Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El naturalismo como movimiento literario oportuno en la Europa de la segunda mitad del siglo XIX

Yvan Lissorgues





En su ensayo En torno al casticismo, Unamuno escribía algo así: que mientras más ahondamos en el terruño, en la intrahistoria eterna, más nos acercamos a lo universal, pero añadía que «sobre el suelo compacto y firme de la esencia y el arte eterno corre el río del progreso que le fecunda y acrecienta». Lo que Unamuno llama terruño es un espacio lingüístico-cultural más o menos extenso territorialmente, crisol de una tradición singular bien arraigada; puede ser una nación, una región, un valle, un pueblo con tal que tenga elementos definitorios de una identidad fraguada por la historia. Y lo que dice Unamuno, apoyándose en las investigaciones sobre el Volkgeist definido a partir de los estudios sobre el folklore de cada unidad, es, primero, que bajo los particularismos se encuentran los elementos fundamentales de lo universal humano y también dice que las semillas del progreso diseminadas por el viento de la civilización, digámoslo así, fecundan y fertilizan incesantemente cada terruño particular. Es evidente que este proceso de enriquecimiento por aportaciones de elementos exteriores, constante a lo largo de la historia de la humanidad, se acelera conforme se desarrollan las modernas relaciones entre los pueblos y particularmente los medios de comunicación que cada vez más acortan las distancias. Estas consideraciones generales son nada novedosas, ni siquiera para Unamuno, cuya autoridad se solicita aquí sólo para plantear el problema que nos ocupa y que es el de la difusión de una orientación literaria como el naturalismo del siglo XIX, como podría ser, si viniera al caso, el realismo y el romanticismo que, sí en cierto modo, podrían hacer también al caso.

Precisamente, a propósito de la expansión por Europa del naturalismo, Zola, en su carta de 1885 a Albert Savine, traductor de La Papallona, expresaba la misma idea que Unamuno, envuelta en los agrestes matices de una poética metáfora continuada:

«Hay que convenir [...] en que las evoluciones literarias son como ráfagas de viento que arrebatan y siembran los puñados de semilla pollos campos vecinos; según el terreno, brota la planta y sigue la misma, aunque se convierta en otra: según la nación, la literatura echa ramaje distinto y obtiene del genio y de la lengua nacionales, flores de esplendor original».


Esta misma frase la iba glosando Clarín en las primeras líneas de su reseña de Realidad, al evocar La Papallona, «hermosa y celebrada novela», acudiendo a la metáfora del viento, a esos vientos alisios del arte («El Globo», 19-I-1890).

Ateniéndonos a los hechos, como diría Zola si hablara ahora no como poeta sino como buen positivista, sorprende en un primer momento el hecho de que algunos novelistas del siglo XIX que no se conocen, que viven en «terruños» muy alejados por la distancia y por tradiciones lingüístico-culturales distintas, produzcan obras esencialmente parecidas en sus formas, contenidos y hasta cierto punto, en sus orientaciones. Estas obras, algunas de las cuales se suelen considerar como obras maestras, son representativas de una misma tendencia literaria que globalmente se denomina naturalismo. Así pueden citarse como destacados ejemplos que sobresalen de una impresionante producción: Madame Bovary (1857), Anna Karenina (1875), La desheredada (1881), O primo Basilio (1883), La Regenta (1885), La mujer del farsante (1885) del inglés George Moore, Los Pazos de Ulloa ( 1886), Fortunata y Jacinta (1887), La muñeca (1890) del polaco Boleslaw Prus, Effi Briest (1895) del alemán Theodor Fontane, La Papallona (1886) de Narcís Oller, y todas las grandes novelas de la serie de los Rougon publicadas entre j871 v 1893, sin contar algunas novelas notables de los Goncourt, Daudet, Maupassant.

Las fechas de publicación de las pocas obras citadas muestran que la literatura occidental, vista desde cierta altura, presenta en la segunda mitad del siglo XIX, particularmente a partir de 1857, una indudable coherencia, al estudio de la cual Yves Chevrel dedicó en 1982 el libro titulado Le naturalisme. Étude d'un mouvement littéraire international para demostrar que existe un corpus homogéneo de obras en todos los países que testimonian de un movimiento relativamente autónomo dentro de la más general orientación realista que precede y hasta coincide temporalmente con ella. De aquí la pregunta: ¿En qué se distinguen Stendhal (1783-1842), Jane Austen (1775-1817), Balzac (1799-1850), Elizabeth Gaskell (1810-1865), las Brontë (Charlotte, 1816-1855, y Jane, 1818-1848), Dickens (1812-1870), Gogol (1809-1852), Dostoyevski (1821-1881), Juan Valera (1924-1905), Sienkiewicz (1846-1916), etc., que no se suelen incluir en la nómina de los naturalistas, y otros, por ejemplo los autores de las obras citadas anteriormente, a quienes se les aplica la etiqueta con mayor o menor reticencia?

La única manera de dar respuesta a la pregunta sería intentar definir, a partir de un corpus determinado y de manera pragmática, una tipología de la novela naturalista que, manejada con tino y flexibilidad, permitiera afirmar que tal novela cumple con los requisitos, que tal otra se acerca al canon, y que otra no puede llamarse naturalista. Nada fácil será ese intento, pues el estudio de la novela, particularmente en Francia y en España durante el período, muestra que las formas y la estética del género están en constante evolución, sea porque el autor intenta varios experimentos narrativos, y sobre este punto la obra de Galdós es particularmente ilustrativa, sea porque el entorno sociocultural, también en constante evolución, impone, conforme pasan los años, nuevas exigencias, como notan atinadamente Clarín y Emilia Pardo Bazán al analizar la producción de Zola, de Galdós, y hasta de Tolstói.

Para Henri Mitterand, el mejor especialista en el naturalismo zoliano, sólo hay un naturalismo: el definido por Zola en sus trabajos teóricos y críticos. ¿Quiere decir esto que si el autor de los Rougon no hubiera montado su doctrina, no hubiera prosperado una orientación parecida, aunque tal vez rotulada con otro término? No olvidemos que la creación de la escuela naturalista se consagra, de manera casi fortuita, el 16 de abril de 1877 en Trappe, durante una cena en la que participaban Zola, Flaubert, los Concourt y creo que también Turguéniev y los que habían de formar el grupo de Médan. El marbete, como cualquier marbete, es una abstracción, una convención, y en el caso del de naturalismo en cierto modo un arma de guerra fraguada por Zola a golpe de artículos publicados, gracias a Turguéniev, en «Le Messager de l'Europe» de San Petersburgo de 1879 a 1880, para crearse un campo simbólico de poder, como ha demostrado Bourdieu [1992] y como confesó con aparente cinismo el mismo don Emilio. Ya sabemos que la influencia de Madame Bovary (1857) y de L'Assommoir (1877) fue mucho más determinante para la inflexión de la novela realista hacia un arte nuevo de hacer novelas que el discurso seudoliterario desarrollado en Le Roman expérimental (1880), sólo traducido en España por los años de 1890. Lo que importa, en efecto, es la realidad literaria, tributaria y hasta consecuencia de la situación sociocultural del período.

De hecho, si, como demuestra Yves Chevrel, hay cierta coherencia en las orientaciones literarias que se imponen en las varias naciones de la Europa de la segunda mitad del siglo se debe a que hay en aquel momento un ambiente sociocultural común, por encima de las profundas diferencias vigentes en cada país. Ese ambiente es el que ante todo se debe caracterizar para comprender el arraigo y desarrollo del movimiento naturalista, en Francia primero y también según formas adaptadas al «terruño» en las otras naciones de Europa.

*  *  *

Por condiciones históricas particulares, que no viene al caso analizar aquí, Francia es por aquel entonces el país donde se afirman con más fuerza y claridad los adelantos de la ciencia, a la cual se le tributa un verdadero culto. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la ciencia sale del estrecho campo de los especialistas, se seculariza y, entroncando con la doctrina elaborada por Auguste Comte en su Curso de filosofía positiva (1830-1842), suscita una verdadera fe en la razón y en el descubrimiento progresivo de las leyes que rigen los fenómenos naturales. La fe en la ciencia desencadena una entusiasta sed de conocimientos, en Francia primero y también en otros países donde surgen sistemas filosóficos (el de Wundt, de Haeckel, de Spencer, etc.) que pronto, gracias al desarrollo vertiginoso de los medios de comunicación, se hacen ellos también internacionales y alimentan en todas partes apasionadas discusiones. Así, en la clase media y en la burguesía de los países industrializados se difunde una mentalidad positiva y se forma poco a poco un nuevo público más ilustrado y capaz de interesarse por la astrología, la antropología, la etnografía, la medicina, la biología, etc.

Importante, para nuestro propósito de aclarar las condiciones de la emergencia y del arraigo del naturalismo literario, es la aparición en la estela del positivismo y de la ciencia popularizada de una mentalidad, y hasta diré de una filosofía, que se cree unitaria y totalizadora y se denominará ulteriormente cientificismo. Además de los conocimientos proporcionados por la ciencia experimental, el cientificismo se enriquece con todas las grandes teorías científicas, como el transformismo de Georges Cuvier, el evolucionismo de Darwin. Atrevidas y discutibles extrapolaciones se dan por verdades científicas; por ejemplo, las leyes del determinismo biológico, tales como las asienta el doctor Prosper Lucas en su tan importante, para Zola, Traité philosophique et physiologique de l'hérédité naturelle (1850) o el positivismo sociológico de Taine, de tanta resonancia en todos los países europeos. No debe olvidarse, en nuestro tiempo de reaccionaria modernidad, la teoría lombrosiana del criminal nato... Pues bien, estas teorías son productos del cientificismo más que de la ciencia pura.

Como el positivismo, el cientificismo se desentiende de lo no explicable, porque lo no explicable es meramente lo no explicado todavía. Basta tener fe en el poder infinito de la ciencia para creer que un día se explicará toda la vida, y las causas primeras y las causas finales. Por supuesto que en tal forma de pensar no caben la religión y la metafísica. Los adeptos del cientificismo adoptan por mimetismo el lenguaje de la ciencia: hechos, nada más que hechos, y nada más que relaciones de causas a efectos entre los hechos, experimentación, evolución, determinismo... Se atrae a la ciencia fuera de sus fronteras para que lo informe todo (la sociedad, la política, el arte, la literatura), en espera de que lo explique todo: las pasiones, las ideas, los sentimientos.

Podemos afirmar rotundamente que el pensamiento de Zola está condicionado por el cientificismo: basta citar el título de su obra magna, la serie titulada Histoire naturelle et sociale d'une famille sous le Second Empire, y basta decir que esta obra está vertebrada por el árbol genealógico de los personajes encadenados por la ley de la herencia. Otro enlace unificador de las unidades novelescas de la serie lo encuentra Zola en el determinismo sociológico que procede de Comte y en el cual fundamenta Taine parte de su teoría científica de la crítica literaria. En cuanto a su doctrina del naturalismo literario, expresada en sus artículos de «Le Messager de l'Europe» de San Petersburgo y editados en el libro Le Roman experimental (1880), es el paradigma de una exaltada divagación cientificista, como veremos ulteriormente. Tan fuerte es la idea de la ciencia en el ambiente de la época que un espíritu tan equilibrado como Renan exalta en L'Avenir de la science lo que llama la «revolución de la ciencia»:

«El mundo verdadero que nos revela la ciencia es muy superior al mundo fantástico creado por la imaginación. [...] Al método experimental, que algunos se complacen en representar como estrecho y sin ideal, estaba reservado revelarnos, no ese infinito metafísico cuya idea es la base misma de la razón humana, sino ese infinito real, que nunca alcanza el hombre en las más atrevidas excursiones de su fantasía».


La mentalidad positiva y su excrecencia superlativa, el cientificismo, productos de la popularización de la filosofía de Comte, se desarrollan en forma plena en las ascendentes burguesías de los países industrializados, Francia, Alemania, Inglaterra y también Cataluña, donde sobresalen algunas figuras representativas del positivismo comtiano como Pedro Estasén y Pompeyo Gener. En otros países, como Rusia, Italia o España, donde la burguesía no ha alcanzado el mismo nivel de protagonismo histórico, la mentalidad positiva parece más diluida, lo que no impide en el caso de Rusia la emergencia por los años de 1850 y la definición, por los años 1870, de un realismo que se acerca en algunos aspectos a la estética naturalista. Estas consideraciones, breve y superficialmente evocadas, permiten explicar los distintos grados de recepción de la doctrina naturalista de Zola; digo bien la doctrina, no las obras.

Dejemos aparte el hecho de que la doctrina naturalista fue un intento, hasta cierto punto acertado, para constituir un campo de poder de parte de quien quiso imponerse como jefe de una escuela y olvidemos la confesión de sobremesa de Zola en la que afirma que el naturalismo es un banco para promocionar sus libros y veamos lo que es Le Roman expérimental, la obra más difundida en Francia y en los demás países europeos. Es también la más discutida y la más discutible por ser un atrevido intento de aplicar a la literatura el método científico expuesto por Claude Bernard en su Introduction à l'étude de la médecine expérimentale (1865). Dicho sea sin insistir, parecida teoría de la literatura intenta el escritor alemán Arno Holz, pero inspirándose en la ciencia de la actividad económica de Marx [Chevrel 1982, 157]. «Si el método experimental -escribe Zola- ha podido ser trasladado de la química y de la física a la fisiología y a la medicina, lo puede ser de la fisiología a la novela» [Bonet 1998, 40]. Esta concepción de la literatura sólo puede entenderse según la lógica positivista que limita la realidad a lo cognoscible y no quiere saber nada de la parte de lo real que está en la sombra; ahora bien, la novela es una representación de la vida y la vida no puede reducirse a mero encadenamiento de hechos visibles. Además, la novela, por más fuerte que sea la intención mimética y la voluntad de impersonalidad, no puede eximirse de la representación imaginativa, de la visión del novelista, sin la cual dejaría de ser novela y se reduciría a simple tratado. Estas evidencias no perturban el entusiasmo del ensayista Zola que, sin embargo, cuando se deja llevar por la escritura novelesca se porta como poeta de la realidad y hasta intenta captar y plasmar (¡y con empatía!) esas cosas de la vida tan poco científicas que no tienen nombre («les sentiments innommés», bien presentes en la historia natural de la familia Rougon-Macquart). A pesar de eso, el teórico repite incansablemente frases como la siguiente: «En una palabra, debemos operar sobre los caracteres, sobre las pasiones, sobre los hechos humanos y sociales, como el químico y el físico operan sobre la materia inerte» [Bonet 1998, 43].

Pero es fácil ver que la novela de que nos habla Zola en Le Roman expérimental nunca se ha escrito. La doctrina naturalista del autor de los Rougon es más expresión de una utópica aspiración que una teoría literaria de la novela. «Ser amos del bien y del mal, regular la vida, regular la sociedad, resolver a la larga todos los problemas del socialismo, aportar sobre todo bases sólidas para la justicia resolviendo cuestiones de criminalidad, todo ello, ¿no es acaso ser los más útiles y los más morales obreros del trabajo humano?» [Bonet 1998, 44]. Como se ve, el más voluntarioso defensor de lo positivo en literatura no escapa al idealismo y hasta encuentra los acentos del romántico y mesiánico lirismo: «Nos lanzamos a la conquista de lo ideal utilizando todos los conocimientos humanos» [Bonet 1998, 59].

Así pues, la teoría naturalista de Zola, producto del cientificismo, nos aparece hoy, y aparecía a los más lúcidos críticos de aquella época, tanto españoles como Clarín, Yxart, la Pardo Bazán y, claro, Valera, como Belinski en Rusia o Capuana en Italia, a manera de pretensión algo ingenua, nacida al calor del sueño cientificista. Debe tomarse Le Roman expérimental por lo que fue, un sueño de época, una proyección utópica. Prueba de ello es que en los países europeos donde las condiciones económicas y socioculturales no autorizaban igual desarrollo del cientificismo sólo arraigaron algunos aspectos del naturalismo, los menos «fantasmáticos». Al respecto, el naturalismo español tal como lo entiende Clarín, y creo que es el que lo entiende mejor, asimilando y adaptando lo que le parece más pertinente y más oportuno para renovar el arte de la novela y hacer que la literatura española se alce a la altura de la modernidad del arte europeo, es mucho más en consonancia con la realidad de la vida que la novela se propone representar.

En Europa, el ambiente cultural común al cual se ha aludido determina en cierta medida una forma de arte adaptada a los tiempos. El naturalismo, como nueva orientación encauzada en el realismo tradicional, en España, en Inglaterra, en Italia, y con notable singularidad en Rusia, aparece como la forma más oportuna del arte, según afirman explícitamente en la década de los setenta y de los ochenta escritores y críticos de todos los países europeos. Lo mismo dicen Luigi Capuana y Francesco De Sanctis en Italia que George Moore y Thomas Hardy en Inglaterra, y Belinski y Herzen en Rusia, aunque en el caso de estos últimos varios años antes. En España, es casi un Leitmotiv en la obra crítica de Clarín y de Yxart la idea del naturalismo como orientación oportuna. Por ejemplo, para Yxart el naturalismo es la «forma de arte más conveniente a los tiempos actuales y una de las conquistas de las técnicas literarias» [Cabré 1996, 43]. En cuanto a Clarín, entre las muchas ocurrencias de la idea elegiré la siguiente por incluir un matiz acerca del término naturalismo:

«En cuanto cada tiempo necesita una manera propia, suya, exclusiva de literatura, es progreso el movimiento de las letras que las hace adaptar a las nuevas ideas, costumbres, gustos y necesidades. En la novela que es la forma literaria más propia de nuestro tiempo es donde puede mejor el ingenio grande influir para transformar la literatura [...]. Existe hoy una tendencia que lucha con las escuelas viejas [...]. Esa tendencia es lo que se llama, con nombre más vago de lo que fuera bien, el naturalismo».


(«Los Lunes de El Imparcial», 9-V-1881; el subrayado es mío)                


Cada país tiene sus tradiciones, sus costumbres, su lengua y una historia propia; por lo cual cada uno tiene su especificidad. Conviene dejar claro que el concepto de idiosincrasia de un pueblo, o sea del llamado «espíritu del pueblo», resulta muy discutible, a pesar de las teorías bien documentadas de Taine; sin confesarlo a veces o, en otros casos, tomándolo como hecho científico, tal concepto estriba en la diferencia de las razas. Si hay una forma de ser que permita distinguir los germanos, los eslavos, los latinos, y no hablemos de los pueblos negros y amarillos, esa manera de ser y de pensar es producto de la historia. El positivismo, ateniéndose a los hechos y extrapolando los datos de una ciencia limitada, ha popularizado la idea de la jerarquía de las razas. ¿No se discute por los años ochenta en el Ateneo de Madrid acerca de las cualidades y defectos de la raza latina? Pocos son los que son capaces de colocarse por encima de lo comúnmente admitido y Clarín es uno de ellos; para él «sea el que sea el origen de la especie, hoy el hombre vive como ser de conciencia que se gobierna por razón y moral; creyendo esto, ¿qué significa perseguir, en concepto de moral, por condiciones fisiológicas, filogénicas, a los hombres de raza alguna?» («Heraldo», 31-I-1898).

Conste, pues, que las diversas recepciones del naturalismo en las varias naciones europeas sólo se explican por distintas tradiciones culturales, fraguadas por la Historia.

Varios estudiosos, más o menos especialistas en literatura comparada, han dedicado, en cada país, muchos trabajos al problema del naturalismo, relacionándolo con la doctrina de Zola y sobre todo con el ejemplo de sus novelas. Se comprenderá que en estas páginas sólo puedo resumir esos trabajos, esquematizando en extremo grado y fijándome en las diferencias, es decir en la originalidad de cada literatura nacional. Las semejanzas, es decir lo que permite medir la implantación del naturalismo, las examinaré brevemente en el último apartado dedicado a la tipología o mejor a las características de la novela naturalista.

Casi unánime es el rechazo y la condena de lo indecente, incluso en Francia, donde se acusa a Zola de haber popularizado y hasta «inventado» la literatura obscena. En Inglaterra, abundan las traducciones de las novelas de Zola (45 antes de 1900), pero son textos expurgados hasta dejarlos exhaustos para hacerlos conformes a las normas nacionales. Gladstone, el primer ministro liberal, considera como una amenaza la aparición de una escuela de escritores indecentes, porque puede disolver los lazos que unen al pueblo y decide que se prohíban Nana, Pot-Bouille, La Terre [Baguley 1986]. Igual recelo manifiestan el crítico ruso Mihajlaski y el premio Nobel polaco Sienkiewicz, que escribe: «Tenemos que ir hacia arriba y no caer en lo bajo. Nuestro cometido es más serio, más riguroso [...], nuestra novela tiene una meta distinta: a saber traer la salud y no la podredumbre»; para otro crítico polaco «Zola es el Cristóbal Colón de la cuneta». En 1884, un ucase del zar prohíbe las obras de Zola [Kulczcka-Saloni 1986, 38]. En Italia, donde se prefiere el marbete de verismo al de naturalismo, los novelistas y críticos más eminentes, como Capuana, manifiestan cierta reserva frente a las crudezas de Zola, aunque consideran que el erotismo es realidad humana y social que no se puede ocultar; en cambio ciertos autores italianos de segunda fila no vacilan en seguir el ejemplo de Zola para escandalizar al público [Petronio 1986]. En España, Nana, La Terre provocan verdaderos escándalos y bien conocida es la polémica en torno a Pot-Bouille, punto culminante de la indignación de los fariseos y del malestar de los liberales, incluso los más abiertos. Clarín también se siente incómodo, pero alega la necesidad de representar la verdad: «Si el mundo es así, ¿qué culpa tienen los novelistas? [...] Si en la época presente, y tratándose de ciertos países y de ciertas clases, las novelas que tienen por asunto la realidad tal como es, resultan inmorales, en el sentido absurdo en que suele usarse esta palabra, no es culpa de los autores, sino de la sociedad misma» («El Día», 2-X-1882).

Más fuerte y más general es el rechazo de los fundamentos filosóficos e ideológicos del naturalismo francés, a saber el materialismo, el positivismo que mutila la realidad humana ocultando el misterio y negando la metafísica, el determinismo atávico que es negación de la libertad del ser humano y la pretensión de acercar la literatura a la ciencia. La mayoría de los intelectuales de todos los países europeos coinciden en no aceptar estas filosofías de lo positivo, ni esta manera fatalista de concebir la naturaleza humana, ni pueden imaginar que la literatura llegue a ser una ciencia.

Quien fuera de Francia expresa de manera más completa y más pensada su oposición a esas desviaciones cientificistas del naturalismo de Zola es Clarín. Y eso que es el más consecuente admirador del autor de L'Assommoir y el más entusiasta defensor de la nueva orientación. Es que su naturalismo no se relaciona con el positivismo ni con escuela filosófica alguna, ni admite la ley de la herencia; sí, en cambio, el determinismo social. Es uno de los pocos que ven que La novela experimental es el poema fantasioso e ingenuo de quien quiere imponerse como jefe de una escuela. En cambio, es tal vez el único crítico que sabe distinguir con aguda perspicacia al creador, al poeta de la realidad, del mediocre teórico. Como se sabe, el humanismo progresista español del siglo XIX, sin remontar a Erasmo, resulta de la conjunción, en el crisol del liberalismo filosófico, del idealismo realista derivado del krausismo y del cristianismo racional y depurado. No puede sorprender que los escritores más destacados del gran realismo, Galdós, Clarín, Palacio Valdés, Oller, Picón, Ortega Munilla, e incluso Emilia Pardo Bazán, que más o menos comparten este ideario cultural y filosófico, adapten a su modo de pensar ese naturalismo que los vientos traen del Norte, ese naturalismo que es la forma más moderna y más oportuna del arte literario. Incluso autores tan alejados de tal ideario como Pereda y Coloma se cuelan entre los imitadores de las nuevas técnicas narrativas.

En Inglaterra, las obras de Flaubert, de Zola, de los Goncourt irrumpen cuando todavía es fuerte y bien arraigada la tradición realista de la novela victoriana, ilustrada por autores tan populares como las hermanas Brontë, Jane Austen, Elizabeth Gaskell y sobre todo Charles Dickens, que han hecho popular el género realístico-didáctico en novelas equilibradas, con orientación ética siempre y no pocas veces informadas por una tesis más o menos aparente. Buen ejemplo de tal orientación realista es Norte y Sur (1855) de Elizabeth Gaskell, novela en la que además de una matizada pintura convincente de caracteres animados por buenos sentimientos, se analizan las consecuencias humanas y sociales de la revolución industrial y se propone una ideal superación ética de los conflictos clasistas... En varias obras famosas de Dickens se pinta la vida miserable de ciertos barrios de Londres, pero la pintura está envuelta en un sentimiento de compasión, que según la ortodoxia naturalista es inoportuno. Se trata, pues, de un mundo literario muy alejado de la cruda y rugosa verdad de las novelas naturalistas, cuya recepción, como se ha dicho atrás, produce un choque en ese ambiente literario donde domina la moralidad. Es casi unánime el rechazo del pesimismo y del fatalismo naturalista, totalmente opuestos a una visión abierta y comprensiva de la naturaleza humana, cuya fuerza espiritual es capaz de superar las flaquezas. No prospera mucho la novela naturalista en Inglaterra, según David Baguley, que se limita a citar algunas obras de George Moore y otras de Thomas Hardy, particularmente una, Tess of the d'Ubervilles (1891), en la que se cuenta, como en L'Assommoir y en Germinie Lacerteux, la degradación progresiva de Tess, una mujer humilde [Baguley 1986, 27-28].

Curiosamente, Rusia es el país donde se usó el término de naturalismo antes de que Zola lo eligiera en 1877 y donde menos arraigó la orientación del naturalismo francés. Por los años de 1840, el gran crítico amigo de Turguéniev Vissarion Belinsky, hombre animado por el amor a su país y por la fe en el progreso, se apodera de la palabra, que por aquel entonces designaba una corriente de pensamiento filosófico, para aplicarla al campo del realismo, cuyo representante para él en aquel entonces era Gogol. Las grandes novelas de la literatura rusa poco deben en lo fundamental al naturalismo francés, pues muchas son anteriores. Dostoyevski muere en 1881, justo después de publicar Los hermanos Karamázov, Crimen y castigo es de 1866, El idiota de 1869, Los demonios de 1872. Las obras maestras de Tolstói Guerra y paz y Anna Karenina aparecen en 1869 y 1877, respectivamente. Recordemos que L'Assommoir sale en 1877 y que los artículos que constituirán Le Roman expérimental se publican en «Le Messager de l'Europe» de San Petersburgo de 1879 a 1880.

Los intelectuales rusos siguen viviendo el debate ya antiguo entre occidentalismo y eslavofilia, pero acentúan la apertura hacia occidente para abrirse a lo universal. Están abiertos a la ciencia, van movidos por el deseo de que evolucione la sociedad y todos se comprometen en la lucha contra la autocracia y el poder de la Iglesia. Tolstói y Dostoyevski viajan por varios países de Europa; Turguéniev vive muchos años en París, donde se hace amigo de Flaubert, los Goncourt, Zola. Hasta tal punto que sin la cultura literaria de Europa no hubieran nacido las obras de Dostoyevski, de Turguéniev, de Tolstói. Durante la segunda mitad del siglo la literatura rusa asimila todo cuanto le parece asimilable en la cultura europea; notable es la influencia de Stendhal, de Flaubert, del Zola creador y poeta. Al final del siglo viene su hora de ser a su vez un modelo para el extranjero; está por estudiar la influencia de la literatura rusa en la España del fin de siglo.

Como los intelectuales españoles, los escritores rusos critican el exclusivismo del naturalismo francés, encerrado en un limitado positivismo; rechazan el determinismo que anega cualquier protesta contra el mal; manifiestan su recelo ante la objetividad del artista, se ríen de la pretensión de acercar la literatura a la ciencia y se alzan contra las pinturas crudas del erotismo. Su objeto de observación es el hombre y la sociedad en todas sus dimensiones, lo alto y lo bajo, lo bueno y lo malo, la materia y el espíritu, pero con deseo de influir en el sentido de la mejora del hombre y de la sociedad. Durante las dos últimas décadas del siglo se acentúa en Tolstói el imperativo ético y su estética de la novela evoluciona hacia el llamado «realismo ideal», caracterizado por la presencia de un «héroe», por ejemplo Nekhlioudov, optimista, defensor de la justicia y del bien e intérprete en el mundo literario de Resurrección del pensamiento del autor. Evolución parecida es la de Galdós a partir de Ángel Guerra, novela que inicia el llamado «naturalismo espiritual». Es obvio que las obras del «realismo ideal» y del «naturalismo espiritual» se alejan del canon naturalista.

Está por ver, en efecto, cómo el naturalismo considerado en todos sus matices nacionales contribuye a plasmar una forma de novela adaptada al deseo de una representación mimética de la realidad. El problema es complejo, como puede deducirse de las diversas lecturas a que da lugar en los varios países europeos (y no todos están tomados en consideración en este trabajo; siento dejar de lado a Portugal y al tan significativo Eça de Queirós) esta oportuna orientación que se denomina naturalismo.

*  *  *

Dentro del realismo sin fronteras, al lado del realismo estrecho y mezquino definido en Francia por los años de 1855 por Duranty y Champfleury pronto superado y olvidado, ¿existe una novela que pueda propiamente llamarse naturalista? ¿Puede inducirse a partir de un notable corpus de novelas una tipología de esta novela?

Se imponen primero una serie de consideraciones generales.

La novela es el género predilecto de la nueva orientación por ser la forma más flexible y más maleable.

También podríamos decir que es el centro de la batalla, por lo menos en Francia y hasta cierto punto en España; quiero decir que es a partir de la producción novelesca que se intenta renovar el teatro en el sentido de una representación en las tablas de la realidad. Pese a los esfuerzos de Zola y de Clarín, el resultado no es significativo; y las adaptaciones teatrales por Zola y Galdós de sus novelas parecen más remake que creación de una forma nueva de drama. Los únicos creadores que consiguen imponer un teatro nuevo, «a la altura de los tiempos», se cuentan con los dedos de la mano. Obras maestras, representadas y comentadas en toda Europa, ofrecen el noruego Ibsen, el sueco Strindberg y el alemán Hauptmann. Basta leer los artículos que Clarín dedica directa o indirectamente a cada una de estas obras para medir la enorme influencia en Europa de estos dramaturgos. Sobre esta cuestión del «naturalismo en el teatro» remito a los trabajos ya publicados y a los que están por hacer.

A tanto llega el afán cientificista que se pone en tela de juicio el término de novela. Los ortodoxos del naturalismo «científico», Zola, los Goncourt, tal vez Daudet, manifiestan cierto malestar ante una forma que les parece artificial, demasiado alejada del cometido científico, e intentan otras denominaciones más apropiadas, que finalmente no consiguen imponer, como «estudio humano», «estudio psicológico», «crónica»; Daudet propone para La Evangelista, «una observación». Los naturalistas de otros países no se meten en tales honduras y finalmente queda en uso la palabra novela. Pero Zola lamenta, en 1879, que no se haya escrito todavía la verdadera novela naturalista que, según él, queda como proyecto para el futuro soñado de plenitud naturalista. Confiesa su incapacidad para llegar a ser, dentro de su escuela, un perfecto escritor: «Me temo no haber vencido mi romanticismo. [...] Nuestras frases echan a perder la fórmula científica. Cuando se aplique esta fórmula al estudio de todos los medios y de todos los personajes, sin la pompa (el «tralala») de nuestra cola romántica, se escribirán obras verdaderas y duraderas» [Guedj 1971, 64-65]. Afortunadamente, queda viva la aspiración artística (los «resabios románticos», dice Zola) en los grandes novelistas naturalistas de Francia, que no renuncian, pese a todas sus proclamas, a ser poetas de la realidad. En caso contrario no hubieran pasado de ser otros tantos López Bago sepultados en el polvo de la Historia.

Los escritores que han pensado en la forma de novela más adaptada a la representación profunda, lo más total que se pueda de la realidad, y Clarín es sin lugar a dudas el más pertinente, manifiestan su recelo ante cualquier forma de relato que no sea asumido por un narrador, no tal vez omnisciente, pero sí lo más leído, lo más enterado de todos los adelantos de todas las ciencias que se pueda y el que tenga un conocimiento directo de la vida.

La ficción autobiográfica, es decir la novela de un yo que se expresa en un diario, una memoria, como Lo prohibido de Galdós, Doctor Angélicus de Clarín, Le journal de M. Mure de Paul Alexis, Le Journal d'une femme de chambre de Octave Mirbeau, etc., puede ser interesante, pero es insuficiente, según Clarín, por reducir la percepción y la expresión de la realidad a un solo punto de vista.

Para los teóricos de la escuela, y Clarín es uno de ellos por lo que hace a las letras españolas, la novela epistolar, como La incógnita de Galdós, Las pobres gentes (1846) de Dostoyevski, aunque permite la visión de dos o más personajes, puede valer en el limitado campo de la psicología, pero de todas formas le falta un nivel superador que trascienda las dos o tres narraciones acotadas que son las cartas.

La novela dialogada, Realidad o El abuelo, es un experimento narrativo original de Galdós, único en la literatura europea de la época. Para Clarín es un error, sobre todo tratándose de una novela psicológica. Nota Clarín que en los soliloquios (lo que se dicen a sí mismos los personajes) está lo más profundo de lo que se puede esperar de esta forma de novela. «Pues bien -comenta-: esto resulta un esfuerzo casi humorístico, una forma convencional excesiva, que quita ilusión al drama y por consiguiente fuerza patética». Así pues, el mismo estudio psicológico resulta falseado por la necesidad de «poner en boca de los personajes la expresión clara, lógica y ordenada de lo que en la inteligencia de éstos es obscuro, confuso, vago» («La España Moderna», marzo-abril 1890).

Por otra parte, el naturalismo, que quiere acercarse en la representación lo más que se pueda a la verdad, desconfía de la fluctuación del sentir del personaje y además necesita «objetivar», es decir poner el relato a cierta distancia. La novela naturalista exige, pues, un narrador extradiegético, tan impersonal como se pueda pero superior. Esta superioridad del narrador estriba en su conocimiento, su clarividencia, su capacidad de introspección y, por ende, de empatía, pero no se hace notar. El narrador humilde «es en la novela como reflejo completo de la realidad ideada» (ibid.). En eso es superior la novela, la que no sea meramente dialogada, al teatro, pues «lo que el autor puede ir viendo en las entrañas de un personaje es más y de mucho mayor significación que lo que el personaje mismo puede ver dentro de sí y decirse a sí propio» (ibid.).

Dicho sea sin insistir, podría intentarse, como sugiere Baguley [1986], una tipografía general de los espacios en la novela naturalista: espacios cerrados de la burguesía yuxtapuestos con los espacios cerrados del pueblo bajo, laberinto de calles donde se extravían los desesperados, sitios de realidades escondidas: burdel, hospital, asilo, cuartel, tugurios, etc.

Aportación imprescindible para la construcción de una tipología de la novela naturalista es el análisis, a partir de la novela española del gran realismo, del «lenguaje de la novela naturalista», que fue objeto, en 1987, de una magistral conferencia de Gonzalo Sobejano [1988, 583-615], Según don Gonzalo, se articula este lenguaje en las siguientes características: I) Impersonalidad, II) Corporeidad, socialidad, III) Biomorfología, IV) Verismo impresionista. Remito a este trabajo, cuya estructura analítica puede valer también para la novela naturalista europea. Me limitaré, pues, a añadir algunas consideraciones en torno a la impersonalidad y a lo que Sobejano denomina biomorfología. También se plantea el problema del personaje protagonista, cuando éste es alzado al papel de héroe o de representante de las ideas del autor, como ocurre en las novelas rusas y en algunas del Galdós de fin de siglo, aun cuando estas últimas puedan considerarse fuera del canon naturalista.

La impersonalidad es un concepto clave de la estética naturalista y un camino de perfección que nunca llega a lo perfecto. Zola intenta explicitarlo en la «teoría de las pantallas». El autor de L'Assommoir define la obra de arte como «una ventana abierta sobre la creación», pero siempre «engastado en el alféizar hay una pantalla transparente, a través de la cual se ven más o menos deformados los objetos». Hubo «la pantalla clásica», la «pantalla romántica» y ahora tenemos, dice Zola, la última que ha producido la historia del arte, «la pantalla realista». Esta es un cristal ordinario, muy delgado, muy claro, que niega su propia existencia. Sin embargo, por más delgado y transparente que sea, «tiene su propio color, algún espesor y tiñe los objetos, los refracta». Lo que en claro quiere decir que el «temperamento» del creador cuenta tanto como el trozo de creación que pinta. La impersonalidad absoluta no puede existir, pues con tal que el novelista tenga que trabajar la palabra para ajustarla a la realidad la hace suya, por poco que sea. La mayor (y la mejor) impersonalidad que se pueda conseguir será el resultado de la voluntad artística del creador. Es proverbial el trabajo de Flaubert para alcanzar la transparencia del estilo. Pocos novelistas llegan a tal perfección relativa, ni siquiera Zola, afortunadamente, dicho sea de paso; lamenta «no haber vencido su romanticismo» [Guedj 1971, 264]. Hermano de Flaubert en la claridad y delgadez de la pantalla es el alemán Theodor Fontane, cuya novela Effi Briest se acerca en el estilo a Madame Bovary.

Muchos autores, aunque reconozcan y prediquen la necesidad de la impersonalidad, no se refrenan para borrar su marca. De aquí la escritura fundamentalmente irónica de La Regenta, pero no por eso menos empática cuando se trata de captar lo que viven por dentro los personajes, de aquí el omnipresente humorismo bonachón de Palacio Valdés. Oller, aunque su narrador no se implique de manera explícita en la narración, deja transparentar su sentir: sus simpatías por Madrona y los esposos Castellfort, su benévola indignación por el tarambana Luis, su profunda compasión por Toneta. Aunque Oller proceda, según Albert Savine, del naturalismo francés, Zola le reprocha llevar la emoción hasta el último extremo y, cosa grave, a expensas de la verdad (La Mariposa, 1886, «Carta de Emilio Zola a Albert Savine»),

Otros, por fin, tal vez los más, prefieren que su narrador esté bien presente, sea para establecer relación con el lector y obrar como mediador entre lo contado y el destinatario y cuando les parece oportuno añadir un comentario o un juicio. A Galdós debe de parecerle natural el procedimiento, pero no es del gusto de Clarín, que, a propósito de La desheredada y de Tormento, que, según el crítico, son novelas realmente naturalistas de su novelista predilecto, le aconseja que ensaye «en una novela fuerte, [...] la impersonalidad que exageró Flaubert y de que Zola usó muy bien» [Ortega 1964, 216-218]. Ya se ha dicho que los novelistas rusos desconfiaban en general de la impersonalidad. Anna Karenina, por ejemplo, empieza por un juicio general del narrador acerca de las familias felices e infelices. Sin embargo, según los estudiosos, los manuscritos de Guerra y paz revelan en las sucesivas correcciones el deseo de dar mayor naturalidad al relato y de acercarse más a la verdad. El apasionante estudio de la presencia de Tolstói en sus novelas necesitaría mucho tiempo y amplio espacio. Aunque el narrador tolstoiano no manifieste en general su presencia de manera explícita, envuelve las cosas y los seres en un soplo vital de calurosa simpatía. En el prólogo a la traducción de Resurrección, dice Clarín de Tolstói: «la gracia que Dios ha querido llevar a su corazón, también la derrama sobre su arte, piense en ello o no el artista». Sí, hay algo del corazón de Tolstói en todas sus obras, que desde luego son otra cosa que esos «estudios» con los que sueña Zola, cuando él mismo no puede impedir que su propio soplo caliente sus palabras. Imposible es romperle el cristal a la «pantalla realista»: es la condición que al ingenio le pone el arte.

Otro aspecto que es preciso evocar es el de la biomorfología, según el término empleado por Sobejano y que Clarín denomina morfología de la novela, «asunto -dice- que se relaciona mucho con lo que suele llamarse la composición y que el mismo Zola llama la experimentación» («El Día», 6-VII-1884). Lo que quiere decir Leopoldo Alas lo explica claramente Sobejano: en las novelas naturalistas, las leyes que rigen la vida deben ser las que rigen la representación literaria. Lo primero que debe hacer el novelista es desahuciar la loca de la casa para no dejarse llevar por los desarreglos de la imaginación; también tiene que rechazar la tentación de acudir a los tópicos folletinescos, a los efectismos, a las teatralizaciones mecánicas. La intriga debe proceder de la vida, de lo observado en la vida normal, la de todos los días, en la que lo sensacional es lo menos frecuente. La novela, según Zola, debe ser como la sencilla monografía de una página de vida. Lo proclama Zola y lo subraya Clarín cuando escribe:

«Una de las cosas de que más se han reído muchos críticos franceses [...] es la sencillez de la acción en la novela naturalista. Falta de invención, se ha gritado, sin ver que acusaban en esto de falta de invención al autor de Coeur simple, y lo que aún es más grave, al autor de Eugénie Grandet. Esa sencillez, que algunos autores han llevado al extremo, por ejemplo: Léon Hennique, en Dévouée; Huysmans, en Soeurs Vatard y otras novelas; Paul Alexis, en Les Femmes du Père Lefèvre, Le journal de M. Mure; el italiano Capuana, en varias novelitas publicadas recientemente; esa sencillez es, en rigor, clásica, y en vez de burlas merece aplausos cuando no acusa pobreza de ingenio, sino profundidad de observación y acierto en el asunto, que en forma breve, de nada complicadas apariencias, es expresión de mucha vida».


(«Los Lunes de El Imparcial», 9-V-1881)                


La sencillez de una acción que es representación de lo que ocurre comúnmente en tal o cual situación de la realidad no literaria es una de las conquistas de la estética naturalista. Cabe observar que hay situaciones que no son comunes: la guerra, en La Débacle y en Paz en la guerra; la ruta del presidio de Siberia, en Resurrección, y personajes que no son del montón -Raskólnikov de Crimen y castigo, Ángel Guerra, Nekhlioudov de Resurrección, Nazarín, etc. Pero estos personajes alcanzan, como se ha dicho atrás, el estatuto de héroes y salen del círculo del personal habitual de la novela naturalista, que nunca se focaliza en lo excepcional. Hasta tal punto que las obras de Galdós y de Tolstói del final del siglo se consideran como novelas tendenciosas o novelas de concepto o meramente novelas de tesis y se las designa como representantes del «realismo ideal» en Rusia o del «naturalismo espiritual» en España. Se sigue considerándolas naturalistas en la medida en que pintan la realidad del entorno social y cultural con una veracidad que mantiene la ilusión de realidad.

Otra conquista del naturalismo es la definitiva superación de la teoría clásica de los niveles estilísticos, cuestión tan bien estudiada por Erich Auerbach [Auerbach 1968]. Esta superación fue iniciada por los románticos, que dieron el primer golpe diluyendo en el drama la tragedia y la comedia y mezclando lo sublime y lo grotesco. El gran paso del naturalismo es hacer caso omiso de esas categorías literarias aristotélicas que son lo sublime y lo grotesco y considerar que todo en la realidad es digno de representación artística, lo bello como lo tenido por feo, y en plan sociológico, las clases decentes como las que viven en los barrios bajos de las ciudades o en los tugurios de los campos apartados. A estas alturas, después de haber leído L'Assommoir, será poco demostrativo dar ejemplos. Sólo diré, y de paso, que no es necesario para hacer aceptable lo bajo idealizarlo como hace Oller en La Papallona, cuya visión cristiana depara un mundo donde son ejemplares en comprensión y candad tanto Madrona como los burgueses Castellfort, donde puede haber vicios pero donde no viciosos empedernidos. Más al nivel de los tiempos es, por ejemplo, La desheredada. Al respecto, dice más que cualquier comentario la reacción de Clarín al descubrir la realidad literaria deparada por esta novela. Es casi un grito de victoria ante esta conquista del arte literario: «Galdós ha llevado la acción de su novela a la vida de las clases bajas de nuestro pueblo, y en esto también ha procedido como los autores naturalistas. El pueblo que se pinta en La desheredada no es aquel pueblo inverosímil, de guardarropía, de las novelas cursis, que tanto tiempo hicieron estragos en parte del público». Galdós «nos lleva en La desheredada a las miserables guaridas de ese pueblo que tanto tiempo se creyó indigno de figurar en obra artística alguna» («Los Lunes de El Imparcial», 9-V-1881).

*  *  *

Este esquemático panorama, necesariamente incompleto, muestra por lo menos que hay indudable coherencia en la orientación general de la literatura realista europea durante la segunda mitad del siglo XIX. Glosando a Zola, puede decirse que un soplo, nacido en la cresta de la ciencia que se cree el punto culminante de la civilización, se derrama por Europa sembrando un puñado de semillas por todas partes. Según la naturaleza del terruño en que germina la simiente, crece la planta «con ramaje distinto y obtiene del genio y de la lengua nacionales, flores de esplendor original».

Y eso hasta cuando soplen otros vientos, nacidos en otras orillas trazadas por otras aspiraciones de la sin fondo condición humana. Dígase abruptamente que Les Fleurs du mal se publican el mismo año que Madame Bovary, que el Manifiesto simbolista de Jean Moréas es de 1886, que a partir de 1870 se difunde por Europa una concepción del arte que está en los antípodas del positivismo y del naturalismo dominantes entonces, por orientarse hacia lo desconocido y por su carácter metafísico.

Última reflexión casi fuera de campo: más allá de las posiciones conceptuales, los poetas simbolistas y los novelistas realistas, que tan disconformes parecen, al encararse como creadores con las profundas realidades traspasan los límites del conocimiento racional. Entre Maeterlinck, pongo por caso, que postula un misterio superior, y un novelista como Clarín o Tolstói, que intuye los misterios de la realidad, no parece que haya tal abismo.






Obras citadas

  • Alas 2003a: L. Alas, Clarín, Del naturalismo [«La Diana», del 1 de febrero al 16 de abril de 1882], en Obras completas, tomo IV (ed. L. Bonet), Oviedo, 2003, pp. 847-852, 874-880, 916-919, 952-958, 974-978, 1057-1063.
  • Alas 2003b: L. Alas, Clarín, La desheredada, novela de don Benito Pérez Galdós [«Los Lunes de El Imparcial», 9-V-1881 y 24-X-1881], Obras completas, tomo IV (ed. L. Bonet), Oviedo, 2003, pp. 426-437.
  • Alas 2003c: L. Alas, Clarín, Tormento, novela original de don Benito Pérez Galdós [«El Día», 6-VII-1884], Obras completas, tomo IV (ed. L. Bonet), Oviedo, 2003, pp. 511-522.
  • Alas 2003d: L. Alas, Clarín, Realidad, novela en cinco jornadas por don Benito Pérez Galdós [«La España Moderna», marzo-abril de 1890], Obras completas, tomo IV (ed. L. Bonet), Oviedo, 2003, pp. 1674-1690.
  • Alas 2004: L. Alas, Clarín, Prólogo a Resurrección de León Tolstói, en Y. Lissorgues, Clarín político, Oviedo, 2004, pp. 1195-1210.
  • Auerbach 1968: E. Auerbach, Mimesis. La représentation de la réalité dans la littérature occidentale [1949], Paris, 1968.
  • Baguley 1986: D. Baguley, Les petites ironies de la vie (littéraire): le Naturalisme dans la Grande-Bretagne victorienne, en Y. Chevrel (ed.), Le Naturalisme en question. Actes du Colloque tenu à Varsovie, 20-22 septembre 1984, Paris, 1986, pp. 21-28.
  • Bonet 1998: L. Bonet (ed.), El Naturalismo, Barcelona, 1998.
  • Bourdieu 1992: P. Bourdieu, Les Règles de l'art: genèse et structure du champ littéraire, Paris, 1992.
  • Cabré 1996: R. Cabré, José Yxart: crítica dispersa: 1883-1893, Barcelona, 1996.
  • Chevrel 1982: Y. Chevrel, Le Naturalisme. Étude d'un mouvement littéraire international, Paris, 1982.
  • Chevrel 1986: Y. Chevrel (ed.), Le Naturalisme en question. Actes du Colloque tenu à Varsovie, 20-22 septembre 1984, Paris, 1986.
  • Fontane 2004: T. Fontane, Effi Briest [1895], trad. P. Sorozábal Serrano, Madrid, 2004.
  • Gaskell 2005: E. Gaskell, Nord et Sud [1855], Paris, 2005.
  • Concourt 1956: E. y J. de Concourt, Journal: mémoires de la vie littéraire, 3 tomos, Paris, 1956.
  • Guedj 1971: A. Guedj (ed.), Zola, Le Roman expérimental, Paris, 1971.
  • Kulczcka-Saloni 1986: j. Kulczcka-Saloni, La réception du Naturalisme dans la littérature russe et la littérature polonaise, en Y. Chevrel (ed.), Le Naturalisme en question. Actes du Colloque tenu à Varsovie, 20-22 septembre 1984, Paris, 1986, pp. 29-39.
  • Lissorgues 1988: Y. Lissorgues (ed.), Realismo y naturalismo en España en la segunda mitad del siglo XIX, Barcelona, 1988.
  • Lissorgues 1998a: Y. Lissorgues, El modelo teórico del Naturalismo. Ciencia positiva y literatura. Propuestas estéticas y temáticas. El debate sobre el Naturalismo y el Simbolismo, en L. Romero Tobar (coord.), Historia de la literatura española. Siglo XIX (II), Madrid, 1998, pp. 19-31.
  • Lissorgues 1998b: Y. Lissorgues, Filosofía krausista. Positivismo y debate sobre la ciencia, en L. Romero Tobar (ed.), Historia de la literatura española, Madrid, 1998, pp. 31-41.
  • Mitterand 1986: H. Mitterand, Zola et le Naturalisme, Paris, 1986.
  • Mitterand 1988: H. Mitterand, Les trois langages du Naturalisme, en Y. Lissorgues (ed.), Realismo y naturalismo en España en la segunda mitad del siglo XIX, Barcelona, 1988, pp. 21-29.
  • Núñez Ruiz 1986: D. Núñez Ruiz, La mentalidad positiva en España: desarrollo y crisis, Madrid, 1975; Alicante, 1986.
  • Oller 1886: N. Oller, La Mariposa (trad. F. B. Navarro), Barcelona, 1886.
  • Ortega 1964: S. Ortega, Cartas a Galdós, Madrid, 1964.
  • Pardo Bazán 1989: E. Pardo Bazán, La cuestión palpitante, ed. J. M. González Herrán, Barcelona, 1989.
  • Petronio 1986: G. Petronio, Les théories véristes italiennes et le Naturalisme européen, en Y. Chevrel (ed.), Le Naturalisme en question. Actes du Colloque tenu à Varsovie, 20-22 septembre 1984, Paris, 1986, pp. 59-66.
  • Prus 2007: B. Prus, La muñeca [1890], Oviedo, 2007.
  • Renan 1890: E. Renan, L'Avenir de la science, Paris, 1890.
  • Sobejano 1988: G. Sobejano, El lenguaje de la novela naturalista, en Y. Lissorgues (ed.), Realismo y naturalismo en España en la segunda mitad del siglo XIX, Barcelona, 1988, pp. 583-615.
  • Zola 1864: E. Zola, Lettre à Valabrégue, 1864.
  • Zola 1886: É. Zola, Carta a Albert Savine, traductor de La Mariposa en lengua francesa, en N. Oller, La Mariposa, trad. F. B. Navarro, Barcelona, 1886.
  • Zola 1998: E. Zola, La novela experimental, en L. Bonet (ed.), El naturalismo, Barcelona, 1998.


Indice