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El nuevo Apocalipsis

Homero Aridjis

En un viaje por las islas griegas en 1993, después de asistir a una misa oficiada por Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla, en una capilla en la isla de Patmos, mi impulso fue ir a la gruta de San Juan donde, según la leyenda, un ángel le dictó el Libro de la Revelación. Toqué la roca que le sirvió de escritorio, y pensé en un poema relacionado con ese momento.

Precisamente, la palabra «apocalipsis» significa en griego «revelación», y por consiguiente se asocia al último libro del Nuevo Testamento, escrito alrededor del 95-96 d. C. por San Juan de Patmos para las comunidades cristianas tempranas del Asia Menor. En sus visiones, San Juan describe la caída de Satán, su encadenamiento por mil años (llamado el Reino Milenario), y la destrucción de Babilonia. Esta obra ha sido una fuente de inspiración artística, literaria y musical hasta nuestros días.

Beato de Liébana (?-798), monje asturiano, quien pasó la mayor parte de su vida en el monasterio de San Martín de Turieno (hoy Santo Toribio de Liébana), en el valle asturiano de Liébana, fue responsable de los llamados terrores del año 800 y ha sido uno de los más grandes motivadores de la iconografía apocalíptica. Es famoso por haber hecho el más trascendente comentario al Apocalipsis (776-784) de su época. Después de su muerte, iluminar el Comentario en los monasterios se hizo una tradición. Aunque el texto original no sobrevive, hoy día se conocen 35 copias -en algunos casos se trata de fragmentos- hechas entre los siglos X y XIII, de las cuales 26 están ilustradas.

Entre las representaciones más emblemáticas está mi favorita, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, una de la serie de quince xilografías que hizo Alberto Durero sobre el Libro de la Revelación para su Apocalipsis cum figuris, que publicó el artista por cuenta propia en 1498.

En el mundo del siglo XXI, amenazado por guerras nucleares, devastaciones ambientales planetarias y plagas terroríficas como la causada por el coronavirus, la cual nos ha recordado al mismo tiempo las plagas medievales y las plagas del futuro descritas por la ciencia ficción, nosotros sentimos que el nuevo Apocalipsis ha comenzado ya, y que solo es cuestión de tiempo ver la forma que toma. Pero de una cosa sí estamos seguros: si bien el final será terrestre, tendrá impactos imprevisibles en el cosmos. El apocalipsis será ecológico, no cabe duda, con consecuencias imprevisibles en la psique humana, porque, como vemos en la pandemia del coronavirus, como se vio en las plagas medievales, el terror nos acosará como la enfermedad y la guerra, y este será, para nuestro mal, como un oscurecimiento total de la conciencia. Parodiando a Daniel Defoe en su Diario del año de la peste, se podría decir «que, de todas las plagas con que la humanidad es maldecida, la tiranía del miedo es la peor».

Con esto en mente, creo que el nuevo Apocalipsis será una descreación local y global de la vida en la Tierra, raíz y fuente de la vida (humana, animal y vegetal), y de los cuatro elementos: agua, aire, tierra y fuego (y en su forma espiritual, la luz). Son elementos que desde los orígenes del ser humano se han considerado razón y causa de nuestra existencia, y la de los seres que comparten con nosotros el espacio terrestre.

Si bien en esta época vivimos amenazados por el cambio climático y por la depredación sistemática de los ecosistemas y todas las esferas de la vida, de una cosa sí estamos ciertos: cuando mueran los océanos morirá el planeta. Y de otra cosa: habrá muerte, pero no Juicio Final.

Pero existe otra amenaza más atroz y más malvada, la del holocausto nuclear. Las llamadas potencias de la guerra se han convertido en las potencias del fin, no solo del aniquilamiento total de un grupo humano, una población, un país, un continente, sino de la Tierra entera. En suma, estas potencias serán las fuerzas destructivas que aniquilarán millones de años de vida, de evolución y de civilización, y con ello, la trayectoria del espíritu humano y su conciencia histórica. Las criaturas de la especie humana, y de las demás especies animales y vegetales, seremos víctimas por igual del terror nuclear.

Desde 1945 vivimos bajo esa espeluznante amenaza, bajo esa pesadilla de la que ningún habitante de este planeta puede despertarse. Una guerra nuclear, por limitada que sea, tendrá consecuencias inconcebibles, destruiría las raíces, las urdimbres y las fuentes de nuestra existencia. Lo peor de todo es que políticos y militares irresponsables siguen experimentando y produciendo las bombas nucleares, incapaces de comprender la destrucción masiva, total, que pueden provocar en el globo terrestre y en el espacio.

Un ataque letal en varios frentes de la Tierra es factible, y puede suceder en cualquier momento, en cualquier parte del mundo. Se dice fácil, pero lo que hemos sido en el pasado, lo que podríamos ser en el futuro, la historia entera de nuestro espíritu y nuestra conciencia quedaría aniquilada, y más que todo por estupidez de una caterva de líderes obcecados que a estas alturas de la historia no han soltado la quijada de burro para matar al hermano.

En 2002 me encontré con Mijaíl Gorbachov en una recepción en Los Ángeles con motivo de que a mi esposa Betty y a mí la organización Global Green nos otorgó el Premio del Milenio por Liderazgo Internacional en el Medio Ambiente en reconocimiento por nuestra labor ecológica al frente del Grupo de los Cien, fundado el 1 de marzo de 1985. Le conté a Gorbachov que, durante la crisis de los misiles de Cuba, en octubre de 1962, me sentí como un animal que, encontrándose en medio de un fuego cruzado, no comprendía la destrucción de la naturaleza a su alrededor, ni el porqué del fuego que abrasaría todo, ignorando de dónde venía tanta violencia, quién la había provocado y por qué. La respuesta de Gorbachov me sorprendió muchísimo: «En Stávropol, yo también me sentí como un animal acorralado que de pronto podría ver todo el mundo alrededor desaparecer».

Respecto al mito mexicano que los códices y los anales llaman el fin del Quinto Sol, en el que el Sol bajo el cual estamos viviendo acabará por terremotos, y, como predice Fray Bernardino de Sahagún, «aquella noche y aquellas tinieblas serán perpetuas... de arriba vendrán los tzitzimime, los monstruos del crepúsculo a devorar a los hombres», en relación a esta profecía, pienso que los tzitzimime no vendrán de arriba, sino saldrán de nosotros mismos.

Siempre he pensado que algunos mitos pueden convertirse en realidades. Así, a las 7:19 de la mañana del 19 de septiembre del año de 1985, mientras mis hijas se preparaban para ir a la escuela, el suelo y los muros comenzaron a crujir y moverse alrededor mío con enorme fuerza, y las ondas sísmicas originadas en el Océano Pacífico con velocidad vertiginosa llegaban a la ciudad de México, sacudiéndola como si la urbe fuera a hundirse con sus habitantes en las entrañas de la tierra. Entonces sentí que mi mundo, como la era del Quinto Sol, bien podría acabar por terremotos.

Tal vez, en concordancia con los mitos prehispánicos, el Libro de la Revelación de San Juan y otras profecías, el nuevo Apocalipsis ha comenzado ya, con perturbaciones de los polos y los océanos, aunadas a una alteración general de los ciclos de las estaciones, la cual está teniendo impacto en los animales y las plantas. A semejanza de la narrativa bíblica, está manifestándose en plagas de virus hasta ahora en estado latente o en gestación. En suma, viviremos una descreación al revés. Como lo digo en El último Adán: «En el final, el hombre destruyó los cielos y la tierra. Y la tierra quedó sin forma y vacía. Y el Espíritu de la Muerte reinó sobre la superficie de las aguas... Y el último hombre, en el crepúsculo del amanecer del sexto día de destrucción, vio lo que sus semejantes habían hecho, y en medio de la creación, lloró».

El apocalipsis será un continuo decaimiento ambiental, una degradación sistemática del arca de la riqueza biótica. Será una larga agonía de la Naturaleza, un triunfo de la muerte, un colapso espiritual. El deterioro general de la vida como la conocemos será acompañado por una atrofia moral, un desgarramiento de la conciencia humana que ha atravesado siglos y milenios.

En nuestra desolación nos abrumará una amargura infinita por haber sido nosotros los destructores del paraíso terrestre, por haber pasado nosotros del cainismo al último acto: el matricidio, el asesinato de la Tierra viva, y con ello al deicidio del dios biológico.

El apocalipsis no sucederá de sopetón, ocurrirá durante décadas, siglos, milenios, será una carrera en sentido inverso de nuestra mítica creación. Nuestros días serán oscuros, fríos o terriblemente ardientes. Por eso, solo con un activo movimiento de conciencia, individual y colectivo, procedente de la humanidad entera, podremos detenerlo. En estos tiempos de la terrorífica plaga global del coronavirus, que ha causado cientos de miles de muertos, nos hemos vuelto conscientes de nuestra fragilidad. Ha provocado tal sicosis que algunos de nosotros nos sentimos como monjes medievales ante la Peste Negra o como personajes del futuro en la narrativa del horror. Ahora el ser humano aparece indefenso y vulnerable, amenazado por virus invisibles e impalpables, por fuerzas naturales incontrolables, como se sintió el hombre ante los terrores del Año Mil. Por eso, es necesario que hagamos todo un examen de conciencia respecto a nuestra relación con la Naturaleza, es urgente que nuestra generación esté a la altura de las circunstancias y respete de una vez por todas las esferas de la vida. Como en el pánico que provocó la inminencia del Año Mil ante el desarreglo existencial y moral del orden cósmico, así en nuestra época se ha afectado nuestra acostumbrada cotidianeidad.

Más de un millón de los ocho millones de especies de flora y fauna existentes están en peligro de extinción. Según un reporte de 2019 emitido por la ONU, un 75% de los ecosistemas terrestres y un 66% de los marinos ya están «gravemente alterados». Más de un 85% de los humedales que existían en 1700 se han perdido.

A principio de 2020, científicos pronosticaron que, si no se reducen las emisiones de gases invernadero, el cambio climático podría ocasionar el colapso repentino de grandes extensiones de ecosistemas, provocando la desaparición súbita de muchas especies terrestres y marinas. Estamos al borde del abismo y de una pérdida catastrófica de la biodiversidad.

No creo que el hombre descansará hasta que haya extraído la última gota de petróleo del planeta, ya sea de las vastas reservas de Arabia Saudita, del lecho profundo del Golfo de México, a 3.000 metros debajo del nivel del mar, o de las arenas bituminosas de Canadá. Se estima que hay petróleo para unos 43 años. Tampoco va a dejar de utilizar el carbón, el cual suministra el 38% de la energía consumida en el mundo, y cuyas reservas podrán satisfacer la demanda por al menos los próximos 400 años.

El 40% de los bosques tropicales del mundo se encuentra en la Amazonia, que alberga el 15% de la biodiversidad de la Tierra. La atraviesa el río Amazonas, el más grande del mundo. La Amazonia abarca el territorio de Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador, Guyana, Perú, Surinam, Venezuela y la Guayana Francesa. Sus bosques absorben cada año 1.500 millones de toneladas de dióxido de carbono de la atmósfera, frenando el cambio climático. A la vez, producen el 20% del oxígeno en el mundo. Desde los 70 del siglo pasado se han perdido por la tala, la agricultura, la minería, las presas y la construcción de carreteras casi 800.000 kilómetros cuadrados de los cuatro millones de kilómetros cuadrados del bosque amazónico original. Lo perdido es un territorio equivalente a Turquía.

El presidente de Brasil, Jair Messias Bolsonaro, un exmilitar que asumió el cargo el 1 de enero de 2019, es sin duda el jefe de Estado más peligroso para el medio ambiente en el mundo. Ha reiterado su intención de «explotar» la biodiversidad amazónica y rechaza lo que llama «ecologismo chiita» de las ONG, afirmando que «Brasil es nuestro, la Amazonia es nuestra». Para él los indígenas son un estorbo, porque ha dicho que «Donde hay tierra indígena, hay riqueza debajo», aludiendo a yacimientos minerales. Busca abrir la Amazonia a la explotación de la agroindustria y de la extracción, y la construcción de carreteras, vías férreas, puentes e hidroeléctricas.

En Brasil, el sector agropecuario y la deforestación, que están relacionados, son las principales fuentes de gases de efecto invernadero. Sin la selva tropical más grande del mundo en pie, no será posible reducir el calentamiento global. Bolsonaro se ha convertido en una amenaza para el planeta.

Los ecocidas como Bolsonaro, quienes cometen crímenes contra la naturaleza que tienen impactos a escala global, deben ser traídos ante una corte internacional del medio ambiente. En la ausencia de tal corte, por sus agresiones contra los indígenas se les debe enjuiciar en la Corte Internacional de Justicia en La Haya.

La contaminación creada por el hombre es otro jinete del Apocalipsis. Ensucia el aire, el agua, el suelo y enturbia la luz. Está destruyendo la vida cotidiana humana, animal y vegetal. De manera incesante llega a las nubes y al fondo de los océanos, a los órganos vitales.

Los responsables del cambio climático, de la destrucción de la capa del ozono, de la contaminación de los elementos, del arrasamiento de los bosques templados y tropicales, de la vertiginosa pérdida de especies de la faz de la Tierra, y de la fabricación de armas de destrucción masiva, están poniendo en riesgo la posibilidad de sobrevivencia de la especie humana. Vendrán olas de calor mortíferas, sequías, inundaciones y el aumento del hambre. La plaga de langostas del desierto que ha azotado a los países de África Oriental en 2020 traerá hambrunas sin precedentes a poblaciones debilitadas por el coronavirus. Los gigantescos brotes de la especie migratoria más destructiva del planeta, que devora todo a su paso, están ligados al cambio climático.

¿La tragedia del coronavirus provocará un cambio de conciencia en la humanidad o sus secuelas serán un regreso a lo de siempre, pero con más afán para compensar por lo perdido?

La población humana se acerca a los ocho mil millones. La Naturaleza puede sobrevivir sin el ser humano, pero el ser humano no puede sobrevivir sin la Naturaleza.

No hay que olvidar que «los cielos son los cielos del Señor, pero la Tierra les fue dada a los hijos del hombre» (Salmos 115:16). Dijo Raoul Glaber, el cronista del Año Mil, que en ese tiempo «fue como si el mundo mismo se hubiera sacudido, y despojándose de su vetustez, se hubiese revestido en todas partes de una blanca ropa de iglesias». En los albores del Tercer Milenio urge un cambio profundo en nuestra relación con el planeta (y en el sentido más literal, no solo del hombre, sino de los animales y los vegetales, del elefante y la ballena y el gorrión, el roble y la rosa).

El Apocalipsis será la obra del hombre, y no de Dios...

Ciudad de México, 20 de abril de 2020

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