluntad de sacrificio, la abnegación, son cualidades que allá se admiran en la mujer, y de ello se han visto pruebas repetidas en las muchas guerras que han conmovido el país, desde la independencia hasta nuestros días, y en tiempo de la dominación española se admiraron ejemplos de bravura y de decisión femenina. «Entre las mujeres españolas -dice Ellis- en épocas pasadas, a pesar de las costumbres moriscas de encerramiento, eran comunes el valor y las cualidades bélicas»; y H. C. Lea, en su History of the Inquisition in Spain, dice que «combatían y defendían su partido en las intrigas facciosas con más ferocidad que los hombres». Cuando Nicaragua fue tan atacada por los piratas, sobre lo cual narra Ooexmelin tan curiosas cosas en su rara Historia de la piratería, hubo un caso de valor mujeril que Gámez refiere de la manera siguiente: «...Pero al mismo tiempo que los piratas amenazaban por el Realejo, cuatrocientos filibusteros ingleses y franceses desembarcaron en Escalante, puerto del mar del Sur, a veinte leguas de Granada, sobre la cual se dirigieron inmediatamente. Los granadinos, noticiosos de la próxima llegada del enemigo, se fortificaron precipitadamente con catorce piezas grandes de artillería y seis pedreros. A las dos de la tarde del 7 de abril de 1685 se presentó el enemigo, y después de un corto fuego se posesionó de la ciudad. Al día siguiente pidieron el rescate de la población, y como no se les llevó pronto incendiaron el convento de San Francisco y dieciocho casas principales, saquearon la población y se retiraron con la pérdida de trece hombres pasando por Masaya y otros pueblos, hasta salir por Masachapa. Viva todavía la impresión de tan alarmante suceso, el 21 de agosto de 1685, los filibusteros, al mando del pirata Dampier, desembarcaron en un estero inmediato al Realejo, y encaminándose por un río que entra en el playón de Jaguei, se internaron en León, con objeto de dar una sorpresa; mas no pudieron evitar que el vecindario y las autoridades se apresuraran a la defensa, aunque con atropellamiento y sin orden. Al presentarse el enemigo, la suegra del gobernador, doña Paula del Real, tocó la caja, y por esta razón se dio su nombre al estero por donde penetraron los ingleses.» Si doña Paula del Real toca la caja, la señorita Rafaela Herrera dispara el cañón, no contra cierto joven marino inglés llamado Nelson, que más tarde se encontraría en Trafalgar, según afirma el arzobispo Peláez en sus Memorias para la historia de Guatemala, y luego el historiador nicaragüense Tomás Ayón, pues Nelson estuvo en Nicaragua en otra ocasión, sino contra otros enemigos, aunque siempre ingleses. «En 1762 -escribe Gámez- se presentaron los invasores amenazando el castillo de la Concepción (hoy Castillo Viejo) en momentos en que el castellano de la fortaleza, señor don Pedro Herrera, se encontraba enfermo de tanta gravedad, que murió algunas horas antes que los ingleses afrontaran las baterías. Este suceso, que coincidía con las miras del enemigo, dejó acéfalo aquel punto militar, pues un sargento fue cuanto quedó por jefe de la guarnición. El comandante de la flota, informado de todo por algunos prisioneros que servían de atalayas en puntos avanzados, mandó pedir al sargento las llaves del castillo, y éste, olvidándose de su deber militar, se manifestaba dispuesto a entregarlas, cuando la hija del castellano, que apenas contaba diecinueve años de edad, estimando como un legado el honor y la dignidad de su difunto padre, cuyo cadáver tenía delante, se negó a sufrir tamaña vejación, y, constituyéndose en jefe del castillo, hizo regresar al heraldo con su contestación negativa. Los ingleses entonces rompieron un fuego de escaramuza, creyendo que esto bastaría para lograr la rendición; pero la señorita Herrera, educada en ejercicios varoniles y conocedora del manejo de las armas, tomó ella misma el botafuego y disparó los primeros cañonazos, con tal feliz acierto que del tercero logró matar al comandante inglés y echar a pique una balandrita, de tres que venían en la flota. Con este arrojo contuvo el ímpetu de los invasores y mantuvo la acción en equilibrio por cinco días que duró el fuego. Una circunstancia bien sencilla causó no poco temor a los ingleses. Viendo la señorita Rafaela Herrera que la oscuridad de la noche impedía distinguir las posiciones del enemigo, hizo empapar unas sábanas en alcohol, y después de colocarlas sobre unas ramas secas, dio orden de inflamarlas y echarlas al río. A su vista, los ingleses se creyeron que se trataba del tradicional 'fuego griego', no pudiéndose explicar cómo podían sobrenadar sin apagarse aquellas masas de fuego; y como la corriente las arrastraba hacia ellos, se llenaron de pánico y huyeron, suspendiendo el ataque durante aquella noche. Cuando fue de día los ingleses continuaron el interrumpido ataque, pero sin éxito. Por la tarde suspendieron de nuevo sus fuegos, y a la mañana siguiente se retiraron, dejando muchos muertos, varias embarcaciones perdidas, algunos útiles, y, sobre todo, el triunfo de la mujer. El acontecimiento causó gran regocijo en Granada y en todo el reino de Guatemala, en donde se celebró con entusiasmo, y la joven heroína fue colmada de alabanzas y bendiciones.»

Diecinueve años después el Gobierno español expendió una Real cédula otorgando a la señora doña Rafaela Herrera una pensión vitalicia en premio de la heroica defensa que hizo del castillo de la Concepción en 1762. De tal guisa las nicaragüenses de ahora, las del pueblo, van a las campañas, vivanderas, cantineras o compañeras del soldado; y a más de una se la ha visto en funciones de guerra, virilmente pelear con su fusil, como el más valiente. Y esa misma mujer es en su casa buena, hacendosa y excelente para el amor. Lo que se llama las mengalas, o sea las obreras, las que no usan el sombrero europeo de las clases acomodadas, portan con garbo el antiguo chal, que, como los de la India, las decora hermosamente, colgado de los hombros, hombros que van desnudos como los de una dama en traje de etiqueta. Hay entre esas mengalas ejemplares deliciosos que se dirían floración de una Andalucía complicada del ancestral ensueño y voluptuosidades indígenas.

Y tres niñas del mercado leonés, «trucheras», o vendedoras de telas, quedarán en mi memoria cual si las hubiese visto en un zoco arábigo miliunanochesco, libres de todo velo facial, en los tiempos del gran califa Harum-Al-Raschid.

Viaje a Nicaragua (1909).